La primera vez que lo sentí tan solo tenía diez años. La sa

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La primera vez que lo sentí tan solo tenía diez años. La sacudida fue tan fuerte que por un momento pensé que no lo
resistiría. Tiraba de mí desde el centro de mi alma como si
quisiera desprender parte de mi ser hacia el exterior.
Al principio pensé que se trataba de un sueño, que
de un momento a otro despertaría en mi habitación rodeada
del silencio de la noche. El vértigo, sin embargo me duró
varios días en el estómago, y cada vez que pensaba en ello
me invadía una sensación extraña.
No podía quitarme de la cabeza aquella fuerza que
me empujaba a salir, a escapar de mi propio cuerpo.
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PRIMERA PARTE
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uno
Barcelona, 15 de septiembre de 2011
Otra vez volvía a suceder…
Sentía que mi ser, una parte de mí, se elevaba lentamente. Yo me oponía firmemente por un temor irracional
al que mi mente se aferraba. Pero esa fuerza que salía de lo
más profundo de mis entrañas seguía venciendo mi resistencia poco a poco.
Un zumbido ininterrumpido inundaba mis oídos, y
mi cabeza se inclinaba hacia arriba como si mi mente no quisiera separarse de mí. Con los brazos arqueados hacia atrás
notaba una gran sensación de ingravidez y un hormigueo
que recorría mi ser. Mientras, mi cuerpo entumecido perdía la esencia, la energía que le permite el movimiento… la
vida.
Entonces abrí los ojos. Allí estaba, sentada en la cama,
desorientada. ¿Habrá sido un sueño?, pensé. Miré a un lado y
a otro. La habitación parecía diferente, pero todo seguía en
su sitio: el escritorio bajo la ventana abierta y la luna, casi
llena, que bañaba la estancia con una luz extraña. El ordenador seguía descargando series y música, tal como lo había
dejado al acostarme. Esa noche a mi trasto le tocaba trabajar
duro. La ropa del día anterior, tirada en el suelo, esperaba
que alguien se apiadara de ella. Si mamá lo ve, se enfadará,
como siempre, pensé.
Entonces giré la cabeza hacia el otro lado, donde
pude ver con horror lo que estaba sucediendo gracias a mi
armario de grandes espejos.
El reflejo de mi cuerpo no era nada natural. De cintura para abajo mi postura era la habitual, con las piernas estiradas bajo las sábanas en posición de descanso. El problema
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era el tronco: permanecía sentada mirando desconcertada
y con los ojos como platos hacia el espejo, al mismo tiempo
que seguía tumbada durmiendo como si nada, con los brazos estirados a lo largo del cuerpo, los ojos cerrados y el pelo
revuelto. Era como si mi cuerpo se hubiera desdoblado en
dos.
—Es imposible, debo de estar soñando —susurré.
Miré mis brazos, incrédula. Parecían transparentes. Como si no fuera realmente cierto que yo estuviera allí
sentada. Junté las manos, entrelazando los dedos. Algo tan
simple y que, sin embargo, no conseguí realizar. Mis manos
traspasaron una materia inexistente, como en una película
en tres dimensiones, como en un espejismo.
Ante el miedo que me paralizaba decidí volver a estirarme sobre mí misma, en un intento de regresar a la realidad, o a un sueño del que seguramente despertaría de un
momento a otro. Sentí como mi cuerpo se fundía centímetro
a centímetro con aquella quimera imposible y en el momento que la cabeza tocaba de nuevo la almohada aquel zumbido volvió a mis oídos. Mi mente se quedó en blanco y de
repente, con un gran sobresalto, abrí los ojos, aterrorizada.
—¿Qué me ha pasado? —exclamé en el silencio de la
noche.
Me senté sobre la cama, tal como me había visto reflejada hacía un instante, y miré a mi alrededor: el ordenador había terminado la descarga. Parpadeaba avisándome,
lo cual me extrañó. Recordaba que en mi pesadilla esa descarga estaba en proceso. Mi subconsciente debía de haberme jugado una mala pasada.
Ahora, tenía que enfrentarme a lo que vería en el espejo… Fui volviendo la cabeza, despacio y con el corazón en
un puño, hasta encontrar mi mirada en el reflejo.
Nada, todo ha sido un mal sueño, pensé, aliviada. Estaba sentada, encima de la cama, con los ojos desorbitados y
la boca medio abierta en una mueca.
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Me levanté para apagar el ordenador. Las dos
y media. Todavía queda mucha noche por delante, pensé.
Recogí mi ropa del suelo y la metí en el cesto de la ropa
sucia. Esto también estaba en mi pesadilla, recordé antes
de volver a la cama, agotada y desorientada.
Por más que lo intenté, no conseguí conciliar el
sueño de nuevo. Había vuelto a suceder. Pero esta vez
había sido distinto. Había ido más allá. Lo había visto
reflejado en el espejo de mi armario.
Vuelta tras vuelta, ahora hacia la ventana, ahora
hacia el armario, no podía dejar de pensar en lo que
me había sucedido. Era tan real que me daba miedo
dormirme por si volvía a pasar, por si volvía a sentir
esa fuerza interior que tiraba de mí, como tantas otras
veces.
***
Johannesburgo, 15 de diciembre de 2011
Tocaba reunión en la granja. Era un día muy especial, pues sería la última migración desde aquel lugar probablemente en mucho tiempo.
Víctor corría en su Iron 883, una Harley amarilla
modelo exclusivo, regalo de su último cumpleaños. Era
una suerte tener una madre de gran éxito empresarial,
aunque ello significara verla muy poco.
Ahora ya no le importaba demasiado: los amigos desparramados por el mundo y el descubrimiento
de los viajes eran buena compañía virtual y entretenimiento Desde pequeño había destacado por su carácter extrovertido y cariñoso, siempre tenía una frase, un
cumplido, un abrazo o un beso.
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Y es que la falta de ternura de su madre, casi siempre de viaje, le había hecho buscar el afecto en su entorno. Con ello siempre se había ganado la simpatía de sus
profesores, de las madres de sus compañeros, de sus entrenadores y por supuesto la de Nancy, su niñera, que lo
quería como a un hijo.
Tampoco habían faltado nunca chicas a su alrededor, pues a su carácter extrovertido se le sumaba un
físico envidiable: le gustaba hacer ejercicio, y como buen
deportista salía a correr todas las mañanas antes de ir a la
facultad, acudía al gimnasio un par de veces por semana
y los días de viento solía bajar a la playa a hacer kitesurf.
Ya había tomado el desvío de la N-14 que le llevaría a la granja donde se reuniría con los demás. Aquel
día serían muchos participantes. Víctor era de los que no
fallaban casi nunca desde su primer viaje, y esa noche
tan solo esperaba que Julia hubiera podido asistir. Ella le
había enseñado todo lo que sabía, y con el tiempo había
aprendido a disfrutar de la experiencia.
Los viajes le hacían sentirse libre, conocer otra dimensión de la realidad que le llevaba más allá de la mente y de su cuerpo.
Estaba poniendo el candado en la moto, aparcada junto a varios vehículos, cuando la vio cerrando las
contraventanas. Julia, sonriente, le guiñó un ojo y con un
gesto de su cabeza le indicó que ya le estaban esperando.
La gran sala de la granja se encontraba a punto para la
migración: todo el suelo estaba cubierto de colchonetas
y, como única iluminación, había varias velas titilando
sobre viejos candelabros.
Mientras dejaba el casco, la chaqueta de cuero y la
mochila con todos sus bártulos sobre el sofá que había en
un rincón, echó una ojeada a los allí presentes. Julia cerraba la última de las contraventanas para evitar la escasa
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luz del ocaso; además de ella, contó a unas treinta personas.
Pol tendría el homenaje que se merecía.
Se aseguró de apagar el iPhone y, tras quitarse los zapatos, se acercó a una de las colchonetas. Cruzó las piernas,
colocó los brazos sobre el pecho y se sentó. A continuación
estiró los brazos a lo largo de su cuerpo, separó un poco las
piernas alineándolas con las caderas y, lentamente, cerró los
ojos.
***
Barcelona, finales de septiembre de 2011
La siguiente semana, ir a clase fue un martirio. Deseaba con toda mi fuerza que llegara la hora del descanso
para bajar a la cafetería del campus a tomarme un café bien
cargado y hacer más llevaderas el resto de las clases. Pero
parecía que el reloj no avanzaba, a cada instante lo miraba
de nuevo y los minutos no pasaban.
De mi mente no se borraba la imagen que había visto
reflejada aquella noche en el espejo, sentada como un espectro mientras mi cuerpo dormía plácidamente. Si había sido
un sueño era demasiado real: el ordenador, mi ropa en el
suelo, aquel zumbido en los oídos, y si había sucedido, era
demasiado increíble.
Por las noches apenas dormía, no dejaba de pensar
hecha un ovillo en esa fuerza que me daba tanto miedo pero
a la vez me atraía. Mi mente dudaba.
Riiiiiiiiiiiiiiiiiiiing. El timbre me sobresaltó entre pensamientos.
—Por fin, la hora del descanso —dije a mi nueva
compañera de mesa, que me miró y me mostró una sonrisa
algo forzada.
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Bajé corriendo las escaleras sin esperar siquiera a
Marta y a Ester, que se quedaron boquiabiertas cuando
pasé junto a su lado como un torbellino.
—¡Os espero abajo! —grité, sin detener mi carrera.
Marta y Ester, mis amigas de la infancia. Nos conocimos en la guardería, y desde entonces hemos ido siempre a la misma clase. Lástima que hayamos elegido carreras diferentes, aunque ello no nos ha separado del todo,
pues seguimos juntas en el mismo campus, en Bellaterra.
—¿Qué te pasa, Bertha? Llevas unos días irreconocible —me preguntó Ester nada más llegar a la mesa donde me había sentado—. Acabamos de conseguir nuestro
sueño de ser universitarias, y tú parece que vengas de un
entierro —acabó la frase dirigiéndose a la barra.
—Es que hace unos días que no duermo bien —le
dije a Marta—. Deben de ser los nervios: el campus, las
clases… no lo sé —mentí.
—Nena, no te entiendo —dijo Marta—. Toda la
vida diciendo que querías ser psicóloga y ahora que empiezas no lo estás disfrutando. ¿Cuántos días llevamos de
clase? Dos semanas, ¿no?
Dos y media, pensé, el tercer día de clase fue cuando
sucedió.
—¡Vamos! —exclamó Ester mientras dejaba una
bandeja con una montaña de donuts bombón— ¡Alegremos nuestras neuronas con una buena dosis de chocolate!
Terminamos la conversación con una sonora carcajada.
El resto del día todo fue mucho mejor. En mi fuero
interno había tomado una decisión. Se había acabado el
miedo, ese terror irracional que me invadía todas las noches. Me dejaría ir como si de un experimento se tratara.
Quiero ser psicóloga, ¿no? Pues habrá que empezar estudiando
mi propia mente.
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***
Empezaba la cuenta atrás: veintinueve, veintiocho,
veintisiete, veintiséis… Mi mente está preparada, guardará y
cumplirá la siguiente orden: esta noche realizaré un viaje mientras
duermo, y cuando despierte de mi sueño, recordaré todo lo que allí
haya sucedido.
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dos
Barcelona, años 60-70
Ana era una mujer independiente y emprendedora.
Había heredado de sus padres, siendo todavía adolescente,
una pequeña empresa que confeccionaba y comercializaba
trajes para el adiestramiento de perros.
Los principios fueron muy duros: las largas jornadas
de trabajo y los estudios se unían a la soledad de haber sido
hija única. El dolor se fue diluyendo con el tiempo, y el esfuerzo de esos años se manifestó en su legado, consolidándose en su gran fortaleza física y mental.
Tras varios años de dedicación en cuerpo y alma a
la empresa, Ana había decidido ser madre soltera. En su interior luchaba desde pequeña contra sus sentimientos, por
ello nunca había tenido pareja. De su decisión, año y medio
después, nació Víctor, cuando ella tenía apenas veinte años.
La tarea de ser madre no iba a ser nada fácil, pero a Ana no
le asustaba, pues su vida hasta el momento tampoco había
sido un camino de rosas. Al poco de nacer Víctor contrató a
Nancy, para que se ocupara de la casa y del pequeño, mientras ella seguía inmersa en su trabajo.
Amaba a su hijo por encima de todo, aunque sabía
que su decisión había sido muy egoísta.
La empresa creció internacionalmente. Ya no se parecía en nada a aquel pequeño taller que abrieron sus padres dándole a los pedales de unas máquinas de coser en el
trastero de su casa. Ahora contaba con un gran número de
trabajadores y con Ion, su mano derecha, que se encargaba
de todo.
Ello le permitía disponer de capital suficiente para
dedicarse a su gran pasión, que sin proponérselo sería el
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nexo de unión con su hijo. Esmeraldas, rubíes, aguamarinas,
topacios, diamantes... Una afición que la llevaría a viajar por
todo el mundo para conocer a fondo todo lo que a ellas concerniera: el proceso de extracción, la talla, la comercialización, los ejemplares más inéditos… y también, al amor de su
vida.
***
Desde muy pequeño, a Víctor le interesaron los minerales. Sentía una atracción inusual en un niño de tan corta
edad. Ana, su madre, siempre pensó que ello se debía a su
afición y al intento de acercamiento hacia ella motivado por
sus largas estancias fuera de Barcelona, su ciudad natal.
A Víctor le encantaba entrar en el cobertizo del jardín, donde Ana había acondicionado un espacio como laboratorio gemológico. Se pasaba horas dentro de la casita
jugando a ser un gran experto. Clasificaba y ordenaba aquellas piedras como si fueran cromos. A través del microscopio
las observaba y se maravillaba con los destellos de luz que
provocaban las inclusiones en su interior. Se pasaba horas
escribiendo sus nombres en fichas que rellenaba con dibujos
y anotaba sus características: el color, la dureza, sus medidas…
Luego imaginaba que exploraba una mina abandonada para encontrar la gema más maravillosa del mundo y
poder regalársela a su madre.
Estudió Geología y Gemología en la Universidad de
Barcelona y en su último año de carrera viajó a Ciudad del
Cabo con una beca donde finalizó sus estudios en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Cape Town. De allí
salió con un contrato de trabajo en una multinacional americana con sede en Johannesburgo, para realizar el estudio
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geológico de un posible yacimiento localizado a unos noventa kilómetros al norte de la ciudad, muy cerca de Brits.
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tres
Barcelona, 29 de septiembre 2011
A pesar de estar agotada por la falta de sueño, no me apetecía en absoluto ir a la cama. Había tomado una decisión,
pero la idea de enfrentarme a ello no me atraía demasiado.
Mis padres habían salido a cenar y volverían tarde, y
Martín, mi hermano pequeño, dormía desde hacía un buen
rato, así que deambulaba por la casa aburrida, buscando
algo para distraerme.
Al pasar por el despacho de papá pensé que un poco
de lectura antes de ir a dormir no me vendría nada mal. Quizá encuentre algún libro interesante entre los miles de volúmenes
perfectamente clasificados por mamá, pensé mientras me acercaba a una de las estanterías.
Estuve paseando un rato arriba y abajo, leyendo títulos y nombres de autores en el lomo de los libros que reseguía con el dedo. La gran mayoría eran de historia antigua.
La historia les unió, pensé, sin abandonar la búsqueda de mi
libro. Quién le iba a decir a mamá que aquella entrevista de trabajo en el museo egipcio, además de un empleo como documentalista
le conduciría hasta su futuro esposo.
—El amor, el amor… —empecé a canturrear mientras bailaba girando sobre mí misma.
En uno de los giros de mi danza levanté la vista y me
fijé en un libro. Estaba en uno de los estantes más altos. Era
más pequeño que los de su alrededor, pero lo que me hizo
fijarme en él no fue su tamaño sino una filigrana plateada
impresa en el lomo. Tenía forma de ojo y destacaba sobre el
resto de la encuadernación, que era en cuero marrón.
Tenía la sensación de que ya lo conocía, aunque no
recordaba haberlo visto antes.
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Fui a por la escalera para llegar hasta él y, de puntillas, lo cogí con cuidado. Parecía un ejemplar bastante antiguo. El título rezaba: «El hilo de la vida: pasajes ancestrales».
Busqué el nombre del autor, pero como no aparecía
en la cubierta lo abrí para tratar de localizarlo en el interior.
Descubrí unas guardas preciosas: sobre un fondo de vitela, oscurecida por alguna técnica antigua y por el paso del
tiempo, un laberinto de líneas plateadas dibujaban diferentes formas. Me quedé como hipnotizada con aquel ir y venir
de hilos brillantes como si de una telaraña encantada se tratara.
—Un momento —dije en voz alta—, estas líneas no
están trazadas al azar.
Desde pequeños, papá nos había aficionado a mi
hermano y a mí a los juegos visuales con efectos ópticos,
y aquella maraña de líneas me los recordó. Separé el libro
todo lo que daban de sí mis brazos, pero no era suficiente,
así que fui a por un atril de papá, coloqué el libro encima
del escritorio y me fui alejando caminando hacia atrás lentamente.
Cuando estaba más o menos a tres metros de la mesa
fijé la vista en un punto infinito, como hacía para ver las
imágenes en tres dimensiones. Parecía que se me resistía.
Fui desplazándome unos centímetros, adelante, atrás… y al
final lo conseguí. Empecé a entrever unas formas más definidas. En unos segundos pude apreciar lo que se escondía
detrás de aquellas líneas plateadas.
Había dos figuras capiculadas semejantes a seres humanos. Una en la parte superior izquierda de la cubierta y la
otra en la parte inferior de la guarda, a la derecha. De entre
todos resaltaba un hilo algo más grueso, en una textura que
parecía diferente, que iba de una figura a la otra. Un nexo de
unión, como un cordón umbilical.
Quise acercarme para tocar aquella textura, pero en
cuanto di el primer paso perdí la perspectiva del dibujo. Me
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acerqué hasta el libro y toqué la superficie con las yemas de
los dedos. Aunque todo volvía a ser una maraña de hilos de
plata, el relieve de uno de ellos parecía algo más pronunciado y atravesaba las guardas en diagonal.
Aquel libro me despertó tal curiosidad que lo cerré
y salí con él bajo el brazo en dirección a mi habitación para
leerlo con tranquilidad.
Justo en el momento en que me disponía a tumbarme en la cama con mi nuevo descubrimiento, sonó un aviso
de mensaje en el ordenador: ¡bip!
¿Quién debe ser a estas horas?, pensé.
¡Bip, bip, bip!
—¡Ya voy, ya voy! —dije, encendiendo la pantalla
del ordenador. Era Ester:
¿Bertha?
Hola,
¿stás despierta?
¡Holaaaaa!
Tecleé rápidamente la respuesta:
¿Q quieres????
Ester:
Hola cari :-)
Bertha:
pasa algo???
Ester:
Nops, quería saber
si mañana…
al salir de la facu
te aptcría ir de compras.
Bertha:
¿d compras?
me levantas de la cama
11’30!!!
para preguntarme eso??? ;-(
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Ester:
bueno… es que llevas
1s días algo rara y estaba
preocupada :-)
¿taptc hablar un rato?
Bertha:
stoy agotada.
ya os he dixo
q llevo unas noxes que no descanso bien.
no te preocups,
lo que me falta es DORMIRRR,
solo eso,
falta d sueño :-)
Ester:
seguro que
no psa nada?
Bertha:
seguro
Ester:
¿ns vemos mañana?
Bertha:
oks!
Ester…
Ester:
sips
Bertha:
gracias por interesarte,
TQ, beso…
Ester:
TQ… nasnoxes
muás!
Bertha:
xao
;-)
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No estaba del todo segura de haber sido demasiado convincente. Pero, ¿qué le iba a explicar? ¿Que por
las noches sueño que mi alma se escapa de mi cuerpo?,
pensaría que estoy loca, aunque sea una de mis mejores
amigas. Todavía no estoy preparada.
Ufff, es tardísimo, pensé al mirar el reloj del ordenador, suerte que mañana es viernes.
Apagué la pantalla. Esta vez me aseguré de cerrar
la sesión del chat para no dar ninguna opción a otra conversación nocturna y me fui directa al baño a lavarme los
dientes.
Me metí en la cama pensando que me costaría
dormir. Intenté relajarme dejando la mente en blanco y
sin apenas darme cuenta Morfeo se apoderó de mí, sumergiéndome en un sueño profundo a la vez que agitado.
***
Un ruido me despertó. Abrí los ojos y oí a papá,
que lloraba. Me levanté de un brinco de la cama y salí de
la habitación hacia el salón, de donde procedía el llanto. Sentía un ligero cosquilleo en las extremidades y un
suave zumbido en mis oídos, quizá me había levantado
demasiado deprisa.
Papá estaba sentado en el sofá, con las manos en
la cabeza. Parecía desesperado.
—¿Papá? —mi voz era apenas un susurro.
—¿Dónde estás? ¡Sara, vuelve! No puede ser, ¿se
ha perdido? ¡Vuelve! ¡No vayas a Nycte! ¡Vuelve, por favor! —gritaba, desconsolado.
¿Estaba hablando de mamá? No entendía nada,
¿dónde estaba?
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Al acercarme para abrazarlo, me di cuenta: ¿Había
vuelto a suceder?
Volví corriendo a mi habitación sin sentir el suelo
bajo mis pies y me quedé paralizada en la puerta. Estaba en
la cama. Dormía con una respiración sosegada propia de un
sueño profundo. Mis ojos se fueron directamente al espejo
del armario para verme también en su reflejo, de pie en la
puerta de la habitación, con la boca abierta y los ojos desorbitados.
Intentando calmar los nervios, respiré hondo varias
veces y observé con detenimiento a mi alrededor. La habitación parecía diferente. A pesar de ser de noche, yo veía
perfectamente como si lo hiciera a través de una cámara de
visión nocturna, pero con reflejos de neón multicolor. Volví
sobre mis pasos hasta el salón, pero papá ya no estaba.
He de volver ahora mismo, pensé.
Y aquel zumbido volvió a resonar en mis oídos…
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