7 Creer El Credo FUE CRUCIFICADO1 POR QUÉ JESÚS FUE CRUCIFICADO? La muerte de Jesús no fue casual o accidental: no es que tuviera “mala suerte”. Fue una muerte inducida y violenta que expresa la conflictividad esencial entre el Reino de Dios que Jesús inauguraba (el Reino de la filiación divina en la fraternidad y solidaridad humana) y los reinos de los intereses y egoísmos de este mundo, incluidos los disfrazados de fidelidad religiosa. En la muerte de Jesús intervienen prácticamente todas las fuerzas religiosas, sociales y políticas del momento: los escribas y sacerdotes, representantes oficiales de la religión; los fariseos, que eran gente piadosa e incluso puritana; los saduceos, que eran gente adinerada; las autoridades políticas, tanto las autóctonas como las de la ocupación romana; el pueblo, manipulado y voluble; incluso alguno de los discípulos íntimos de Jesús. En torno a la muerte de Jesús acontece algo muy típico en situaciones parecidas: muchos son los que tienen alguna responsabilidad, pero nadie la quiere admitir. Es la complicidad anónima en el mal: el mal tiende a hacerse anónimo. Prácticamente todos contribuyen a la muerte de Jesús, pero nadie quiere cargar con ella. ¿Por qué querían la muerte de Jesús? La gente del orden - religioso o político - porque Jesús amenazaba su “orden” establecido por el hecho de declarar que Dios es Padre de todos y todos somos fundamentalmente hijos, iguales en derechos y obligaciones. (Estamos acostumbrados a recitar el Padrenuestro sin darnos cuenta de lo revolucionario que es decir que Dios es Padre de todos por igual y que, por tanto, ante Dios no hay privilegiados). Esto Jesús lo había hecho visible cuando acogía particularmente a los más marginados, social y religiosamente (pobres y pecadores), mostrando así que el Padre tiene más compasión del que tiene más necesidad. Jesús anulaba los privilegios de los que se tenían por judíos más auténticos. Éstos esperaban un Mesías que confirmara las ventajas de los religiosa y socialmente bien situados - los buenos “de siempre” – y resulta que viene uno con pretensiones de Mesías, que se ve bien claro que acabará destruyendo el fundamento mismo de todo privilegio. Jesús tampoco mostraba ningún tipo de interés por las (1) Resumen del capítulo 8 del libro “Creer el credo” de Josep Vives. Ed. Sal Terrae. Colección Alcance reivindicaciones nacionalistas y fanáticas de los zelotas, una especie de guerrilla en revolución permanente contra los romanos. Y, por otro lado, los romanos podían temer que un Mesías judío pudiera minar su poder de ocupantes. Por eso encontramos en la pasión de Jesús una mezcla de acusaciones religiosas y políticas muy bien manipulada: aparentemente religiosas ante el tribunal religioso, y políticas ante el tribunal político. Siempre con la connotación implícita de que, tanto para unos como para los otros, Jesús era un estorbo, una amenaza, y por eso tenía que ser eliminado. En síntesis, podríamos decir que Jesús es condenado porque viene a proclamar a Dios, no como poder, sino como amor solidario. El Dios que proclama Jesús no puede ser aceptado por aquellos que tienen su vida montada sobre el poder y quieren que Dios venga a confirmarlos en su poder, ya sea económico, social o religioso. EL SENTIDO DE LA MUERTE DE JESÚS Estas serían las causas históricas de la muerte de Jesús. Veamos ahora el sentido teológico de su muerte. Según San Pablo, en la cruz de Cristo “Dios estaba reconciliando el mundo consigo mismo: no tenía en cuenta las transgresiones de los hombres, sino que ponía en nuestra boca una palabra de reconciliación” (2Co 5, 19). Ya hablamos anteriormente sobre la insuficiencia de las explicaciones jurídicas de la salvación, entendida como pago por un rescate (redención) o como satisfacción de una deuda. Aquí encontramos otro lengua- je: el de reconciliación. Había previamente como una enemistad entre Dios y los hombres y, partir de la cruz de Cristo, ha habido una “reconciliación”. San Pablo continúa diciendo: “Dejaos reconciliar con Dios el cual, a Aquél que no conoció el pecado (el Cristo), le hizo pecado por nosotros, para que nosotros, gracias a Él, viniésemos a ser justificados ante Dios” (2 Co 5,20-21). Esto parece indicar que Dios envió al Cristo, que era justo y no tenía pecado, a traer la justicia y la reconciliación a los seres humanos pecadores, invitándolos a entrar en una nueva relación con Dios y entre ellos, una relación que ya no sería la pecaminosa del poder, sino la de la fraternidad de los hijos de un mismo Padre y hermanos solidarios. Este sería el verdadero “Reino de Dios” edificado sobre la confianza y el amor fraterno. Pero los seres humanos pecadores rechazan esta oferta que contraría sus posiciones ya tomadas, y llevan a Jesús a la cruz. Sin embargo, Dios, en Jesús, no se retira. La cruz es el lugar en el que se manifiesta la incondicionalidad del amor perdonador y reconciliador de Dios. Nadie tiene un amor más grande que el que da la vida por sus amigos. (Jn 15, 13). ¿JESÚS, ABANDONADO POR DIOS? En la cruz Dios aparentemente abandona al justo en manos de los pecadores. El momento más terrible de la pasión es el del silencio que sigue a las palabras de burla de los enemigos de Jesús: Si es el Hijo de Dios, que venga su Padre y le salve. Y el Padre no viene. Y el Hijo se siente abandonado. La auténtica respuesta a esta provocación malévola la encontramos en el evangelio de FUE CRUCIFICADO Juan: Dios ha amado tanto al mundo que ha entregado a su Hijo único para que no se pierda ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna (Jn 3, 16). “Entregar” a su Hijo quiere decir esto: dejarlo en nuestras manos para que hagamos con Él lo que queramos: o bien fiarnos de Él y seguir el camino que nos muestra - “creer en Él” -, o bien rechazarlo. Unos pocos le siguieron; pero la mayoría le rechazaron, porque contrariaba sus intereses y codicias. Seguramente si ahora viniera el Cristo, nosotros, la gente piadosa y de orden, lo volveríamos a rechazar. Porque desmontaría nuestros montajes religiosos y sociales. La pasión del Señor debería ser constantemente como una instancia crítica de todas las cosas que decimos promover y defender en nombre de Dios y que, en realidad, tal vez sólo promovemos y defendemos para mantener nuestros intereses egoístas, nuestra seguridad o nuestro poder. El Padre, pues, entrega a su propio Hijo en nuestras manos, y nosotros lo rechazamos y lo entregamos a la muerte. San Pablo comenta: Dios, que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos lo dará todo juntamente con Él? (Rm 8, 32). No es que el Padre quiera la crucifixión de Cristo, pero sí quiere ofrecernos la reconciliación a través de Él de tal manera, que está dispuesto a correr el riesgo de que lo rechacemos, sin “perdonarlo”, sin escatimárnoslo. Así la cruz es el momento de la máxima manifestación del amor de Dios hacia la humanidad. Hablando en categorías humanas, podríamos llegar a decir que, puestos a escoger entre perdonar a su Hijo y demostrar su amor ha- do por encima cia nosotros, Dios ha decidido de todo mostrarnos su amor. Y a este acto supremo da amor del Padre le corresponde el acto supremo de amor del Hijo: Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya. (Lc 22, 42). LA MUERTE QUE MERECERÍAN NUESTROS PECADOS San Pablo dirá que “la muerte es el salario, la paga del pecado” (Rm 6, 23). Lo es para nosotros: la muerte es la paga - o consecuencia - de nuestros pecados; y lo es también para Cristo, que ha cargado sobre sí nuestros pecados haciéndose, por amor, solidario de la humanidad pecadora. Cargado con los pecados de todos, ha de cargar con la paga por el pecado de todos. Cristo crucificado es como el paradigma del sufrimiento del mundo como consecuencia del pecado, la manifestación de la dialéctica pecado-muerte que atraviesa fatídicamente toda la historia de la humanidad. El pecado es, en último término, lo que ofende a Dios, pero, a la vez, es lo que ofende y causa muerte del ser humano, lo que contradice sus exigencias más profundas. Es por ello que la paga del pecado es la muerte. Y es por ello que el pecado desemboca en la muerte del Hombre (con mayúscula) que es Dios mismo hecho Hombre y cargado con los pecados de los hombres. Pecar es negar la paternidad de Dios negando la fraternidad humana. Siempre que un ser humano es maltratado, ultrajado, engañado, oprimido, defraudado... hay un pecado que causa muerte: muerte de los hombres, y muerte del Hombre. Cristo está siendo siempre de nuevo crucificado. Mon- Este sería el verdadero “Reino de Dios” edificado sobre la confianza y el amor fraterno señor Romero lo expresaba así: “Ahora sabemos mejor qué es el pecado. Sabemos que la ofensa de Dios es la muerte del hombre. Sabemos que el pecado es verdaderamente mortal, no sólo por la muerte interna de quien lo comete, sino por la muerte real y objetiva que produce... Pecado es aquello que mata al Hijo de Dios, y pecado sigue siendo aquello que mata a los hijos de Dios...” (Discurso de Lovaina, 2-11-1980). Cuando leemos aquello del Evangelio “lo que hacéis con uno de estos más pequeños a mí me lo hacéis”, no debemos pensar solamente en las obras de caridad; también debemos pensar que Jesús nos dice: si hacéis sufrir a cualquiera de estos pequeños, es a mí a quien me hacéis sufrir. En la cruz se pone de manifiesto cómo Dios se identifica con cualquier sufrimiento que se inflija a cualquier persona. ESTAR CON JESÚS EN SU PASIÓN Esto nos debería llevar a hacernos esta pregunta: nuestra actitud fundamental en la vida, ¿hacia dónde está orientada?, ¿se orienta a crucificar al prójimo o a darle vida?; ¿somos agentes de vida o de muerte?, ¿somos agentes de amor o de crucifixión? Nuestro ideal, ¿es dar vida amando gratuitamente, o es dar muerte con la autoafirmación de nosotros mismos y con nuestro afan de poseer y dominar? La piedad tradicional hablaba de consolar a Jesús en su pasión. Esto puede tener un sentido profundo. Dónde se ha de consolar a Jesús? Donde hoy sufre. Hoy Jesús sufre en los suburbios miserables, en los inmigrantes explotados, en los que mueren de hambre en África... Jesús sigue sufriendo con los hombres y mujeres que sufren. Y la manera de estar con Jesús en su pasión es estar con los que sufren. La consideración de la pasión del Señor no nos ha de llevar, pues, a la resignación ante el mal del mundo. La pasión de Cristo - y la pasión del mundo - no es algo querido por Dios, sino inducido por el pecado. Si Dios no la quiere, tampoco nosotros hemos de quererla. Todo lo contrario: hemos de luchar para que se eliminen, o al menos disminuyan, los sufrimientos de los seres humanos en el mundo. Esto es solidarizarse con Cristo en su pasión, y con el Padre que padece con el sufrimiento de su Hijo amado y de sus hijos amados. Porque la pasión de Cristo no es solamente la pasión del Hijo: es también la pasión del Padre que ha de ver que el Hijo sufre , y ha de ver que su misión de amor a los hombres no ha sido aceptada.