El orgullo de ser médico

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Albert J. Jovell.
Discurso de agradecimiento.
Acto de entrega de la condición de Colegiado de Honor Nacional de la OMC
El orgullo de ser médico
En el año 1980 fui admitido en la Facultad de Medicina y Cirugía que, en aquellos
años, era la única facultad que exigía nota de corte para entrar, de forma que cualquier
persona que aprobaba la selectividad podía elegir estudiar cualquier carrera
universitaria excepto medicina, dónde había numerus clausus. A pesar de ello, para mí
no había otra posible elección para convertir mi vocación en algo real, puesto que yo
nací queriendo ser médico. Yo me crié feliz en consultorios médicos y en visitas a
domicilio. La primera impresión que tuve de la facultad de medicina no fue buena. Me
recibieron con una clase magistral en la que se me recordó que era un número, que
nadie me había llamado y que en los días siguientes no habría clase debido a una
huelga de profesores no numerarios. Desde entonces, la facultad y yo no nos
llevamos, ni bien ni mal, aunque hubo por mi parte un trimestre de romance en cuarto
de carrera cuando se introdujo tímidamente la enseñanza guiada por casos clínicos.
Tras haber estado cuatro años en la Universidad de Harvard sigo pensando que las
cosas se pueden hacer mejor en la universidad española y agradezco aquellos
iniciativas que en nuestro país persiguen una mejora de la enseñanza de la medicina.
Por cierto, en mi primer día de clase en Harvard recibí una invitación del decano para
ir a comer a su casa. Allí siempre tuve tutores y mentores que estuvieron pendientes
de mí y que me enseñaron que la educación de los demás es una forma de servicio
que ofrece grandes recompensas. Me siento muy afortunado de haber tenido grandes
mentores: Thomas Chalmers, Sol Levine, Fred Mosteller, Jesús de Miguel y Robert
Blendon.
No fue la mía una generación fácil. Desde el primer día nos hicieron saber que había
muchos médicos y que no se nos necesitaba. Sin embargo, ahora resulta que somos
pocos y necesarios. ¡Ironías de la planificación! ¿Por qué nadie se pregunta cuántos
abogados o economistas son necesarios?, o ¿cuántos han de ser jueces y cuántos
han de ser especialistas en derecho penal? ¿Por qué los médicos están sujetos a un
escrutinio al que no están sujetas otras profesiones? Son preguntas que muchos
profesionales de la medicina nos hacemos, sin que nadie nos proporcione una
respuesta adecuada. Así que, siendo un miembro de la generación del exceso, tuve
que orientar mi vida profesional hacía nuevos itinerarios vocacionales, en mi caso la
salud pública y la sociología, dejando aparte, momentáneamente, la vocación de ser
médico de cabecera. Para ello aproveché la primera oportunidad que tuve y me fui a
estudiar a los Estados Unidos. Allí me enseñaron muchas cosas técnicas y
metodológicas pero, sobre todo, me impregnaron una actitud y unos valores
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profesionales en relación a la justicia social y a la formación profesional. Confianza,
honestidad y compromiso eran conceptos a incorporar en la formas de pensar y actuar
de un profesional. La confianza es aquello que te habilita para hacer las cosas con
más personas y con mejores resultados. De esta forma, trabajar en equipo multiplica
los talentos individuales. La honestidad te permite delimitar de forma clara cuales son
las fronteras de la tolerancia y de la ambigüedad. El compromiso con los demás y,
especialmente, con las poblaciones vulnerables te capacita para ver en la desgracia
del otro lo que podía haber sido tu propia desgracia y te da la oportunidad de mostrar
en tu forma de actuar como te gustaría ser tratado cuando esa desgracia llegue a tu
vida. Es el llamado principio de reciprocidad. Esos tres valores caracterizan a un buen
profesional y a un profesional bueno.
No hay que ir a estudiar al extranjero para aprender esos valores. De hecho, cuando
exploro mi vida hacia atrás veo esos valores en la tarea cotidiana de treinta años de
profesión de mi padre, médico de cabecera en un barrio humilde de Sabadell. Es allí,
en la consulta de mi padre, dónde aprendí que ésta era una profesión abnegada, con
grandes carencias y que exigía un gran sacrificio. Dicha abnegación solo se veía
superada por la compensación que se recibe siendo útil a los demás, estando al
servicio del otro y de las poblaciones vulnerables. Quien no lo vea así no sirve para
esta profesión. Los rostros de alivio de los pacientes tras oír las palabras terapéuticas
de un médico tienen un valor extraordinario, que escapan de cualquier métrica
económica, y que constituyen por sí solos una recompensa para aquellas personas
que continúan formándose cada día para dar lo mejor de sí mismos a sus pacientes.
De eso hay que sentirse orgulloso, mucho más en estos momentos de desazón
económica que han puesto de manifiesto el fracaso de otra profesiones, que no han
sido capaces de poner su conocimiento y su experiencia al servicio de los demás
habiendo preferido hacerlo en beneficio propio y de la especulación y la avaricia. Es
ahora un buen momento para reivindicar la profesión de médico delante de la sociedad
y para recuperar la autoestima pérdida porque no es justo que médicos y pacientes
suframos las consecuencias de la falta de autorregulación de otras profesiones.
En la consulta de mi padre aprendí que la salud del paciente puede anteponerse a las
necesidades personales y familiares. Y de esa consulta me quedan múltiples legados,
entre ellos el de desear en estos momentos incorporarme a la práctica médica
asistencial en cuanto surja la primera oportunidad para hacerlo. Si no era necesario
cuando había muchos médicos, ¿podré ser útil en estos momentos de carencia de
profesionales? ¿No forma parte del sentido del deber estar en situación de
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disponibilidad ante la necesidad? Es para mí una obligación moral, aparte de una
necesidad personal, sobre todo si se tiene en cuenta que mis 14 años de estudios
universitarios han sido sufragados por los impuestos de los ciudadanos. A todo lo
aprendido con el ejemplo de mi padre se une aquello que aprendí en la Escuela de
Salud Pública de la Universidad de Harvard, donde me enseñaron que uno debe
ayudar a los demás y preocuparse por las personas que están en situación de
vulnerabilidad porque haciéndolo reconoce en ellos lo que le pudo pasar a él. Nadie
esta exento de padecer la enfermedad y todos querremos acceder a los mejores
cuidados cuando ésta se establezca en nuestras vidas. Es por eso un acto de justicia
reconocer públicamente el extraordinario trabajo que hacen las asociaciones de
pacientes y voluntarios en España. Son y van a sostener socialmente el sistema
sanitario.
Me siento orgulloso de pertenecer a una profesión donde aún es importante la ética, el
compromiso con los demás y la capacidad de sacrificio. Esa es la profesión de mi
padre, de mi mujer y de mis cuñados. Y como padre me gustaría que mis hijos
escogieran una profesión que compartiera los mismos valores asociados al hecho de
ser médico. Es una profesión que te permite soñar con un mundo mejor, donde lo que
cotiza al alza es el conocimiento y la experiencia, y en la que la búsqueda de la verdad
aparece diariamente en la consulta médica y en la investigación científica. Ser y
ejercer de médico es un compromiso diario con la dignidad humana, con el progreso y
con las bondades del ser humano. Quizá sea por ello que es, con diferencia, la
profesión mejor valorada por la ciudadanía y en la que ésta más confía. Es una
profesión especial y, es por eso, que el mejor reconocimiento que se le puede dar a un
médico es aquel que le dan sus propios compañeros. Por ello me siento muy honorado
y orgulloso, sin poder poner límites a mi capacidad de agradecimiento, por la distinción
otorgada por la Organización Médica Colegial. Una distinción que me gustaría dedicar
a mi familia –mi mujer María y mis hijos David y Pol-, porque ellos me permiten seguir
transitando en esta vida haciendo frente a la incertidumbre y a la adversidad. Ellos dan
sentido y significado a mi vida. También lo quisiera dedicar a las personas e
instituciones –administraciones, empresas y asociaciones de pacientes-- que han
confiado en mí y han hecho posible hacer realidad sueños colectivos, a los médicos de
la generación del exceso, a los que la medicina ahora abre nuevas oportunidades, y a
los médicos de la generación de mi padre, que se pusieron las necesidades de los
pacientes a sus espaldas y construyeron día a día, visita a visita, un sistema sanitario
del que ahora deberíamos sentirnos todos muy orgullosos. Ellos son parte esencial de
la memoria histórica de la medicina española. Finalmente, quisiera dedicar esta
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distinción a los médicos enfermos, porque estando en ambos lados de la relación
médico-paciente pueden contribuir a su mejora y a una mejor comprensión de la
misma. Con ello quisiera expresar también el deseo de que los programas de atención
al médico enfermos incluyeran todo tipo de enfermedades.
No hay suficientes palabras para expresar lo agradecido que estoy por esta distinción
y he querido expresarlo con la presencia de mis hijos, porque me gustaría que ellos
estuvieran tan orgullosos de mí como yo lo estoy de mi padre y de ser médico.
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