[2] No traduce bien sino aquel que, por un señalado favor de la naturaleza, tiene el don de reproducirse en la mente la época en que el autor traducido escribió y la vida íntima del autor, o aquel que tiene los mismos tamaños y gustos del escritor a quien traduce. A Camõens ha tocado en Inglaterra esta fortuna: viajero y poeta fue él, y acaba de traducirlo en estrofas redondas y arcaicas, para poner más la mente del lector en los méritos reales de la obra vertida, el capitán inglés Burton, elegante poeta y afamado viajero. Nueve traducciones van con ésta hechas de Los Lusiadas a la lengua inglesa, y de ellas la única comparable a la excelente que publica ahora Burton, es la que en 1655 publicó Fanshawe, que fue también hombre de armas y hombre de letras; y volvió de Lisboa, adonde fue de Embajador como a Madrid, prendado del libro de Camõens. El capitán Burton ha escrito su traducción en aquella lengua antigua y donosa que se hablaba en la Corte de la reina Elizabeth, y tiene su libro, además de estos méritos que avaloran la traducción, el de poner ante los ojos, como si fueran cosa presente, aquellos tiempos de amores y caballerías, en que las damas portuguesas hablaban como lenguas propias el Latín y el Griego, y se enviaba a los hidalgos pobres que ponían los ojos en niña cortesana, como aconteció a Camõens, a ver límites de Galicia o tierras africanas. Los gloriosos viajes; las dilatadas guerras; las injusticias del monarca que dio como cosa grande al poeta en premio a Los Lusiadas, desde el nacer famosas, unos cien pesos que le fueron mal pagados; y los amores del hermoso poeta, que fue, aun después de perder un ojo, muy amador y muy gallardo; y sus penurias, que fueron tales que comía de la limosna que un fiel esclavo que trajo de Java pedía para él por las noches: todo, en suma, cuanto hace a aquel portugués ilustre, está narrado con precisión y brillo en el libro de Burton. Y aquí viene a cuento recordar las traducciones que van ya hechas de Los Lusiadas de aquel poeta que exclamaba al morir, entristecido por el rebajamiento de los suyos y la pobreza de dineros, y pujanza del reino: “Muero en mi patria, y con mi patria.” En bohemio, o bohemo, como quiere el colombiano Cuervo que se diga; en húngaro y en hebreo hay ya versiones del libro de Camõens; en inglés, hemos dicho que hay nueve; hay una en griego moderno, el griego en que ha cantado a la Libertad el poeta Solomos; una en danés, una en polaco, dos en sueco, dos en holandés, dos en ruso, siete en latín, cinco en español, trece en alemán, catorce en italiano y veinticinco en francés. Bien merece la honra aquel cuyos versos fueron escritos, a guisa de lema nacional, en la bandera de batalla de los ejércitos de su nación. Ha muerto un pensador serio, William Rathbone Gregg, inglés. Sus obras han sido un producto de su época y han influido en ella. Figura entre los más ardientes mantenedores de la necesidad de que un espiritual liberal, científico y generoso presida las creencias religiosas de los hombres de estos tiempos. Su libro renombrado Los credos de la Cristiandad sirvió vigorosamente, aunque acusado de escéptico por algunos, y por otros de herético, a este propósito. Pero más memorable es a nuestro juicio otro libro suyo Enigmas de la Vida, en que trata de penetrar en lo más íntimo del alma humana, y poner los actos del hombre en acuerdo con su propia magnífica naturaleza. Todos los problemas de la edad presente están con levantado tono y firme fe en la sabiduría de la Omnipotencia, analizados en el hermoso libro. Gregg escribió mucho en un periódico que ha llegado a alcanzar gran autoridad en Londres, y ejerce señalada influencia en las altas clases: el Pall Mall Gazette. Se susurra que la emperatriz Eugenia pasará el resto de su vida en París; pero es lo cierto que sus obreros añaden ahora 18 habitaciones a las ya muy numerosas de su nueva casa en Farnborough, Inglaterra. En esta casa habrá un cuarto lleno de reliquias del Príncipe Imperial, que estará siempre como estaba en vida del Príncipe su habitación en Camden Place, antes de ir a correr su aventura de África. La idea ha debido venir de la habitación que la Reina Victoria conserva en el Balmoral, donde todo está como estaría si el Príncipe consorte estuviera vivo: andan por las mesas los sombreros y guantes del Príncipe, y yace en la cama una efigie de él. ¡Pobre recurso de la mente que debe dar, más que consuelo, llanto a los ojos e ira al alma! Ira no, sino tristeza de no poder ganar en años sino lo que se pierde en pedazos del corazón. Ya van los gobiernos cayendo en que es crimen que los vendedores de artículos de comer y beber hagan riqueza a costa de la salud y la vida de sus parroquianos. En Berlín es muy activa la vigilancia de los artículos de este género sacados al mercado. Los médicos de la comisión del gobierno examinan minuciosamente los licores y las vituallas. De 254 artículos diversos sometidos a examen pericial, resultaron peligrosamente adulterados 44: el té verde, que por cierto no debe tomarse nunca, estaba teñido, y mezclado con flores de heno, y el cacao estaba mezclado con papas y harina de maíz. Poco tiempo hace se descubrió en Madrid que una riquísima compañía elaboraba su chocolate con bellotas. Las penas impuestas a los adulteradores berlineses han sido rudas. La Opinión Nacional. Caracas, 3 de enero de 1882 [Mf. en CEM]