El pequeño número de aquellos que se salvan

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El pequeño número
de aquellos que se salvan
por San Leonardo de Porto Maurizio
Los escritos de San Leonardo, Lector, lo hará examinar su conciencia,
no una sino dos veces, y usar el Sacramento de la Confesión más
frecuentemente y con más fervor.
Muchos cristianos están totalmente inconscientes de tener una Amiga
tan poderosa y una tan graciosa Madre del Cielo. María nos vio, nos conoció
y nos amó aun antes que hubiésemos nacido, y desde entonces Ella ha
continuado a amarnos.
Nuestro Señor no niega a Su Madre nada que Ella Le pide. En el
Cielo, Dios se complace en obedecer a los deseos de Su Madre. El Señor
deposita todas las gracias en Sus manos, y Ella nos las concede libremente,
aun antes que nosotros podamos pedirlas. Dios confió a María Santísima el
poder de obtener el perdón para todos los pecadores que piden Su asistencia,
y Ella hace un amplio uso de este poder, protegiendo las almas de la cólera
divina. Los pecadores son el objeto especial de Su Amor poderoso. En María
todos pueden encontrar seguranza, por más crímenes que puedan haber
cometido. El corazón de esta Madre amabilísima es lleno de misericordia,
aun para con aquellos que están en el camino que lleva al Infierno. Los
demonios tienen verdadero terror a María, y se sabe que fue Ella que, cierta
vez, obligó el diablo a devolverle el contracto firmado por un pobre hombre
que había vendido su alma a ese espíritu maligno.
Descánsese, Lector, con la certeza de tener en el Cielo la Madre más
poderosa y misericordiosa. Debemos abrazar de todo el corazón las
poderosas devociones a Nuestra Señora, para que nuestra salvación sea
todavía más segura; inscríbase en el Escapulario del Monte Carmelo y úselo
siempre. Rece tres Avemarías todos los días. Mejor todavía, rece al menos
cinco misterios del Santísimo Rosario.
San Leonardo de Porto Maurizio era un frade Franciscano muy santo que fue uno de
los mayores misionarios de la Historia de la Iglesia. La devoción a la Inmaculada Concepción
de la Bienaventurada Siempre Virgen María, la adoración del Santísimo Sacramento y la
veneración del Sagrado Corazón de Jesús eran sus cruzadas. Él fue responsable, de manera
no pequeña, por la definición del dogma de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora,
hecha poco más de cien años después de su muerte. Él nos dejó también las Divinas Alabanzas
y la devoción a las Estaciones de la Cruz.
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Este sermón, en que él confiaba para la conversión de los pecadores, fue sometido al
examen canónico durante su proceso de canonización. En él, San Leonardo hace una revisión
de los diversos estados de vida de los cristianos y concluye con el pequeño número de aquellos
que se salvan, en relación con la totalidad de los hombres.
El Lector que medita en este texto notable apreciará la solidez de su argumentación,
que le ha merecido la aprobación de la Iglesia.
Pues bien, le invitamos a leer el conmovedor sermón de San Leonardo.
El asunto de que hoy voy a tratar es muy grave; ha hecho tremer los pilares de la
Iglesia, llenó de terror los mayores Santos y pobló los desiertos con anacoretas. El punto de
esta instrucción está en decidir si el número de cristianos que se salvan es mayor o menor
que el número de cristianos que se condenan; producirá en Ustedes, según espero, un
saludable temor de los juicios de Dios.
Por qué yo debo hablar claramente
Mis hermanos, por el Amor que yo tengo por Ustedes, me gustaría poder
apaciguarles con la perspectiva de la felicidad eterna, diciendo a cada uno de Ustedes:
Tengan la seguridad que irán al Paraíso; la mayor parte de los cristianos se salva y, por eso,
Ustedes también se salvarán. ¿Pero cómo puedo darles tan dulce seguranza, si Ustedes se
rebelan contra los decretos de Dios, como si Ustedes fuesen sus propios peores enemigos?
Observo en Dios un deseo sincero de salvarlos, pero encuentro en Ustedes una decidida
inclinación para ser condenados. ¿Entonces, qué haré yo hoy si hablo claramente? Les seré
desagradable. Pero, si yo no hablo, seré desagradable a Dios.
Por lo tanto, dividiré este asunto en dos puntos. En el primero, para llenarse de
terror, dejaré los teólogos y los Padres de la Iglesia decidir sobre este asunto y declarar que
el más grande número de cristianos adultos se condena; y, en silenciosa adoración de este
terrible misterio, guardaré mis propios sentimientos personales. En el segundo punto,
intentaré defender la bondad de Dios contra los ateos, probándoles que aquellos que son
condenados se condenan por su propia malicia, porque quieren ser condenados. Por lo
tanto, he aquí dos verdades muy importantes. Si la primera verdad les asusta, no me
censuren por eso, como si yo quisiese hacer más estrecho, para Ustedes, el camino al Cielo,
pues quiero ser neutro en esta materia; censuren antes los teólogos y los Padres de la
Iglesia, que gravarán esta verdad en sus corazones por la fuerza de la razón. Si Ustedes
quedan desilusionados con la segunda verdad, den gracias a Dios por eso, pues Él sólo
quiere una cosa: que Ustedes Le den enteramente sus corazones. Finalmente, si Ustedes me
obligan a decirles lo que yo pienso, lo haré por su consolación.
Este tema es muchísimo importante
No es curiosidad vana, sino una precaución saludable proclamar del alto del púlpito
ciertas verdades que sirven maravillosamente para contener la indolencia de los libertinos,
que tanto hablan de la misericordia de Dios y de cómo es fácil convertirse, que viven
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ahogando en todo tipo de pecados y duermen profundamente en su camino al Infierno. Para
desilusionarlos, y para despertarlos de su torpor (inactividad mental), examinemos hoy esta
gran cuestión: ¿Será más grande el número de cristianos que se salvan que el número de
cristianos que se condenan?
Oh almas piadosos, Ustedes pueden salir; este sermón no es para Ustedes. Su único
propósito es contener el orgullo de los libertinos, que echan fuera de su corazón el santo
temor de Dios y juntan fuerzas con el demonio que, según el sentimiento de Eusebio,
condena las almas al mismo tiempo que las tranquiliza. Para resolver esta duda, pongamos
los Padres de la Iglesia, tantos griegos como latinos, de un lado; del otro, los teólogos más
ilustrados y los historiadores más eruditos; y pongamos la Biblia al medio, para que todos
la vean. Y ahora oigan, no lo que yo les voy a decir – pues ya afirmé que no quiero hablar
por mí propio ni decidir en este asunto – antes oigan aquello que estas mentes ilustres
tienen para decirles, ellos que son faros en la Iglesia de Dios para dar luz a los otros, de
modo que ellos no pierdan el camino al Cielo. De este modo, guiados por la luz triple de la
fe, de la autoridad y de la razón, seremos capaces de dar respuesta a este grave asunto y
resolverlo con una certidumbre absoluta.
Jesús, lleno de Amor y compasión, nos muestra el camino al Cielo, pero muchas almas
están enredadas por las maldades y armadillas del demonio y siguen su camino
engañador, desciendo hasta las profundidades del Infierno.
Hablan los Teólogos más reconocidos
Noten bien que aquí no es cuestión de la raza humana tomada como un todo, ni de
todos los católicos tomados sin distinción, sino apenas de los católicos adultos, que tienen
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libre elección, y consecuentemente, son capaces de cooperar en la gran materia de su
salvación. Primero, consultemos los teólogos reconocidos que examinaron las cosas más
cuidadosamente y que no exageraron en sus enseñanzas: oigamos dos Cardenales eruditos,
Cajetano y (San Roberto) Belarmino. Enseñan ellos que el mayor número de cristianos
adultos se condena, y si yo tuviese tiempo para les señalar las razones en que ellos se basan,
Ustedes se convencerán de esto por sí mismos. Pero voy a limitarme aquí a citar Suárez (el
gran teólogo). Después de consultar todos los teólogos y de hacer un diligente estudio sobre
el asunto, él escribió: “El sentimiento más común que es mantenido es lo de que, entre los
cristianos, hay más almas condenados que almas predestinadas”.
Los Padres Griegos y Latinos nos enseñan
Añádase la autoridad de los Padres Griegos y Latinos a la de los teólogos, y
descubrirán que casi todos ellos dicen la misma cosa. Es esto el sentimiento de San
Teodoro, San Basilio, San Efrén y San Juan Crisóstomo. Y, lo que es más, según Baronio,
era opinión común entre los Padres Griegos que esta verdad había sido expresamente
revelada a San Simón Estilita y que él, después de tal revelación, decidió, para asegurar su
salvación, vivir de pie encima de un pilar durante cuarenta años, expuesto a las intemperies,
como modelo de penitencia y santidad para todos. Consultemos ahora los Padres Latinos.
Oirán San Gregorio a decir claramente:”Muchos alcanzan la fe, pero pocos el Reino de los
Cielos”. San Anselmo dice: “Son pocos los que se salvan”. Y San Agustín afirma, con aún
más clareza, “Por consiguiente, pocos son aquellos que se salvan, en comparación con
aquellos que se condenan”. Lo más alarmante es, sin embargo, San Jerónimo. Al fin de su
vida, en la presencia de sus discípulos, él pronunció estas palabras terribles: “De cien mil
personas cuyas vidas fueron siempre malas, difícilmente se encuentra una que sea
merecedora de indulgencia”.
Las palabras de la Sagrada Escritura
¿Pero por qué procurar las opiniones de los Padres y teólogos, cuando la Sagrada
Escritura resuelve esta cuestión tan claramente? Miren los Antiguo y Nuevo Testamentos, y
encontrarán una multitud de figuras, símbolos y palabras que señalan claramente esta
verdad: muy pocos se salvan. En el tiempo de Noé, toda la raza humana fue ahogada por el
Diluvio, y sólo ocho personas se salvaron en la Arca. San Pedro afirma: “Esta arca era la
figura de la Iglesia”, y San Agustín añade: “Y estas ocho personas que se salvaron
significa que muy pocos cristianos se salvan, porque hay muy pocos que renuncian
sinceramente al mundo, y aquellos que lo renuncian sólo en palabras no pertenecen al
misterio representado por aquella arca”. La Biblia dice también que sólo dos de dos
millones de hebreos entraron en la Tierra Prometida después de haber salido de Egipto, y
que sólo cuatro escaparon al fuego de Sodoma y de las otras ciudades quemadas que con
ella perecieron. Todo esto significa que el número de los condenados que serán lanzados al
fuego como paja es muchísimo más grande que lo de los salvados, los cuales el Padre del
Cielo reunirá en Su granero como trigo precioso.
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Las palabras de Jesús
Yo nunca más acabaría si tuviese que indicarles todas las figuras por las cuales la
Sagrada Escritura confirma esta verdad; nos contentaremos en oír el oráculo vivo de la
Sabiduría Encarnada. ¿Qué respondió Nuestro Señor a aquel hombre curioso del Evangelio
que Le pregunto: ¿“Señor, es verdad que son pocos los que se salvan”? ¿Por casualidad se
calló? ¿O contestó vacilantemente? ¿Por casualidad ocultó Él su pensamiento por miedo de
asustar la muchedumbre? No. Preguntado sólo por uno, Él se dirigió a todos los presentes.
Y les dijo: ¿“Me preguntas si sólo algunos serán salvados”? He aquí mi contestación:
“Esforzaos a entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán cómo
entrar, y no podrán”. ¿Quién está hablando aquí? Es el Hijo de Dios, Verdad Eterna, que en
otra ocasión dice aún más claramente, “Muchos, empero, son los llamados; mas pocos los
escogidos”. Él no dice que todos son llamados y que, de entre todos los hombres, pocos son
los escogidos, pero sí que muchos son llamados; lo que significa, según explica San
Gregorio, que de entre todos los hombres, muchos son llamados a la Verdadera Fe, pero
que, de entre ellos, pocos se salvan. Mis hermanos, son estas las palabras de Nuestro Señor
Jesucristo. ¿Son claras? Son la verdad. Díganme ahora si sea posible para Ustedes tener fe
en su corazón y no tremer.
La salvación en los diversos estados de la vida
Pero, ¡oh! Veo que, al hablar así de todos en general, estoy desviándome de mi
tema. Apliquemos entonces esta verdad a varios estados, y comprenderán que deben o
ignorar la razón, la experiencia y el sentido común de los fieles, o entonces confesar que la
mayor parte de los católicos será condenada.
¿Habrá en el mundo algún estado de vida más favorable a la inocencia, en el cual la
salvación parezca más fácil y del cual las personas tengan una idea más elevada, de que lo
de los sacerdotes, los lugartenientes de Dios? A la primera vista, ¿quién no pensaría que la
mayor parte de ellos es, no sólo buena, sino perfecta? Pero yo estoy horrorizado cuando
oigo San Jerónimo declarar que, aunque el mundo esté lleno de sacerdotes, difícilmente uno
en cien vive de un modo que esté en conformidad con su estado (vocación); cuando oigo un
siervo de Dios testificando que sabe, por una revelación, que el número de sacerdotes que,
en cada día, cae en el infierno es tan grande que se le parece imposible que hayan quedado
algunos en la tierra; cuando oigo San Juan Crisóstomo exclamar de lágrimas en los ojos:
“Yo no creo que muchos sacerdotes se salven; al contrario, creo que el número de aquellos
que se condenan es mayor”.
Miren aún más encima, y vean los prelados de la Santa Iglesia, pastores de la Santa
Iglesia, pastores que tienen las almas a su cargo. ¿Entre ellos, será por casualidad el número
de los que se salvan mayor de que el número de los que se condenan? Oigan entonces
Cantimpré; él nos cuenta un cierto acontecimiento, y Ustedes puedan tomar las
conclusiones. Había un sínodo que se realizaba en París, y a él asistía un gran número de
prelados y pastores de almas; el Rey y los príncipes vieron también, añadiendo lustro a
aquella asamblea con su presencia. Un predicador famoso fue convidado a predicar. Y,
mientras él estaba preparando su sermón, un demonio horrible le apareció y dijo: “Pone de
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parte tus libros. Si quieres hacer un sermón que sea útil a estos príncipes y prelados,
conténtate en decirles, de nuestra parte: ‘Nosotros, los príncipes de las tinieblas, os
agradecemos a vosotros, príncipes, prelados, y pastores de almas, porque debido a su
negligencia, el mayor número de los fieles se condenará; tenemos también guardado un
recompensa para vosotros, por este favor, cuando estarán con nosotros en el Infierno’”.
¡Ay de Ustedes que mandan en los otros! ¿Si se pierden tantos por su culpa, qué los
sucederá? ¿Si pocos de los que están en lugares preeminentes en la Iglesia de Dios se
salvan, qué los sucederá? Vean todos los estados, ambos los sexos, todas las condiciones:
maridos, esposas, viudos, chavales, chavalas, soldados, comerciantes, artesanos, ricos y
pobres, nobles y plebeyos. ¿Qué decimos sobre todas estas personas que viven tan mal? La
siguiente narrativa de San Vicente Ferrer les mostrará lo que podrán pensar sobre esto.
Cuenta él que un arcediano en Lyon dejó su cargo y se retiró a un lugar del desierto para
hacer penitencia, y murió en el mismo día y hora de San Bernardo. Después de su muerte,
él apareció a su obispo y le dijo: “Sabe, Monseñor, que a la misma hora en que yo morí,
murieron también treinta y tres mil personas. De este número, Bernardo y yo subimos al
Cielo inmediatamente, tres fueron al Purgatorio, y todas las otras cayeron en el Infierno”.
Nuestras crónicas relatan un acontecimiento aún más terrible. Uno de nuestros
hermanos, bien conocido por su doctrina y santidad, estaba predicando en Alemania.
Representaba él la fealdad del pecado de impureza de un modo tan fuerte que una mujer
cayó allí muerta de tristeza, ante toda la gente. Después, habiendo vuelto a la vida, dijo ella:
“Cuando yo fui presentada ante el Tribunal de Dios, sesenta mil personas llegaron al
mismo tiempo, provenientes de todas las partes del mundo; de aquel número, tres fueron
salvadas, pasando por el Purgatorio, y todas las restantes se condenaron”.
¡Oh, abismos de los juicios de Dios! ¡De treinta mil, sólo cinco se salvaron! ¡Y de
sesenta mil, sólo tres fueron al Cielo! Ustedes, pecadores que me escuchan, en qué
categoría serán Ustedes contados?... ¿Qué me digan?... ¿Qué piensan?...
Yo veo casi todos Ustedes a bajar la cabeza, llenos de asombro y horror. Pero
dejemos de parte nuestro espanto y, en vez de lisonjearnos unos a los otros, intentaremos
retirar algún provecho de nuestro miedo. ¿No es verdad que hay dos caminos que llevan al
Cielo: la inocencia y el arrepentimiento? Ahora, si yo les muestro que hay muy pocos que
toman uno u otro de estos dos caminos, concluirán, como personas racionales, que muy
pocos se salvan. Y para mencionar pruebas: en cual edad, empleo o condición no
encontrarán que el número de los perversos es cien veces más grande que lo de los buenos,
y de cada uno se podría decir:
¿“Los buenos son tan raros y los malos son tan numerosos”?
Podemos decir de nuestros tiempos lo que Salviano dijo del tiempo suyo: es más
fácil de encontrar una multitud innumerable de pecadores inmersos en todo tipo de
iniquidades que unos pocos hombres inocentes.
¿Cuántos servidores son totalmente honestos y fieles en sus deberes? ¿Cuántos
comerciantes son justos y equitativos en su comercio; cuántos artesanos son exactos y
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verdaderos; cuántos vendedores son desinteresados y sinceros? ¿Cuántos hombres de la ley
no olvidan la ecuanimidad? ¿Cuántos soldados no pisan bajo los pies la inocencia; cuántos
señores no retienen injustamente el salario de aquellos que los sirven, o no buscan dominar
sus subordinados?
Por toda parte, los buenos son raros y los malos numerosos. Quien no sabe que hoy
hay tanto libertinaje entre los hombres maduros, lascivia entre las jóvenes, vanidad entre las
mujeres, voluptuosidad en la nobleza, corrupción en la clase media, disolución en el
pueblo, descaramiento entre los pobres, de tal manera que se podría decir lo mismo que
David dijo de los tiempos suyos: “todos, por igual, se desviaron del bien… no hay ni uno
que practique el bien, ni siquiera uno sólo”.
Vaya a las calles y a las plazas, al palacio y a casa, a la ciudad y al campo, al
tribunal y a las casas de las leyes, y hasta al templo de Dios. ¿Dónde encontrará la virtud?
¡“Ay de nosotros”! clama Salviano, “excepto un número muy pequeño que huyen del mal,
¿qué es la asamblea de cristianos si no un pozo de vicio”?
Todo lo que podemos encontrar por toda parte es egoísmo, ambición, gula y lujuria.
¿No está la mayor parte de los hombres corrompida por el vicio de la impureza, y tenía San
Juan toda razón al decir. “Todo el mundo está asentado en la maldad”? Y no soy yo quien
les digo esto; la razón les obliga a creer que, de entre aquellos que viven tan mal, muy
pocos se salvan.
Pero, me dirá: ¿No puede la penitencia reparar con provecho la falta de inocencia?
Yo admito que es verdad. Pero también sé que la penitencia es tan difícil en la práctica,
nosotros no habiendo perdido así tan completamente el mal hábito, y de ella tan gravemente
abusan los pecadores, que sólo esto debería bastar para convencerles que muy pocos se
salvan por este camino. ¡Oh cuán inclinado, estrecho, lleno de espinos y horrible de ver y
difícil de escalar es él! Por donde quiere que miremos, sólo vemos vestigios de sangre y
cosas que recuerdan tristes memorias. Muchos debilitan sólo por verlo. Muchos se retiran
aun en el comienzo. Muchos caen de cansancio al medio camino, y muchos infelices
desisten al fin. ¡Y son tan pocos los que perseveran hasta la muerte! Dice San Ambrosio
que es más fácil encontrar personas que hayan conservado su inocencia de que encontrar
alguien que haya hecho la penitencia necesaria.
Horribles abusos de Confesión
¡Si se considera el Sacramento de la Penitencia, hay tantas Confesiones torcidas,
tantas disculpas estudiadas, tantos arrepentimientos engañadores, tantas falsas promesas,
tantas resoluciones ineficaces, tantas absoluciones inválidas! ¿Consideren válida la
Confesión de alguien que se acusa de pecados de impureza y sigue aún sujeto a las
ocasiones de cometerlos? ¿O la de alguien que se acusa de injusticias obvias y que no tiene
la más mínima intención de hacer cualquier reparación por ellas? ¿O la de alguien que cae
de nuevo en las mismas iniquidades inmediatamente después de ir a la Confesión?
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¡Oh, qué horribles abusos de un tan gran Sacramento! Uno se confiesa para evitar la
excomunión, otro para tener una reputación de penitente. Uno descarta sus pecados para
tranquilizar los remordimientos, otro los esconde por vergüenza. Uno los acusa
imperfectamente por malicia, otro los revela por hábito. Uno no tiene presente en su mente
el verdadero fin del Sacramento, otro no tiene el arrepentimiento necesario, y otro aún el
firme propósito de no volver a pecar. Pobres confesores, que esfuerzos hacéis para llevar el
mayor número posible de penitentes a aquellas resoluciones y actos sin los cuales la
Confesión es un sacrilegio, la absolución una condenación y la penitencia una ilusión.
Donde están ahora, aquellos que creyeron que, de entre los cristianos el número de
los que se salvan es mayor de que lo de aquellos que se condenan y que, para autorizar su
opinión, raciocinan así: la mayor parte de los católicos adultos mueren en sus camas,
armados con los Sacramentos de la Santa Iglesia, pero, ¿se salvan la mayor parte de los
católicos? ¡Oh, qué gran raciocinio! Deben decir exactamente lo contrario. La mayor parte
de los católicos adultos se confiesan mal a la hora de la muerte; por lo tanto, la mayor parte
de ellos se condena. Y digo “cuanto más cierto”, porque un moribundo que no se confesó
bien cuando tenía salud tendrá aún más dificultad en hacerlo cuando está de cama con el
corazón pesado, una cabeza inestable, una mente confundida; cuando tiene la oposición, de
muchas maneras, de objetos aún vivos, de ocasiones aún frescas, de hábitos adoptados, y
encima de todo de demonios que procuran todos los medios para lanzarlo en el Infierno.
¿Ahora, si juntan a todos estos falsos penitentes todos los otros pecadores, que
mueren inesperadamente en pecado, por ignorancia de los médicos o por culpa de los
parientes, que mueren por envenenamiento o por ser enterrados en terremotos, o de un
síncope, o de una caída, o en el campo de batalla, en una lucha, cogidos en una armadilla,
fulminados por relámpago, quemados o ahogados, no son obligados a concluir que la
mayor parte de los cristianos adultos se condena?
Es esto el razonamiento de San Juan Crisóstomo. Este Santo dice que la mayoría de
los cristianos, a través de su vida, camina por la estrada que va al infierno. ¿Por qué,
entonces, están tan sorprendidos con el hecho de que el mayor número vaya al infierno?
Para llegar a una puerta, Ustedes deben tomar el camino que allí conduce. ¿Qué va a
contestar a una razón tan poderosa?
La contestación, me dirá, es que la misericordia de Dios es grande. Sí,
para aquellos que Lo temen, como dice el Profeta; pero grande es también Su
Justicia para con aquellos que no Lo temen, y ella condena todos los pecadores
obstinados.
El Paraíso es sólo
para los cristianos
El Paraíso es para los cristianos, evidentemente, pero para aquellos que no
deshonran su carácter y que viven como cristianos. Además, si al número de cristianos
adultos que mueren en la gracia de Dios se añaden la multitud incontable de niños que
mueren después del bautismo y antes de alcanzar la edad de la razón, no estará sorprendido
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con lo que dice el Apóstol San Juan al hablar de aquellos que se salvan: “Yo vi una gran
multitud que nadie podría contar”.
Y es eso lo que engaña aquellos que pretenden que el número de los que se salvan,
de entre los católicos, es mayor de que lo de los condenados… Si a ese número añadimos
los adultos que conservan el manto de la inocencia, o que, después de lo hubiese manchado,
lo lavaran en lágrimas de penitencia, es cierto que el mayor número se salva; y tal explica
las palabras de San Juan: “Yo vi una gran multitud”, y estas otras palabras de Nuestro
Señor. “Muchos vendrán del Oriente y del Occidente, y festejarán con Abrahán, Isaac y
Jacobo en el Reino del Cielo”, y las otras figuras generalmente citadas a favor de esta
opinión.
El 11 de septiembre sucedió inesperadamente hace casi 8 años. Algunos
días más tarde, el Padre Gruner estaba disponible para bendecir los restos
mortales de un bombero. Aún hay mucho remordimiento por la pérdida de
vidas, pero aún más por la pérdida de almas que no están preparadas. ¿Y está
preparado el alma de Usted para el Día del Juicio? ¿Estará aprovechando los
beneficios de la Sagrada Confesión, de la Santa Misa y de la Sagrada
Comunión, antes que llegue SU ‘11 de septiembre’?
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Pero si Ustedes refieren a cristianos adultos, la experiencia, la razón, la autoridad, la
propiedad, y las Escrituras concuerdan en probar que la mayoría es condenada. No piensan
que, a causa de esto, el Paraíso está vacío; al contrario, es un reino muy poblado. Y si los
condenados son “tan numerosos como la arena del mar”, los que se salvan son “tan
numerosos como las estrellas del Cielo”, esto es, tanto unos como los otros son incontables,
aunque en proporciones muy diferentes.
Cierto día, San Juan Crisóstomo, predicando en el catedral de Constantinopla y
considerando estas proporciones, no pudo dejar de tremer de horror y de preguntar: ¿“De
este gran número de personas, cuántas pensaréis vosotros que se salvarán”? Y, sin esperar
por la contestación, añadió: “Entre tantos millones de personas, no encontraremos una
centena que se salve; y yo tengo dudas sobre esas cien personas”.
¡Qué cosa terrible! El gran Santo creía que, de tanta gente, ni una centena se
salvaría, y aun así, no estaba seguro de ese número. ¿Qué los sucederá, a Ustedes que me
escuchan? ¡Gran Dios, no puedo pensar en eso sin estremecerme! Mis Hermanos, el
problema de la salvación es una cosa muy difícil; pues, de acuerdo con las máximas de los
teólogos, cuando un fin exige grandes esfuerzos, sólo pocos lo alcanzan.
Es por eso que San Tomás, el Doctor Angélico, después de haber ponderado todas
las razones a favor y contra en su inmensa erudición, concluye finalmente que el mayor
número de católicos adultos se condena. Y dice: “Porque la bienaventuranza eterna
ultrapasa el estado natural, especialmente porque este fue privado de la gracia original,
hay un pequeño número que se salvan”.
Así, pues, quiten la venda de sus ojos, que está cegando Ustedes con el amor de sí
mismos, que los impide de creer en una verdad tan evidente, dándoles ideas muy falsas
sobre la justicia de Dios, “Justo Padre, el mundo no Lo conoció”, dijo Nuestro Señor
Jesucristo. Él no dice: “Padre Todopoderoso, Padre muy bueno y misericordioso”. Él dice
“Justo Padre”, para que comprendamos que, de todos los atributos de Dios, ninguno es
menos conocido que Su justicia, porque los hombres rechazan creer en aquello que tienen
miedo de afrontar. Por eso, quiten la venda que les cubre los ojos y digan con lágrimas:
¡Ay de nosotros! ¡El mayor número de los católicos, el mayor número
de los que viven aquí, tal vez de los que están en esta asamblea, será condenado!
¿Hay un asunto que sea más merecedor de nuestras lágrimas?
El Rey Xerxes, en cima de una colina, mirando su ejército de cien mil soldados
preparados para dar batalla, y considerando que ninguno de ellos estaría vivo en cien años,
fue incapaz de retener las lágrimas. ¿No tendremos nosotros más razones para llorar, al
pensar que, de tantos católicos, la mayor parte de ellos se perderá? ¿Este pensamiento no
debería hacer con que corriesen ríos de lágrimas de nuestros ojos, o por lo menos producir
en nuestro corazón el sentimiento de compasión que sintió un Hermano Agustino, el
Venerable Marcelo de San Domingos? Un día, cuando estaba meditando sobre los
sufrimientos eternos, el Señor le mostró cuantas almas fueron yendo al infierno en aquel
momento, y le mostró una carretera muy ancha en que
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veinte y dos mil pecadores estaban corriendo al abismo, chocando unos con los
otros. El siervo de Dios quedó espantado y exclamó: ¡“Oh, qué número! ¡Qué
número! Y aún vienen más. ¡Oh Jesús! ¡Oh Jesús! ¡Qué locura”! Déjenme
repetir, con Jeremías: ¿“Quién dará agua a mi cabeza, y una fuente de lágrimas
a mis ojos? Y lloraré día y noche por los muertos de la hija de mi pueblo”.
¡Pobres almas! ¿Cómo podrán correr tan apresuradamente al infierno? ¡Por
misericordia, paren y óiganme por un momento! O comprenden lo que significa ser salvado
y ser condenado por toda la eternidad, o no comprenden. Si comprenden y, a pesar de esto,
Ustedes no decidan a cambiar sus vidas hoy, hacer una buena Confesión y despreciar el
mundo, en una palabra, hacer todos los esfuerzos para ser contado en el pequeño número de
los que se salvan, los digo que no tienen la Fe. Tendrán más disculpa si no comprenden,
porque entonces se dirán de Ustedes que hayan perdido el juicio. Ser salvado por toda la
eternidad, ser condenado por toda la eternidad, y no hacer todos los esfuerzos para evitar
uno y asegurar el otro, es algo inconcebible.
La bondad de Dios
Tal vez aún no creen en las verdades terribles que acabé de enseñarles. Pero fueron
los teólogos más considerados, los Padres más ilustres que los hablaron a través de mí.
¿Entonces, pues, cómo podrán resistir las razones apoyadas por tantos ejemplos y palabras
de las Sagradas Escrituras? ¿Si, a pesar de eso, aún vacilan y si su mente se inclina en la
dirección opuesta, esta misma consideración no será suficiente para hacerles tremer? ¡Oh,
demuestra que no se preocupan mucho con su salvación! Sobre esta materia tan importante,
un hombre de buen sentido es más afectado por la menor duda del riesgo que corre de que
por la evidencia de la ruina total en otros asuntos en que el alma no está implicada. Uno de
nuestros Hermanos, el Beato Giles, solía decir que, si sólo un hombre hubiese de ser
condenado, él haría todo lo posible para certificarse de que no sería ese hombre.
¿Entonces qué debemos hacer, nosotros que sabemos que la mayoría será
condenada, y no sólo parte de la totalidad de los católicos? ¿Qué debemos hacer? Tomar la
resolución de pertenecer al pequeño número de los que se salvan. Dirán: ¿Si Cristo quería
condenarme, por qué es que Él me crió? ¡Silencio, lengua atrevida! Dios no crió nadie para
condenarlo; pero quien sea condenado, lo será porque quiere. Voy, por lo tanto, defender
ahora la bondad de mi Dios y absolverlo de toda la culpa: será esto el asunto de la segunda
parte.
Antes de continuar, pongamos de un lado todos los libros y todas las herejías de
Lutero y Calvino, y del otro lado los libros y herejías de los Pelagianos y de los SemiPelagianos, para quemarlos. Algunos destruyen la gracia, otros la libertad, y todos ellos
están llenos de errores; los lanzamos, por lo tanto, al fuego. Todos los condenados tienen en
la frente el oráculo del Profeta Oseas, “Tu perdición viene de ti”, para que comprendan que
quien es condenado, es condenado por su propia malicia y porque quiere ser condenado.
En primer lugar, tomemos por base estas dos verdades innegables: “Dios quiere
que todos los hombres se salven”, “Todos necesitan la gracia de Dios”. Pues bien, si les
muestro que Dios quiere salvar todos los hombres, y que, para ese fin, da a todos ellos Su
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gracia y todos los otros medios necesarios para alcanzar ese fin sublime, serán obligados a
concordar que quien sea condenado debe imputarlo a su propia malicia, y que, si la mayor
parte de los cristianos es condenada, es porque ellos quieren que así sea. “Tu perdición
viene de ti; tu ayuda sólo reside en Mí”.
Dios desea que todos
los hombres se salven
En una centena de lugares de las Sagradas Escrituras, Dios nos dice que Su deseo
es, en efecto, salvar todos los hombres. “Será Mi voluntad que un pecador muera, y no que
él se convirte de sus pecados y viva? … Yo vivo, dijo el Señor Dios. No deseo la muerte del
pecador, Convertid y vivid”. Cuando alguien desea mucho cualquier cosa, acostumbra
decirse que está muriendo por deseo; es una hipérbole. Pero Dios quiere y continúa a querer
Dios envió Su Madre Santísima, Nuestra Madre de Misericordia, a través de
Cuyo Cuidado Maternal nos aproximamos de Jesús. En la imagen en cima, en una
procesión de honor de Nuestra Señora de Fátima, vemos también Su Mensaje de
aviso, para que enmendemos nuestras vidas.
tanto nuestra salvación que murió de deseo, y sufrió la muerte para darnos vida. Esta
voluntad de salvar todos los hombres no es, por lo tanto, una voluntad afectada, superficial
y aparente en Dios; es una voluntad real, efectiva y benéfica, porque Él nos proporciona
todos los medios más apropiados para que nosotros nos salvemos. Él no nos da para que no
lo obtengamos; nos los da con una voluntad sincera con la intención de que alcanzaremos
sus efectos. Y si no los alcanzamos, El se muestra preocupado y ofendido por esa causa.
Ordena hasta a los condenados que los usen, para salvarse; los exhorta a que lo hagan; los
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obliga a hacerlo; y si no lo hacen, cometen un pecado. Por lo tanto, podrían hacerlo y de esa
manera ser salvados.
Y mucho más: como Dios ve que ni siquiera podemos hacer uso de Su gracia sin Su
ayuda, nos da otras ayudas; y si por veces no hacen efecto, la culpa es nuestra, porque con
estas mismas ayudas, una persona puede abusar de ellas y ser condenada con ellas, y otra
puede usarlas bien y ser salvada; podría ser salvada hasta con ayudas menos poderosas. Sí,
puede suceder que abusemos de una gran gracia y nos condenemos, mientras que otros
colaboren con una gracia menor y son salvados.
San Agustín exclama: “Si, por consiguiente, alguien se desvía de la justicia, ese es
llevado por su libre voluntad, guiado por su concupiscencia, engañado por su propia
persuasión”. Pero para quien no comprende la teología, he aquí lo que les tengo a decir:
Dios es tan bueno que, cuando Él ve un hombre corriendo a su ruina, el Señor corre atrás de
él, lo llama, lo amonesta y lo acompaña aun hasta las puertas del infierno; ¿qué no hará Él
para convertirlo? Le envía buenas inspiraciones y santos pensamientos, y si él no toma
provecho de ellos, muestra Su ira e indignación y lo persigue. ¿Para fulminar con él? No;
falla y le perdona. Pero el pecador aún no se ha convertido. Dios le envía una enfermedad
mortal. Ciertamente es el fin para él. No, mis hermanos, Dios lo cura; el pecador se torna
obstinado en el mal y Dios, en Su misericordia, procura otro camino; el Señor le da un año
más y, cuando ese año termina, le da aún otro más.
¡No acusen a Dios!
¿Pero si el pecador continúa a querer lanzarse en el infierno, a pesar de todo eso,
qué hace Dios? ¿Lo abandona? No. Le pega en la mano y continúa a predicarle, aun cuando
él tenga un pie en el infierno y otro fuera; le implora que no abuse de Sus gracias. Ahora les
pregunto, si aquel hombre es condenado, ¿no es verdad que es condenado contra la
voluntad de Dios y porque quiere ser condenado? Vengan ahora y preguntarme: ¿Si Dios
quería condenarme, por qué es que me crió?
Pecador ingrato, aprende hoy que, si estás condenado, no es Dios que debe ser
censurado, sino es tú y tu propia voluntad. Para persuadirte de esta verdad, descendamos
hasta las profundidades del abismo, y de allá te traeré una de aquellas almas que arden en el
infierno, para que él pueda explicarte esta verdad: Aquí está uno ahora: “Dime, quien eres
tú”? “Yo soy un pobre idólatra, nacido en una tierra desconocida; Nunca oí hablar del
Cielo ni del Infierno, ni de aquello que estoy a sufrir ahora”. ¡“Pobre infeliz”! Vete, no
eres aquel que yo busco”. Viene uno más; aquí está él. ¿“Quién eres tú”? “Yo soy un
cismático de los confines de Tartaría. Viví siempre en una nación no-civilizada, mal
sabiendo que existe un Dios”. “Tú no eres quien yo quiero; vuelve al infierno”. Aquí está
otra. ¿“Y quién eres tú? “Yo soy un pobre hereje del Norte. Nací abajo del Polo y nunca vi
ni la luz del sol ni la luz de la fe”. “También no es a ti que yo busco; vuelve al infierno”.
Mis Hermanos, el corazón rompe al ver, entre los condenados, estos pobres, estos infelices
que nunca conocieron ni siquiera la Verdadera Fe. Aun así, sepan que la sentencia de
condenación fue pronunciada contra ellos y que les fue dicho: “Vuestra condenación
proviene de vosotros”. Ellos fueron condenados porque lo quisieron ser. ¡Ellos recibieron
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tantas ayudas de Dios para salvarse! Nosotros no sabemos en que tales ayudas consistieron,
pero ellos lo saben bien, y ahora ellos claman: “Oh Señor, Tu eres justo… y Tus juicios son
de equidad.
Mis Hermanos, deben saber que la creencia más antigua es la Ley de Dios, y que
todos nosotros la llevamos en nuestros corazones; que ella puede aprenderse sin
profesor ninguno, y que basta tener la luz de la razón para conocer todos los
preceptos de esa Ley. Es por eso que aun los bárbaros se escondieron cuando cometieron
un pecado, porque tuvieron conciencia de haber procedido mal; y son condenados por no
haber observado la ley natural que está escrito en su corazón; porque, si ellos la hubiesen
observado, Dios antes habría hecho un milagro, de preferencia a dejarlos ser condenados;
Él les habría enviado alguien que los enseñase y les habría dado otras ayudas, de las cuales
ellos se hicieron indignos por no vivir en conformidad con las inspiraciones de su
conciencia, que nunca dejó de les avisar sobre el bien que ellos deberían hacer y sobre el
mal que ellos deberían evitar. Así siendo, fue su conciencia que los acusó en el Tribunal de
Dios, e que les dice constantemente en el infierno: “Tu perdición viene de ti”. No saben lo
que contestar y son obligados a confesar que merecen su destino. Pues bien, si estos infieles
no tienen disculpa, ¿habrá alguna disculpa para un católico que tenía tantos sacramentos,
tantos sermones, tantas ayudas a su disposición? Cómo osará él decir: ¿“Si Dios quería
condenarme, por qué es que me crió”? ¿Cómo osará hablar de esta manera, cuando Dios le
dio tantas ayudas para salvarse? Continuemos a confundirlo.
¡Vosotros que sufren en las profundidades, contestadme! ¿Hay algunos
católicos entre vosotros? ¡“Claro que hay”! ¿Cuántos? ¡Venga uno de ellos aquí en
cima! “Es imposible, ellos están muy allá al fondo, y traerlos aquí en cima sería rodar
todo el infierno al revés; sería más fácil impedir uno de ellos mientras allá está a caer”.
Por lo tanto, me dirijo a vosotros que vivís en el hábito del pecado mortal, en el odio,
en el abismo del vicio de la impureza, y que a cada día estáis más cerca del infierno.
Parad, y volved atrás; es Jesús que os llama y que, con Sus llagas, así como tantas
voces elocuentes, os grita: “Mi hijo, si estás condenado, sólo a ti mismo debes acusar:
‘Tu perdición viene de ti’. Levanta los ojos y ve todas las gracias con que te enriquecí, para
garantir tu salvación eterna. Podría haberlo hecho nascer en una floresta de la Barbaría; fue
lo que hice a muchos otros; pero le hice nacer en la Fe católica; hice con que fueses
educado por un buen padre y una madre excelente, con las instrucciones y enseñanzas más
puras. Si eres condenado a pesar de todo esto, ¿de quién es la culpa? Tuya, Mi hijo, tuya:
‘Tu perdición viene de ti’,
Podría haberte lanzado en el infierno después del primer pecado mortal que
cometiste, sin esperar por el segundo. Hice eso a tantos otros, pero contigo fui paciente,
esperé por ti durante muchos y largos años; aun hoy estoy esperando por ti en penitencia.
¿Si, a pesar de todo esto, eres condenado, de quién es la culpa? Tuya, Mi hijo, tuya: Tu
perdición viene de ti. Sabes cuantos murieron ante tus ojos y fueron condenados: era un
aviso para ti. Sabes cuantos otros puse en el buen camino para darte un buen ejemplo. ¿Te
recuerdas de lo que aquel excelente confesor te dijo? Yo fui quien lo hizo decirte eso. ¿Él
no te exhortó a que cambiases de vida y hicieses una buena Confesión? Yo fui quien lo
inspiró. ¿Te recuerdas de aquel sermón que tocó tu corazón? Yo fui quien te llevó allá. Y lo
que sucedió entre ti y Mí en el secreto de tu corazón, … eso nunca podrás olvidar.
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¿“Esas inspiraciones interiores, ese conocimiento claro, ese remordimiento
constante de conciencia, te atreverás a negarlo? Todos ellos eran más ayudas de Mi gracia,
porque Yo quería salvarte. Rechacé a darlos a muchos otros, y dilos a ti porque te amo
tiernamente. ¡Mi hijo, Mi hijo, si yo hubiese hablado con ellos con tanta ternura como hoy
te estoy a hablar, cuántas otras almas habrían regresado al buen camino! Y tu… y tú me
vuelves las espaldas. Oye lo que te voy a decir, porque estas son Mis últimas palabras: Me
costaste Mi Sangre, si quieres ser condenado, a pesar del Sangre que derramé por ti, no
pones las culpas sobre Mí; sólo a ti debes acusar, y por toda la eternidad, no olvides que, si
fueses condenado a pesar de Mí, fueses condenado porque quisiste ser condenado: ‘Tu
perdición viene de ti’”.
Oh mi buen Jesús, hasta las piedras partirían si oyesen palabras tan dulces,
expresiones tan tiernas. ¿Habrá aquí alguien que quiera ser condenado, a pesar de tantas
gracias y ayudas? Si haya uno, él que me oiga, resiste, si puede.
Baronio relata que, después del infame apostasía de Juliano el Apóstata, él concibió
un odio tal al Santo Bautismo que, día y noche, buscó una manera de borrar lo que había
recibido. Para ese fin, mandó preparar un baño de sangre de cabra y se metió en él,
queriendo que esta sangre impura de una víctima consagrada a Venus pudiese borrar de su
alma el carácter sagrado del Bautismo. Un tal comportamiento les parece abominable, pero
si el plan de Juliano hubiese tenido éxito, es cierto que sufriría mucho menos en el infierno.
Oh pecadores, el consejo que les quiero dar puede parecerles extraño; pero si lo
comprenden bien, es, al contrario, inspirado por una tierna compasión por Ustedes. Les
imploro de rodillas, por la Sangre de Cristo y por el Corazón de María, que cambien de
vida, que regresen al camino que lleva al Cielo, y que hagan todo lo que puedan para
pertenecer al pequeño número de los que se salvan. Si, al contrario, quieren continuar a
viajar el camino que lleva al infierno, busquen al menos una manera de apagar su
Bautismo. ¡Ay de Ustedes, si llevan el Santo Nombre de Jesucristo y el carácter sagrado del
Cristo grabado en el alma al infierno! Su castigo será aún mayor. He aquí, pues, lo que les
aconsejo que hagan: si no quieren convertirse, vayan ya, hoy mismo, a pedir a su pastor que
apague su nombre del registro bautismal, de modo a que no queda ninguna recordación de
haber sido alguna vez cristianos; ¡imploren a su Ángel Custodio que borre de su libro las
gracias, las inspiraciones y ayudas que él les dio, por orden de Dios; ¡porque ay de Ustedes
si él los recuerda! Digan a Nuestro Señor que los retire Su fe, Su Bautismo, Sus
sacramentos.
¿Están horrorizados con un tal pensamiento? Entonces échense a los pies de
Jesucristo y díganle, de lágrimas en los ojos y corazón contrito: “Señor, confieso que no
he vivido hasta ahora como un cristiano. No soy digno de ser contado entre Tus
electos. Reconozco que merezco ser condenado; pero grande es Tu misericordia, y,
lleno de confianza en Tu gracia, Te digo que quiero salvar mi alma, aun si tengo que
sacrificar mi fortuna, mi honor, hasta mi vida, si así es necesario para salvarme. Si
hasta ahora he sido infiel, me arrepiento y deploro y detesto mi infidelidad, y Te pido
humildemente que me perdones. Perdóname, buen Jesús, y fortaléceme también, para
que me pueda salvar. No Te pido riquezas, honor o prosperidad; Te pido sólo una
única cosa, que salve mi alma”.
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¡Y Tu, oh Jesús! ¿Qué dices? Oh buen Pastor, ve la oveja perdida que regresa a Ti,
abraza este pecador arrepentido, bendice sus suspiros y sus lágrimas, o antes, bendice estas
personas que están bien encaminadas y que no quieren más de que su salvación. Hermanos,
a los pies de Nuestro Señor, protestemos que queremos salvar nuestras almas, coste lo que
coste. Digámosle todos, de ojos humedecidos: “Buen Jesús, quiero salvar mi alma”. ¡Oh
benditas lágrimas, oh benditos suspiros!
Conclusión
Hermanos, quiero hoy despedirme de Ustedes, dejándoles confortados. Y si me
preguntan mis sentimientos en relación al número de los que se salvan, digo: Sean muchos
o pocos los que se salvan, digo que quien quiera salvarse, será salvado, y que nadie puede
ser condenado si no quiere. Y si es verdad que pocos se salvan, es porque hay pocos que
viven bien. Cuanto a los restantes, comparan estas dos opiniones: la primera dice que la
mayor parte de los católicos serán condenados; la segunda, al contrario, pretende que la
mayor parte de los católicos serán salvados. Imaginan un Ángel enviado por Dios para
confirmar la primera opinión, que viene a decirles que no sólo la mayor parte de los
católicos serán condenados, sino también que, de los que están aquí presentes, en esta
asamblea, sólo uno se salvará. Si obedecen a los Mandamientos de Dios, si detestan la
corrupción de este mundo, si abrazan la Cruz de Jesucristo en espíritu de penitencia, serán
lo que se salvó.
Imaginad ahora el mismo Ángel, que aparece para confirmar la segunda opinión.
Les dice que no sólo la mayor parte de los católicos serán salvados, pero aun que, de esta
congregación, sólo uno será condenado y todos los otros se salvarán. Si después de esto
continúan con sus usuras, sus venganzas, sus actos criminosos, sus impurezas, entonces
serán ellos que han de ser condenados.
¿Para qué sirve saber si pocos o muchos serán salvados? San Pedro nos dice: “Haga
buenas obras para asegurar su elección”. Cuando la hermana de San Tomás de Aquino le
preguntó lo que habría de hacer para ir para el Cielo, él le dijo: “Serás salvada si lo quieres
ser”. Les digo lo mismo, y aquí está la prueba de mi declaración. Nadie será condenado, a
menos que cometa un pecado mortal: esto es de la Fe. Y nadie comete un pecado mortal a
menos que quiera: ésta es una proposición teológica innegable. Por lo tanto, nadie va al
infierno a menos que quiera; la consecuencia es obvia. ¿No llegará esto para confortarles?
Lloren los pecados del pasado, hagan una buena Confesión, no pequen más en el futuro, y
serán todos salvados. ¿Por qué Ustedes atormentan a sí mismos? Porque es cierto que
tendrán que cometer un pecado mortal para ir al infierno, y que, para cometer un pecado
mortal, tendrán que querer cometerlo; y que, consecuentemente, nadie va al infierno a
menos que lo quiera. Esto no es apenas una opinión, es una verdad innegable y muy
confortante; que Dios les haga comprenderla, y que Él los bendiga. Amén.
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Comentario al
Pequeño número de aquellos que se salvan
En las primeras Reglas sobre el discernimiento de los espíritus, San Ignacio muestra
que es típico del espíritu maligno tranquilizar los pecadores. Por eso, debemos predicar
constantemente y aumentar la confianza y el deber de esperar en el infinito perdón y
misericordia del Señor, porque la conversión es fácil y Su gracia es muy poderosa. Pero
debemos también recordar que “no se burla de Dios”, y que quien vive habitualmente en el
estado de pecado mortal está en el camino de la condenación eterna.
Hay milagros de la última hora, pero, a menos que contrariemos, a decir que los
milagros hacen parte del andamiento normal de las cosas, somos obligados a concordar
que, para la mayoría de las personas que viven en el estado de pecado mortal, la
eventualidad más probable es la impenitencia final.
Las razones de San Leonardo de Porto Maurizio nos han persuadido. Son dignas de
ser oídas. Con elocuencia y claridad, desarrollan una consideración del Padre Lombardi en
su debate público con el jefe comunista italiano Velio Spano en Cagliari el 4 de diciembre
de 1948. “Estoy horrorizado cuando pienso que, si Usted continúa así, será condenado al
infierno”, dijo el Padre Lombardi al marxista Spano. Spano replicó: “No creo en el
infierno”. Y el Padre Lombardi contestó: “Precisamente; y si Usted continua así, será
condenado, una vez que, para evitar ser condenado, tiene que creer en el infierno”.
Podemos generalizar la respuesta del Padre Lombardi. Tal vez sea precisamente la
falta de fe sobrenatural que impide las personas de comprender profundamente la
transcendencia pastoral de predicar a la manera de San Leonardo de Porto Maurizio en su
aplicación a nuestra vida contemporánea. De cualquier manera, no es porque la moral sea
mejor en nuestros días de que en el tiempo del famoso misionario. Ningún tiempo sería
mejor para aplicar esta amonestación del Cardenal Pie: “Veo prudencia en toda parte, pero
rápidamente no veremos valor en parte ninguna; créame, si continuamos de esta manera,
moriremos con un ataque de sabiduría”. No de sabiduría divina, ciertamente, porque sólo la
prudencia mundana y carnal lleva a la vana sapiencia, que se burla del sermón de San
Leonardo.
La doctrina de San Leonardo de Porto Maurizio ha salvado y salvará almas
innumerables hasta el fin de los tiempos. He aquí lo que la Iglesia dice en la Oración del
Oficio Divino, Sexta Lección, al hablar de la elocuencia celestial de San Leonardo: Al
oírlo, hasta corazones de hierro y de bronce fueron poderosamente inclinados a la
penitencia, debido a la espantosa eficacia del sermón y del celo ardiente del predicador. Y
en la oración litúrgica pedimos al Señor que nos conceda el poder de convertir los
corazones de los pecadores empedernidos a través de las obras de predicación.
Este sermón de San Leonardo de Porto Maurizio fue predicado durante el reinado
del Papa Benedicto XIV (1740-1758), que tanto estimaba el gran misionario.
Extracto de Our Lady of the Rosary Library.
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