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 VELAZQUEZ: LA EPOCA EN SU PINTURA Diego De Silva Velázquez nace en Sevilla un sábado, 5 de junio de 1599, en una casa de la antigua calle de la Gorgoja, hoy llamada de la Morería, siendo bautizado el domingo 6 en la iglesia de San Pedro, ya que la costumbre de aquellos tiempos era cristianar a los niños al día siguiente de su nacimiento. El cura que le vertió las aguas bautismales era el licenciado don Gregorio de Salazar, como lo atestigua su partida de bautismo existente. Sus padres, Juan Rodríguez de Silva, hijodalgo natural de Oporto, y Jerónima Velásquez de Buen Rostro, nacida en Sevilla; ambos casados en dicha ciudad, el domingo, 28 de diciembre de 2597. Eran burgueses de excelente reputación y de modesta fortuna. Por la biografía de Acislo Antonio Palomino (1653 – 1726), se sabe que, desde los primeros años, el niño Diego dió indicios de su buen natural, aplicándose al estudio de las letras, al mismo tiempo que daba muestras de particular afición a la pintura, y aunque mostró ingenio, agilidad y dedicación para cualquier ciencia, para ésta de pintar, destacaba sobre manera. Dejáronle seguir su natural inclinación, sin que adelantase en otros estudios porque a éstos le sabían ya dedicado con propensión natural. Visto lo cual, entregáronle a la disciplina de Francisco de Herrera, maestro de pintura a quien se le conoce como “Herrera el Viejo”, hombre rígido en su trato personal y cuyas dotes de piedad sólo se le reconocen en sus cuadros. Francisco Herrera el Viejo nació en Sevilla en 1576 y se había formado en el estudio de Luis Fernández, donde fue condiscípulo del gran Pacheco. Pero no tardó en rebelarse contra el estilo minucioso de su profesor, y , apartándose de éste, se entregó al naturalismo, transformándose con el tiempo en el “Miguel Ángel” de la escuela sevillana...¡Todo un carácter de artista!...cuya personalidad agria e insufrible hizo que su mujer se separara de él; su hijo Francisco y su hija se las ingeniaron para sustraerle unos 6000 pesos y huir de casa, con los cuales la hija se refugió en un convento y el varón huyó a Italia. Otro hijo, “el Rubio”, estimable pintor de bodegones y figurillas de rara invención, murió muy joven. Sólo los que empiezan a trabajar de niños son capaces de comprender las dificultades a las que en muchos momentos y situaciones se ven enfrentados los aprendices que abandonaron antes de tiempo su banqueta escolar, y como aprendiz, el niño Diego Velásquez, tuvo que sufrir la rigurosidad del taller de su primer maestro. Más tarde, no pudiendo soportar por más tiempo el violento carácter de “Herrera el Viejo”, pasó a la escuela de Francisco Pacheco, y lo hace según contrato legal y detallado que leemos a continuación: “...Otorgo e conozco lo que pongo a aprender el arte de la pintura con vos por espacio de 6 años, para que en todo este tiempo el dicho de mi hijo os sirva en la dicha de vuestra casa y en todo lo demás que le dixéredes e mandáres que le sea honesto y posible de hazer...” 1
Pacheco se comprometía a enseñar al muchacho, según era normal en estos casos y acuerdos, el arte de la pintura, a proporcionarle comida, vestido y asistencia médica en caso de enfermedad, y todo ello hasta que el educando lograra total conocimiento de la profesión. La relación de maestro y discípulo era tan estrecha que bien puede afirmarse como, a partir de la firma de el pormenorizado contrato, Diego Velásquez perdía a sus verdaderos padres para tener en sus maestros otro más real... ¡Así estaban las cosas por aquélla época!... En 1617, cinco años después de haber ingresado en el taller de su segundo maestro, Diego de Silva Velásquez, con 18 años, pasa el examen gremial con el que los pintores justificaban el prestigio de su menester, y por tal formalidad tenía que pasar todo el que quisiera vivir de la pintura y ser tenido como uno más de los oficiales de tal arte. Un año después, se lleva a cabo otro paso importante en la vida del nuevo “maestro”, como es su casamiento con la hija de Pacheco, Juana Pacheco de Miranda, práctica frecuente, ya que en cierto modo, la entrada en la familia era también la garantía de que los secretos técnicos aprendidos no serían difundidos a la competencia. El propio Velázquez haría lo mismo, corriendo el tiempo, con su hija, a la que desposará con su discípulo Juan Bautista Martinez del Mazo. Tenemos ya a Velázquez casado antes de cumplir los 19 años, con casa y taller, permitiéndose el pequeño lujo, el 1-­‐2-­‐1620, de tomar bajo su responsabilidad y dirección a un discípulo, Diego Melgar, del que nada ha vuelto a saberse. Sevilla, en el primer tercio del S. XVIII, era la ciudad más poblada de España, con 150.000 habitantes, y centro cultural del país; baste recordar los pintores de primer orden que se movían en ella: Luis Fernández, Juan de las Roelas (1560 – 1625), Francisco Pacheco (1564-­‐1654), Herrera el Viejo (1576-­‐1650), Juan del Castillo (1584-­‐1640), Zurbarán (1598-­‐1664), Alonso Cano (1601-­‐1667), Francisco Rizzi (1608-­‐1685), etc. Y con este recargado ambiente artístico se desarrolla la primera época de Velázquez en su quehacer profesional, realizando sus primeras obras retratando personas, hechos y objetos realistas, de los que procura dar los matices más secundarios, como : gentes de tabernas y bodegones, cocineras trajinando con víveres y cacharros, paños y ropas toscas, maderas, vidrios, cerámica, alimentos, rostros, manos, todo ello estudiadísimo, riguroso cada milímetro de pintura convertida en reflejo de la realidad. Pintura en estos inicios, con goce propio, con amor a la materia, con responsabilidad en la más menuda pincelada. En efecto, la etapa sevillana de Velázquez descuella por su naturalidad; las cosas y los seres son perfectos, se ve que están pegados a la tierra, que viven, que existen, que se palpan por su evidente aire natural y cotidiano. De esta su primera época conocemos: “La coronación de las espinas” (1617), “Cabeza de mozo y almuerzo” (1617-­‐18), “Los músicos y La vieja cocinera” (1618), “San Juan evangelista en Patmos” (1618-­‐19), “La adoración de los Magos”(1619), “Cristo en casa de Marta y María”, “La inmaculada Concepción” y “Santo Tomás” (1619-­‐20), “Dos mozos a una mesa”, “San Pablo” y “Retrato de Don Cristóbal Suárez de Rivera” (1620), “El aguador de Sevilla” (1619-­‐22), “La mulata” (1620-­‐), “La cena de Meaux” (1620-­‐22), “Retrato de un señor maduro ¿Fco. Pacheco?” y “Retrato de Juana Pacheco” (1623)... y así, otras 15 obras más, debidamente catalogadas y repartidas por todo el mundo, en museos de primer orden. En 1621 Felipe IV sucede a su padre (Felipe III) en el trono y, como aquél descargó el peso del gobierno en su favorito Don Gaspar de Guzmán, más tarde Conde –Duque de Olivares, el cual favoreció a sus amigos, destituyendo a los que en el anterior reinado habían gozado de influencia y fortuna. Por estas fechas, Diego Velázquez, ya padre de 2
dos hijas, entiende que Sevilla es un pequeño espacio para sus ambiciones. Piensa en la Corte y en la posibilidad de llegar a ser pintor del Rey. Y antes que él, quizás, lo haya pensado Pacheco, el influyente suegro, que comprende la progresión del talento pictórico de su yerno. En 1622 tiene lugar la primera aventura de conocer Madrid, viaje de tanteo, en el que, durante su estancia, es presentado a gentes más o menos influyentes para obtener encargos, pero no tiene éxito; parece ser que la Corte anda inquieta ante la nueva formación de personalidades con cargo en la dirección de los asuntos de Estado. Por lo menos, hace un estupendo retrato del gran poeta cordobés don Luis de Góngora, que se traerá a Sevilla para que su suegro lo incluya en su “Libro de verdaderos retratos”, y que hoy es orgullo del Museo de Boston. Madrid, por cédula de Felipe II el 11-­‐5-­‐1561, era considerada la Corte de las Españas, salvo el paréntesis que hizo Felipe III entre los años 1601 al 1606 a favor de Valladolid, pero asentada definitivamente la capitalidad, burócratas de toda categoría, nobles con sus casas y servicio, pretendientes con más o menos posibilidades, hombres de negocios realistas o ambiciosos, aventureros de la supervivencia con sus familias se establecieron esperados en la capital, en Madrid. Y es que, según la época, Madrid era la patria común, todos los oficios y todos los orígenes cabían en la ciudad, los que buscaban destacar y los que querían pasar inadvertidos entre su multitud variopinta. Por ello, es lógica la pretensión del joven Velázquez de querer ver y, al mismo tiempo, hacerse ver en la Corte madrileña. Su principal valedor don Juan de Fonseca, sevillano y relacionado con Pacheco, gestiona en Madrid con éxito ante el Conde-­‐Duque, ya todopoderoso en el ánimo del joven Rey, que no sólo era entusiasta coleccionista de obras de arte, sino que incluso practicaba la pintura; dicho sea de paso, con más entusiasmo que acierto. Llamado por el válido don Gaspar de Guzmán, a través del capellán del Rey, para que entre a formar parte de su séquito, Velázquez marcha por segunda vez a Madrid acompañado de su criado Juan de Pareja. Recién llegado, realiza el retrato del propio capellán, y éste se las ingenia para que el propio monarca lo vea. Poco después, el Rey es retratado. Terminado el cuadro a finales del verano del año 1623, el 6 de Octubre, Su Majestad, lo ratifica como pintor de Cámara y le asigna un salario mensual de 20 ducados. Ya tenemos a Velázquez aposentado en la Corte, con el rango de un cortesano más del entorno de Felipe IV, y mucho debió trabajar nuestro “andaluz”, cuando , al poco tiempo, le eran confiadas misiones que hasta entonces habían sido reservadas exclusivamente a la nobleza: veedor de las obras del Alcázar, Ayuda de Cámara, Mayordomo de Palacio... trabajos estos que, a la larga, frenaron un tanto su producción pictórica pero que lo enriqueció con el conocimiento de los hechos que se producían en el país: problemas de los mantenimientos de tropas en Italia y Flandes, ajusticiamiento de don Rodrigo Calderón, victoria sobre los suecos de Nördlingen, ofensiva contra Francia en Corbie, la rendición de Breda tras diez meses de asedio, revueltas de Portugal, Cataluña, Andalucía y Aragón, la derrota de Rocroy en la frontera franco-­‐
belga, las epidemias de 1630-­‐31, 1648 y 1652, la muerte del príncipe Baltasar Carlos con 17 años de edad, piratería de los ingleses y pérdida de la isla de Jamaica y de la plaza de Dunquerque... problemas todos ellos, que marcaron toda una época en aquél imperio que era España. En 1625 la Villa de Madrid da un donativo al Rey de casi 25 millones de maravedíes, mediante aportaciones de unos 3.055 trabajadores y comerciantes que se centran en 75 oficios. Descuella el gremio de plateros, mercaderes de lonja, paños y sedas, en el 3
montante de los donativos y que representan el 10% de los registrados. Existen otros oficios más pobres como son los cedaceros, colchoneros, carreteros, relojeros, doradores, bordadores, pintores, posaderos, barberos, zapateros, albañiles, herreros y labriegos, entre otros. Ya se ve por la anterior relación que los pintores estaban considerados en la misma categoría que los barberos o cocineros, y ello le afectó mucho a nuestro artista en sus futuras pretensiones. Por estas fechas, Madrid tiene 13 parroquias, repartidas en 6 cuarteles o distritos en que suele dividirse una villa o ciudad, 3 mancebías, 5 prensas tipográficas y 5 corrales de comedias donde se representaban las obras de Calderón, Lope de Vega, Vélez de Guevara, Ruiz de Alarcón, Tirso de Molina, Mira de Amescua, etc., celebrándose 3 tipos de fiestas oficiales: popular, cortesana y sacramental, además de otras manifestaciones específicas de una rica cultura popular, en forma de cuentos tradicionales, romances, canciones, pliegos de cordel y cultura oral, en que trovadores, murgas y arrieros divulgaban mil historias y las cantaban y voceaban allá por dónde iban. La Villa y Corte en sus fiestas y bullicios en calles y plazas ejercía su atractivo por igual en todos los grupos sociales, y así el área de influencia de la capital se extendió a buena parte de las provincias del reino. La construcción del Palacio del Buen Retiro viene precedida de la cesión de un terreno propiedad del Conde-­‐Duque, con lo que se vincula así el proyecto del mismo a su persona. Esta obra mereció duras críticas de quienes pensaban que suponía un gasto excesivo e innecesario para la época que se vivía. Se financió con un impuesto extraordinario sobre el pan, en momentos en que Castilla atravesaba cierta crisis, por lo que las críticas no dejaban de estar justificadas. La Corte pretendía ocultar que esta situación mediante grandes fiestas, ya que Felipe IV era muy aficionado a ellas. El salón de reinos del buen Retiro se decora cuidadosamente y Velázquez tuvo importante papel en este programa, no sólo como pintor sino como director del embellecimiento del mismo. Pero quiérase o no, estos acontecimientos hacen mella en la sensibilidad artística de nuestro personaje, hasta decirse de él que su animosidad se enfría en parte... ¡se le tacha de flemático!... En Castilla, en la Corte, Velázquez, que como artista lo consigue casi todo, sin embargo, su paleta se enfría en parte; le falta algo de luz, y por tanto, sus retratados pierden la sonrisa, su alma andaluza se encoge, en cierta manera, y sus obras adoptan ligeramente un aire dramático...Ninguno de sus retratados sonríe, y es que España en aquella época, con los lógicos problemas que acucian a todo un Imperio – en decadencia se dice-­‐, estaba más bien para llantos. Velázquez, desde su puesto en el Alcázar y pintor regio privilegiado, lo palpa, lo sufre, y se convierte en un hombre acomodado, pero triste. En la propia vida del artista hay frialdad, vacío; en sus cuadros y retratos posteriores a la etapa sevillana hay muchas sombras, las sombras que rodeaban a la vida española, por eso, su pintura la vemos dominada por la realidad de la época que imperaba y que le tocó vivir. De los 128 cuadros que se le reconocen a partir del año 1622 en sus tareas cortesana, se registran 60 íntegramente en el entorno de la familia real. Cabe recordar que a Felipe IV le retrató en 14 ocasiones, entre bufones, enanos y truhanes hay 18, al príncipe Baltasar Carlos le pintó 7 veces, al Conde-­‐Duque de Olivares 6, a la infanta Margarita 5, a la infanta Mª Teresa 4. si a esta relación añadimos los retratos que hizo a la infanta Mª de Austria, a Isabel de Borbón, a Felipe III, el cuadro de “Las Meninas” y otros muchos retratos a personajes influyentes de la Corte, no es de extrañar que los críticos en arte señalen a Velázquez como un pintor “eminentemente cortesano”, un pintor funcionario 4
encerrado en la torre dorada del Alcázar, que cuenta con el favor real, el cual le asigna cada vez mayores obligaciones, y éstas le marginan de los ambientes artísticos madrileños, dirigiendo su pintura, cargada de dominio y sabiduría técnica, por derroteros diferentes de los demás artistas madrileños, los cuales hicieron lo que Velázquez en su primera etapa sevillana: pintar a un único cliente... ¡La iglesia!, como en Francia, Italia, Flandes, etc., total , cuestiones de la época. A Velázquez le tocó vivir la época de los llamados “austrias menores”: Felipe III y su hijo Felipe IV, años (1598 al 1665), con la contribución de los válidos: duque de Lerma (1598-­‐1618), duque de Uceda (1618-­‐1621), Conde-­‐Duque de Olivares (1621-­‐1643) y don Luis de Haro (1643-­‐1665), es decir 2/3 del delicado S. XVII en el que se atisbaba la decadencia del Imperio español. De paso, este espacio de tiempo en la vida del pintor (1599-­‐1660), representa el 50% aproximadamente del concepto cronológico de lo que conocemos como “Siglo de Oro del Arte y las letras en España”, años (1520 al 1650) según algunos analistas históricos. En los 40 años del reinado de Felipe IV sucediéndose guerras intestinas e internacionales para mantener su soñada supremacía sobre el resto de Europa, situaciones que Velázquez captó y dejó perfectamente plasmado en una de sus obras más emblemáticas como es el cuadro de “Las lanzas” o “Rendición de Breda”: el más brillante episodio de la época de este reinado. La entrega de las llaves de dicha ciudad tuvo lugar el 5-­‐6-­‐1625 y Velázquez ejecutó esta maravilla por los datos que le suministró el propio Ambrosio Espínola con motivo del viaje que hicieron juntos de Barcelona a Génova en el primer viaje del pintor a Italia. Con esta obra y los retratos ecuestres de Felipe III, Felipe IV y el Conde-­‐Duque en campaña, así como el retrato a D. Antonio Alonso Pimentel, el tema militar lo deja bien representado el pintor. Del tema religioso del momento, Velázquez nos deja el sobrio retrato de la madre Jerónima de la Fuente, que con su realismo y frialdad nos introduce, sin querer, en la austera vida monacal española. La “Coronación de la Virgen” y “San Antonio Abad y San Pablo” (ambos en el Prado), dan idea del respeto del pintor hacia esos temas. Pero donde pone de manifiesto su arte y sensibilidad religiosos, es en sus dos obras tan dispares como son: “El Cristo”, , denominado “de Velázquez”, y el retrato que hizo del Papa Inocencio X, en Roma, en su segundo viaje a Italia como embajador del Rey de España y comprador de obras de arte para la colección del mismo. El pueblo, en la época de Velázquez, es representado por el cuadro de “Los borrachos” que aparte de su toque mitológico, habla de la alegría de la embriaguez, tan de suyo en tabernas de la época. En la “Fragua de Vulcano” también está representado el pueblo a través del rudo taller de forjadores desnudos; “Las hilanderas” es el taller de la Fábrica de Tapices de la calle Santa Isabel de Madrid, en que un grupo de mujeres se afanan en su tarea del tapizado, y el artista juega con luces y sombras donde una perspectiva aérea fija a cada figura en su respectivo lugar. Y la única insinuación claramente erótica en la obra del maestro nos la ofrece a través de su “Venus en el espejo”, delicioso desnudo, cuya compostura y señorío hablan tanto de la hermosura de la dama, como de la grandeza de su creador. A la Corte, Velázquez nos la muestra a través de los retratos a las reinas (las dos esposas de Felipe IV), a las infantas y al príncipe Baltasar Carlos. Pero también su pintura representaba a la Corte con los retratos hechos a los bufones de palacio: “Pablo de Valladolid”, “El niño de Vallecas”, “Don Juan de Austria”, “Barbarroja”, “El primo”, “Don Sebastián de Morra”, “Calabacillas” y “EL inglés”, entre otros, dignificando en sus 5
obras la fealdad o desgracia de cada uno de ellos, que les confiere una sustancialidad fotográfica, una perfección tan objetiva, tan grávida, que hiere un tanto la sensibilidad del espectador. Pero donde verdaderamente está la Corte, es en su obra maestra “Las Meninas”, cuyo primitivo nombre fue “La familia”, se supone que la Real. La figura principal es una infantita triste, con sus damas de honor, con enanos palaciegos, cuidadora vestida de negro y la insípida pareja reinante reflejada en un espejo, como dos sombras. Así pinta Velázquez a la Corte en su mejor obra, como sombras vanas y tristes en este momento crudo de España. La pintura de Velázquez está dominada por la realidad que le rodea, obsérvese, sino, las muchas sombras de sus cuadros... por eso, sus personajes no sonríen. Sólo los tontos y borrachos pintados por el sevillano sonríen. Felipe de fondo profundamente cristiano, gallardía personal, clara inteligencia y fina sensibilidad, adolecía de genio y vocación política, así como pasión por el oficio de reinar, el más bello, aunque penoso trabajo, que pueda ejercerse en honor a un pueblo y a sus antepasados. Se limitó a cumplir escrupulosamente los deberes burocráticos de la corona, dedicando mucha parte de su tiempo a los placeres y fiestas palaciegas, de una frivolidad en aquél tiempo, que causa asombro en nuestros días, pues de sus amoríos se le reconocen más de veinte hijos bastardos... y lógicamente, nuestro pintor, cortesano él, lo sufrió en su fuero interno, traspasándolo a su obra. La decadencia económica de España, ya iniciada a finales del S. XVI con la expulsión de los moriscos, se acentuó de manera progresiva a lo largo del S. XVIII, llegando a tomar un cáliz alarmante en los medios campesinos, dado que la vida económica de estos siglos dependía en gran parte de la agricultura. Y en 1602, las Cortes castellanas lanzaron el grito de alerta frente a una situación que iba empeorando por momentos y a la que había que hacer frente, situación motivada por las peticiones reales de nuevos impuestos. Estas Cortes notificaron al Rey que el país se hallaba arruinado y no podía pagar más: Castilla se encontraba despoblada, y en la aldeas faltaba la gente necesaria para la labranza, pues en infinitos lugares de cien casas, se había reducido a menos de la mitad. Paradójicamente, la situación económica era muy distinta en las diferentes regiones que formaban la corona española. Mientras se exacerba la decadencia en Castilla, se inicia la recuperación de otras zonas: Cantábrica, Galicia, Vizcaya y Levante, gracias a su autonomía fiscal y monetaria, están evitando las grandes conmociones financieras y caóticos sobresaltos de los precios castellanos. De este juego diferenciado de declives y reconstituciones, Cataluña, mejor que cualquier otra región, sigue su propio ritmo. La recuperación demográfica, el renacimiento agrícola, características ya del S.XVI, no se interrumpen; sólo parece comprometido el despertar comercial e industrial iniciado hacia 1570, y todo ello, en estos tiempos de los últimos Austrias, divinizados por el fervor monárquico que conforman el centro de una multitud ociosa que, sin embrago, engendraba al mismo tiempo el “Siglo de Oro español”, lleno de artistas, héroes y santos, que entusiasmó a toda Europa. Toda aquella irrealidad queda enaltecida en la pintura de Velázquez, que en su acercamiento a personajes callejeros, como cocineras, herreros, bebedores, hilanderas, bufones o enanos saltimbanquis, usa su trazo pictórico de luz y color, con la misma importancia estética que llevó a efecto con reyes, príncipes o nobles de la Corte. Cuando Rubens lo empujó a la obra mitológica, lo hizo con tal ironía, que él mismo debió sonreírse de sus trabajos... ¡No era ese su mundo!... Velázquez tenía ya en su pintura el apego españolísimo de su realidad, y desde aquel sencillo puesto que le ofrecía la Corte, 6
pintaba a España y a su gente, con trazo firme, seguro, directo... pero con cierta melancolía. Nuestro pintor, desde su puesto, fue un observador de los acontecimientos de 40 años de reinado del penúltimo Austria, años en los que tuvo su plena madurez artística estudiándose constantemente y tratando con su paleta mágica conquistar en pintura un espacio y unos volúmenes que al mismo tiempo, la administración iba perdiendo en Italia, Francia y los Países Bajos. Y así nos ha venido ocurriendo posteriormente, que la España adormecida en sus “grandezas” al igual que las grandes oquedades, se ha creído más grande cuantas más tierras le extraen... y ello se nota en el fondo de su cuadro más sublime “Las Meninas”... Cuadro sereno con toda la tristeza de España, en que se palpa la profundidad escueta de la vida, donde sus grises parecen representar a la conversación del silencio... y a la misma vida de la muerte... ¡Vaya Corte!... ¡Vaya familia!... con aquellos individuos... ¿por qué no voy a pintar a los bufones... a los cuales encuentro felices, despiertos, osados y más inteligentes que los no contrahechos?... Eleonora Duse (1859-­‐1924), actriz italiana de extraordinario talento, que recorrió en triunfo los principales teatros de Europa y América, exclamó al ver el cuadro de “Las Meninas”... ¡Qué teatro más real!... En efecto, teatro real, que con su gran misterio de realidad española de la época en que se realizó y que dos siglos después tan perfectamente supo representar el autor Buero Vallejo, en circunstancias tan teatrales por las que pasaba nuestra esquilmada patria... Cervantes, Quevedo, Vélez de Guevara, entre otros, ofrecen en sus escritos una descripción lúcida de los males que achacaban al país, en tiempo de todo un Imperio. Felipe IV, rey galante e ingenioso, escribía con el seudónimo de “Un ingenio de la Corte”, estrenando comedias en secreto en aquel Madrid semi-­‐dorado, por lo que se le ha llamado “el rey del teatro”. Amó a la cómica “Calderona”, de la que tuvo un hijo natural, don Juan José de Austria, el cual tuvo cierta relevancia en el reinado siguiente de Carlos II. El Rey comprendía el arte, y alababa con admiración a sus pintores, entrando en el fondo de sus obras. Velázquez se consideraba tan halagado por la crítica de su Rey, tanto como lo eran el comediógrafo Lope de Vega y el dramaturgo Calderón de la Barca, pero el sevillano encerrado tras los gruesos muros del Alcázar, fue colgando una tras otras las obras que iban saliendo de sus manos sin ser vistas más que por quieres tenían acceso a la intimidad de la Corte, por lo que Madrid ignoró a la fuerza al más dotado de sus artistas, recordándose, como ejemplo, que Carducho no mencionara ni una sola vez el nombre de nuestro pintor en su obra “Diálogos de la pintura”, y que Velázquez no tuviera un solo ejemplar del libro de Carducho en su copiosa y nutrida biblioteca particular. Rubens, en su primera estancia en España en 1603, tomó una idea muy pobre del ambiente artístico que existía en aquellos momentos en Madrid, según muestra en sus cartas a amigos como: Peiresc, trumbull y Forchondt. Lo hacía en fechas en que, lógicamente, todos los influyentes de la Corte se encontraban en Valladolid. Pero, en efecto, antes de que se iniciara el S.XVIII no había habido una pintura madrileña, como no había habido tampoco pintores verdaderamente madrileños. Su asentamiento definitivo como “Capital”, produjo lo que se llama enfáticamente “el siglo de pintura madrileña”, en que a pesar de que Velázquez y Madrid convivieran 40 años sin que apenas se mezclaran sus vidas, sin embargo, hubo un tiempo en que se dieron cita los mejores artistas del siglo en este admirado arte: 7
Velázquez, Alonso Cano, Zurbarán, Herrera “el Viejo”, Juan B. Del Mazo, Carreño, Claudio Coello, Van der Hammen (de apellido flamenco, pero nacido en Madrid), Herrera “el Mozo”, Mateo Cerezo, Juan A. Escalante, Rizzi, Pereda, Juan M. Cabezalero, Francisco Camilo, José Antolinez, Carducho, Juan de Alfaro, Antonio Arias, Alonso del Arco, Gabriel de la Corte, muchos de ellos acabaron sus días en la más absoluta indigencia... pero todos ellos se integraron en Madrid, de tal manera que desde dicha capital provocaron la mayor revolución que había tenido lugar hasta el momento en toda la historia de la pintura española, desbancando por completo al tapiz y a la escultura de los puestos de honor que en las artes habían ocupado el en siglo anterior. Decíamos... “que la influencia de la capital se extendió a buena parte del reino...”, ello es, como resultado de las alteraciones demográficas, urbanísticas, económicas y sociales que inevitablemente su capitalidad le proporcionaba, dando flujo a una nueva cultura de alubión que bajo la vieja fachada estamental y escenario de los valores tradicionales de honra, fama y religiosidad estaba levantando una nueva estructura sociológica, digna de ser copiada interior y exteriormente. A Velázquez, los acontecimientos patrios parecen no afectarle mucho, su visión serena y sigilosa, en razón a su flema personal, le hacen acomodarse a los vaivenes sociales, a pesar de que no pueda quedarse al margen totalmente como lo demuestra su segundo viaje a Italia para la compra de pinturas antiguas, realizar moldes y vaciados en bronce, contratar decoradores al fresco, etc. Fruto de dicho viaje, es su tardía aventura amorosa de la que nació su hijo natural, Antonio, cuya crianza socorrió el pintor librando dinero en 1652, cuando ya estaba en Madrid. “Troppo vero”... ¡Demasiado veráz!, exclamó el seco y agrio Papa Inocencio cuando descubrió el retrato que le hizo Velázquez en este su segundo viaje a Italia, retrato que hoy es la joya más preciada de la Galeria Doria-­‐ Pamphili de Roma, donde goza de instalación especial. En efecto, demasiado veraz, es el conjunto de la obra de nuestro pintor que salvó del olvido, o les ayudó a flotar en la memoria de la posteridad a personajes como el Conde-­‐Duque, D. Diego de Corral y Arellano, Dña Antonia Ipeñarrieta, D. Antonio Alonso Pimentel, el infante Fernando de Austria, Juan de Pareja, la Mari-­‐Barbola, el Bobo de Coria, la infanta Margarita Teresa... ¡Demasiado veraz!... y no es que lo diga un Papa, lo dice el semblante con que representa a su monarca en sus dos últimos retratos: el que lleva cadena de oro (en Londres), y el sin cadena (en el Prado), en los que le muestra verdaderamente envejecido, abrumado por las obligaciones, amargado por las responsabilidades y desengaños y todo ello, como testimonio de la marcha del país. En los mismos años en que el portugués Pedro Texeira recorría las calles de Madrid para retratarla magistralmente en un mapa, Velázquez no traiciona la verdad que le rodea y pone el máximo de su oficio en retratar las contingencias de los acontecimientos de la Corte, expresados en el gesto severo de Felipe IV cargado de melancolía...¿De qué se queja nuestro Rey?..¿Qué problemas le acucian?... posiblemente sea que el peso de la conciencia abrume más que el peso de la corona, o viceversa... Sobre todo, cuando se llevan casi 40 años de responsabilidades imperiales. Veinte años transcurrieron entre su primer y segundo viaje a Italia, años que en la vida de un pintor llegado a su plena madurez, debieran estar adornados por una producción pictórica más nutrida, y, dícese, que ningún pintor ha dejado tan escasa producción en tan largo plazo, cuestión atribuible al hecho de que su Rey le tenía completamente absorbido por las atenciones palaciegas que le confiaba. Y, sin embargo, se le señala como el más importante de los artistas que compusieron “El siglo de Oro” 8
del Arte y las Letras españolas, artistas entre los que se encuentran: Santa Teresa de Jesús (1515-­‐1582), Fray Luis de León (1527-­‐1591I), el Greco (1542-­‐1614), Miguel de Cervantes (1547-­‐1616), Góngora (1561-­‐1627), Lope de Vega (1562-­‐1635), Quevedo (1580-­‐1645), Calderón de la Barca (1600-­‐1681), Gracián (1601-­‐1658), Murillo (1617-­‐
1682), Tirso de Molina (1570-­‐1648), entre otros. Velázquez, que se había desenvuelto entre nobles y caballeros en razón de su oficio y de sus cargos en el Alcázar, conocía las distinciones que los reyes y príncipes habían dispensado a los pintores (Carlos V a Tiziano), así como el vivir principesco de Rubens, insinuó a su señor sus lógicas esperanzas de alcanzar un “status” equivalente, acorde a los méritos que creía merecer. En 1658, el Rey le hace la merced del hábito de la Orden de Santiago, pero las pruebas de limpieza de sangre – tan importantes en la época-­‐ retrasaba la realidad de la concesión más de un año. Sus orígenes sevillanos, y el oficio de pintor, poco considerado en aquella época, hacen la cosa muy difícil. Noventa y dos testigos que conforman el expediente no pudieron probar la nobleza mínima de sus cuatro abuelos, siendo preciso para ello una dispensa Papal de agosto de 1659, haciéndose realidad en noviembre de ese año, no sin antes demostrar nuestro artista, en un largo y humillante proceso, que no vivía del trabajo de sus manos, es decir, tuvo que demostrar que no era pintor....¡increíble! A Felipe IV, una vez poseedor del Vº Bº papal, le costó poco mandar pintarle la cruz de Santiago en el pecho en que aparece autorretratado en “Las Meninas”. Al parecer, ello se llevó a cabo tras su fallecimiento, el 6 de Agosto de 1660, con las siguientes frases del monarca...”Para que ya no en vida, en la muerte nadie se atreva a quitársela...”. Tras su fallecimiento, su yerno, Juan Bautista el Mazo, tuvo que hacer frente al Fisco como responsable de las deudas que se le asignaban a Velázquez, las cuáles, ascendían a 939.000 maravedíes, sin que se tuviera en cuenta las que la junta que conocía de las causas contra las personas que disfrutaban del Fuero de la Casa Real adeudaba... Así es la vida, y así era la época. No es de extrañar, que por mucho que busquemos el cuerpo del pintor en excavaciones por las plazas de Madrid, este no quiera aparecer a ningún precio. Bastante tenemos con su memoria y con su obra. Madrid, 12 de Abril del 2006. Autor: Juan Arcos Molina 9
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