la época de mayor insolación, esto es de mayor luminosidad y de más calor. Al hombre y a los animales les queda el recurso de trasladarse por lo menos a la sombra. Da planta no tiene más remedio que aguantar. Con la diferencia de que cuanta más humedad tiene el aire más insoportable nos parece el calor, el calor sensible al hombre, «pegajoso», como solemos decir. De este calor está completamente libre Cardó. Y las plantas cardónicas sufren por todo lo contrario, por la nitidez atmosférica y por lo azul del cielo, signos de una gran sequedad en el aire. En ambiente húmedo las plantas transpiran poco y, por tanto, ahorran agua; en ambiente seco la transpiración se eleva y el gasto de agua es bien pronto excesivo. De ahí que en la flora cardónica falten los tipos vegetales de amplias y delgadas hojas, a los que corresponde una gran transpiración, y que predominen en absoluto los de hojas breves o angostas, recias, coriáceas Da encina, el árbol más característico de los países mediterráneos, se adapta muy bien a tal régimen pluviimétrico, y con la encina no pocas plantas de las que suelen acompañarla. Debido a lo menguado de las precipitaciones atmosféricas, en Cardó la evolución del roquedal está todavía muy lejos de la senectud. Todo es bravio en su sierra, la piedra y el monte. Da encina se sube hasta lo sumo de las crestas, todo lo domina, se adueña de todo. Y si, bravucón, alardea en la hondonada y cara al sol el pino carrasco, más que a su fuerza combativa se lo debe a la parcialidad con que el hombre intervino a su favor en su lucha con la encina. Buen carbón y mejor leña no son cualidades que los humanos miren con desdén. Y allá fué el hacha a dar cuenta de las encinas y aclaró el monte y lo inundó de luz. Dos pinitos medraron entonces a costa de las carrascas y por tal coyuntura y por vivir entremezclados con ellas fueron calificados de pinos carrascos. Pero donde la mano del hombre no desequilibró la competición o cuando las consecuencias de la tala se fueron perdiendo con el tiempo, la encina lo dominó todo. Únicamente en lo más alto de la umbría deja un pequeño hueco a los pinos negrales. Y a los robles les tiene a raya en la umbría, y a los arces y al acebo. En los riscos de la cumbre el mostajo puede deleitarse mirando al Septentrión, bien hincadas sus raíces en la breña, combatido de todos los vientos. Y el tejo milenario, caído mil veces y otras tantas levantado en su lucha con un mundo inhóspito, roído de atrevidas cabras que se burlan de su ponzoña, se yergue todavía altivo donde el sol no puede penetrar y vencerle, arrimado a los grandes roquedos cara al Norte. El pino doncel no es cardónico. Es demasiado blanducho para tanta aspereza. Pero los buenos frailes le plantaron antaño a la vera del monasterio, junto a los deliciosos senderos asombrados que conducen a las fuentes milagrosas, y no le disgustó el lugar, porque no sólo logró sobrevivir a tanta desdicha como tuvo que contemplar sino que esparció por los valles su progenie, que aún perdura, y nadie diría, siendo profano en el arte de las plantas, que es extraño a la comunidad vegetal de Cardó. También los cipreses aguan-