LITERATURA E HIGIENE Carlos Casares En Suecia es bastante

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ENCUENTROS EN VERINES 1995
Casona de Verines. Pendueles(Asturias)
LITERATURA E HIGIENE
Carlos Casares
En Suecia es bastante frecuente encontrarse en algunos lugares públicos,
especialmente en los hospitales y en los colegios, unos letreros en los lavabos que
explican cómo se debe proceder para lavarse correctamente las manos. Según la
etiqueta en la que figuran las instrucciones correspondientes, hay que abrir primero
el grifo, hacer luego uso del jabón, coger después una toalla de papel para secarse y
finalmente servirse de otra más para cerrar el grifo. Como se ve, todo es susceptible de
ser enseñado.
La racionalidad convierte en asuntos perfectamente serios actividades que, privadas de
ella, podrían entenderse como un síntoma de debilidad mental o de estupidez
humana. El ejemplo que acabo de citar no es tan ridículo como pudiera parecerá
simple vista ni rebela ninguna carencia que nos haga dudar de la capacidad intelectual
de los suecos, sino más bien todo lo contrario.
De lo que se trata con esta práctica aparentemente extravagante, es de evitar que el acto
higiénico de lavar las manos se convierta en una acción inútil, que es lo que sucede
cuando tocamos de nuevo el grifo. En ese momento, si no tomamos la precaución de
usar un trozo de papel, los gérmenes depositados en la llave por usuarios anteriores
pasan a nuestra mano, de la mano a la boca y de la boca al interior del cuerpo, ahora
transformados en peligrosos agentes patógenos.
En nuestra cultura este tipo de precauciones se juzgan innecesarias. Para unos, en un
nivel que pudiéramos considerar emotivo y primario, bastante extendido, forman
parte de la definición que corresponde a gentes poco inteligentes y de cabeza
cuadrada, que generalmente son todas aquellas que viven en países en los que la
improvisación se entiende que es una de las formas poéticas que adopta la
irresponsabilidad. Que una concepción tan liberal de la existencia acabe en cagalera
masiva de ciclistas o en banquete de bodas pasado por baño y hospital no deja de ser
un añadido gracioso, como el estrambote de un soneto; poesía, al fin y al cabo.
Naturalmente, en un nivel más serio y reflexivo, hay quien puede hacer objeciones
inteligentes a la inocencia pedagógica de los suecos. En primer lugar, el mundo y sus
habitantes no estamos metidos en un tubo de cristal esterilizado, sino que nos movemos
en medio de un magma de organismos vivos, relacionados unos con otros, que nos
obligan a generar mecanismos de defensa para poder fortalecernos y no ser víctimas de
la primera bacteria agresiva que se nos cuele dentro. Sucede además que el número de
infecciones que se pueden producir por no tomar las precauciones que adoptan los
suecos a la hora de lavarse las manos es estadísticamente despreciable, como lo son los
accidentes de aviación, por muy llamativos y espectaculares que sean.
Cualquiera de estas dos opciones puede ser defendida con argumentos aceptables, aunque
la más racional de ellas resulta fácil de disolver en el ácido corrosivo del humor, casi
siempre eficaz y brillante á costa de ser injusto. Me temo que en el asunto del cual nos
vamos a ocupar en estos días, esa puede ser la suerte que reservemos para la literatura.
Adelanto mi devoción por la racionalidad ingenua de Suecia y por los suecos, aunque
no sea más que por amor a mis hijos, que dicho sea de paso, se lavan las manos
como Dios les da a entender y no como sus abuelos de por allá trataron de enseñarles
con paciencia escandinava e ineficacia latina.
Creo que la literatura puede y debe ser enseñada, aunque estoy convencido de que se
enseña poco y mal. Generalmente se considera que esta materia, por lo menos en los
estudios de bachillerato, es un fracaso, no tanto por los métodos o la capacidad de los
profesores, sino por la falta de interés de los alumnos. Cualquiera de los aquí
presentes tenemos experiencias suficientes al respecto, no muy diferentes, por lo que
sé, de las que viven a diario las personas involucradas en otros ámbitos de la
enseñanza, sea ésta la que concierne al latín, a la física, a las ciencias naturales o a
las matemáticas.
Ahora bien, cuando el fracaso es tan general y persistente, ya no se puede hablar de
desastre pedagógico, sino que nos encontramos ante una norma que se cumple con
carácter inexorable y que la realidad impone por encima de la voluntad de quienes
pretenden oponerse a ella con una terquedad que mejor empleada podría ayudarnos
a hacer un diagnóstico más certero de la situación en que nos encontramos y que tantas
frustraciones nos causa.
No se sabe por qué confusa razón, la ley basada en el sentido común que dice que no
sería ni posible ni deseable ni económico que todo el mundo tuviese las mismas
aficiones y los mismos gustos, debiera hacer una excepción con la literatura.
Aceptamos sin reparos que haya alumnos con escasa disposición o interés por las
matemáticas, la biología, el dibujo o la gimnasia; nos aparece, en cambio, aberrante
que a muchos estudiantes no les interese la literatura en absoluto.
Si admitimos sencillamente esta obviedad que algunos consideran una maldad
metafísica, algún tipo de error incompatible con el espíritu humano o alguna derivación
perversa de la civilización actual, nos costaría menos comprender por qué año tras
año, generación tras generación, se produce la catástrofe. Aún estoy viendo a un profesor
amigo mío, más consternado que divertido, con el examen de un alumno en la manos,
sin dar crédito a lo que acababa de leer. Sabedor de las dificultades con que se
encontraba curso tras curso en la enseñanza de la literatura, se había esforzado en
hacerles amenas y fáciles las clases a los alumnos. Antes de enfrentarse con las
Églogas de Garcilaso, para captar la atención de los estudiantes, un día les contó la vida
del poeta, de quien les dijo que había muerto a consecuencia del golpe que le produjo
en el pecho una gran piedra arrojada desde la muralla en el asedio a la fortaleza de
Muy, en la Provenza, cuándo para complacer al emperador, que había mostrado su
disgusto por la tardanza en acometer el asalto, se lanzó a escalar el baluarte. La buena
voluntad y la preocupación pedagógica de mi amigo acabó convertida en una historia
disparatada, en la que Carlos I invitaba a Garcilaso a una merienda en medio de un
bosque y allí, cuando estaban solos, el monarca, a traición, lo mataba a pedradas.
De ahí a que Unamuno haya escrito Divinas palabras, que Valle-lnclán fuese un
escritor vasco que andaba siempre con gorra o qué Pío Baroja se quedó manco a
consecuencia de una estocada, no hay mucho camino. Podría decirse, por otra parte,
que tampoco cambian mucho las cosas cuando nos encontramos con alumnos que
saben que Unamuno escribió Paz en la guerra o que Divinas palabras pertenece a
Valle-lnclán, que además es un escritor gallego a quien tuvieron que amputarle el
brazo izquierdo como consecuencia de un bastonazo propinado por un tal Manuel
Bueno. En el mejor de los casos, a estos alumnos más aplicados, ese tipo de información
correcta les valdrá para aprobar un examen o para no quedar como acémilas en un
concurso de televisión. Es dudoso que esa modesta erudición les ayude a convertirse
en uno de los diez mil lectores, entre cuarenta millones de compatriotas, que en
España se interesan, unos por placer, otros por obligación profesional, en esa hermosa
inutilidad que es la literatura.
Dicho lo cual, quisiera añadir, para que no se entienda lo contrario de lo que pretendo
decir, que la literatura debe enseñarse, como creo que debe enseñarse a la gente a
lavar las manos, a pesar de que estadísticamente el número de infecciones, o el
número de lectores, que para algunos viene a ser lo mismo, sea insignificante.
Por supuesto no tengo interés en aburrir a nadie ofreciendo planes ni proyectos ni
programas. Me atreveré a sugerir únicamente que quizá sea más útil e importante
enseñar a leer, que informar y teorizar sobre lo que ya está escrito. Tal vez por ese
camino se podría despertar el interés de la gente por la lectura, además de elevar el
nivel cultural y el prestigio de nuestro país, ya que en las estadísticas internacionales
pesa mucho el número de lectores, tanto que se ocupen estos en la consulta de diarios,
revistas de deportes, jardinería, manualidades e información general, como en el"
placer estrafalario de coleccionar novelas, libros de poesía o recopilaciones de
ensayos. Conseguido, por lo tanto, el modesto objetivo de enseñar a leer y mejorada
al mismo tiempo la posición cultural de España, non sería impensable que
algunos de estos lectores, salvados de la inanición provocada por la falta de
consumo de letra impresa, acabasen orientando sus gustos hacia la lectura de obras
literarias, esa manía particular, no muy diferente de la afición a los sellos, a los
trenes eléctricos o a la estrategia naval.
Si se me permite una nueva alusión a Suecia, quisiera terminar contando una
historia.
En
aquel
país,
los
paquetes
de
leche
llevan
impreso,
en una de las dos caras, un texto que ocupa todo ese espacio. Puede ser un
cuento breve, el relato de un episodio relacionado con la historia o una
información de tipo práctico, que explique, por ejemplo, cómo se construye
un comedero para pájaros, cómo se debe tratar a un erizo que entra en el
jardín y decide quedarse unos días o cuáles son las reglas del juego de la
petanca. Este texto cambia todas las semanas, de manera que los lunes es
frecuente ver a los suecos, a la hora del desayuno, enfrascados en la lectura
o esperando turno, eso sí, de manera muy civilizada, para meterse una ración
de literatura láctea. Excuso aclarar que este modesto paquete impreso ocupa
el primer lugar en las preferencias y hábitos lectores de los ciudadanos de
aquel país.
Confieso que yo aprendí sueco por ese procedimiento, lunes a lunes, durante muchos
veranos, mientras desayunaba unas excelentes caballas ahumadas, cumpliendo con la
recomendación clásica de aprender con deleite. Ahora, tengo la suerte, incluso me
atrevería a decir que la buena leche, de poder leer en aquel idioma a poetas,
novelistas y otros colegas, que dicho sea de paso, se quejan tanto como nosotros del
escaso interés que les prestan, tanto a ellos como a las cosas que escriben, sus
conciudadanos. Si digo la verdad, yo me cambiaría por un escritor sueco, no porque la
enseñanza de la literatura goce allí de mejor suerte o porque la higiene en el lavado de
las manos resulte más sana que nuestra arraigada cochambre nacional, sino porque los
españoles tuviesen la oportunidad de leer con gozo cada lunes un paquete de leche.
Algunos lectores más nos tocarían a todos cuantos andamos metidos en esta chifladura,
aunque sólo fuera por simples extrapolaciones estadísticas.
Carlos Casares
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