Emociones, responsabilidad y derecho

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DANIEL GONZÁLEZ LAGIER
Emociones, responsabilidad y derecho
Marcial Pons, Madrid, 2009
En este trabajo el autor se ocupa de un tema todavía poco explorado
por los operadores jurídicos: el universo de las emociones y su relación con el
derecho. Analiza principalmente el impacto de las emociones en el sistema de
responsabilidad, lo que lo lleva a trabajar con otros puntos de contacto entre
derecho y emociones: (a) la educación emocional como medio de prevención de
Subraya que las relaciones entre las emociones y el derecho son mucho más estrechas, numerosas y variadas de lo que se suele opinar, y que no se
limitan al ámbito de la responsabilidad. Además, acentúa que las emociones son
fundamentales para la comprensión de las acciones humanas, ya que prestan una
inestimable ayuda para conocer la intención de un agente, lo que resulta de especial interés para el derecho.
Para enfrentarse a los mencionados temas, el autor aborda como punto
de partida necesario el concepto de emoción. El capítulo I lo dedica a repasar
las principales concepciones que sobre la cuestión defendieran pensadores como
Platón, Aristóteles, Descartes, Tomás de Aquino, Spinoza, Agustín, Hume, Kant,
Freud, Wittgenstein, por citar algunos. Se ocupa sobre todo de las concepciones
nes como sensaciones, como conductas, como rituales mágicos, y la denominada
concepción cognitivo-evaluativa. Luego distingue entre la tradición “mecanicisteorías conductistas y “no-racionalistas”) y la tradición evaluativa o cognitiva de
las emociones, a la que también llama “teorías racionalistas”. Para las primeras,
las emociones escapan del ámbito de la razón, son fuerzas incontrolables que
InterseXiones 3: 215-220, 2012.
ISSN-2171-1879
RECIBIDO: 02-11-2011 ACEPTADO: 25-11-2011
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Emociones, responsabilidad y derecho
En este trabajo el autor se ocupa de un tema todavía poco explorado
por los operadores jurídicos: el universo de las emociones y su relación con el
derecho. Analiza principalmente el impacto de las emociones en el sistema de
responsabilidad, lo que lo lleva a trabajar con otros puntos de contacto entre
derecho y emociones: (a) la educación emocional como medio de prevención de
Subraya que las relaciones entre las emociones y el derecho son mucho más estrechas, numerosas y variadas de lo que se suele opinar, y que no se
limitan al ámbito de la responsabilidad. Además, acentúa que las emociones son
fundamentales para la comprensión de las acciones humanas, ya que prestan una
inestimable ayuda para conocer la intención de un agente, lo que resulta de especial interés para el derecho.
Para enfrentarse a los mencionados temas, el autor aborda como punto
de partida necesario el concepto de emoción. El capítulo I lo dedica a repasar
las principales concepciones que sobre la cuestión defendieran pensadores como
Platón, Aristóteles, Descartes, Tomás de Aquino, Spinoza, Agustín, Hume, Kant,
Freud, Wittgenstein, por citar algunos. Se ocupa sobre todo de las concepciones
nes como sensaciones, como conductas, como rituales mágicos, y la denominada
concepción cognitivo-evaluativa. Luego distingue entre la tradición “mecanicisteorías conductistas y “no-racionalistas”) y la tradición evaluativa o cognitiva de
las emociones, a la que también llama “teorías racionalistas”. Para las primeras,
las emociones escapan del ámbito de la razón, son fuerzas incontrolables que
experimentamos, que pueden llevar a que las personas actúen sin intervención
de su voluntad. Son meras sensaciones o pasiones que siguen sus propias leyes y
pueden llegar a entorpecer el razonamiento correcto.
Para la tradición evaluativa, las emociones son como creencias acerca
de ciertos objetos o situaciones, es decir, no son fenómenos ciegos sino intenno, además de poder ofrecer explicaciones teleológicas de las acciones si están
basadas en deseos o creencias. En esta concepción resultan, en cierto sentido,
controlables.
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Tras exponer las distintas teorías de las emociones, el autor enumera
diversos problemas que presentan cada una de ellas, lo que le lleva a dedicar el
lograr “una teoría integradora de las emociones”, que busca entender cómo surgen y, a partir de ahí, se plantea la posibilidad de controlarlas. Esta posibilidad,
según la perspectiva del autor, sólo existiría si es posible también controlar ciertas creencias o deseos.
Concluye que las emociones son un fenómeno complejo, compuesto
por diferentes elementos más simples que intervienen en su totalidad, que son: el
expresión de la emoción y la tendencia a la acción. Tales elementos de la acción,
Por ejemplo, sería posible que alguien tuviera la creencia de que se encuentra en
una situación peligrosa sin que sintiera la emoción de miedo.
El autor diferencia las emociones de los apetitos (hambre, sed, sueño, etc.) y de los rasgos emocionales de carácter (que una persona tenga una
predisposición, en mayor o menor grado, a tener una o otra emoción – para que
no se confundan las predisposiciones a las emociones con las emociones en si
mismas-). Sostiene que las emociones asumen funciones distintas y relevantes
en relación con la conducta humana: permiten evaluar una actitud como positiva
o negativa, lo que puede condicionar el comportamiento; pueden cumplir una
función motivadora, generando razones para la acción, o pueden preparar nuestro
cuerpo para determinado tipo de conducta (el miedo y la reacción de huir, por
ejemplo).
Es precisamente a esta relación entre las emociones y las acciones a las
que el autor dedica el Capítulo III de la obra. Allí trata a las emociones como uno
de los determinantes de la intención, lo que resulta de especial importancia para
el derecho ya que las normas jurídicas prevén un catálogo de circunstancias (el
arrebato y obcecación, el arrepentimiento espontáneo, el miedo insuperable, etc.)
la responsabilidad penal.
Las emociones, además de generar razones para la acción, la condicionan causalmente. Para el autor “entre las emociones y las acciones existe una
conexión indirecta, mediada por las intenciones”. Por ello analiza el papel de las
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emociones en la génesis y en la explicación de la acción y llega a la conclusión
de que la conducta puede ser explicada desde un punto de vista no solo causalmecanicista, sino también desde uno punto de vista intencional o teleológico.
Las emociones intervienen en las razones que pueden integrar y determinar la
intención, por lo que determinan la acción. Además, puede que las emociones,
desde un punto de vista causal, reduzcan la capacidad de formar una intención,
evidenciando u ocultando (que son formas de manipular) las informaciones sobre
determinada situación necesaria para la toma de una decisión.
Otro vínculo entre las emociones y el derecho es la posibilidad de
una educación emocional, como una manera de potenciar las habilidades emocionales del individuo (con la consecuente prevención de delitos, por ejemplo),
además de la posibilidad de guiar el pensamiento y las propias acciones. En el
capítulo IV el autor se dedica al trato de las emociones y la racionalidad, explora
nales, o cabe adherir a la irracionalidad emocional. Para el autor la relación entre
la emoción y la racionalidad deriva, sobre todo, de asumir que las emociones
tienen un papel mediador entre las creencias acerca del mundo y la acción.
El autor observa que, para que la emoción sea plenamente racional,
debe cumplir algunos requisitos: (1) debe ser adecuada al tipo de creencia o evaluación que la suscita; (2) debe tener una intensidad adecuada; (3) se debe derivar
acción adecuados a la estrategia del agente. Pero aclara que es muy difícil llegar a
un juicio global respecto a la racionalidad o la irracionalidad de una emoción, ya
que puede sufrir variaciones en relación al aspecto observado. El ejemplo ilustrativo que presenta es el de un boxeador dominado por la cólera, ya que esto podría,
por un lado, dotarlo de mayor agresividad, mientras que por otro podría restarle
precisión a su técnica (la que requiere sangre fría y concentración).
En este punto se plantea los principales interrogantes de la obra: ¿somos responsables por nuestras emociones? ¿Se nos puede reprochar tener emociones inapropiadas por el daño que se pueda ocasionar?
Las respuestas que formula en el último capitulo nos ponen frente al
tema medular del libro: la relación entre la emoción y la responsabilidad. De maminar si somos responsables por tener una emoción que se considera inapropiada
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(con sus consecuencias), y (b) examinar la modulación de la responsabilidad que
atribuye el Derecho en función de la motivación emocional de nuestras acciones.
En otras palabras, decidir si se puede atribuir responsabilidad por nuestras emociones, y si se puede atribuir responsabilidad por las acciones realizadas bajo el
Para el autor, el primer problema se vincula a la posibilidad de control
de nuestras emociones, si somos capaces de controlarlas, mientras que el según
problema se conecta a la posibilidad de control de nuestra conducta emocional.
El autor apunta a dos requisitos como necesarios para que se pueda
atribuir responsabilidad a nuestro carácter moral y a las emociones que lo integran: el primero y más importante, que tengamos algún control sobre nuestras
emociones; y el segundo, que las emociones puedan ser contenido u objeto de
normas (emociones como acción que se sujetan a la regulación de normas).
A la pregunta de si podemos controlar nuestras emociones el autor
pondera que tradicionalmente las emociones se han considerado independientes
como si fuera una línea de conducta. A pesar de entender exagerada esta tesis,
sostiene que en ciertas medidas las emociones son manipulables, aunque este
control sea indirecto e inseguro, y que está parcialmente dentro del control del
agente. Como dice el autor: “algo que podemos procurar hacer, pero sin garantías
de éxito”.
En relación a la existencia de normas adecuadas para fundamentar el
reproche por determinadas emociones, el autor se remite a la doctrina de Von
Wright cuando distingue las reglas de “deber ser” y de “deber hacer”, en la que
las reglas de “deber ser” son las reglas ideales que asumen un papel relevante
como guías de nuestros actos. Las reglas ideales guardan relación con el concepto
de lo que sería “lo bueno”, en el sentido del “técnicamente bueno”, establecen
estos modelos ideales.
De acuerdo con la tesis propia de la concepción mecanicista, las emociones especialmente intensas pueden disminuir el control que tenemos de nuestras acciones y, como consecuencia, atenuar nuestra responsabilidad. A partir de
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la tesis cognitivo-evolutiva de la emociones (defendida sobre todo en el mundo
anglosajón), el efecto de las emociones sobre la responsabilidad no tiene que ver
con su intensidad sino con su contenido, y depende de si las emociones expresan
juicios de valor adecuados o no.
Al largo del texto el autor busca respuestas a preguntas muy importantes: “¿Somos responsables por no tener emociones apropiadas? ¿Cómo afectan
las emociones la responsabilidad por nuestras acciones? Si las emociones no sólo
disminuyen, sino que también incrementan la responsabilidad, según las circuns¿Y qué explicación puede darse al hecho de que una misma emoción se considere
atenuante de la responsabilidad en un momento determinado y tiempo después se
considere prácticamente una agravante?
Efectivamente el autor no ha encontrado todas las respuestas, pero la
conclusión última a la que llega es que nuestro sistema jurídico (y sobre todo el
sistema penal) asume ambas tesis, lo que le lleva a pensar que no se las debería
considerar como excluyentes, sino que lo mejor sería buscar su integración. Ese
es el espacio que ocupa su teoría integradora de las emociones (expuesta en el
capitulo II). Ella es capaz de mostrar que, por un lado, las emociones impulsan nuestras acciones y pueden disminuir nuestra responsabilidad, pero por otro,
pueden reducir el control sobre nuestras acciones y pueden aumentar nuestra
responsabilidad.
Virginia de Carvalho Leal
Universidad de León
[email protected]
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