Aún estamos a tiempo de presenciar la cosecha anual de sal que

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VIAJES | 17
TENDENCIAS | LATERCERA | Sábado 20 de febrero de 2016
¡Volvió la sal!
Aún estamos a tiempo de presenciar la cosecha anual de sal que, de noviembre hasta abril, convierte a Cáhuil, Barrancas y
Lo Valdivia, localidades ubicadas en las cercanías de Pichilemu, en un museo vivo de tradiciones campesinas. Allí la ruta de la
sal vuelve a surgir, y con ella, decenas de productos apetitosos como quínoa, papaya, cochayuyo y salicornias.
POR: María Estela Girardin B.
E
RR Productos de la zona y un puesto de venta de sal en Barrancas.
stuvieron a punto de
desaparecer. Pero las
salinas de Barrancas
(comuna de Pichilemu) y Lo Valdivia
(comuna de Paredones), más conocidas como salinas
de Cáhuil, viven hoy una segunda oportunidad luego de que los
precios se desplomaran a principios de los años 70. En esa época,
el Estado chileno ya había impuesto una legislación que exigía
concentraciones de yodo del 95
por ciento, un 7 por ciento más
de lo que contiene la sal marina
de la zona, por lo que tradición
artesanal estuvo a punto de desaparecer. El peligro de extinción
está latente, pero desde hace
unos años los salineros se están
organizando en cooperativas,
como Ancestros del Pacífico, y
están recibiendo apoyo del Gobierno Regional de O’Higgins a
través de proyectos FIC, en alianza con privados, como el instituto del Patrimonio de la Universidad Central.
A ellos se han sumado emprendedores turísticos como Food &
Trip Chile e, incluso, reconocidos chefs como Gustavo Moreno
y la sommelier Javiera Valenzuela de Soul Kitchen están instalados cocinando aquí con un orgullo de tierra y mar que parece
darle una nueva oportunidad a la
sal de mar chilena. El mercado
internacional, ávido de productos saludables y con sello de origen, también ayuda al resurgimiento de Cáhuil. Entonces nosotros, como turistas, no
podemos más que aprovechar
esta confluencia de buenas noticias y aventurarnos a conocer la
zona, distante sólo dos horas y
media de Santiago por el antiguo
camino a Melipilla (ruta G60),
donde el campo se une con el
mar y la sal se impregna en la
mirada de su gente. A Cáhuil hay
que ir con ganas de hacer sobremesa, fogatas y con una buena
poruña en la mano.
Sal de mar con sello de
origen
La fama de la sal de Cáhuil no
sólo es avalada por el sello de origen - primera certificación de
este tipo que recibe un producto
minero no tradicional-, sino por
una historia de siglos. Cada año,
desde los tiempos de los indios
promaucaes, las localidades costeras de la VI región, desde los
sectores de Cáhuil, Barrancas, La
Villa y Lo Valdivia en Boyeruca,
se dedicaron a la extracción de
sal marina. Una actividad que
configuró un paisaje de piscinas
o “cocederas” cuadradas movidas
por la fuerza del sol.
La sal permitía la conservación
de los alimentos. Por algo fue llamado el oro blanco y, según nos
cuenta Elena Parraguez, de la
Cooperativa de Salineros de
Cáhuil, Barrancas y La Villa, familias completas se desplazaban
de Cáhuil al puerto de Valparaíso
en un viaje que tomaba un mes
en mulares, para intercambiar
sus sacos de sal por víveres y herramientas.
Sal se dice rápido, pero producirla es un trabajo duro, de esos
donde se lucha contra la naturaleza separando, artesanalmente,
el agua salada del barro y la maleza. Y para agregarle más dificultades, con una temporada
ajustada a los tiempos del sol que
va sólo de noviembre a abril. La
labor es tan dura que hoy no
quedan más de 20 salineros entre
Barrancas y Lo Valdivia. Ellos
trabajan “a pies pelados”, de sol a
sol, en un oficio transmitido de
generación en generación, que
apasiona a las almas libres como
los hermanos Moraga, Jorge Pavez, Carlos Leiva o Jorge Maldonado, salineros reconocidos
como “tesoros humanos vivos”
por el Consejo de la Cultura.
También son nuestros guías para
recorrer las pasarelas y múltiples
piscinas cocederas, sancochadoras, recocedoras y cuarteles, y así
tratar de entender un proceso
complejo de aguaje y desagüaje;
de componer, de transportar con
“engarillas” y de apretar la sal
con pisones de madera de sauce.
A simple vista algunas son sólo
barro y otras ya están listas para
sacar la flor de sal, la espumilla o
la sal gruesa (de mayor a menor
calidad), ensacarla y dejarla secar
o, como dicen los salineros, “cuajar”, por 30 días en el corral. Cada
cuartel podría darles 150 sacos de
50 kilos cada uno, cantidad que
se dividen los salineros y dueños
en partes iguales. En Lo Valdivia,
y gracias a la cooperativa Ancestros del Pacífico, el sistema de
limpieza y ensacado de la sal se
está mecanizando y quizás anuncia nuevos aires para su comercialización. Ya veremos. En todo
caso, el tour con los salineros nos
da la preciosa oportunidad de caminar por las pasarelas, divisar
aves, meternos en el paisaje y
también escuchar sus anécdotas
para evitar que se agriete o “resfríe” la sal y su especial cantadito
al hablar de “la mare”. No hay
apuro, la única preocupación es
no caernos a las piscinas y estropearles el esfuerzo de meses.
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