La identidad masculina ante el reto de la igualdad, por José Ángel

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La identidad masculina ante el reto de la igualdad,
por José Ángel Lozoya Gómez.
Ponencia presentada en el Fórum Universal de las Culturas en la sección Foro Mundial de Mujeres. Julio 2004. Barcelona.
La mía es una mirada periférica al menos por dos motivos: el país y el idioma. A pesar de ello quiero hablar de
la necesidad de impulsar un discurso y un movimiento de hombres por la igualdad, que permita conciliar la solidaridad con las reivindicaciones del movimiento de mujeres, con el derecho de los hombres a la felicidad en
el nuevo orden social.
La identidad masculina solo es eso que en leguaje coloquial llamamos “masculinidad”. Una construcción social
que nos remite a la existencia simbólica de un Modelo Masculino Hegemónico, que reclama obediencia a unas
reglas definidas desde la noche de los tiempos, y en relación a cuyos mandatos -valor, honor, tesón, firmeza,
poder,..- medimos los hombres nuestra virilidad. La masculinidad hace referencia a eso que últimamente llamamos “género masculino”, a los atributos y roles en que se socializa a los hombres y al resultado que se persigue, un patrón cultural que presenta importantes diferencias históricas y geográficas, de raza, etnia, grupo o
clase social.
Estas diferencias constituyen la mejor prueba de que ninguno de los modelos conocidos son la consecuencia natural de los cromosomas XY o de la presencia del pene, aunque se nos presenten como si lo fuesen para poner a la naturaleza como coartada y ocultar las estrategias de poder que persiguen las asignaciones de género. Pero la gente desconfía de la naturaleza e interviene para
asegurar la virilidad de sus hijos desde que nacen. La sociedad transmite que un hombre ha de ser fuerte, seguro, independiente,
competitivo, autosuficiente, importante, heterosexual, etcétera.
En ese hacer a los hombres, se nos induce una identidad complementaria a la feminidad y opuesta a la homosexualidad, que implica un conjunto de privilegios y obligaciones legitimadas por la cultura, para perpetuar las relaciones de dominación entre los hombres y de estos sobre las mujeres. Tal vez la formula más usada para asegurar la desigualdad entre los sexos siga siendo la de protección por sumisión. Un modelo fuertemente cuestionado por el movimiento de mujeres que está cambiando a los hombres. Aunque lentamente vamos aceptando y asumiendo la igualdad legal y la real.
La masculinidad es por tanto un producto social dinámico capaz de evolucionar con el entorno, una forma de ser y de vivirse que el
consenso social modifica y puede dejar de producir. En este momento, al menos en occidente, en sociedades en las que las mujeres se liberan de la protección y de la sumisión, crecen las dudas acerca de lo que significa ser un hombre de verdad, y no dejan de
aparecer versiones de la masculinidad en crisis con los modelos tradicionales. Son tantas que muchos estudiosos han optado por
hablar de las “masculinidades”.
Versiones o masculinidades, la evolución de los colectivos masculinos son experiencias concretas de enorme interés. Su evolución
nos ayuda a identificar y combatir las resistencias al cambio en los varones más recalcitrantes, al tiempo que aprovechamos el
ejemplo de los hombres más igualitarios para ver por donde caminar. Estos últimos sirven de modelo, aún sin pretenderlo, para
quienes se lamentan de la falta de referentes masculinos que legitimen su cambio.
No trato de sugerir la posibilidad de una masculinidad igualitaria en la que no creo, porque toda masculinidad continuaría siendo una
cuestión de identidad que reforzaría las identificaciones imaginarias y simbólicas. Los hombres antisexistas no podemos permitirnos
el lujo de ignorar que la función del género ha sido y es legitimar las desigualdades de poder entre los sexos. Por eso, y porque parece insinuar que todo lo nuevo es mejor, no me gusta hablar de “nuevas masculinidades”.
Lo que sostengo es que el cambio de los hombres occidentales es evidente, aunque no irreversible. Pese a las resistencias, matizadas por la clase social, la edad, la etnia, la orientación del deseo sexual o la ideología, la mayoría de los hombres se ven a sí mis-
mos como reflejos suavizados de sus padres, creen que el cambio es justo e inevitable, se adaptan al mismo por la presión del entorno, se quejan de que vaya tan rápido, y no faltan los que temen que pueda acabar en una inversión de las relaciones de poder.
Las expectativas sociales respecto al papel que deben desempeñar los hombres y las mujeres esta transformando sus funciones y
sus relaciones interpersonales. El número de cometidos que pierden la asignación de género no para de crecer. Cada día son menos los hombres que se ven así mismos como los únicos responsables del bienestar económico de la familia, o los que creen tener
la última palabra en las decisiones familiares, y más los que se implican en lo doméstico, la anticoncepción, la crianza o la profilaxis.
En este proceso, y pese a que la homofobia del entorno, aprenden a ver su propia experiencia como una versión actualizada de la
masculinidad. La mayoría trata de orientarse en un escenario que no han provocado ni lideran. Lo hacen entre la nostalgia y el sentido de la justicia, con la esperanza en un mundo nuevo que imaginan más justo, pacifico y solidario. Intentan redimirse de la masculinidad al tiempo que se interrogan sobre los beneficios que para ellos supone la igualdad.
La identidad masculina es como un barco a la deriva, que se desplaza por los efectos del feminismo y las críticas de los hombres
homosexuales. Pero se trata de un cambio que apenas cuestiona la dominación masculina, ni elementos identitarios tan importantes
como la competitividad, la búsqueda del poder, el riesgo o el uso de la violencia en la solución de los conflictos. Asignaciones de género que van más allá de las relaciones entre los sexos y que empiezan a compartir las mujeres, sin que hayamos sabido explicar
hasta qué punto ayudan a entender los conflictos bélicos que asolan el planeta, la propagación del VIH-SIDA o el deterioro del medio ambiente.
A medida que se implican en la igualdad, los hombres van descubriendo problemas que no tenían planteados como propios, necesidades concretas que les hacen ver la necesidad de incorporarse a reivindicaciones clásicas del movimiento de mujeres, en temas
como la conciliación de la vida laboral y la familiar, o la presencia paritaria en espacios con asignación de género discriminatoria. Un
buen ejemplo de estas reivindicaciones en versión masculina es el permiso laboral por paternidad, que concilia la no discriminación
de la mujer en el acceso al mercado de trabajo, la asunción por el padre de todo el trabajo doméstico en ese periodo, y su derecho a
disfrutar de esta etapa de la vida de su hij@.
La homofobia es la otra clave del cambio de los hombres. La homosexualidad ha representado el reverso de la virilidad: contranatural, afeminado, inseguro, sensible. Etiquetas que todos hemos intentado evitar para reafirmar la propia masculinidad, aunque los
homosexuales, como no todo es educable, no hayan conseguido doblegar la orientación de su deseo sexual, pese a lograr la mayoría, sin especiales problemas, interiorizar el resto de los rasgos de la masculinidad o beneficiarse de buena parte de los privilegios
de género. Los hombres tienen deuda impagable con este sector del colectivo masculino por el dolor que les ha causado y les causa.
Pero la normalización de la homosexualidad y el fin de los estereotipos sexuales, con ser vital para los colectivos afectados, no lo es
menos para el resto de los hombres. Nadie duda, y muchos temen, que la superación de las etiquetas sexuales ampliará la libertad
de todos en la expresión del deseo sexual, favorecerá la diversidad, y ayudará a explorar facetas con poca tradición viril como la
sensibilidad, la afectividad o la confianza entre los propios hombres. A medida que la homofobia se diluye, los jóvenes occidentales
se aventuran en campos como la moda o la cosmética con una naturalidad que hace poco despertaría dudas sobre su hombría.
El cambio de los hombres no puede seguir haciéndose a expensas del esfuerzo de las mujeres y de las minorías sexuales, no podemos dejar que sigan cargando con la responsabilidad de abrirnos poco a poco a otras facetas de la existencia, cuando de lo que se
trata es de ser capaces de asumir cada vez más la tareas cotidianas y la supervivencia misma, los ingresos y la vida afectiva. Lo
habitual es que hasta los hombres heterosexuales más igualitarios deban buena parte de su cambio a la constancia de sus parejas,
con las que siguen en deuda en el reparto de las tareas domésticas.
Cada vez son más los hombres conscientes de sus responsabilidades personales y colectivas, como resultado de una reflexión autocrítica realizada a veces en grupos de hombres, que les ha llevado cuestionar la propia identidad y evitan reproducir el sexismo.
Algunos creemos que la mejor contribución que pueden hacer al cambio es convencer al resto de los hombres de la necesidad de
apoyar los cambios en las estructuras de poder, los ordenamientos sociales y la organización de la vida cotidiana, para favorecer el
acceso de las mujeres a las esferas laborales, políticas y sociales, impulsando para ello las medidas de acción positivas que se
vean necesarias.
Esta implicación de los hombres va a contar con un estimulo creciente en las políticas de igualdad porque es justa y necesaria, al
tiempo que la mejor respuesta frente a los discursos basados en el agravio comparativo, que mantienen algunas asociaciones de
hombres, que se presentan como los auténticos defensores de la igualdad y se sienten maltratados por las mujeres y las leyes que
las protegen.
Pero no acaba de surgir un discurso masculino profeminista y no homófobo, con autonomía suficiente respecto al movimiento de
mujeres en la concreción de sus objetivos, capaz de llegar a la mayoría de los hombres y de ilusionarles en el cambio. Un discurso
capaz de ayudarles a ver que la perspectiva de género permite encontrar alternativas a los problemas que causa la masculinidad.
Que oriente a los distintos colectivos masculinos, propicie la coordinación de sus esfuerzos y contribuya a evitar sufrimientos innecesarios a las mujeres, la infancia y los propios hombres. Que evite responsabilizar a las mujeres del dolor de los hombres que tiene
su origen en la propia masculinidad, como los celos o el fracaso escolar, y les aliente a asumir sus responsabilidades al tiempo que
contribuyen a diseñar un futuro, que puede seguir soñándose, pero que sin su implicación no pasara de la igualdad legal ni será un
sueño compartido.
Entre los hombres antisexistas hay demasiada prudencia al hablar de “los costes” de la masculinidad y de los beneficios de la igualdad para los
propios hombres, por creer que es egoísta pensar en nuestro bienestar cuando son tan graves las desigualdades entre los sexos, por la sensación de
que al hacerlo se confunden las prioridades, por no ser nunca el momento oportuno, o por temor a parecer menos solidarios con las mujeres, pese a
saber que el futuro de los hombres es parte del cambio, que necesitamos pensar y experimentar de manera diferente nuestra existencia, o que las
ventajas de la igualdad son muy persuasivas en temas como la paternidad, la expresión de los sentimientos, la autonomía personal, la sexualidad o
las expectativas de vida, porque ofrecen a los hombres la posibilidad de mejorar su vida y sus expectativas, ayudándoles a revisar sus conductas y
cambiar sus actitudes.
La igualdad de derechos y oportunidades entre los sexos ya es el discurso público hegemónico en occidente, un objetivo hacia el
que se avanza pese a los techos de cristal que frenan a las mujeres. Un dato que invitaría al optimismo, si no fuera por los problemas de la masculinidad que siguen victímizando a las mujeres, como el retraso de los hombres en corresponsabilizarse de lo doméstico, o unos niveles de violencia inadmisibles. La realidad es tan testaruda que obliga a articular el discurso masculino igualitario
con la lucha contra la desigualdad como prioridad.
Aún así, pese a que la igualdad exige a los hombres la perdida de importantes parcelas de poder para reparar agravios históricos
injustificables contra las mujeres, es el argumento que mejor responde a esa doble aspiración de justicia y felicidad que sugiere. Es
una propuesta sencilla de entender, un objetivo capaz de animarles a coincidir con las reivindicaciones de las mujeres, una formula
que evidencia lo infundado de sus temores a una inversión de las relaciones de poder entre los sexos, la idea de que la perdida de
privilegios se acompañara de la perdida de responsabilidades y un montón de oportunidades.
La igualdad de género equivale a la desaparición de los géneros, es la consecuencia lógica del fin de las identidades, el resultado
del proceso de crítica y deslegitimación del sexismo, una herencia de igualdad en un mundo que respete la diversidad sin hacer más
distinciones entre los sexos que las derivadas del proceso reproductivo: embarazo, parto y lactancia, compatibles con que los hombres den el biberón o asuman la crianza.
Pero la igualdad de género puede acabar siendo una versión “no sexista” del modelo masculino como referente universal para hombres y mujeres, si no se produce una intervención consciente sobre este proceso, que evite incrementar el dolor que provoca al conjunto de la humanidad algunos de los rasgos más sobresalientes de la masculinidad.
Tenemos que socializar en la igualdad propiciando las elecciones personales, siempre únicas e imprevisibles, sin olvidar que la educación de los niños ha de reforzar valores poco frecuentes entre sus iguales como la confianza, el respeto a la diferencia, la autonomía en lo doméstico, la corresponsabilidad o la no violencia en la solución de los conflictos. Hay que inculcarles una actitud crítica
ante los mensajes sexistas que les llegan en forma de exigencias, a través de la familia, la escuela, las amistades o la televisión.
Una actitud crítica frente a los privilegios masculinos, que les solidarice con las reivindicaciones de las mujeres, sin verse discriminados por responsabilidades históricas del colectivo masculino que no reproducen.
La igualdad de género es un objetivo que invita a participar en el diseño de un referente universal que permita socializar a los niños
y las niñas en los mismos valores, aquellos que consideremos deseables en cualquier persona con independencia de si proceden
de la masculinidad o la feminidad tradicional. Un fin que permite educar, también a los niños, en los cuidados, la prudencia, la empatía o la expresión de los sentimientos, convencidos de que no existen actitudes o conductas que resulten encomiables en los hombres y censurables en las mujeres o viceversa.
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