Morir de hambre en el Siglo XXI Juan Tomás Frutos Siempre he pensado que una de las mayores tragedias del ser humano es morir de hambre. Es muy duro ver acercarse a la Parca con la lentitud y la agonía propias de ese ser del Apocalipsis que nos retrató algún evangelista y/o iluminado. Claro que debemos interpretarlo como un hecho tremendo, como también debemos observar y catalogar como una maldición el hecho de la tolerancia que, cada uno desde su atalaya, desde su responsabilidad, aceptamos desde un mal llamado Primer Mundo. Miles de recursos son sobre-explotados todos los días, para todos los días acabar en un basurero. Es la locura del consumismo, que, por excesivo, produce más de la cuenta para tirar más de la cuenta, para que, como resultado de todo ello, falte lo más mínimo a cinco sextas partes de la Humanidad, un concepto que pierde en algunos territorios el valor de esta denominación. Si hay algo (hay más cosas) que no se entiende en el Siglo XXI es el hambre, como tampoco es de recibo esa infamia de que haya ciudadanos y ciudadanas de segunda, tercera, cuarta o quinta clase a la hora de afrontar y sufrir determinadas enfermedades, para las que hay cuidados que implican su extinción o que, por lo menos, son de tipo paliativo. No hay derecho a que esto ocurra. No hay derecho a que lo aceptemos. Hay iniciativas ciudadanas, que parten de multitud de Organizaciones No Gubernamentales, y que tratan de contener en lo posible esas consecuencias de la avaricia de unos pocos. Es claro que no ayuda el silencio de un porcentaje mucho mayor. El silencio nunca es rentable, y, en este caso, aún menos. Asistimos cada jornada a las frías estadísticas de unos informativos audiovisuales que buscan en el amarillismo y en lo truculento sus mejores y más atractivos menús. El hambre vende, como vende la opulencia y la descarnada soberbia de quienes se creen (o nos creemos) más por ser más afortunados en cuanto al lugar de nacimiento y las condiciones familiares. Además, miles de recursos energéticos, miles de toneladas polucionantes infectan un planeta azul que cada vez es menos azul por la acción de unas sociedades que miran por encima del hombro a los que menos tienen. Por eso quizá les regalamos una buena dosis de nuestra contaminación. Aquí sí somos solidarios, y la hacemos suya igualmente. Las técnicas comunicativas fallan a la hora de contar que todos somos iguales de verdad y que debemos alejarnos de quienes piensan, como en la fábula de George Orwell, que algunos son más iguales que otros. Con este último aserto nunca podemos estar de acuerdo, pues, antes o después, la diosa fortuna nos lo puede explicar en negativo y en forma de esos últimos que nos decía Bertolt Brecht. Es difícilmente explicable el hecho de que millones de personas, y, especialmente, niños padezcan y mueran de hambre todos los años. Hay recursos en esta sociedad desarrollada para que ello no sea así. Aceptar esa simiente dolorosa e injusta es someternos a un destino donde la mirada se tercia horrorizada. Podemos hacerlo todo para cambiar, para cambiarnos.