Horterolas. José María Guelbenzu Cuando los teléfonos móviles

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Horterolas. José María Guelbenzu
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Cuando los teléfonos móviles comenzaron a aparecer en España se los llamaba
horterolas; lo mismo que ocurriera con los bolsos de caballero, que comenzaron
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llamándose mariconeras. Era una suerte de exorcismo para vencer el pudor
adelantándose a la crítica o a la burla con tales denominaciones: horterolas y
mariconeras. Se decía de las horterolas que incluso había quien fingía hablar por ellas,
pero en realidad utilizaba una imitación sin conexión alguna, sólo por fardar.
Ahora se llaman móviles, y si no tienes uno, es que eres un inadaptado o un
hortera. Lo normal es que cada miembro de la familia tenga uno, con cualquier excusa.
En ese sentido, las noticias que aparecen de cuando en cuando en los periódicos hacen
mucho por justificar la necesidad de hacerse con un aparato. Me refiero a esas
informaciones acerca de alguien que, estando a punto de perecer ante el ataque de un
grupo de mandriles en un parque de la naturaleza africano, consigue avisar por el móvil
a su familia en Cuenca, y ésta logra alertar a las autoridades del parque, que desplazan
un helicóptero para rescatarlo. Los móviles suenan en cualquier lugar: conferencias,
representaciones teatrales, conciertos, salas de espera, restaurantes... Pero hay un
espacio social en el que su presencia resulta particularmente estremecedora. Veamos:
¿viajan ustedes a menudo en tren?
Recientemente me dirigía yo a Zaragoza en tren con buen ánimo y dispuesto a
ganar tiempo de trabajo mientras viajaba. A poco de salir de la estación comprobé con
cierta alarma que mi vecino del asiento delantero hablaba en voz alta con alguien que no
era su compañero de asiento, pues el otro asiento estaba vacío En ese momento sonó
detrás de mí una ráfaga musical y, de inmediato, otra voz se puso a hablar en voz alta.
Entonces me di cuenta de que estaba rodeado de móviles y, resignado, me dispuse a
seguir leyendo.
No llevábamos ni diez minutos de viaje cuando comprendí que el tipo de delante
estaba haciéndole la cama a un compañero de trabajo. Era un trabajo lento y sutil y, de
hecho, apenas dejaba entrever sus fines; hablaba con quien fuera fingiendo
preocupación por la situación del otro, y, apoyándose en esa fingida buena intención, lo
estaba dejando en pelota. Yo no solamente no conseguía abstraerme en la lectura, sino
que estaba siendo arrastrado a esa canallada como un cómplice mudo, con lo que al
poco tiempo ya me encontraba ante un dilema moral: ¿debía intentar saber más y
socorrer al otro?, ¿me quedaría callado como un cerdo?, ¿tenía que coger el móvil del
tipo de delante y tirarlo a la vía?
A la altura de Guadalajara, los móviles no paraban de sonar por todo el vagón.
Allí hablaba todo el mundo, desde el señor mayor que se comunicaba con sus familiares
para anunciarles que ya iba por Guadalajara, hasta el que ampliaba un pedido a cambio
de un descuento del 2% por pronto pago. Una señora detrás de mí —la de la ráfaga
musical— dirigía su propia peluquería no sólo controlando los movimientos de las
oficiales, sino incluso hablando con una clienta que se hallaba en esos momentos bajo el
casco, a juzgar por el tiempo de que disponía y los comentarios acerca de ciertos
problemas de orden sentimental.
A veces, sin embargo, los teléfonos callaban. Entonces, uno veía a sus
propietarios removerse inquietos en sus asiento; no sólo no les llamaba nadie, sino que
ya no se les ocurría nadie a quien llamar. Adivinaba su sufrimiento como se adivina el
del fumador que se encuentra en la zona de no-fumador. Así hasta que, de pronto, se les
iluminaba el rostro y, con la prisa nerviosa del que acaba de recibir un regalo inesperado
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y lo abre, desplegaban su móvil, marcaban una vez más y aguardaban la respuesta con
cara de felicidad.
Cuando llegamos a Calatayud, comprendí que el desprevenido compañero del
tipo de delante tenía los días contados. ¿Cómo se puede leer sabiendo que una familia se
va a quedar en la calle en cuestión de un mes o dos? La señora de atrás dijo de pronto:
“¿Que te has embarazado? ¿No? Ja, ja. ¿No te has dejado, eh?”, y me volvió a sacar,
sobresaltado, de mi libro, el que tenía que leer durante el viaje por razones de trabajo.
Dos ejecutivos sentados juntos estuvieron un buen rato llamándose entre sí con un
tercero, y el señor mayor, ya en Zaragoza, volvía a llamar al familiar que lo esperaba en
la estación para comentarle por qué andén estábamos entrando.
Cuando salí a la calle sólo tenía una pregunta obsesiva en mi mente: ¿cómo vivía
la gente antes de la llegada de la telefonía móvil?
José María GUELBENZU (Madrid, 1944). Se dio a conocer como narrador de talante
experimental a finales de los años sesenta. Desde entonces ha publicado diversas
novelas (entre las que destacan La noche en casa, 1977, y El río de la luna, 1981), ha
trabajado como director editorial y ha publicado con asiduidad artículos en diversos
periódicos.
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