La democracia, con poca voz ante los gritos del odio

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Las opiniones sobre inseguridad de parte de la farándula lesionan
el pacto sobre el que se funda una sociedad. Ni el Poder
Ejecutivo ni el Judicial tienen respuestas adecuadas.
Por: Martín Böhmer
Fuente: DIRECTOR DE DERECHO DE LA UNIV. SAN ANDRES, DIRECTOR DE JUSTICIA
DE CIPPEC
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Habíamos logrado algo de lo que podíamos estar orgullosos. Habíamos cambiado el
terror por justicia, el ninguneo cínico de dictadores por los gestos ordenados, lentos,
cuidadosos, del debido proceso legal. Pero aun más importante, habíamos logrado
cambiar el desdén de quienes decían "algo habrán hecho" por la vergüenza de
quienes, arrepentidos, se sumaban a la promesa de "nunca más". Y aunque
supiéramos que algunos entre nosotros seguían pensando iniquidades, las decían por
lo bajo, manteniendo la hipocresía de decir lo debido en público.
Así, el orgullo de volver de la noche, la vergüenza y el arrepentimiento de haber sido
otro que ahora aborrecemos y la hipocresía (que es una forma de honrar la virtud de
los otros a los que uno no puede o no quiere pertenecer) son las emociones sobre las
que estábamos construyendo la democracia constitucional en la Argentina.
Hace unas semanas algunas prominentes estrellas de nuestra farándula rompieron el
tabú sobre el que se funda nuestra sociedad. Echaron a volar su pedido de venganza,
mostraron su falta de vergüenza en ser el verdugo de sus conciudadanos y perdieron
todo pudor al mostrar su impaciencia con las obligaciones que surgen del apego a los
derechos humanos.
La hipocresía, que antes al menos enseñaba que lo que uno pensaba no podía decirse
en público, porque como valor público era incorrecto, fue enterrada en una conferencia
de prensa multiplicada por los medios de comunicación.
El Poder Ejecutivo no tuvo mejor idea que continuar con la indigna confusión entre
eventos de mal radical y la delincuencia que sufren países que, como el nuestro,
toleran niveles obscenos de desigualdad. Así, la Presidenta arrastró a la Corte
Suprema a una discusión donde se mezclaban la impunidad de los responsables por
violaciones sistemáticas a los derechos humanos en el pasado y la falta de seguridad
física de los ciudadanos hoy.
Las instituciones de una democracia constitucional tienen que responder
decididamente al desafío del miedo y para hacerlo con eficacia el Poder Judicial, en
particular, debe construir su legitimidad a través de sus actos. La Corte lo sabe y es así
como está logrando, de a poco, a través de procesos cada vez más deliberativos e
incluyentes, una voz con autoridad para llevar adelante políticas públicas
fundamentales: jubilaciones e indemnizaciones laborales dignas, un medioambiente
sano, cárceles decentes, un límite para los servicios de inteligencia del Estado, entre
otras. Esa construcción no sólo se da en los procesos judiciales, los ministros han dado
a publicidad su patrimonio, han oralizado algunos procesos, han generado una página
Web más que razonable.
Pero esta no es la situación del Poder Judicial en su conjunto y sus limitaciones no se
arreglan sólo con más dinero. Los jueces, en general, tienen ahora la necesidad de
aumentar el respeto que les tiene la ciudadanía en la medida en que se juega en esta
discusión el pacto fundamental de nuestra democracia.
Gestos tales como obligarse como los demás poderes del Estado por la Ley de ética en
el ejercicio de la función pública, comenzar a pagar impuestos a las Ganancias,
descentralizar sus oficinas y acercarse a la gente que no accede a sus derechos,
descartar la costumbre de que cada tribunal tenga su propio código de procedimientos,
y mostrar que trabajan tanto o más que el resto de la ciudadanía son decisiones que
aumentarían la confianza pública en el Poder Judicial.
Por su parte, el Poder Ejecutivo (tanto el nacional como los provinciales) no puede
hacer como si el tema le resultara ajeno. Es el jefe de las agencias que monopolizan el
ejercicio de la violencia legítima y, por lo tanto, el principal responsable de la
prevención del delito.
Pero su responsabilidad no termina allí. Es el encargado de garantizar el acceso a los
derechos de las personas y, sin embargo, sus ministros de Justicia descreen de esa
responsabilidad. No controlan la obligación de los abogados en trabajar en forma
gratuita para quienes no pueden pagarlos, no controlan la calidad de las Facultades de
Derecho, no controlan la forma en la que los Colegios de Abogados utilizan sus
ingentes recursos económicos, no crean canales descentralizados de acceso a la
Justicia, no generan instancias de mediación comunitaria a la altura de las enormes
necesidades de la población, ni convocan a la ciudadanía a resolver sus pleitos en
tribunales vecinales gratuitos.
Para acallar el griterío de las voces del odio, las instituciones de la democracia deben
generar una voz propia con autoridad suficiente. Frente a la imposibilidad económica o
http://www.clarin.com/diario/2009/03/19/opinion/o-01880151.htm
19/03/09
La democracia, con poca voz ante los gritos del odio
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política de generar políticas públicas que multipliquen el bienestar, los poderes públicos
deben hacer todo lo posible para que la ciudadanía acepte que están haciendo todo lo
posible.
Unos pocos cientos de millones de pesos están lejos de ser una respuesta a la altura
del desafío lanzado por quienes han roto frívolamente nuestros tabúes, han dejado
atrás la vergüenza y ya ni siquiera nos otorgan la deferencia de su hipocresía.
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19/03/09
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