David HUME

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Filosofía Moderna
David HUME
David HUME
1. Contextualización del texto propuesto.
En la Investigación sobre el entendimiento humano, publicada en 1748, Hume, el más
coherente de los empiristas británicos, expone su interpretación del conocimiento. Este empirismo
reconoce en las percepciones los componentes del conocimiento, distinguiendo dos tipos:
impresiones e ideas.
En el fragmento propuesto…
2. Síntesis sistemática de su pensamiento.
David Hume, hijo de un terrateniente escocés, nació en Edimburgo en 1711 y murió en
1776. Su afición a las letras y a la filosofía hizo que abandonar la profesión de comerciante. Se
trasladó a Francia, donde compuso su obra más importante, el Tratado de la naturaleza humana
(1740). Escribió otras obras, entre las que merecen destacarse su
Investigación sobre el entendimiento humano (1748) y su Investigación
de los principios de la moral (1751).
Su influencia en la filosofía ha sido enorme, siendo la lectura de
sus obras la que despertó a Kant, en frase de éste, de su “sueño
dogmático.” El empirismo contemporáneo reconoce en él su fuente y
precursor más cualificado.
Hume no estaba satisfecho con la manera en que Locke inaugurador de la línea empirista- utilizaba el término “idea” para
referirse a todo aquello que conocemos, por lo que reservó dicha
palabra para referirse sólo a algunos contenidos del conocimiento.
Distingue, pues, entre impresiones (conocimiento por medio de los sentidos) e ideas
(representaciones o imágenes de aquéllas en el pensamiento); poniendo de manifiesto, que las
ideas proceden de las impresiones. Sostiene, también, que las ideas simples corresponden a una
impresión, mientras que las complejas son producto de la memoria o la imaginación. Las ideas de
la memoria mantienen las características de las impresiones originales; mientras que las de la
imaginación, que son menos intensas, alteran la figura y la secuencia de aquéllas según tres
principios de asociación: semejanza, contigüidad y causalidad. Además de esta distinción relativa a
los elementos del conocimiento, introduce otra relativa a los modos o tipos de conocimiento:
conocimiento de relaciones entre las ideas y conocimiento factual, de hechos. Esta distinción
guarda cierto paralelismo con la clasificación de Leibniz de las verdades en “verdades de razón” y
“verdades de hecho.” Al primer tipo de conocimiento pertenecen la lógica y las matemáticas. Tales
relaciones entre ideas se formulan en proposiciones analíticas y necesarias. Por su parte, el
conocimiento de hechos no puede tener, en último término, otra justificación que la experiencia, las
impresiones.
Al clasificar los elementos del conocimiento en impresiones e ideas, Hume estaba
sentando las bases del empirismo más radical. En efecto, con este planteamiento se introduce un
criterio tajante para decidir acerca de la verdad de nuestras ideas: si podemos señalar la impresión
correspondiente a la idea, estaremos ante una idea verdadera; en caso contrario, ante una ficción.
El límite de nuestros conocimientos son, pues, las impresiones.
Aplicando este criterio en sentido estricto, nuestro conocimiento de los hechos queda
limitado a nuestras impresiones actuales y a nuestros recuerdos (ideas) actuales de impresiones
pasadas; pero no puede haber conocimiento de hechos futuros, ya que no poseemos impresión
alguna de lo que sucederá en el futuro. Ahora bien, es incuestionable que en nuestra vida
contamos constantemente con que en el futuro se producirán ciertos hechos; pero, ¿cómo
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podemos estar seguros de ello? Hume observó que en todos estos casos, nuestra certeza acerca
de lo que acontecerá en el futuro se basa en una inferencia causal. La idea de causa es, pues, la
base de todas nuestras inferencias acerca de hechos de los que no tenemos una impresión actual.
Pero, ¿qué entendemos por causa?, ¿cómo entendemos la relación causa-efecto? Hume
afirma que esta relación se concibe normalmente como necesaria (es decir, que no puede no
darse) entre la causa y el efecto; y, por ello, podemos conocer con certeza que, dada la causa, el
efecto se producirá necesariamente. Sin embargo, si aplicamos el criterio de verdad arriba
expuesto, ¿tenemos alguna impresión que corresponda a esta idea de conexión necesaria entre
dos fenómenos? No, contestará Hume, lo único observable es que entre ambos hechos se ha dado
una sucesión constante en el pasado, que siempre sucedió lo segundo tras lo primero. Que
además de esta sucesión constante exista una conexión necesaria entre ambos hechos es una
suposición improbable. Y como nuestro conocimiento acerca de los hechos futuros sólo tendría
justificación si entre lo que llamamos causa y lo que llamamos efecto existe una conexión
necesaria, resulta que propiamente hablando no sabemos, simplemente creemos.
Que nuestro pretendido conocimiento de los hechos futuros por inferencia causal no sea en
rigor conocimiento, sino suposición y creencia, no significa que no estemos absolutamente ciertos
acerca de los mismos. Tal certeza proviene, según Hume, del hábito, de la costumbre de haber
observado en el pasado que siempre que sucedió lo primero, sucedió también lo segundo.
Nuestra certeza acerca de hechos no observados no se apoya, pues, en un conocimiento
de éstos, sino en una creencia. En la práctica, piensa Hume, esto no es realmente grave, ya que tal
creencia y certeza nos bastan para vivir. Pero, ¿hasta dónde es posible extender esta certeza y
esta creencia basadas en la inferencia causal? La inferencia causal sólo es aceptable entre
impresiones: podemos, en efecto, pasar de una impresión a otra, pero no de una impresión a algo
de lo cual nunca ha habido impresión, experiencia.
Tomando este criterio y aplicándolo al problema de la existencia de una realidad distinta de
nuestras impresiones y exterior a ellas, concluimos que la creencia en la existencia de una realidad
corpórea distinta de nuestras impresiones es -en contra de lo que afirmaba Locke: la realidad
extramental es la causa de nuestras impresiones-, injustificable apelando a la idea de causa,
puesto que pasamos de las impresiones a una pretendida realidad que está más allá de ellas y de
la que carecemos de experiencia.
Locke y Berkeley habían utilizado el principio de causalidad
para fundamentar la existencia de Dios. A juicio de Hume, esta
inferencia es también injustificada por la misma razón. Ahora bien, si
ni la existencia de un mundo distinto de nuestras impresiones ni la
existencia de Dios son racionalmente justificables, ¿de dónde
proceden nuestras impresiones? El empirismo de Hume no permite
contestar a esta cuestión. Sencillamente, no lo sabemos ni podemos
saberlo: pretender responder a tal cuestión es pretender ir más allá
de nuestras impresiones y éstas constituyen el límite de nuestro
conocimiento. Tenemos impresiones, pero no sabemos de dónde
proceden.
De las tres realidades o substancias cartesianas (Dios, Mundo, Yo), nos queda ocuparnos
del yo como realidad, como substancia distinta de nuestras ideas e impresiones. La existencia de
una substancia cognoscente distinta de sus actos, había sido considerada indubitable no sólo por
Descartes, sino también por los citados Locke y Berkeley. Y ya no le sirve ahora a Hume aplicar su
crítica a la idea de causa, pues la existencia del yo es considerada como resultado de una intuición
inmediata. Sin embargo, la crítica humeana alcanza también al yo como realidad distinta de las
impresiones e ideas. La existencia del yo como substancia, como sujeto permanente de nuestros
actos psíquicos, no puede justificarse apelando a una pretendida intuición, ya que sólo tenemos
intuición de nuestras ideas e impresiones, y ninguna impresión es permanente sino que se
suceden ininterrumpidamente. Por lo demás, esta afirmación de Hume no permite explicar
fácilmente la conciencia que todos poseemos de nuestra propia identidad personal: en efecto, cada
sujeto humano se reconoce él mismo a través de sus distintas y sucesivas ideas e impresiones.
Para explicar tal conciencia, Hume recurre a la memoria: gracias a ella reconocemos la conexión
existente entre las distintas impresiones que se suceden; el error consiste en confundir sucesión
con identidad.
Los principios empiristas llevan de la filosofía de Hume llevan a éste, en último término, al
fenomenismo y al escepticismo. En efecto: de una parte, las impresiones aisladas son datos
primitivos a los cuales no cabe buscar ya justificación alguna, son los elementos que constituyen el
punto de partida absoluto; de otra parte, las percepciones aparecen asociadas entre sí, sin que sea
posible descubrir conexiones reales entre ellas, sino solamente sucesión o contigüidad. No es
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posible, pues, encontrar un fundamento real de la conexión de las percepciones, un principio que
sea distinto de ellas. Ni conocemos una realidad exterior distinta de las percepciones, ni tampoco
una substancia pensante o yo como sujeto de las mismas. Sólo conocemos las percepciones, por
lo que la realidad queda reducida a éstas, a meros fenómenos, en el sentido etimológico del
término (fenómeno = lo que aparece o se muestra). Éste es el sentido del fenomenismo humeano,
que lleva emparejado una actitud escéptica.
La teoría del conocimiento, expuesta hasta ahora, constituye solamente una parte del
proyecto general de Hume de fundar y desarrollar una ciencia del hombre. En efecto, pretende
llevar a cabo en el hombre una tarea análoga a la realizada por Newton en relación con la
naturaleza: la constitución de una ciencia basada en el método experimental.
En general, podemos decir que un código moral es un conjunto de juicios a través de los
cuales se expresa la aprobación o reprobación de ciertas conductas o actitudes. La mayoría de los
filósofos que se han ocupado de la moral se han preguntado por el origen y fundamento de dichos
juicios morales. Una respuesta a esta cuestión, extendida desde la filosofía griega, es que la
distinción entre lo bueno y lo malo moralmente se basa en la razón: ésta puede conocer el orden
natural y, a partir de este conocimiento, puede determinar qué conductas y actitudes son acordes
con el mismo, el conocimiento de la concordancia o discordancia de la conducta humana con el
orden natural es, pues, el fundamento de nuestros juicios morales.
Hume considera, por el contrario, que la razón, el conocimiento intelectual, no es ni puede
ser el fundamento de nuestros juicios morales. Su principal argumento al respecto puede
exponerse del siguiente modo: la razón no puede determinar nuestro comportamiento ni tampoco
puede impedirlo; ahora bien, los juicios morales determinan e impiden nuestro comportamiento,
luego, los juicios morales no provienen de la razón.
Los juicios morales, por tanto, no se basan en la razón (ni en el conocimiento de las
relaciones entre ideas -que no nos determinan a ningún comportamiento práctico-, ni en el
conocimiento fáctico -que se limita a mostrarnos hechos: cómo son las
cosas, no cómo deberían ser-), sino que se halla en el sentimiento.
Siendo la razón incapaz de determinar la conducta, los sentimientos
son las fuerzas que realmente nos determinan a obrar. El sentimiento
moral, por su parte, es un sentimiento de aprobación o reprobación
que experimentamos respecto de ciertas acciones y maneras de ser
de los seres humanos. Es natural y desinteresado. Al proponer esta
teoría, Hume recoge una corriente desarrollada en Inglaterra en la
primera mitad del siglo XVII -por filósofos moralistas como Shaftesbury y Hutcheson-, corriente que
ha encontrado su continuación en la doctrina del emotivismo moral.
La crítica llevada a cabo por Hume resulta demoledora, también, con respecto a la religión,
al conducir a la disolución de una supuesta “naturaleza humana racional”; negada ésta, Hume
niega tanto el deísmo como la religión natural, proponiendo una nueva actitud ante el problema de
Dios y ofreciendo una nueva explicación del hecho religioso. Al igual que ocurre con la moral, la
religión no tiene su fundamento en la razón. Surge de los sentimientos, y se alimenta del temor, de
la ignorancia y del miedo a lo desconocido. Tiene, pues, una base psicológica y, quizá, patológica.
De acuerdo con su teoría, no hay religión natural; hay historia o explicación natural de la religión,
entendiendo por “natural” un complejo de instintos y sentimientos, cuyo precipitado es la religión.
En cualquier caso, tampoco cabe, a juicio de Hume, dar una respuesta negativa tajante y
categórica al problema de la religión y de Dios. Duda, incertidumbre y suspensión del juicio son,
nuevamente, el resultado de su investigación, lo cual constituye otra confesión de su escepticismo.
3. Contexto histórico, sociocultural y filosófico de su época
Tras la revolución de 1688, Inglaterra y, poco después toda Gran Bretaña, inició un camino
hacia el constitucionalismo que la convirtió, durante el siglo XVIII, en un modelo para los ilustrados
europeos. El parlamentarismo de su monarquía permitió desarrollar una legislación en la que los
derechos ciudadanos y las libertades políticas, religiosas y económicas se veían cada vez más
asentadas.
Los ilustrados británicos se beneficiaron y al tiempo contribuyeron a la difusión de un
mensaje de tolerancia y una ideología que caló profundamente entre cierta aristocracia y en la
burguesía. Se enfrentaron, también, al poder eclesiástico, el cual seguía ejerciendo una gran
influencia -el propio Hume no pudo acceder a una cátedra universitaria por la oposición de la
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Iglesia escocesa-. Sin embargo, los obstáculos de los pensadores británicos fueron mucho
menores que las dificultades políticas, religiosas y los privilegios señoriales con las que tuvo que
enfrentarse la Ilustración francesa.
El importante desarrollo científico de la época encontró su símbolo en Newton -cuyas ideas
sobrepasaron el campo de la física influyendo en el desarrollo de la química, las aplicaciones
industriales e, incluso, en el avance de las ciencias naturales, hecho que asentaría la idea de
progreso en todos los ámbitos culturales-, el cual sirvió de modelo e inspiración de los ilustrados,
junto con el empirismo de J. Locke. Ambas influencias sirvieron de base a una doctrina en la que la
observación objetiva de los hechos sirve tanto para oponerse al dogmatismo religioso, como para
defender la primacía de la sociedad civil y de la razón.
En el terreno religioso, aunque surgieron defensores del ateísmo, como D’Holbach o
Lamettrie, se aceptaba la utilidad de la religión para el pueblo y predominaba el deísmo, a la vez
que se postulaba la extensión de la educación a todos los ciudadanos, pretensión que fue
característica de un siglo que hizo del enciclopedismo su seña de identidad. Estas ideas fueron
discutidas en salones, academias y sociedades científicas más que en las universidades, siendo
difundidas en diarios y revistas más que en tratados.
En el ámbito del pensamiento, la Ilustración mantiene un concepto amplio de filosofía, que
permite incluir en él desde la doctrina de Newton o de Locke hasta la de autores como Hume,
Helvetius, Rousseau o Kant. Son también muy diversos los temas de que se ocupan los ilustrados:
desde la razón, la naturaleza o el hombre, hasta la religión, la sociedad, la historia,… En muchos
casos, dicho tratamiento dará lugar a las nuevas ciencias sociales (antropología, economía, etc.)
El conocimiento es concebido por los pensadores ilustrados no como un conjunto de ideas
innatas, sino como un instrumento que permite la investigación y la acción del ser humano en el
mundo; mientras la metafísica es analizada desde una perspectiva crítica. Por su parte, las ideas
de virtud y de felicidad servirán de base a una moral que reclama su autonomía de la religión, al
tiempo que adquiere gran importancia la legitimación del poder político.
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