"Maestro, y lo besó”. Cuantas veces, Maestro, entregado al demonio Te he besado y llamado Señor al mismo tiempo. Cuantas veces cual Judas, ya entregado, Te entrego. ¿Cuántas veces, Señor, esclavizado, envilecido, enfangada mi alma y mi cuerpo, he dado el mancillado beso? ¡Señor!, ¡Maestro!, ¿por qué besarTe? ¿Por qué dejar en Tu mejilla, de mi asco ensalivada, mi ensalivado beso? ¿Por qué Tu amigo, al que escogiste cuando escogiste sólo a doce; al que llevaste aparte tantas veces a Palestina, para en delicada confidencia abrirme tu adolorido pecho, y hablarme de lo que te harían, de lo que te haría yo sin entonces saberlo. Cuántas veces posaste Tu mirada en mis asombrados ojos tan abiertos y el alma tan cerrada: Tú tan volcado, Tú tan de entrega; yo tan callado, tan frío, de Ti tan apartado. ¿Y por qué yo, Jesús? ¿Por qué es este amigo el que tuvo que hacerlo? ¿Por qué no otro, lejano, uno ajeno, uno que no fuera yo mismo? ¿Por qué este mismo, el que siempre te entregó, el que siempre te entrega? Estaba escrito. Estaba escrito en mi conciencia negra. Estaba escrito entre mis dedos cuando robaba. Yo mismo lo escribí y luego lo sellé con aquel beso, con este beso, con mis constantes besos. Setenta veces siete Te he besado, ennegrecido, traicionado. Setenta veces siete me has mirado. Setenta veces siete he vuelto el rostro al otro lado. ¡¿Hasta cuándo, Señor?! ¡Setenta veces siete a tu bondad, apelo! ¡¿Hasta cuándo, Maestro?!