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RECLAMOS EXTRALITERARIOS:
COMENTARIOS SOBRE LA ELECCIÓN DE TEXTOS DRAMÁTICOS
EN LA RECIENTE PRODUCCIÓN TEATRAL ESPAÑOLA
Rafael Ruiz Pleguezuelos
Universidad de Granada
[email protected]
RESUMEN: En la producción teatral española contemporánea, con más y más frecuencia se elige
producir adaptaciones de obras cinematográficas de gran éxito, que ofrecen un fuerte reclamo
publicitario adicional. Ello implica a menudo que los adaptadores no tomen como referencia
un texto literario original (si lo hubiere), sino que hagan uso directo del film como conjunto,
alterando de una manera evidente el proceso de creación dramático. El resultado común es que
el montaje teatral parece ser más una práctica de representación cinematográfica en vivo que una
experiencia teatral auténtica. Con este foco de interés, el artículo analiza la manera en que esta
tendencia cambia la experiencia del espectador en el teatro, así como la relación de productores,
directores y actores con el texto dramático.
Palabras clave: teatro, cine, crítica dramática, adaptación.
ABSTRACT: In contemporary theatre in Spain, it is becoming more and more popular to produce
adaptations of cinema blockbusters, as they can offer the stage producer an additional promotion.
This implies that adaptors do not often take the original literary text (if there is one) as a framework but the film as a whole, evidently altering the dramatic creation process. The result is
that the product is more a cinematographic live show than an authentic theatre experience. The
article focuses on the way this tendency changes our theatre experience as audience, as well as
on the relationship between producers, directors and actors with the theatrical text.
Key words: theatre, cinema, theatre criticism, adaptation.
Un simple vistazo a la producción teatral reciente evidencia un fenómeno que, sin
ser exclusivo de España, sí que ha alcanzado un auge significativo en la última década
en nuestra escena: los productores teatrales eligen producir piezas que ofrecen un fuerte
reclamo publicitario adicional, propiciado normalmente por constituir adaptaciones de
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obras cinematográficas de gran éxito. Ello implica que, con frecuencia, no tomen como
referencia un texto literario original, sino que hagan uso de adaptaciones directas del
guión del film, alterando de una manera evidente el proceso de creación dramático.
Además, resultan especialmente significativas las ocasiones en las que, existiendo una
obra teatral o novela previa bien conocida, la producción para nuestra escena elige
trabajar sobre las opciones tomadas en su momento por la adaptación cinematográfica
de la que se pretende absorber la publicidad, y no sobre la obra literaria original. El
trabajo de los actores sigue un camino idéntico: su caracterización recuerda y debe
recordar al del actor de cine que se encuentra instalado en el imaginario colectivo.
Resulta realmente sencillo encontrar ejemplos al respecto, ya que, como he dicho
anteriormente, el fenómeno está llegando a ser tremendamente popular. En la cartelera
madrileña de 2010, la exitosa adaptación de Ser o no ser que el director Álvaro Lavín
realizó (de un texto escrito originalmente por Melchor Lengyel como relato y convertido
en un film clásico en la dirección de Ernst Lubitsch) es buena muestra de la intención
del comentario del presente artículo, cuando aún tenemos el recuerdo reciente del éxito
de público de Misterioso asesinato en Manhattan, dirigido por Francisco Vidal. La
obra de Jordi Galcerán El método Grönholm, por ofrecer un ejemplo más, también
ofrece un viaje textual más que reseñable, con sus idas y venidas desde la escena al
cine y de vuelta a los escenarios.
Tomemos como ejemplo concreto la oferta madrileña de enero de 2010. Llama
la atención de manera inmediata que, entre las obras instaladas en los teatros más
populares, apenas hay tres obras que provienen de manera directa de textos literarios:
el Auto de los Reyes Magos, Arte, de Yasmina Reza y Vamos a contar mentiras, de
Alfonso Paso. Dejando aparte el reciente reinado de los musicales, fenómeno que, por
sí solo, exigiría un artículo, encontramos en el resto de los locales de teatro principales un gran número de obras que proceden de una manera más o menos directa
de exitosos productos cinematográficos. En esa primera semana de enero, el Teatro
Marquina albergaba El pisito, clon, casi me atrevería a decir, reducido en pretensiones,
de la película de Marco Ferreri e Isidoro Martínez Ferry,1 bajo la dirección de Pedro
Olea. El Teatro Alcázar alternaba Ser o no ser con un espectáculo que responde a la
relativamente reciente fiebre de los espectáculos de monólogos cómicos (el stand-up
comedy norteamericano) que la televisión ha popularizado. El show que ofrecía el
Alcázar se titulaba Los monólogos que te dije.
La revisión de la situación un año antes, en enero de 2009, presenta idénticos
resultados: los textos literarios en este caso estarían constituidos por Las sillas de
Ionesco, en el Círculo de Bellas Artes, y La venganza de Don Mendo, en un sitio
tan apropiado como el Teatro Muñoz Seca. De nuevo las adaptaciones de éxitos cinematográficos mandan: El señor Ibrahim y las flores del Corán, texto de una película
francesa dirigida por François Dupeyron, Se infiel y no mires con quién, obra popu1. Conviene precisar que la primera forma del texto de El Pisito fue la novela, publicada en 1957, de
la que tenemos una edición de 2005 con el texto remozado en la editorial Cátedra. De cualquier forma, la
versión teatral, a todos los efectos, toma como modelo la celebérrima película.
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larizada por la película de Fernando Trueba, en el Teatro Amaya, la adaptación del
espectáculo de los cómicos británicos Monty Python Spamalot, una comedia musical
tibiamente basada en la película Los caballeros de la mesa cuadrada (Monty Python
and the Holy Grail, 1974) y, por supuesto, la ración de monólogos pertinentes en el
Arenal con 3 Monólogos de risa.
Echar un vistazo a los años inmediatamente anteriores nos lleva a constatar hallazgos similares. En la historia de la escena reciente hay muchos éxitos empresariales
más que son igualmente adaptaciones de obras cinematográficas de gran popularidad:
Primera plana, La extraña pareja, Descalzos por el parque (aunque también una obra
de teatro antes que un film), La cena de los idiotas (con idéntica situación) o Doce
hombres sin piedad, dirigida en 1957 por Sidney Lumet, que, por cierto, fue escrita por
Reginald Rose como guión para televisión, luego la adaptó al teatro y después al cine.
Ratifico entonces este fenómeno que, por producirse de una manera constante en
un número de años más que suficiente (me atrevería a decir una década), se puede
hablar ya de tendencia y no de simple hecho aislado, moda pasajera o coincidencia
de una temporada. Aunque no me cabe duda de que el análisis empresarial y cultural
del fenómeno sería interesantísimo y daría para un debate acerca del presente y futuro
del teatro en nuestro país, mi atención en el presente artículo se centra fundamentalmente en la forma en que esa tendencia afecta la experiencia teatral, es decir, la
manera diferente en el que, mediante esta fórmula, el mensaje llega al destinatario en
el espacio dramático.
No entraré en la polémica sobre el hecho de que el teatro literario sea el único
teatro posible o el mejor teatro posible, sino que pongo por delante que este comentario
nace de la preocupación por la disminución concreta en la oferta del teatro específicamente literario. Si ya se produjo en el agitado siglo xx el paso de un espectáculo
teatral logocentrista a un teatro escenocentrista,2 con la pérdida de peso específico de
la obra literaria origen para ofrecer una atención mayor al trabajo actoral o a la puesta
en escena, el siguiente estadio basa la intención expresiva y comunicativa en el éxito
previo de la pieza en otro formato artístico.
Pese a que se han escrito miles de páginas sobre la adaptabilidad de uno y otro
medio, y de que se insiste continuamente en la capacidad de mutación de cine y teatro,
lo cierto es que la producción que se basa en un éxito cinematográfico anterior es
una experiencia de teatro que entiendo diferente y que merece un análisis depurado.
Y es una experiencia diferente, en primer lugar, porque actúa en el espectador en una
primera pulsión (la de acudir al teatro a ver la obra), de manera fundamental, por el
recuerdo de la obra cinematográfica y, en segundo lugar, porque esa memoria de la
representación anterior (que en el caso de grandes éxitos cinematográficos está absolutamente grabada a fuego en la mente de los espectadores) actúa de manera trascendente
cuando el espectador se sienta en la platea y (conscientemente o no) compara la obra
representada con la célebre película.
2. Siguiendo la terminología de José Luis García Barrientos en Teatro y Ficción (2004).
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No sirve de mucho debatir acerca de lo evidente, y es que el empresario teatral
(privado, se entiende) está como es lógico mucho más interesado en que el público
asista al teatro que en que vea teatro. Tampoco sobre el hecho de que la oferta se llene
de pseudoteatro, en las numerosas variantes musicales o de comedia monologada. Lo
que planteo, por tanto, es que, tras el paso del teatro literario al teatro escénico, con la
revolución que los ismos trajo, en la reinvención del teatro comercial está irrumpiendo
lo que propongo llamar el teatro mediacéntrico o teatro pop. Por teatro mediacéntrico
entiendo aquél que toma como atractivo fundamental el halo mediático que la obra en
la que se encuentra basada la propuesta escénica posee.
La primera de las precisiones que quiero realizar acerca de las características de
este teatro pop es que la obra dramática que se toma como material a adaptar en el
espectáculo que se pretende montar no es el texto dramático original o el guión literario de la película en concreto. Por el contrario, se parte de la película como signo
completo, es decir, el film con su interpretación, con su labor de dirección, con su
propuesta de atrezo, etc. En los casos concretos que han llamado mi atención para
esbozar estos apuntes teóricos, la casuística de los viajes de ida y vuelta de estos textos
es muy variada. Es popular el texto que fue originalmente una obra dramática, que
después produjo una obra cinematográfica de éxito y que ha vuelto a nuestra cartelera
con el referente cinematográfico como reclamo (Descalzos por el parque o Un tranvía
llamado deseo, por ejemplo). En el caso extremo se encuentran las adaptaciones que
toman de manera casi literal el modelo cinematográfico, entendiendo el film como signo
único a transportar. El caso más evidente al respecto sería el montaje de Misterioso
Asesinato en Manhattan, dirigido por Francisco Vidal y presente en la escena madrileña
en el 2006. En estos casos parece especialmente destacable, en relación con lo que
intento transmitir, el interés de los responsables de estas adaptaciones por asegurar al
público que la representación de la obra va a tener muy poco de teatral y mucho de
cinematográfico. Reproduzco a continuación un extracto de la nota de prensa emitida
con motivo del estreno de Misterioso Asesinato en Manhattan:
Con pequeñas reminiscencias a La Ventana Indiscreta, la obra guarda una estructura
curiosa: pese a ser un texto aparentemente lineal, mantiene al espectador perplejo,
sin ocultar información tramposa y sin extraños giros del argumento.
Hemos hecho continuas referencias al texto para hacer constar que ni un ápice
de toda esta trama y diálogos se han perdido en la versión teatral, absolutamente
fiel al original. Y a partir de toda esta genialidad vamos a hacer todo lo necesario
para no defraudar en esta arriesgada aventura de concentrar en un escenario lo que
podemos ya considerar un “clásico”.
Nótese, en el extracto reproducido, la referencia a otro éxito cinematográfico como
La Ventana Indiscreta, pero, sobre todo, a la exaltación del original y la insistencia
en no defraudar a esa parcela de la memoria del espectador a la que me he referido
anteriormente. La cita es aún más curiosa si consideramos que prácticamente entra
en colisión con las palabras que, en otra parte del dossier de prensa, ofrece el propio
director de la obra, más consciente del respeto debido a las tablas:
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Difícil prueba. ¿Cómo le voy a enmendar la plana a Woody Allen? ¿Le copio?, No.
Lo que ha tratado de hacer es centrarme en su texto, en su “libreto”, en intentar traducirlo al teatro con el diferente lenguaje que le corresponde. Con un placer enorme
por su mundo, sus personajes y su sentido del humor. Y tratar de pasarlo muy bien
en el trabajo y que el público lo pase aún mejor.
Creo destacable la alusión al “diferente lenguaje” por parte del director, que revela,
al menos, la intención del autor de “teatralizar” la representación. Sin duda, las palabras del director apuntan a la línea que yo también entiendo razonable y que llegarían
a un teatro que mantiene una experiencia dramática tradicional y no un teatro pop
que se acerca más a la experiencia de ver cine en directo, que es a lo que parece
dirigirnos esta tendencia, en definitiva. Lamento decir al respecto, además, que los
que pudimos ver el montaje de Misterioso Asesinato en Manhattan nos inclinaríamos
de manera evidente a afirmar que ha triunfado la pretensión del primer extracto que
he reproducido, y que prácticamente no hubo rastro de ese “diferente lenguaje” del
teatro al que se alude.
Siguiendo con el rastreo de los materiales escritos que se producen para publicitar
y ofrecer un análisis de estos montajes teatrales, uno encuentra que, con mucha frecuencia, las declaraciones de los artistas del medio que han emprendido la adaptación
de éxitos cinematográficos suelen insistir con gran entusiasmo en la afinidad existente
entre cine y teatro: José Ramón Fernández (2002: 4), en su artículo “Fronteras de Aire.
Atraco a las 3, del cine al teatro”, afirma:
Las fronteras entre cine y teatro son de aire. Desde sus inicios, estos dos géneros,
el texto teatral y el guión cinematográfico, se han visto gozosamente mezclados en
un continuo juego de vasos comunicantes, hasta el punto de que hoy cuesta saber si
el origen de una película es una obra de teatro o el origen de una obra de teatro es
una película, pues ese camino se recorre muy a menudo en las dos direcciones, una
y otra vez, hasta perder el recuerdo del punto de partida. El recorrido por la cartelera
teatral de hoy, por ejemplo, nos lleva a evocar al menos media docena de películas
de Hollywood que nos divirtieron, o nos emocionaron. Aquellas películas partían de
textos teatrales, es decir, el teatro era la causa. Pero, con el tiempo, aquellas películas
borraron, en muchos casos, la memoria de las obras que las provocaron, de modo
que, hoy, el teatro pasa de ser causa a efecto.
En su análisis, José Ramón Fernández pasa muy por encima de ciertos detalles
que considero fundamentales: en primer lugar, no todas las obras cinematográficas
partían de un texto teatral, pero, sobre todo, como he dicho anteriormente, el adaptador contemporáneo de este teatro mediacéntrico no toma como material de trabajo
el texto dramático sino el film como producto unitario. En segundo lugar, existe una
diferencia de peso en la relación entre el teatro y el cine desde los comienzos del arte
cinematográfico hasta el momento actual, que constituye además otra de las ideas que
considero nucleares al hablar del uso de los reclamos extraliterarios en la escena española
contemporánea. En los comienzos del cine, el hecho de que éste pusiera su mirada
en la técnica y la capacidad de fabular del teatro le hizo ganar la altura y solidez que
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forjaría la cinematografía moderna como industria de la proyección de historias. En este
primer estadio, el teatro “prestaba” su prestigio y oficio a ese curioso divertimento que
irrumpía en el mundo del espectáculo. El traspaso de prestigio se producía del teatro
al cine. En la situación actual, con un cine que, si bien puede encontrar amenazado su
reinado por otras formas de entretenimiento (llámese videojuegos, internet, o cualquier
otro medio novedoso), sigue dominando de manera evidente en el oficio de contar
historias, es ahora el teatro el que intenta tomar prestado, de manera fundamental, la
capacidad para convocar al público del cine.
El crítico Feodor A. Stepun, autor de la magnífica obra El Teatro y Cine (1953),
nos habla de la importancia que para la representación tiene la figura del que él llama
el oyente, al que yo particularmente prefiero referirme como el espectador. Stepun
(1953: 62) nos dice que “El oyente es mucho más para el actor que para el orador, y el
conjunto escénico depende, en gran manera, del conjunto de los oyentes […]”. Con la
convicción personal de la importancia de las palabras de Stepun, entiendo que el bagaje
cultural previo de los oyentes o espectadores tiene de manera ineludible una consecuencia importantísima en el resultado final del espectáculo y en la experiencia teatral.
Si pensamos en la representación de una obra literaria muy popular, como pueda ser el Hamlet de Shakespeare, para intentar analizar la experiencia en el teatro
de un espectador concreto ante un montaje determinado, debemos tener en cuenta,
como no puede ser de otra forma, el conocimiento que del texto literario original (el
texto escrito) tengan los espectadores y, apurando aún más, el recuerdo que tengan
de representaciones previas a las que han asistido. En una representación de teatro
logocentrista, las posibilidades de que exista un fondo común entre los espectadores
al respecto de la primera de las situaciones (la del conocimiento de la obra literaria),
efectivamente, puede crear un número de expectativas coincidentes que deben tenerse
en cuenta, pero que nunca llegarán a la homogeneidad del cine, con un signo único
(el film) que conocen la práctica totalidad de los asistentes y con el peso de unas
representaciones que se encuentran grabadas a fuego en el imaginario colectivo. El
número de personas que hayan accedido al guión original de la película es realmente
escaso, por supuesto. Asimismo, las posibilidades que hay de que varias personas de
la audiencia tomen como modelo común representaciones teatrales anteriores de la
obra son realmente remotas. Estos detalles son otro de los aspectos que hacen de la
asistencia a un montaje pop una experiencia teatral diferente. Y es que en ello radica
de manera fundamental la diferencia de la representación teatral de obras mediacéntricas con respecto a aquellas en las que la pieza eje es el texto literario o la propuesta
estética de la compañía: en que el público de la pieza mediática comparte un tronco
común homogéneo de conocimiento del signo de origen, cuya representación del
mismo se encuentra además fijada. Debo hacer notar, además, que, con demasiada
frecuencia, críticos del fenómeno teatral han dedicado mucho más esfuerzo a debatir
la adaptabilidad de las obras y a la comunicación entre cine y teatro centrando el
debate en el texto, cuando la verdadera revolución al respecto se encuentra en cómo
la percibe el espectador. Siguiendo con el ejemplo anterior, se podría argumentar que,
al ver Hamlet, uno no puede menos que recordar la actuación en escena de un actor
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particularmente querido. Pero la diferencia fundamental es que la actuación del teatro
es efímera, no fijada como en el cine, y las posibilidades de coincidencia del modelo
en memoria entre los distintos espectadores es infinitamente menor.
Esta presión ejercida por los modelos anteriores fijados, los cinematográficos, explica,
sin duda, la insistencia de productores y directores de estas obras mediacéntricas en
afirmar que, con la representación teatral, no se ha defraudado al original. Si uno se
para a pensar, llega, además, a la conclusión de que difícilmente un productor de una
obra logocéntrica en la escena contemporánea insistiría en afirmar que la representación
que pueden acudir a ver no defrauda el texto literario. Sobre todo cuando lo cierto es
que los amantes del teatro, por otra parte, estamos realmente cansados de que con tanta
frecuencia se traicione a la obra literaria original al ser puesta en escena. La presión a
la que aludo actuaría, por consiguiente, en dos direcciones: sobre los propios adaptadores (director y actores), en primera instancia, y sobre los espectadores, en segunda
instancia. Y estaría ejercida de manera fundamental por tres recuerdos: el del texto
original, el de la dirección cinematográfica original y de el trabajo actoral original.
Represento estas ideas en el siguiente esquema:
En la representación de obras de teatro directamente basadas en las obras cinematográficas de éxito, resulta además sencillo encontrar apoyos de producción “robados”
a la industria cinematográfica y reutilizados para conseguir ese refuerzo publicitario
adicional al que me refería al principio (presentación y cartelería, elección de vestuario
“sospechosamente” similar al del film, etc.). En los espectáculos mediacéntricos hay
mucho de homenaje al cine, con múltiples guiños al espectador cinéfilo. La mejor
muestra de ello que conozco correspondería al montaje de 39 Escalones (39 Steps,
1935) que el Criterion Theatre mantiene en Londres. El grueso de la representación
es un largo homenaje al cine de Alfred Hitchcock, en el que la obra de Buchan tiene
que ceder continuamente su espacio a juegos con el espectador que recuerdan desde
Psicosis a El hombre que sabía demasiado.
El teatro pop que pretendo definir comparte además con la posmodernidad el gusto
por el pastiche y la mezcla de géneros. Estos montajes recurren además, con frecuencia,
a explotar la nostalgia del espectador y sus ganas de recordar los hitos culturales de su
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juventud. Los musicales han sabido en ese aspecto seguir muy bien las posibilidades
comerciales de ese sentimiento de nostalgia que puede albergar el espectador. Atraco a
las 3 o El Pisito tenían mucho de homenaje nostálgico a nuestros mayores, incluidos
los actores del film original.
No debemos, no obstante, pensar que todas las adaptaciones de obras cinematográficas que hacen uso de estos reclamos extraliterarios toman un camino fácil a la hora
de pasar de la imagen en movimiento a las tablas del escenario: uno de los trabajos
más serios teatralmente hablando se ha podido ver en la temporada pasada en Madrid,
en la acertada adaptación del Glengarry Glen Ross de David Mamet a cargo de Daniel Veronese, que presentaba una experiencia teatral genuina con un trabajo actoral
individual y más que pensado con respecto al producto original.
La cuestión final es, una vez definida esta tendencia, intentar adivinar cuál puede
ser su futuro. Si el origen del fenómeno, en mi opinión, no es otro que el empleo
de un recurso empresarial ante la separación del espectador de los teatros, mientras
esa separación exista, el teatro pop va a seguir extendiéndose. Establecido como una
vía intermedia entre el atractivo de los musicales y los monólogos cómicos, este teatro mediático y fuertemente respaldado por el recuerdo de éxitos cinematográficos
archiconocidos, ofrece una gran llamada que no ha dependido de manera exclusiva
de la inversión publicitaria del empresario teatral, sino, en gran medida, del producto
cinematográfico original, algo que es sumamente rentable. Un reclamo parecido es
el recurso habitual de introducir en la propuesta teatral una cara bien conocida de la
televisión, sean cuales sean sus habilidades sobre las tablas. César Oliva (2004: 204)
se ha referido a ello de manera muy acertada: “No pocas veces, esos productores que
van a la caza de un famoso proponen trabajo a quienes no se han preparado para ello:
modelos de cierto prestigio, parejas de otros profesionales separados o con su pizca
de escándalo, participantes de programas de televisión, etc.”
A la vista del éxito y favor de público (a veces también de crítica) de la mayor
parte de estas producciones, la perspectiva de futuro es, por consiguiente, de una
continuidad, que, sobre todo, hace que peligren no solamente las posibilidades de
tener en escena piezas de teatro literario auténtico, sino de la ya de por sí precaria
carrera de los dramaturgos en activo, que ven cada vez más cerradas las puertas a
una propuesta contemporánea de autor literario. Otra conclusión que viene a la par es
que, con la limitación que ya he comentado acerca de la importancia de no tocar el
recuerdo mitómano del espectador con respecto al film original, el resultado escénico
es de un empobrecimiento creativo palpable.
Bibliografía
AA.VV., Atraco a las 3, del cine al teatro. Madrid: Centro Cultural de la Villa 2002.
Barrientos, J. L., Teatro y Ficción. Madrid: Fundamentos 2004.
Oliva, C., La última escena. Madrid: Cátedra 2004.
Stepun, F. A., El teatro y el cine. Trad. de R. Barce. Madrid: Taurus 1953.
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