LARS 2.4.indd - Lars, cultura y ciudad

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Los pasajes
Comercio, paseo y seducción
Francesc Pérez i Moragón
Nacidos en París a finales del siglo XVIII, los pasajes comerciales fueron considerados por Benjamin la
arquitectura más importante del XIX. Son espacios que emanan cierto aire misterioso e incitante, un ambiente
que inspiró a autores como Louis Aragon y Julio Cortázar.
Los pasajes y las galerías han sido mi patria
secreta desde siempre.
Julio Cortázar, ‘El otro cielo’
La arquitectura más importante del siglo
XIX es el pasaje.
Walter Benjamin, ‘Libro de los pasajes’
Existen aún, sobreviven aún muchos
antiguos pasajes comerciales, en poblaciones grandes o pequeñas –en las
que aparecieron durante los siglos
XIX y XX, por imitación de las capitales–, dispersas por todo el mundo.*
En algunas han vuelto a tener vida, al
impulso de una moda de recuperación inducida por los mismos mecanismos mercantiles que los crearon,
aunque los pasajes ahora son más
tranquilos, especializados en pequeños comercios que se identifican por
alguna cualidad que los separa de los
grandes centros comerciales, masificados, ruidosos y agobiantes, buenos
todos para una clientela ansiosa de
aturdirse y, si acaso, comprar algo. Incluso ahora la fórmula se reproduce y
se construyen otros pasajes asociados
a un entorno arquitectónico no muy
distinto del que acogió a los primeros, pero no tan solemne.
La línea genealógica parece clara:
los pasajes son una adaptación de los
mercados callejeros y sobre todo de
los bazares orientales, y han derivado
en espacios que los superan en dimensiones, ofertas y clientes. Walter
Benjamin murió demasiado pronto
para poder ver que la arquitectura más
importante del siglo XX no serían los
pasajes, sino su magnificación.
Hay muchas palabras, incluso en
una sola lengua, para designar aquella
riqueza constructiva que se expandió
hacia todo el mundo: arcade, bazar,
boulevard, cité, colonnade, corridor,
Durchgang, Galerie, galleria, Halle,
passage, pasaz, passatge, pasaje, pasaji,
stoa, walk... Y hay –o hubo– muchos
pasajes. En su minuciosos recorrido,
Johann Friederich Geist catalogó
unos trescientos, localizados en las
ciudades más diversas y construidos
entre los últimos años del XIX y los
principios del XX: de Berlín, Helsinki
o Moscú a Melbourne, de Cleveland
a Atenas, de Hamburgo a Milán o
Nápoles, de Birmingham a Budapest.
Y en muchos más lugares: Londres,
Sydney, Río de Janeiro, Praga, Toronto, Trieste, Zagreb, Filadelfia, Amsterdam, Marsella, Dresde o Atlanta.
Pero esa diversidad onomástica
y geográfica no modifica elementos
formales comunes. Entre ellos, que
los pasajes cubiertos son inseparables de un conjunto de edificaciones
que los contienen. Sin ellas, serían
imposibles. Un pasaje –en principio
pensado como travesía o atajo– está
definido por sus límites: su entrada
y su salida –cuando no es el mismo vano el que facilita el acceso y
el abandono del lugar: hay el pasaje
comercial trazado en cul de sac, que
obliga a la visita de ida y vuelta, casi
circular– y el hecho de estar inscrito,
protegido y un poco oculto, en un
espacio construido que lo envuelve
y le da un cierto aire misterioso, incitante, que el pasaje no podrá evitar
nunca y que probablemente es su
mejor atractivo. Convenientemente,
muchos pasajes tienen en las vías ur-
*Este artículo lo debe todo a la lectura del Libro de los pasajes, de Walter Benjamin, primero fragmentaria y ahora ya completa, en la edición de Rolf Tiedemann, vertida al español por Luis Fernández Castañeda, Isidro Herrera y Fernando Guerrero,
y editada por Akal (Madrid, en 2004) y a la monografía de Johann Friederich Geist Pasagen. Ein Bautyp des 19. Jahrhunderst –München 1979, Prestel-Verlag– en un ejemplar que agradezco a Heike van Lawick. Como la oportunidad de utilizar dos
textos que cito: la narración de Julio Cortázar “El otro cielo”, incluida en el libro Todos los fuegos el fuego y después en la colección de Cuentos completos de este autor, dos volúmenes, Alfaguara (quinta ed., Madrid 1995) y El campesino de París,
de Louis Aragon (Barcelona 1979, Bruguera, trad. de Noëlle Boer y María Victoria Cirlot).
Página anterior: La Queen’s Arcade (1889), de Leeds, en Escocia, a mediados del siglo pasado. Arriba: La Kaisergalerie berlinesa, construida entre 1871 y 1873 y destruida en 1944,
durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
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Pasajes comerciales
Izquierda: La Arcade, de Cleveland (1888-1890), un suntuoso pasaje de cinco plantas de una ciudad en plena expansión. Derecha: Este pasaje de Burdeos es prototipo de las
reducciones del modelo constructivo de los pasajes en capitales pequeñas.
banas por los que se accede a ellos,
rótulos que los identifican. Un pasaje
no es un ámbito privado o secreto,
sino distinto. Y lo anuncia.
Este invento arquitectónico nació
en París a finales del XVIII, pero sobre todo se desplegó en aquella ciudad, capital del siglo XIX, según Benjamin, a partir de 1800. “Todo lo que
está en otra parte está en París”, escribía Victor Hugo, con un patriotismo
exagerado. No sólo allí: también en el
Londres de su tiempo. Las capitales
imperiales solían importar algunos
modos y modas de sus colonias. En
cualquier caso, el pasaje nació en París y de allí pasó a Gran Bretaña y a
Norteamérica, para extenderse enseguida por todos lados.
La primera condición para su desarrollo en París, afirmaba Benjamin,
fue “el apogeo del comercio textil.
Hacen su aparición los almacenes de
novedades (...) Son los precursores de
los grandes almacenes”. La segunda
condición fue la aparición de la construcción con estructuras metálicas.
Una Guide illustré de Paris, citada por Benjamin, describía con
entusiasmo a los pasajes: “reciente
invención del lujo industrial, son corredores cubiertos de cristal, con los
entablamentos de mármol, que atraviesan bloques enteros de edificios,
cuyos propietarios se han unido para
esta clase de especulación. A ambos
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lados del pasaje, que recibe la luz desde arriba, se alinean las tiendas más
elegantes, de manera que semejante
pasaje es una ciudad, e incluso un
mundo en miniatura”.
Hasta que se instauró este modelo constructivo, el pasaje abierto
era común en todas partes; ni calle
de que los pasajes ofrecían un ambiente más cerrado, hasta el punto
de tener un techo, que favorecía una
distancia más próxima. Casi íntima.
Sitios, pues, mejor diseñados para el
ojeo erótico o para la simple indagación visual, a corta distancia. Porque
allí iba la gente con finalidades dis-
A partir de los pasajes, y hasta hoy, cada
comercio se convierte en un decorado, y
una sucesión de ellos en un largo escenario
ni plaza: lugar para andar de paso y
ganar tiempo, sin detenerse. Por el
contrario, el pasaje comercial, techado, fue un lugar diseñado con el
propósito de que el viandante se demorase, porque allí podía encontrar
motivos para dejar pasar el tiempo.
Como ahora mismo lo consiguen sus
tan eficaces y tremendistas sucesores
de grandes dimensiones.
Los pasajes eran espacios donde
hacer proliferar estímulos para la
curiosidad. Facilitaban un genero de
relación entre los que los recorrían,
parecido al que podían producir lugares de paseo en calles abiertas o en
jardines previsoramente adecuados
con rutas paralelas destinadas a caminantes o –con dos sentidos inversos de circulación– para vehículos de
marcha lenta. Con la particularidad
tintas, pero muy frecuentemente con
dos casi exclusivas: a mirar o a dejarse
mirar. Era lo que Baudelaire –un solitario prodigioso– llamaba un baño de
multitud, experiencia que no estaba
al alcance de cualquiera. “Gozar de
la masa de gente –decía en Le spleen
de Paris– es un arte”.1 Su perspectiva
era la de un flâneur sin compañía, que
podía sacar una “singular borrachera” de aquella “comunión universal”.
Sólo el egoísta –“cerrado como un
baúl”–, o el perezoso –“clausurado
como un molusco”– se verían privados de esos goces febriles. Porque
el flâneur, según Benjamin (57),
“busca un refugio en la multitud. La
multitud es el velo a través del cual
la ciudad familiar para el flâneur se
convierte en fantasmagoría. Esta
fantasmagoría, donde ella aparece a
veces como un paisaje, a veces como
una habitación, parece haber inspirado más tarde el decorado de los
grandes almacenes, que ponen de ese
modo la misma flânerie al servicio de
su volumen de negocios. Sea como
fuere, los grandes almacenes son el
último territorio de la flânerie”. Y esa
afirmación, que prolonga su vigencia
hasta ahora mismo, se justifica bien
porque, “el flâneur adopta la forma
de explorador de mercado. En calidad de tal es al mismo tiempo el explorador de la multitud”.
Había aparecido por tanto una
rentable combinación entre el paseo
y las seducciones de la escenografía
y el comercio. Cierto que siempre la
escenografía, con todos sus atractivos, había estado presente en las poblaciones, pero sólo se acostumbraba a sacarla de los espacios cerrados
donde residía la autoridad –templos,
palacios, castillos– para adornar los
abiertos en situaciones excepcionales, aunque en general previstas en
el calendario, con ocasión de festejos
religiosos o políticos. A partir de los
pasajes, y hasta hoy, cada comercio
se convierte en un decorado, y una
sucesión de ellos en un largo escenario ante el cual desfila el espectador,
integrado en multitudes compactas
y chillonas, como si estuviese ante
un regalo visual preparado exclusivamente para su satisfacción. La mul-
Pasajes comerciales
Izquierda: El Passage Lemonier (1837-1839), de Lieja, a mediados del XX, con una sucesión de establecimientos: sombrererías, artículos de deporte, filatelia, bisutería, cambio de
moneda, una peluquería... Derecha: La New Exchange, de Londres, en un grabado de Gravelot.
titud forma parte del regalo. Y más,
con buena iluminación. Ver y hacerse
ver la exigen. Y mostrar de manera
atractiva la oferta de cada comercio,
en un pasaje, también. Para el mercado que se beneficia de la claridad
del día es innecesaria, pero cuando
queda encapsulado, hay que animarlo con una iluminación adecuada y
sugestiva. Cuanta más, mejor. Por eso
la luz cenital de los pasajes. Por eso,
igualmente, en ellos tuvieron lugar
en París los primeros ensayos de las
lámparas de gas. Mientras ardieron
en ellos “las lámparas de gas, e incluso
las de aceite, fueron palacios de hadas”, decía Benjamin, quien pensaba
que su substitución por la luz eléctrica los arruinó.
Aunque la construcción de un
pasaje no tenía por objetivo estimular la cominería ni la sexualidad, el
comercio sabía aprovechar estos dos
impulsos humanos, tan fáciles de explotar. El pasaje, para Benjamin, “es
sólo lasciva calle del comercio, hecha
solamente para despertar los instintos. No es por tanto en absoluto enigmático que las prostitutas, movidas
siempre por sí mismas, se sientan
atraídas a entrar en ellos”.
Entre la copiosa bibliografía a que
Benjamin recurrió en las notas para su
vasto proyecto inacabado, no he sabido encontrar una obra que contiene
observaciones de gran expresividad:
Les plaisirs de Paris: guide pratique et
illustré (1867), de Alfred Delvau.2
Muy atinadamente, este autor trataba
de los pasajes de la ciudad en un capítulo que enlazaba directamente con
las páginas dedicadas a Promenades.
Esa continuidad tenía sentido, porque los pasajes, “son también paseos
le hundan las costillas”. Y peor aún
en días lluviosos, porque entonces el
pasaje se hacía del todo impracticable, “cuando uno piensa que avanza,
retrocede” y tras media hora de lucha podía verse devuelto al lugar por
donde había entrado.
¿Por qué motivo se exponía la
El pasaje, para Benjamin, “es sólo lasciva
calle del comercio, hecha solamente para
despertar los instintos”
–paseos cubiertos. Hay tantos como
bulevares: cada uno tiene su público y
su fisonomía, que no son la fisonomía
ni el público de otro pasaje vecino”.
No siempre eran apacibles. Hablando del Passage Jouffroy, cuyas salidas estaban en el Boulevard
Montmartre y la Rue de la GrangeBatelière, decía Delvau que lo recorría tal cantidad de paseantes “que
cada día, desde las cuatro de la tarde,
hay que dar codazos seria y resueltamente para abrirse paso entre los
que van y vienen”, gente que “forma
bancos espesos como los arenques
en el estrecho de la Manga”. Quienes tenían prisa buscaban otro camino, antes de aventurarse bajo “aquel
túnel de vidrio, en que uno corre el
peligro a cada momento de aplastar
los pies de sus vecinos o de que ellos
gente a tantas incomodidades? Delvau confesaba no saberlo, pero podía
observar que los que las padecían lo
ignoraban igualmente. Era un lugar,
en fin, de encuentro y de paseo: especialmente para las buscadoras de desconocidos. Y además, para los placeres gastronómicos; el pasaje Jouffroy
ofrecía tres restaurantes atractivos. El
trabajoso paseo abría el apetito y las
pizarras llenas de menús atrayentes
hacían el resto.
El pasaje Verdeau, contiguo, era
mucho más tranquilo, mientras que
el de los Panoramas, enfrente del
Jouffroy, estaba como éste repleto a
algunas horas de un público que no
tenía las mismas características, aunque no fuese muy diferente.
Delvau sabía bien de qué hablaba, cuando describía aquel ambien-
te. Murió a los cuarenta y dos años,
pero tuvo tiempo de escribir algunas
relaciones especiosas sobre su ciudad,
que Walter Benjamin leyó en profundidad: Les dessous de Paris (1860),
Dictionaire de la langue verte. Argots
parisiens comparés (1866), Les heures
parisiennes (1860) y Les lions du jour.
Physionomies parisiennes (1867).
Pues bien, Delvau (1825-1867)
era un estricto contemporáneo de
Charles Baudelaire (1821-1867) y
tal vez sus miradas sobre París se entrecruzan. El primero registraba los
cambios de su ciudad con una óptica
panorámica, mientras que el segundo
los experimentaba. Un ensayista posterior, Albert Thibaudet, podía advertir así –y Benjamin lo anotó– que
el soneto A una transeúnte, de Baudelaire, únicamente podía surgir “en
medio de una gran capital, en donde
los hombres viven juntos, extraños
unos para otros pero compañeros del
mismo viaje. Y de entre todas las capitales, sólo París los produce como
su fruto natural”.
Tal vez porque Delvau conocía
bien su oficio se guardaba en salud.
No se atrevía a decir, en su guía, que
los que iban al Passage des Panoramas fuesen más honestos que quienes preferían del Jouffroy, aunque
señalaba que en el segundo había
más hombres –“cosa que resulta algo
indicativa”. (continúa)
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