Santiago Sylvester El punto más lejano Ediciones Ruinas Circulares, Buenos Aires, 2011. X Los muertos flotan cabeza abajo en su parto a favor de la naturaleza: todos, un solo muerto que espera su ocasión para acoger al muerto único que alguna vez seremos: cada uno en diálogo continuo con el punto más lejano, que es único y a la vez de todos: de donde todo viene a ser lo mismo. Sin embargo, cada muerto reclama su singularidad. Durante un tiempo la reclama, obsesionado a fondo por su estado; y aquí estamos nosotros para dársela: que ese muerto se explique, a ver si de paso nos explica a los demás. Dos amantes surgen de la marejada, atados a la misma suavidad: ellos ¿quiénes somos? ¿quiénes, él y ella, somos en la crepitación del agua? ¿hasta dónde hemos llegado con la desgarradura de un amor que, por lo visto, era eterno? Dos, consumidos por la misma premura, y tan unidos desbordan lo previsto que aquí estamos recibiéndolos con sílabas, mejorando para ellos la caligrafía, tomando notas, removiendo los mismos materiales como si no fuéramos todos otra cosa que dos, haciendo el mismo ruido. Haciendo ruido saca otro muerto la cabeza: dice palabras, pero no está pendiente de que las escuchemos: habla como suena la tormenta, el mar o un efecto de la naturaleza: y el juego acaba ahí, sin moraleja. Acaba con mostrarse, y en esto reside su poder: el enorme poder de ser quien es, sin más deberes: un irlandés que, según dicen, cruzaba unitarios de una costa a otra con su barco, con un catalejo que yo he visto y una manera de mirar el abra que no he visto pero que recibo en mi casa. ¿Y adónde quiere hacer llegar su queja ese otro que, apareciendo en su carácter, quiere dar sentido a lo que tal vez no tiene? ¿Adónde esa mujer que, después de muerta, se pinta los labios; el que rompe la cuerda destemplada, siendo la única que aún conserva su guitarra; el que mide la distancia recíproca entre silla y silla: entre esa silla en la niebla y por ejemplo ésta, donde me siento yo? Lo bueno de estas cosas es que nadie interrumpa, que nadie acorte distancia, hable o calle antes de tiempo, perturbe con su actividad; lo bueno, sabiendo que de esta intensidad solo podemos conocer el sitio y el despliegue del tiempo: conocer el instante. Lo bueno, entonces: dejar que esta multitud de apariciones, ajada antes de tiempo, traiga el alivio de saber que en alguna parte está trazado el límite. Esa mujer negra con una hoja enorme en la cabeza, ¿se protege del sol que ya no existe para ella o que ha cambiado de lugar? El que habla solo en la puna, ¿busca qué compensación, jadeando sin pulmones, sin la lengua afuera: sin tener siquiera afuera? El tren de carga fantasmal que cruza por el sueño, inmóvil en la mañana sucia del andén, ¿prefiere la velocidad del sueño o la somnolencia fija del andén? El que vive, pero poco: lo contrario del que muere su muerte con convicción, ¿reivindica su existencia escasa antes de desaparecer? Entre dos compensaciones flotan los muertos: vida referida a la vida; muerte, a la muerte. Lo que ya no existe es el vínculo, salvo nosotros que, único vínculo a mano, aunque mal equipado, discutimos con ellos para no ser su frontera; y en esta discusión nos vamos entendiendo.