ética, cultura y economía

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Inmaculada Carrasco Monteagudo*
ÉTICA, CULTURA Y ECONOMÍA
En todas las vertientes de la sociedad se producen procesos de innovación, que hoy se
relacionan muy estrechamente con los vertiginosos avances de la tecnología, pero que
también tienen que ver con la organización social, el estilo de vida, el estado de las
artes o las relaciones con el medio ambiente. Todos ellos van calando poco a poco en
los individuos, modificando sus códigos éticos y morales, lo que a su vez fomenta nuevos
cambios sociales. Se trata, por tanto, de un mecanismo circular que hace que las
sociedades nunca se detengan en un punto. El objetivo de este artículo es reflexionar
acerca de dicho proceso circular de innovación social, y más concretamente sobre cómo
las modificaciones recientes de los códigos éticos de los individuos, que se están
manifestando en cambios culturales, pueden afectar al crecimiento económico
Palabras clave: ética, economía, cambio cultural.
Clasificación JEL: A13, Z13.
1.
Introducción
Como explica magistralmente Sen, aunque la economía, surge como una ramificación de la ética, la
preocupación de los economistas por la «cientificidad» de su disciplina va a provocar la ruptura entre
ambas. Los intentos de demostrar este carácter científico, tendieron a aproximarla a otras materias, como
la física o las ciencias experimentales en general,
buscando el rigor formal. Como resultado, la economía se ha ido encerrando en un formalismo, muchas
veces excesivo, permitido por la sofisticación creciente de las técnicas matemáticas, estadísticas y econométricas.
* Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales. Universidad de
Castilla-La Mancha.
La autora desea agradecer los comentarios y sugerencias del profesor
Miguel Ángel Galindo, realizados en las diversas conversaciones
mantenidas sobre estos temas.
Con frecuencia hemos olvidado que la economía es
una ciencia social, cuyo objeto de estudio no deja de
evolucionar, presentando notas características diferenciadas en el tiempo y el espacio. La forma según la
cual los agentes organizan sus relaciones económicas, no es sino un reflejo más del modo en que organizan y regulan su convivencia. Para ello, las sociedades se dotan de códigos de conducta, compuestos por
normas de carácter moral, que derivan de una ética
mayoritaria1.
1
Solemos situar la ética en un lugar ideal. Incluso hay quien opina
que la ética, o el conjunto de ideas relacionadas con la ética, habitan en
un mundo abstracto, próximo a lo que daría una concepción platónica
del mundo de las ideas. Las sociedades, entonces, en cada momento
de la historia, tomarían de ese mundo aquellas ideas que mejor les
permitiesen dibujar la sociedad soñada o ideal. Así, la ética de cada
sociedad será el conjunto de valores y normas abstractos que rigen su
caminar, atienden al deber ser, y se relacionan con una visión del
mundo. Habrá tantas visiones del mundo como grupos sociales, en cada
momento del tiempo.
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En todas las vertientes de la sociedad se producen
procesos de innovación, que hoy se relacionan muy estrechamente con los vertiginosos avances de la tecnología, pero que no dejan de lado la propia organización
social, el estilo de vida, las relaciones con el medio ambiente o incluso el estado de las artes. Las consecuencias de tales cambios se manifiestan en el desarrollo
económico de la sociedad, y en otras esferas de la misma. Todas ellas, van calando poco a poco en los individuos, modificando los códigos éticos y morales que rigen su comportamiento, fomentando nuevos cambios
sociales. Se trata, por tanto, de un mecanismo circular
que hace que las sociedades nunca se detengan en un
punto.
Muchos de los cambios en los códigos morales individuales se relacionan directamente con las mejoras económicas. Podríamos hablar de un desarrollo social por
etapas, marcado por algunos países líderes, según el
cual el crecimiento económico provocaría cambios sociales del resto de países en la misma dirección. A su
vez, los cambios sociales fomentan el crecimiento, dentro de un proceso de retroalimentación.
Aunque no hay una diferencia etimológica entre los términos ética y
moral, se ha acabado atribuyendo el de ética a lo que concierne a los
valores individuales, y el de moral a los que entran en juego cuando el
individuo se relaciona con los demás. Cada sociedad plasmará los
valores de su ética mayoritaria, o de su moral, en sus diferentes
manifestaciones: culturales, institucionales, etcétera. La moral atañe al
comportamiento concreto de los individuos. Para que la sociedad sea
viable y perdure dicho comportamiento debe estar regido por un
conjunto de normas (no necesariamente jurídicas o legales) que decidan
en cada momento cual es el comportamiento más adecuado, desde el
punto de vista de la sociedad, tanto para el momento actual, como para
el futuro (al fin y al cabo, como todas las especies, los humanos
también buscamos perpetuarnos, tenemos un anhelo de futuro).
Los valores éticos, en abstracto, se plasman en valores morales para
posibilitar la reflexión en lo que concierne a la conducta del individuo
respecto a los otros (bien sean los que en ese momento interactúan,
bien sean de generaciones futuras), para mediar en los conflictos de
intereses. Es decir, los valores éticos de cada sociedad se plasman en
valores morales, como equidad, paz, justicia, etcétera, para orientar el
comportamiento de los individuos en pos del interés o la armonía social
(nuestra manera de ver condiciona nuestra manera de ser). Desde este
punto de vista, la moral, el conjunto de valores concreto que rige la
conducta de los individuos, tendrá un valor instrumental, al permitir a las
sociedades adaptarse lo mejor posible a cada situación concreta (DÍEZ
NICOLÁS, 296).
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En los mencionados países líderes se están manifestando con claridad deslizamientos de la cultura dominante,
que son el reflejo de modificaciones en sus códigos éticos
hacia la valorización de la solidaridad, la calidad de vida, o
el cuidado del medio ambiente. Tales cambios están provocando alteraciones en las pautas de consumo, lo que,
en una economía de demanda como la actual, está exigiendo cambios en los comportamientos empresariales.
El objetivo de este trabajo es reflexionar acerca del proceso circular de innovación social, y más concretamente
sobre cómo las modificaciones recientes de los códigos
éticos y morales de los individuos, fruto del proceso de innovación social y cultural, pueden afectar al crecimiento
económico, es decir, se busca encontrar nuevas relaciones entre la ética y la economía. Para ello, primero se trata
brevemente el papel de la racionalidad en el comportamiento económico, lo que nos servirá de puente para
abordar el tema de la economía dentro del cambio cultural.
2.
Ética y racionalidad en la economía moderna
La economía moderna se sustenta principalmente sobre el supuesto de comportamiento racional: toda decisión humana puede ser expresada en términos de coste-beneficio. La ética racionalista, de inspiración kantiana (normativismo), propone la razón como norma de
vida, y la eliminación de lo irracional que pueda haber
en el comportamiento humano. La razón dicta normas, y
el comportamiento ético es el que cumple con las normas; lo ético se circunscribe así al deber ser (marcado
por la ley) en vez de al ser. Incluso, podríamos decir que
la economía moderna se apoya en la ética consecuencialista, variante más pragmática de la ética basada en
normas del racionalismo, que incorpora el utilitarismo2
(Camino, 2004: 129 y ss.)
2
La ética consecuencialista o proporcionalista habla de lo correcto o
lo incorrecto, en vez de lo bueno o lo malo; constituye un instrumento
para garantizar la convivencia de individuos con intereses diversos, que
pueden entrar en confrontación; sirve, por tanto, para solucionar
problemas.
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Como defiende Guzmán (2003: 31), el utilitarismo, sobre la figura del homo oeconomicus racional, desarrolla
un cuerpo de pensamiento que se apoya, a su vez, en
principios como el de «felicidad máxima para el mayor
número de individuos». La doctrina individualista ha ido
conformando el concepto de «felicidad» como un interés privado de carácter material, identificándola en los
modelos económicos con la variable «consumo». Lo
que en principio fue una abstracción teórica para facilitar
la elaboración de modelos hizo que otros valores importantes, como el amor propio, el prestigio social, el deseo
de pertenencia, cayeran en el olvido.
Sin duda, la economía convencional descuida nuestra
parte de Quijotes. Sin embargo, hay ya muchos autores
que han avisado de las lagunas que esto puede dejar.
Elster (1998), trata cómo las emociones humanas pueden ayudar a explicar ciertos comportamientos cuando
la racionalidad por sí sola es insuficiente, o cómo las
emociones se pueden combinar con otras motivaciones,
como el racional interés en uno mismo, para producir
conductas económicas. También Akerlof (1997) explica
que los modelos de interacción social pueden aportar
una base que permite incorporar los factores sociales a
los axiomas del comportamiento racional del consumidor, lo que permitirá modelos más realistas que aquéllos
fundamentados en simples problemas de elección según consideraciones, gustos o preferencias individuales, como son los modelos neoclásicos. Previamente,
Buchanan (1977) ya había advertido que «los economistas en particular no se han mostrado muy dispuestos
a mirar detrás de sus benignos supuestos, por así decirlo, ni a considerar la vulnerabilidad de la estructura socio-económico-política a la degeneración».
Ninguno de los grandes paradigmas de la economía
ha sido capaz de prever una crisis tan profunda como
la de las nuevas tecnologías, ocurrida a partir de mayo
de 2000. Tampoco supieron prever las graves crisis financieras acaecidas en los últimos tiempos, que sin
duda, pueden explicarse, además de por el crecimiento
excesivo del crédito, por comportamientos poco éticos
de los banqueros imprudentes que evaden las regula-
ciones, todo ello agravado por los efectos fulminantes
del contagio en la psicología de los inversores. Por
ello, en la actualidad deben buscarse enfoques menos
dogmáticos que contemplen la responsabilidad social
de los individuos, y las consecuencias de estas consideraciones en el comportamiento como agentes del
mercado.
Se trataría, así, de retomar las preocupaciones humanas o sociales de los economistas de los siglos XVIII y
XIX, que también tuvieron padres de las actuales escuelas más ortodoxas de economía, como Marshal o Walras, preocupaciones que han sido olvidadas, dando lugar, en ocasiones, a análisis parciales, sesgados, o demasiado estrechos. Una vez reconocida la existencia de
economías de escala, objetivos sociales, costes de transacción, economías externas, no rivalidad y no exclusividad en el consumo, información imperfecta y asimétrica, las tesis del Estado mínimo, la optimalidad y la universalidad de los mercados pierden sus fundamentos
(Tijerina, 1999).
3.
La economía dentro del cambio cultural
Sin abandonar los planteamientos individualistas, decíamos que la economía convencional se fundamenta
sobre la racionalidad del consumidor. La clave del análisis económico es, así, la soberanía del consumidor a la
hora de decidir sus preferencias, su satisfacción, su utilidad. El mecanismo de revelación de preferencias en
economía funcionaría, entonces, de forma análoga a la
democracia en política: la intensidad de la preferencia
de un individuo por un bien se refleja en el precio que
estaría dispuesto a pagar por él en el mercado.
Algunos autores, como Sen critican el concepto de
moral subyacente en el utilitarismo. Más concretamente, Harsanyi (1977) lo hace, entre otras cosas, por mostrar un cierto grado de vaguedad en las predicciones al
depender de las comparaciones interpersonales de utilidad, que podrán variar en el corto y el largo plazo dependiendo de los marcos sociales y políticas alternativas, lo que puede llevar a desacuerdo ante lo que es so-
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cialmente beneficioso o pernicioso y, por consiguiente,
de lo que es bueno o malo, justo e injusto, etcétera.
En el proceso de elección, afirma Kymlicka (1991) siguiendo la idea rawlsiana de bienes primarios, la cultura
debe ser considerada a la par de la libertad, pues los individuos necesitan autonomía para elegir (la libertad tiene que ver con hacer elecciones entre diferentes opciones), pero la cultura provee el contexto de la elección y
da significado para nosotros a las diferentes opciones.
La cultura, añade Appiah (2005), es como la forma: no
puedes no tenerla. Pero lo verdaderamente importante
es que la cultura proporciona el marco de elección, los
conceptos, valores, convenciones y prácticas que van a
dirigir, a poner límites a la elección. A través de la cultura heredamos un código moral, que nos permite establecer nuestra escala de preferencias. La adición de las
preferencias individuales nos daría las preferencias de
la sociedad.
Siguiendo a Cabrillo (1991), convendremos que hoy
en día es muy difícil atribuir la invención de los principios éticos a una sola persona; son las sociedades
mismas las que los desarrollan (a veces inconscientemente) a lo largo del tiempo. Las preferencias sociales
cambian con el tiempo y el espacio: de igual modo que
no todos los individuos prefieren los mismos bienes, ni
con la misma intensidad, las sociedades no tienen
idénticas preferencias, y esto tiene consecuencias en
sus economías, como la tiene la diferente dotación de
factores. Lo que subyace detrás de tales diferencias
entre sociedades es la diversidad de códigos de conducta, es decir, la moral.
La moral determina la actitud de las sociedades ante
ciertos comportamientos individuales con consecuencias para el colectivo. Ya Weber (1930) señaló que hay
valores que contribuyen al desarrollo económico: el espíritu de trabajo bien hecho, la honradez, la verdad, la
austeridad, el espíritu de ahorro, la capacidad de riesgo.
Últimamente, a este conjunto de valores se ha añadido
la confianza (Peyreffite, 1995 y 1998), lo que supone un
avance desde el punto de vista moral, que deja ver de
nuevo el factor humano de la economía.
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Las relaciones entre la cultura, la moral
y el desarrollo económico
La economía, como producto de la sociedad, se relaciona, por tanto, con la moral, como también se relaciona con otras manifestaciones sociales. La cultura da a
los individuos parámetros para ubicarse dentro de su
mundo, de su sociedad: ordena los valores, fija los fines
y jerarquiza los medios. De forma amplia, podríamos
decir que la cultura es el conjunto de actitudes, creencias, valores, costumbres, símbolos y comportamientos
que comparte una sociedad (aunque puedan variar en
intensidad entre individuos dentro del grupo social), distinguiéndola de otros grupos humanos durante un período de tiempo. Dado que la cultura hace referencia al
conjunto de modos de vida y de comportamientos humanos, estará estrechamente ligada con la moral, que
es lo que ordena la conducta de los individuos. Aparte,
la cultura se verá determinada por las circunstancias
históricas, así como también puede serlo (pero no necesariamente) por una cierta identificación nacional.
La cultura va a orientar, junto a la personalidad de
cada individuo, la forma en la que éste se relaciona con
los demás e interacciona con el medio físico. Por tanto,
la cultura que subyace a un grupo social explicará en
parte su organización económica y social, su estilo de
vida, el estado de las artes o de la tecnología, las creencias religiosas y las relaciones de la sociedad con el medio ambiente. Asimismo, la sociedad se dota de instituciones para su funcionamiento diario, que son el reflejo
de la cultura dominante y más concretamente de la moral sobre la que se apoya. Todos estos productos de las
culturas tienen, como es sabido, consecuencias económicas
Como reconoce Harsanyi (1977: 315), puede que la
sociedad «alcance un mayor nivel de prosperidad económica y excelencia cultural si su código moral exige
que las personas siempre actúen de la forma más deseable para el bien común, y a fijarse las normas más
altas posibles en sus actividades económicas y culturales». Este ha sido el principal argumento para explicar
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el desarrollo económico de los países protestantes
desde la Revolución Industrial (Weber, 1930 y Landes,
1998), así como el insatisfactorio comportamiento de
los países de América Latina (Landes, 1998 y Harrison,
2000).
Surge así una faceta de la cultura, la religión, como
factor explicativo del crecimiento económico. La religión
ha constituido tradicionalmente uno de los pilares de la
moral de las sociedades. En muchos momentos de la
historia de las sociedades, sus respectivos códigos de
conducta morales han sido mediatizados por la religión
dominante, por lo que a menudo, moral y religión se
confunden. Las religiones han desarrollado códigos morales o de conducta que permitieran a los individuos estar en armonía con la Ley Natural, evitando el mal. Pero
la religión no es más que un producto de la sociedad, un
reflejo más de la cultura.
Desde el punto de vista económico, parece probada
una influencia causal de la religión en el crecimiento
económico (Barro y McCleary, 2003). La actitud de ciertas religiones hacia el trabajo o el ahorro ha tenido consecuencias muy importantes en los mercados financieros, de bienes y servicios de muchas sociedades. La
moral protestante, por ejemplo, facilitó la llegada de la
revolución industrial y, por consiguiente, del capitalismo,
pues contenía un sistema de valores que no sólo toleraba, sino que incluso animaba la acumulación de la riqueza. La evidencia empírica demuestra que los países
protestantes crecen a tasas superiores a la media (De
Long, 1989).
El protestantismo, como explicó Weber (1930), sentó
las bases del crecimiento de muchos países al abrir las
posibilidades más amplias a la confianza, al reducir la
importancia o el énfasis puesto en la familia y decretar
una obligación universal de honestidad y conducta moral. Otras culturas, como la latina o la china, de herencia
católica y confucionista, respectivamente, conceden
mucha más importancia a la familia, descuidando más
al resto de la sociedad, por lo que justifican más fácilmente los comportamientos corruptos, poco morales, en
aras de la protección del entorno familiar.
El protestantismo parece constituir uno de los sistemas morales más rigurosos, pues hace énfasis en una
vida de buenas obras y no sólo en buenas obras consideradas aisladamente. Según Barro y McCleary
(2002), las religiones que permiten un ciclo continuo de
pecado-absolución, como la católica o la islámica, pueden hacer que la gente acumule pecados con vistas a
una futura redención, dando lugar a una moral más relajada.
Por su parte, en otro trabajo, Barro y McCleary
(2003) prueban que la asistencia a los servicios religiosos es mayor en las religiones musulmana y católica
que en otras. El problema no es por tanto de religiosidad de las sociedades (de la que podemos aceptar
como variable proxy la asistencia a servicios religiosos), sino de la moral subyacente en cada religión, es
decir, en cada sociedad.
En efecto, Treisman (2000) demuestra que los países
protestantes son menos corruptos que los católicos. Es
decir, la moral protestante da menos cabida a la corrupción y más a la confianza. Esto nos lleva a considerar
una dimensión más de las relaciones entre moral, cultura y crecimiento económico: el capital social3.
El capital social se relaciona con el establecimiento
de redes sociales que crean valor. Pero las redes no
crean valor por sí solas: deben dirigir a la cooperación
entre individuos, por lo que debe haber presencia de valores humanos como la honestidad, el cumplimiento de
las obligaciones, la reciprocidad, la confianza.
La confianza es una variable compleja que se ve afectada por valores económicos y culturales. Inglehart
(1999) demuestra una correlación positiva entre la riqueza de los países y el grado de confianza y de democracia de los que gozan. La democracia integra valores
como la justicia o la libertad. Por esta razón, confianza y
democracia, tienen fundamentos morales.
3
Hay muchas definiciones de capital social. Tomaremos aquí la de
PUTMAN y GROSS (2003), quienes definen el capital social como un
conjunto de redes sociales y normas de reciprocidad asociadas con
ellas, que crean valor, tanto individual como colectivo.
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Hay también evidencia de que en las sociedades con
más confianza, los gobiernos son más eficientes (Putman, 1993), los burócratas más responsables y mejores los sistemas legales (Ulsaner, 2002). Todas ellas,
junto a la corrupción son factores que de una u otra
manera explican las diferencias de crecimiento entre
países4.
La economía, la moral y el cambio cultural
Una vez reconocido que los factores tradicionales del
crecimiento deberían ampliarse para incluir algunos relativos a aspectos culturales, donde hay implícitos códigos morales, debemos ahora prestar atención a la dirección que toma la cultura, pues la cultura tiene naturaleza
dinámica, no estática.
En el centro del proceso evolutivo de las sociedades, el
conjunto de valores que las gobiernan vive su correspondiente cambio, como ha ido demostrando el estudio comparado en los sistemas de valores en las sociedades industriales avanzadas, emprendido por R. Inglehart
(1971) y contrastado por las World Values Surveys de
1990, 1995 y 20025.
La teoría de Inglehart (2000), desde el paradigma sociológico de la Modernización, relaciona el cambio de
valores con el crecimiento económico. Más concretamente, especifica que el desarrollo económico y social
que las sociedades occidentales han ido alcanzando a
partir de la Segunda Guerra Mundial, y que se ha ido haciendo accesible a proporciones cada vez mayores de
población, ha permitido crecientes niveles de seguridad
(física y económica) para los individuos, dando estos
paso en su escala de preferencias a valores de tipo
postmaterialistas.
4
Vid. literatura de R. BARRO. El número 2 de la revista
clm-economía, dedicado monográficamente a los problemas del
crecimiento y la convergencia, recoge algunas aportaciones recientes en
estos campos de autores como R. BARRO, X. SALA o M. A. GALINDO.
5
Vid. literatura de R. INGLEHART y WORLD VALUES SURVEY
http://www.worldvaluesurvey.com.
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Los valores posmaterialistas se relacionan con necesidades no materiales, como las afectivas, de identificación personal, de estima, de expresión individual, de
confianza en uno mismo y en el grupo, estéticas, de bienestar subjetivo y de calidad de vida (Díez Nicolás e
Inglehart y Welzel, 2005). En contraposición, los valores
materialistas hacen énfasis en cuestiones referidas a la
seguridad física y económica, como el orden social y político, o la estabilidad económica; por eso, se da poca
importancia a valores como la tolerancia o el respeto a
otros grupos sociales, y se privilegian valores como el
trabajo duro frente a la imaginación; en términos políticos, la inseguridad conduce a la xenofobia, el autoritarismo y la necesidad de líderes fuertes. Esta distinción
no quiere decir que en las sociedades donde prevalecen
valores de tipo postmaterialista no se tengan en cuenta
los relativos a la seguridad física y económica, sino que,
conforme las sociedades se desarrollan económicamente, y se aseguran ciertos estándares de vida para la
generalidad de la población, ésta concede más valor a
otras cuestiones.
El desarrollo económico produce más cambios hacia la
democracia que hacia el autoritarismo (Welzel e Inglehart,
2005: 2). Luego, el desarrollo económico producirá más
cambios hacia valores relacionados con la democracia,
como la igualdad, la libertad, la autoexpresión individual, la
tolerancia, que hacia valores relativos a formas de gobierno autoritarias, como la obediencia ciega. La relación entre el desarrollo económico y el cambio de valores no es lineal: la industrialización trajo un grupo de valores, mientras que la llegada de la sociedad postindustrial se
relaciona con el afloramiento de otro grupo, todo ello teniendo en cuenta que el cambio cultural depende de la herencia histórica de cada sociedad en su sistema de valores (Inglehart y Welzel, 2005: 4).
En cualquier caso, se puede establecer una pauta de
comportamiento general según la cual en las fases tempranas del desarrollo económico las sociedades enfatizan sobre todo las ganancias en bienestar material,
pero conforme se incrementa la renta se produce un aumento en la valoración de las cuestiones medioambien-
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tales y de estilo de vida (Inglehart, 2000: 215 y ss.). Así,
la sociedad industrial hizo sobre todo énfasis en el crecimiento económico y la acumulación de riqueza, mientras que la sociedad postindustrial da más importancia a
cuestiones como la protección del medio ambiente o a
aspectos culturales, incluso aunque puedan colisionar
con el objetivo de maximización del crecimiento económico.
Todo lo anterior nos puede hacer pensar, entonces,
en un proceso de desarrollo social por etapas, al estilo
del que desde el punto de vista económico señalara
Rostow (1960), según el cual las sociedades van pasando por las mismas etapas (en cuanto al deslizamiento de valores materialistas a posmaterialistas)
conforme van incrementando su renta. Esto, no obstante, no quiere decir que el cambio social deba seguir
una senda determinista, pues las teorías de la Modernización también defienden que el cambio de las culturas depende de la herencia cultural. Más bien, esta línea causal debe ser entendida dentro de un mecanismo circular de cambio social más amplio, en el que la
mutación de valores que viven las culturas es a la vez
un determinante y un producto del desarrollo económico y social, si bien, todas ellas van recogiendo o asumiendo con el crecimiento económico valores de tipo
posmaterialista que demuestran una mayor apertura
de ideas, aceptación de los avances de la ciencia y la
tecnología y un sentido de pertenencia global más acusado (compatible en muchos casos con una fuerte
identificación con lo local).
Se comprueba también que el cambio de valores está
relacionado con la generación, pues las mayores prefieren valores materialistas, mientras que las más jóvenes
dan más prioridad a valores postmaterialistas: se puede
hablar de un cambio intergeneracional en sociedades
postindustriales. El cambio de valores materialistas a
posmaterialistas es, señala Inglehart (2000: 222), un aspecto más del cambio más profundo de valores modernos a postmodernos, que durante las últimas décadas
está modificando las normas sociales, políticas, económicas y sexuales de los países ricos.
Este autor también afirma que los llamados valores
postmodernos, surgen en una situación de seguridad
económica. En términos políticos reflejan la tolerancia
con otros grupos, y consideran enriquecedora la diversidad cultural. Económicamente hablando, como ya se ha
comentado, conceden importancia a cuestiones como el
respeto por el medio ambiente y los valores culturales,
aunque esto pueda tener consecuencias en la maximización del crecimiento económico. Por su parte, las instituciones burocráticas, altamente jerarquizadas y centralizadas, son cada vez peor aceptadas, y la autoridad establecida se cuestiona cada vez más. Prueba de ello es el
hecho de que, incluso cuando la economía estaba funcionando bien, la confianza en el gobierno de Estados
Unidos y la fidelidad a los partidos políticos decrecía, lo
que no debe hacernos pensar en apatía política por parte
de los ciudadanos norteamericanos o de otros países,
pues, paralelamente, ha aumentado la participación de la
gente en demandas y manifestaciones políticas, o incluso boicots de consumidores (Inglehart, 2000: 224).
En este sentido, Fukuyama (2001: 184) habla de un
relativismo moral que afecta a las sociedades actuales:
«el individualismo creciente y los deseos de maximizar
la autonomía personal conducen a cuestionar la autoridad general, en especial la de las instituciones grandes
que ostentan un poder considerable. [...] La comunidad
tiene que encontrarse en otra parte, en grupos y organizaciones más pequeños y flexibles, cuyas lealtades y
afiliaciones puedan superponerse y cuya entrada y salida conlleven costos relativamente bajos. La gente puede así conciliar sus ansias contradictorias de comunidad
y autonomía»
Así vemos que algunas de las sociedades industriales
más avanzadas están viviendo un cambio cultural que
sin duda tendrá repercusiones desde el punto de vista
económico como también las tuvo el cambio hacia valores modernos. En una economía de demanda, como la
actual, las empresas tienen que saber incorporar las
modificaciones de los códigos éticos y morales de las
sociedades, que se reflejan en cambios de las preferencias de los individuos, que se dejan ver en sus decisio-
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nes de consumo y ahorro, y a la hora de elegir entre bienes y servicios en el mercado.
Al mismo tiempo, las empresas, que están regidas
por hombres, reflejan en sus comportamientos las modificaciones éticas de aquéllos. Así, preocupaciones
como las medioambientales, que suelen suponer un incremento de los costes empresariales, están siendo
asumidas en algunos de los países más desarrollados,
no sólo como consecuencia de imposiciones legales,
sino de la preocupación de la sociedad por estos temas.
Pero, la incorporación de aspectos sociales, medioambientales, etcétera, en la gestión empresarial, ¿podría
disminuir su competitividad?
La respuesta es no, en tanto en cuanto la empresa está
dando respuesta a demandas de sectores sociales que no
sólo manifiestan sus preferencias por productos o servicios, sino también por el modo en que estos son producidos y las consecuencias que tal producción conlleva. Grupos cada vez más numerosos de población en algunos
países ricos, empiezan a exigir a las empresas eficiencia
económica y social. Estos grupos sociales están demandando lo que podríamos calificar como «nuevos bienes y
servicios de lujo»6, que son los que incorporan cuestiones
éticas en su producción (justicia social, equidad, respeto
con el medio ambiente). Están apareciendo así, nuevos
huecos de mercado. Las empresas que operen en ellos
deberán aplicar una lógica empresarial diferente.
En efecto, las empresas no pueden ignorar el hecho de
que volúmenes crecientes de población se preocupan por
problemas globales. Por esta razón, y aunque sea desde
un punto de vista utilitarista, las empresas tendrán que
aplicar, como explica Cabrillo (1991: 102), «la ética como
eficiencia». La máxima de que la honradez es rentable, se
desprendía ya de los escritos de Smith en las Lecciones
de Glasgow, cuando señalaba que el objetivo de un comerciante cuando realiza un número de operaciones mer-
6
Han sido calificados como «bienes y servicios de lujo» por cuanto
que su demanda se ejerce cuando se ven satisfechas las necesidades
de tipo materialista, es decir, relacionadas con la seguridad (económica,
física, etcétera).
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cantiles cada día, no es obtener un beneficio máximo de
cada una de ellas, sino del total de las operaciones. Por
esta razón, mentir o engañar puede hacer que caiga el número de operaciones futuras, disminuyendo el beneficio
total. El comportamiento honrado, explica Smith, tiene una
razón comercial.
Así, encontramos cada vez más empresas que aplican códigos éticos cada vez más rigurosos en su operativa diaria. Trasladando esta idea al ámbito macroeconómico, concluiremos coincidiendo con Fitoussi (2004),
quien opina que la búsqueda de la justicia social, en el
contexto de la globalización, no es un obstáculo para la
eficacia económica: las sociedades más solidarias (desde el punto de vista económico, social, o ecológico) no
son las menos competitivas.
5.
Conclusión
Entre los siglos XVIII y XIX, los deseos de los estudiosos de la economía de conseguir para ella el carácter de
Ciencia, aproximándola a las ciencias experimentales,
iniciaron su ruptura con la ética, disciplina de la que había
surgido como ramificación. La búsqueda de modelos
abstractos, objetivos, con pretensiones de universalidad,
como eran los de las ciencias naturales, dio inicio a una
tradición, seguida por muchas escuelas de pensamiento,
que desterraba cualquier referencia valorativa. Pero la
economía es una ciencia social, y no experimental. Por
eso, para evitar las necesarias referencias a la moral que
deben introducirse cuando se asume, por ejemplo, que
no sólo el mercado sino también el Estado son necesarios, muchos quisieron ver una doble vertiente en la disciplina económica: la positiva y la normativa.
En los últimos tiempos, se ha revalorizado la aspiración
positivista a la separación de todo aquello que pueda estar
impregnado de consideraciones valorativas, rechazando
el análisis normativo. La ciencia económica moderna, alejándose de las cuestiones éticas, se ha encerrado en un
formalismo desconocido, y en un racionalismo que no es
ajeno a la recuperación de la racionalidad neoclásica, lo
que sin duda le ha limitado su capacidad predictiva a la
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vez que de análisis y explicación de relaciones económicas que se desarrollan bajo comportamientos distintos a
los recogidos en los supuestos clásicos.
La economía moderna mayoritaria se ha cimentado
sobre el utilitarismo y el racionalismo. Pero hay muchos
autores que demuestran que la racionalidad, por sí sola,
es insuficiente para explicar ciertos comportamientos humanos, con consecuencias económicas. Ya Weber señaló que hay valores que contribuyen al desarrollo económico: el espíritu de trabajo bien hecho, la honradez, la
verdad, la austeridad, el espíritu de ahorro, la capacidad
de riesgo, y podríamos añadir la confianza. Por tanto, la
economía, como producto de la sociedad, se relaciona
con la moral, como también se relaciona con otras manifestaciones sociales, como la cultura o el entramado institucional al que ésta da lugar. La economía de un país, o
un grupo social, debe entenderse dentro de la cultura;
pero a su vez, los cambios de la economía, modifican la
cultura y el resto de manifestaciones sociales.
En todas las vertientes de la sociedad se producen
procesos de innovación, que hoy se relacionan muy estrechamente con los vertiginosos avances de la tecnología. Las consecuencias de los mismos se manifiestan en
el desarrollo económico de la sociedad, y de otras esferas de la misma. Todas ellas, van calando poco a poco en
los individuos, modificando sus códigos éticos, lo cual se
ve también reflejado en la moral que rige el comportamiento colectivo, y permiten nuevos cambios sociales.
Se trata, por tanto, de un mecanismo circular que hace
que las sociedades nunca se detengan en un punto.
Como ha sido demostrado en numerosos estudios,
muchos de los cambios producidos en los códigos éticos individuales, se relacionan directamente con las
mejoras económicas. Podemos pensar, entonces, en un
proceso de desarrollo social por etapas, al estilo del que
desde el punto de vista económico señalara Rostow, según el cual las sociedades van pasando por las mismas
etapas, en cuanto a la formación de la escala de valores, conforme van incrementando su renta. El crecimiento económico, provocaría cambios sociales del resto de países en la misma dirección.
En los países líderes, que están entre los más desarrollados desde el punto de vista económico, se están
manifestando con claridad deslizamientos de la cultura
dominante hacia valores postmodernos, como la solidaridad, la calidad de vida, o el cuidado del medio ambiente. Tales cambios están provocando alteraciones en las
pautas de consumo, lo que, en una economía de demanda como la actual, está exigiendo modificaciones
en los comportamientos empresariales.
Las empresas, van poco a poco incorporando en sus
comportamientos las modificaciones éticas. Así, preocupaciones como las medioambientales o las relacionadas con la justicia social, que suelen suponer un incremento de los costes empresariales, están empezando a
ser asumidas, no sólo como consecuencia de imposiciones legales, sino de la preocupación de la sociedad por
estos temas, aún a pesar de los costes en términos de
competitividad que podrían suponer.
Las empresas que están introduciendo cuestiones
éticas en su gestión van a ser evaluadas desde el punto de vista de la eficiencia económica, pero también
desde el punto de vista de la eficiencia social. Se están
abriendo nuevos huecos de mercado, y las empresas
deberán valorarse por su capacidad para dar respuesta a las demandas de estos nuevos bienes y servicios
de lujo.
Desde el punto de vista macroeconómico, tampoco el
crecimiento de los países tiene por qué verse afectado,
de igual modo que las sociedades más solidarias no son
las menos competitivas.
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