Alemania: derrota y liberación

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Alemania: derrota y
liberación
El Director de EL TIEMPO asistió en Alemania a
eventos del fin de la guerra en mayo de 1945.
Por: ROBERTO POMBO / Director general EL TIEMPO | 
5:21 p.m. | 19 de junio de 2015
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Foto: AFP
En Pariser Platz, frente a la puerta de Brandenburgo en Berlín, un panel con una foto del m…
Derrota. Liberación. Nuevo comienzo. Estos tres simples pero
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contundentes conceptos fueron los escogidos por las autoridades
del Museo de Historia de Alemania para bautizar la exposición
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conmemorativa de los 70 años del final de la Segunda Guerra
Mundial, y recoger en esas tres expresiones la barbarie, la
injusticia, la muerte, la derrota, el pecado histórico a cuestas y las
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dificultades del pueblo alemán para asumir el futuro con el lastre
de haber perpetrado, de la mano del nazismo, lo que puede ser la
mayor atrocidad en la historia de la humanidad: el holocausto.
Alemania entera es un museo. En las calles y parques de todas las
ciudades hay exposiciones, esculturas evocativas de episodios de
violencia, de dolor y de muerte; y también símbolos de unidad y
reconciliación, porque el recuerdo del final de la Segunda Guerra
va acompañado del recuerdo de la caída del muro de Berlín, en
1989. La guerra, la derrota, la división de Alemania a manos de
Estados Unidos y de la Unión Soviética, la guerra fría de 45 largos
años de duración y, al final, la reunificación y la discusión
conjunta sobre el pasado, el presente y el futuro.
Y en ese punto estamos, aquí en Berlín, en la conmemoración del
fin de la guerra por invitación que el gobierno alemán le hizo a El
Tiempo, para asistir a los eventos recordatorios de junio de 1945 y
para participar en las discusiones que políticos, académicos,
sociólogos, sicólogos e historiadores llevan a cabo sobre
Alemania, 70 años después de finalizada la guerra.
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Desde el primer momento queda claro que los alemanes no
quieren esconder nada. En todas las exposiciones y conferencias
sobre la participación del nazismo alemán en esos años, no se
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Benítez
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escatiman detalles sobre las atrocidades cometidas. Ahí están las
cifras (¡y las fotografías!) de los trenes atiborrados de prisioneros
aterrorizados camino a los campos de exterminio, las
explicaciones sobre los métodos de humillación y de
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SOLO POR aniquilamiento, y las posibles razones para la escogencia de
semejantes procedimientos.
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Afiche de la exposición '1945: Derrota. Liberación. Nuevo comienzo', en el Museo de Historia de
Alemania. Foto: Archivo particular.
No hay pregunta que se quede sin responder ni comentario, por
agresivo que sea, que no obtenga una respuesta racional y serena,
basada –estamos en Alemania– en datos ciertos y verificables. Se
trata de abordar el pasado mirando a la bestia directamente a los
ojos.
Sesenta millones de muertos, de los cuales 10 millones caídos en
suelo alemán, son el centro del homenaje. Son las víctimas. Las
pilas, literalmente, de ciudadanos judíos esclavizados primero y
exterminados después por el simple hecho de ser judíos, pero
también están muy presentes en este recuento histórico los
millones de alemanes encarcelados y asesinados por ser
homosexuales, gitanos, comunistas, contradictores políticos del
régimen, enfermos mentales, y muchos prisioneros de guerra del
ejército ruso que, contados por millones, corrieron con la misma
suerte.
La visita al campo de concentración y de exterminio de
Sachsenhausen, un enorme complejo militar a las afueras de
Berlín, construido por orden de Heinrich Himmler en 1936, es una
estremecedora experiencia que ilustra con pelos y señales las
torturas, las humillaciones, las ejecuciones por fusilamientos,
golpizas, muertes por envenenamiento en las cámaras de gas o
literal achicharramiento en los hornos crematorios.
“Una de las cosas más tristes de la aventura militar del Nacional
Socialismo en la guerra es que la única eficiencia real que
demostró fue la de asesinar de forma masiva a inocentes
indefensos”, nos comentó Hans-Georg Golz, director de la Agencia
Federal de Alemania para la Educación Cívica. Y agrega:
“Alemania decidió recordar sus crímenes como la forma de
asumir su pasado”.
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El recuerdo de esa enorme cantidad de víctimas está presente en
todas partes. Museos enteros repletos de fotografías y de
información, placas conmemorativas en los muros de los edificios
emblemáticos o incluso incrustadas en los andenes frente a las
casas en las que los familiares recuerdan a sus muertos,
programas de televisión y de cine, publicaciones impresas… Es
imposible no ver a las víctimas del nazismo por todos lados. Pero
para esta sociedad no solo quienes sufrieron los horrores de Hitler
deben ser considerados como víctimas.
La catarsis social de los alemanes como victimarios –que dicen
muchos que solo comenzó en 1968 como parte del
cuestionamiento general que llevó a cabo en todo el mundo la
generación de la posguerra– ha sido un fardo muy pesado para
toda la sociedad porque ha implicado la asunción de una culpa
propia como nación pero ajena como individuos.
Foto: Archivo particular.
“De alguna manera –afirma el historiador berlinés Martin Bayer–
todos los alemanes somos víctimas”. Y sobre ese punto dice la
doctora Helga Spranger, neuróloga y siquiatra, nacida en un
campo de concentración: “Todos los alemanes están afectados por
ese pasado violento, pero al respecto se sienten mejor los hijos de
las víctimas que los hijos de los victimarios”.
Y tal vez por eso, en la conmemoración del fin de la guerra no
dejan pasar por alto el homenaje a la ciudad de Dresde,
bombardeada por los aliados casi al punto de la destrucción total,
convertida en el símbolo de los alemanes como víctimas.
Allí hay unas impactantes exposiciones y conferencias
conmemorativas del bombardeo de junio de 1945, cuando la
guerra ya estaba prácticamente acabada, y cuatro oleadas de los
escuadrones de guerra dejaron caer desde el aire 4 mil toneladas
de bombas sobre la ciudad, sin discriminar instalaciones
militares de objetivos civiles. Murieron cerca de 35 mil personas.
Dresde era célebre desde comienzos del siglo pasado por su
belleza y su audacia arquitectónica, tanto que en 1920 se celebró
allí una exposición internacional con el nombre de ‘Dresde, la
ciudad del futuro’. Pero allá también llegó la crisis económica, el
nazismo, la quema de libros y la represión. Y, por supuesto, la
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guerra.
Sin embargo hasta Dresde no llegaba el conflicto con toda su
crudeza, pues dada su ubicación geográfica, lejos de la costa, los
aviones de la fuerza aérea británica no tenían suficiente
combustible como para llegar hasta allá y descargar su fuego
aéreo y regresar después a Inglaterra. Por eso, además de bella, se
sentía segura.
“Desde aquí lloramos los terribles bombardeos sobre Guernica y
Londres; no sospechábamos entonces que nuestra ciudad se
convertiría en la Guernica de 1945”, dice el doctor Matthias Rogg,
coronel y director del Museo de Historia Militar de la ciudad.
Dresde fue bombardeada como un mero acto de retaliación contra
los alemanes, cuando la guerra ya estaba militarmente definida y
su final era inminente.
Un historiador inglés que está en nuestro grupo de invitados, el
profesor James Taylor, director del Museo Imperial de la Guerra
en Londres, comenta al respecto: “La participación de la Gran
Bretaña en la Segunda Guerra parece un guión escrito a la
perfección, salvo por el bombardeo a esta ciudad”. Su
reconstrucción se convirtió también en un episodio de reflexión y
de optimismo; de tragedia y de esperanza.
Buena parte de la preocupación de los historiadores alemanes es
la constatación de que la bárbara campaña de Adolfo Hitler y sus
amigos fue apoyada masivamente por el pueblo: el partido nazi
llegó a tener ocho millones de afiliados con carné. Esa
popularidad se explica por los mensajes mesiánicos del nazismo
a un pueblo deprimido y malherido tras la Primera Guerra, con las
condiciones impagables del Tratado de Versalles, y en medio de
una situación económica muy precaria.
La preocupación de quienes abordan este asunto es el de la
peligrosa similitud con los tiempos actuales: Europa en crisis
económica, falta de liderazgo de los partidos políticos y el
surgimiento de movimientos de tinte neonazi, xenofóbicos,
racistas, rabiosamente antimusulmanes y opuestos a las olas
migratorias provenientes del Tercer Mundo. Para la muestra un
botón: a comienzos de este año, en Dresde se realizó una muy
nutrida manifestación del grupo Patriotas Europeos contra la
Islamización de Occidente, PEGIDA, por sus siglas en alemán,
organización que ya tiene una preocupante cara de partido
político.
Todos estos elementos de discusión aparecieron pronunciados de
manera brillante y hermosa por el doctor Heinrich Winkler,
prestigioso historiador alemán a quien le encomendaron el
discurso central en el acto oficial de conmemoración del final de
la guerra, en la bella sede del Reichstag en Berlín.
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En esa intervención hay unas profundas referencias al holocausto
como el hecho más importante en la historia de Alemania del
siglo XX; hay unas reflexiones muy serias sobre el hecho de que
Alemania no ha terminado aún de confrontar su pasado; se ocupa
del análisis de que el comportamiento nazi no debe ser ya un
argumento para que Alemania se mantenga al margen de las
decisiones más importantes del mundo de hoy, y se refiere a lo
que deben hacer las próximas generaciones de alemanes en
función del pasado.
“Nadie espera –dijo Winkler–que las futuras generaciones se
sientan responsables por hechos cometidos a nombre de
Alemania antes de que ellos nacieran. Pero hay que enfrentar
colectivamente el pasado, pues los hijos de las víctimas no lo
dejarán olvidar”.
Como síntesis de esta experiencia en Alemania, en la
conmemoración de los 70 años del final de la guerra, me llamaron
la atención las citas hechas por el doctor Winkler de dos grandes
escritores alemanes. Ambas frases reflejan a la perfección al aire
que se respira hoy. Una es de Heinrich Böll: “Cuando supe que la
guerra había terminado, también supe que esta guerra no
terminará en realidad mientras haya una sola herida sangrando”.
Y otra, de Thomas Mann, escrita en junio de 1945: “Tomará mucho
tiempo hasta que Alemania vuelva a encontrar su humanidad”. Es
posible que ese momento ya haya llegado.
ROBERTO POMBO
Director general EL TIEMPO
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