La ley y su justicia Tres capítulos de justicia constitucional Gustavo

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La ley y su justicia
Tres capítulos de justicia constitucional
Gustavo Zagrebelsky
Traducción de Adela M ora Cañada
y M anuel M artínez N eira
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La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS
Segretariato Europeo per le Pubblicazioni Scientifiche
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C O L E C C IÓ N E S T R U C T U R A S Y [-PROCESOS
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d e re c h o
Título original: La legge e la sua giustizia.
Tre capífolí di giustizia costítuzíonale
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© Manuel Martínez Neira y Adela Mora Cañada,
para la traducción, 2014
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«Un abrirse a la vida del derecho»
«No dar nada por supuesto»
Dos respuestas a la pregunta de examen:
¿Qué es la justicia constitucional?
Turín, 2 de febrero de 2007
gencia, en su acepción más propia, es desde luego una condición anómala y grave
pero, sobre todo, temporal. De ello deriva, en efecto, la legitimidad de las medi­
das inusuales, pero no impide que estas pierdan su legitimidad si se prolongan en
el tiempo injustificadamente».
La justicia constitucional y las «virtudes pasivas». Estas son «válvulas
de escape» que permiten aliviar la presión sin que la Constitución estalle,
a la espera de tiempos mejores, es decir, a la espera de que se pongan en
marcha las fuerzas políticas, sociales y culturales a las que les corresponde
el restablecimiento de la normalidad constitucional. A veces, las que han
sido calificadas como «virtudes pasivas»72 de los tribunales constituciona­
les son más oportunas que el activismo. El momento de las virtudes pa­
sivas es el de la fragilidad de la Constitución y las turbulencias políticas;
el de las «virtudes activas», el de la Constitución fuerte y la tranquilidad
política. Los tiempos difíciles de fragilidad de la Constitución requieren
una mayor circunspección por parte de los tribunales, dado el peligro de
dejarse arrastrar por los acontecimientos políticos y de comprometer así a
la propia Constitución. El restablecimiento de la plena legitimidad cons­
titucional es tarea de la política constitucional, en el sentido más elevado
y comprensivo de la expresión. Cumplir esta tarea tiene sus exigencias:
su ritmo y sus medios no son los de la justicia constitucional. La propia
idea de sustituir la legitimidad constitucional mediante decisiones en el
nombre de la legalidad constitucional puede ser una ilusión peligrosa y
contraproducente en situaciones de crisis.
72. A. M . Bickel, «The Suprem e Court, 1960 Term-Foreword: The Passive Virtues»:
Harvard Law Rewiev (1961-1962), pp. 41 ss. El concepto de «virtudes pasivas», por oposi­
ción a las «activas», está en Tomás de Aquino, Sum m a Theologica, cuestión I, art. 1: son las
que «no pueden manifestarse en el acto de la propia actuación si no son m ovidas por las acti­
vas correspondientes». El uso que la fórm ula ha recibido entre los constitucionalistas es una
evidente adaptación que cambia el significado.
CONSTITUCIÓN Y JUSTICIA CONSTITUCIONAL.
PREMISAS DE TEORÍA E HISTORIA
UNA IDEA PEREN N E Y SITUACIONES CO N TIN G EN TES
1. En defensa de la Constitución
El ancla del Estado: Platón. La justicia constitucional es una conquista
reciente del derecho constitucional. N o obstante, la exigencia y los pri­
meros intentos de defensa de la Constitución son tan antiguos com o la
reflexión sobre los problem as planteados por la convivencia política de
la comunidad humana. En este contexto, pueden considerarse ejem pla­
res las consideraciones de Platón sobre los custodios de las leyes fun­
damentales, los nóm oi de la polis, a quienes él no consideraba instru­
mentos del poder de los más fuertes (como argumentaban los sofistas:
supra, pp. 42 ss.), sino ciencia y filosofía aplicadas a la sociedad bien
ordenada1. En un Estado perfecto en el que surgiese «un rey com o se
origina en los panales, que claramente sea superior física y espiritual­
mente», sería necesario encomendarse a tal rey, a su ciencia y sabidu­
ría, y no a leyes rígidas, que no se adaptan a las cambiantes circunstan­
cias de la vida:
Por otra parte, es evidente que en cierto m odo la legislación pertenece al
arte real: pero el ideal no consiste en que las leyes detenten el poder, sino
el varón real dotado de inteligencia. ¿Sabes el motivo? [...] L a ley no pod rá
nunca abarcar a un tiempo con exactitud lo ideal y más justo para todos y
luego dictar la más útil de las norm as; porque las desemejanzas entre los
hombres y los actos, y el hecho de que nada goza jamás, por así decirlo, de
fijeza entre las cosas humanas, no permiten que un arte, sea el que sea, im ­
ponga en cuestión alguna ningún principio absoluto valedero para todos los
casos y para todo tiem po [...] N o obstante, vemos que la ley tiende precisa­
1.
M . Isnardi Parente, Platone, R om a/Bari, Laterza, 1996, pp. 4 2 ss.
mente a ese principio, com o un hombre creído de sí m ismo e ignorante, que
a nadie consiente hacer nada contra su propio dictamen, ni deja que nadie
le pregunte, ni aun en el caso de que a alguien se le presente una situación
más favorable que la supuesta en sus ordenanzas2.
Pero, como tal rey-filósofo, dotado de virtudes políticas, no siempre o,
mejor dicho, casi nunca existe, «es necesario que los ciudadanos reunidos
escriban leyes, siguiendo las huellas de la forma de gobierno más verdadera
entre todas». De la imperfección de los gobernantes deriva la necesidad de
las leyes y, consiguientemente, la necesidad de que las leyes sean respeta­
das: las formas de gobierno —monarquía, aristocracia y democracia— se­
rán mejores en la medida en que garanticen este respeto. Justo como con­
clusión de las Leyes se lee:
Pero ¿no afirmamos que era preciso que hubiera en nuestra ciudad un con­
sejo form ado com o voy a decir? De una parte, los diez que en cada momen­
to sean mayores en edad de entre los guardianes de la ley; y también será
obligatorio que acudan a reunirse con ellos todos los que hayan obtenido
distinciones, y además los que habiendo vuelto sanos y salvos a sus casas
de los viajes hechos por el extranjero en busca de noticias que pudieran re­
sultar útiles en relación con la preservación de las leyes, hayan sido consi­
derados por aquellos otros, previo exam en, com o dignos de formar parte
en el consejo. Y adem ás de estos, es m enester que cada uno de ellos tome
consigo a uno de los jóvenes que no cuente m enos de treinta años de edad
y a quien en primer lugar habrá de ser el consejo mismo quien lo tenga por
merecedor de tal cosa en punto a naturaleza y educación; y con ello ya, que
pueda proponer el nombre del joven a los dem ás, y si los demás están tam­
bién de acuerdo, que lo tome consigo, y si no, que ¡a decisión tomada per­
manezca secreta tanto para los dem ás com o especialmente para el mismo
que haya sido rechazado. Y es necesario que el consejo se reúna al alba, es
decir, cuando a todos les dejan más tiem po libre sus restantes ocupaciones
de carácter público o privado [...] Yo aseguro que si se deja puesto este con­
sejo a manera de ancla para la ciudad entera, un ancla provista de cuanto es
propio de objeto tal, ello podrá salvarnos todo lo que querem os3.
Quien, en virtud de cualquier título, tiene relación con la justicia
constitucional debe conocer sus más antiguas y profundas raíces de his­
toria espiritual, de las cuales es testimonio el breve texto citado, rico en
detalles y matices.
2. Platón, E ! político 62 -6 3 , en E l político. M enón. Critón, M adrid, C EC, 1999,
pp. 2 9 4 -2 9 5 .
3. Platón, L as leyes, 96 1 , ed. de J . M . Pabón y M . Fernández-G aliano, 2 vols., Ma­
drid, CEPC, 1999, II, pp. 2 5 8 -2 5 9 .
«Conservar todo lo que queremos». Continuemos un poco más con
las Leyes de Platón:
Pues bien, también ahora parece que es preciso, si es que va a tener su debido
remate la fundación de nuestro país, que haya algo que conozca a su espíritu
ante todo eso que decimos, el objetivo, cómo resulta que es nuestro objetivo
político, y después, de qué manera hay que habérselas con él y cuál será, de los
textos legales mismos en primer término y de los hombres en segundo, el que
le esté aconsejando bien o mal. Y si se da alguna ciudad que esté desprovista
de un tal órgano, no es extraño que resulte insensata e ignorante [en referen­
cia a un pasaje previo en el cual se habla de la inteligencia y de los sentidos
como elementos de conservación de los seres vivos] como quien no hace más
que lo primero que le sale al paso en cada uno de los momentos o negocios,
procederá siempre acaso en todas sus acciones [...] Es preciso también, según
nos da a entender la argumentación que acaba de presentársenos, que ese con­
sejo tenga todo género de excelencias, la primera de las cuales es el no divagar
poniendo la mira en muchos sitios, sino fijarse en uno solo y contra ese estar,
como aquel que dice, descargando siempre todos los dardos4.
Esta máxima virtud política es la síntesis de «fortaleza, moderación,
justicia y prudencia»5, aptitudes todas ellas garantes de «todo lo que que­
remos conservar». Las garantías de la Constitución que han sido pensadas
a lo largo de los siglos expresan, en distintos contextos, la arraigada
tendencia a establecer reglas fundam entales de la convivencia política
(el ancla del Estado) y a defenderlas de la amenaza que proviene de una
imprevista decisión anómala. Para llevar a cabo dicha defensa, son nece­
sarios hombres dotados de fortaleza, moderación, justicia y prudencia.
Una función «conservadora». La vocación de la justicia constitucio­
nal se m anifiesta en estas palabras: la conservación de lo esencial. Su
primera realización práctica parece haber sido la nomothesía, una ins­
titución de la Atenas del siglo IV a.C ., que se remonta en realidad a So­
lón, y de la cual se encuentran menciones en las obras de Demóstenes,
Esquines y Andócides6. N o es firme el conocimiento histórico sobre mu­
chos aspectos de esta institución, en particular, sobre su relación con la
4. L a s leyes, 9 6 2 , cit., II, pp. 2 5 9 -2 6 0 .
5. L a s leyes, 9 6 3 , ibid., pp. 261 ss.
6. D em óstenes, Contra L eptin es, 8 9 -9 6 ; Contra T im orato, 2 0 -3 3 ; Esquines, Contra
Ctesifonte; una noticia en A ndócides, Sobre los m isterios, en Id., D iscursos y fragm entos,
M adrid, G redos, 2 0 0 8 , 83-84, p p . 2 2 6-227. («Y que tod as aquellas [ordenanzas] de que
haya adem ás m enester, que estos n om ótetas que acaban de ser nom brados por el Consejo,
así que las inscriban en tablas las expon gan ante los E pónim os, al alcance del que quiera
exam inarlas, y que adem ás las tram iten a los m agistrados durante este mes. Que estas le­
yes, conform e son tram itadas, las som etan prim ero a revisión el Consejo, y con él los qui-
asamblea popular legislativa7, pero está de acuerdo en que los nomótetas nombrados ad hoc por deliberación de la asamblea tenían el poder
de controlar las propuestas de leyes innovadoras (psephísmata) en de­
fensa de las leyes antiguas (n ó m o if. Su poder de control se ejercitaba
cada vez que había que m odificar o abrogar una ley existente, o intro­
ducir una nueva, y consistía en juzgar su compatibilidad con el derecho
anterior. Se trataba, por tanto, de una función de freno y estabilización,
una función propia de la esencia de la garantía constitucional. Una fun­
ción de este tipo también se ejercitaba en la asamblea legislativa por parte
de una comisión de cinco sinégoroi (abogados públicos, defensores de la
legalidad), nombrados con el fin de preservar el derecho tradicional. En
el procedimiento legislativo, por tanto, se había definido un momento
para el debate sobre la relación entre lo antiguo y lo nuevo con el fin de
defender lo primero frente a los posibles ataques y amenazas de lo segun­
do. En esta dialéctica, el nomos prevalecía no tanto por ser «superior»,
sino más bien por ser, simplemente, «anterior»: también se puede decir
que su larga duración lo hacía venerable ante los ojos de los contemporá­
neos y, por ello, superior.
L a conservación de la Constitución y el conservadurismo político. Si
hablamos de la «función conservadora» de estas medidas, hay que preci­
sar que esta no debe entenderse en el sentido político moderno, es decir,
en el de enfrentamiento entre conservadores y reformistas. La «conser­
vación» del nomos, de por sí, no tiene nada que ver con este sentido: la
conservación que defiende un contenido innovador es una innovación
desde el punto de vista político, mientras que su eliminación puede sig­
nificar una regresión conservadora. Conservación del nomos significa,
desde el punto de vista constitucional, la defensa de aquella continui­
dad que es un aspecto de la propia Constitución como norma durade­
ra, y que permite contemplar las novedades propuestas por la ley con
la garantía y la tranquilidad de que será conservado lo que es esencial,
y de que no existirán sobre esto controversias potencialmente destruc­
tivas. Conservador y reformista, aplicados a la función de garantía cons­
titucional o a la legislación, no tienen, por tanto, el mismo significado
y sentido.
nientos n om ötetas que nom braron los m iem bros de los d em os [en los que fue dividido el
pueblo a partir de la reform a de Clistenes]»).
7. M . H . H ansen, «Athenian ‘N om oth esia’», en Greek, R om an a n d Byzantine Stu­
dies, 1985, pp. 345 ss.; J. Bleicken, D ie athenische Dem okratie, Münich/Paderborn, 21994,
pp. 189 ss.; R. M artini, «II decreto di investiture dei nom oteti»; Dike (2000), pp. 113 ss.
8. H . J . Wolff, «N orm enkontrolle» und G esetzesbegriff in der attischen Demokratie,
H eidelberg, C . Winter, 1970.
2. Garantía política y garantía jurídica de la Constitución
Derecho y política en la garantía constitucional. El colegio de los nom ótetas, que hem os mencionado es un ejemplo del nexo que da lugar
a la Constitución, es decir, el nexo entre lo que podem os definir com o
el fin político (el mantenimiento de la continuidad en la vida colecti­
va, o sea, el rechazo de las fracturas que generan los conflictos) y los
medios jurídicos para realizarlo (la com paración entre las norm as y
la determinación de su relación). La continuidad es un dato político, la
com paración entre las norm as, el dato jurídico. Naturalmente, la m ez­
cla de los dos aspectos puede dar lugar a resultados distintos, según
se dé m ás énfasis al uno o al otro. La historia entendida com o historia
político-constitucional y com o historia de las ideas en materia consti­
tucional ofrece las más variadas combinaciones.
Constitución como norma y como situación. Los numerosos ejemplos
ilustrados por la historia y la literatura constitucional pueden distinguir­
se según que la función de defensa de la Constitución sea encomendada
a instancias neutrales o a órganos de tipo político. Normalmente, las pri­
meras están destinadas a defender la Constitución como derecho consti­
tucional abstracto (distintas versiones del derecho natural; normas cons­
titucionales escritas) frente a los abusos que puedan cometer los sujetos
de la Constitución; los segundos, por su parte, están destinados a defender
la Constitución como situación política constitucional concreta (régimen
político; Constitución material) frente a las amenazas externas o internas
por parte de las instituciones, movimientos o partidos que quieran alterar
las relaciones políticas constitucionales, o que tiendan a crear una crisis
constitucional para poder instalarse ilegalmente en el núcleo del Estado.
Se trata siempre de garantías constitucionales, pero en dos contextos con­
ceptuales y problemáticos radicalmente diferentes.
a)
Garantía de la Constitución como norma jurídica. Ejemplos del
primer tipo5 son los tribunos de la Constitución francesa del año VIII
(1 /9 9 ); los censores de la Constitución de Pensilvania del 177610, inspi­
9. Sobre ellos véase el capítulo introductorio de C. Schmitt, L a defensa de la C on s­
titución [1931], M ad rid , Tecnos, 1998.
10.
Constitución de Pensilvania (1 7 7 6 ), Sec. 4 7 : «Para que la libertad de la com uni­
dad se conserve intacta para siem pre, el segundo m artes de octubre del año 1783, y en ade­
lante el segundo m artes de octubre cada siete años, ios freemen de cada ciudad y con dado
elegirán m ediante votación secreta dos personas en cada ciudad y condado de este estado
que se denom inarán el Consejo de C ensores, que se reunirán el segundo lunes de noviem ­
bre siguiente a su elección; la m ayoría de [estos censores] constituirá quorum en tod os los
casos excepto p ara convocar a convención, para lo que deberán de estar de acuerdo d os ter-
rados en los consejeros de los que habla Baruch Spinoza en su Tractatus
politicus11. En Italia, entre los siglos xvm y xix, formularon propues­
tas de este tipo, muchas veces adoptando los nombres de la Antigüedad
clásica (el censor de las leyes, los éforos, los tribunos) Filangieri12, Verri13
y Pagano14.
El Estado del papa. En sus Proyectos de Constitución15, Antonio Ros­
mini Serbati imaginaba, para la singular unión de poder entre clérigos y
cios del número total de elegidos. Y su com etido será investigar si cada parte de la Constitu­
ción se ha m antenido inviolada, y si el legislativo y el ejecutivo del G obierno han realizado
sus obligaciones com o protectores del pueblo, o se han atribuido a sí m ism os, o ejercido,
otros o m ayores poderes que los que tuvieren derecho según la Constitución. También in­
vestigarán si los impuestos públicos se han establecido o recaudados con justicia en todas
las partes de la com unidad, en qué form a se han utilizado los dineros públicos y si las leyes
se han ejecutado adecuadam ente. Para este fin tendrán la potestad de requerir a personas,
docum entos y actas; estarán autorizados a aprobar votos públicos de censura, a ordenar jui­
cios por impeachment, y a recom endar al legislativo la revocación de las leyes que consi­
dere hayan sido prom ulgadas en contra de los principios de la Constitución. Continuarán
teniendo estas potestades durante el espacio de un año desde su elección y no más. Dicho
C onsejo de Censores tendrá tam bién potestad para convocar una convención, a reunirse
en el plazo de dos años desde su tom a de posesión [del cargo], si considerase ser absolu­
tam ente necesario m odificar cualquier artículo de la Constitución que sea defectuoso, ex­
plicar lo que considere no está expresado claram ente, y añadir lo que sea necesario para (a
conservación de los derechos y la felicidad del pueblo. Si bien los artículos que sean mo­
dificados y las enmiendas propuestas, y los artículos que se proponga añadir o abolir, de­
berán ser prom ulgados al m enos seis m eses antes del día elegido para tal convención, para
que el pueblo los pueda analizar con anterioridad y tengan una oportunidad de instruir a
sus delegados en la materia» (L. G rau, Orígenes del constitucionalism o am ericano III, Ma­
drid, Dykinson, 2 0 1 0 , pp. 171 y 173).
11. B. Spinoza, Tractatus p oliticus [1 677], VIII, 920.
12. En el opúsculo titulado «R iflessioni politiche sull’ ultim a legge del Sovrano che
riguarda Pamministrazione della giustizia» [1 7 7 4 ], en íd., L a scienza della legislazione I,
Florencia, Le M onnier, 1864, pp. 2 7 ss.
13. P. Verri, «Sulla interpretazione della legge», en Id., Scritti vari d i Pietro Verri, 1
vols., editados por G. Carcano, Florencia, Le M onnier, 1854, II, pp. 162 ss.; e Id., «Pen­
sieri sullo stato politico del M ilanese nel 1 7 9 0 », en ld ., Scrìtti inediti del conte Pietro Verri
m ilanese, Londres [Lugano], 1 8 2 5 , p p . 7 ss.
14. Véase L a storia d 'Italia de C. Botta, voi. X II, C apolago, Tip. Elvetica, 1833, libro
L, pp. 272 ss.; M . C. Pitassi, «Francesco M ario Pagano tra Vico e m aterialism o francese»:
Rivista di filosofia (1982), pp. 333 ss. Sobre las ideas del pensam iento constitucional ita­
liano de matriz ilustrada y decim onónica, M . Battaglini, C ontributi a lla storia del contro­
llo d i costituzionalità delle leggi, M ilán, G iuffrè, 19 5 7 , y J . Luther, Idee e storie di giustizia
costituzionale nell'O ttocento, Turin, G iappichelli, 1990.
15. A. Rosmini Serbati, Progetti di costituzione. Saggi editi e inediti sullo stato, ed.
de C. Gray, M ilán, Fratelli B occa, 1952, p assim y sobre todo pp. 41 ss. y 2 2 7 , de donde
proceden los pasajes referidos en el texto.
íaicos que él proyectaba para el Estado rom ano, un Tribunal Supremo,
formado por el colegio cardenalicio y destinado a hacer prevalecer la
justicia sobre la Constitución y sobre las leyes. El proyecto estaba cla­
ramente diseñado:
Entonces, cuando las Cám aras aprobaran un proyecto de ley que se creyera
que contenía alguna injusticia, sería arbitrio del soberano, antes de dar o ne­
gar su prom ulgación, remitirla a la decisión del Tribunal político supremo.
Si este tribunal juzgara injusta la ley, esta no podría presentarse a la prom ul­
gación del príncipe, sino que caería de por sí, sin que el Papa se enfrentase a
las C ám aras; estas no podrían ya proponerla sin modificaciones. La misma
minoría, incluso cualquier ciudadano [...] podría apelar frente a la decisión
de las cám aras al Tribunal Supremo hasta que la ley no fuera promulgada
por el Papa. Este sería el reino de la justicia y defendería los derechos de
la m inoría contra la opresión de la mayoría. Uno de los vicios principales
de los estados constitucionales es justo este, el sacrificio de la minoría por
la mayoría. El Tribunal Suprem o, que constituye un punto medio entre las
Cám aras y el Papa, impediría tan grave inconveniente.
En segundo lugar, en L a constitución según la justicia social, Rosmini propone una Corte Suprema de Justicia, elegida por los ciudadanos,
destinada a «velar sobre todos los poderes del Estado para que ningu­
no de ellos se exceda en sus límites y su actuación no vulnere de ningún
modo la justicia».
b) Garantía de la Constitución como situación. Com o ejemplos del
segundo tipo se pueden evocar los éforos de la Constitución de Espar­
ta, cuya institución atribuye la tradición a Licurgo16, y parecidos a los
cosm os que actuaban en C reta17. Aunque eran muchas veces conside­
rados junto a las instituciones referidas en el punto anterior, se trataba
en realidad de una m agistratura política representante de las cinco tri­
bus de Esparta, ejercía un poder de censura sobre la vida pública y pri­
vada, velaba sobre la educación de los jóvenes, y ejercitaba poderes de
policía para tener bajo control a los ilotas y a los extranjeros. Su tarea
16. Fuentes de conocimiento en H erodoto, H istoria, I, 65; Jenofonte, Constitución de
E sparta, 8, 3-4; Platón, L as leyes 6 9 1 -692; Aristóteles, Eolítica, 1313; V. G. Niccolini, «I re
e glí efori a Sparta»: Rivista di storia antica (1900), pp. 524 ss.; (1901), pp. 281 ss. y (1903),
pp. 363 ss.; N. Richer, Les Éphores. Études sur 1‘histoire et sur Limage de Sparte (viiF-ui* siè­
cle avant J.-C .), París, Publications de la Sorbonne, 19 9 8 ; P. Cartledge, «Spartan Justice or
the State o f the Ephors?»: Dike (2000), pp. 5 ss.; S. Sommer, D as Ephorat. G arant des spar­
tanischen Kosm os, St. Katharinen, Scripta M erkaturae Verlag, 2 0 0 1 ; A. M affi, «Studi recenti
sulla grande Rhetra»: Dike (2002), pp. 195 ss.; A. Luther, Könige und Ephoren. Untersuchun­
gen zur spartanischen Verfassungsgeschichte, Francfort M ., Antike, 2004.
17. Según A ristóteles, Política, 1 2 7 2 a, y E strabón, G eografía, X , 4, 14.
originaria, que degeneró en una especie de tiranía oligárquica, era pre­
servar la Constitución de Esparta y su continuidad, com o testimonia
Plutarco18: «Se dice que él [Teopom po, el rey que habría creado el eforato], criticado por su mujer porque habría transm itido de esta form a
a sus hijos un poder menor que el que había recibido, respondió: ‘En
realidad, por el contrario, es más grande, porque está destinado a ser
más duradero’», estando garantizado por un órgano de control contra
los abusos. El pasaje continúa así, siguiendo a Aristóteles19:
De hecho, el poder de los reyes, al perder sus excesos, se sustrajo a la envidia
y al peligro de padecer cuanto sucedió a los reyes de los mesenios y de los
argivos, que en ningún m odo habían aceptado m odificar o disminuir su po­
der a favor del pueblo. Esto sobre todo hizo evidente la capacidad y la clari­
videncia de Licurgo, si se tienen en cuenta las revoluciones y el mal gobierno
que padecieron los mesenios y los argivos, que pertenecían a ¡a misma raza y
lindaban con los espartanos.
La utopía. Estos ejemplos de la Antigüedad clásica sirvieron de inspira­
ción para los diseños de los utopistas modernos. Así, en relación con el in­
tento republicano de Oliver Cromwell, en L a República de Océana (1656)
de James Harrington20 aparecen dos colegios de sabios, los Conservators
of the Charter y los Conservators of the Liberty, dedicados a defender
la Constitución frente a las conspiraciones de la restauración monárquica.
Los senados. El ejemplo más significativo de garantía política de la
Constitución está representado en realidad por distintos tipos de sena­
dos (que no tienen sino una muy lejana relación con las segundas Cá­
m aras de las m odernas dem ocracias), com enzando claram ente con el
Senado rom ano. Se trata de asambleas m oderadoras típicas de las «cons­
tituciones m ixtas», destinadas a servir de centro de gravedad estabiliza­
dor de la vida política y a evitar la tiranía del rey o, tal vez, la del pue­
blo, o de quienquiera que posea el poder supremo, según las distintas
18. Plutarco, Vida de L icurgo, 7, 2-4 y 2 9 , 14.
19. A ristóteles, Política, 1313a.
20. En The Political Writing o f fa m e s H arrington. Representative Selections, ed. de
C. Blitzer, N u eva York, The Liberal Arts Press, 1955, pp. 35 ss. Un esbozo del pensamien­
to constitucional de H arrington y su ubicación en la época de Crom w ell, en G. Giarrizzo,
«Il pensiero inglese nell’età degli Stuart e della Rivoluzione», en Storia delle idee politiche,
econom iche e so ciali, dir. L . F irp o , I, L 'antich ità classica, Turin, U tet, 1 9 8 0 , p p . 251 ss.
y 27 7 (bibliografía). Sobre la im portancia de H arrington en los desarrollos de la justicia
constitucional en los Estados U nidos, M . Einaudi, L e origini dottrinali e storiche del con­
trollo giudiziario sulla costituzionalità delle leggi negli Stati Uniti d'Am erica, Turin, Giap­
pichelli, 1931, pp. 21 ss.
constituciones. Este es el significado que asume la referencia al Senado
en la república referida en L a República de Océana, o en el escrito «monarcómaco» Vindiciae contra tyrannos21. Pero este fue el caso del Sena­
do rom ano, según la fam osa interpretación de Polibio22 inspirada en la
idea de «Constitución m ixta» que tiene sus raíces en H erodoto23 y en la
cual el Senado tenía que representar el «principio aristocrático», junto
al democrático y al monárquico. Y así fue también en el caso del Sénat
Conservateur de la Constitución francesa del año VIII, a cual se asignó
la tarea de defender la Constitución liberal-censitaria contra las amenazas
del ala radical-revolucionaria y de las fuerzas autoritarias que más ade­
lante acabarían por dominar, con el ascenso de Napoleón I al poder (ya
que dicho órgano le abrió en realidad las puertas del poder, aceptando
sus abusos24). El mismo espíritu se encuentra en el «senado conserva­
dor», sobre el cual teorizó Gian Domenico Romagnosi como una de las
«cuatro ruedas» de la Constitución por él im aginada25. Función sim i­
lar era encomendada al Senado de la Constitución del 1852 de N a p o ­
león III, amenazada por las tendencias radical-republicanas. En general,
en las monarquías del período de la Restauración, al Senado se le asigna­
ba la tarea de m oderar el enfrentamiento entre el monarca y la represen­
tación popular, para evitar un enfrentamiento fatal (como había dem os­
trado la experiencia de la Constitución dualista francesa del 1 7 9 1)26.
Parlamentos de Antiguo Régimen. De forma aproximada, dichas asam­
bleas senatoriales han sido comparadas con los «parlamentos» de Antiguo
Régimen, órganos político-judiciarios de composición nobiliaria (la no­
blesse de robe, o sea, de toga), destinados a sopesar el poder del rey con­
trolando sus actos a través del poder de verificación o de «ratificación»27.
21. Stephanus Iunius Brutus (P. de M ornay), Vindiciae contra tyrannos sive, D e prin ­
cip as in populum , populoque in principem , legitim a potestate [1 579], donde el Sen ado
aparece com o m ed iador entre el príncipe y el pueblo, en nom bre de la m oderación, del
am or a la justicia, de la reverencia hacia la ley, de la aspiración a la libertad y de la p reo cu ­
pación p or la salvación de la patria.
2 2 . Polibio, H istoria, VI, 11-18.
23. H erod o to, H isto rias, III, 80 -8 2 . Interesa, G . Carillo, Katechein. Uno studio su lla
dem ocrazia an tica, N áp o les, Scientifica, 2 0 0 3 , pp. 31-38.
24 . D. Turpin, Contentieux constitutionnel, París, PUF, 19 8 6 , p. 16 ss.
25 . G . D. R om agnosi, L a scienza delle costituzioni, Turin 18 4 7 , publicación p o stu ­
ma, reelaboración de D ella costituzione di una monarchia nazionale rappresentativa, F ila­
delfia [Lugano], 1815.
26. M . de Staël, Considérations sur les principaux événements de la Révolution françai­
se, 3 vols., Paris, Delaunay, Bossange et M asson, 1818, vol. II, parte 3, cap. 2 («Prédiction
de M . N ecker sur le sort de la constitution de 1791»), pp. 179 ss.
27. Una anotación en G. L om b ard i, «N ote sul con trollo degli atti del sovran o negli
Stati sabaudi ad o p era delle suprem e m agistrature nel p erío d o d ell’A ssolutism o »; A n n a­
Una sola aspiración, diferentes actuaciones. Estos datos históricos
no han sido recordados por el mero placer de exhibirlos como en un
escaparate. Cada caso tendría que ser estudiado por sí mismo y en el
contexto constitucional general en el cual estaba destinado a actuar.
Por eso no sería posible inspirarse en todo esto para obtener preceden­
tes útiles para las diferentes instituciones m odernas. Pero estas refe­
rencias son, de todas form as, significativas de una aspiración general
a un sistema de relaciones constitucionales estables y protegidas, so­
bre la cual se ha llamado la atención ya al principio de este capítulo.
El amplio abanico de defensores de la Constitución, ideados a lo largo
de los siglos nos muestra un dato im portante: la am bigüedad de la no­
ción de «defensa de la Constitución», que deriva de las distintas con­
cepciones de «defensa» (neutral o política) y de «Constitución» (nor­
ma o situación).
L a definición de «justicia constitucional». En este trabajo, conforme
al significado actual de la expresión, se habla de la justicia constitucional
como un tipo particular de defensa de la Constitución, reservando esta
denominación a la resolución judicial, según normas jurídicas constitu­
cionales positivas, de las más altas controversias políticas. Dichas contro­
versias pueden ser de tres tipos: sobre actos jurídicos, sobre relaciones de
derecho constitucional y sobre comportamientos que implican una ame­
naza para la Constitución. Leyes, conflictos, delitos: pero es cierto que
el núcleo de la justicia constitucional es hoy la garantía frente a las leyes
inconstitucionales, es decir, frente al poder ejercido en form a legislativa
por las mayorías políticas.
3. Los presupuestos jurídicos y políticos de la justicia constitucional
Las condiciones del control de constitucionalidad de las leyes. La garantía
judicial del derecho constitucional que analizamos se afirma históricamen­
te cuando se dan dos condiciones, am bas necesarias, ninguna de las dos
suficiente: la primera de carácter formal, relativa a la Constitución como
norma jurídica; la segunda de naturaleza político-social, relativa a la
connotación pluralista de la sociedad que la Constitución organiza y a su
disponibilidad a someterse a decisiones judiciales en materia constitucio­
nal. El significado, el alcance y los límites de la justicia constitucional solo
pueden, por tanto, incluirse en su fundamento en relación con estas con­
diciones, cambiantes según las épocas constitucionales.
li della Scuola speciale per archivisti e bibliotecari d ell’Università di R om a (enero-junio
de 1962).
4. La Constitución del Antiguo Régimen
Constitución o caos constitucional en el Antiguo Régimen. Los ordena­
mientos políticos prerrevolucionarios no conocían constituciones en
el sentido moderno del término. N o estaban regidos por un cuerpo sis­
temático y completo de normas elaboradas deliberadamente, dotadas de
valor preeminente y consignadas por escrito en una carta constitucional.
Sus reglas constitucionales se afirmaban como cristalización de relaciones
y equilibrios entre las distintas fuerzas constitucionales concurrentes (la
monarquía, la Iglesia y la nobleza, la burguesía, etc.), cada una interesa­
da en promover su propia condición. En la época de los grandes debates
constitucionales de la Revolución francesa, se discutía si la monarquía
que reinaba desde hacía tantos siglos en Francia tenía una Constitución.
Los Monarchiens, en contraste con los republicanos revolucionarios, res­
pondían en sentido afirmativo, pensando en la configuración política fun­
damental del reino, que los «providencialistas» en el sentido de Joseph
de Maistre consideraban una manifestación de la voluntad divina en la
historia y, como tal inviolable por parte de los hombres28: «uno de los
grandes errores de un siglo que los ha padecido todos, fue creer que una
Constitución política pudiera ser escrita y creada a priori, cuando la ra­
zón y la experiencia nos demuestran que una Constitución es una obra
divina»29. La «Constitución política» del Antiguo Régimen, a los ojos de
la doctrina constitucional republicana revolucionaria, era, por el contra­
rio, la negación de lo que a la luz de las nuevas doctrinas debía entender­
se por «Constitución». Desde el nuevo punto de vista, que negaba toda
idea apriorística en los asuntos políticos, el sistema del Antiguo Régimen
debía considerarse, en todo caso, un desorden, creado de la peor manera,
sin ningún tipo de plan, espontánea y arbitrariamente y, en consecuencia,
fruto de la pura fuerza «a través de continuos intentos de la nación y de
la nobleza, para obtener, la primera, derechos, la segunda, privilegios, y
de los esfuerzos de la m ayoría de los reyes para imponer su propio po­
der absoluto»30. En conclusión, en el Antiguo Régimen, si se hablaba de
Constitución31, se hacía entendiendo la configuración concreta de es­
28. Véase J . de M aistre, Consideraciones sobre Francia [1796], M adrid, Tecnos, 1990,
cap. VIIÍ, pp. 79 ss.
29. «Incipit» de L e principe générateur des constitutions politiques et des autres ins­
titutions hum aines, en Id., Considérations sur la France, cit., p. 211.
3 0. M . de Staël, Considérations sur les principaux événements de la Révolution françai­
se, cit., vol. I, parte 1, cap. 11 («Y avair-il une constitution en France avant la révolution?»),
p. 117.
31.
L o s térm inos de este debate, crucial para la form ación de la noción m oderna de
Constitución, pueden leerse en D. Richet, L a France moderne. L’esprit des institutions, Paris,
Flam m arion, 1973.
tas líneas de tensión política que, según las nuevas ideas constitucionales
del Setecientos, habrían m erecido la denom inación de caos, y no de
Constitución.
Los pactos constitucionales particulares. Existen docum entos que
expresan acuerdos concretos entre facciones enfrentadas. En efecto,
nobleza, m onasterios, ciudades y profesiones negociaban los deberes
y privilegios frente al soberano. El m ás conocido de estos contratos
constitucionales es la M agna Charta Libertatum de 1215, que procla­
ma determ inadas libertades o privilegios de los feudatarios frente al
poder del rey. De form a similar, es decir, com o ordenación de las rela­
ciones de poder entre dos partes contrapuestas, se explican la Petition
o f Rights de 1628, el Agreement o fth e People de 1653 y el Bill o f Rights
de 1689. Acuerdos del mismo tipo eran frecuentes en todos los estados
prerrevolucionarios, en los territorios alemanes, la m onarquía france­
sa o los estados italianos. Son algo así com o «contratos de gobierno»
(icontrats de gouvernement, Herrschaftsverträge). Estos docum entos se
denominan constitucionales por las m aterias reguladas, no porque pre­
tendieran dar una ordenación global e irrevocable a la configuración
política del Estado32. Se trataba solo de regulaciones (en su mayoría
transitorias, sujetas a nuevas y continuas negociaciones, aunque a ve­
ces de gran im portancia y alcance histórico-político, com o los textos
de la historia constitucional inglesa, que han contribuido de manera de­
cisiva al desarrollo del constitucionalism o) de las relaciones particula­
res entre los sujetos que conservaban su originaria libertad de acción.
Las constituciones «sin autor». El resultado eran unas ordenaciones
constitucionales desprovistas de autor genérico, fuera este el rey-sobera­
no, el pueblo o la nación. La «Constitución» del Antiguo Régimen era in­
voluntaria, ya que era el producto de fuerzas dirigidas a fines particula­
res. En realidad, nadie la había deseado y, en cambio, era continuamente
rechazada por los esfuerzos de quienes intentaban mejorar su propia po­
sición. Por tanto, se podía hablar de una «Constitución» en sentido mate­
rial pero solo mirando al pasado o al presente. Para el futuro, cada fuer­
za se consideraba autorizada a romper el equilibrio intentado renegociar
condiciones m ás favorables para sí: el rey para ganar poder, la noble­
za y el clero para conseguir privilegios, el pueblo para obtener derechos
(según la expresión de Madame de Stael). Los documentos constitucio­
nales del Antiguo Régimen sancionan con frecuencia el estado en el que
32.
O. Brunner, «M o d e rn e r V erfassungsbegriff und m ittelalterliche Verfassungsge­
schichte», en M itteilungen des Instituts fü r Österreichische G eschichtsforschung, 1939,
p p. 5 1 3 ss.
las relaciones han quedado después de intensos períodos de lucha política
y constituyen la plataforma de base para posteriores enfrentamientos de
poder, a la vista de nuevas ordenaciones.
Una Constitución fluida. Esta situación material de la Constitución
no podía permitir el surgimiento de forma alguna de justicia constitucio­
nal33. Faltaba la premisa esencial: un cuerpo de reglas, formalmente di­
ferenciadas y reconocibles, fijas y obligatorias para el futuro y aceptadas
en general como norma objetiva de las relaciones entre los sujetos políti­
cos. Solo la sujeción a reglas de este tipo puede justificar la aplicación y
la garantía por parte de un órgano tercero e imparcial, como un tribunal
o corte constitucional. Pero esta sujeción era precisamente lo que faltaba
en una situación constitucional fluida por naturaleza. Podían existir «cá­
maras de conciliación» o «consejos» junto al soberano, con el encargo de
dirimir las controversias particulares entre el soberano y los estamentos,
entre los distintos estamentos, y entre los estamentos y los súbditos. Los
«parlamentos» del Antiguo Régimen, como se ha dicho, eran elementos
esenciales de este equilibrio, sirviendo de contrapeso aristocrático al p o ­
der soberano mediante la «ratificación» de las disposiciones de este úl­
timo. Pero, siendo también ellos parte en el equilibrio, no eran órganos
«terceros» de justicia constitucional. Si lo hubieran sido, hubieran debi­
do juzgar según reglas generales y abstractas, prejuzgando así el futuro
y cristalizando las relaciones políticas sobre bases de reglas intangibles,
reglas que, en cuanto tales, no eran conformes con el contexto constitu­
cional del Antiguo Régimen.
5. L a Constitución revolucionaria
La Constitución según la concepción moderna. El presupuesto jurídicoform al de la justicia constitucional se concreta en la época de las re­
voluciones am ericana y francesa. Es entonces cuando la Constitución
adquiere el significado de norm a constitutiva y reguladora de la vida
política que opera en un ámbito propio y objetivo, al margen de las re­
laciones de fuerza entre los sujetos constitucionales. Por primera vez se
concibe com o norma capaz de conformar, por sí sola, la vida constitu­
cional. Desde entonces, las relaciones constitucionales de tipo material
ya no hacen la Constitución (como sucedía en el Antiguo Régimen), sino
que es la propia Constitución la que define las relaciones constitucionales
materiales. En concreto, se aísla de la vida política un conjunto de reglas
fundamentales que se independizan de los acontecimientos constitucio33 .
A. Blondel, L e contróle juridictionnel de la constitutionnalité des lois. Étude cri­
tique com parative. É tats Unis-France, París/Aix-en-Provence, Sirey, 19 2 8 , pp. 139 ss.
nales contingentes, y se basan en el reconocimiento general y convergen­
te por parte de todas las fuerzas constitucionales, teniendo todas ellas
una actitud de «lealtad constitucional», una categoría de la lucha políti­
ca que excluye, como enem igos y traidores, a los «anticonstitucionalistas», tal como eran antes enemigos y traidores los conspiradores contra
el rey. Las «convenciones» nacionales o asambleas constituyentes a las
que acuden, juntos, todos los componentes de la sociedad abiertos a esa
lealtad son la expresión concreta de esta disponibilidad general para un
trabajo común de individualización de una esfera de vida pública fun­
damental, neutral respecto al conflicto político, una esfera regulada por
normas sancionadas solemnemente en un texto escrito e intocables en
el desarrollo ordinario de los episodios políticos cotidianos. El fin per­
seguido por estas convenciones o asambleas constituyentes es algo pa­
recido al pactum societatis y al pactum subiectionis que cierto contractualismo de los siglos XVII y XVIII había teorizado como base — expresa,
tácita o tan solo hipotética (como si)— de la convivencia civil, una base
secularizada que sustituía a la autoridad mediante la sujeción al derecho
divino a través de la cual se regían las monarquías del Antiguo Régimen.
E l «pactum societatis» y el «pactum subiectionis». Se manifiesta de
esta forma la principal función de la Constitución: fijar los presupues­
tos de la convivencia entre todos, es decir: a) los principios universal­
mente reconocidos como esenciales para la vida en común y b) las reglas
de ejercicio legítimo del poder público, principios y reglas situados, de
una vez por todas, fuera y por encima del conflicto político. Por tanto,
la Constitución es algo sobre lo que no se vota34; o, mejor dicho, no se
vuelve a votar más después de haberla votado. Sirviéndonos de antiguas
y venerables concepciones, se puede afirmar que la Constitución fija y
define el pactum societatis con el que se acuerdan las condiciones de la
convivencia; y, sobre la base de este acuerdo, con el que se aleja la ame­
naza del conflicto extremo, es decir, de la guerra civil, puede estipularse
el pactum subiectionis, con el cual nos obligamos recíprocamente a obe­
decer las decisiones del gobierno legítimo, es decir — en democracia—
del poder de la mayoría que actúa conforme a las reglas y respetando los
principios contenidos en el pactum societatis^. Ambos pactos — que en
una Constitución solo pueden separarse conceptualmente— son necesa-
34. L a expresión es una cita de la opinión del juez del Tribunal Suprem o americano
Robert Jackson , en el caso West Virginia State Board o fE d u c a tio n vs. Barnette de 1943
sobre la tutela de la bandera nacional y la libertad de expresión.
35. A propósito, N . Bobbio, «II giusnaturalism o», en Storia delle idee politiche, economiche e sociali, dir. L, Firpo, IV. JJetá m oderna, to m o I, edición de N . Bobbio et al.,
Turín, Utet, 1980, pp. 540 ss.
ríos: sin sociedad, el gobierno cae en la tiranía; sin gobierno, la sociedad
se hace pusilánime. En esta visión, que es una pura y simple conceptualización simplificadora de realidades históricas complejas contempladas
desde el punto de vista contractualista, la justicia constitucional puede
concebirse como el instrumento a través del cual los ciudadanos, que
han estipulado entre ellos el doble contrato que hemos delineado, «dele­
gan» en una autoridad cualquiera el control del Gobierno, para que este
último respete las condiciones que hacen legítimos sus actos de imperio.
Se entiende así que la justicia constitucional es, esencialmente, una fun­
ción social y no gubernativa.
E l contractualismo monista. Del contractualismo dual (que prevé los
dos contratos, social y de sujeción) se deben separar las teorías contractualistas monistas que prevén un solo pacto, a través del cual todos ceden
integralmente a un tercero su autonom ía natural, en ¡a medida en que
los otros hagan lo mismo. Se trata a) del pactum unionis bajo un gobier­
no común, concebido por Hobbes como cesión total de la autonomía por
parte de los individuos al soberano e interpretado, en términos jurídicos,
como un pacto o contrato a favor de un tercero, el soberano; y b) del
contrat social de Rousseau, que contempla la asociación sin cesión algu­
na de autonomía o, mejor dicho, con total cesión de la autonomía de los
particulares a un sujeto, la sociedad, constituida por los propios indivi­
duos, y que, por tanto, supondría una cesión, por así decir, a ellos mis­
mos36. En ambos casos, el esquema contractualista monista comporta la
configuración de un poder absoluto: del soberano o de la asamblea de
los ciudadanos. En lo que se refiere a la titularidad del poder soberano,
se trata de concepciones contrapuestas. Com o concepciones absolutistas
del poder, no obstante, ambas excluyen la posibilidad de una función de
garantía constitucional, porque conllevan la existencia de un legisladorjusto (el príncipe o la asamblea de los ciudadanos en los que las partes y
el todo se vuelven indistinguibles): dicho legislador, justo en cuanto tal,
no admite límites al contenido de sus actos (supra, p. 26).
6. M arsball y Sieyés
Existe, por tanto, un nexo claro y lógico entre las constituciones moder­
nas y la justicia constitucional. Este nexo está en la base de los dos gran­
des discursos que fundan la justicia constitucional, en los Estados Unidos
y en Francia, en la época de sus primeras constituciones: la decisión del
36.
A este respecto, sobre analogías entre las posiciones de Rousseau y de Spinoza,
véase ibid., pp. 5 3 0 ss.
Tribunal Supremo en el caso Marbury vs. Madison de 180337, elaborada
por el juez Marshall, y la propuesta del abate Sieyés de 179538.
Marshall. La «doctrina» del juez Marshall, despojada de los argumen­
tos propios del derecho constitucional de los Estados Unidos, se encuentra
en una argumentación de carácter general, expuesta como argumentación
lógica coherente a partir de una premisa de hecho incontestable, la exis­
tencia de una Constitución como norma dotada de valor superior al de la
ley: por tanto, una argumentación valida siempre que se dé tal premisa.
Su formulación, que recalca la «doctrina» de Hamilton descrita anterior­
mente (p. 127), es la siguiente:
Es afirm ación dem asiado obvia p ara ser rech azada que o la C onstitución
impide que las leyes se opongan a sus prescripciones, o el legislador puede
modificar la Constitución con una ley común. Entre estas dos proposiciones
alternativas no existe un punto m edio: o la Constitución es la ley suprema
inmodificable por m edios ordinarios, o al contrario se sitúa en el mismo
nivel que las leyes ordinarias y, com o estas, puede m odificarse siempre que
así lo decida el legislador. Si es verdadera la prim era parte de la alternativa,
entonces la ley contraria a la Constitución no es una ley; si resulta en cam­
bio verdadera la segunda, entonces las constituciones escritas son un inten­
to absurdo de limitar un poder, por naturaleza, ilimitable. Pero ciertamente
— continúa la decisión— todos los artífices de la Constitución han creído
haber elaborado la ley fundamental y suprem a de la nación: consecuente­
mente, el principio válido, tanto en este caso com o en cualquier otro ré­
gimen con Constitución escrita, debe ser que un acto del poder legislativo
opuesto a la Constitución es nulo. En conclusión: si una ley se opone a la
Constitución, el juez deberá elegir entre la aplicación de la ley, con la con­
37. R eproducida en todas las recopilaciones de m aterial jurisprudencial estadouniden­
se: por ejem plo, en P. G. Kauper, Constitutional Law . Cases and M aterials, Boston (Mass.)/
Toronto, Little Brown & C o., 51980, pp. 1 ss. L o s fundam entos teóricos de la decisión pue­
den leerse en C. G . Haines, The American D octrine o f Ju d icial Suprem acy, Berkeley, Uni­
versity o f California Press, 21923, pp. 193 ss. L o s sucesos que condujeron a la decisión his­
tórica, su estructura argum entativa, el contexto político-cultural en el que se produjo y las
repercusiones en el desarrollo del judicial ret/iew en los E stados Unidos han sido reconstrui­
dos por B. Barbisan, N ascita di un mito. Washington, 2 4 febbraio 1803. M arbury v. Madi­
son e le origini della giustizia costituzionale negli Stati Uniti, Bolonia, II M ulino, 2008. Los
precedentes, la influencia de las concepciones del derecho natural y los caracteres especí­
ficos del caso decidido por el Tribunal Suprem o en aquella histórica circunstancia fueron
cuidadosam ente reconstruidos por M . Einaudi, L e origini dottrinali e storiche..., cit.
38. J.-E. Sieyés, O pinión su r la Ju rie constitutionnaire, París, 1795, analizado p or Blon­
del, Le contróle juridictionnel de la constitutionnalité des lois, cit., pp. 170 ss., y reproduci­
do en P. Pasquino, Sieyés et l ’invention de la constitution en France, París, O. Jacob, 1998,
y en J.-E. Sieyés, Opere e testim onianze politiche I. Scritti editi, II, ed. de G. Troisi Spagnoii,
Milán, Giuffré, 1993, pp. 811 ss.
siguiente falta de aplicación de la Constitución o la aplicación de la C on sti­
tución con la consiguiente falta de aplicación de la ley, evidentemente, solo
la segunda opción es com patible con los principios enunciados.
L a Constitución de los Estados Unidos no atribuye expresamente al
Tribunal Supremo, ni en general a los jueces, el poder de no aplicar los
actos, en primer lugar los legislativos, contrarios a la Constitución. M u ­
chos constituyentes, temiendo el arbitrio del legislador, habían deseado
personalmente que los tribunales tuvieran un poder de supervisión de la
ley del Parlamento, conforme a una tradición nunca abandonada en el
derecho anglosajón39. Pero esta aspiración levantó una gran oposición y
por ello quienes la respaldaban prefirieron no insistir, para no obstacu­
lizar seriamente la aprobación de la Constitución. Estos últimos confia­
ban, de todas formas, en las potencialidades lógicas que se encontraban
en la propia Constitución escrita y que darían su fruto, en el momento en
que se dieran las condiciones concretas40.
Sieyés. La garantía Constitucional que el abate Sieyés propuso al ré­
gimen de Termidor — el jury constitutionnaire, una asamblea de más de
cien miembros, a mitad de camino entre la «política» y la «judicial», y
antecedente del Sénat conservateur de la Constitución de 1799 (supra,
p. 271)— es explicada en estos términos:
Una Constitución es un cuerpo de leyes obligatorias, en caso contrario, no
es nada. Si es un cuerpo de leyes, nos preguntamos ¿dónde estará el guar­
dián, dónde estará la m agistratura de este código? Es necesario poder res­
ponder. Un descuido sobre este punto sería tan inconcebible com o ridícu­
lo en el orden civil; ¿por qué habría que tolerarla en el orden político? Las
leyes, cualesquiera sean estas, suponen la posibilidad de su violación, de lo
cual deriva una exigencia real de hacerlas observar. Estoy, por tanto, au to­
rizado a preguntar: ¿a quién habéis nombrado para tramitar los recursos
contra la violación de la Constitución? ¿La magistratura civil os parecería
ser capaz de cumplir con esta suprem a misión? N o, no se puede desconocer
tanto la im portancia del acto constitucional com o para reducirlo a ser nada
m ás que un título del C ódigo civil. Estos errores están dem asiado distantes
de vuestros pensam ientos y vosotros me decís que sería perder el tiem po si
quisiera insistir en dem ostrar la necesidad de un freno constitucional [...] Yo
atribuyo tres tareas al jury constitutionnaire: 1) que vigile fielmente el m an­
39. V éanse, M . Einaudi, L e origini dottrinali e storiche..., cit., pp. 19 ss., y M . C a p ­
pelletti, Il controllo giudiziario di costituzionalità delle leggi nel diritto com parato, M ilán,
Giuffrè, 1 9 6 8 , p p . 41 ss.
40 . J . B. Thayer, «The O rigin and thè Scope o f thè Am erican Doctrine o f Constitutional Law », en fd., L egai E ssays, Boston (M ass.), The Boston Book Com pany, 1908,
pp. 1-39.
tenimiento del legado constitucional; 2) que se ocupe, al abrigo de toda pa­
sión funesta, de todas las opiniones que puedan servir para perfeccionar la
Constitución; 3) por último, que ponga a disposición de la libertad civil un
recurso de equidad natural, en las ocasiones graves en las que la ley emitida
para tutelar los derechos haya olvidado su justa garantía. En otros térmi­
nos, yo considero el jury constitutionnaire 1) com o un tribunal de casación
en el orden constitucional; 2) como un laboratorio para la propuesta de las
enmiendas que la ocasión dem andara que fueran incluidos en la Constitu­
ción; 3) por último, como un suplemento de jurisdicción natural válido para
rellenar las lagunas de la jurisdicción positiva. Sería una ingenuidad pensar
en la observancia fiel de una ley que no tuviese más garantía que la buena
voluntad. Una ley cuya ejecución está basada solo en la buena voluntad se­
ría como una vivienda cuyo suelo se apoyara sobre las espaldas de quienes
viven en ella. Es inútil decir qué es lo que, tarde o tem prano, sucederá.
—> Ecos actuales de la propuesta de Sieyés. Esta propuesta, al ser solo eso, y al
desmentirse sus presupuestos de teoría constitucional por prevalecer la sobera­
nía de la asamblea legislativa y lo que de ella derivaba, es decir, por el consi­
guiente «legicentrismo», no ha sido estudiada com o merecería. Y esto no solo
en relación con el primer punto, que prefigura un control de constitucionalidad
de los actos estatales asignado a un órgano de jurisdicción ad hoc y una con­
cepción de la Constitución com o «legado» hereditario de una generación a otra
(una concepción moderada y «continuista», parecida a la descrita con similares
expresiones por Hamilton en el texto citado supra [p. 127], opuesta a las revo­
lucionarias de ruptura entre generaciones, siempre libres respecto a las anterio­
res), sino también en relación con la segunda y a la tercera competencias. Estas
evocan temas y argumentos de la edad clásica (sabemos todo lo que la época re­
volucionaria había tomado de la historia y retórica política de Atenas y Roma).
La reserva de la propuesta de reform a constitucional estaba justificada por la
necesaria cautela en los procesos para la modificación de la Constitución vigen­
te, ya que era justo en estos momentos cuando los conflictos políticos se ma­
nifestaban con su máxima fuerza (recordemos las discusiones de la Antigüedad
clásica sobre la estabilidad del nómos y la sospecha que recaía sobre quien hu­
biera propuesto su modificación). Su poder de «suplemento de justicia natural»,
a su vez, recuerda la discusión, también clásica, sobre los límites del «gobierno
de las leyes», es decir, de las prescripciones generales y abstractas cuando entran
en contacto con la continua variedad de los casos de la vida.
L a capacidad de eocpansión de «Marbury vs. Madison». La diferencia
fundamental entre las posiciones de M arshall y Sieyés podría describir­
se así: para Marshall, el control de constitucionalidad existe, aunque
no se haya explicitado por escrito; para Sieyés, no existe, y por eso es
necesario preverlo por escrito. Para el prim ero, resulta implícito en la
lógica de la Constitución; para el segundo, no y, si debe existir, debe
ser instituido.
En síntesis, la argumentación de Marbury vs. Madison se estructura
en estas tres proposiciones: a) la Constitución es la ley suprema; b) la ley
ordinaria no puede contradecir la Constitución porque, de lo contrario,
esta no sería ya ley suprema; c) en el caso de incompatibilidad entre ley y
Constitución, los jueces deben dejar de aplicar la ley, para poder aplicar
la Constitución. Estas tres proposiciones ¿están ligadas por un nexo de
implicación lógica necesaria y suficiente? Una vez afirmada (a) ¿derivan
de ella de forma necesaria (b) y (c)? Normalm ente se dice que sí y, consi­
guientemente, se piensa que el control judicial de constitucionalidad de
las leyes (el judicial review o f legislation) es el natural desarrollo de todo
ordenamiento jurídico basado en una Constitución rígida (o «ley supre­
ma» o «superior») y, por tanto, su apéndice. Y por eso, sobre la base de
análogas consideraciones, el judicial review se ha consolidado «espontá­
neamente» también en otros sistemas jurídicos, y la introducción de sis­
temas de justicia constitucional alternativos al judicial review, como los
de origen europeo, centrados en órganos y trámites ad hoc, se ha defen­
dido precisamente para oponerse a la tendencia a la autoinvestidura de
ese poder de control sobre la ley por parte de los jueces comunes.
Sobre el primer punto — la difusión «espontánea»— , se deben men­
cionar, en primer lugar, además de alguna esporádica aplicación en orde­
namientos como el griego, el portugués y el noruego41, las discusiones
provocadas en Europa por doctrinas jurídicas manifiestamente inspiradas
en el concepto de Constitución como «norma suprema»42. Partían de este
concepto para promover la instauración de un control de constituciona­
lidad de la ley también en otros ordenamientos, en virtud de la lógica ju­
rídica; un control que, de no haber sido organizado ad hoc, habría tenido
que ser modelado sobre el «natural», de origen norteamericano.
N o ha sido solo una discusión académica. En Alemania, una senten­
cia del Tribunal del Reich de 1925 (la Aufwertungsurteil [decisión sobre
41. Sobre ello, M . From ont, L a justice constitutionnelle dans le m onde, Paris, Dalloz, 1996, pp. 15 ss.
42 . Véanse las doctrinas de L. D uguit, reconstruidas por E. Pisier, «Léon D uguit et
le contrôle de la constitutionnalité des lois: p aradoxes pour p aradoxes», en D roit, institu­
tions et systèm es politiques. M élanges en hom m age à M aurice Duverger, Paris, PUF, 1987,
pp. 189 ss., y R. C arré de M alberg, L a loi, expression de la volonté générale, Paris, Sirey, 1 9 3 1 , p. 126 (doctrinas que M . H auriou, Principes de droit public, Paris, Sirey, 21916,
p. 7 9 9 , consideraba, p o r el contrario, subversivas, respecto a la exigencia de la «obéissan­
ce préalable»). V éase tam bién H . Kelsen, Teoría pura del derecho [1960], Buenos Aires,
E udeba, 19 6 3 , cit. trad. it. L a dottrina pura del diritto, Turin, Einaudi, 1966, p. 303: «Si
la Constitución no contiene ninguna disposición concerniente a quién debe controlar la
constitucionalidad de las leyes, los órgan os autorizados p o r la Constitución para aplicar
las leyes (y los tribunales en particular) tam bién están autorizados [tácitamente] para de­
sarrollar este control».
la revaluación], una especie de Marbury vs. Madison alemana, pero que
no tuvo éxito) contiene los siguientes argumentos:
[El principio de sujeción de los jueces a la ley] no excluye que el juez pue­
da no reconocer la validez de una ley del Reich o de alguno de sus precep­
tos cuando se hallen en contradicción con otros preceptos que el juez debe
observar. Tal es el caso cuando una ley contradice un precepto contenido
en la Constitución del Reich y en cuya aprobación no se han seguido las
condiciones establecidas [...] para una reform a constitucional. Pues los pre­
ceptos de la Constitución del Reich solo pueden ser derogados por una ley
de reform a de la Constitución correctamente aprobada. Por ello continúan
siendo vinculantes para el juez frente a las disposiciones contrarias de una
ley posterior [...], obligándole a dejar sin aplicación las disposiciones con­
trarias de la ley posterior. Puesto que la Constitución del Reich m ism a no
contiene ningún precepto en virtud del cual la decisión acerca de la constitucionalidad de las leyes del Reich fuera sustraída a los tribunales y transferida
a otra instancia, hay que reconocer el derecho y el deber del juez de controlar
la constitucionalidad de las leyes del Reich*3.
Esta última proposición indica que, frente a una Constitución con­
cebida com o norma superior a la ley, la alternativa se da entre la «natu­
ral» competencia de los jueces para controlar la ley inconstitucional y la
«artificial» previsión de sistemas de control previstos ad hoc, y que el si­
lencio de la Constitución no significa ausencia del control, sino más bien
su ejercicio por parte de los tribunales. Tertium non datur: una Consti­
tución concebida como norma superior a la ley, sin control de constitu­
cionalidad, es una contradicción, algo sin sentido.
El «privilegio» del legislador. A la luz de este planteamiento, se entien­
de también que la asignación del control de constitucionalidad a tribunales
instituidos ad hoc, diferentes de los tribunales comunes, haya podido ser
definida como un «privilegio del legislador»44, un «privilegio» que el siste­
ma descrito en Marbury vs. Madison desconoce. Esta expresión indica, en
primer lugar, que el legislador tiene su juez especial que opera mediante
trámites particulares y está formado por personal no exclusivamente judi­
cial, capaz de tener debidamente en cuenta, junto a las exigencias de los
derechos constitucionales, las exigencias propiam ente políticas que ex­
presa la ley (aquí también operan lex y ius); en segundo lugar, indica que
la ley debe ser obedecida y aplicada por los jueces (y, por tanto, por todos
43 . Un com entario en P. C ruz V illalón, L a form ación del sistem a europeo de control
de constitucionalidad (1 9 1 8 -1 9 3 9 ), M ad rid , C E C , 19 8 7 , pp. 89 ss.
44. El con cepto y la expresión aparecen en una de las prim eras decisiones del Tribu­
nal Constitucional Federal alem án (BVerfGE, 1, 19 5 1 , pp. 184 ss.).
los «justiciables») mientras no sea declarada su inconstitucionalidad por la
única instancia competente con efectos erga omnes. La eficacia obligatoria
de la ley, en los sistemas de control ad hoc —eficacia que, en nuestra doc­
trina, ha sido definida como «ejecutoriedad»—, se basa en una «presun­
ción de legitimidad» como una condición para considerar el derecho como
orden u ordenamiento jurídico45. Carl Schmitt expresó este concepto ha­
blando de «über-legale Prämie auf den legalen Besitz der legalen Macht»
(«premio supralegal para el titular legal de la fuerza legal»)46. Otros auto­
res47 han hablado de la necesidad de la «obéissance préalable» («il s’agit
de savoir de quel côté est le préalable, si c’est du côté de l’autorité qui
commande ou si c’est du côté du sujet qui obéit; si le sujet, avant d’obéir,
peut soulever la question préalable de la légalité de l’ordre ou bien si, au
contraire, il est obligé d’obéir avant de soulever la question de la légalité.
Faire passer le préalable du côté de la légalité, c’est détruire l’obéissance
préalable aux ordres du gouvernement, c’est détruire le droit propre du
gouvernement. L’autorité souveraine... est celle qui n’a pas besoin d’avoir
raison pour justifier ses actes»).
El significado del control constitucional asignado a un órgano espe­
cial, y sustraído, por tanto, a la competencia de los jueces ordinarios, se
expresa así en una decisión del Tribunal Constitucional Federal alemán
(Bundesverfassungsgericht) en la que se aclara por qué las leyes, y no las
disposiciones administrativas, están dotadas de dicho «privilegio»48:
Es tarea del Tribunal Constitucional Federal evitar que los jueces se coloquen por
encima de la voluntad del legislador, federal o de los Länder, no aplicando las le­
yes que ha aprobado porque según esos jueces esas leyes son incompatibles con
la Ley fundamental [Grundgesetz] o con el orden jerárquico del derecho federal
y del derecho de los Länder. El control judicial general está, por tanto, limitado
a una afirmación incidental de la constitucionalidad. En caso de negación de la
constitucionalidad, los jueces disponen solo de un derecho de examen preliminar
[debiendo remitir la «cuestión incidental» al juez constitucional, com o en Italia],
Se excluye, por tanto, el prejuicio de la potestad legislativa. El peligro para la po­
4 5 . Se encuentran consideraciones m uy precisas sobre la protección del legislador
derivada del control «europ eo» de constitucionalidad de las leyes en L. L acon i, L a C o sti­
tuzione della Repubblica nei lavori preparatori della Assem blea costituente VI. C om m is­
sione p er la Costituzione. A dunanza plenaria, Rom a, Cam era dei Deputati, Segretariato
generale, 1970, 1 de febrero de 19 7 4 , pp. 292 ss.
46 . C. Schmitt, L egalität und Legitim ität [1932], ahora en Id., Verfassungsrechtliche
Aufsätze aus den Jahren 1924-1954, Berlin, Duncker Sc Hum blot, 31985, p. 2 8 8 ; trad. it.
«Legalità e legitimità», en Id., Le categorie del politico, ed. de G. M iglio y P. Schiera, Bolonia,
Il M ulino, 1972, pp. 223 ss. [Legalidad y legitimidad, G ranada, Com ares, 2006].
47. M . H auriou, Principes de d roit public, cit., pp. 7 9 9 ss.
48. BVerfGE, 2 0 m arzo 19 5 2 , en BVerfGE, 2, 19 5 2 , en particular pp. 198 ss.
testad legislativa, que deriva de la extensión del derecho de los jueces de contro­
lar la validez de la ley, fue precisam ente una de las principales preocupaciones
que jugaron en contra de la admisión de un poder de control generalizado a fa­
vor de los jueces.
A este poder, «ya que puede llevar a la negación de la validez de las
normas jurídicas, se unen también el peligro para la certeza del derecho
y el riesgo de disolución del ordenamiento jurídico». Este peligro
se ha evitado asignando el control de constitucionalidad a órganos especiales, en
los que «participa» el propio legislador [a través de la intervención en el nombra­
miento de los jueces] [...] De todo esto derivó la posterior indicación de que el juez
está vinculado a la ley aprobada de manera formalmente correcta mientras no se
haya declarado expresamente su incompatibilidad con la Constitución. Por último,
del principio fundamental de separación de poderes derivó la obligación de la ju­
risprudencia de reconocer [la fuerza obligatoria de] los actos del poder legislativo.
—► Un ejemplo de aplicación de la lógica de «Marbury vs. M adison»: el caso de la
justicia constitucional en Israel. También el Estado de Israel tiene su caso Marbury
vs. Madison. Se trata de la decisión del Tribunal Supremo United Mizrahi Bank vs.
Migdal Cooperative Village, de 1995, redactada por su presidente Aharon Barak49.
Los datos constitucionales relevantes podían parecer, a prim era vista, negativos.
Israel, por una serie de razones histórico-político-religiosas, no ha podido dotar­
se de una Constitución en sentido propio, aunque la Declaración de independen­
cia (15 de mayo de 1948) preveía la elección de una Asamblea con fines de tipo
constituyente. Pero con el paso de los años, la Knesset (Cámara de los diputados)
ha ido aprobando una serie de «leyes fundamentales» (basic laws), en una especie
de proceso constituyente «por etapas», relativas a diferentes cuestiones material­
mente constitucionales (por ejemplo, la misma Knesset, los territorios de Israel, el
Gobierno, la economía pública, el ejército, la capitalidad de Jerusalén, el ordena­
miento judicial). Estas leyes, desde el punto de vista formal, no son diferentes de
todas las demás (salvo en el título). En 1992, por último, se aprobaron dos leyes
fundamentales, la primera sobre la libertad de trabajo, la otra sobre la dignidad
y la libertad humanas. Contienen un catálogo de derechos, aunque incompleto
(desde el punto de vista de las democracias liberales: faltan la igualdad, la libertad
religiosa y de conciencia, por ejemplo, pero pueden ser «recuperadas» en el con­
cepto de dignidad), y «todas las autoridades del Estado» están obligadas a respe­
49.
En Israel L aw Review (1997), pp. 7 6 4 ss. y en N . Dorsen et al., Com parative Cons­
titutionalism. Cases and M aterials, St. Paul (M inn.), Thom son, 20 0 3 , pp. 103 ss. Sobre el
contexto político de tal decisión, R. Hirschl, Towards Juristocracy. The Origins an d Con­
sequences o f the New Constitutionalism , Cam bridge (M ass.)/Londres, H arvard University
Press, 20 0 4 , pp. 21 ss. Entre los num erosísim os com entarios, véase en la doctrina italiana,
T. G roppi, «La Corte suprem a di Israel: la legittimazione della giustizia costituzionale in una
dem ocracia conflittuale»: Giurisprudenza costituzionale (2000), pp. 3543 ss.
tarlos. Algunas de esas norm as prevén, para su propia modificación, un «refor­
zamiento»: en particular, la modificación debe ser indicada expresamente y debe
ser aprobada por mayorías especiales. Esta circunstancia abrió un debate acerca
de la capacidad del Parlamento para autovincularse y acerca del destino de una ley
posterior incompatible, aprobada sin respetar las cláusulas agravantes. Ya a partir
de 1969, el Tribunal Supremo había afirmado la invalidez de este tipo de leyes.
Pero la cuestión de fondo, si Israel tenía una Constitución, es decir, si las leyes
fundamentales podían configurarse, en cuanto tales, com o una Constitución, y
si una Constitución de este tipo podía servir de base para una función de garan­
tía contra las leyes inconstitucionales, fue resuelta solo con la decisión de 1995
citada al principio. Su argumentación es incluso más audaz que la de Marshall.
Aquí escribimos algunos pasajes, el primero relativo a la Constitución, el otro
relativo al control de las leyes inconstitucionales, a) La prim era Knesset fue con­
vocada, en virtud de la D eclaración de independencia, con el deber de dar a
Israel una Constitución. Este poder fue expresamente transmitido desde la prime­
ra Knesset a las sucesivas (la llamada «declaración Harari»), con el consentimien­
to difuso de todo el pueblo, titular de la soberanía. En el momento en que el Tri­
bunal Supremo reconoce valor constitucional, es decir, valor de norma suprema,
a las Leyes fundamentales no hace otra cosa que dar expresión a la soberanía po­
pular, de la cual es órgano, b) Pero, si la Constitución es norma suprema, ¿cuál
será la sanción para las leyes inconstitucionales? En general, se puede decir que la
respuesta depende, en primer lugar, de las previsiones de la Constitución misma,
que puede establecer sanciones y trámites contra tales leyes. Pero ¿cuál es la regla
si la Constitución no dice nada al respecto? L a respuesta a esta pregunta depen­
de de la cultura y de la tradición de las que el sistema legal es parte. Existen dos
tradiciones jurídicas. La primera, dominante en Europa durante todo el siglo xix,
atribuye a la Constitución carácter vinculante, pero, en virtud del principio de
la soberanía parlamentaria y de la separación de poderes, la violación de la Cons­
titución no determina la nulidad de la ley y las cortes no tienen poder para decla­
rarla. Pero este punto de vista, según la decisión examinada, es un punto de vista
superado. En cambio, otra tradición y otra cultura jurídica sostienen que las leyes
inconstitucionales sean dejadas de lado, para evitar así la incompatibilidad. Esta
responsabilidad de defender la Constitución no le incumbe al legislador (que es el
mismo autor de la ley inconstitucional), sino a los tribunales. La conclusión que
se deriva es que el hecho de que la Constitución no diga nada sobre este punto
(como en efecto ocurre con las Leyes fundamentales de Israel) implica el poder de
los tribunales para controlar la constitucionalidad de las leyes y su poder de decla­
rar nula la ley inconstitucional.
Incluso el Tribunal Supremo está de acuerdo con la idea estadounidense: una
vez que existe una Constitución entendida com o «ley suprema» (y este era el ma­
yor obstáculo que superar en Israel), de ella deriva de forma «natural» la compe­
tencia de los tribunales para controlar la inconstitucionalidad de la ley. La argu­
mentación de Marshall es de tipo lógico; Barak íntegra la lógica con la historia y
la cultura, pero el punto central del razonamiento es el mismo: el silencio de la
Constitución no significa exclusión, sino expansión de principios implícitos, fa­
vorables a los tribunales.
Las aportas de «Marbury vs. Madison». La lógica y el fundamento de
los argum entos que, ante el silencio de la Constitución, quieren hacer
derivar de su naturaleza como «ley suprema» el poder de los tribunales de
controlar la constitucionalidad de las leyes, han sido objeto de polémica50.
a) El valor que se debe atribuir a la convicción de los autores de
la Constitución de haber establecido la «ley fundam ental y suprema»
(primer argumento de Marshall que Barak transforma en la convicción
del pueblo soberano acerca de la naturaleza de las Leyes fundamenta­
les aprobadas por la Knesset) sería nulo. Incluso admitiendo, de facto,
la existencia de tal convicción, de iure no significaría nada. Una norma
vale más que otra no en virtud de la voluntad, de la intención o de la
convicción de quien la haya creado (ya que, de esta forma, este sería el
reino de la confusión y del arbitrio), sino en virtud de una norma objeti­
va y «tercera» (de una norma «sobre la producción del derecho»; supra,
p. 223) que regule las relaciones entre las dos fuentes, estableciendo la
prevalencia de la una sobre la otra. Por esto, lo que haya querido hacer
el Constituyente (Convención de Filadelfia, en los Estados Unidos; pue­
blo soberano, en Israel) sería totalmente irrelevante. Y como esa «norma
tercera» no existe, la cuestión sobre la prevalencia de la Constitución
sobre las leyes quedaría sin juzgar, b) Incluso admitiendo que la Cons­
titución sea norma suprema, esta definición no conlleva la consecuen­
cia que se quiere deducir. Ciertamente, «norma suprema» significa que la
ley ordinaria no puede m odificarla, pero esto, de por sí, no implicaría
que la ley contraria a la Constitución fuera, cualquiera que sea el signi­
ficado de la expresión, una no-ley. Sería ciertamente una ley constitu­
cionalmente censurable, porque es defectuosa, pero no se podría llegar
más allá en el establecimiento de quién y cómo debería llevar a cabo la
reprobación, y contra quién o contra qué. c) M enos aún podría dedu­
cirse del carácter supremo de la Constitución el poder de los tribunales
de controlar la ley por inconstitucionalidad. Este tercer punto, que es
el resultado al que tiende la argumentación tanto de Marshall como de
Barak, es tan importante como poco motivado frente a las numerosas y
posibles alternativas: por ejemplo, admitiendo que la Constitución sea
norma suprema y que la ley inconstitucional deba ser «descartada», en
nombre de la dem ocracia precisam ente se podría considerar que fue­
ra el mismo órgano legislativo el que se hiciera cargo de la tutela de la
Constitución, y no los órganos judiciales, que no son expresiones de la so­
beranía popular de la cual deriva, en última instancia, la posibilidad de
definir como «suprema» la Constitución.
50 .
M . Troper, «The L o g ic o f Ju stific a tio n o f Ju d ic ia l R eview »: I.C O N (2003),
pp. 99 ss., en concreto, pp. 1 0 4 -1 0 5 , e Id., «M arshall, Kelsen, Barak and the Constitutio­
nalist Fallacy»: I.C O N (2 0 0 5 ), pp. 24-38.
Lo que, a primera vista, parece una estricta deducción de la que no se
puede escapar, resulta ser una aspiración de principio. En realidad no
se deduce nada. Ante todo, se afirma la supremacía de la Constitución,
pero no se demuestra. Es más, este concepto inicial —el carácter «supre­
mo» de la Constitución— tendría desde el principio los contenidos que
después, de manera errónea, se intentan deducir. Se trataría, por tanto,
de una gran tautología carente de valor demostrativo: la Constitución es
«suprema» si las leyes inconstitucionales pueden ser invalidadas, pues de
lo contrario la Constitución ya no sería «suprema»51.
En definitiva, la instauración del judicial review en los Estados Uni­
dos y en Israel no derivaría de una exigencia lógica obligatoria a partir de
la existencia de una Constitución como norma suprema, sino que sería el
efecto de una «decisión», de un acto de voluntad que se apoya en precisas
ideologías constitucionales que, de hecho, han resultado vencedoras y han
llegado a constituir un «modelo natural» y general de referencia, alternati­
vo al artificial que, sobre la base de explícitas previsiones constitucionales,
se ha consolidado en Europa.
Lo que enseñan las carencias lógicas de «Marbury vs. M adison»: lo
que está escrito y lo que se presupone. Estas indicaciones sobre la exis­
tencia de «saltos argumentativos» en Marbury vs. Madison no permiten
afirmar que las conclusiones a las que ha llegado aquella histórica deci­
sión sean arbitrarias. Se podría pensar de esta manera — es decir, que se
ha tratado de una decisión arbitraria, convertida en derecho constitu­
cional vigente por la fuerza del hecho realizado— solo si se sostiene, se­
gún una perspectiva constitucional estrictamente positivista, que la C ons­
titución es todo y solo lo que está escrito en la Constitución. Pero no es
así. Lo que está escrito en la Constitución depende «constitutivamente»,
es decir, esencialmente, de lo que la precede y le da significado: ningún
gran problema que se refiera a la Constitución encuentra respuesta en lo
que está escrito en ella, sino que la respuesta debe buscarse en lo que en
ella se presupone. Intentar explicar integralmente la Constitución con la
Constitución misma es una simple petición de principio, un inútil m or­
derse la cola. La argum entación del juez M arshall (como la del juez
Barak) es un ejemplo elocuente de esta verdad. Que la Constitución am e­
ricana sea «ley suprema» no podría afirmarse desde un punto de vista
positivista: en efecto, falta — y no podría no faltar— una «norma sobre
la eficacia de la Constitución» a la cual referirse. Pero, al mismo tiem­
po, ante la falta de dicha norma, tampoco podría decirse lo contrario.
Como se ha dicho, la cuestión no puede resolverse desde el punto de
vista del derecho positivo. Lo mismo puede repetirse sobre el segundo
51.
Id., The Logic o f Justificatio n , cit., p. 104.
y el tercer puntos, expuestos antes de form a crítica. En efecto, respecto
al concepto de «ley suprema», no podríam os, a la luz del derecho cons­
titucional positivo, afirmar ni negar que la ley opuesta a la Constitución
sea, cualquiera que sea el significado de la palabra, «inválida», ni que al­
guien pueda declarar esta invalidez y que este «alguien» sea el juez. Tam­
bién estas cuestiones fundamentales, exactamente como la del carácter
supremo de la Constitución, se quedan sin respuesta. Conviene referirse
a ideas dadas por supuestas, sabiendo que el hecho de que esta gran con­
quista del derecho constitucional actual no pueda ser explicada y justifi­
cada desde el punto de vista positivista es una prueba determinante con­
tra la concepción puramente positivista de la Constitución.
En qué consiste lo que se presupone en la Constitución: la fuerza de
la evidencia. Si nos preguntam os qué encontram os, si no nos confor­
mamos con mirar la Constitución dada y queremos investigar sus pre­
supuestos, la respuesta es, una vez más: la esfera material del derecho,
que constituye su otra vertiente, la que sostiene y legitima la esfera for­
mal, de lo cual se ha hablado ampliamente en la primera parte de este
libro. La operación realizada en decisiones como Marbury vs. Madison
consiste en asumir este lado no expresado y mostrarlo com o una pura y
simple constatación dotada de la fuerza irresistible de la evidencia. En
realidad, no se trataba en absoluto de una evidencia lógica, sino de
un contraste de posiciones sobre la ley, la representación política, la fun­
ción de los jueces, la soberanía popular, etc.: cuestiones todas ellas que
podían resumirse en la de la definición de la Constitución como «ley su­
prema». El Tribunal se arriesgó: ante el silencio de la Constitución fe­
deral, tomando partido en la polémica existente, se posicionó de forma
determinante a favor del control judicial de la constitucionalidad de la
ley. El principio que proclamó, eligiendo una de las dos posibilidades,
arraigó poco a poco en la cultura constitucional y no solo de los Esta­
dos Unidos. De apuesta en un conflicto de posiciones político-culturales
acerca de la Constitución, como fue al principio, se transform ó en ver­
dad autoevidente, de la cual se podían derivar «lógicamente» los coro­
larios implícitos en ella. De esta forma, mirando el lado pre-positivo de
la Constitución y modelándolo a su manera, el Tribunal Supremo hizo
una aportación decisiva a la cultura constitucional, como fue y conti­
núa siendo la sentencia Marbury vs. Madison. Una conquista de la cul­
tura, por tanto, que, como tal, no se sitúa ni en la especulación de los
juristas ni en un acto de voluntad de un juez, sino en la maduración de
convicciones difusas acerca de la adecuación de una idea constitucional
particular a las exigencias culturales de un pueblo en un determinado
momento histórico. La «doctrina» del juez Marshall, en efecto, no entró
inmediatamente a formar parte del acervo constitucional de los Estados
Unidos, sino que encontró numerosas resistencias52 y permaneció en le­
targo durante varios decenios, hasta que, por decirlo de alguna manera,
«resucitó» hacia m ediados del siglo X IX , reanimada por las controver­
sias sobre la esclavitud y su abolición. Esta resurrección (Prigg vs. Pennsylvania de 1842 y Dred Scott vs. Sanford de 185753) no ocurrió de la
mejor form a, ya que esas decisiones del Tribunal Supremo, además de
certificar el fundamento esclavista de la Constitución americana, con­
tribuyeron a la guerra de Secesión, al menos por omisión: por no haber
ayudado a superar la cuestión sino, al contrario, por haberla agudizado.
Fue necesaria la derrota m ilitar de los argum entos de los estados del
Sur que sostenían la esclavitud y la modificación de la Constitución (en­
miendas X III-X \j los Civil War Amendments) para superar tan nefasta
jurisprudencia del Tribunal Supremo. Sin embargo, es particularmente
significativo que el poder de los tribunales de controlar la conformidad
de las leyes con la Constitución, previamente discutido y ejercido, en
aquella ocasión de la peor form a (por lo menos desde el punto de vista
de los ganadores), ya no volvió a ser puesto en duda. La Constitución
como «norma suprema», con las consecuencias que Marbury vs. Madison
había derivado, ya había penetrado en la cultura política de la sociedad
americana.
Por qué fue Marsball, y no Sieyés, quien tuvo éxito. La propuesta de
Sieyés, antes referida, no tuvo crédito, al contrario que la doctrina del juez
Marshall, que fue y está en la base del sistema de control judicial de las
leyes desarrollado en Estados Unidos (el judicial review o f legislation).
Las razones del diferente destino no se refieren a la premisa teórica de
la justicia constitucional que se había realizado en ambos contextos, la
existencia de una «ley suprem a» escrita en un docum ento con solem ­
nes signos distintivos, sino a la diferencia de los «paradigmas constitu­
cionales». El paradigma existente en los Estados Unidos no existió por
mucho tiempo ni en Francia ni en los otros estados de la Europa con­
tinental. Consiste en considerar la Constitución com o ley del pluralis­
mo54, pluralism o ampliamente reconocible en las condiciones consti52. L. Friedman G oldstein, «State Reaction in Two Trans-State Courts. The European
C ou rt o f Ju stice (1 9 5 8 -1 9 9 4 ) and the U. S. Suprem e C o u rt (1 7 8 9 -1860)», en M . L. Volcansek (ed.)3 L aiv above N ation s. Supran ation al C ourts a n d the Legalization o f Politics,
Gainesville, University Press o f F lorida, 1 9 9 7 , pp. 20-32.
53 . V éase D. E. Fehrenbacher, The D red Scott Case. Its Significance in American L aw
and Politics, N u eva York, O x fo rd University Press, 2 0 0 1 ; íd., The Slaveholding Republic.
An A ccount o fth e United States G overnm ent's R elations to Slavery, N ueva York, O xford
University Press, 2 0 0 1 .
54 . V éase, O. C hessa, «C orte costituzíonaíe e trasform azioni della dem ocracia pluralistica»; D iritto pttbblico (2 0 0 4 ), pp. 851 ss.
tucionales materiales de los Estados Unidos, caracterizadas, en primer
lugar, por la estructura estatal federal en la que se combinaban de dis­
tinta form a varios factores: sociales, étnicos, religiosos y culturales55.
De esto pudo valerse el Tribunal Supremo para reivindicar su papel de
árbitro en una esfera que se aceptaba com o superior a aquella en la que
se producen la confrontación y el conflicto entre partes. En cambio, no
pudieron valerse de la misma situación las propuestas form uladas en el
ámbito europeo, en estados dotados de estructuras fuertemente centra­
lizadas y tendentes a orientaciones que solo mucho más tarde alcanza­
ron los am plios territorios del pluralismo social y político. Es más, la re­
volución constitucional en Francia se dedicó a destruir el pluralismo que
había sobrevivido en las estructuras monárquicas del Anden Régime. El
objetivo prioritario era la creación de un órgano parlamentario central,
representativo de m anera unitaria de tod a la nación, capaz de im po­
ner a todos una legislación uniform e que reform ara las estructuras an­
teriores. El parlam ento, a través de sus leyes, asumía la tarea de realizar
las transformaciones legales que la unificación jurídica y la Constitución
exigían para derrotar los residuos feudales del pasado. De aquí surgió la
doctrina de la soberanía parlamentaria y de la voluntad general, expre­
sada por los representantes de la nación haciendo imposible la idea del
control de constitucionalidad de la ley; una doctrina de la cual derivaba
para los jueces la expresa prohibición, sancionada penalmente, de inter­
ferir en la soberanía de la ley.
7. L a Constitudón de las monarquías constitudonales
E l dualismo constitudonal. El carácter jurídico y político de la Constitu­
ción en las monarquías constitucionales del siglo x ix se manifiesta fun­
damentalmente en su intento de limitar la plenitud del poder del rey a
través de una relación «dual» entre Estado y sociedad56.
La premisa histórica de las monarquías constitucionales es la comple­
ta asunción por parte del rey de la plenitud de las potestades soberanas
que, con distintos desarrollos, había marcado la época del absolutismo.
Por ello, la Constitución de las monarquías constitucionales del siglo XIX
55.
A. de T ocqueville, L a dem ocracia en A m érica [1 8 3 5 -1 8 4 0 ], M a d rid , Trotta,
2010 .
56. C. Schm itt, Verfassungslehre [1 9 2 8 ]; trad. it. D ottrina della Costituzione, M ilán,
G iuffrè, 19 8 4 , pp. 8 0 ss. [Teoría de la Constitución, M ad rid , Alianza, 1982]; con relación
a los acontecim ientos del E statuto, F. R acioppi y I. Brunelli, C om m ento allo Statuto del
Regno, 3 vols., Turin, Utet, 1 9 0 9 ,1, pp. 109 ss., d onde se trata del artículo 2 del Estatuto:
«El Estado se rige p or un gobierno m onárquico representativo».
ya no tiene que referirse a acuerdos particulares entre el soberano y algu­
nas partes de su reino, como sucedía en el Anden Régime, sino que pue­
de diseñar una nueva configuración de la organización y de las tareas del
Estado. El carácter decisivo de esta configuración es la limitación de la
monarquía absoluta y de la administración regia en favor de los ciudada­
nos-burgueses, representados en la Asamblea electiva a través de sistemas
electorales de tipo m arcadam ente censitario. Se establecieron de esta
manera formas y procedimientos precisos para el ejercicio del poder m o­
nárquico y, sobre todo, en muchos ámbitos, empezando por el legislati­
vo, se le asoció el órgano representativo de la sociedad exigiendo, para la
creación de la ley, una doble manifestación de voluntad convergente,
la de los representantes y la del rey. La Constitución no era capaz de crear
el poder político: lo presuponía ya en el monarca sometiéndolo a reglas y
límites, aunque más allá de estos, dicho poder político seguía siendo fun­
damentalmente libre o, como también se dice, «político», en el sentido de
su plena indeterminación jurídica, como ocurría en el caso de los llama­
dos «poderes de prerrogativa regia».
Compromiso dual. La organización política de las monarquías cons­
titucionales era, por tanto, expresión de un com prom iso: el elemento
popular, representado por la burguesía, no estaba lo suficientem en­
te seguro de sí m ism o o no era lo suficientemente fuerte com o para
asum ir de form a unitaria la dirección del Estado y transform arse así
en señor absoluto de la Constitución. De la m ism a manera, sim étrica­
mente, el rey no estaba en condiciones de sostener por sí m ism o toda
la soberanía, basada en una legitimación «superior» de naturaleza tras­
cendente y que el tiem po ya había debilitado política y culturalm ente.
Pero tanto el uno (el elemento popular) com o el otro (el m onárquico)
eran lo bastante fuertes com o para condicionarse recíprocam ente. Es
m ás, este recíproco condicionam iento era una manera de reforzarse,
a través de una alianza que tenía un significado defensivo frente al as­
censo del elemento popular proletario que, en la prim era m itad del si­
glo x ix , se iba gestando a través de una conciencia e ideología propias.
N o se debe olvidar que en 1848, el año de la aguda crisis del orden
europeo establecido en Viena por las potencias de la Restauración, es
tam bién el año del M anifiesto del Partido Com unista. En tod a E u ro­
p a se difundió el socialism o. Bajo este aspecto, las m onarquías cons­
titucionales y los estatutos en los cuales expresaron sus equilibrios
sociales y políticos representan un m omento, por así decir, innova­
dor-defensivo que sirvió para aislar las tendencias más radicales, per­
m itiendo la m oderada m odernización requerida por el desarrollo de
una sociedad que estaba olvidando la civilización de Antiguo Régimen.
Pero este equilibrio se habría roto apenas una de las partes, concreta­
mente la burguesía predominante, se hubiera sentido bastante fuerte
para asumir ella misma el gobierno de toda la sociedad.
Una soberanía indecisa. Ese compromiso dio lugar a una «constitu­
ción asociativa» que podía funcionar razonablemente en tiempos pacífi­
cos y felices, en los cuales la cuestión latente de la soberanía y de su perte­
nencia parecía irrelevante. Pero, en los momentos conflictivos, la cuestión
primordial de la pertenencia de la soberanía, si era popular o real, apare­
cería inexorablemente. Las monarquías duales del siglo X IX eran regíme­
nes con una «soberanía indecisa»57. A estos regímenes se aplica la consi­
deración que Jean Bodin, el teórico del absolutismo, refiere a la dualidad
rey-pueblo: «¡De tal manera, la soberanía será un juego de dos, y unas
veces será dueño el príncipe, otras el pueblo! Es muy absurdo y del todo
incompatible con la soberanía, y contrario tanto a las leyes como a la ra­
zón natural»58.
Las controversias acerca de la revocabilidad de las cartas constitu­
cionales por parte del m onarca, su capacidad de m odificarlas y la ti­
tularidad del poder de modificación demuestran la ambigüedad propia
de este tipo de organización constitucional. Al principio, la continuidad
de la soberanía del rey se manifestó también en la forma dramática de
revocación de los estatutos, que eran siempre manifestación de su poder
unilateral. Pero esta interpretación autocràtica del «momento constitu­
cional» no fue la que se consolidó, aunque no fuera sino a través de la
ambigüedad (la ambigüedad era in re ipsa) allí donde el régimen estatu­
tario se afianzó, es decir, en el reino de Piamonte y Cerdeña. Se dijo que
el poder soberano capaz de innovaciones constitucionales estaba a partir
de entonces dividido entre el rey y la nación personificada en la Cáma­
ra representativa. Era una respuesta débil, elusiva, que escondía, tras de
la apelación al acuerdo y, por tanto, a la gestión consensual del pacto, la
cuestión no resuelta de quién era el que, en última instancia, ante la nece­
sidad y la imposibilidad de un acuerdo, podría asumir la responsabilidad
de actuar a solas. Dicha cuestión se resolvió más adelante (pero nunca
formalmente) solo con el desarrollo de las relaciones políticas materiales
entre los dos polos de la organización constitucional y el desplazamiento
del equilibrio a favor de la Cámara representativa.
—> L a «Proclama de Moncalieri». El momento más significativo de la ambigüedad
del compromiso constitucional dual lo representa la llamada «Proclama de Mon-
57. E.-W Bockenforde, «Geschichtliche Entwicklung und Bedeutungswandel der Verfassung» (1983), ahora en íd., Staat, Verfassung, D em okratie, Fráncfort M ., Suhrkam p, 1991,
p. 37.
58. J. Bodin, L es six l'tvres de la République [1 5 7 6 ], I, VIII.
calieri» del 20 de noviembre de 1849, con la cual Víctor Manuel II, con el apo­
yo del presidente del Consejo M assimo d ’Azeglio, sometió la Cám ara de los di­
putados a la voluntad del rey, que ansiaba firmar la paz con Austria después de la
derrota de Novara. Se atribuyó a sí mismo la salvación del reino en virtud de un
deber soberano precipuo y, después de reafirmar su lealtad constitucional («Las
libertades del País no corren ningún riesgo por la disolución de la Cámara de los
diputados. Están tuteladas por la venerable memoria de mi padre el Rey Cario
Alberto; están confiadas al honor de la Casa Saboya; están protegidas por la reli­
gión de mi juramento: ¿quién se atrevería a temer por ellas?»), Víctor Manuel pi­
dió a los electores una mayoría moderada para la Cám ara a fin de aprobar la paz
con Austria, mientras amenazaba enigmáticamente: «Si el País y los electores me
niegan su cooperación, ya no recaerá sobre mí la responsabilidad del futuro, y los
desórdenes que se produzcan no me perjudicarán a mí, sino que les perjudicarán a
ellos». La crisis concluyó, como se sabe, y el Estatuto se mantuvo sin alteraciones
—es decir, sin que el conflicto sobre la soberanía entre el rey y la Cám ara explota­
ra irremediablemente— , como se reconoció también por parte de los que habían
denunciado un atentado a la legalidad estatutaria por la disolución de la Cámara59.
Promesas de lealtad. En este contexto de tipo dual, la defensa de la
Constitución se podía resolver solo con apelaciones recíprocas de las par­
tes contrayentes al deber de lealtad. En efecto, en ese período se consi­
deraban como garantías constitucionales cosas que no tienen nada que
ver con la justicia constitucional: desde la parte regia, la promesa de fi­
delidad a la Constitución prestada por el rey (véanse las palabras antes
mencionadas de la «Proclama de Moncalieri») y la responsabilidad de los
ministros del rey ante el parlamento; responsabilidad que, más que ma­
nifestación del régimen parlamentario, fue garantía frente al riesgo de
que el soberano se rodease de ministros desleales ante la nueva orga­
nización constitucional. La garantía de la Constitución se configuraba
así, desde esta parte, como garantía contra las conspiraciones reacciona­
rias y los intentos de restauración absolutista. El rey, desde el otro lado
del compromiso constitucional, podía a su vez exigir garantías de signo
opuesto, como el juramento de fidelidad a la Constitución por parte de
los diputados y, cosa todavía más importante, podía reivindicar su parti­
cipación en la legislación, a través del poder «sancionador», para prohi­
bir la aprobación de leyes contrarias a los derechos de la Corona. El arma
final contra un parlamento rebelde sería su disolución.
L a autotutela constitucional. Estos caracteres de las constituciones
decimonónicas explican la imposibilidad de una justicia constitucional,
es decir, de una instancia destinada a dirimir imparcialmente las con59 .
A. Brofferio, Storia del Piem onte d al 1 8 1 4 a i g io m i nostri III, Turín, Fontana,
1852, p. 139.
troversias constitucionales. En principio, en una situación de tipo dual,
cada parte del com prom iso constitucional es, en cierto sentido, guar­
dián de la Constitución por el lado que le corresponde. Según el punto
de vista desde el que se observara el com prom iso, se podía afirmar que
la garantía de la Constitución se encontraba en el rey, como residuo de
su originaria soberanía, autolimitada a través de un acto — la concesión
unilateral del Estatuto— que no destruía, sino que, al revés, confirmaba
la soberanía regia. Por el contrario, desde el punto de vista opuesto, ya
que el alcance del Estatuto era, por así decir, de tipo unidireccional en
cuanto limitación a favor de la burguesía de lo que, en caso de ausen­
cia, hubiera sido el absolutismo regio, se podía concebir el órgano parla­
mentario como sostén o garantía esencial y, por tanto, última, de la or­
ganización constitucional estatutaria: form a de gobierno representativa
y derechos individuales de libertad60. En efecto, si los derechos estaban
sometidos a amplísimos poderes limitadores a través de la ley votada en
el Parlamento, la ley, a su vez, estaba bajo el control del Parlamento y,
por tanto, en él mismo tenía su propia garantía. Desde cualquier punto
de vista que se mirara la dualidad estatutaria, quedaba claro que el equi­
librio constitucional podía encontrarse exclusivamente dentro, y no por
encima, de las relaciones políticas concretas que materializaban la for­
ma de gobierno m onárquico-dual. La garantía podía encontrarse ex­
clusivamente en la tensión entre los dos polos opuestos de la organiza­
ción constitucional. Si la relación de tensión se hubiera roto, no hubiera
existido la posibilidad de pensar en un recurso a un tercero imparcial.
¿Lá titularidad de la soberanía a juicio? Se ha dicho que, en esa si­
tuación reducible de form a esquemática a un equilibrio entre dos partes,
quedaba a la fuerza sin resolver el problem a fundamental de la titulari­
dad de la soberanía. Pero cualquier cuestión auténticamente constitucio­
nal, en la m onarquía representativa, habría afrontado ese problema, un
problema que no se podía decidir en absoluto, y mucho menos por parte
de una instancia super partes. Una Constitución de este tipo y su estabi­
lidad se basaban en una premisa ineludible que era también una apuesta
para el futuro: el acuerdo entre las partes. La «dualidad» constitucional
no permitía la existencia de una instancia de reserva para activarla en
caso de desacuerdo o de conflicto. Ninguna de las dos partes habría po­
dido delegar en un tercero la tarea de asignar en concreto a una u otra,
de forma completa y decisiva, el premio: la titularidad de la soberanía.
Las cuestiones de este nivel e importancia (que ponían en peligro el pro­
pio destino de las partes en litigio) no permitían su «judicialización»: solo
60.
V éase V. M iceli, «Incostituzionalità», en Enciclopedia giuridica italian a V ili/1,
M ilán, Sei, 1 9 0 2 , pp. 5 79 ss.
podían superarse con un acuerdo renovado entre los sujetos de la C ons­
titución. La ruptura del acuerdo no podía resolverse apelando la pro­
tección de sujetos u órganos no involucrados en el conflicto: esto habría
significado, simplemente, el fin de aquella Constitución.
L a superación de la dualidad. La evolución en sentido m onista de
la configuración constitucional concreta de las monarquías del siglo X IX ,
aunque bajo la imagen de cartas constitucionales duales, llevó, con el pre­
dom inio burgués, a la consolidación del régimen parlam entario y a la
omnipotencia del parlamento y, así, a la superación de la dualidad origi­
naria. Esta fue otra de las razones que impedían el surgimiento de una es­
fera de relaciones políticas neutralizadas y sometidas a una instancia de­
cisoria imparcial. O, mejor dicho, todo lo que se englobaba en el ámbito
del poder parlamentario era —tratándose del poder supremo— expresión
de soberanía y, por tanto, en cierto sentido, era «neutro» por definición,
no reconociéndose la posibilidad de que sufriera las legítimas tensiones,
limitaciones o condicionamientos. En cualquier situación de hegemonía
indiscutible de una clase, de un estamento, de una fuerza homogénea, la
justicia constitucional se devalúa como posibilidad teórica, antes incluso
que práctica, ya que es la propia Constitución la que cambia de naturaleza.
La discusión acerca del carácter rígido o flexible de las cartas del siglo xix
no era en realidad una discusión sobre un rasgo entre otros tantos de la
Constitución, entre los cuales se pudiera elegir según las propias preferen­
cias. Constitución rígida significaba, en relación con las fuerzas actoras de
la política, norma jurídica vinculante; Constitución flexible asumía el sig­
nificado contrario de norma subordinada a las exigencias de tales fuerzas,
expresadas en la ley del parlamento. No podía imaginarse entonces que la
Constitución pudiera invocarse para obstaculizar las decisiones de la vida
política tomadas por las fuerzas hegemónicas representadas en el Parla­
mento. Se dijo, a este propósito, que el Estatuto impedía volver atrás (al
absolutismo regio), no avanzar (hacia los objetivos de un régimen burgués).
Las fuerzas políticas y sociales dominantes podían, a través de la ley, hacer
«constitucional» aquello que, aunque se opusiese al Estatuto, formara par­
te de sus intereses. En realidad, el régimen liberal decimonónico, una vez
desarrollada la tesis del carácter flexible de la carta constitucional61, no
tenía (ya) una constitución en el sentido fundamental del término: como
mucho podía decirse que tenía una ley con contenidos constitucionales.
61 .
Para un a d iscusión sobre la naturaleza del Estatuto A lbertino resp ecto a la sim ­
ple distin ción rigidez-flexibilidad, véase A. Pace, L a causa della rigidità costituzion ale.
Una rilettura di Bryce, dello S tatu to A lbertino e di qualche altra costituzione, P adua, Cedam , 21 9 9 6 , así co m o , del m ism o autor, la «Presentazione» a J . Bryce, C o stitu zion i fles­
sibili e rigide, M ilán , G iuffrè, 19 9 8 .
—► Rigidez y flexibilidad respecto a las constituciones decimonónicas. A la luz de los
sucesos históricos en los que tuvo que actuar, se puede decir que el Estatuto Albertino fue una carta rígida en relación con el rey. Con la evolución en sentido parla­
mentario de la configuración constitucional, la monarquía perdió el poder de revo­
cación implícito en la naturaleza del Estatuto como carta octroyeé, como se puede
observar en el mismo preámbulo del Estatuto: «De nuestra ciencia cierta, autori­
dad regia [...] hemos ordenado y ordenamos con fuerza de Estatuto y ley funda­
mental [...] lo siguiente». En contradicción con esta afirmación del carácter sobera­
no del poder regio que se manifiesta en un acto sin parangón, por lo que se refiere
al significado del poder —la concesión de una carta constitucional— , el mismo
Preámbulo define el Estatuto como «ley perpetua e irrevocable de la monarquía».
El Estatuto fue interpretado, sin embargo, como una carta flexible, respec­
to al Parlamento (la Cámara de los diputados), pues las cambiantes relaciones de
fuerza que se instituyeron con la Corona, ya en la época de Cavour, hicieron po­
sibles cambios constitucionales realizados a través de leyes comunes.
8. L a Constitución como compromiso de clase
Una nueva dualidad. El compromiso de clase es la solución constitucional
que se intentó tras la Primera Guerra Mundial, cuando las masas popula­
res, con sus organizaciones sindicales y partidistas, se acercaron al Estado
autoritario capitalista para convertirse en protagonistas. En la vida social
y política se instauró una nueva dualidad, potencialmente mucho más ex­
plosiva que la anterior.
L a Constitución como «instrumentum pacis». En algunos países, esta
nueva situación fue codificada en nuevas constituciones, las primeras cons­
tituciones democráticas. El primero y más importante ejemplo está repre­
sentado por la Constitución del Reich alemán de 1919, llamada «Constitu­
ción de Weimar» por la ciudad donde se elaboró. Esta contenía numerosas
normas de compromiso destinadas a mejorar las condiciones materiales de
vida de la clase popular, prefigurando una serie de «derechos sociales» que
abrían así la posibilidad de reformas profundas en el sentido de la justicia
social. A través del sufragio universal, además, se llegaba a dar a todo el
pueblo (hombres y mujeres) el derecho de participar de forma activa en las
decisiones políticas y, por tanto, en la renovación del Estado. La Constitu­
ción se presentaba así como un instrumentum pacis entre dos fuerzas que,
entonces, se presentaban la una con respecto a la otra como enemigas: las
fuerzas capitalistas y las trabajadoras.
Una Constitución transitoriamente sin soberano. Como todas las si­
tuaciones constitucionales esencialmente duales, también la Constitución
de Weimar aparecía «sin soberano». Aquí también faltaba, se ha dicho,
una «decisión», mejor una «decisión soberana»62, y esta ausencia dejaba
sin resolver la cuestión, no jurídico-form al, sino constitucional-m ate­
rial, del predominio: abría, por el contrario, una competición para re­
solverla en un sentido o en otro a través del enfrentamiento político y
social. Esta situación constitucional dual era transitoria por naturaleza.
La Constitución sufrió un estancamiento y así, de form a implícita, co­
menzó un enfrentamiento cuyo resultado fue la simplificación constitu­
cional y el predominio de una parte sobre la otra: lo que estaba en juego,
desde el punto de vista constitucional, era, paradójicamente, la ruptu­
ra de la Constitución (lo que, en efecto, ocurrió al poco tiempo con la
asunción de plenos poderes por parte de Hitler mediante el Decreto de
Em ergencia para la D efensa del Pueblo y del Estado de 28 de febrero
de 1933, del cual ya hemos hablado antes [p. 91]).
Compromisos dilatorios. En estas condiciones, la Constitución presu­
pone la inexistencia de una cláusula de bloqueo de la situación política y
social, es decir, la inexistencia de una cláusula tácita que diga: esta es la
imagen de la situación político-social en la que nos reconocemos de forma
unánime ahora y para el futuro. El equilibrio, o mejor, el freno que define
a la Constitución dual existe gracias a la reserva mental de cada una de las
partes de actuar en el futuro en beneficio propio para romper el equilibrio
y superar el freno. La Constitución se presenta así, fundamentalmente,
como un expediente dilatorio del enfrentamiento decisivo. Representati­
vas de esta situación de impotencia constitucional son las normas relativas
al núcleo de las relaciones sociales, es decir, las normas que se refieren al
derecho de propiedad, de iniciativa económica y de intervención estatal en
las relaciones económicas. Se reconocen los «derechos» clásicos de los que
depende la estructura fundamental de la sociedad capitalista liberal, pero
al mismo tiempo se relativiza, respecto a los intereses sociales generales,
los que pueden ser declarados por la ley. Las normas constitucionales ter­
minan así por no incluir una decisión sobre la estructura económico-social
del Estado, pero, a través de los denominados «compromisos dilatorios»63,
abren jurídicamente el enfrentamiento político sobre estas cuestiones de
las que al final depende todo. Por lo tanto, la Constitución como com­
promiso político-social dual entre fuerzas enemigas es solo un intento de
aplazar el conflicto decisivo.
62. O. Kirchheimer, Costituzione senza sovrano, Bari, De D onato, 1982, en particu­
lar, pp. 80 ss. De esta recopilación de escritos sobre la «crisis de Weimar», es importante la
«Introducción» de A. Bolaffi, titulada «Il dibattito sulla Costituzione e il problema della so­
vranità: saggio su Otto Kirchheimer». Véase, adem ás, W Luthardt y A. Söllner (eds.), Ver­
fassungsstaat, Souveränität, Pluralismus. O tto Kirchheimer zum Gedächtnis, Opladen, West­
deutscher Verlag, 1989.
63. C. Schmitt, D ottrina della C ostituzione, cit., pp. 48 ss.
E l destino de la Constitución dualista. La estabilidad de esa situa­
ción constitucional era precaria debido a su propio origen dual. Estaba
destinada a perdurar mientras ninguna de las dos partes se sintiese en
condiciones de tom ar la iniciativa y de provocar, con ello, la reacción,
igualmente destructiva, de la otra. En otros términos: las situaciones ra­
dicalmente duales son el preludio de la guerra civil. Y la guerra civil es
el preludio de la involución autoritaria anticonstitucional. La calma que
precede a las hostilidades no puede confundirse con la paz, se trata solo
de la calma que precede a la tormenta. La tensión latente solo puede re­
solverse por la vía política, y no a través del papel pacificador atribuido
a un órgano neutral de garantía constitucional. En este tipo de enfrenta­
mientos, el espacio para las garantías super partes desaparece. Cualquier
acto con valor político es por fuerza atraído por una u otra parte.
L a alternativa a la «Constitución sin soberano»: la soberanía de la
Constitución. Ya se ha dicho, el destino está escrito. Teóricamente, la au­
sencia de «soberanía concreta», es decir, de un poder decisivo, manifies­
to o latente, presente en caso de crisis constitucional, podría sustituirse
por la «soberanía abstracta», es decir, por la soberanía de la Constitu­
ción64. Dicha soberanía significaría la constitucionalización total de los
«poderes constitucionales» efectivos, es decir, el reconocimiento por es­
tos de su propia inexistencia contra o fuera de la Constitución: la sobe­
ranía de la Constitución sería la realización plena de la aspiración esen­
cial del Estado de derecho, es decir, del principio lex (constitutionalis)
facit regem, en contraste con el principio opuesto rex facit legem (constitutionalem); sería la inversión total de la relación fuerza-derecho que
desde siempre está latente en favor de la fuerza. Com o hemos dicho y
repetido, esta transform ación de la soberanía de concreta en abstracta,
de las potencias históricas en la norm a que regula sus relaciones, era
imposible mientras se diese una condición constitucional material dual.
—* Intentos políticos. Una posible estabilización constitucional tendría que mani­
festarse, en su caso, a través de la actuación de un fuerte partido central equidis­
tante, un «partido de la Constitución» capaz de atenuar la dualidad destructiva y
de actuar como am ortiguador de las tensiones políticas y sociales; o a través de
la acción de un jefe de Estado dotado de suficiente autoridad, al margen de los
enfrentamientos y no comprometido con ninguna de las dos partes enfrentadas,
como expresión de una «tercera fuerza» equilibradora. El primer intento se reali­
zó, en Alemania, con el Zentrum, partido católico m oderado, y, en Italia, con el
«frente giolittiano»: am bos fracasaron, abriendo las puertas al nazismo y al fas­
cismo; el segundo intento fue el de la democracia plebiscitaria de la Alemania de
64.
G . Silvestri, L o Stato senza principe, Turín, Giappichelli, 2 0 0 5 .
Weimar, que se manifestó, a su vez, como el preludio del Führerprinzip. Se pue­
de decir, por lo que aquí interesa desde el punto de vista de la teoría constitucio­
nal, que fracasaron porque no lograron introducir de form a estable una tercera
fuerza capaz de resolver el destructivo conflicto de la lucha de clases y perm itir
así a la Constitución funcionar en una esfera de consenso distinta y superior.
—> L as primeras manifestaciones de la justicia constitucional: la garantía del equi­
librio en los estados federales. N o obstante, justo en el período considerado, el pe­
ríodo entre las dos guerras mundiales, en la Constitución checoslovaca (de 1920),
y más tarde en la Constitución de la II República española (1931), con un enfo­
que m arcadam ente popular y autonom ista — una Constitución de vida efím e­
ra, interrumpida trágicamente por la guerra civil que enfrentó a republicanos y
católicos, y que abrió las puertas al fascismo franquista— , la idea del control
de constitucionalidad de las leyes apareció oficialmente en documentos consti­
tucionales. Pero fue sobre todo en la Constitución austriaca de 1920 donde se
desarrolló el primer experimento orgánico de justicia constitucional, abierto al
control de constitucionalidad sobre las leyes hasta entonces considerado irreali­
zable65. Constituyó el modelo de todos los avances sucesivos que se realizaron en
Europa después de la Segunda Guerra Mundial, en condiciones constitucionales
materialmente bastante diferentes. Es significativo que estos primeros intentos de
justicia constitucional europea se produjeran en relación con los problem as or­
ganizativos de instituciones de tipo federal: con relación a estas, se lleva a cabo
la disolución de la soberanía concreta que, como se ha dicho, es premisa de la
«soberanía de la Constitución» que, a su vez, es condición para el desarrollo de
la jurisdicción constitucional sobre las controversias constitucionales.
—► E l control de constitucionalidad de las leyes en Austria. La jurisdicción cons­
titucional austriaca se formó principal y esencialmente como medio de garantía
de unidad en la estructura federal que Austria se había dado en 1920 al organi­
zarse com o Estado tras la disolución del Imperio de los Habsburgo. Se trató de
una instancia unitaria, de naturaleza jurisdiccional, ejercida por dos tribunales
supremos de derecho público, una Corte Constitucional (Verfassungsgericbtsbof)
y una jurisdicción administrativa suprema (Verwaltungsgerichtshof). Su función
original se concibió com o garantía del respeto de los Länder a los límites de sus
atribuciones legislativas y administrativas en relación con las atribuciones centra­
les. Era, por consiguiente, una garantía de unidad en la estructura federal del Es­
tado. De todas formas, el control desarrollado por los dos tribunales fue previsto
como garantía «en general», «y por tanto no solo relativamente a la conform idad
de las leyes de los Länder con la Constitución federal, sino también a la conform i­
dad de las leyes en cuanto tales con la Constitución y, así pues, también de las le­
yes federales; y no solo respecto a la conformidad de los actos administrativos de
65.
P. C ruz Villalón, L a form ación del sistem a europeo de control de con stitucion a­
lidad (1 9 1 8 -1 9 3 9 ), cit. Sobre las prim eras experiencias centroeuropeas, M . O livetti, «L a
giustizia costituzionale in Austria (e in Cecoslovacchia)», en M . Olivetti y T. G roppi, L a g iu stizia costituzionale in E urop a, M ilán , G iuffré, 2 0 0 3 , pp. 25 ss.
los Länder con las leyes federales, sino también a la conform idad con las leyes
de los actos administrativos en general y, por tanto, también de los federales»66.
Se enriqueció así el control sobre las leyes del Reich y de los Länder en lo que se
refiere al respeto de las relativas esferas de competencia (o sea, la Staatsgerichts­
barkeit: jurisdicción sobre controversias relativas a la organización del Estado),
transform ándose en control sobre la constitucionalidad de las leyes (es decir,
en Verfassungsgerichtsbarkeit: jurisdicción de constitucionalidad), pura y simple­
mente por razón de su contenido. El Tribunal Constitucional podía atribuirse el
control de la constitucionalidad de las leyes que debiera aplicar en el ejercicio de
una de sus numerosas competencias, y esto constituía una importante superación
de la concepción de la justicia constitucional como mera resolución de conflic­
tos67. Además, en la reforma de 1929 se consintió a las suprem as jurisdicciones
ordinaria y administrativa el poder de impugnar las leyes por cualquier motivo
de inconstitucionalidad. De esta manera, la evolución fue completa y la justicia
constitucional alcanzó su logro más avanzado: el control sobre la obra del legis­
lador en nombre de la Constitución. Se trataba de un logro teórico espectacular,
que revocaba sin duda ideas veneradas sobre la soberanía parlam entaria y sobre
la consiguiente falta de control de la ley. Que se pudiera llegar a esto en la situa­
ción austriaca de entreguerras es, ciertamente, un hecho sorprendente si se con­
sidera la tensión social existente también en aquel país. Quizás influyeron, más
que en otros países, los avances de la ciencia constitucional, sobre todo bajo el
estímulo del gran jurista y filósofo del derecho H ans Kelsen68. Por otro lado,
el rendimiento concreto del control de constitucionalidad sobre las leyes fue, en
este primer período de la institución del juez constitucional austríaco, bastante
limitado. Solo después de la Segunda Guerra M undial, habiéndose modificado
profundamente los rasgos constitucionales materiales de la vida política, la justi­
cia constitucional austriaca desarrolló toda su potencialidad, como ocurría con­
temporáneamente en otros países69.
9. La Constitución del pluralismo
El fin de la soberanía concreta. L a soberanía de la Constitución. El si­
glo x x conoce la novedad de mayor relieve para el derecho constitucio66. H . Kelsen, «Le giurisdizioni costituzionale e am m inistrativa al servizio dello Sta­
to federale, secondo la nuova costituzione austriaca del 1 .° ottobre 19 2 0 », en M . Olivetti
y T. G roppi, L a giustizia costituzionale in E u ro p a, cit., pp. 16-17.
67. V éanse, C. Eisenm an, L a justice constitutionnelle et la H a u te C o u r consìitutionnelle d'Autricbe [1928], reed. París/Aix-en-Provence, Econom ica, 1986, pp. 161 ss.;
T. Ohlinger, «L a giurisdizione costituzionale in A ustria»: Q uaderni costituzionali (1982),
pp. 5 3 7 ss.; B. Caravita, Corte «giudice a quo» e introduzione del giudizio sulle leggi I. L a
Corte costituzionale austriaca, Padua, C edam , 1 9 8 5 , pp. 2 9 ss.
68. H ans Kelsen ha dejado un testim onio sobre la experiencia al respecto, también
com o juez constitucional, en su A utobiografía [1 9 4 7 ], Bogotá, Externado, 20 0 8 .
69. Véase, T. Óhlinger, L a giurisdizione costituzionale in Austria, cit., pp. 5 39 ss.
nal, una novedad que ha dado impulso a un nuevo ciclo histórico consti­
tucional todavía vigente: la disolución de la soberanía como categoría
básica de la Constitución. El derecho constitucional había estado cen­
trado hasta entonces en la idea de la necesaria existencia de una fuer­
za sustentadora, identificable de form a concreta y titular del poder úl­
tim o: el Estado com o arm adura form al del poder. «La soberanía está
en el Estado y es para el Estado: se da en los órganos que la ejercitan,
pero no emana de ellos: un rey o una asamblea no son fuente de la so­
beranía, sino que el poder de estos deriva del Estado en cuanto aparece
dotado de im perio»70. Estas grandilocuentes palabras del mayor constitucionalista italiano entre los siglos X IX y X X no se podrían repetir hoy.
Pero entonces estaban justificadas. La soberanía del Estado era, natural­
mente, una form a jurídica del predominio de fuerzas sociales concretas
(partidos, movimientos, oligarquías, etc.) que, en el Estado y a través
de él, encontraban la manera de manifestarse, objetivarse e incluso de
transformarse en sujetos portadores de los intereses generales de toda
la sociedad. Estas fuerzas sociales podían ser rechazadas, podía darse un
conflicto por la soberanía como sucedía en las constituciones materiales
dualistas decimonónicas o en las constituciones de clase en el paso de
siglo. Pero la existencia de la soberanía — es decir, la hipótesis de que no
pudiera dejar de existir, aunque en algún momento no se supiera dónde
radicaba—• no había sido puesta nunca en discusión. La última posgue­
rra muestra, en cambio, la maduración de los elementos que ya a prin­
cipios del siglo X X comienzan a amenazar este presupuesto de la vida de
los estados europeos y contra los cuales, en un intento de restauración
«total», habían actuado violentamente los regímenes totalitarios del pe­
ríodo de entreguerras. Observando el carácter espontáneo de las fuerzas
sociales — partidos, sindicatos, asociaciones, grupos de presión, Iglesias,
etc.— completamente autónom as frente al Estado e incluso muchas ve­
ces en rebeldía contra él, ya muchos años antes, se había pedido en Italia
el «retorno al Estatuto»71, es decir, la restauración de la autoridad regia,
y, en un segundo momento, decaída la hipótesis de la restauración, se ha­
bía form ulado la teoría de la crisis o incluso del «fin del Estado»72. Se
70.
V. E. O rland o, «L o Stato», en íd., Primo trattato com pleto di diritto am m inistra­
tivo italian o, M ilán, Sei, 1 8 9 7 , ahora en L. Pegoraro y A. R epo so (eds.), Letture introdut­
tive al diritto pubblico italian o e co m p arato, Padua, C edam , 1 9 9 5 , p. 135.
71.
S. Sonn ino, «Torniamo allo Statuto»: N u ov a antologia (1 .° gennaio 1897), ahora
en íd., Scritti e discorsi extraparlam entari (1 8 7 9 -1 9 0 2 ), Bari, Laterza, 1972, pp. 5 75 ss.
72.
V éanse, entre o tro s m uchos, S. R o m an o , L a crisi dello stato (1 9 0 9 ), ah ora en
íd., L o stato moderno e la sua crisi. Saggi di diritto costituzionale, M ilán, Giuffrè, 1969,
pp. 3 ss.; C. Schmitt, E l defensor de la Constitución, cit., pp. 127 ss.; A. Sandulli, «Santi R o­
m ano, O rlando, Ranelletti e D onati sull’ eclissi dello Stato. Sei scritti di inizio secolo XX»:
Rivista trimestrale di diritto pubblico (2006), pp. 77 ss.
había denunciado com o una degeneración nefasta de la idea de Estado
el hecho de que en la vida política no existiera ya un poder dominante
efectivo, como el de un monarca, una clase hegemónica o un pueblo al
unísono, y que cada decisión colectiva fuera fruto de las negociaciones
extenuantes que emprendían sujetos formalmente privados, pero con ca­
pacidad de interdicción en los procedimientos públicos.
L a Constitución cuya estructura carece de soberano concreto. La
Constitución de los estados pluralistas, en la fase política que estamos
atravesando, es una Constitución nacida de acuerdos entre numerosos
sujetos, ninguno de ellos imprescindible. Es, en definitiva, una Constitu­
ción sin soberano, pero no en el sentido en el cual esta expresión ha sido
utilizada antes para describir una situación «dual» cualquiera en la que la
soberanía estaba «irresoluta» a la espera de una «solución», sino en el sen­
tido de que las constituciones pluralistas rechazan estructuralmente una
solución de este tipo sobre la titularidad de la soberanía. Decir, como hace
nuestra Constitución (art. 1), que la soberanía pertenece al pueblo es, des­
de este punto de vista, un puro artificio que en realidad abre las puertas a
múltiples sujetos sociales y a sus acuerdos. La democracia posible en este
contexto es solo la que se basa en compromisos73 y la Constitución, máxi­
ma expresión política de esta democracia, no constituye una excepción a
la regla. Esta es la Constitución pluralista-, en ella ya no existe un sobera­
no efectivo y ya no existe tampoco la lucha por la soberanía como en los
períodos duales. Cada sujeto social lucha para mejorar su propia posición
pero en un contexto definido por la presencia de muchas fuerzas, polí­
ticas, económicas, culturales, tan numerosas que la pretensión de acabar
con las demás y construir un poder soberano, es decir, ilimitado, como el
de otros tiempos, resulta irreal. La Constitución pluralista es ciertamen­
te conflictiva, incluso capilarmente conflictiva, pero el conflicto, respec­
to a la lucha de la burguesía contra el absolutismo regio o respecto a la
lucha de clases del pasado, es débil y no tiene la misma fuerza destruc­
tiva latente que el contexto general en el que se desarrolla, no se refiere
al cuadro general, sino a las posiciones existentes dentro de este cuadro.
L a Constitución pluralista como compromiso general. La Constitu­
ción del Estado pluralista presenta así el rasgo fundam ental de ser el
fruto de acuerdos entre numerosos sujetos particulares que buscan en
73.
H. Keisen, G eneral Tbeory o f L a w a n d State (1 9 45), trad. it. Teorìa generale
del diritto e dello S tato , ed. de S. C o tta y G . Treves, M ilán, Edizioni di C om unità, 1952,
p. 293 [Teorìa generai del derecho y del E stad o, M éxico , U N A M ]; íd ., Vom Wesen und
Wert der D em okratie [1 9 2 9 ], trad . it. Z fon d am en ti d ella d em ocrazia, B olon ia, Il M uli­
no, 19 8 1 , pp. 94 ss. [De la esencia y valor de la dem ocracia, O viedo, ICrK, 2 0 0 6 ].
ella proteger su propia identidad política. Lo que diferencia este acuer­
do constitucional de los del Antiguo Régimen es su carácter general. En
el Antiguo Régimen, los «cuerpos sociales» obraban cada uno en interés
propio y la Constitución era el resultado de muchos ajustes, de muchos
estatus producidos por historias particulares. La Constitución pluralis­
ta, en cambio, es el esfuerzo común de elaborar, a través de un com pro­
miso, un diseño social y político general. El derecho constitucional se
difunde no solo por cada rincón de lo «político», sino también por cada
rincón de lo «social». Aunque el derecho constitucional dé vida a un
«sistema abierto», conforme con la pluralidad de las fuerzas que en él se
incorporan, constituye de todas formas (a través de normas de principio
que expresan ideales éticos, com o libertad, igualdad, justicia, dignidad,
seguridad, autonomía, solidaridad, garantía de la vida, etc.) un sistema
que pretende diseñar en general las nuevas configuraciones sociales y
políticas. De aquí la principal diferencia entre la Constitución pluralista
de nuestro tiempo y la Constitución corporativa del Antiguo Régimen.
Mientras que en esta última cada miembro actuaba directamente frente
a los antagonistas por su autotutela y por la mejora de su propia posi­
ción rechazando una disciplina constitucional general, las sociedades ac­
tuales, aun siendo el resultado de una pluralidad de fuerzas, no rehúyen
la disciplina constitucional, entendida como resultante de un equilibrio.
Los abundantes pactos particulares se sustituyen por un pacto general.
E l debilitamiento del conflicto. Al relajarse la tensión potencialmente destructiva de la lucha por la soberanía, puede producirse la autono­
mía de la esfera constitucional, y puede delegarse en un órgano imparcial
con la función de hacerla vivir y respetar. Las debilidades enfrentadas
que caracterizan las fuerzas en juego de los regímenes pluralistas sostie­
nen el conjunto del Estado y, si están equilibradas, consienten que sur­
ja una función neutra en defensa de las condiciones necesarias para el
pluralismo, para la permanencia y la garantía recíproca de cada fuerza.
Es m ás: reclaman la creación de una justicia constitucional. N inguna
de las partes, en efecto, es lo suficientemente fuerte como para poder
protegerse por sí misma contra las ocasionales coaliciones de las otras.
La autotutela, típica de las situaciones duales ya no sirve en este caso. La
petición de una justicia constitucional no es, en tal situación, m anifesta­
ción de una crisis del ordenamiento, es decir, de un permanente riesgo
de colapso74. Es, en cambio, manifestación de un ordenamiento funda­
mentalmente estable en sus líneas básicas; un ordenamiento en el que,
74. Contra la afirm ación general que inicia el discurso de C. Schmitt sobre E l defensor
de la Constitución, cit., pp. 5 ss., en referencia a las tensiones constitucionales determ inadas
por la lucha de clases.
por el elevado número de fuerzas constitutivas y la imprevisibilidad de
sus coaliciones, siempre pueden surgir peligros, por decirlo de alguna
manera, «dentro del sistema». La justicia constitucional no es, entonces,
una garantía, digamos, «primaria», es decir, destinada a la defensa de las
condiciones fundamentales de existencia de la Constitución. Es una ga­
rantía «secundaria» que, una vez dada la Constitución, debe preocupar­
se de su funcionamiento.
L a garantía de la Constitución como control sobre la ley. En esta si­
tuación, se comprende que la garantía constitucional se dirija hoy princi­
palmente contra los peligros provenientes del órgano en el que se concre­
tan los equilibrios políticos generales y contra los actos típicos mediante
los cuales se expresa: no ya el Gobierno y sus decretos (como en la mo­
narquía dual), sino el legislador y sus leyes. La justicia constitucional es
hoy, en primer lugar, control de constitucionalidad de las leyes. El princi­
pio del no control de la voluntad parlamentaria — dogm a constitucional
fundamental de los regímenes duales, primero, y de los parlamentarios
liberales, después— cede ante el control de la ley, a consecuencia del te­
mor a la inestabilidad política «intrasistema».
—> L os números de la Constitución. L os grandes problem as de la C onstitu­
ción podrían ser útilmente con siderados a la luz de una teoría de los núm e­
ros, una teoría que, desde el punto de vista de la C onstitución, aguarda a ser
elaborada. En una prim era aproxim ación , a la espera de una reflexión más
profunda, se podría decir lo siguiente. El núm ero uno (el m onism o) es el nú­
m ero del absolutism o político; el núm ero dos (la dualidad) es el núm ero de
la opresión o de la reducción a un o; el núm ero tres — y siguientes— (el plu­
ralism o) es el núm ero del equilibrio dinám ico.
Al uno y al dos, como hemos visto, los repele la idea de una función inde­
pendiente de garantía constitucional: al primero, porque resultaría rebatido; al
segundo, porque cada uno de los dos es garante de su propia posición en la dua­
lidad. Para el uno y el dos, la fuerza, no el derecho, es la garantía.
Todo cambia con el tres (y siguientes). Por esto, el número tres es el «nú­
mero santo» del derecho constitucional, y debe ser entendido en sentido hori­
zontal, como disposición de fuerzas concurrentes en el mismo plano, en la di­
mensión de la política.
El número tres es el número del equilibrio dinámico, en un sentido que pue­
de describirse así sumariamente. El tres consiente coaliciones de dos contra el ter­
cero. Pero una coalición para la eliminación del tercero y, por tanto, destinada a
la dualidad no interesa, en realidad, a los dos aliados. Después de la eliminación
del tercero, se abriría un enfrentamiento entre dos, la soberanía «se jugaría entre
dos» (según la expresión de Bodin antes citada) con resultados imprevisibles y pe­
ligrosos para ambos. Por eso, todos están interesados en la existencia del «terce­
ro» en previsión de nuevas agregaciones en el futuro. Aquí se encuentra la fuerza
constitucional del tres: es el número que permite absorber las tensiones destruc-
tivas y mantener la condición constitucional, no en la inmovilidad, sino en la di­
námica de las relaciones.
10. Cari Schmitt y H ans Kelsen
Un debate en los orígenes de la justicia constitucional en Europa. La co­
nexión entre la Constitución como norma jurídica y la Constitución como
realidad constitucional material plural determina, por tanto, las condicio­
nes que posibilitan una función de garantía asignada a un órgano super
partes. El desarrollo de esta conexión nos da las claves esenciales para
comprender el gran debate que tuvo lugar entre los años veinte y treinta
del siglo pasado, cuando la situación constitucional material en Europa se
encontraba en peligro, entre el rígido cierre monista y las aperturas plu­
ralistas. Ese debate, que se encuentra en los orígenes de la difusión de la
justicia constitucional en Europa, se centró en la cuestión fundamental de
si era posible una «justicia» en materia constitucional, si no constituía un
absurdo y veleidoso intento de «judicializar la política» que se traduciría
inevitablemente en la «politización de la justicia». Los nombres represen­
tativos de este gran debate, que llegó a convertirse en un duro enfrenta­
miento, son los de Cari Schmitt y Hans Kelsen, el partidario más influ­
yente de la creación de una función judicial de garantía constitucional75.
Los términos del debate se sitúan en dos planos distintos: a) el concepto
de jurisdicción y b) el concepto de constitución.
75.
El primer escrito que debe recordarse es el de H . Kelsen, «La garande juridiction­
nelle de la Constitution (La justice constitutionnelle)»: Revue de droit publique et science
politique (1928), pp. 197 ss., que es la reelaboración del inform e titulado «Wesen und Ent­
wicklung der Staatsgerichtsbarkeit», exp uesto p o r el m ism o autor en las jornadas del 23
y 24 de abril de 1928 de la asociación de los Staatsrechtslehrer alemanes (Wesen und E nt­
wicklung der Staatsgerichtsbarkeit, Berlin/Leipzig, W de Gruyter, 1929). Sobre las tesis ex­
puestas interviene C. Schmitt con el ensayo «D er H üter der Verfassung»: Archiv des öffentli­
chen Rechts (1929), pp. 161 ss., revisado y am pliado en el volumen del mismo título, Berlín,
Duncker Se H um blot, 1931. A la crítica dem oledora de Schmitt, Kelsen replicó con otra
titulada «Wer soll der H üter der Verfassung sein?»: D ie Justiz (1 930-1931), pp. 5 76 ss. (los
trabajos citados están publicados en H . Kelsen, L a giustizia costituzionale, ed. de C. Geraci, M ilán, Giuffrè, 1981, pp. 143 ss. y 2 2 9 ss., y en C. Schmitt, Il custode della costituzio­
ne, cit. [trads. esp., respectivam ente, «El defensor de la Constitución» y «¿Quién debe ser
el defensor de la Constitución?», en L a polém ica sobre la justicia constitucional, M adrid,
Tecnos, 2 0 0 9 ]. Las referencias que siguen son de las versiones italianas). Sobre el tema,
en la literatura italiana, véase P. Petra, Sch m itt, «K elsen e il custode della Costituzione»:
Storia e politica (1 9 7 7 ), pp. 5 0 6 ss. En general, sobre los fundam entos teóricos del con­
trol de con stitucion alidad de las leyes, véanse L. M ezzetti, E. D ’ O rlando y E. Ferioli, L a
giustizia costituzionale, Padua, C edam , 2 0 0 7 , p p . 2 -2 2 6 , y E. Ferrer M ac-G regor, D ere­
cho procesal con stitucion al, M éxico , Porrúa, 2 0 0 4 .
a)
L a crítica a la justicia constitucional en nombre de la distinción le­
gislación-jurisdicción, política-justicia. La oposición de Schmitt a la pro­
puesta formulada por Kelsen para la creación de un tribunal para solucio­
nar en vía jurisdiccional las controversias constitucionales está motivada,
específica y técnicamente, por la noción de la función jurisdiccional como
«asunción conforme al supuesto legal» del hecho material. Si el juez no
dispone de normas de derecho suficientemente precisas, no podría exis­
tir, a pesar de las form as y las apariencias, ninguna actividad realmente
jurisdiccional, porque no es realmente posible la subsunción bajo normas
genéricas. Esta sería la situación del derecho constitucional del siglo X X ,
con constituciones dotadas de num erosos principios, apelaciones a valo­
res, program as y directivas genéricos, expresados en su mayoría en com ­
promisos puramente verbales. «Si se llama ‘norm a’ a todo este com ple­
jo de principios heterogéneos — escribe Schmitt— , entonces la palabra
norma se convierte en algo totalmente carente de valor e inútil»76 y, de
la misma manera, decir que el juez decide conforme a normas resulta
algo engañoso y sin sentido. En realidad, en cada cuestión de «dere­
cho» constitucional, la duda que un tribunal, com oquiera que se haya
form ado, esté llamado a dirimir se referirá principalmente al conteni­
do de la norm a constitucional. Pero la determinación del alcance de
una ley constitucional de contenido dudoso es legislación constitucio­
nal, no jurisdicción77. El deber del «juez» constitucional sería entonces
el de clarificar y declarar auténtico el contenido rechazado de una nor­
ma constitucional. Pero esta eliminación de dudas sería, en efecto, una
«decisión» que determina el contenido de la norma constitucional, por
tanto, actividad política dotada de naturaleza constitucional y no activi­
dad de justicia78. El valor de esta decisión legislativa no se encontraría
en una «argumentación aplastante, sino en la exclusión autoritaria de la
76. C. Schm itt, II custode della costituzione, cit., p. 72.
77. Ibid.y p. 62.
78. Ibid., p. 74. Ecos de este tipo de crítica se oyeron tam bién en Italia, coincidien­
do con la institución del Tribunal C onstitucional. Por ejem plo, A. De Valles, «Inefficien­
za delle C orti costituzionali»: Rivista am m in istrativa 1 (1 9 5 3 ), p. 6 0 7 , donde sostiene el
inevitable «carácter político» de la jurisdicción constitucional: «si diéram os a un órgano
el poder de controlar la correspondencia de la ley ordin aria con la norm a constitucional,
(que es] la prem isa m ayor del silogism o», se realizaría un cam bio: «en el puesto del poder
legislativo, representante del pueblo, estaría el p oder de un Tribunal Constitucional como
tutor de una C onstitución rígida; y en vez de la división y el equilibrio de los tres poderes
tendría lugar'el gouvernem ent des juges, y el Tribunal C onstitucional se convertiría en el
único órgan o soberano. Pero la soberanía no se puede concebir sin una voluntad y sin una
fuerza capaz de ponerla en práctica; fuerza que no puede pertenecer a un juez, porque en­
tonces ya no sería juez, sino gobernante. El térm ino ‘gobierno de los jueces’ encierra en sí
una contradicción, un órgan o o es gobierno o es juez».
duda que surge ante las distintas y posibles soluciones argumentativas».
El hecho de que en la resolución de las controversias constitucionales
no pueda existir una decisión sobre la base de una ley, es decir, no pueda
existir una determinación sobre el contenido de voluntad «deducida» de
otra decisión ya incluida «de manera determinable y calculable»79 en la
Constitución, probaría la imposibilidad de configurar una com petencia
relativa a dichas controversias asignada a un juez independiente e im ­
parcial. La conclusión de esta argumentación es que el tribunal descrito
no podría escapar a una equívoca confusión entre política (sustancial) y
jurisdicción (formal), en la cual «la política no tiene nada que ganar y la
justicia tiene todo que perder»80.
L a respuesta de Kelsen al «conceptualismo» de Schmitt. Hasta aquí la
argumentación «técnica» de Schmitt, elaborada a través del examen de
conceptos como jurisdicción, legislación, norma, subsunción, etc. Kelsen
responde observando que es demasiado fácil construir conceptos en pro­
vecho propio, orientándolos hacia la solución querida por otras razones
(por razones, como se verá, no de técnica, sino de política constitucional).
Para Kelsen, la orientación que Schmitt da al problema —es decir, la
asunción a priori de una definición de jurisdicción y, en segundo lugar, por
decirlo de alguna manera, la subsunción en dicha definición de lo que se
pide a una «jurisdicción constitucional», para concluir que dicha jurisdic­
ción «no se encuentra» en la definición— es una manera de proceder ar­
bitraria que lleva a una conclusión en realidad irrelevante:
[De la definición de «jurisdicción»] no deriva nada que im pida asignar di­
cha función a un órgano colegiado a cuyos miembros, de cualquier m odo
que sean nom brados, se garantice la plena independencia: independencia
frente al parlam ento y al gobierno, que se llama «judicial» por el hecho de
que en las m odernas constituciones esta suele concederse a los tribunales
[...] Deducir de un concepto cualquiera de «jurisdicción» que la institución
denom in ada «tribunal constitucional» es im posible o im practicable, sería
un caso típico de esa «jurisprudencia de conceptos» que se debe considerar
ya superada81.
Un concepto no mecánico de jurisdicción. Sobre la cuestión de qué
es lo que distingue la jurisdicción de la legislación, Kelsen reprocha a su
contrincante un error fundamental —sorprendente para quien profesa­
79. C. Schm itt, Il custode delta costituzione, cit., pp. 63 ss.
80. L a cita se refiere a una consideración de François G uizot (Des conspirations et
de la justice politique [1 821], Bruselas, M eline, Cans et C ., 1846, p. 101), relativa a un
p roblem a distinto, la politización del juez penal que debe juzgar los delitos políticos.
81. H . Kelsen, L a g iu stiz ia costituzionale, cit., pp. 2 3 9 y 174 ss.
ba concepciones no formalistas del derecho, como Schmitt— : la idea de
que la decisión judicial prevista por la ley solo debe deducirse mediante
una operación lógica, es decir, la idea de la jurisdicción com o autom a­
tismo jurídico82. En definitiva: ¡una manera de construir falsos concep­
tos para después atacarlos más fácilmente! La jurisdicción, en cambio,
está intrínsecamente ligada a la duda interpretativa sobre las normas
que se deben aplicar. Las «cuestiones de derecho» que los jueces de todo
tipo deben resolver no desmienten, sino que confirman, su carácter de
jueces. Decir que juez es solo quien se ocupa exclusivamente del hecho,
del supuesto concreto y no del supuesto normativo, es una aberración.
Cuando Schmitt habla «de la fundamental diferencia entre decidir una cau­
sa y decidir dudas o posibilidades acerca del contenido de una disposición
constitucional», podemos limitarnos a contestar que la mayor parte de las
causas son decisiones sobre dudas o posibilidades acerca del contenido de
una disposición legal. Y sobre la jurisdicción nunca se había hecho, hasta
ahora [es decir: hasta cuando lo hizo Schmitt], una afirmación que desco­
nociera tanto la naturaleza como esta: «cada jurisdicción está ligada a las
normas y cesa cuando las normas se convierten en dudosas y controvertidas
en su contenido». Exactamente lo contrario de esa verdad, simple y clara
para cualquiera, por la cual la jurisdicción empieza normalmente justo en el
momento en que el contenido de las normas se convierte en dudoso y con­
trovertido, ya que de otra forma existirían solo controversias sobre hechos
y nunca controversias jurídicas83.
b) L a crítica a la jurisdicción constitucional, consecuencia del m o­
nismo constitucional. Existe, de todas form as, una razón más profunda
del enfrentamiento Schmitt-Kelsen, una razón que deriva de concepcio­
nes opuestas sobre la Constitución y sobre las opciones de política cons­
titucional para hacer frente a la situación constitucional material de su
tiempo (que era la descrita, a grandes rasgos, en el parágrafo precedente).
Para Schmitt, todo lo que atenta contra la Constitución, entendida
como unidad sustancial, social y política, significa la destrucción del Esta­
do porque representa la negación de la premisa de una concepción «posi­
tiva» de Constitución: esta premisa es la soberanía, que se debe entender
como una fuerza real y decisiva en todos los casos constitucionales con­
trovertidos. La vida auténticamente política, según Schmitt, es destruida
por la presencia de numerosos grupos sociales, partidos políticos, unio­
nes de intereses y otras organizaciones que inician entre ellos intermina­
bles negociaciones que se concluyen de form a provisional en múltiples
compromisos que pronto vuelven a ser cuestionados. El deber históri82.
83.
Ibid., p. 250.
Ibid., p. 245.
camente más importante del derecho constitucional es, siempre según
Schmitt, la restauración histórica de la soberanía, ya que cualquier no­
ción «com prom isoria» de Constitución, en sentido dual o, incluso, plu­
ralista, es una aberración anticonstitucional (es decir, enemiga de la «au­
téntica» Constitución). Contrariamente a esta concepción, «la literatura
teorética — en referencia a Kelsen— ha proclamado con una gran super­
ficialidad teórico-constitucional la tesis de que el Estado parlamentario
es fundamentalmente, en su esencia, un compromiso»84. En cambio, para
Schmitt, la respuesta a la disolución pluralista del Estado debe ser, no la
búsqueda de procedimientos de compromiso, como los que se dan en los
órganos parlamentarios, sino la proposición de un «Estado total» en el
que la abolición de la distinción entre el Estado y la sociedad en beneficio
exclusivo del Estado le permita frenar las fuerzas sociales hostiles y ofre­
cer la garantía última de la unidad política del pueblo. A este fin, la justi­
cia constitucional es contraproducente (siendo más útil — como se dice a
continuación— un «guardián» político de la Constitución), precisamen­
te porque les proporciona tutela jurídica a las pretensiones de los grupos
frente a la autoridad del Estado, contribuyendo así a su destrucción y a
la de la Constitución, entendida no como norma jurídica, sino como una
situación concreta de unidad política del pueblo.
L a respuesta de Kelsen al monismo en nombre de la política como
compromiso. Para Kelsen no solo en el Estado parlamentario, sino en
general en el Estado democrático posible en nuestra época, la esencia
de la vida política es com promiso entre las partes que suprime del pano­
rama, tanto teórico com o histórico, la idea de una soberanía concreta,
siendo para Kelsen la Constitución o el ordenamiento jurídico, es decir,
una entidad abstracta, la única entidad que en los ordenamientos demo­
cráticos podría definirse como soberana85. La alternativa respecto a esta
solución de los conflictos constitucionales es, precisamente, el Estado
total de Schmitt, el «totalitarism o». Si fuese posible una versión demo­
crática del totalitarismo (apoyada por el mismo Schmitt en los años de la
polémica sobre la justicia constitucional), esta sería, a la fuerza, una «de­
mocracia totalitaria»; poder del pueblo entendido orgánicamente como
unidad, sin dejar lugar a minorías de ningún tipo. La oposición de Kel­
sen a Schmitt sobre este punto coincide con su posición antitotalítaria,
es decir, democrático-liberal.
84. C. Schm itt, II custode della costituzione, cit., p. 99.
85. Sobre esta «d iso lució n » teórica de la so beran ía com o atributo no ya de un su­
jeto histórico o de un órgano constitucional, sino de un sistem a de norm as, ha insistido
Kelsen num erosas veces: véase, por ejem plo, Teoría generale del diritto e dello Stato, cit.,
pp. 3 8 9 s.
Aquí encontramos la idea político-constitucional probablemente más
significativa de todo el debate, ya que en ella se enlaza, por oposición,
en un coherente contexto de gran significado, la visión general que
unifica las posiciones científicas de Kelsen sobre num erosas cuestiones
constitucionales y, entre estas, también las relativas a la justicia cons­
titucional como una función independiente de aplicación de reglas de
derecho constitucional. La im portancia de esta función reside, para
Kelsen, en la regulación del com prom iso, es decir, en la recepción del
pluralismo a través de su racionalización jurídica, en el esquema de la or­
ganización estatal. La unidad que se hará posible es form al y procedi­
mental, no sustancial o material, com o quería Schmitt junto a todos los
exponentes de las concepciones concretas de la Constitución86, pero es
en todo caso una unidad real que impide la disolución de la vida social,
organizándola en reglas de cuya regularidad es garante el Estado. En
todo caso, este es el único tipo de unidad compatible con la dem ocra­
cia de nuestro tiempo constitucional: esta es la tesis kelseniana de fon­
do acerca de la dem ocracia y la justicia constitucional com o función de
la democracia.
D os nociones de Constitución antitéticas. Así, aunque los dos con­
tendientes usen los m ism os térm inos — Constitución y garantía de la
Constitución— , las respectivas nociones son antitéticas. Para Schmitt,
la Constitución es una situación de unidad concreta del pueblo; para
Kelsen es la norma jurídica fundam ental. De aquí derivan dos nociones
igualmente distantes de garantía de la Constitución. Para Schmitt se tra­
ta de dotar a un órgano con plenos poderes para permitirlo enfrentarse
a la posible crisis de la Constitución, es decir, combatir a los enemigos
de la unidad del pueblo, con los medios oportunos y adecuados a las
circunstancias87, por tanto, con poderes ilimitados (pensemos en la des­
garrada situación política de la Alemania de entonces y en la lucha de
clases, en las que la garantía de la unidad habría llevado pronto a medi­
das extremas contra los com unistas y, en general, contra los opositores
al sistema). Siempre según Schmitt, el órgano destinado a esta tarea de­
bía ser, naturalmente, el jefe de Estado plebiscitado por el pueblo y do­
tado de poderes excepcionales, según el artículo 48 de la Constitución
de Weimar relativo al «estado de excepción»88: poderes que el mismo
86. Véase la «Introducción» a R. Smend, Constitución y derecho constitucional [1928],
M adrid, C E C , 1985.
87. C. Schm itt, II custode della costituzione, cit., p. 56.
88. «El presidente del Reich puede tom ar las m edidas necesarias para el restableci­
m iento del orden y de la seguridad pública cuando se vean seriam ente alterados o amena­
zados y, si es necesario, puede intervenir la fuerza arm ada. C on tal fin, puede suspender,
en todo o en parte, la efectividad de los derechos fundam entales establecidos en los ar-
Schmitt interpretaba en un sentido muy amplio. La «guarda de la C ons­
titución» lleva, por tanto, com o señaló Kelsen89, a la «apoteosis» del ar­
tículo 48: para quien tiene de la Constitución una noción com o «re­
gla» fundam ental, es ciertamente paradójico que para salvaguardarla se
piense en un poder de tipo excepcional que puede suspenderla. El m is­
mo Kelsen clarifica lo que efectivamente significaba esta concepción90:
ya que, en el Reich alemán, el elemento que perturbaba seriamente o
ponía en peligro la seguridad y el orden público era el sistema pluralis­
ta, es decir, el Reichstag en concreto, el parlam ento representativo del
pluralismo político, su propia existencia justificaba permanentemente
el uso de los poderes excepcionales del artículo 48.
L a garantía contra la irregularidad constitucional, para Kelsen; la g a ­
rantía contra la emergencia constitucional, para Schmitt. Para Schmitt, la
garantía de la Constitución atiende a las situaciones de emergencia; para
Kelsen, en cambio, a las situaciones anómalas. Se podría decir que para él
la justicia constitucional está destinada a desempeñar un papel de routine, es decir, no de defensa ante la amenaza contra la existencia misma
de la unidad constitucional com o situación concreta, sino de control
sobre la constitucionalidad o «conformidad con la Constitución» (Verfassungsmássigkeit) de los actos que desarrollan cotidianamente la vida
constitucional. Para Kelsen91, la Constitución se defiende organizando
la vida constitucional de forma regular, consolidándola y haciendo so­
portable a la minoría el poder de la mayoría. El problema al que Kelsen
quiere dar respuesta se refiere al peligro de la irregularidad constitucio­
nal interna y la solución que él propone tiende a fortalecer la Constitu­
ción a través de una práctica conforme con esta; su problema no es el
peligro que puede derivar de una fuerza subversiva externa y su solución
tam poco se refiere a él. «Lo mejor que puede hacer una democracia para
defenderse de los distintos ataques, en parte justificados, que actualmen­
te se realizan es, precisamente, organizar todas las posibles garantías para
regularizar las funciones estatales. A mayor democracia, mayor control».
La justicia constitucional puede considerarse así instrumento de unidad,
pero en un sentido diferente al de Schmitt: es decir, en relación con la
Constitución como norma de la vida constitucional, dentro de los límites
en que esta puede vivir de forma pluralista.
tículos 114 [libertad personal], 115 [inviolabilidad del dom icilio], 117 [privacidad de las
com unicaciones], 118 [libertad de pensam iento y prensa], 123 [libertad de reunión], 124
[libertad de asociación] y 153 [derecho de propiedad]».
89. H . Kelsen, L a giustizia costituzionale, cit., p. 288.
90. Ibid.
91. Ibid., p. 20 1 .
Parece que Kelsen tiene razón cuando concluye92 que entre su justicia
constitucional y el garante de la Constitución de Schmitt existen diferen­
cias irreducibles. Pero las dos funciones y los dos órganos no se niegan
entre sí porque operan en situaciones históricas diferentes y les corres­
ponden deberes que no coinciden. Al contrario, se contradicen acerca de
las opciones de política constitucional, es decir, acerca de lo que es desea­
ble para el uno y para el otro: para Kelsen es deseable la democracia que
engloba a las diferentes fuerzas en procesos comunes orientados al com­
promiso; para Schmitt es deseable el enfrentamiento a través del cual una
parte prevalece sobre la otra, eliminándola de la escena política.
Quién miraba a corto y quién a largo plazo. Por lo que se refiere a la
cuestión de la «clarividencia histórica» de los dos modelos, hoy, a poste­
riori, se puede decir que Schmitt miraba a corto plazo: su concepción del
poder excepcional para la defensa de una situación constitucional concre­
ta correspondía a las contingencias que llevaron a la consolidación del na­
cionalsocialismo a través de los poderes dictatoriales conferidos al Führer
por la Ley para remediar las necesidades del pueblo y del Reich de 24 de
marzo de 1933 (Ermächtigungsgesetz), después de que el decreto de 28
de febrero (dado también «en defensa del pueblo y del Reich» después del
incendio del Reichstag) hubiera consentido la encarcelación de los diputa­
dos comunistas y socialdemócratas. Kelsen, en cambio, miraba más lejos,
como demostró la gran difusión de la justicia constitucional en los países
europeos que volvieron a la democracia tras la Segunda Guerra Mundial.
¿Por qué uno tuvo razón históricamente a corto plazo y otro a largo? La
respuesta no debe buscarse en las visiones de la justicia constitucional que
se enfrentaron, sino en las condiciones históricas concretas de la Consti­
tución a las que aquellas se referían: Kelsen tuvo razón a largo plazo por­
que el conflicto dual, radical y destructivo, que caracterizó la época de
Schmitt se moderó en un enfrentamiento pluralista de fuerzas concurren­
tes, menos destructivo y más fácilmente constitucionalizable. Kelsen tuvo
razón, pero en un contexto distinto del que tenía ante sí y con consecuen­
cias que no habría podido prever, como se dice en los parágrafos finales
de este capítulo.
11. L a difusión de la justicia constitucional
En Europa: oleadas sucesivas. En sintonía con el desarrollo histórico
concreto de la noción de Constitución, en el sentido de pluralismo, la
justicia constitucional en Europa, desde las primeras experiencias ya re­
cordadas de los años veinte del siglo pasado, tuvo lugar un gran número
92.
Ibid., p. 286.
de manifestaciones93. Se habla, a este propósito, de difusión «en oleadas
sucesivas»94.
La primera, seguida por la pequeña de los años veinte, tuvo lugar in­
mediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando en Europa
los países que salían del fascismo y del nazismo se dieron nuevas consti­
tuciones democráticas: Austria en 1945, Francia en 1946, Italia en 1948
y Alemania en 1949. Razones especiales, ligadas al federalismo, explican,
en cambio, la creación de la Corte Constitucional de la República federal
de Yugoslavia en 19 6 3 95.
La segunda oleada empezó en los años setenta, con la caída de los
restantes regímenes fascistas y autoritarios en Grecia (1975), Portugal
(1976) y España (1978)96.
Una fase posterior, la tercera, se caracteriza por la caída del sistema
político de la Europa oriental bajo la hegemonía soviética hasta 1989, y
afecta principalmente a los antiguos países comunistas, desde la reforma
de la Constitución húngara de 1989, hasta la nueva Constitución alba­
nesa de 199 8 97.
Casos especiales. Después, acontecimientos nacionales concretos ex­
plican las expectativas de justicia constitucional en otros países como Chi­
pre (1960), relacionadas con la necesidad de convivencia en una pobla­
ción mixta griego-turca; como Bélgica, donde en 1983 fue instituida una
Cour d’arbitrage, prevista originariamente para regular los conflictos en­
93. V éanse D. R ousseau, L a jusíice constitutionnelle en E urope, París, M ontchrestien, 19 9 2 , y J. J . Fernández Rodríguez, L a ju sticia constitucional europea ante el siglo XXI,
M ad rid , Tecnos, 2 0 0 1 , p p . 2 7 ss.
94. T. G rop p i, «Introduzione: alia ricerca di un m odelo europeo di giustizia costi­
tuzionale», en M . Olivetti y T. G roppi, L a giustizia costituzionale in E urop a, cit., p. 5.
95 . El volum en editado por H . M osler, Verfassungsgericbtsbarkeit in der Gegenwart,
C olonia/Berlín, H eym annsverlag, 1 9 6 2 (actas del C o n greso del M ax-Planck-Institut für
ausländisches öffentliches Recht und V ölkerrecht de H eidelberg de 1963) constituye una
especie de balance com p arad o de la experiencia m adurada en esta prim era fase de difu­
sión de la justicia constitucional.
96. Un balance com parado de la segunda fase es el volumen editado p or L. Favoreu,
Cours constitutionnelles européennes et droits fondam entaux, París, Económ ica, 1982, que
recopila las actas del congreso de Aix-en-Provence de 1981 sobre el mismo tema.
97. Es imposible dar ni siquiera una referencia bibliográfica respecto al desarrollo pos­
terior. Téngase en cuenta, sin em bargo, que desde 1985 publica la editorial Económ ica el
Annuaire international de justice constitutionnelle, d irigido p o r el G roupem ent d’Études
et de Recherches sur la justice constitutionnelle de Aix-en-Provence fundado por Louis
Favoreu, que reúne anualmente a expertos en la m ateria procedentes de todo el mundo.
E sta p u blicació n es una m in a de in form ación sobre la v id a de las d istin tas jurisdicciones
constitucionales. Indicaciones de la am plísim a e inabarcable bibliografía en A. Pizzorusso,
«Giustizia costituzionale (diritto com parato)», en Enciclopedia del diritto, Annali I, Milán,
G iuffré, 2 0 0 8 , p. 671, n .° 2, así com o la nota de la p. 715.
tre las autoridades centrales y las de las comunidades valona y flamenca,
pero configurada en la práctica como auténtica Cour constitutionnelle (si­
tuación de hecho, reconocida en mayo de 2007, con la sustitución de la
denominación originaria por esta); como Francia, donde la Constitución
de 1958, inspirada por el general De Gaulle, instituyó un Conseil consti­
tutionnel, de discutida naturaleza político-judicial, con el deber principal
de defender las atribuciones normativas reglamentarias del Gobierno fren­
te a las invasiones legislativas del Parlamento y que, desde entonces, fue
protagonista de una progresiva y espectacular expansión de sus funciones
como órgano jurisdiccional de control de la constitucionalidad de las le­
yes98. Recientemente (Loi constitutionnelle de modernisation des institu­
tions de la V République de 23 de julio 2008), el Conseil constitutionnel,
hasta entonces con una función de arbitraje entre sujetos políticos, se ha
incluido en la esfera de la jurisdicción, previéndose la saisine accidental
por parte de la Cour de cassation y del Conseil d’État.
En otros casos, la justicia constitucional se introdujo con ocasión de
reformas constitucionales, señal de la existencia de un movimiento de al­
cance continental (por ejemplo en Luxemburgo y Finlandia, respectiva­
mente, en 1996 y 1999). En los países escandinavos, además, aun faltan­
do instituciones idóneas de justicia constitucional, desde hace tiempo se
reconoce a los jueces en general y a los tribunales supremos en particu­
lar, como principio, el poder de controlar la legitimidad de las leyes. Esto
ocurre en Suecia (donde la Constitución de 1974 reconoce formalmente
este poder), Noruega, Irlanda y Dinamarca. Incluso en países todavía per­
tenecientes al frente socialista de la Europa del Este antes de su caída, en
los que existía un limitado pluralismo político y social, como Polonia y
Hungría (respectivamente, desde 1986 y 1984), se intentaron las prime­
ras experiencias de justicia constitucional.
La excepción del Reino Unido. El Reino Unido se queda fuera de la
tendencia general a la garantía judicial de la Constitución y representa
así una excepción relevante. Esto se debe a la ausencia de una Constitu­
ción como norma jurídica de pleno título consagrada en un texto orgáni­
co ad boc, ausencia que a su vez es consecuencia de la historia constitucio­
nal inglesa, donde el derecho legislado (statute law) se encuentra desde
siempre en relación dialéctica con el common law, es decir, con lo que
aquí se ha denominado la otra vertiente del derecho, el derecho material.
En esta tensión, los poderes interpretativos de los jueces son más amplios
98.
M . Waline, «Préface» en L. Favoreu y L. Philip, Les grandes décisions dn Conseil
constitutionnel, París, D alloz, 132 0 0 5 , pp. xiii ss. V éase tam bién E. Libone, «L a giustizia
costituzionale in Francia», en M . Olivetti y T. G roppi, L a giustizia costituzionale in Europa,
cit., pp. 149 ss.
que los de los jueces continentales y permiten someter las leyes a un exa­
men de carácter sustancial, sin que hasta ahora se haya impuesto la nece­
sidad de un control de validez del tipo europeo continental. De todas
form as, también en aquel país aflora periódicamente la exigencia de
una justicia constitucional, conectada con la demanda, formulada desde
distintos campos, de una declaración constitucional de derechos". Con
el Human Rights Act de 1998 se abre una brecha, aunque parcial, en el
principio de no control de la ley, expresión de la sovereignity o f the Parliament: en el caso de oposición de leyes británicas a la Convención europea
para la salvaguardia de los derechos del hombre y de las libertades fun­
damentales de 1950, reconoce a los jueces, cuando no sea posible llegar a
una «interpretación para adaptar» la ley, el poder de declarar su incompa­
tibilidad, pero con el único fin de dirigirse al legislador para su reforma.
—> L a «Conferencia» de los tribunales europeos. L a difusión que en cincuenta
años ha dotado a Europa de jurisdicciones constitucionales100 puede expresarse
recordando el desarrollo de su Asociación. Los tribunales constitucionales euro­
peos, desde 1972, se reúnen cada tres años en conferencia para debatir temas de
interés común. Al principio, la Conferencia reunía los tribunales de cuatro países:
la República Federal alemana, Austria, la República Federal de Yugoslavia e Italia.
Hoy, los países participantes, cada uno con su Corte o Tribunal Constitucional
a d hoc o, al menos, un órgano judicial con funciones de garantía constitucio­
nal, son treinta y seis101. El § 6, n. 1 a) del Estatuto de la Conferencia establece
99. V éase, por ejem plo, N . H . Andrew s, «Should England A dopt an Entrenched Bill
o f R ights with Ju d icial Review o f Primary Legislation?»: Annuaire International de justice
constitutionnelle, cit., 19 8 9 , pp. 15 ss.
100. Su exam en sintético y com p arad o puede verse, adem ás de en el ya citado O livetti
y G roppi, L a giustizia costituzionale in Europa, cit. (com prende escritos de los d os coor­
dinadores y de F. R escigno, L. Elia, E. Libone, G . Fontana, V. Pam io, M . M istó, E. Ferioli, V. Tam burrini, F. R osa y G . D em uro), en D. Rousseau, L a justice constitutionnelle en
E urope, cit., y en J . J . Fernández R odríguez, La justicia constitucional europea an te el s i­
glo XXI, cit. M ás en general, véase M . From ont, L a justice constitutionnelle dan s le m on­
de, cit.; L. Favoreu, L es cours constitutionnelles, París, PUF, 31996; D. R ousseau, L a ju s ­
tice constitutionnelle en E uro p e, París, M ontchrestien, 31 9 9 8 ; L. P egoraro, Lin eam en ti
di giustizia costituzionale com parata, Turín, Giappichelli, 19 9 8 ; J. Luther, R. R om boii y
R. Tarchi (eds.), Esperienze di giustizia costituzionale, 2 vols., Turín, G iappichelli, 2 0 0 0 .
101. Se trata de lo s ó rg an o s de garantía con stitucion al de Austria, A n d orra, B él­
gica, B u lgaria, C ro ac ia , C h ip re, R epú blica Checa, Francia, A lem ania, H u n g ría, Italia,
Licchtenstein, Lituania, M acedon ia, M alta, Polonia, Portugal, Rum ania, Federación Rusa,
E slovaquia, Eslovenia, E spaña, Suiza y Turquía, a los cuales se unieron en 2 0 0 2 , Albania,
Arm enia, Arzebaiyán, Bosnia-H erzegovina, G eorgia, Letonia, M oldavia, Ucrania y Luxentb u rgo; en 2003 se adhirieron Estonia, Irlanda y N oru ega. Está pendiente la adm isión de
Serbia-M ontenegro y Bielorrusia. Perm anecen fuera de la Conferencia, por carecer d e jus­
ticia constitucional o p o r no haber presentado su candidatura, Reino Unido, D inam arca,
Finlandia, Grecia, Islandia, Países Bajos, Suecia, San M arino y, entre los países reciente-
que «pueden adquirir el estatus de miembros ordinarios solamente los tribunales
constitucionales y las otras instituciones análogas que tengan una función judicial
en el ámbito constitucional —especialmente en materia de control de las normas
jurídicas— y que ejerciten su actividad de forma independiente y respetando los
principios fundamentales de la democracia, del Estado de derecho y de los dere­
chos humanos».
Los tribunales y los países a los que pertenecen aspiran a la participación en
este foro, subordinada a una especie de examen preliminar de adecuación a los cri­
terios del citado 6, n. 1 a). Esta participación, aparte de cualquier otra considera­
ción, es un certificado de civilización jurídica (democracia, Estado de derecho, de­
rechos humanos) indispensable, también porque constituye la premisa para otros
reconocim ientos y participaciones, com o en el C onsejo de E uropa y la Unión
Europea. Se ha dicho con justicia que hoy en Europa es «inconcebible la adopción
de una Constitución democrática que no prevea formas jurisdiccionales de garan­
tía de la supremacía de la Constitución», porque «la justicia constitucional es ya
considerada como un elemento crucial del Estado democrático», mientras que «su
ausencia puede hacer dudar de la democracia de un ordenamiento»102.
Su difusión mundial. Esta consideración acerca de la relación entre
democracia y justicia constitucional explica la difusión de esta última más
allá del contexto europeo, por todo el mundo. Naturalmente, cada situa­
ción nacional debe ser analizada en sí misma. La adopción de institucio­
nes de garantía constitucional puede ser el disfraz de «constituciones sin
constitucionalismo», es decir, de poderes autocráticos que se conceden
documentos políticos a los que denominan Constitución, sin que tengan
los contenidos típicos que provienen de la historia del constitucionalis­
m o103. En todo caso, interesa señalar, como signo de mundialización, que
tribunales constitucionales o cortes supremas con funciones de garantía
constitucional, en muchos casos con funciones esenciales en la defensa
y prom oción de la democracia y los derechos hum anos, existen, aparte
de en países de tradición liberal-democrática consolidada (a los cuales
se ha unido Canadá después de la adopción de la Carta de los derechos
de 1982), en distintos países africanos, India, Japón y algunos de Extremo
Oriente104, además de Sudáfrica, donde una jurisprudencia constituciom ente independizados, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán (véase F. Rosa, «I paesi senza
con trollo di costituzionalità delle leggi», en M . Olivetti y T. G roppi, L a giustizia costi­
tuzionale in Europa, cit., pp. 393 ss.).
102. T. G roppi, «Introduzione», en M . Olivetti y T. G rop p i, L a giustizia costituziona­
le in E u rop a, cit., p. 7, donde se recuerdan las posturas de los organism os internacionales
en el sentido indicado arriba.
10 3 . Id., «Costituzioni senza costituzionalism o? L a codificazione dei diritti in A sia agli
inizi del xx i secolo»: Politica del diritto (2 0 0 6 ), pp. 187 ss.
104. V éase T. Ginsburg, Judicial Reuiew in N ew D em ocracies. Con stitu tional Courts
in A sian C ases, N ueva York, Cam bridge University Press, 2003.
nal de alto nivel ha acompañado a la construcción de la democracia tras la
destrucción de las relaciones sociales debida a la política de apartheid. En
América Latina, empezando por México —cuyo secular sistema de tutela
directa de los derechos constitucionales a través del amparo es objeto de
muchos estudios e imitaciones en otros sistemas incluso europeos (Espa­
ña y la República Federal alemana, por ejemplo10S)— , la justicia constitu­
cional se ha difundido rápidamente, contribuyendo a la formación de una
conciencia democrática y a la difusión de los principios del Estado de dere­
cho. Hoy, además de en las pequeñas repúblicas de Centroamérica, ha lo­
grado adquirir posiciones de relieve en las instituciones de Argentina, Bra­
sil, Chile, Ecuador, Bolivia, Colombia, Perú, Uruguay y Venezuela106, y ha
llegado también a varios países africanos surgidos de la descolonización.
L a justicia constitucional supranacional. La justicia constitucional,
con las características y diferencias nacionales concretas107 que refle­
jan las distintas situaciones políticas, constituye un im portante auxilio
para la formación de un ídem sentiré constitucional, de un derecho cons­
titucional común del que a menudo son expresión también los textos
internacionales sobre los derechos fundamentales y la jurisprudencia de
los tribunales internacionales de derechos, com o el europeo de los de­
rechos del hombre y el de la Com unidad Europea, o los que actúan en
otras «organizaciones regionales» de derechos, com o la Corte Interame­
ricana de Derechos H um anos, que inició sus trabajos en 1978, activa
en el área de la América Latina108, o com o la Cour Africaine de Droits
de l’Homm e et des Peuples, instituida en 2004 gracias al acuerdo de un
cierto número (hasta ahora minoritario) de países adheridos a la Unión
Africana. Cuando los problemas se complican y asumen dimensiones supranacionales, la red de sabiduría y conocimientos jurídicos que la juris­
prudencia constitucional de cada país sabe expresar a partir de los orde­
namientos concretos constituye una riqueza que un futuro, ciertamente
ya no nacional, podrá aprovechar si es capaz (infra, pp. 345 s.).
105. H . Fix-Z am udio y E. Ferrer M ac-G regor (eds.), E l derecho de am paro en el m un­
d o , M éxico, Porrúa, 20 0 6 .
106. D e la am plísim a bibliografía, véanse los gran des volúm enes de D. G arcía Belaunde y F. Fernández Segado (eds.), L a jurisdicción con stitucion al en Iberoam érica, M adrid,
D ykinson, 19 9 7 , y C. L an da A rroyo, Tribunal C onstitucional y E stad o dem ocrático, Lima,
Palestra, 22 0 0 3 .
107. V éanse el cuadro y las clasificaciones de Pizzorusso, «G iustizia costituzionale (di­
ritto com parato)», en Enciclopedia del diritto, cit., pp. 669 ss.
108. Sobre ello, H . Fix-Z am udio, «N otas sobre el sistem a ínteram ericano de derechos
hum anos», en D. G arcía Belaunde y F. Fernández Segado (eds.), L a jurisdicción constitu­
cional en Iberoam érica, cit., pp. 163 ss., donde se dan noticias sobre intentos de tutela su­
pranacional de los derechos en E uropa, A frica y antiguos países soviéticos.
es decir, de norm as estructuradas com o reglas, no se ha cum plido. Las
actuales constituciones del Estado constitucional pluralista, com o se
ha visto, no son textos norm ativos en el sentido del positivism o jurí­
dico. Por el contrario, abundan en ellas las proposiciones que Kelsen
deseaba evitar, y son así no por capricho o ignorancia de sus autores,
sino por necesidades constitucionales materiales. En efecto, las normas
constitucionales abiertas son una característica inevitable de las consti­
tuciones, en cuanto docum entos norm ativos «com prensivos», adecua­
dos a situaciones constitucionales abiertas, destinados a perm anecer en
el tiempo e integrados en un movimiento teórico que supera los lími­
tes de los estados nacionales. Estas norm as requieren necesariamente
una obra de concreción histórica no predeterm inada por com pleto en
cuanto a sus contenidos. De esta constatación ¿debemos concluir que
las características inevitables de la «jurisdicción constitucional» actual
dan más la razón a Schmitt que a Kelsen, ya que m anifiesta precisa­
mente lo que aquel denunciaba com o la irresistible distorsión judicial
de una función política que el segundo invitaba a evitar de m anera in­
fructuosa? ¿D ebem os, por lo tanto, concluir que la justicia constitu­
cional es una contradicción en sí mism a, ya que la «aplicación» de la
Constitución — de una Constitución tal com o es y no puede dejar de
serlo en nuestra época— es necesariam ente política constitucional y no
jurisdicción constitucional? La pregunta es crucial y, al mismo tiem po,
paradójica, frente a su aceptación casi universal com o elemento del
constitucionalism o actual. ¿Es posible que esto haya ocurrido a costa
de un indebido «desplazam iento de poder»?
¿Desplazamiento de poderf Para responder a la pregunta es necesario
reflexionar sobre el significado de la expresión desplazamiento de po­
der, expresión que se debe entender como desplazamiento arbitrario de
poder. Se trata del límite entre lo que pertenece legítimamente a la legis­
lación (constitucional) y lo que pertenece a la jurisdicción.
Aunque Kelsen, como se ha dicho, rechace la idea de que la juris­
dicción es una actividad de mera «subsunción» del supuesto de hecho
en el derecho y asigne a la jurisdicción el deber de resolver, además de
las cuestiones de hecho, las «dudas interpretativas» sobre el derecho, él
mismo, si hubiera considerado la evolución concreta seguida por el de­
recho constitucional actual, bastante rico en normas indeterminadas en
contra de sus aspiraciones, queriéndolo o no, habría terminado por lle­
gar a las mismas conclusiones que su crítico. Para el uno, se trataba de
razones teóricas (la definición de jurisdicción); para el otro, prácticas
(la discrecionalidad com o hecho incuestionable), pero la conclusión ha­
bría tenido que coincidir.
E l principio jurídico m onista... El principio de esta oposición está
en la concepción positivista del derecho com o producto exclusivo de
la legislación (ordinaria o constitucional), fuera de la cual solo existe
el terreno de lo «no jurídico», es decir, de la arbitrariedad (o «discrecionalidad») y, en definitiva, de preferencias políticas que no com peten
a los jueces. En virtud de este principio se habla de desplazam iento de
poder político, o de apropiación indebida de poder del legislador por
parte del juez.
... y la réplica dualista. Pero todo esto existe y desaparece con la pre­
misa monista, es decir, con la pretensión de la ley de ser el único derecho.
La dualidad jurídica, el derecho con dos caras, formal y material, distintas
pero interdependientes, permite otra forma de ver las cosas. Dicha con­
cepción dual del derecho, que es la tesis de este libro, afirma que nuestra
época asiste al renacimiento de la antigua y nunca olvidada tensión entre
ius y lex, y que el ius se manifiesta, precisamente, a través de las normas
constitucionales indeterminadas, las cuales no reflejan la estructura «si...
entonces», que es la que permite hablar de la «aplicación» com o «subsunción», ni reflejan el vínculo exclusivo con una voluntad legisladora,
respecto al cual se podría hablar, justificadamente, de desplazamiento de
poder. Si más allá de la ley existe otro derecho, la convicción positivis­
ta, según la cual donde no hay ley (o donde la ley es vaga, imprecisa, in­
determinada) solo hay política, por fuerza desaparece. Donde falta la ley
puede existir política, la política que, de manera normal, se convierte en
ley, pero también puede existir derecho no legislativo, es decir, derecho
material. Este derecho material se manifiesta hoy en la Constitución que,
a su vez, es un conjunto de principios que efectúan remisiones y recepcio­
nes de un derecho material pre-positivo. A esto nos lleva la dualidad del
derecho, su doble naturaleza. Si convenimos en que el legislador controla
solo el aspecto legislativo, y no el no legislativo, la acusación formulada
con la expresión desplazamiento de poder pierde consistencia. Las nor­
mas constitucionales indeterminadas no «desplazan» nada, no abren las
puertas necesaria e impropiamente a la política, a la inspiración subjetiva,
al arbitrio del intérprete, sino que exigen al juez que se refiera al derecho,
incluida su dimensión material.
L a ciencia y la prudencia. Que además la manera de examinar el de­
recho material sea diferente a la de tratar el derecho legislativo; que el
primero se pueda formalizar en procedimientos lógicos (la «técnica ju­
rídica» desarrollada por el positivismo) y el segundo deba valerse de
instrumentos culturales no susceptibles de formalización; que el dere­
cho legislativo pueda ser objeto de una «ciencia», mientras que el derecho
no legislativo requiera más bien «prudencia», como conciencia del senti­
do del propio deber, que se refleja en la interpretación, todo esto es sim­
plemente la consecuencia de la doble naturaleza del derecho, el derecho
como forma de la fuerza (¡ex) y el derecho como sustancia (ius), unidos
por una relación de razonable compatibilidad.
2. Sustancia y forma en el juicio de constitucionalidad de las leyes
L a garantía constitucional como respeto de la forma. El reduccionismo
legalista de Kelsen se traduce, en su nomodinámica y en su teoría de la
justicia constitucional, en la exigencia de respeto a la form a, es decir,
de los trámites procedimentales. Un aspecto de esta metodología es la
reducción de los vicios «materiales» (es decir, de contenido) de las leyes
a vicios «formales» (es decir, de procedimiento)4. Los vicios materiales
se resolverían en los segundos, ya que solo estos últimos tendrían signi­
ficado en la teoría de la inconstitucionalidad de la ley.
Atendiendo a los presupuestos de esta concepción, podem os subra­
yar la distancia con los nuestros, en virtud de los cuales la reducción
de la sustancia a la form a nos parece una exageración bastante eviden­
te. Sin embargo, esta es argumentada impecablemente con base en sus
presupuestos. Los ordenamientos con constitución rígida, es decir, ba­
sados en una relación de jerarquía entre constitución y ley, resultan de
estos dos elementos: a) cada «grado norm ativo» se distingue por su
form a correspondiente: así, al «grado constitucional» le corresponde
una «form a» o procedim iento constitucional, y de form a análoga, al
«grado legislativo» le corresponde una «form a» o procedim iento legis­
lativo; b) las normas inferiores deben respetar los contenidos de las su­
periores; c) una norma legislativa con un contenido opuesto al de una
norma constitucional es inválida si adopta la form a legislativa, pero se­
ría válida (en cuanto anula o deroga) si adopta la form a constitucional.
La inconstitucionalidad derivaría, por tanto, no de la oposición de los
contenidos, sino de la errónea elección de la form a de normación. En
palabras de Kelsen:
A menudo se distingue entre inconstitucionalidad formal e inconstitucio­
nalidad material de las leyes. Dicha distinción, sin em bargo, solo es admi­
sible con la limitación de que la denom inada inconstitucionalidad material
sea también inconstitucionalidad formal, en el sentido de que una ley cuyo
contenido es contrario a la constitución no sería ya inconstitucional si fuera
4.
Véase H. Kelsen, L a giustizia costituzionale, cit., pp. 154 ss. y 2 4 6 ss. Una critica
en L. Paladin, «O sservazioni sulla discrezionalità e sull’eccesso di potere del legislatore»:
Rivista trimestrale di diritto pubblico (1 9 5 6 ), pp. 995 ss.
votada com o ley constitucional. Se trata, en definitiva, de saber si debe ser
observada la form a ordinaria o la constitucional5.
El deber del Tribunal Constitucional sería, por tanto, el de garan­
tizar la justa elección de la form a; lo que se podría comparar con el de
un «guardagujas»6.
Una concepción opuesta: la garantía constitucional como respeto de
la sustancia. Comprendemos el significado de esta reducción de la sus­
tancia a la forma teniendo en cuenta la época en la que fue formulada.
Se trataba de preservar la integridad de la democracia, entendida como
omnipotencia de la ley creada según procedimientos justos; se trataba de
mantener así intacto el «derecho a la última palabra» del legislador demo­
crático. Sin embargo, la reducción de la sustancia a forma, ya desde un
punto de vista lógico, no puede eliminar la diferencia innegable entre
un procedimiento legislativo viciado en sí y un procedimiento válido en
sí, pero inválido a causa de su contenido. Aunque se quiera hablar en am­
bos casos de «vicio form al», es necesario distinguir de todas form as el
vicio consecuencia de un procedimiento inválido en cualquier caso del que
es consecuencia de un procedim iento que sería potencialmente válido
una vez cam biado el contenido7. Además, esa concepción corresponde
a una comprensión de la justicia constitucional profundamente formalis­
ta y que prescinde de la realidad histórica, que ignora u oculta, para­
dójicamente, el hecho de que las constituciones nacen con el propósito
contrario, un propósito sustancial: rodear determinados contenidos nor­
mativos de particular protección ante los intentos de modificación. Para
la comprensión de nuestro objeto, no es lo mismo, decir que siempre se
puede modificar cualquier parte de la Constitución a través del mecanis­
mo oportuno que decir que la Constitución es inmodificable a menos que
se active el procedimiento excepcional de la revisión constitucional. Pa­
recen afirmaciones equivalentes pero, desde el punto de vista cultural, no
lo son. Los procedim ientos agravados previstos para la revisión consti­
tucional pueden concebirse com o una variante de procedimiento legis­
lativo, pero también, y ante todo, pueden ser entenderse como garantía
5. H. Kelsen, L a giustizici costituzionale, cir., p. 155.
6. L. Favoreu, «L es décisions du C on seil constitutionnel dans l’affaire des n atio­
nalisations»: Revue du droit public (1 9 8 2 ), pp. 4 1 9 ss., y M . Troper, «La machine et la
norm e. D eux m odèles de constitution», en Id., L a théorie du droit, le droit, l ’E tat, Paris,
PUF, 2 0 0 1 , p. 173.
7. V. Crisafulli, Lezioni di diritto costituzionale. IL L’ordinamento costituzionale ita­
liano, Padua, Cedam , U 9 8 4 , p. 3 6 6 ; F. M odugno, «Legge (vizi délia)», en Enciclopedia del
diritto, vol. 23, M ilán, G iuffrè, 1973, p. 10 0 2 ; A. Cerri, Corso di giustizia costituzionale,
M ilán, Giuffrè, 52 0 0 S , pp. 138-140.
material a través de medios procedimentales del contenido de la C ons­
titución. La Constitución italiana, por ejemplo, coloca su artículo 138
sobre la revisión constitucional, no en la «sección» dedicada a la Form a­
ción de las leyes (arts. 70 ss.), sino en el «título» relativo a las Garantías
constitucionales, entre las cuales está comprendido también el control de
constitucionalidad de las leyes (arts. 134-137). Se puede expresar el mis­
mo concepto también de otra forma, que pone de manifiesto un aspec­
to muy importante de esta reducción de la sustancia a forma. La forma,
en las concepciones positivistas del derecho, es «form a de la fuerza» o
«fuerza expresada como forma». Reducir la constitucionalidad al respeto
de la form a significa reducir la experiencia constitucional a una cues­
tión de «m odalidad de ejercicio» de ¡a fuerza, contra la convicción de
que el constitucionalismo es una doctrina que, sin duda, aspira a la forma,
pero también a la sustancia: es esencialmente una doctrina de limitación
de la fuerza atendiendo a valores sustanciales para la convivencia civil.
Los principios constitucionales no modificables de manera absolu­
ta. Sin embargo, la tesis que defiende la licitud de cualquier contenido
siempre que se respeten las form as previstas, es desmentida por la exis­
tencia de normas constitucionales que las propias constituciones decla­
ran no revisables y para cuya modificación no existe, por tanto, ningu­
na «form a prevista». Se trata de principios fundam entales, esenciales,
irrenunciables o supremos, establecidos por las propias constituciones o
elaborados por la jurisprudencia constitucional con el propósito de des­
cartar que, respecto a dichos principios, la última palabra sea la de la
fuerza convertida en ley (aunque sea una ley constitucional). En la juris­
prudencia constitucional italiana (sentencia n .° 1146 de 1988), encon­
tramos una afirmación muy clara al respecto:
La Constitución italiana contiene algunos principios supremos que no pueden ser
subvertidos o modificados en su contenido esencial ni siquiera por leyes de revi­
sión constitucional o por otras leyes constitucionales. Se trata tanto de los prin­
cipios que la propia Constitución prevé explícitamente como límites absolutos al
poder de revisión constitucional, tal que la República, como de los principios que,
aun no siendo expresam ente m encionados entre los no susceptibles de revisión
constitucional, forman parte de la esencia de los valores supremos sobre los cuales
se funda la Constitución italiana [...] N o se puede negar, por tanto, que [el Tribu­
nal Constitucional] es competente para juzgar la conformidad incluso de las leyes
de revisión constitucional y de las demás leyes constitucionales que contradigan
los principios supremos del ordenamiento constitucional.
Un momento muy importante para la confirmación de la existencia
de principios constitucionales intangibles es, en distintos ordenamientos
constitucionales, la adhesión a organizaciones internacionales con poder
normativo, como la Unión Europea. Estos principios, allí donde son reco­
nocidos, constituyen «escudos» o límites a las «injerencias» para preservar
los rasgos constitucionales originarios y fundamentales de las constitucio­
nes de los países miembros de la organización8. La existencia de normas
constitucionales, de esta categoría es bastante significativa: al impedir las
injerencias externas, confirman la existencia de un núcleo fuerte de sobe­
ranía estatal que resiste incluso ante la formación de instancias políticas
supraestatales. Sin embargo, esta defensa de la soberanía no se traduce en
absoluto en la exaltación de la soberanía política de los legisladores esta­
tales, a los que se les concedería todo, según Kelsen, con tal de que respe­
taran las formas. Esta se transforma, por decirlo de alguna manera, en la
soberanía de la Constitución, cuyo núcleo esencial, al ser sustraído de
los ataques externos, se protege de los ataques internos: es, en resumen,
un contenido constitucional inmodificable por definición. «La última p a­
labra», cuando se trata de estas normas, les pertenece al derecho y a los
jueces, no a la ley y a los legisladores.
Los principios del constitucionalismo actual: reenvío. Aquí es nece­
sario profundizar más. La existencia en la Constitución de principios inm odificables a través de los procedim ientos legislativos previstos para
su m odificación implica que dicha inmutabilidad tiene un fundam ento
autónomo en una «norma» (no en el sentido del positivismo) «sobre la
Constitución» que vale «antes» de esta, es decir, que es «preconstitucional» en relación con la Constitución positiva. Si esta norma que establece
la inmutabilidad de la Constitución en algunas de sus partes perteneciera
a la Constitución positiva, se debería admitir que, cambiándola o supri­
m iéndola, se podría volver modificable lo que ella misma ha estableci­
do como no modificable. Para poder afirmar la inmutabilidad de algunas
normas constitucionales, es necesario referirse a una dimensión material
del derecho que no depende de la voluntad de ninguna autoridad consti­
tucional constituida, es decir, que no deriva de alguna prescripción au ­
torizada por norm as constitucionales positivas. Estam os aquí en una
dimensión de derecho constitucional prepositivo que pertenece necesa­
riamente al ámbito, no de la forma, es decir, de la fuerza presentada en
forma de /ex, sino de la sustancia, es decir, del ius, que es como decir de
un derecho material independiente de la forma definida positivamente.
L a reducción de la sustancia a forma, es decir, a fuerza. Cuando he­
mos hablado del derecho como (pura) ley, es decir, como (pura) form a,
hemos intentado aclarar que en esta identificación va implícita la con­
8.
A. C elotto y T. G roppi, «D iritto U E e diritto nazionale: prim auté vs. Controlim iti»: Rivista italian a di diritto pubblico com unitario (2004), pp. 1309 ss.
cepción del derecho como fuerza: el derecho com o «form a de la fuer­
za». Por tanto, reduciéndose — según Kelsen— los problem as de la sus­
tancia del derecho a problemas de form a, se reduce el problem a de la
justicia-injusticia de las leyes al de la simple coherencia entre las distin­
tas modalidades de ejercicio de la fuerza por medio de normas, es decir, al
problema de la justa elección del m odo adecuado técnicamente. En re­
sumen: la concepción kelseniana es una ramificación de la concepción
positivista, con una única vertiente, del derecho, y sirve com o simple
racionalización de las manifestaciones de la fuerza.
Al contrario, la justicia constitucional como garantía de la sustancia
es el punto de vista de quien considera el derecho en su doble aspecto,
con una consistencia que no cabe en la perspectiva de formas en las que
cabe cualquier cosa, y que está preparado para tomar en consideración la
dimensión jurídica material que no podem os contradecir con la forma.
3. La impotencia del derecho constitucional cerrado
El derecho constitucional cerrado. El derecho establecido y, por lo tanto,
también la Constitución como acto positivo, no controla los condicio­
namientos de su validez como derecho, condiciones que cambian bajo la
presión de factores históricos independientes a los que también la juris­
prudencia, es decir, la teoría y la práctica del derecho, acaba por adecuar­
se, reconociéndolo. Esto explica por qué las tesis discutidas en los dos
parágrafos precedentes — acerca del «desplazam iento de poder» com o
consecuencia de las normas constitucionales indeterminadas y la reduc­
ción de la sustancia a la forma— hoy no convencen, mientras que conven­
cían ayer. H an cambiado los presupuestos sobre los cuales se desarrolla­
ron esas tesis, tesis que pueden sintetizarse, tomando prestada la expresión
de Fichte, mediante la fórmula «derecho constitucional cerrado». Hoy,
el derecho constitucional está sujeto a fenómenos históricos de amplio al­
cance que lo obligan a transformarse en «derecho constitucional abierto».
En qué sentido la doctrina europea de la justicia constitucional co­
rresponde a un concepto cerrado del derecho constitucional. La crítica a
las normas constitucionales indeterminadas y la reducción de la inconstitucionalidad sustancial a inconstitucionalidad formal pueden parecer
dos aspectos marginales de una concepción del juicio sobre las leyes.
N o es así. Aclaran el concepto de derecho constitucional cerrado y, a la
inversa, abierto, a) La crítica a las norm as constitucionales indetermi­
nadas protege la integridad del derecho, en cuanto dérecho exclusiva­
mente positivo, de la «entrada» de sustancia heterogénea e indeseada.
b) La reducción de la inconstitucionalidad material a la formal, a su vez,
garantiza el monopolio legislativo del derecho. Por lo tanto: reducción
del derecho al «positivo» y reducción del positivo al «legislado». Consi­
derados de form a conjunta, estos dos elementos de la doctrina de Kel­
sen convergen en un único significado: la garantía del carácter absoluto
del derecho legislado a través de la coherencia de sus manifestaciones.
C on una especie de aparente juego de prestidigitación conceptual, el
control de constitucionalidad de la ley se manifiesta, no como garantía
de la existencia de un límite a la fuerza en virtud de algo más que no es
fuerza, sino como garantía de la omnipotencia (de las diferentes manifes­
taciones) de la propia fuerza, es decir, com o garantía de la soberanía.
La soberanía del ordenamiento jurídico es la representación abstracta y
formalizada de la soberanía de las fuerzas políticas concretas.
Que la soberanía sea concebida como prerrogativa del Estado, en cuan­
to forma histórica de sujetos políticos concretos (un príncipe, una clase,
un pueblo, una nación), o que sea identificada, a través de una despersona­
lización, con el ordenamiento jurídico, no cambia lo que aquí nos interesa:
la ley soberana lo es en el ámbito personal y territorial sobre los cuales el
ordenamiento logra imponerse. Al mismo tiempo, cuanto ocurre más allá
de este ámbito es como si no existiese al someterse al control de otras so­
beranías. Reducción de todo el derecho a la ley soberana; relevancia para
el derecho de todo aquello que es interno al ámbito de la soberanía e irrelevancia de todo lo que es externo-, así podemos traducir lo que entendemos
por «particularism o constitucional» o «derecho constitucional cerrado».
—* El historicismo, el Estado de potencia y el particularismo constitucional: Cuoco
y Hegel. El particularismo constitucional es uno de los «puntos cruciales» del his­
toricismo político, una forma de ver las constituciones a la luz de la concepción de
los estados y de las naciones como individuos forjados por sus historias particula­
res. Esta concepción, que en Europa ha venido oponiéndose al universalismo cons­
titucional de la Revolución francesa, ha dominado durante dos siglos en los cuales
el derecho público y especialmente el derecho constitucional se han caracterizado
por estar concentrados en su propio ámbito estatal o nacional o, eventualmente,
imperial, pero, desde luego, por no estar dispuestos a sumisiones o fundamentos
diferentes al de la propia soberanía. El interés por la comparación, que desde el
principio de las experiencias constitucionales m odernas y, en particular, las de
las «m onarquías constitucionales» del siglo X I X , ha caracterizado el estudio del
derecho constitucional no debe llevar a engaño. La comparación servía para mar­
car las distancias o poner de manifiesto las similitudes de las experiencias consti­
tucionales, y eventualmente para establecer alianzas sobre la base de aspiraciones
comunes, pero siempre y solo con el fin de tener la conciencia y la experiencia del
propio derecho constitucional9. La existencia de un derecho constitucional sobe­
9.
G. Zagrebelsky, «Considerazioni sull’uso della comparazione negli studi di diritto
costituzionale italiano», en W . AA., L'apporto della comparazione alia scienza giuridica, M i­
lán, G iuffré, 1980, pp. 85-112.
rano universal, del cual las constituciones nacionales habrían tenido que ser sim­
plemente el resultado histórico concreto, se veía como sueño o utopía del racio­
nalismo revolucionario.
Una imagen brillante del particularism o constitucional se debe a Vincenzo
Cuoco, escritor político que se form ó en la atm ósfera del historicism o napolita­
no de la tradición de G iam battista Vico. Al habérsele pedido que diese su opi­
nión sobre el proyecto de Constitución napolitana de 1799, se expresó con una
imagen que se ha vuelto fam osa com o crítica al universalismo que entonces se
manifestaba con la tendencia a exportar m odelos constitucionales perfectos en
abstracto de un país a otro: de ¡a Francia napoleónica a los países conquistados
por sus ejércitos. En los Frammenti di lettere a Vincenzio Russo (1801) leemos:
«las constituciones son parecidas a la indumentaria: es necesario que cada indi­
viduo, que cada edad de cada individuo tenga la suya; si se la dam os a otros, les
quedará mal. N o existe indumentaria que, aun cuando sus partes carezcan de
proporción, no pueda encontrar un hombre deform e al que le siente bien; pero
si quieres hacer un una única indumentaria para todos los hombres, aunque se
m ida con el canon de Policleto, siem pre encontrarás que la m ayoría es más alta,
más baja, m ás delgada o m ás gorda, y no p o d rá utilizar tu in dum en taria»10.
En cuanto al proyecto de constitución que le habían dado para examinar,
concluía así: «Esta Constitución ¿es buena para todos los hombres? Pues bien:
esto quiere decir que no es buena para nadie».
La crítica al universalismo se une a la crítica a la artificialidad de la Consti­
tución en estos pasajes ejemplares de Hegel: «El Estado es la idea espiritual en lo
extremo de la voluntad humana y de su libertad. Las transformaciones de la his­
toria acaecen esencialmente en el Estado y los momentos de la idea existen en el
Estado como distintos principios. Las constituciones en que los pueblos históricos
han alcanzado su florecimiento, les son peculiares; no son, pues, una base uni­
versal, como si la diversidad solo consistiera en el m odo especial de desarrollo y
desenvolvimiento, y no en la diversidad de los principios mismos. La historia no
sirve de enseñanza para la conformación actual de las constituciones políticas. El
último principio de la Constitución, el principio de nuestros tiempos, no se halla
contenido en las constituciones de los pueblos históricos anteriores. [...] lo anti­
guo y lo moderno no tienen en común ningún principio esencial. [...] nada es más
inepto que querer tomar ejemplo de los griegos, los romanos o los orientales, para
las instituciones constitucionales de nuestro tiem po. [...] L o im portante es ha­
ber llegado a una diferencia infinita, que desaparece cuando los individuos saben
poseer su libertad, independencia y esencialidad en la unidad con lo sustancial,
de suerte que consideran que la forma de obrar es ese principio sustancial. Lo im­
portante es esta expansión de lo sustancial. En esto consiste la superior diferencia
entre los pueblos y sus constituciones»11.
10. V. C uoco, Saggio storico sulla rivoluzione n apoletan a del 1 7 9 9 , ed. de F. N icoli­
ni, Barí, Laterza, 1913, pp. 2 1 8 ss.
11. G . W F. H egel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal [1822-1823],
M adrid, Alianza, 19 9 9 , pp. 1 2 3-124. V éase tam bién del m ism o autor, Enciclopedia de las
ciencias filosóficas en com pendio: p ara uso de sus clases [1 8 1 7 ], M ad rid , Alianza, 2005.
La Constitución no depende, pues, de una elección, sino que es la que es, siendo
adecuada al espíritu de la época. Por esto, no tiene sentido pregun tarse quién
ha hecho esta o aquella Constitución, y tampoco creer que se puede crear de la
nada la Constitución perfecta y aplicarla del mismo m odo a todos los pueblos. Las
constituciones no se eligen com o en un bazar, comparando la mercancía expuesta
(peligro que corren quienes conciben las constituciones como obras de «ingeniería
constitucional»): los pueblos, los estados, las naciones tienen la Constitución que
les corresponde. Vano es, por tanto, cualquier discurso sobre la república ideal
o sobre la mejor forma de gobierno: «de las constituciones solo se puede hablar
históricam ente»12.
Del derecho constitucional cerrado al derecho constitucional abier­
to. «De las constituciones solo se puede hablar históricamente»: esta ex­
presión se puede admitir al margen de todo adorno historicista. Hoy, de
esta Constitución se debe hablar de form a diferente de com o se podía
hablar en la época en que fueron concebidos la justicia constitucional y
el control de la constitucionalidad de las leyes. Los presupuestos no son
los mismos de entonces. La distancia que nos separa del m omento de la
fundación puede medirse sobre los dos puntos cruciales (de los cuales
son reflejo las tesis de Kelsen) del cierre de los ordenamientos constitu­
cionales sobre sí mismos y de la naturaleza exclusivamente legislativopositiva de dichos ordenamientos. La crisis de estos dos aspectos de las
constituciones m odernas es lo que nos lleva, en nuestra época, a un de­
recho constitucional abierto.
L as resonancias constitucionales: del territorio a la tierra, de las po­
blaciones a los pueblos. La Constitución define, en primer lugar, el ámbito
territorial y personal de su validez y eficacia. Por ámbito de validez y efi­
cacia podemos entender aquí el conjunto de los acontecimientos que, por
decirlo de alguna manera, tienen resonancia para la Constitución, la inte­
rrogan y en ella buscan respuesta. El ámbito constitucional coincide a su
vez con el del Estado soberano: las constituciones han nacido y actúan en
este ámbito. Pero ahora se ha roto ya dicha coincidencia. La Constitución
se está liberando. Ya no pertenece al Estado. Las fronteras de las resonan­
cias se han ampliado. La realidad constitucional se toma la revancha de
la percepción de las constituciones como leyes bajo forma constitucional.
El mundo jurídico actual, en muchos ámbitos, se va emancipando lla­
mativamente del territorio, el espacio determinado por fronteras a las que
el derecho público encomendó durante siglos la función de especificar las
12.
Id., G rundlinien der Philosophie des Rechts [1 8 2 0 ]; trad. it. Lin eam en ti di filo ­
sofia del d iritto, R om a/Bari, Laterza, 1990, p. 2 2 0 [Principios de la filo so fia del derechoy
Barcelona, Edhasa, 1988].
colectividades humanas, sus gobiernos y sus sistemas jurídicos. Este ele­
mento del Estado representó durante mucho tiempo la dimensión en la
cual los hechos sociales asumían sentido y valor y, consecuentemente,
la dimensión de sus repercusiones jurídicas. Lo que ocurría fuera era in­
diferente o, si no lo era, podía convertirse en objeto del derecho interna­
cional, un derecho que superaba las fronteras, pero que, siendo su matriz
estatal-territorial, al superarlas las confirmaba com o presupuestos. El
derecho constitucional cerrado á la Kelsen no era incompatible con la
creación de un derecho internacional, un derecho entendido como pro­
yección del derecho entre estados (el derecho de los tratados) o como di­
mensión jurídica independiente del derecho de los estados, pero no de los
propios estados (el derecho internacional general, en cuyo ámbito elaboró
Kelsen su doctrina monista de las relaciones entre el ordenamiento inter­
nacional y los ordenamientos estatales). Hoy ya no es únicamente así. Las
dimensiones del derecho constitucional se han ampliado, y para indicar
esta ampliación, se habla, utilizando lo que en el pasado habría parecido
un oxímoron, de «derecho constitucional internacional» que se extiende a
la Tierra: en todo caso tierra, no ya territorios.
La antigua soberanía se ha transformado en dependencia o interde­
pendencia. El control de muchos factores que condicionan cada una de
las realidades constitucionales no es natural de las constituciones cerra­
das. Actos y acontecimientos de naturaleza política, cultural, económi­
ca, tecnológica y ambiental en otras partes del mundo resuenan directa­
mente en el patrimonio de los bienes constitucionales locales, los bienes
de los que se ocupan las constituciones nacionales. Por otro lado, los
principios constitucionales, por estar escritos en constituciones concre­
tas, en lo esencial tienen alcance universal y expresan aspiraciones que
no se circunscriben a las fronteras que la historia ha dado a los estados:
la vida, la dignidad, la igualdad, los derechos humanos y las libertades
colectivas e individuales, la paz, la justicia, etc. Su violación se nota en
cualquier lugar de la Tierra en que ocurra. En resumen: las distancias
y las separaciones sobre las cuales se apoyaban las constituciones esta­
tales particulares se están acortando o superando. Aumentan las impli­
caciones constitucionales que prescinden de la división de la Tierra en
territorios y de la división de los pueblos de la Tierra en poblaciones
sujetas a soberanías distintas.
L a «globalización» constitucional. Con estas observaciones, nos aso­
mamos a esa nebulosa de confusas realidades e intricados problemas que
denominamos «globalización», cuya presencia amenazante sentimos en
nuestra existencia, sin llegar hasta ahora a com prender lo esencial, a
comprender su morfología y dominar sus fuerzas. Aunque, como juris­
tas, «preferimos trabajar con conceptos claros, en vez de vagar a tientas
en la niebla»13, no podemos sustraernos al deber de adecuar nuestros ins­
trumentos a las nuevas condiciones en las cuales el derecho debe actuar.
En general, lo que denominamos con esa palabra «pluricomprensiva» es un fenómeno de conexión causal, de tal m odo que las situaciones
de un lugar son influenciadas por los sucesos de otros lugares en donde
la distancia supera, o incluso ignora, las fronteras de los estados, de las
sociedades, de las naciones y de sus organizaciones políticas, sociales y
jurídicas. Otros hablarán, cada uno desde el punto de vista de su pro­
pia disciplina, de mercados; de circulación de capitales, tecnologías, in­
formaciones; de mezcla de etnias, culturas, o también, pasando a otros
ámbitos, de difusión de enfermedades, de epidemias, de pandemias etc.
Por lo que se refiere a la ciencia constitucional, la globalización puede
ser definida como la condición por la cual los eventos lejanos producen
consecuencias sobre la protección local de los bienes constitucionales me­
diante cadenas causales de diferentes tipos. «Lejanos» significa más allá
de la frontera de validez y de eficacia de la Constitución, y fuera del al­
cance de los poderes reguladores de los que disponen las sociedades que
los soportan. Desde el punto de vista del ordenamiento que los soporta,
esos acontecimientos lejanos son meros hechos, no hechos jurídicos, ya
que están sometidos a reglas dictadas en ordenamientos diferentes. Cau­
sas y efectos están situados en distintos lugares y aquellos que padecen
los efectos no controlan las causas al estar situados en lugares carentes
de poder en los ámbitos en los que se determinan las causas. Este des­
nivel entre causas y efectos puede tener com o consecuencia la banalización de un derecho que, com o el constitucional, está originariamente
ligado a las fronteras que definen las dimensiones de las soberanías esta­
tales. El deber actual de quien trabaja para el derecho constitucional es
intentar acercar de nuevo los ámbitos y reconstruir unas condiciones de
principios fundamentales en las que los efectos y sus causas se sometan
al derecho por igual. A falta de todo esto, es inútil regular derechos y
situaciones en el propio ámbito constitucional si las condiciones de efi­
cacia de dicha regulación se determinan en otro lugar.
L a pérdida del control sobre los hechos condicionantes. Por lo tan­
to, la globalización no es solo un hecho que amplía las dimensiones de
los fenómenos sociales, con una tendencia a superar cualquier frontera
territorial y abrazar los pueblos de la Tierra en una única dinámica de
13.
E. Denninger, «D erech o en ‘d esord en ’ global. Sobre los efectos de la globali­
zación »: A nuario iberoam ericano de ju sticia con stitucion al 8 (2004), pp. 117 ss., e Id.,
«L’ im patto della globalizzazione sulle dem ocrazie con tem p oran ee», en Associazione ita­
liana dei costituzionalisti, L ibertà e sicurezza nelle dem ocrazie contem poranee, Atti del
X V III C on vegn o annuale, M ilán , 17-18 de octubre de 2 0 0 3 , p. 7.
interdependencias. Es sobre todo, hasta ahora, una distribución de cau­
sas y efectos que crea frustración e impotencia. Anthony G iddens14 ha
recurrido a la imagen del carro de Dschagannath, que, según una tradi­
ción hindú, una vez al año transportaba la imagen del dios Krishna, m o­
viéndose por sí solo sin destino aparente y atropellando inevitablemen­
te a la gente que, presa del ofuscamiento del éxtasis religioso, intentaba
guiarlo, m oderarlo y pararlo.
—► Ejemplos, a) Los ejemplos proceden, en primer lugar, de los factores econó­
micos. La organización y el desplazamiento ilimitados de los capitales, acom pa­
ñados por la eliminación incontrolada del ahorro, la deslocalización de empresas
y la posibilidad de inversión en los lugares de producción del trabajo a bajo coste
sin protección social para los trabajadores, utilizados en ciclos de producción in­
tensivos, tiene efectos de nivelación a la baja que repercuten sobre la posición de
los sujetos débiles, en primer lugar, los trabajadores, en todas las áreas de interés
del libre mercado, afectando a los derechos reconocidos por las constituciones
nacionales y abriendo nuevas formas de explotación. Los «derechos sociales», de­
rechos que hasta hace poco tiempo se podía considerar que habían sido conquis­
tados por muchos ordenamientos occidentales, son cuestionados. La pérdida de
seguridad en el «trabajo» en las sociedades capitalistas de Occidente, las «nuevas
formas» de trabajo precario e infraprotegido que en estas se han difundido en los
últimos decenios y el apenas disimulado paro creciente que estas esconden pue­
den interpretarse como consecuencias de la concurrencia a la baja en la tutela de
los derechos constitucionales. Erhard Denninger15 cita un caso alemán. El legis­
lador y el Tribunal Constitucional Federal se han visto obligados a plegarse a las
necesidades de la com petencia en tem a de condición jurídica del personal que
viaja en naves de pabellón alemán. Quien cambiaba de pabellón por un «pabellón
de conveniencia» ya no estaba obligado a respetar la legislación social de la Repú­
blica Federal y podía emplear personal de cualquier nacionalidad, al margen de
los trámites legales y sindicales, y según la permisiva normativa de algún pequeño
Estado desconocido. Ante los efectos que se produjeron sobre la ocupación de
los ciudadanos alemanes en actividades marinas, el legislador reaccionó haciendo
facultativa la aplicación del derecho alemán y creando así huecos en el sistema de
garantía de los derechos de esos ciudadanos. El Tribunal Constitucional, a su vez,
en una decisión de 1995 16, explicó que «se debían tener en cuenta las condicio­
14. A. G idden s, The Consequences ofM odernity (1 9 9 0 ); trad. it. L e conseguenze de­
lla m odernità, Bolonia, Il M ulin o, 19 9 4 , p. 5 9 [Consecuencias de la m odernidad, M adrid,
Alianza, 1999].
15. En los trabajos citados en la n ota 13, pp. 1 3 1 -1 3 2 y 18-19, respectivam ente.
16. BV erfG E, 9 2 , 2 6 , cuya m áx im a reza: «Ya que el ejercicio de la lib ertad de a so ­
ciación sindical atañe inevitablem ente a los ordenam ientos jurídicos de otros estados y
existen intereses contrapuestos respecto a los titulares de este derecho fundam ental que
están distribuidos en un espacio que el ordenam iento jurídico alemán no controla con pre­
tensión de validez exclusiva, la com petencia de adaptar el derecho que le qued a al legisla-
nes generales de los mercados internacionales» y que, entre el «mantener intacto
el estándar del derecho constitucional, pero quitándole, de hecho, su ámbito de
aplicación cuando se trataba de la navegación en alta mar», y el «mantener el ám­
bito de aplicación pero aceptando una reducción del estándar del derecho funda­
mental», no resultaba irracional elegir esta segunda vía.
b) El desarrollo de la tecnología abre siempre nuevas posibilidades en otros
nuevos ám bitos de la vida, muchos de los cuales — por ejemplo, la biotecnolo­
gía— interfieren inmediatamente en los principios constitucionales fundam en­
tales, com o la libertad y la dignidad humana. Los descubrimientos científicos y
sus aplicaciones prácticas no conocen fronteras en el mundo actual, en donde
sería incluso impensable prohibir la circulación de los conocim ientos científi­
cos y de su explotación económ ica, y en donde la movilidad de las personas que
quieren acceder a sus aplicaciones, allí donde estas estén disponibles, es ilimitable. Así, los descubrimientos de la genética, de la embriología, de las neurociencias, de la cirugía de los trasplantes, etc., al margen de las valoraciones éticas
y las consecuencias jurídicas que prevean los ordenamientos concretos, son en
realidad descubrimientos a disposición de todos, una vez que aparezcan en un
solo lugar. Lo m ismo cabe decir sobre prácticas como la interrupción voluntaria
del embarazo o la eutanasia: un ordenamiento concreto puede vetarlas, hacer­
las más costosas y gravosas, induciendo así a trasladarse allí donde se realizan,
pero, desde luego, no puede impedirlas una vez que sean posibles en algún lugar.
c) Las catástrofes ambientales, en cuanto escapan al control de la acción
humana y no pueden serle imputadas, no dependen de factores de regulación
jurídica y quedan, por tanto, fuera de estas consideraciones. Pero, en lo que de­
penden de ella, nos afectan. L a selva amazónica que de año en año se reduce
considerablemente, con efectos desastrosos — así se dice— sobre el ecosistem a
de todo el planeta, depende de la legislación local que permite su explotación
con fines especulativos. L os desastres de Bhopal y Chernóbil dependen, en par­
te, de falta de cautelas jurídicas en los países donde ocurrieron. Sin em bargo, las
consecuencias de estos desastres se extienden más allá de sus fronteras, afectan­
do a las condiciones de vida y la salud de poblaciones ajenas, ignorantes e im po­
tentes. Es superfluo añadir que reflexiones análogas deben hacerse extensivas a
la degradación y a la ruptura de los equilibrios ambientales, al uso incontrolado
de recursos prim arios (como el agua), al acaparamiento de recursos energéticos,
a la utilización de productos alimenticios para otros fines: ám bitos todos ellos
en los que las decisiones tom adas en una esfera determinada — independiente­
mente de quién las tom a: autoridades públicas o sujetos privados— perjudican
a seres hum anos en otras esferas, violando sus derechos fundamentales.
d) Lo mismo se puede decir de la criminalidad internacional, terrorista y co­
mún, que se nutre y se organiza en países que no la sufren y sostienen la produc­
ción de armas o no controlan su circulación. Aquí, la dimensión estatal choca con
la protección de la vida y de la seguridad de individuos que viven en otros países,
d or es m ayor que en las disciplinas de las relaciones jurídicas que tienen el centro de gra­
vedad en el interior. El legislador está, sin em bargo, obligado a asegurar al derecho el m ás
am plio goce posible en las condiciones dadas, en las que él no puede influir».
cuyos instrumentos de autodefensa, limitados a la policía interna y al control de
las fronteras, no son, de por sí, idóneos para llegar hasta los orígenes.
é) Existe además una dimensión de moral constitucional que da señales de
estar formándose, aunque lenta, parcial y laboriosamente. Hechos lejanos nos in­
teresan y nos impactan, aun sin que sea cuestión de nuestros derechos, cuando
nos damos cuenta de que los estándares morales esenciales son violados respecto
a otros. La «indivisibilidad de los derechos», que, en general, es solo una expre­
sión retórica, lo es menos con respecto a bienes esenciales, como la vida, la paz,
el respeto de las identidades culturales colectivas, la libertad y la autodetermina­
ción de los pueblos, violados por la ejecución de sentencias de muerte, por inter­
venciones bélicas, guerras y «limpiezas étnicas» y represiones de movimientos de
liberación. Naturalmente, en el espacio que se abre entre los hechos específicos
y su reproche moral general pueden plantearse especulaciones ideológicas e instrumentalizaciones políticas, hasta el uso de la fuerza en guerras de significado
ambiguo. Pero este no es un motivo para negar la existencia de un vacío que debe
ser colmado, de una laguna en el derecho constitucional. La indivisibilidad de los
derechos apunta a esta pretensión. En estos casos, la naturaleza moral de las re­
percusiones no contradice su concreción y, en el nombre de la indivisibilidad de
los bienes constitucionales en cuestión, plantea el problem a de la adecuación
de las causas a los efectos.
4. ¿Un constitucionalismo universal?
L a función de la ciencia constitucional. En la precedente descripción su­
maria de los efectos de la ruptura dimensional entre factores condicio­
nantes y factores condicionados, entre presupuestos de eficacia y nor­
mas constitucionales positivas, se han utilizado términos neutros. Pero
no se nos escapa el drama, más aún, la tragedia, de la situación que de­
riva de dicha ruptura, proclive a catástrofes de distinta naturaleza. El
control del futuro de las sociedades, si todavía podem os hablar de so ­
ciedades, parece escaparse de nuestras manos. Filósofos, teólogos, politólogos, sociólogos y economistas, cada uno por su parte, se han ocu­
pado de manifestar los peligros y la inevitabilidad de este M oloch, la
globalización, que impregna y condiciona todos los ámbitos de la vida,
proponiendo análisis, conceptualizaciones, líneas de reflexión crítica y
perspectivas de acción práctica. ¿Y la ciencia jurídica, en concreto, la
ciencia constitucional? Esta se ha encargado siempre de organizar jurí­
dicamente los hechos y los poderes constitucionales. Y hoy, en lo esen­
cial, su función es la misma, aunque ya no pueda referirse y apoyarse
totalmente en la unidad de un sujeto soberano, en un Estado constitu­
cional cerrado. N o se deben despreciar, sino apoyar, los intentos de re­
com poner los desequilibrios entre las condiciones y las consecuencias
del derecho constitucional a través de instrumentos políticos, es decir,
a través de la acción de los estados que, con los medios del derecho in-
ternacional, crean organizaciones supranacionales dotadas de poderes
normativos, administrativos y judiciales. Es un deber que se refiere, no
a la política internacional, sino al derecho constitucional, es decir, a los
constitucionalistas y a los tribunales que tienen contacto con la mate­
ria constitucional y las normas constitucionales.
E l derecho constitucional común, más allá del Estado. Es relevante a
este propósito la superación de la originaria concepción constitucional ce­
rrada de la que hemos hablado. La concepción material de la inconstitucionalidad libera el núcleo de la Constitución de la supremacía legislativa
del Estado; la estructura indeterminada de las normas constitucionales de
principio, sobre las cuales se realiza con mayor provecho la comparación,
permite conexiones horizontales. Existe ya un patrimonio de contenidos
fundamentales que se encuentran con bastante frecuencia en las constitu­
ciones estatales hoy vigentes: por ejemplo, la igualdad y la no discrimi­
nación de los seres humanos, su dignidad y la prohibición de tratos veja­
torios, la protección de las minorías, los derechos de libertad clásicos y
los derechos sociales, la democracia y el derecho al autogobierno de las
comunidades locales, la protección de las identidades culturales etc., prin­
cipios que operan en el contexto de los principios superiores de la racio­
nabilidad y de la proporcionalidad de la ley. Mediante la interpretación
de estos principios, cuando la jurisprudencia se inspire en ordenamientos
comunes, se puede ir formando progresivamente un mínimo común deno­
minador constitucional más allá del Estado, «administrado» por jurisdic­
ciones constitucionales locales, en el que se puedan encontrar respuestas
comunes a cuestiones con repercusiones generales.
La construcción de este patrim onio de derecho constitucional co­
mún puede ser la función actual de la ciencia y de la jurisprudencia
constitucionales. Conscientem ente o no, al partir de exigencias comu­
nes, estas actúan en el ám bito de lo que podem os designar como el
«constitucionalism o actual», una noción presente en el ethos de nues­
tro tiempo, que ningún legislador (tam poco un legislador constitucio­
nal), ninguna jurisprudencia, ninguna doctrina pueden contradecir sin
incurrir en ilegitimidad y sufrir una condena, no solo moral, sino tam­
bién práctica: exclusión de los foros internacionales, sanciones direc­
tas e indirectas, parálisis (en el sentido griego clásico) de la vida polí­
tica interna. Se dirá: pero las constituciones positivas, al darle valor a
la soberanía sobre la cual se basan todavía, ¿no pueden acaso ir por su
cuenta? El constitucionalism o de nuestro tiempo ¿no es acaso una frá­
gil ideología o una vaga aspiración? La respuesta se encuentra en esta
otra pregunta, con la que ya nos hem os topado (supra, p. 24): ¿pue­
de imaginarse una Constitución, aunque solo sea hipotéticamente, que
comience diciendo: la dignidad humana no es respetada, la discrimi­
nación entre los seres hum anos es adm itida, la libertad es proscrita, la
injusticia es elevada a valor?
éSupraconstitucionalidad? Se ha hablado de supraconstitucionalidad
con relación a este estrato del derecho constitucional colocado más allá
de la soberanía estatal, un concepto controvertido, heterogéneo, resul­
tante de principios de ius gentium (el derecho internacional no pactado),
de convenciones internacionales multilaterales, de la participación de los
estados en organizaciones supranacionales, de principios proclam ados
como intangibles por las constituciones nacionales, de principios del de­
nominado «derecho humanitario», de motivaciones de justicia inscritas
en el derecho natural, etcétera.
En definitiva, el fundamento de este derecho constitucional no po­
dría ser constitucional (en el sentido de la «Constitución dada»), sino
que habría de buscarse en alguna región prepositiva del derecho en
la que muchos elementos materiales pueden confluir para form ar una
cultura de la Constitución esencial, que condiciona la legitimidad de las
constituciones escritas y de sus interpretaciones.
El concepto de supraconstitucionalidad se ha convertido en objeto de
debate en las últimas dos décadas17, en concomitancia con la apertura
de los ordenamientos jurídicos nacionales a dimensiones constituciona­
les más amplias. El hecho mismo de que haya sido propuesto y haya en­
contrado un terreno fértil de discusión es, por ahora, más significativo
que el consenso obtenido. La propia idea de un nivel de normas que va­
len más que la Constitución es tal vez considerada una contradicción en
sí misma, si pensamos que el derecho constitucional se identifica con la
Constitución positiva y esta es norm a suprem a. Este «positivism o de
la Constitución» rechaza como contradictoria la idea de que la Consti­
tución pueda vincularse a algo distinto y superior a sí m ism a, y nie­
ga, por consiguiente, que puedan existir límites materiales a la revisión
constitucional; afirm a que también los límites que la propia Constitu­
ción pone eventualmente a su propia modificación pueden ser supera­
dos a través de la revisión de las normas constitucionales que los prevén;
concibe las obligaciones resultantes del derecho internacional como «autoobligaciones», fundadas en la Constitución y, por lo tanto, revocables
modificando las normas que le sirven de fundamento. Por el contrario,
la idea de una dimensión del derecho constitucional no formal que se
añade al formal, estableciendo una relación (una relación no formaliza17.
D ebate que se ha desarrollad o hasta en Francia, en donde los argum entos metapositivos no suelen tener éxito (véase C on seil constitutionnel, decisión de 2 6 de m arzo
de 20 0 3 ): L. Favoreu y L. Philip, L es grandes décisions du Conseil constitutionnel, París,
Dalloz, 132 0 0 5 , pp. 873 ss.
ble por naturaleza), es coherente con la visión compleja del derecho con
dos vertientes. Si se admite que el derecho no es solo voluntad form a­
lizada en ley y que la ley es solo la parte y no el todo, no existen difi­
cultades para que las jurisprudencias constitucionales puedan tom ar en
consideración los elementos constitucionales materiales del constitucio­
nalismo actual, no en contra, sino a través de las normas constituciona­
les de principio que estas deben interpretar y aplicar. Este tipo de nor­
mas, formuladas recurriendo a conceptos que, para ser válidos, deben ser
determinados por medio de concepciones, son el salvoconducto para la
circulación de las experiencias constitucionales entre los ordenamientos
y para su recepción en sentencias constitucionales.
M irar m ás allá. En este contexto se coloca la propensión actual,
cada vez más acentuada, de la práctica y de la ciencia del derecho cons­
titucional a «m irar más allá». Hoy, a diferencia del pasado, un consti­
tucionalism o exclusivamente nacional se condenaría de form a p rogre­
siva a la im potencia y a la marginación de una ciencia que pierde de
m odo creciente el control de su propia materia. La postura abierta no
es una nouvelle vague de m oda, un lujo, un accesorio; es una necesidad
vital. Los órganos de la justicia constitucional han ido construyendo
un círculo de relaciones consolidadas y tal vez institucionalizadas en
asociaciones, conferencias, intercambios de experiencias entre tribuna­
les constitucionales, tribunales supremos, altas autoridades de garantía
constitucional. D esde hace tiempo ya está operando una generación
de constitucionalistas con un estilo de vida cosmopolita, que hacen de la
com paración la esencia de sus investigaciones. Centros académ icos de
investigación en todo el m undo contribuyen eficazmente a un diálogo
que, entre todos aquellos que se mantienen sobre los grandes tem as
del derecho público, se encuentra entre los más fructíferos. Todo esto
es un dato de hecho cargado de significado, por la facilidad de la com ­
prensión recíproca, la espontaneidad de las discusiones y el frecuente
acuerdo de intenciones. Sin embargo, en el origen, hay una gran dis­
tancia entre los sistemas de garantía jurisdiccional de la Constitución:
la judicial review o justicia constitucional; las tradiciones del com mon
o civil lau>\ el control en abstracto o en concreto, preventivo o sucesi­
vo; la tutela de los derechos constitucionales o el control de las leyes,
etc. El Estado de derecho no es siempre la mism a cosa com o E ta t de
droit, Rechtsstaat o Rule o flaw . El concepto de Estado constitucional,
consiguientemente, no coincide en todas partes. La propia C onstitu­
ción no es norm a suprem a en la misma medida, ya que cam bian las re­
laciones entre los tribunales y los poderes legislativos. Son diferencias
im portantes. Pero justo por esto destacan las tendencias com unes que
se encuentran al «juzgar en derecho constitucional». El Estado consti­
tucional, que deriva de los distintos conceptos de Estado de derecho,
parece tener una perspectiva común.
5. Comparación y cooperación de derecho constitucional
La comparación cooperativa. Las funciones de la comparación jurídica ac­
tual se han ampliado. En el Estado constitucional cerrado nos preguntába­
mos qué significado práctico, más allá del conocimiento de la experiencia
humana en su conjunto, pudiera tener la comparación, dado el axioma de
que las instituciones constitucionales eran la reserva natural de la sobe­
ranía estatal. Las respuestas podían ser diferentes. Podía tratarse de la
propia identidad constitucional, para definirla por diferencia o analogía
respecto a otras distintas; o de comparaciones a la vista de eventuales trans­
ferencias o imitaciones de instituciones o prácticas de una a otra Consti­
tución. Ahora se trata de algo diferente, precisamente, de la comparación
cooperativa de las experiencias concretas a la vista de un horizonte cons­
titucional común en el que conviven e interactúan unidad y pluralidad18.
Entre estas experiencias constitucionales comunes, ocupa una po­
sición importante la jurisprudencia. Esta, salvo en el caso de organi­
zaciones internacionales cuya adhesión implique la asunción de obliga­
ciones, tiene validez, no obligatoria, sino persuasiva. La jurisprudencia
ajena no es fuente del propio derecho constitucional. Pero tam poco
requiere, para ser adoptada, actos de soberanía constitucional estatal,
com o si se tratara de la recepción mediante la revisión constitucional.
Pueden ser elementos enunciativos del constitucionalism o actual que
se difunden, no a partir de un centro de producción jurídica form al­
mente habilitado, sino desde el interior de las constituciones naciona­
les, mediante la apertura implícita en sus disposiciones de principio.
L as jurisprudencias constitucionales cooperativas, que atraen siempre
m ás la atención de los estudiosos y alimentan discusiones encarniza­
d as19, son un signo de los tiempos.
18. B. Ackerman, «The Rise o f World Constitutionalism »: Virginia L aw Review (1997),
pp. 771-797.
19. La bibliografía es hoy bastante consistente, sobre todo en referencia a las expe­
riencias estadounidense, canadiense (cuya notable capacidad de influencia ha sido estudiada
por A. M . Dodek, «Cañada as Constitutional E xp o n er: The Rise o f the Canadían M odel of
Constitutionalism»: Supreme Court L aw Review [2007], pp. 309 ss., y T. G roppi, «A Userfriendly Court: The Influence of Supreme Court o f C añada Decisions Since 1982 on Court
Decisions in Other Liberal Democracies»: Supreme Court L aw Review [2007], pp. 3 37 ss.),
sudafricana e israelita. Sobre este tema se celebró una mesa redonda entre jueces constitu­
cionales, en el VI Congreso Mundial de la International Association of Constitutional Law,
Santiago de Chile, 12-16 enero 2004, International Journ al o f Constitutional L aw (2005),
En contra: ila traición a la C onstitución? En los últimos tiempos,
este intercambio de experiencias entre ordenamientos se ha enfocado
como un problema de derecho constitucional general, en forma de con­
troversia sobre la utilización y la cita por parte de los tribunales de ma­
teriales normativos y jurisprudenciales «externos». Los dos polos de la
discusión se pueden representar así: por un lado, el artículo 39 (del Bill
o f Rights) de la Constitución de la República de Sudàfrica de 1996, según
el cual, en la interpretación del catálogo de derechos, los tribunales «de­
ben tomar en consideración el derecho internacional y pueden tomar en
consideración el derecho extranjero»; en la posición opuesta, el rechazo
radical a esta práctica, como manifestación de la defensa de los rasgos
originarios de la Constitución contra los «cruces bastardos» con expe­
riencias no indígenas y contra la asimilación del derecho constitucional
en un genérico «constitucionalismo sin barreras y sin personalidad»20. El
pp. 543 ss. C om o primeras lecturas: N. Dorsen, «The Relevance o f Foreign Legal Materials
in U.S. Constitutional Cases: A Conversation between Justice Antonin Scalia and Justice Ste­
phen Breyer»: International Journ al o f C onstitutional haw (2005), pp. 519 ss.; S. K. Har­
ding, «C om parative Reasoning and Judicial Review»: Yale Jou rn al o f International Law
(2003), pp. 4 0 9 ss.; D. E. Childress III, «Using Com parative Constitutional Law to Resolve
Dom estical Federal Questions»: Duke L aw Journ al (2003), pp. 193 ss.; A. L. Parrish, «Storm
in a Teacup: The U.S. Suprem e C ourt’s Use o f Foreign Law »: University o f Illinois Law Re­
view (2 0 0 7 ), pp. 6 3 7 ss.; S. Choudhry, «G lobalisation in Search o f Justification: Toward
a Th eory o f C om parative Constitutional Interpretation»: Indiana L aw Jou rn al (1999),
pp. 8 1 2 ss.; R. H irschI, «G lobalisation, C ourts and Jud icial Power: The Political Origins
o f the N ew Constitutionalism »: Indiana Journ al o f G lobal Legal Studies (2004), pp. 71 ss.;
E. A. Posner y C. R. Sunstein, «The Law o f Other States»: Stanford L aw Review 5 9 (2006);
T. M . Fine, «El uso de precedentes jurisprudenciales de origen extranjero por la Suprema
Corte de Justicia de los Estados Unidos de Am érica»: Revista Iberoamericana de Derecho Pro­
cesal Constitucional 6 (2006), pp. 3 2 7 ss. Entre los trabajos italianos: A. Spadaro, «Gli effet­
ti costituzionali della globalizzazione»: Politica del diritto (1998), pp. 441 ss.; A. Sperti, «Il
dialogo tra le Corti costituzionali e il ricorso alla com parazione giuridica nella esperienza più
recente»: Rivista di diritto costituzionale (2006), pp. 125 ss.; Id., «I giudici costituzionali e la
com parazione giuridica»: Giornale di storia costituzionale (2006), pp. 185 ss.; L. Pegoraro y
P. Damiani, «Il diritto com parato nella giurisprudenza di alcune Corti costituzionali»: Diritto
pubblico com parato ed europeo (1999), pp. 411 ss.; A. Rinella y L. Pegoraro, «Comparazione
e giurisprudenza costituzionale», en L. Pegoraro, Introduzione a l diritto pubblico comparato,
Padua, Cedam , 2 0 0 2 ; G . F. Ferrari y A. Gam baro, C orti nazionali e comparazione giuridica.
Ñ apóles, Esi, 2 0 0 7 ; A. Lollini, Costituzionalismo e giustizia di transizione, Bolonia, Il M uli­
no, 2 0 0 5 ; Id., «La circolazione degli argom enti: m etodo com parativo e parametri interpre­
tativi extra-sistematici nella giurisprudenza costituzionale del Sud-Africa»: Diritto pubblico
c om parato ed europeo (2 0 0 7 ), pp. 4 7 9 ss.; P. R idola, «L a giurisprudenza costituzionale e
la com parazione», en G. Alpa (ed.), Il giudice e Puso delle sentenze straniere. M odalità e tec­
niche della com parazione giuridica, M ilán 2006.
20.
E xpresión de R. A. Posner, «The Suprem e C ourt, 2 0 0 4 Term. A Politicai Court»;
H arvard L aw Review (2 0 0 5 ), p. 9 9 ; íd ., «N o Thanks. We H ave Already our own Laws»:
L eg al Affairs (2 0 0 4 ), pp. 4 0 ss.
rechazo a «mirar más allá» significa el rechazo a la perspectiva univer­
salista del constitucionalismo, en el nombre de la identidad constitucio­
nal nacional21. Los críticos de la tendencia a una «justicia constitucional
cosmopolita» —una meretriciuos practice que correspondería a un con­
cepto de naturaleza arrogante22— la sobrecargan de ideología cuando la
vinculan a la idea de un derecho natural universal o a la idea de una «es­
perada ley m oral», y hablan de «vanguardia m oral». Se nutriría de una
idea de progreso jurídico que, partiendo de las divisiones, tendería a la
unificación de las sociedades en nombre de los derechos humanos. En
efecto, el terreno sobre el cual se ha desarrollado esta discusión de forma
más natural es el de los derechos fundamentales, o más bien el de los as­
pectos fundamentales de los derechos fundamentales: la pena de muerte,
la edad y las condiciones psíquicas de los condenados, las modalidades
incluso temporales de las ejecuciones capitales; los derechos de los ho­
mosexuales; las «acciones positivas» a favor de la participación política
de las mujeres y contra históricas discriminaciones raciales en el acceso
al trabajo y a la instrucción; la limitación de los derechos por razones de
seguridad nacional; la reglamentación del aborto y, en general, los pro­
blemas provocados por las nuevas técnicas de las ciencias biológicas en
numerosos aspectos de la existencia humana; la libertad de conciencia
respecto a las religiones dominantes y a las políticas públicas en relación
con escuelas y confesiones religiosas; los derechos de los individuos en
el seno de las relaciones familiares y otras análogas. La discusión se ha
desarrollado a partir de problemas como estos, y en este nivel, la com­
paración y la cooperación de las experiencias jurisprudenciales son de­
seadas o combatidas.
—» E l chovinismo constitucional. La discusión ha alcanzado un tono elevado so­
bre todo en los Estados Unidos. H a provocado asom bro la referencia por parte
de un juez del Tribunal Supremo23, además de al Privy Council británico y al Tri­
bunal E uropeo de Derechos H um anos, a una decisión de la Corte Suprem a de
Zimbabue — un Estado que no brilla ciertamente por su civilización jurídica—
que, después de haber consultado a su vez decisiones extranjeras, había estable­
cido que la ejecución de una sentencia capital a larga distancia de tiempo de la
condena debe considerarse com o una form a de tortura o un trato inhumano y
21. D. M . Am ann, «R aise the Flag and Let it Talk: O n the Use o f External N orm s in
Constitutional D ecisión M aking»: I.C O N (2 0 0 4 ), pp. 5 9 7 ss.
22. E xpresión del sen ador J . Sessions en la Confirm H earing sobre el nom bram iento
de J . G. R oberts para C hief Ju sd c e de los E stad os U nidos (12-14 septiem bre 2005).
23. Ju e z Breyer, dissenting Opinión en Knight vs. Florida (1999), en la que el juez
Thom as apo y a la tesis «aislacionista», afirm ando que la necesidad de recurrir a m ateriales
jurisprudenciales extran jeros es precisam ente la confirm ación de la insuficiencia del dere­
cho nacional p ara justificar una orientación arbitraria.
degradante. La reacción al «naciente cosm opolitism o judicial», resultante de al­
gunos pronunciam ientos esenciales del Tribunal Supremo de 2 0 0 3 , está bien re­
presentada por el título de una propuesta de ley (que, sin em bargo, no llegó a
ser aprobada) en el Congreso de los Estados Unidos el año siguiente — Constitution Restoration Act (nótese el término restoration, restauración)— con la cual
se quería inhibir a los jueces de interpretar la Constitución tom ando en conside­
ración docum entos jurídicos diferentes de los nacionales, incluidas las decisio­
nes de tribunales constitucionales o supremos de otros estados, o de tribunales
internacionales de derechos humanos. L a atm ósfera de excitación que acom ­
paña a estas discusiones ha llegado al culmen con la amenaza de impeachment
frente a los jueces que cedieran a aquella «práctica retorcida»24, adem ás de con
am enazas a su integridad física.
A favor: el sentido de la Constitución. En realidad no existe ningu­
na necesidad de llegar a esas exageraciones («derecho natural universal»,
«esperada ley moral», «vanguardia moral» etc.), para justificar una acti­
tud de apertura hacia las experiencias constitucionales ajenas. Basta con
una actitud de modestia respecto a nosotros mismos, respecto a los pro­
blemas que compartimos con otros. Basta con saber que no estamos solos
en el camino y no pensar, como hacen, en cambio, los chovinistas de la
Constitución, que somos los mejores. El presupuesto no es necesariamen­
te el derecho natural ni la ilusión del progreso. Puede ser la prudencia del
empirista que quiere aprender de los éxitos y errores de los demás. Basta
con reconocer que muchas normas fundamentales de la Constitución as­
piran a la universalidad, y que su interpretación, ya a primera vista, no es
la interpretación de un contrato o de un acto administrativo, ni tampoco
la de una ley elaborada por voluntades políticas concretas y contingen­
tes. La interpretación constitucional es un acto de adhesión o de fractura
respecto a tradiciones histórico-culturales integradoras de las que forman
parte cada una de las constituciones.
La importancia de la jurisprudencia extranjera o supranacional para
las jurisprudencias nacionales no implica, por lo tanto, una humillación
para las constituciones nacionales. N o se está hablando de un caballo de
Troya para afirmar una «dictadura universal de los derechos», sino de un
instrumento para entender nuestras propias constituciones nacionales,
dándoles un sentido a través del contexto de fondo en el que pueden
asumir un significado preciso en relación con un determinado m omen­
to histórico25. La controversia acerca de la interpretación de la propia
Constitución con el auxilio de las ajenas es, por lo tanto, una controver­
sia sobre la comprensión de sí mismos en el acontecimiento histórico del
24. H earing del Sen ado de los E stados Unidos, cit. en nota 21.
25. V éase la dissenting opinión de los jueces Breyer y Stevens en] a y Printz vs. United
States (1997) y Stevens enA tkin s vs. Virginia (2002).
constitucionalismo. Los ciudadanos de un ordenamiento con un dere­
cho constitucional abierto no están destinados, por lo tanto, a soportar
«inclinaciones, entusiasmos o m odas extranjeras»26. El fin es siempre
entender el propio derecho constitucional. Es como recurrir, para re­
solver un problema difícil, a «un amigo experimentado» que nos ayu­
da a pensar mejor, despierta las potenciales energías latentes, amplía las
perspectivas y enriquece los argumentos, haciendo evidentes puntos de
vista de otra manera ignorados: «el derecho com parado me sirve como
un espejo, me permite observarme y comprenderme m ejor»27.
Un reflejo solidario. Detengámonos en la imagen del espejo. N os ha­
bla de reflejos en un espacio en el que cada uno puede mirarse a sí mismo
a través del otro. Nos dice que la comunicabilidad de las jurisprudencias
coincide con la participación en una relación paritaria y excluye comple­
jos constitucionales de superioridad (hoy, de los Estados Unidos respecto
a Zimbabue; mañana — ¿quién puede saberlo?— de Zimbabue respecto a
los Estados Unidos)28. Pero nos dice también —y este es el punto decisivo
para la comprensión del Estado del derecho constitucional actual— que el
mirarse a sí mismo a través del otro presupone que ambos se sientan par­
tes de un mismo movimiento histórico. Si no fuera así, si fuéramos el uno
extraño para el otro o, peor, adversarios o, peor todavía, enemigos, aun
potenciales, ¿qué sentido tendría este reflejo? El presupuesto de la com­
paración, no como un fin en sí misma, sino como un aprendizaje recípro­
co, remite necesariamente a una dimensión de derecho superior constitu­
cional que hemos denominado «el constitucionalismo de nuestra época».
—> Una crítica infundada: la «juristocracia». N o s equivocamos de camino cuando
criticamos la evolución hacia una jurisprudencia constitucional cosm opolita en
el nom bre de un pretendido exceso de p od er del derecho y de los jueces: la
«juristocracia»29. En general, críticas de este tipo tienen su origen en la exigencia
26. Según la expresión del juez Scalia en Law rence vs. Texas (2003).
27. Palabras de A. Barak, Com parative Law, Originalism an d the Role o f a Judge in
a D em ocracy: A Reply to Justice S calia, Fulbright Convention de 29 de enero de 20 0 6 .
D el m ism o autor, véase Purposive Interpretation in L aw , Princeton, Princeton University
Press, 20 0 5 , que es una crítica a la originalidad y la textualidad de la interpretación consti­
tucional, dos posiciones evidentemente cerradas a las influencias com parativas. Véase tam ­
bién D. J. G oldford, The American Constitution an d the D ebate over Originalism, N ueva
York, Cambridge University Press, 2005.
28. En general, W . AA., Liber am icorum Jean -C laude Escurras. L a com m unicabilité
entre les systèm es juridiques, Bruselas, Bruylant, 2 0 0 5 , y A.-M . Slaughter, «A Typology o f
Transjudicial Communication»*. University o f Richm ond L aw Review (1994), pp. 99 ss.
2 9 . H . H irschl, Tow ards Juristocracy. The O rigins a n d C onsequences o f the N e w
Constitutionalism , Cam bridge (M ass.)/Londres, H arvard University Press, 2004.
de respetar la autonomía de lo «político», lo que hoy significa espacios de decisión
libres, a disposición de los procedimientos democráticos. Esta exigencia, que tie­
ne sus buenas razones, bastante fundadas, se centra en la crítica al activismo judi­
cial, a la tendencia a utilizar extensivamente las normas constitucionales impre­
cisas, etc. Pero aquí no es esto lo que se cuestiona. Se trata solo del «sentido» de
la actividad judicial. La existencia de un derecho constitucional abierto no es, en
principio, más peligrosa para la díscrecionalidad del legislador democrático que
lo contrario. Los abusos son igualmente posibles en uno y otro caso. La existencia
de un constitucionalismo cosm opolita que intenta unificar el flujo de las interpre­
taciones, intentaría, más bien, promover el anclaje en hechos objetivos frente al
subjetivismo decisionista casuístico.
6. L a última palabra
¿La superación de la soberanía estatal? La idea de un derecho constitu­
cional abierto presupone, si no la superación, por lo menos la reducción
de su imprinting: la soberanía estatal30. Soberanía del Estado y derecho
constitucional supraestatal o cosmopolita están en contradicción. Solo el
derecho internacional es el derecho que puede ir más allá del Estado res­
petando su soberanía. Este punto está claro, pero no está claro cuál es el
destino de la soberanía y, sobre todo, si es un destino común.
H asta hace poco tiempo se hacían afirmaciones como: «la época de
la soberanía ha concluido definitivamente. Y con ella ha desaparecido
de forma definitiva la versión ‘continental’ de la estatalidad: la histórica
formación burocrática y centralista de ejercicio del poder, basada en el
m onopolio del poder ejecutivo y con un dominio exclusivo e indiscutido
sobre las competencias acerca de las decisiones»31. Hace ya muchas dé­
cadas, Cari Schmitt pronunció el epitafio de este Estado, con estas pala­
bras que querían ser proféticas:
La época de la estatalidad está llegando a su fin: no compensa seguir hablan­
do de ello. Con ella desaparece toda la superestructura conceptual relativa al
Estado, elaborada por una ciencia del derecho estatal e internacional eurocéntrica a lo largo de los últimos cuatro siglos. El Estado como modelo de
unidad política, el Estado com o titular del más extraordinario de todos los
m onopolios, es decir, del m onopolio de la decisión política, esta brillante
creación del formalismo europeo y del racionalismo occidental, está a punto
de ser destronado32.
30. Idea central de distintas intervenciones de G. M arram ao: por ejem plo, «L’Europa
d opo il Leviatano. Tecnica, politica, costituzione», en W . AA., Una costituzione senza stato , ed. de G. Bonacchi, Bolonia, Il M ulino, 2 0 0 1 , pp. 19 ss.
31. A. Bolaffi, IL crepuscolo della sovranità, R om a, Donzelli, 2002.
32. C. Schmitt, Le categorie del politico, Bolonia, Il M ulino, 1972, p. 90.
Pero ¿no es precipitado este convencimiento? ¿No son demasiado
categóricas y genéricas estas afirmaciones?
Desde cierto punto de vista, la soberanía estatal (sobre todo en su
proyección externa) aparece confirmada en términos claros y agresivos
que no dejan lugar a dudas. Resulta significativo, desde el punto de vista
de la fuerza en las relaciones internacionales, el rechazo por parte de al­
gunas de las principales potencias (Estados Unidos, Rusia, China, además
del Estado de Israel y varios estados árabes) de la Convención de 1998
que instituye el Tribunal Penal Internacional permanente, competente en
caso de crímenes de guerra y de «actos de agresión», así como de críme­
nes contra la humanidad y de genocidio. Todavía más significativa es la
actitud hostil a toda propuesta de «democratización» (es decir, de igualar
el peso de los votos) de instituciones, organismos internacionales y orga­
nizaciones interestatales regionales dotados de poderes políticos, econó­
micos, ecológicos y militares.
¿El oligopolio de la soberanía? A lo que nos enfrentamos no es segu­
ramente al fin de la soberanía, sino a su concentración en algunos esta­
dos en perjuicio de otros, como siempre ha ocurrido, aunque hoy se ma­
nifieste con mayor fuerza y evidencia; por lo tanto, a la desigualdad de
las soberanías, a la asimetría en las relaciones entre los estados, no solo
de hecho sino jurídicamente, y a la concentración de la estatalidad, fren­
te a la cual las interpretaciones del orden (o desorden) entre los pueblos
en sentido «posm oderno», o incluso «neomedieval», parecen «visiones»,
más que interpretaciones.
El constitucionalismo global como proyecto de corrección de las so­
beranías desiguales. Si es verdad que derecho constitucional cerrado y
soberanía de los estados conviven, como dos caras de la misma m one­
da, se comprende que el constitucionalismo global represente un desa­
fío para los estados fuertes, los oligopolistas de la soberanía, y facilite
el reequilibrio a favor de los estados débiles. Se comprende así que la
ciencia constitucional desarrollada en y entre estos países esté interesa­
da en esta perspectiva. Entre el constitucionalismo global y la sobera­
nía, la confrontación está abierta y no se ha dicho la última palabra. Los
estados guía del m undo tienden a exportar su derecho constitucional, a
colocarse como m odelos para imitar, a influenciar, pero no a recibir in­
fluencias. La muy citada advertencia33 que Guido Calabresi dirige a la
jurisprudencia de los Estados Unidos — «Otros países son nuestros ‘des­
cendientes constitucionales’ y la form a en que ellos han afrontado pro­
blemas análogos a los nuestros nos podría servir de mucha ayuda cuan­
33.
Parrish lo pone com o íncipit en Storm in a Teacup, cit., p. 638.
do estamos ante cuestiones constitucionales difíciles. Los padres sabios
no dudan en aprender de sus hijos»— expresa una insatisfacción y una
aspiración y, por lo tanto, una crítica, frente a una tendencia imperialis­
ta en el derecho constitucional que corresponde a una sustancia política.
Un ordenamiento constitucional supranacional «in fieri». La utiliza­
ción transnacional de las jurisprudencias elaboradas en los distintos paí­
ses, ha escrito Alessandro Pizzorusso34, «se diría que está llevando la
humanidad hacía un regreso a la unidad del derecho. Aunque estas ten­
dencias no están exentas de graves peligros, no se puede negar que el
fenómeno constituye un compromiso totalmente nuevo para los juristas
de nuestra época».
N o sabemos, porque nadie tiene dotes de profeta, qué será de esta
tendencia y de las resistencias que encontrará. Pero, en este dilema, para
que el trabajo de la ciencia y de la jurisprudencia constitucionales no an­
den a ciegas y sin objetivos, es necesario tomar una decisión y actuar en
consecuencia. Como movimiento de naturaleza cultural, el constituciona­
lismo de nuestro tiempo tiende a un «ordenamiento de los ordenamien­
tos». Su horizonte no es una constitución política mundial, cualquiera
que sea su causa: fuerza impuesta o acuerdo de derecho internacional, es
decir, una constitución que sea fuente de validez de las constituciones es­
tatales. N o tiene nada que ver con el monismo internacional en el sentido
de Kelsen. Es la formación de un patrimonio común de principios cons­
titucionales materiales, elaborados en el conjunto de las múltiples sedes
donde se produce el derecho constitucional. Se podría hablar, a este pro­
pósito, del «federalismo de las constituciones», cuyos elementos formativos no son los estados ni los pueblos representados por los estados, sino
los ordenamientos constitucionales que se expresan mediante los órganos
que los interpretan. La perspectiva es, más que una unidad esperada, una
convergencia que hay que buscar.
¿El gobierno mundial de los jueces f En las palabras de Pizzorusso en­
contramos la referencia a posibles peligros. ¿Se puede temer un gobierno
mundial de los jueces, eso que se ha denominado (supra, pp. 342 s.) «juristocracia»? Este temor parece excesivo, si se considera que se trata de
convergencias interpretativas, y no creativas, de derecho. En otras pa­
labras, los jueces que ejercitan funciones constitucionales tienen como
hito los textos normativos para cuya aplicación han sido instituidos. N o
se trata de desvincularse de estos textos, sino de orientar su interpre­
tación en un sentido más que en otro, respetando los márgenes que la
34.
A. Pizzorusso, «G iustizia costituzionale (diritto com p arato )», en E nciclopedia
del d iritto, A nnali I, M ilán , G iuffré, 2 0 0 8 , p. 671.
interpretación permite. ¿Se puede temer además un peligro de imperia­
lismo jurídico, por la preponderancia de jurisprudencias fuertes sobre
jurisprudencias débiles, que acabe por hom ologar las segundas a las pri­
meras? A esta duda se puede responder que es la propia matriz cultu­
ral, y no la política, de la convergencia interpretativa la que mezcla las
cartas, permitiendo a los «pequeños» políticamente ser «grandes» cultu­
ralmente, y viceversa. Si, por último, las reservas se refieren a la exigen­
cia de proteger los distintos ordenamientos jurídicos de asimilaciones y
ajustes inoportunos, es válida la observación de que en la base siempre
está la interpretación por parte de los tribunales del propio texto cons­
titucional. La defensa del pluralismo cultural, en el cual se contienen las
distintas experiencias constitucionales, es parte integrante de la idea ac­
tual del constitucionalismo.
El deber y la responsabilidad actual de los jueces constitucionales. Si
se opta por un derecho constitucional abierto al constitucionalismo cos­
mopolita, la función de los jueces constitucionales es la de ser, al mismo
tiempo, órganos de su Constitución y órganos del «federalismo de las
constituciones», con una doble fidelidad hacia la una y hacia el otro. Su
responsabilidad consiste en prom over un desarrollo que, sin traicionar
su naturaleza de jueces, y no de legisladores, concibe las diferencias de
los elementos en la convergencia del movimiento. Esta es, en síntesis,
una vocación que en la época actual los jueces constitucionales pueden
asumir dignamente como propia.
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