Oscuridad total - Editorial Sexto Piso

Anuncio
Oscuridad total
Oscuridad total
Renata Adler
Posfacio de Muriel Spark
Traducción de Javier Guerrero
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
Pitch Dark
Copyright: © 1983, by Renata Adler
All rights reserved including the rights of
reproduction in whole or in part in any form
Primera edición: 2016
Traducción
© Javier Guerrero
Posfacio
© 1983, by Muriel Spark
All rights reserved
Imagen de portada
Giacomo Balla , Compenetrazione iridescente n. 3, 1912,
Olio su carta applicata su tela, 66,9 x 47,7 cm
La editorial ha tratado, sin éxito, de obtener una respuesta por parte de
los titulares de los derechos de autor.
Photo © Courtesy Farsettiarte, Prato
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A . de C. V., 2016
París 35–A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España.
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Impresión
Kadmos
ISBN: 978–84–16358–95–3
Depósito legal: M-3576-2016
Impreso en España
Para B.
ÍNDICE
Isla Orcas
11
Oscuridad total
55
Hogar
115
POSFACIO
Por Muriel Spark
177
ISLA ORCAS
Estábamos corriendo a tope. La salida fue sensacional. La parte
central fue sensacional. El final fue sensacional. Fue como una
carrera de obstáculos compuesta únicamente de vallas.
Claro que eso no sería una carrera de obstáculos, para nada.
Sería más bien como subir una pendiente muy, muy empinada.
Estaban gritando. Cuéntalo, abuela, cuéntalo. Venga, que
el niño sólo tiene seis años.
¿Tengo que darle un estilo, pues, o puedo contarlo como
fue?
Él supo que lo había dejado cuando vio que empezaba a
fumar otra vez.
Mira, sí, te amaba.
No sé si alguna vez él se lo plantearía, si se diría a sí mismo:
Bueno, ella no pedía la luna, ¿por qué la dejé marchar?
Se me ha arqueado la espalda, decía Viola Teagarden con cierta
mezcla de engreimiento, orgullo y placer, con la cabeza levantada, las fosas nasales bien abiertas, enderezando un poco la espalda, como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica
a través de la silla. Se me ha arqueado la espalda. También hablaba con cierta reverencia de lo que ella llamaba «mi rabia»,
como si se tratara de una posesión viva y preciada, un toro de
pura raza, por ejemplo, de los que se usan como sementales, o
como podría decir «mi esposa» un hombre que se ha casado
con una mujer preciosa, mucho más rica y más joven que él,
que se pone antipática cuando menos te lo esperas. También
Leander Dworkin, aunque apenas conocía a Viola y de hecho la
despreciaba, tenía lo que llamaba «mi furia». Esa furia parecía
en ocasiones un invernadero con un cultivo abundante de agravios imaginarios; en otras ocasiones, el pulso que él se tomaba
constantemente para ver si debía enfadarse, y con quién y hasta
qué punto; a veces era una fuente de estupefacción y placer;
otras veces, sólo un caballo al que llevar al trote o al galope en
los páramos. En momentos de furia, no quería que nada lo distrajera ni lo aplacara. Hasta la adulación —de la cual, por lo
demás, tenía un apetito enorme y acrítico— lo exasperaba en
su marcha hacia una apoteosis. Alguna gente se lo consentía.
Eran sus amigos. De manera inevitable, era con uno o más de
estos pocos amigos con quienes se enfadaba; un enfado que, al
principio, siempre era fuente de angustia, porque Leander soltaba palabras tan duras como caprichosas, y después, durante
el largo intervalo de calma que seguía, de alivio.
Para empezar, estuve a punto de ir, sola, a la isla Graham.
Él se consideraba extraordinariamente atractivo, incluso llegaba a referirse a sí mismo en esos términos. Tenía el pelo castaño
rojizo, largo hasta los hombros, aunque con entradas; los ojos,
que parpadeaban sin cesar por sus lentes de contacto, eran del
azul más pálido. Aunque no era de ninguna manera un hombre
sorprendentemente feo, la fuente de esa fe en su belleza física
parecía radicar en esto: era alto. Leander Dworkin era el poeta
amplificador. Willie Stokes era el poeta de la compresión. Los
dos daban clases de poesía, y escribían novelas, cuando estábamos en el curso de posgrado. Nos conocimos en dos seminarios
inverosímiles, impartidos por grandes hombres. Nociones del
Paraíso y Sonido en Literatura. El primero trataba básicamente
de utopías literarias; el segundo, de la onomatopeya. Los dos
estaban tan concurridos al inicio que hubo que seleccionar a
los estudiantes sobre la base de algún conocimiento especial
declarado. En Paraíso, ese año, tuvimos al nieto de un oneida,
a una monja, a un partidario de la caja de Skinner, a algunos
12
estudiantes de Rousseau, de la Constitución, de Fausto y Platón,
y a un participante en experimentos con una nueva droga, la
psilocibina, que dirigían Leary y Alpert, dos jóvenes profesores de psicología. En Sonido, recuerdo sólo a un especialista,
un experto en latín, pálido y de cabello oscuro, que se acunaba
continuamente en la silla al leernos frases onomatopéyicas que
había encontrado en los clásicos. The murmuring of innumerable
bees in immemorial elms; l’insecte nette gratte la secheresse. Casi a
finales del semestre, cuando nos preguntaron sobre qué iban
a versar nuestros trabajos, ese joven dijo que quería escribir
sobre el sonido de cadáveres que flotan en la literatura. Oh, dijo
el profesor con cierto entusiasmo, después de sólo un instante
de vacilación, te refieres a Ofelia. No, repuso el joven, me refiero al sonido del mar.
Para empezar, estuve a punto de ir a la isla Graham.
Para una mujer, ¿te das cuenta?, siempre es Scheherezade.
En 1964, la decana anunció al consejo de administración
que, a efectos prácticos –reuniones, dormir, comidas, electricidad, exigencias sobre el tiempo de ella y el de cada uno–, los
estudiantes habían abolido la noche.
–Brahms –dijo, al explicar a un colega por qué no asistía a la serie de conciertos del campus de otoño–. Todo era de
Brahms. Todo, todo. Ocho piezas de Brahms.
Aunque era amigo mío, no veía mucho a Leander Dworkin. Descubrimos que nuestra amistad se mantenía más a resguardo por
teléfono. En algunas épocas, hablábamos a diario; en otras, no
hablábamos durante un año o más. Pero diría que el vínculo
entre nosotros era menos tormentoso, y en cierto modo más intenso, que el de las relaciones de Leander con gente que veía en
persona. Una vez cada varios años, cenábamos juntos, o tomábamos una copa o nos hacíamos una visita. Él venía solo o, más
rara vez, con alguien con quien estaba viviendo y al que quería
13
presentarme. Una noche que habíamos salido del campus, a por
hamburguesas, creo, vi en la muñeca de Leander varias hebras
finas, marrones y raídas que se separaban, como un puño de camisa hecho de cuerda deshilachada. Leander explicó que era un
brazalete de pelo de elefante, y que se lo había regalado Simon,
su amante. Estaba deshilachado, porque siempre se olvidaba de
quitárselo antes de ducharse. Al parecer, el pelo de elefante es
un talismán. Iba a traerle suerte. Los brazaletes de pelo de elefante son caros; se pagan por hebra. Al año siguiente, Leander
escribió muchos poemas y por fin recibió la titularidad. Cuando
nos vimos otra vez, meses después, las hebras deshilachadas
habían desaparecido. En su lugar llevaba una pulsera de oro, fina
pero maciza, que recubría, me contó, un solo pelo de elefante.
Cuando le pregunté qué le había pasado al viejo brazalete, dijo:
–Lo perdí, creo. O lo tiré.
Durante cierto tiempo, Leander me había hablado, por teléfono, de una mujer, una pintora a la que había conocido una
tarde, fuera del gimnasio, y a la que estaba tratando de meter,
junto con Simon, en su vida y en su apartamento. Leander decía que la mujer, casada con un magnate inmobiliario, estaba
enamorada de él. Se llamaba Leonore. Estaba deseando que yo
la conociera. Yo sabía que, además de su afición por las disputas, a Leander le gustan los tríos, las complicaciones, cualquier
variante que combine sexo y dinero. Pero miré el brazalete y
pensé en Simon, y me dije: Leonore no se anda con chiquitas.
Era tan aburrido como, bueno, como un sonsonete, y tan repetitivo como un vals, como un lamento country en tempo de
vals. Era tan absolutamente espantoso como un vino rosado.
A ver, ¿para qué me adelantaste en la carretera, desde una
calle lateral, cuando no había más coches a la vista detrás de mí,
si ibas a conducir más despacio que yo?
Estaba empezando a atardecer en la ciudad. La tele estaba
encendida. Veíamos Su media naranja. El presentador acababa
de preguntarle a la concursante, una mujer joven de Virginia:
14
–¿Cuál es el roedor que menos le gusta a su marido?
–El roedor que menos le gusta –repuso ella, arrastrando
las palabras con serenidad y sin vacilar–. Oh, creo que sería el
saxofón.
Él supo que ella lo había dejado cuando vio que empezaba a
fumar otra vez.
¿Es aquí donde empieza?
No lo sé. No sé dónde empieza. Aquí es donde estoy.
Sé dónde estás. Estás aquí. Ella lo había dejado, ¿pues?
Años atrás, él había fumado, pero no cuando se conocieron. Así que ella dejó de fumar, como hace la gente cuando está
enamorada. Empiezan a fumar o lo dejan o cambian de marca.
La gente lo hace para estar de acuerdo, al menos en eso. Mucho
después, ella empezó a fumar otra vez.
¿Entonces él supo que ella lo había dejado?
No lo supo, no lo había dejado. No enseguida o sólo al
principio.
¿Por qué no empiezas con al principio entonces?
Mira, puedes empezar con al principio o con parece o con
érase una vez.
O con en la ciudad de P.
O con en la ciudad de P. Con bajo la lluvia. Pero no puedo.
No es así como sé hacerlo.
Bueno, tienes que aclarar estas cosas, no sé, resolverlas en
tu mente antes de escribirlas.
Desde el momento en que ella supo que iba a dejarlo, empezó a parecer mayor. Se produjo en ella una repentina pérdida de
brillo, como en un luto o en una enfermedad, y en cierto modo se
trataba de eso. Él. Ellos. Mira, iría al grano, si pudiera, empezaría
con algo más corto. Por ejemplo, la historia del niño que no avisó
de que venía el lobo. Salvo que, por necesidad, no tenemos ni
idea de esa historia, porque el niño está muerto, claro.
Igual que el que gritó que viene el lobo.
Cierto, pero él duró más.
15
Probablemente. Supongo que es cierto. Él supo que ella iba
a dejarlo cuando vio que empezaba a fumar otra vez.
Amor mío, confías demasiado en las cosas no dichas. Y
en la sonrisa burlona. Yo misma tengo esa sonrisa, y también
he aprendido a guardar silencio, a lo largo de los años. Junto
con tus expresiones como «ni la menor idea» o «por necesidad». Eso sí, lo que ocurre cuando todo se deja sin decir es
que te despiertas una mañana, no, más bien a última hora de la
tarde, y eso no sólo no se ha dicho, sino que no está. Se acabó.
Simplemente, no está. Recuerdo esta palabra, esa mirada, esa
pequeña inflexión después de todo este tiempo. Me aferraba
a ellas, confiaba en ellas, las leía como si fueran un augurio.
Como una señal de que había una casa, un alojamiento, una
civilización donde estábamos. Miro atrás y pienso que estaba
completamente sola. Coleccionando volutas y señales. Como
una solterona que una vez conoció a un joven y que desde entonces imagina que perdió a su prometido en la guerra. O un viejo
que, mucho después de haber pasado unos meses de uniforme
en algún aburrido puesto de avanzada, lejos de cualquier país
donde hubiera un frente, recuerda a compañeros que nunca
tuvo, muriendo a su lado en batallas en las que nunca participó.
Eh, espera.
Muy bien. Por supuesto, también había un mundo público.
Yo estuve allí, en Montgomery, Alabama, un día de verano a finales de los setenta, cuando el fiscal general de los
Estados Unidos, sureño también, habló en la ceremonia en
la que un juez local, que había trabajado más de veinte años
en el tribunal federal del distrito, con valor y humanidad y en
casi completo aislamiento, fue ascendido al Tribunal de Apelaciones del Circuito Quinto. Ese tribunal, igual que el tribunal
de distrito del juez local, había sido un gran tribunal, decente, honorable, elocuente y valiente. El propio fiscal general,
durante muchos años, había formado parte de él; bastante a
menudo, eso sí, se había mostrado disconforme. Ahí estaba,
de todos modos, a finales de los setenta, el fiscal general, el
Viejo Farfollas, como siempre lo había llamado, a sus espaldas
16
y de forma imprudente, la esposa de uno de los jueces más
distinguidos del tribunal, ahí estaba, pues, el fiscal general
de los Estados Unidos, interviniendo en la toma de posesión de
un juez de distrito federal en un tribunal federal de apelación.
Mencionó el Ku Klux Klan. Aludió a él varias veces, el Klan.
Y cada vez que se refirió a los miembros del Klan, los llamó
Clamsmen.1 Así lo pronunciaba, sin ninguna duda. Clamsmen.
No era culpa del fiscal general. Cierto, la mujer del juez nunca
había tenido en gran estima la dicción de su marido. Cierto, en
las decisiones más importantes del tribunal, él se había mostrado disconforme en muchas ocasiones. Pero habían pasado
años. Había aprendido a hablar bien y a mostrar respeto. Y
esta cuestión de los Clamsmen, bueno, puede que tuviera que
ver con moluscos bivalvos. Incluso crustáceos. Recuerdo a un
joven radical, en los sesenta, que denunció a sus compañeros
de piso como neones del imperialismo.
Sola. Qué extraño lustre le damos aquí a «Solo al fin». Porque
solo al fin, para cada protagonista de una novela gótica, para
cada villano en un melodrama, tradicionalmente presupone
un reparto de dos.
Sabes que odio las ocurrencias.
Yo también.
Una mañana, a principios de los años ochenta, Viola Teagarden presentó ante un tribunal del estado de Nueva York una
demanda por calumnias contra Claudia Denneny. Entre los
acusados también figuraban una cadena de televisión pública
y un presentador de un programa de entrevistas. El abogado
de Viola Teagarden, Ezra Paris, había sido, toda su vida, un
defensor de los derechos civiles; en cada pleito anterior, había estado del lado del derecho a hablar, imprimir, publicar.
1. En lugar de Klansmen. Clam significa «almeja» en inglés. [N. del T.]
17
Estaba avergonzado por el caso Teagarden contra Denneny y
otros, porque, como bien sabía, no tenía ningún mérito legal.
Se justificaba a sí mismo aduciendo el motivo, del cual lo había
convencido Viola, de que la demandante estaba triste, dolida,
apenada y consternada. También pensaba que le debía algo a
Viola por su amistad. Ella le había dedicado su último libro.
Pero el terreno de Ezra había sido la Primera Enmienda, y prefería no pensar en la persona que estaba pagando sus más que
considerables minutas legales, Martin Pix, un joven e inmensamente rico ejecutivo de medios de comunicación, vagamente
de izquierdas, que había llegado no hacía mucho, con su yate
y su fortuna, al círculo especial de Viola. Ese círculo, como fui
comprendiendo poco a poco, era una de las manifestaciones
culturales más importantes de su época.
Mira, sí, mira. Todas las cosas que ella no mencionaba porque
tenía demasiada clase eran las cosas que él nunca supo.
Bueno, pero ésa es la cuestión. Quiero decir, no hace falta
mucha clase para no mencionar cosas si él ya las sabe de todos
modos.
Era como si él hubiera nacido en presencia de la incertidumbre, el censor, el que se ríe de cosas serias, el que no ríe entre
el público de un cómico, el voluble que te advierte de que no
vayas a sitios donde no hay ningún peligro, el que es reticente
a indicar por dónde se va a un lugar por el que nadie ha pasado
sin incidentes. El control estaba siempre medio paso por detrás
del impulso. Clavados a la pezuña del caballo árabe del pen­
samiento, la información o el sentimiento, siempre aparecían
los dientes de la pregunta: ¿todo esto es cierto? El menor de los
daños era la pérdida de energía y atención al tener que cerciorarse siempre, al dejar pasar los momentos de alta posibilidad,
al no actuar casi nunca, al pasarse siempre una pizca en restar
importancia u otorgar demasiada.
18
Espera, espera, espera, espera. ¿No puedes evitar, por un
lado, lo florido, lo excesivamente elaborado, y, por otro, la exploración árida de ese al fin y al cabo ilimitado desierto de rocas
de la desolación llamado casilla número uno?
¿Qué eres, una especie de anticlaque?
En ocasiones, él la amaba; en ocasiones, sólo le divertía y le
enternecía ver hasta qué punto ella lo amaba. En ocasiones, el
amor de ella le aburría y lo sentía como una carga. En ocasiones, ese amor potenciaba el sentido de sí mismo y otras veces
lo disminuía. Pero había llegado a dar por hecho el alcance de
ese amor, y por eso perdió interés en él. Ella podría haberle
imbuido esta certeza demasiado pronto, y no sólo por cariño
auténtico. Al fin y al cabo, uno discute las gradaciones de amor y
desesperación cada pocos días, meses o minutos. Con gentileza,
pues, y también por el bien de los ritmos largos, ella mantuvo la
fachada firme, en su lugar, sin dejar que cada matiz de cariño o
falta de cariño la afectara. Él desconfiaba de ella en ocasiones,
pero por razones equivocadas. Pensaba que ella era laxa con
la verdad y anárquica. Y ella, que no era deshonesta en otros
sentidos, que de hecho era respetable según los criterios de él y
los de otros, quizá fue deshonesta en esto: para no arriesgarse a
perderlo, o por la razón que fuera, ocultó, mejor dicho, no insistió en que él viera ciertas facetas importantes de su naturaleza.
Ella simulaba, aunque no siempre era capaz de lograrlo con esas
maneras suyas, enérgicas y nerviosas, que estaba más satisfecha
de lo que estaba, que su amor por él era más constante de lo que
podía serlo en el marco de los límites que él había establecido.
Bueno, él vino a verme una noche que estaba borracho, con su
perro y caminando con una linterna. Le dimos un poco de agua
al perro y los llevé a casa en coche. Hizo eso varias noches, a lo
largo de los años. Normalmente oía sus pisadas en la entrada y
el collar metálico del perro.
19
Ella pensó que iba a dejarlo en su trigésimo quinto aniversario de bodas. O, mejor dicho, en el de él.
Él tocaba Bartók, Bartók y Telemann. Pero lo que lo emocionaba era «Wasting Away Again in Margaritaville». Lo que le
levantó el ánimo una temporada fue «I’ve Got a Pair of Brand
New Roller Skates, You’ve Got A Brand New Key».
Cuando estuvimos en el curso de posgrado, en Cambridge, durante sólo un año, Maggie, una amiga de la universidad, anunció
que iba a dejarlo, a irse a otro sitio, a pasar página. Le pregunté
por qué. Al fin y al cabo, Maggie, dije, esto es Harvard, Cambridge. Sólo ha pasado un año, sólo llevamos dos semestres.
¿Por qué?
–Bueno –dijo ella–. Ahora he jugado esta carta.
Ésta es toda la mano, que yo sepa, aunque no se haya jugado
por completo, claro. El bridge, bacarrá, doble solitario, veintiuno, culo sucio, corazones, blackjack, 52 pickup. Obviamente
póquer. Ahora he jugado esta carta.
¿Qué le dices a la gente de Sanger?, preguntó Lily. En aquellos
tiempos, los únicos que hacían el amor eran éstos: en las universidades, hijas de padres urbanos de izquierdas, solitarias de
pelo encrespado; en los institutos, chicas guapas que se quedaban embarazadas y se casaban; en el mundo adulto, mujeres
que estaban frustradas en sus trabajos de mecanógrafas o en el
mundo de la educación, editorial, artístico. Los hombres que
hacían el amor con las universitarias de izquierdas eran o bien
estudiantes de Medicina, que las despreciaban y las olvidaban,
o deportistas, que alardeaban falsamente de haber conquistado a muchas más chicas. Los chicos que hacían el amor con
las chicas de instituto eran estrellas del fútbol americano que
formaban familias. Los hombres que hacían el amor con mujeres en el mundo adulto eran hombres casados. La mayoría de
los hijos nacidos fuera del matrimonio, en aquellos tiempos,
20
fueron concebidos en autocines o en coches aparcados en caminos rurales, cerca de embalses u otros sitios tranquilos. Es
posible que la píldora alterara este patrón de manera menos
radical que la proliferación, no sólo en coches deportivos sino
en todos los coches, del asiento individual. Puede que los homosexuales hicieran el amor en esos tiempos, pero la creencia
generalizada era que en el mundo no había más de cinco o nueve
homosexuales. Hermanos y hermanas podrían haber hecho el
amor, pero eso no se habría divulgado. En cuanto a las parejas
casadas, parecía invadirles, muy pronto, la amargura. Lo que
estoy tratando de decir es que el sexo entre personas jóvenes
era raro en esa época.
Cuando os caséis, dijo en su seminario el gran académico español, una tarde de primavera, aseguraos de que vuestras vidas
son lo bastante diferentes para que tengáis algo que contaros
por la noche.
Quizá estaba cansado de que le contaran cosas. Puede que
fuera una broma o un epigrama. Pero no cada vez, por el amor
de Dios, no cada vez.
Esto es lo que nos parecía a nosotras, en aquellos tiempos, en
una facultad con importante tradición feminista, una historia
audaz con un desenlace importante. Los dos profesores eran legendarios, el doctor Vickers y la señorita Collins. Se habían negado a casarse, a principios de los años veinte, cuando la rectora
había insistido en que debían hacerlo. Eran anarquistas, vivían
juntos en una casita a unos kilómetros del campus. Anarquistas
con principios. Anarquistas con puesto permanente. Anarquistas enamorados. No había certeza de que la rectora, ni siquiera
el cuerpo docente al completo, pudiera despedirlos. Estaban
en juego cuestiones profundas: tradiciones de la comunidad
académica e independencia; tradiciones de in loco parentis y la
clase media. Una noche, en el segundo otoño de este escándalo
21
callado, la rectora fue en su Packard a la cabaña. Ella, sufragista
y solterona, los llamaba por el nombre. Rufus, dijo, Amanda,
esto no puede continuar. Algunos criterios han de prevalecer.
La rectora les rogó, por el amor de Dios, por ella, por el bien de
todos, que se casaran. El doctor Vickers le pidió que se sentara
y le explicó que, de hecho, se habían casado en mayo. Los tres
viejos amigos sacaron el jerez y se emborracharon juntos. Pero
por más tiempo que pasó, desde los años veinte en adelante, la
pareja, los dos historiadores, fueron conocidos como el doctor
Vickers y la señorita Collins, y tratados como solteros, como si
su respetabilidad fuera un secreto embarazoso y su obstinación
de tantos años, una fuente de orgullo.
Una mañana a finales de los cincuenta, Bonnie Stone, una
estudiante de Nueva York de último año, ambiciosa en el plano
académico y en el social, que a menudo dormía demasiado o
comía demasiado o se arreglaba demasiado, pero que en situaciones de crisis confiaba en sus encantos de seducción, llegó
tarde a una cita con el doctor Vickers. De hecho, parecía que
se la había perdido del todo. Esa tarde, estaban en el pasillo de
la biblioteca delante del despacho del doctor Vickers. Bonnie
estaba dando explicaciones, en voz alta, con locuacidad, minuciosamente, con una expresión de disculpa demasiado intensa.
–No te preocupes, cielo –dijo al fin el viejo profesor–, me
han dejado plantado fulanas más guapas que tú.
Aparte del comentario de un profesor no numerario (una
especulación referida a Byron y su hermana, un comentario tan
osado en su desdén y obscenidad que no había dos versiones
que coincidieran exactamente), «No te preocupes, cielo, me
han dejado plantado fulanas más guapas que tú» era la frase
más sorprendente que ninguna de nosotras había oído nunca
en el entorno académico.
El mundo es todo lo que acaece.
Y en segundo lugar porque.
¿Puede ser que, accidentalmente, tirara lo más impor­tante?
22
Así es como sé que ya lo he perdido. Jake está conduciendo. Yo
estoy a media frase, o a media anécdota o a media pregunta.
Aunque no es ni la hora en punto ni la media, él pone la radio
de las noticias. Entonces sé que lo he perdido, porque es así.
Y sin embargo, a las cinco de una mañana fría y nevada, Jake
había pasado a recogerme para llevarme a la ciudad. El trayecto
era largo. Había pocos coches. Aún estaba oscuro. Habló con la
radio encendida. Señaló un lugar donde, de camino a mi casa,
había visto dos ciervos. Fue lo único que dijo. Días después,
fuimos a una fiesta, a más o menos una hora de distancia de
donde vivo. Jake y su mujer me habían recogido para llevarme
allí. Idea de Jake. Yo tengo mi propio coche. Esa misma noche,
en el camino de regreso, él dijo:
–Cielo, justo aquí, en esa tormenta de nieve, vi dos ciervos.
Hubo un silencio. Pensé: a ella la llama cielo. No pude
imaginar qué pensó su mujer ni por qué no dijo nada ni por qué
el silencio pareció tan largo y profundo. Estaba claro que las palabras de Jake no estaban destinadas a mí. Ya me había contado
lo del ciervo. Nunca me había llamado de otra forma que no
fuera Kate. Entonces lo comprendí. Se lo había contado también a su mujer, y había olvidado que se lo había contado. Ella
debió de pensar que me lo estaba contando a mí por primera
vez y que, fuera lo que fuese lo que «cielo» significaba entre ellos, ahora me llamaba a mí así. Podría estar equivocada,
claro. Puede que ella ni siquiera estuviera escuchando o a lo
mejor nunca responde a esa hora. El caso es que allí estábamos
las dos, unidas en nuestro silencio. Y allí estaba él, un poco
borracho, sin darse cuenta, creo, y feliz, conduciendo por la
carretera oscura.
Llorar no era en modo alguno su modus operandi. Y aun así,
lloró.
Al sexto año, fui sola a Nueva Orleans.
23
¿Cómo podía saber yo que cada vez que tuvieras la oportunidad de elegir, elegirías la otra opción?
Esto es sobre el inspector de fauna salvaje. Y el huésped, un
animal. Henry James habría sabido qué hacer con él. Flannery O’Connor se habría ocupado a su manera. Los escritores
ambientalistas de Nueva Inglaterra le habrían sacado todo lo
que pudieran sacarle, desde el revelador nacimiento de sus
cachorros por la noche hasta simbólicas invasiones en prados
familiares, junto a las autopistas. En el caso de Conrad, podría
haber sido un hombre. Pero no era un hombre este animal con
el que tuve un malentendido. Entró, a última hora de una tarde
de invierno, en el viejo granero donde yo vivía, en un cuarto pequeño, poco más que un armario, donde había una salamandra.
Era un día gris, nevaba un poco. Hacía mucho frío. Me senté en
un sillón gastado, a leer. Me sentía observada. Cuando levanté
la cabeza vi al animal, con zarpas delicadas, rostro afilado, y
cola alta y arqueada, sentado muy tieso junto a la estufa de carbón mirándome a través del umbral. Al cabo de un momento,
desapareció. Pensé que podría haberlo imaginado. Más tarde,
fui a mirar. Había algo de pelusa rojiza en un hueco estrecho
entre el aislamiento y la pared. Había encendido una bombilla
pequeña, que colgaba del techo. La dejé encendida y, para mi
sorpresa, y medio sonriendo, cerré con llave la puerta entre ese
cuarto y mi habitación. No me quedé dormida hasta muy tarde.
En invierno, como no quería abrir las grandes puertas del
granero, entraba y salía por la puerta de atrás, que daba al cuartito de la estufa. Cuando me fui, al día siguiente muy temprano,
el animal no estaba allí. No estaba segura de qué era. Todavía no
estaba segura de haberlo visto. No apagué la luz. Pasé la mayor
parte de ese día en la ciudad. Al volver a casa, mucho después
de que anocheciera, estaba nevando, y él estaba allí, esta vez
sentado en la salamandra, apoyado contra la chimenea, con la
cabeza baja, pestañeando con esos ojos grandes de círculos oscuros, meciéndose un poco, pensé, como si estuviera borracho.
24
Se escurrió por su pequeño hueco casi en cuanto me vio. Pero
como en cada una de las tardes siguientes se quedó más tiempo
y se marchó de forma menos abrupta; como regresó la mayoría
de las noches y se arrellanó sobre la estufa, apoyándose contra
la chimenea, toda la noche, hasta la mañana; como en ocasiones
tocaba, aunque rara vez, el agua que le dejaba en un plato para
él al lado de la estufa; como era, al fin y al cabo, un animal salvaje, aunque cada vez más dócil; ocurrió nuestro malentendido.
Creía que estaba empezando a confiar en mí, cuando en realidad
se estaba muriendo. Como todos, claro. Pero normalmente no
confundimos el avance de la debilidad, la pérdida de la simple
capacidad de escapar, con el inicio del amor.
¿Y el virtuoso, y el Pachysandra y la espantosa noche de Eva
bailando?
Aquí no, pienso. Ahora no.
Creía que estaba empezando a confiar en mí, cuando en realidad
se estaba muriendo. Casi no había habido ningún indicio de
ello hasta una noche en que, como era normal entonces, en el
cuarto de la estufa la luz estaba encendida, la puerta abierta y
yo estaba otra vez sentada en aquel sillón, leyendo. La segunda
o la tercera vez que levanté la cabeza, el animal, que hasta entonces había permanecido arrellanado contra la chimenea de
la salamandra, mirando, parpadeando, estaba evidentemente
tratando de bajar al suelo. Al principio pensé que trataba de alcanzar el platito de agua o que, sobresaltado por el hecho de que
yo levantara la cabeza, iba a escabullirse por el hueco entre
el aislamiento y la pared. Pero, al verlo allí, estirando lenta y
cautelosamente la cabeza y las patas delanteras hacia el suelo,
con las patas traseras y la mayor parte del peso todavía en la
estufa; mientras parecía que la gravedad de alguna forma se
había invertido para él y que el simple acto de bajar requería
todas sus fuerzas, que la pendiente se le había hecho demasiado
25
inclinada; empecé a caminar hacia él, con la simple intención,
en ese momento, de bajarlo al suelo. Me miró. Lo pensé mejor.
Me acerqué en silencio al listín y al teléfono. Cuando terminé
de marcar, respondió una voz muy joven:
–¿Puedo hablar con el doctor Rubin? –pregunté, refiriéndome a Ed, que había tratado a todos nuestros perros y gatos
desde que yo iba al parvulario.
Ed, que se puso una mano en la mejilla y dijo: «Oy vey
geschrien, oy vey geschrien» cuando mi madre trajo a Shaggy, el
maravilloso chucho atropellado por una furgoneta; Ed Rubin,
que nos había dejado quedarnos con Bayard, nuestro gran danés
siempre bobalicón y timorato, pero ya senil, al darle la inyección que lo mató dulcemente; Ed Rubin, al que había visto por
última vez con su mujer, Dottie, que siempre cantaba con energía en el coro, no sólo en el de la sinagoga local sino también en
el de varias congregaciones más, pestañeando al encenderse las
luces después de una singular película francesa en Nueva York.
–Soy el doctor Rubin –dijo la voz joven.
–Wayne, soy Kate Ennis –dije. Le había leído cuentos a
Wayne Rubin cuando él tenía cinco años–. Estoy viviendo en un
granero en King Street. Hay un mapache aquí, y creo que está
enfermo. ¿Puedes venir? Está intentando bajar de la estufa, y
parece que no puede. Creo que voy a bajarlo.
–No lo toques –dijo Wayne–. No te le acerques. Ha habido
un montón de mapaches enfermos desde el otoño. Es moquillo.
–Bueno, ¿y qué hago?
–No lo toques, Kate. No te le acerques. Quédate lejos de
su alcance hasta que se muera. ¿Dónde has dicho que estaba?
–Está aquí en el establo, conmigo. Sobre la salamandra.
Ha estado calentándose durante días. ¿Vendrás y le echarás un
vistazo?
–Esta noche no puedo, Kate. Pero puedes llamar al inspector de fauna salvaje. Él te ayudará.
–¿Vendrá?
–Sí, es su trabajo. Sale en la guía. Busca por Ayuntamiento
de Red Hill. Inspector de Fauna Salvaje.
26
Descargar