ENCUENTROS EN VERINES 1990 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) PENSAR EN OCCIDENTE: PENSAR EL HUMANISMO Victoria Camps La civilización occidental lleva el sello del individualismo. Y el papel y sentido del individualismo y el estatus del sujeto están sometidos hoy a una controversia intensa. Una buena tipología de los individualismos filosóficos contemporáneos es la que ofrece Fred Dallmayr en el libro Twilight of subjectivity (The University of Massachussets Pres, 1901). La resumo a continuación, como punto de partido de una recuperación actual del humanismo. 1. El neo-individualismo posesivo, propio de la sociedad norteamericana, y ejemplificando en la teoría de Nozick: minimal state y entitlement theory. El presupuesto de Nozick es the fact of our separate existence: nadie debe ser sacrificado a otros por un bien social. El proyecto de dar sentido a la propia vida es el único proyecto moral. Lo cual significa felicidad y no justicia; moral privada y no moral pública. 2. El humanismo trascendental propio de Sartre en El existencialismo es un humanismo. Contra la idea esencialista de que existe una naturaleza humana, Sartre afirma que el hombre no es sino lo que él hace de sí mismo. La libertad y la responsabilidad son inevitables y una condena. Se nos ha dejado solos, sin excusa... condenados a ser libres. Los hombres son los responsablemente la humanidad en general, puesto que las acciones y decisiones de cada uno dan forma a toda la existencia humana. 3. Egofanía y fin del hombre de Foucault y Derrida. Según Foucault, las ciencias humanas estuvieron dedicadas a un fin humanista: el conocimiento progresivo de la naturaleza humana. Desde finales del siglo XIX han surgido nuevas contraciencias, con un principio perpetuo de insatisfacción, buscando en los límites de la experiencia humana, por debajo de lo intencional y lo conciente: psicoanálisis, etnología. Tales ciencias ponen de manifiesto lo obsoleto del legado humanosta: disuelven al hombre. 4. Reductio hominis o reducciones contemporáneas del hombre –como la de Heidegger- que oscurecen su autonomía y su responsabilidad. Es el antihumanismo como alternativa al antropocentrismo o subjetivismo. Heidegger en la Carta al humanismo declara que el hombre no es dueño del universo, sino pastor del ser, hay que trascender las antinomias metafísicas (sujeto-objeto) y reconocer al hombre como Dasein, ser-en-el mundo y abierto al Ser. Si queremos conservar la etiqueta, el término humanismo significa que la naturaleza humana es la verdad crucial del Ser, pero crucial en el sentido de que no todo depende del hombre como tal. La dignidad del pastor consiste en tener cuidado de la verdad del Ser, guardarla. Para ello, se mantine atento a su naturaleza poniendo de relieve la humanistas del homo humanus. Contra la relación del conocimiento se levanta la relación del ser. Con el lenguaje tan existencialista como el de Sartre, Heidegger habla de la humanidad real que se crea asimismo a través del trabajo y de la praxis, en lugar de intentar definirse de una vez por todas. Ante tales concepciones del ser hombre, la recontrucción del humanismo ha de pasar por las siguientes respuestas: 1. Rechazar el individualismo liberal porque no coincide con ningún ideal de justicia. La concepción de la justicia de un Estado mínimo, como el defendido por Nozick, no es éticamente aceptable. 2. Aceptar la idea de humanismo existencialista: la humanidad es algo que se hace, y lo que hagamos da forma a toda la existencia humana, incluido el futuro. Entender el humanismo como la convicción de que el ser humano está por hacer; es proyecto, es moral (en el sentido de Aranguren). Proyecto que se crea a sí mismo no desde un modelo platónico –sea un modelo de persona, de razón o de lenguaje-, sino a partir de lo que ya es y de lo que se propone ser. Ese proyecto es lo que los humanistas llamaron dignidad, y que hoy llamamos calidad de vida. 3. La ética es, indiscutiblemente, antropocéntrica, pero ese centro es lenguaje: forma de vida, en el sentido de Wittgenstein. No hay una esencia humana inscrita en alguna parte, no hay trascendental, sino un lenguaje histórico éticamente orientado. El proyecto humanista consiste en descubrir el uso que debe tener ese lenguaje o en denunciar su mal uso, o su desuso. La distancia entre el uso real y el uso ideal. Mejor, las traiciones del uso real al uso ideal. 4. Porque el proyecto humanista es un proyecto abierto, inacabado, de descubrimiento de todos los valores registrados en el lenguaje, en el lenguaje, el fundamental, es la libertad, la autonomía del individuo. Pensar el humanismo es pensar la libertad. Antes de hablar de la libertad, conviene insistir sobre esa idea de dignidad irresuelta, inacabada, como la forma que ha de adoptar un humanismo para nuestro tiempo. Es una idea renacentista, que encontramos, sobre todo, en Pico della Mirándola: la idea de que el hombre es versátil y universal –uomo universale-, no ocupa un puesto determinado en la jerarquía del cosmos, no tiene una naturaleza prefijada, es libre de convertirse en cualquier criatura y elegir el género de vida que quiera. El ser humano puede serlo todo y puede escoger lo que quiere ser. Participa del ser de todas las cosas, y es más que ellas, porque está hecho a imagen de Dios. Es microcosmos e imago Dei. Tiene algo de todas las cosas, y libertad de hacerse lo que desee: puede hacerse planta, piedra, animal, o tan excelente que aparezca a Dios, según enseña Pérez de Oliva. Hoy sabemos, además, que le hombre lo abarca todo con lo más específicamente suyo, el lenguaje –también en el Renacimiento, la lengua era considerada el órgano más singularmente humano-. Con el lenguaje, el hombre recoge y conserva lo que ha sido, dice lo que es y aventura lo que debería ser. En el lenguaje se encuentra todo el proyecto de la humanidad, con sus logros y fracasos. El lenguaje ha registrado los valores constitutivos de la ética, pero con significados y contenidos amigaos e imprecisos e imprecisos. Es el lenguaje de las cosas que nos afectan, el cual, según Hobbes, es el más vago, y, según Locke, el más difícil de transmitir o aprender. Pero es ese ser potencial de un humanismo en desarrollo. Dada esa potencialidad, el valor fundamental, la conquista que el ser humano ha de saber llevar más lejos, es la de la libertad. PENSAR EN LA LIBERTAD Puesto que somos lenguaje –intersubjetividad-, pensar la libertad será una tarea no individual, sino colectiva. Desde Kant sabemos que la libertad de uno empieza donde acaba la libertad del otro. Para que todos podamos ser libres, hay que ver qué dosis de libertad nos podemos permitir cada uno. La libertad no puede autocontradecirse: no se puede ser libre para tener esclavos. El conflicto entre libertades resucita la crítica marxista de las libertades formales. Hablar de la libertad igual para todos obliga a precisar qué significa ese igual. Objeción que los filósofos actuales ventilan con poco cuidado. Así, Rawls distingue muy bien entre lo que él llama las libertades mismas, y el valor de la libertad. Mientras las libertades básicas, pueden ser las mismas para todos, el valor de la libertad no lo es. Según Rawls, la desigualdad en el uso de las libertades básicas, se encontrará compensada por sus segundo y tercer de la justicia. Esto es, las libertades son, en principio, idénticas para todos, y las diferencias se regularán después. Pero ese es un bello ejercicio de abstracción que no resuelve la duda de las libertades formales. Sin una garantía básica –material, económica- de igualdad, es difícil creer en ese primer principio de la libertad igual para todos. Pero Rawls se resiste por todos los medios a poner como garantía de la libertad una igualdad en los bienes básicos económicos. En su opinión, tal igualdad sería irracional o superflua o socialmente divisoria ( Liberties and Their Priority). La solución de Rawls es insuficiente. Los problemas de los más desfavorecidos -que deberían ser los problemas comunes de la sociedad- no se resuelven garantizando la libertad política: no todos los menos aventajados pueden hacer uso de la libertad política –pensemos en los drogadictos, los ancianos, los subnormales, los extranjeros-, ni sus conflictos han de ser tratados corporativamente –como puede ocurrir con la solución de las cuotas de participación en el poder: dejar que las mujeres por ejemplo, se ocupen de resolver sus propios problemas y que el resto de la sociedad, o que la política, se desinterese de ellos-. Hay que recuperar la idea de un interés común o público. Y es necesario tener ideas sobre lo mismo para poder dar respuestas a los conflictos sociales y políticos más acuciantes. Como ha escrito Isaiah Berlin, puede ser que las ideas políticas sean algo muerto si no cuentan la presión de las fuerzas sociales, pero lo que es cierto es que esas fuerzas son ciegas y carecen de dirección si no se revisten de ideas (cuatro ensayos sobre la libertad). Por lo tanto, para que las fuerzas políticas tengan cierto telos preciso reconocer cuáles son los temas público y tener ideas sobre cómo tratarlos. Lo difícil es marcar los límites entre lo público y lo privado. Pero quizá se pueda decir algo de entrada: el individualismo no ético –no humanista- sería la consideración de que no hay asuntos de interés común. O que los asuntos de interés común son los políticos, definidos por la clase política como tales, y necesitados de respuestas meramente políticas. Sin embargo, hay muchos asuntos que son y no son políticos, pero son comunes. Puede que puedan y deban resolverse sólo políticamente, pero que la política se niegue a tratarlos o a tomar conciencia de ellos. Y puede que la solución política sea sólo una parte de la solución, y exijan, por otro lado, una cooperación más personal. Las virtudes de la solidaridad o la tolerancia, como virtudes individuales, pero con repercusiones públicas, van dirigidas a esa sensibilización general en torno a los problemas de interés común, y a la forma de hacerles frente. (Los ejemplos vuelven a ser los mismos: la xenofobia, la ancianidad, la salud pública, es decir, todo aquello que lleva a dudar de una real igualdad de oportunidades). Es cierto que cualquier forma de implicación –institucional o individual- en eso que llamo interés común requiere unas medidas que parecen coartar o entrometerse en las libertades individuales. Las leyes, las políticas fiscales son muestras de esos recortes de la libertad. ¿Hay que entenderlo así o de otro modo? Kant, por ejemplo, que creía en la unidad de la razón, diría que no hay intromisión ni recorte de la libertad, pues todo ser racional estaría de acuerdo en que el uso de la libertad va dirigido a la asunción de ciertas limitaciones de la libertad misma. Pero hoy sabemos que la razón no es unánime, y que el uso libre de la libertad puede desembocar en formas de sociedad muy diversas. Y que hay que reconocer que las intervenciones públicas coartan la libertad. Como Berlin afirma: renunciar a lo que sea, incluso mi libertad, en aras de la libertad de otros, no significa acrecentar mi libertad. ¿Cómo defenderemos, pues, la libertad? Quizá la salida esté en retomar esa concepción abierta del humanismo a la que me he referido más arriba, y decir que también el interés común es algo abierto. No hay algo que está ahí esperando ser resuelto, sino algo que se crea –como se crean las necesidades fundamentales-. Puesto que queremos calidad de vida, ese interés no puede limitarse a los mínimos básicos para la supervivencia. Tampoco hay que dejar que el interés público lo defina el mercado. El interés público debemos crearlo entre todos, interviniendo en la opinión publica, porque está en cuestión, al hacerlo, incluso nuestro interés privado. El tema se desplaza, entonces, a la cuestión nunca suficientemente abordada por la ética: ¿por qué he de interesarme por lo que no me interesa? Cuestión que no tiene una respuesta teórica, sino práctica –estética o ética, aunque sea circular. La respuesta consiste en decir que la ética es precisamente esto: interesarse por lo que, en principio, no me concierne, pero que concierne a la humanidad. El interés público hay que construirlo y crearlo paso a paso. Cuando, por ejemplo, entran en conflicto el derecho a la información y el derecho a la intimidad, como ocurre a menudo en esa prensa a dar publicidad a la vida privada de los personajes públicos, no hay que preguntarse si la divulgación o comercialización de ciertas noticias constituye una intromisión en la vida privada de los personajes en cuestión. El problema no es la intromisión, sino el interés público que debe tener la noticia. Interés que no puede coincidir con lo que de hecho interesa, son con lo que realmente ha de ser interesante, lo que debería interesar. El problema de los límites entre lo público y lo privado, entre ciertas manifestaciones de la autoridad y las libertades individuales, no es nuevo. Todas las teorías del contrato social se propusieron solventarlo. Pero seguimos preguntándonos: ¿cuál es el mínimo de libertad necesario para no degradar a la humanidad, o para que la naturaleza humana se desarrolle positivamente? ¿vale la respuesta de Mill de que la única libertad inviolable es la de realizar nuestro bien como nos plazca? Pero, ¿qué es mi bien? El desarrollo de mi bien es eso que Berlin llama libertad positiva, respecto a la cual se pregunta : ¿es la libertad negativa –la libertad que me queda como individuocondición necesaria y suficiente de la positiva? La respuesta es: no. El autogobierno –libertad positiva- florece en todos los ambientes, incluso los despóticos – pensemos en la libertad del esclavo-. Y hay esclavitudes de todo tipo que impiden el autogobierno, en ambientes de aparente libertad: el éxito, el dinero, las creencias, las neurosis impiden el desarrollo de la libertad positiva. Pero ¿es eso cierto? ¿Es lícito decir yo sé lo que es bueno para X, para su realización personal? ¿Tenemos una idea preestablecida del autogobierno personal? ¿Podemos incluso afirmar, que a ese nivel individual, el fin debe ser el autogobierno y no el desgobierno? ¿No afirmamos, por otro lado, que los caminos hacia la felicidad son indeterminables y totalmente libres? ¿Ser libre –positivamente- es saber independizarse de la causalidad de los deseos? ¿O es saber distinguir entre tipos de deseos? ¿Y, en tal caso, con qué criterio? ¿El criterio kantiano de la universalizabilidad? ¿Tiene normas o criterios la vida privada? ¿Debe tenerlos? ¿Hay sólo unas maneras correctas –éticas- de vivir? ¿Las maneras propias de los sabios que conocían el bien? ¿Suscribiríamos lo que dijo Comte: Si no permitimos la libertad pensamiento en la Química o en la Biología, ¿por qué habríamos de hacerlo en la moral o en la política? Dicho de otra forma: ¿puede o debe haber expertos en cuestiones morales? Actos situaciones estrictamente privados hay poquísimos, y, para ellos, sólo puede haber una máxima: la libertad como conocimiento de las consecuencias. ¿Qué me pasará si lo hago? Además del aprecio de la propia vida –y no creo en la obligación personal de conservarla cuando nadie depende de ella-, sólo hay otro motivo que mueve a reprimir los deseos y a orientarlos hacia ciertos fines: el reconocimiento social, la imagen que quiero dar de mí a quienes quiero que me reconozcan. Lo malo es que la sociedad no suele reconocer a los virtuosos, sino a los pillos. Es, otra vez, el viejo problema platónico: ¿por qué no cometer injusticias? ¿no es más feliz el tirano? Tampoco para esta pregunta hay otra respuesta que la instalación en la ética y la defensa de su causa. Pero no es tipo de fundamentación psicológica lo que a aquí me planteo, sino, más bien, la contradicción posible entre ciertas trayectorias de la libertad positiva y el interés público. Sin embargo, no debería haber contradicción. La responsabilidad no puede ser meramente privada: si he de responder de algo es porque no me concierne a mí sola, sino a muchos. Y si me concierne a mí sola, no he de responder ni sentirme culpable. Dejar en suspenso la libertad positiva, como lo hace Berlin, es permanecer presa de un individualismo abstracto inexistente. El individuo vive en sociedad, y no puede pensarse ni hacerse independientemente de ella, totalmente al margen. Si se propone usar de la libertad mejorando su humanidad, esa mejora afecta a la humanidad de todos –nuevamente Sartre-. La realización de una vida humana no está desconectada del todo social. Definir el humanismo es una tarea colectiva: tiene que ver con lo que, entre todos, entendemos por justicia, igualdad, seguridad paz, salud. La libertad se encuentra necesitada de definición, hay que definirla o precisarla desde el conflicto. Conflicto, porque la libertad se encuentra negada, y hay que resaltar eso que Berlin llama libertad negativa. Y conflicto porque hay que elegir entre el derecho a la libertad y unas obligaciones que tratan de garantizas otros derechos. Es lo que ocurre con el conflicto entre el derecho a la libertad y las obligaciones sociales que tratan de precisar qué significa, por ejemplo, la igualdad de oportunidades o quiénes son los más desfavorecidos, a través de una determinada política fiscal o de una concepción de la educación, de la sanidad, del trabajo. Aceptamos la división entre la felicidad y la justicia. Aceptamos que exista pluralismo moral, pero hasta cierto punto. La distinción entre lo privado –y exento de normas universalizables- y los que debe ser gestionado públicamente, no es estable ni está siempre clara. Hay valores universales, no negociables, y esa universalidad no deriva sólo de su abstracción, sino de que es un deber de justicia convertir determinados asuntos en problemas u objetivos de interés público. Si no es lícito universalizar lo que debe permanecer como interés privado –por ejemplo, la religión-, no es lícito mantener como privado lo que debe ser decidido y resuelto públicamente, porque afecta a la existencia colectiva. Lo que se haga con las técnicas de reproducción, el tratamiento que se dé a los ancianos, o a los enfermos de SIDA, merecen un control público. Ciertas cosas no pueden ni deben ser dejadas a la iniciativa privada, ni quizá puedan tener una solución meramente política. Esa conjunción de ideas –objetivos del interés común- políticas que traten de realizarlas, y actitudes ciudadanas sensibles a tales problemas debería ser el antídoto del llamado fin de la historia. En efecto, la creencia en la libertad positiva supone la recuperación de la fe en el hombre, lo que según Nietzsche se perdió hace tiempo. Y supone asimismo la pérdida del miedo a la libertad, el cual tiene dos consecuencias: el individualismo no se quiere responsabilizar de nada y el Estado desconfía del individuo. Hay que darle autonomía al ser humano para que decida y opine en nombre de todos. Y hay que preservar espacio para el diálogo puesto que toda propuesta que nace del individuo –de la subjetividad- es incompleta.