Creer El Credo

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Creer El Credo
FUE CRUCIFICADO1
POR QUÉ JESÚS FUE CRUCIFICADO?
La muerte de Jesús no fue casual o accidental: no es que tuviera “mala suerte”. Fue
una muerte inducida y violenta que expresa la conflictividad esencial entre el Reino
de Dios que Jesús inauguraba (el Reino de la filiación divina en la fraternidad y solidaridad humana) y los reinos de los intereses y egoísmos de este mundo, incluidos
los disfrazados de fidelidad religiosa.
En la muerte de Jesús intervienen prácticamente todas las fuerzas religiosas, sociales y políticas del momento: los escribas y sacerdotes, representantes oficiales
de la religión; los fariseos, que eran gente piadosa e incluso puritana; los saduceos,
que eran gente adinerada; las autoridades políticas, tanto las autóctonas como las
de la ocupación romana; el pueblo, manipulado y voluble; incluso alguno de los
discípulos íntimos de Jesús. En torno a la muerte de Jesús acontece algo muy típico
en situaciones parecidas: muchos son los que tienen alguna responsabilidad, pero
nadie la quiere admitir. Es la complicidad anónima en el mal: el mal tiende a hacerse anónimo. Prácticamente todos contribuyen a la muerte de Jesús, pero nadie
quiere cargar con ella.
¿Por qué querían la muerte de Jesús? La gente del orden - religioso o político - porque Jesús amenazaba su “orden” establecido por el hecho de declarar que Dios
es Padre de todos y todos somos fundamentalmente hijos, iguales en derechos y
obligaciones. (Estamos acostumbrados a recitar el Padrenuestro sin darnos cuenta
de lo revolucionario que es decir que Dios es Padre de todos por igual y que, por
tanto, ante Dios no hay privilegiados). Esto Jesús lo había hecho visible cuando
acogía particularmente a los más marginados, social y religiosamente (pobres y
pecadores), mostrando así que el Padre tiene más compasión del que tiene más
necesidad. Jesús anulaba los privilegios de los que se tenían por judíos más auténticos. Éstos esperaban un Mesías que confirmara las ventajas de los religiosa y socialmente bien situados - los buenos “de siempre” – y resulta que viene uno con pretensiones de Mesías, que se ve bien claro que acabará destruyendo el fundamento
mismo de todo privilegio. Jesús tampoco mostraba ningún tipo de interés por las
(1)
Resumen del capítulo 8 del libro “Creer el credo”
de Josep Vives. Ed. Sal Terrae. Colección Alcance
reivindicaciones nacionalistas y fanáticas
de los zelotas, una especie de guerrilla en
revolución permanente contra los romanos.
Y, por otro lado, los romanos podían temer
que un Mesías judío pudiera minar su poder de ocupantes. Por eso encontramos en
la pasión de Jesús una mezcla de acusaciones religiosas y políticas muy bien manipulada: aparentemente religiosas ante el
tribunal religioso, y políticas ante el tribunal
político. Siempre con la connotación implícita de que, tanto para unos como para los
otros, Jesús era un estorbo, una amenaza,
y por eso tenía que ser eliminado.
En síntesis, podríamos decir que Jesús es
condenado porque viene a proclamar a
Dios, no como poder, sino como amor solidario. El Dios que proclama Jesús no puede ser aceptado por aquellos que tienen su
vida montada sobre el poder y quieren que
Dios venga a confirmarlos en su poder, ya
sea económico, social o religioso.
EL SENTIDO DE LA MUERTE DE
JESÚS
Estas serían las causas históricas de la
muerte de Jesús. Veamos ahora el sentido
teológico de su muerte. Según San Pablo,
en la cruz de Cristo “Dios estaba reconciliando el mundo consigo mismo: no tenía en
cuenta las transgresiones de los hombres,
sino que ponía en nuestra boca una palabra
de reconciliación” (2Co 5, 19).
Ya hablamos anteriormente sobre la insuficiencia de las explicaciones jurídicas de
la salvación, entendida como pago por un
rescate (redención) o como satisfacción de
una deuda. Aquí encontramos otro lengua-
je: el de reconciliación. Había previamente
como una enemistad entre Dios y los hombres y, partir de la cruz de Cristo, ha habido
una “reconciliación”. San Pablo continúa
diciendo: “Dejaos reconciliar con Dios el
cual, a Aquél que no conoció el pecado (el
Cristo), le hizo pecado por nosotros, para
que nosotros, gracias a Él, viniésemos a
ser justificados ante Dios” (2 Co 5,20-21).
Esto parece indicar que Dios envió al Cristo,
que era justo y no tenía pecado, a traer la
justicia y la reconciliación a los seres humanos pecadores, invitándolos a entrar en una
nueva relación con Dios y entre ellos, una
relación que ya no sería la pecaminosa del
poder, sino la de la fraternidad de los hijos
de un mismo Padre y hermanos solidarios.
Este sería el verdadero “Reino de Dios” edificado sobre la confianza y el amor fraterno.
Pero los seres humanos pecadores rechazan esta oferta que contraría sus posiciones
ya tomadas, y llevan a Jesús a la cruz. Sin
embargo, Dios, en Jesús, no se retira. La
cruz es el lugar en el que se manifiesta la
incondicionalidad del amor perdonador y
reconciliador de Dios. Nadie tiene un amor
más grande que el que da la vida por sus
amigos. (Jn 15, 13).
¿JESÚS, ABANDONADO POR
DIOS?
En la cruz Dios aparentemente abandona
al justo en manos de los pecadores. El momento más terrible de la pasión es el del
silencio que sigue a las palabras de burla de
los enemigos de Jesús: Si es el Hijo de Dios,
que venga su Padre y le salve. Y el Padre
no viene. Y el Hijo se siente abandonado.
La auténtica respuesta a esta provocación
malévola la encontramos en el evangelio de
FUE CRUCIFICADO
Juan: Dios ha amado tanto al mundo que
ha entregado a su Hijo único para que no
se pierda ninguno de los que creen en Él,
sino que tengan vida eterna (Jn 3, 16). “Entregar” a su Hijo quiere decir esto: dejarlo
en nuestras manos para que hagamos con
Él lo que queramos: o bien fiarnos de Él y
seguir el camino que nos muestra - “creer
en Él” -, o bien rechazarlo. Unos pocos le
siguieron; pero la mayoría le rechazaron,
porque contrariaba sus intereses y codicias.
Seguramente si ahora viniera el Cristo, nosotros, la gente piadosa y de orden, lo volveríamos a rechazar. Porque desmontaría
nuestros montajes religiosos y sociales. La
pasión del Señor debería ser constantemente como una instancia crítica de todas
las cosas que decimos promover y defender en nombre de Dios y que, en realidad,
tal vez sólo promovemos y defendemos
para mantener nuestros intereses egoístas,
nuestra seguridad o nuestro poder.
El Padre, pues, entrega a su propio Hijo en
nuestras manos, y nosotros lo rechazamos
y lo entregamos a la muerte. San Pablo comenta: Dios, que no perdonó ni a su propio
Hijo, sino que le entregó por todos nosotros,
¿cómo no nos lo dará todo juntamente con
Él? (Rm 8, 32). No es que el Padre quiera
la crucifixión de Cristo, pero sí quiere ofrecernos la reconciliación a través de Él de
tal manera, que está dispuesto a correr el
riesgo de que lo rechacemos, sin “perdonarlo”, sin escatimárnoslo. Así la cruz es
el momento de la máxima manifestación
del amor de Dios hacia la humanidad. Hablando en categorías humanas, podríamos
llegar a decir que, puestos a escoger entre
perdonar a su Hijo y demostrar su amor ha-
do por encima
cia nosotros, Dios ha decidido
de todo mostrarnos su amor. Y a este acto
supremo da amor del Padre le corresponde
el acto supremo de amor del Hijo: Padre,
que no se haga mi voluntad, sino la tuya.
(Lc 22, 42).
LA MUERTE QUE MERECERÍAN
NUESTROS PECADOS
San Pablo dirá que “la muerte es el salario, la paga del pecado” (Rm 6, 23). Lo
es para nosotros: la muerte es la paga - o
consecuencia - de nuestros pecados; y lo
es también para Cristo, que ha cargado
sobre sí nuestros pecados haciéndose, por
amor, solidario de la humanidad pecadora.
Cargado con los pecados de todos, ha de
cargar con la paga por el pecado de todos.
Cristo crucificado es como el paradigma del
sufrimiento del mundo como consecuencia
del pecado, la manifestación de la dialéctica
pecado-muerte que atraviesa fatídicamente
toda la historia de la humanidad. El pecado
es, en último término, lo que ofende a Dios,
pero, a la vez, es lo que ofende y causa
muerte del ser humano, lo que contradice
sus exigencias más profundas. Es por ello
que la paga del pecado es la muerte. Y es
por ello que el pecado desemboca en la
muerte del Hombre (con mayúscula) que
es Dios mismo hecho Hombre y cargado
con los pecados de los hombres.
Pecar es negar la paternidad de Dios negando la fraternidad humana. Siempre que
un ser humano es maltratado, ultrajado,
engañado, oprimido, defraudado... hay un
pecado que causa muerte: muerte de los
hombres, y muerte del Hombre. Cristo está
siendo siempre de nuevo crucificado. Mon-
Este sería el verdadero
“Reino de Dios” edificado sobre
la confianza y el amor fraterno
señor Romero lo expresaba así: “Ahora
sabemos mejor qué es el pecado. Sabemos que la ofensa de Dios es la muerte
del hombre. Sabemos que el pecado
es verdaderamente mortal, no sólo por
la muerte interna de quien lo comete,
sino por la muerte real y objetiva que
produce... Pecado es aquello que mata
al Hijo de Dios, y pecado sigue siendo
aquello que mata a los hijos de Dios...”
(Discurso de Lovaina, 2-11-1980).
Cuando leemos aquello del Evangelio
“lo que hacéis con uno de estos más
pequeños a mí me lo hacéis”, no debemos pensar solamente en las obras
de caridad; también debemos pensar
que Jesús nos dice: si hacéis sufrir a
cualquiera de estos pequeños, es a mí
a quien me hacéis sufrir. En la cruz se
pone de manifiesto cómo Dios se identifica con cualquier sufrimiento que se
inflija a cualquier persona.
ESTAR CON JESÚS EN SU
PASIÓN
Esto nos debería llevar a hacernos esta
pregunta: nuestra actitud fundamental
en la vida, ¿hacia dónde está orientada?, ¿se orienta a crucificar al prójimo
o a darle vida?; ¿somos agentes de
vida o de muerte?, ¿somos agentes de
amor o de crucifixión? Nuestro ideal,
¿es dar vida amando gratuitamente, o
es dar muerte con la autoafirmación
de nosotros mismos y con nuestro afan
de poseer y dominar? La piedad tradicional hablaba de consolar a Jesús en
su pasión. Esto puede tener un sentido profundo. Dónde se ha de consolar
a Jesús? Donde hoy sufre. Hoy Jesús
sufre en los suburbios miserables, en
los inmigrantes explotados, en los que
mueren de hambre en África... Jesús
sigue sufriendo con los hombres y mujeres que sufren. Y la manera de estar
con Jesús en su pasión es estar con los
que sufren.
La consideración de la pasión del Señor
no nos ha de llevar, pues, a la resignación ante el mal del mundo. La pasión
de Cristo - y la pasión del mundo - no
es algo querido por Dios, sino inducido
por el pecado. Si Dios no la quiere, tampoco nosotros hemos de quererla. Todo
lo contrario: hemos de luchar para que
se eliminen, o al menos disminuyan,
los sufrimientos de los seres humanos
en el mundo. Esto es solidarizarse con
Cristo en su pasión, y con el Padre que
padece con el sufrimiento de su Hijo
amado y de sus hijos amados. Porque
la pasión de Cristo no es solamente la
pasión del Hijo: es también la pasión
del Padre que ha de ver que el Hijo sufre , y ha de ver que su misión de amor
a los hombres no ha sido aceptada.
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