Traducción en días festivos u observancia del precepto?

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CUADRANTEPHI No. 21
Julio – diciembre de 2010, Bogotá, Colombia
¿Traducción en días festivos u observancia del precepto?
Juana Bastidas Elorza
Facultad de filosofía
Pontificia Universidad Javeriana
Bogotá-Colombia
[email protected]
La pluralidad de lenguas que a diario acusamos y padecemos en nuestro quehacer nos
conduce indefectiblemente a algún intento de determinación de la naturaleza de este
padecimiento, de esta “pasión”.
Acerca del lugar de la traducción ante la obra original, Borges señala:
Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su
original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H
―ya que no puede haber sino borradores―. El concepto de texto definitivo no
corresponde sino a la religión o al cansancio.
Sin embargo, la evidencia que nos acompaña es la de las múltiples preferencias y
aversiones que nuestros maestros profesan hacia unas u otras traducciones de las obras
clásicas de la filosofía. Esto nos pone ante la sospecha de la existencia de alguna suerte de
criterio cuya forma apenas adivinamos en medio de una penumbra; y ha de llevarnos a la
pregunta por el fundamento de las preferencias de los estudiosos. Probablemente esta
cuestión admite tantas respuestas cuantas obras y lectores hay.
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Por su parte, la idea de los potencialmente infinitos borradores borgeanos, todos ellos, a su
vez, infinitamente perfectibles, se inscribe en una concepción de la traducción en general
como una práctica que contiene en sí misma su fin, esto es, como un ejercicio libre de
creación. No obstante, este ámbito parece no corresponder con el del oficio mayoritario de
los traductores de textos particulares de filosofía. Aunque, por supuesto, una pluralidad de
traducciones disímiles de una misma obra es susceptible de ser vista como un alfaguara de
posibilidades de pensamiento, los textos filosóficos aún muestran una firme resistencia
frente a la idea de una idéntica plausibilidad atribuible de derecho a todas las versiones. Y
esta diferenciación, que se manifiesta a través de las determinaciones “buena” o “mala
traducción”, termina por mermar o incrementar de hecho el circuito de cada una de las
traducciones disponibles.
Mas ¿cuáles son las razones que motivan nuestra resistencia hacia el postulado de una
equidad cualitativa preestablecida entre las múltiples versiones de un texto -incluso la
original-? ¿Por qué perseveramos en la idea de “fidelidad” y le sustraemos a la traducción
la posibilidad de ser una versión libre? Tal vez los motivos nos vienen dados por el
comportamiento de la disciplina que nos congrega: aunque la traducción obedece, por
supuesto, al fin de la producción de pensamiento, no lo hace de cualquier manera, sino a
través del recurso a la tradición. Así, en la práctica, las versiones de un primer escrito se
reconocen como subsidiarias de éste, que constituye nuestro objeto de estudio en la medida
en que nos volcamos sobre la manera en que los problemas universales e intemporales de la
filosofía toman forma en ese texto fundamental, que se presenta como una realización
particular de ellos. No se trata, por tanto, de crear potencia de pensamiento haplós, sino de
producir una cierta potencia de pensamiento.
Mas lo anterior no ha de comprenderse como la consolidación de una letanía de
restricciones antojadizas. De hecho, una traducción de cualquier texto está destinada a no
ser más que eso mismo, es decir, a ser a la vez una renuncia respecto de todas las formas
alternativas que podría adoptar. Por una parte, las traducciones de textos de filosofía
dirigidas a estudiosos de la disciplina plantean exigencias a las que el autor intenta dar
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cumplimiento en su versión, y ésta, incluso en caso de estar enferma de prolijidad, dista
naturalmente de siquiera poder imaginar una interpretación omnicomprensiva y consumada.
Por otra parte, las versiones orientadas hacia fines idénticos o semejantes dan lugar a una
cierta posibilidad de diálogo, según ofrecen una forma de acceso, en mayor o menor
medida homogénea, que resulta útil para fundar y acotar la discusión a un tiempo.
De este modo, el corpus universal de la producción filosófica se compone de textículos que
claman lectores intertextuales dispuestos a recorrer comprensivamente la tensión entre los
llamados “original” y “copia”, y cuyo entendimiento se comporte al modo del ojo que se
posa sobre una pintura impresionista: la unidad no exhibe la forma de un dato, sino de un
constructo, siempre vulnerable.
Por lo general, un par de lenguas nos bastan para relacionarnos con una plétora de autores
geográfica y lingüísticamente distantes. No reparamos en esta forma de relación porque,
entre la variedad de traducciones disponibles, solemos encontrar un par de ellas que han
sido reconocidas como “suficientemente afortunadas” y, de este modo, la labor de
traducción se nos figura posible. A mi juicio, es así como el problema de la traducción
queda reducido al de la pericia o impericia de un traductor.
Sin embargo, ¿qué hay de las posibilidades de la traducción misma? ¿Hasta qué punto es
posible tomar palabras escritas en una lengua y llevarlas satisfactoriamente a otra? Así nos
resume Valentín García Yebra los propósitos de este ejercicio y las condiciones que lo
atraviesan: “el traductor es como un pintor que tuviera que reproducir un cuadro con
colores diferentes de los usados para su modelo”1.
El trato permanente que tenemos con las lenguas romances nos deslumbra con un
paralelismo que puede sospecharse premeditado: sistemas alfabéticos casi idénticos, raíces
léxicas mayormente indistinguibles, prefijos y sufijos similares, preposiciones que se agitan
1 GARCÍA YEBRA, Valentín, “Sobre la traducción literaria”, en El buen uso de las palabras, Gredos,
Madrid 2003, p. 311.
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entre la semejanza y la identidad morfológica 2. Ésta es, grosso modo, nuestra residencia. El
mundo que habitamos se nos revela como una red de correspondencias donde, sin mayores
trastornos semánticos, las ´manos´ son intercambiables por ´mains´ o ´mani´. Pero también
lo son por ´hands´, pese a la distancia que nos separa de las lenguas germánicas.
Esta intercambiabilidad inmediata puede encontrar explicación en la reducción de la noción
de ´significado´ a la de ´referente´. Así, por ejemplo, no dudamos en equiparar el 'Este' y el
'Oriente', puesto que, en principio, en virtud de la unidad de su referente, sus significados
parecen idénticos. Mas ¿hasta qué punto son efectivamente intercambiables por completo?
Aun desconociendo el origen de la palabra 'Oriente', es posible advertir una iteración algo
cacofónica en lo que pronuncio. Reiteración insoslayable cuando digo: 'origen', 'Oriente',
'aborto'. La partícula 'or' integra discretamente a nuestro discurso la idea de ´nacimiento´.
Por su parte, 'Este' podría guardar alguna relación con 'estío', aunque esta opinión no está
muy extendida. La diferencia cobra más relieve cuando comparamos el par 'Occidente'–
'Oeste'. No se me ocurre, por el momento, palabra alguna relacionada con 'Oeste' ―aunque
la infamada Wikipedia la asocie muy lejanamente con 'vespertino'―; pero, en cambio,
resulta difícil pasar por alto la semejanza entre 'Occidente' y 'occiso'. Una consideración
más exhaustiva nos podría llevar a vincular estas palabras con otras como 'cadáver',
'cascada' o 'caducidad', donde la idea recurrente es la de caída.
Así, tal vez, se nos anuncia que, por una parte, los fecundos e insondables complejos de
referencias que habitan en cada palabra pueden conservarse cuando la traducción tiene
lugar entre lenguas próximas; mas, por otra, cuando las lenguas no exhiben un origen
común, las palabras, en virtud de tales complejos de referencias que entrañan, pueden
oponer al traductor atento una resistencia sutil pero invencible. Aquí, el mentado propósito
de fidelidad al original se reformula: abandonamos la idea de “literalidad” -alimentada por
inagotables inventarios de diccionarios-, para abrazar la de “reconstrucción del sentido”.
2 Por supuesto, no harán falta numerosos contraejemplos, pero tal vez ninguno será suficiente para negar la
proximidad que es posible atestiguar entre lenguas que convienen en un origen común.
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Así también comprendemos la petición que Borges hacía a su traductor cuando lo invitaba a
traducir no lo que había dicho, sino lo que había querido decir.
Sin embargo, lo anterior no basta para afirmar la posibilidad de traducciones perfectas entre
lenguas que convienen en un mismo origen. Mientras la relación entre las palabras de cada
una de estas lenguas no esté mediada por tal origen común, la mera correspondencia no será
capaz de transformarse efectivamente en equivalencia, y el vínculo entre una palabra y otra
exhibirá una forma anecdótica y casual. En palabras del Quijote:
Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea
de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices
flamencos por el revés, que aunque se ven las figuras, son llenas de hilos que las
escurecen, y no se ven con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles
ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un
papel de otro papel. (II, LXII)
Esto en cuanto a la morfología.
Del lado de la sintaxis, en resumen, es posible asegurar que las fórmulas no existen más que
en las traducciones oficiales. Las lenguas naturales albergan rudimentos que se resisten a la
sistematización. Mas aun: la estructura de las lenguas clásicas, donde descansa buena parte
de la tradición filosófica, es irreductible a la de las lenguas romances, y precisa años de
estudio. Sea ésta una invitación a emprender un aprendizaje que tiene, en buena medida, la
forma de una anámnesis. Sea también una motivación a cometer el delito de traducción, tan
distante de cualquier trabajo técnico: que haya un texto hecho es también indicio de que
hay un texto por hacer.
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