virtud y democracia - Repositório da Universidade de Lisboa

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VIRTUD Y DEMOCRACIA
Filipe Carreira da Silva
Traducción al castellano por Jesus Sanz Moral
1
Índice de contenidos
Preámbulo teórico-metodológico
IIIIIIIV-
Formulando el problema
Comunidad y sociedad: la “gran narrativa” de Habermas
J.G.A. Pocock y los lenguajes paradigmáticos
Significado y contexto: el método de Skinner
Aplicando el método. El republicanismo de Florencia a Filadelfia
IIIIIIIV-
El Maquiavelo de Skinner
De la austeridad de la virtud a la pulcritud de las maneras
El contratualismo republicano de Jean-Jacques Rousseau
4 de Julio de 1776. ¿El fin de la política clásica?
El republicanismo en América
IIIIIIIVVVI-
Individualidad y comunidad. El pragmatismo americano
G.H. Mead en sus contextos
Moral y política en G.H. Mead
De Jefferson a Dewey: una tradición democrática
La democracia deweyana en sus contextos
De vuelta a Europa. El pruralismo democrático de Harold Laski
El republicanismo de Habermas
IIIIIIIVVVI-
De la historiografía con intención sistemática a las ciencias
reconstructivistas
Dos tradiciones reconstruidas – pragmatismo y republicanismo
El Mead de Habermas
Sobre la pragmática y la ética de la interacción social
La concepción procedimental de la democracia deliberativa
Conclusiones: ciudadanía y virtud
Bibliografía
2
Parte I
Preámbulo teórico-metodológico
Capítulo I: Formulando el problema.
Una ciencia fundada sobre el olvido sistemático y deliberado de su pasado
está, pace Whitehead, condenada a reconstruirlo de forma arbitraria, La validez
de esta afirmación – que pretendemos demostrar en este libro – trasciende,
creemos, las divisiones disciplinares que separan las teorías sociológicas de
las teorías políticas. En ambos campos científicos, y al contrario de lo que
Robert Merton sugiere1, la historia de la teoría y su “sustancia sistemática” no
son dominios analíticos autónomos. De hecho, nuestra estrategia teóricometodológica se sustenta sobre el presupuesto de que la forma como se
reconstruyen contribuciones pasadas constituye un elemento indisociable del
propio proceso de construcción teórica. Por otro lado, el modo como las teorías
sociales y políticas reconstruyen su pasado refleja su naturaleza
epistemológica. La distancia que separa una concepción acumulativa y
continua de la historia de una visión fragmentada es la misma que separa el
positivismo del post-positivismo. Esto significa que, tanto en sociología como
en ciencia política, la teoría y la historia de la teoría no son más que momentos
diferentes de una estrategia teórica, cuyo carácter epistemológico resulta, en
gran parte, de la forma como los articula.
Pensamos poder clarificar las razones y propósitos de nuestra posición
reconstruyendo, aunque de forma breve, el contexto intelectual de los años 60.
Fue en ese momento en el que áreas tan distintas como la física (Thomas
Kuhn), la antropología (George Stocking) y la historia de las ideas políticas
(Peter Laslett, J.G.A. Pocock, John Dunn y Quentin Skinner – la llamada
“Escuela de Cambridge”), surgió un movimiento a favor de aquello a lo que
Merton llamó la “nueva historia de la ciencia”. En rigor, este movimiento era
más que una mera nueva forma de hacer historia de la ciencia. A pesar de que
las diferencias que distinguen las posiciones de estos autores no deban ser
subestimadas, la verdad es que todos ellos compartían una actitud escéptica
ante una concepción linealmente progresivista del conocimiento.
El caso de Kuhn, ya sea por su pionerismo, o por la influencia que ejerció más
allá de las fronteras de las ciencias naturales, merece una referencia particular.
Su escepticismo en relación al progresivismo impregna toda su argumentación
en The Structure of Scientific Revolutions (1962)2: contra la “tendencia
persistente a hacer que la historia de la ciencia parezca lineal o acumulativa”,
además de que la “depreciación de los hechos históricos se encuentra incluida,
profunda y es probable que también funcionalmente, en la ideología de la
profesión científica” (Kuhn, 2004, p. 216), Kuhn sugiere una reconstrucción
históricamente sustentada y normativamente guiada de la moderna ciencia
occidental. Según esta concepción, es necesario distinguir entre dos
1
Es nuestra responsabilidad la alusión a las dos disciplinas, dado que Merton se refiere
exclusivamente a la sociología. Véase Merton, 1967.
2
Versión en castellano, Kuhn, T., (2004), La estructura de las revoluciones científicas, Buenos
Aires, FCE.
3
modalidades de trabajo científico: la ciencia normal y la ciencia revolucionaria o
extraordinaria.
La ciencia normal es la actividad científica que transcurre en el ámbito de un
paradigma que está constituido por presupuestos teóricos generales, leyes y
técnicas para su aplicación adoptadas por los miembros de una determinada
comunidad científica. Por lo tanto, los científicos que resuelven problemas (o
enigmas) de investigación dentro de un paradigma practican lo que Kuhn
designa por “actividad para la resolución de enigmas” (Kuhn, 2004, p. 92), una
actividad que va a articular o desarrollar el paradigma con el propósito de
explicar el comportamiento de fenómenos tal y como estos se revelan,
mediante los resultados de la experimentación. Con el transcurso de esta
actividad, la ciencia en su régimen normal, se enfrentará con anomalías, con
aparentes falsificaciones. Si no fuera capaz de resolverlas mediante las teorías
del paradigma dominante, se instalaría un sentimiento generalizado de
desconfianza en el paradigma en vigor y de inseguridad profesional,
originándose un periodo de crisis científica. Esta crisis sólo sería resuelta con la
aparición de un paradigma alternativo completamente nuevo, que conquistaría
la adhesión de un creciente número de científicos, hasta que finalmente se
abandonaría el paradigma anterior. Este abandono es lo que Kuhn designa por
“revolución científica”. El nuevo paradigma serviría, entonces, de guía de
investigación de una nueva actividad científica normal, hasta el momento en
que surgirían serios problemas, apareciendo de esta forma una nueva crisis y,
consecuentemente, otra revolución. Este es, para Kuhn, el patrón básico de la
evolución de la historia de la actividad científica occidental, en el campo de las
ciencias exactas o de la naturaleza.
Este concepto de “revolución científica” acentúa, por un lado, la
inconmensurabilidad entre el paradigma anterior y el emergente y, por el otro
lado, la necesidad de escoger un nuevo paradigma, lo que no será hecho
mediante los procesos de evaluación que caracterizan a la ciencia normal. En
palabras de Kuhn, existe un paralelismo entre las revoluciones políticas y las
revoluciones científicas en la medida que “tanto en el desarrollo político como
en el científico, el sentimiento de mal funcionamiento que puede conducir a la
crisis es un requisito previo para la revolución” (Kuhn, 2004, p. 150), una
metáfora que Kuhn lleva hasta las dimensiones sociológicas del proceso
cuando afirma que “Como en las revoluciones políticas sucede en la elección
de un paradigma: no hay ninguna norma más elevada que la aceptación de la
comunidad pertinente” (Kuhn, 2004, p. 152). La teoría que sustenta el nuevo
paradigma, además de ser más amplia que la anterior, incorpora una diferencia
de fondo que las vuelve difícilmente compatibles: suscita la adopción de una
nueva metodología, redefine el propio dominio de la investigación y rediseña el
mapa de los problemas y de las soluciones. Diferentes paradigmas formulan
distintas preguntas, así como normas diferentes que suelen ser incompatibles
con las anteriores. La forma como un científico observa un determinado
aspecto de la realidad está condicionada por el paradigma con el que trabaja.
Es por esto que Kuhn afirma que los defensores de paradigmas diferentes
“viven en mundos distintos”3. Es la famosa tesis del “cambio de configuración”
3
Kuhn, 2004, p. 233.
4
o “desplazamiento de la gestalt”4 (en alemán, “forma” o “configuración”), que
postula que una mudanza de paradigma implica una alteración de la forma
como se configuran los problemas.
Esto sucede porque, de acuerdo con Kuhn, no existe un argumento lógico
sobre la superioridad de un paradigma ante otro, dado que la opinión de un
científico en relación a una determinada teoría está influenciada por su
simplicidad, su conexión con alguna necesidad social urgente, y su capacidad
para resolver problemas. Por otro lado, y relacionado con el hecho de que los
adeptos a paradigmas rivales suscriben distintos conjuntos de normas y
principios metafísicos, la conclusión de una argumentación sólo es convincente
si se aceptan sus premisas. La cuestión relevante para Kuhn es el problema de
los lenguajes5 usados por las teorías que se suceden en la historia: a su
entender, la existencia de un lenguaje neutro y universalmente válido es hoy
una ilusión abandonada por la filosofía. Rechazando la posición popperiana de
un vocabulario básico y no problemático, y aliándose a Feyerabend, Kuhn
afirma que “en la transición de una teoría a la siguiente las palabras alteran sus
significados o sus condiciones de aplicabilidad de maneras sutiles (...). Por eso
decimos que las teorías que se suceden son inconmensurables” (Kuhn, 1974b,
p. 329). O sea, inconmensurabilidad para Kuhn y Feyerabend no significa
incompatibilidad. Subraya apenas las dificultades de traducción entre dos
lenguajes diferentes. Es este el sentido que Kuhn desea asociar a la afirmación
de que “dos teorías son inconmensurables”.
Dado que deseamos utilizar una concepción próxima a las nociones kuhnianas
de “paradigma” y “inconmensurabilidad”, consideramos conveniente introducir
algunas de las objeciones más pertinentes que les han sido dirigidas. En primer
lugar, Kuhn fue acusado de estar recuperando, bajo una designación diferente,
el concepto de “presupuesto absoluto” o “sistema de presupuestos” de
Colingwood (Toulmin, 1974, p. 50)6. En segundo lugar, Margaret Masterman
empezó una crítica más profunda, identificando veintiuna acepciones de la
noción de paradigma7. En tercer lugar, la noción de “programa de
investigación” propuesto por Imre Lakatos constituye una noción alternativa a la
idea kuhniana de paradigma. Todas estas críticas, y en particular la que se
refiere a la imprecisión conceptual de la formulación kuhniana defendida por
Masterman, serán tomadas en consideración cuando nos apropiemos del
“contextualismo diacrónico” de Pocock8, basado en una concepción de
paradigmas lingüísticos próxima a las propuestas de Kuhn.
4
Una postura que no fue introducida por Kuhn. De hecho, y contra la perspectiva “ortodoxa” de
William Whewell de que el crecimiento científico se parece a la confluencia de diferentes
afluentes para formar un río, ya Toulmin, un año antes que Kuhn, sugería la existencia de
cambios conceptuales drásticos responsables de la sustitución de teorías científicas (véase
Toulmin, Stephen, 1961, Foresight and Understanding). Por otro lado, y como el propio Kuhn
reconoce, fue N.R. Hanson, con el libro de 1958 titulado Patterns of Discovery, quien sugirió
por primera vez la noción de “gestalt switch”.
5
Un tema que asumiría un protagonismo significativo en la agenda de la teoría social de las
décadas siguientes, hablándose hasta de un “giro lingüístico” (linguistic turn) en el caso
concreto de la filosofía.
6
De forma particularmente reveladora de su posicionamiento teórico-metodológico, Skinner
aprueba esta misma aproximación. Véase Skinner, 1969, p. 7.
7
Véase Masterman, 1974.
8
Véase la parte I, capítulo III.
5
Con estas propuestas, Kuhn inició una “nueva historia de la ciencia” que estaría
en el centro del debate epistemológico sobre el positivismo que marcó los años
60. Nos interesa aquí, no obstante, discutir la relación entre esta nueva
aproximación a la historia de la ciencia y la interpretación que de ella hizo
Merton, en el hoy ya clásico “On the History and Systematics of Sociological
Theory” (1967)9. Dos razones justifican esta decisión: por un lado, creemos que
nuestra tesis sobre la relación entre teoría e historia de la teoría ganará una
creciente inteligibilidad cuando se confronte con las tesis mertonianas y, por el
otro lado, esta confrontación nos reenviará a un debate similar en teoría política
a través de las propuestas de Alasdair MacIntyre.
En un registro que se revestiría de un carácter referencial para generaciones
de científicos sociales, Merton, en el artículo citado, critica el hecho de que las
diferentes funciones desempeñadas por la historia de las ideas sociológicas y
por la teoría sociológica no sean distinguidas satisfactoriamente. Tal confusión
impediría el desarrollo de historias sociológicas de la teoría sociológica en las
que serían analizadas cuestiones como la filiación compleja de los conceptos
movilizados en sociología, las formas como estas ideas evolucionan a lo largo
de los tiempos, las relaciones establecidas entre las practicas sociales y la
actividad intelectual, la difusión del producto de esta actividad a partir de los
centros de pensamiento sociológico y su modificación a medida que se procesa
su difusión, y el modo como este proceso interactúa con la estructura social y el
sistema social en el que ocurre.
Lejos de este escenario estaría, a su entender, la práctica de sus colegas de
profesión: al contrario de lo que sucedía en otros campos científicos – y Kuhn
es en este punto especialmente referido como un ejemplo a seguir10 -, los
sociólogos confundirían su papel con el de los historiadores, dando origen a
una auténtica “anomalía en el trabajo intelectual contemporáneo” (Merton,
1967, p. 2). Como consecuencia de esta anomalía, la sociología estaría privada
de una historia sociológica de su propia disciplina, capaz de desempeñar un
importante conjunto de funciones11.
Para Merton, la separación entre el presente y el pasado de las teorías
sociológicas es un factor ineludible del progreso científico. La acumulación de
conocimiento científico posibilitaría que cada generación de científicos se
beneficiase del trabajo de sus predecesoras, a pesar de que únicamente las
conclusiones relevantes para la resolución de problemas actuales serían
retenidas e incorporadas en las teorías sociológicas del presente. Este
presupuesto de continuidad acumulativa con el pasado refleja el carácter
positivista de esta concepción de la ciencia, curiosamente en contradicción con
las propuestas historiográficas de Kuhn. En efecto, si Merton pretendía ver en
Kuhn un ejemplo de como se debía reconstruir histórica y sociológicamente la
actividad científica pasada, de forma que la historia de la ciencia pudiese
contribuir al progreso de sus teorías, la verdad es que las conclusiones de este
9
Este artículo recupera una tesis introducida en un texto anterior en que Merton discutía con
Parsons “la posición de la teoría sociológica”. Véase Merton, 1948.
10
Merton, 1967, p. 3.
11
Véase Merton, 1967, p. 34 y ss.
6
método historiográfico contradicen el presupuesto de acumulación en el que se
asienta su argumentación. Si Kuhn intentó demostrar que las ciencias naturales
no evolucionan de forma linealmente acumulativa, sino mediante crisis y
revoluciones científicas, ¿como podrá Merton sustentar que la sociología se
debe regular por un ideal que hasta las ciencias naturales parecen desmentir?
No es nuestra intención pretender fundamentar una crítica a las concepciones
positivistas de la ciencia únicamente sobre las propuestas de Kuhn. Sin
embargo, y a pesar del carácter reconocidamente datado y en ciertos aspectos
insuficiente de sus tesis, la sociología de la ciencia post-positivista,
desarrollada en las tres últimas décadas, ha venido a dar razón a las
sospechas kuhnianas en relación al carácter acumulativamente evolucionista
de la actividad científica. No solamente la práctica científica es mucho más
compleja que la noción kuhniana de “ciencia normal” deja antever, sino que su
proceso de evolución histórica es todo menos lineal, como presuponen los
positivistas.
Esta es, en nuestra opinión, la principal dificultad que enfrenta la concepción
mertoniana de la historia de las teorías sociológicas. Al atribuir al pasado un
carácter ejemplar12, presuponiendo que los problemas enfrentados, los
vocabularios utilizados y las soluciones encontradas por nuestros antecesores
son fácilmente traducibles para el presente, Merton pretende aislar la actividad
de producción teórica de la necesidad de auto-reflexión histórica. Una
consecuencia de este intento de separar la historia de la teoría de su “sustancia
sistemática” consiste en desatender la naturaleza irreductiblemente histórica de
los conceptos teóricos utilizados en teorías sociales y políticas. Bajo el pretexto
de analizar científicamente hechos sociales, se nos propone una concepción de
la teoría sociológica puramente orientada hacia el estudio de las presentes
estructuras, actores y grupos sociales. Este tipo de concepción teóricometodológica es usualmente etiquetada de “presentista”13.
Por lo tanto, no es accidental la omisión en toda la argumentación mertoniana
de una discusión sobre la importancia de una historia de la ciencia (inspirada
por el nuevo modelo entonces emergente) en su dimensión sistemática. Tal
omisión no sólo parece desmentir una intención declarada por él mismo en el
inicio del artículo – de que la “historia” y la “sistemática”, si son
convenientemente distinguidas, interactúan con vastas implicaciones para
ambas14 - sino que levanta la cuestión de saber si Merton era realmente
consciente de cuales eran esas implicaciones. Al etiquetar de mera “exégesis
escolástica” la autorreflexión histórica empezada por algunos sociólogos
“eruditos”, Merton se encuentra encerrado en el presente, incapaz de convocar
a la historia de las ideas para traer algún orden al caos conceptual que
padecen las actuales teorías sociales y políticas. El hecho de suscribir por
nuestra parte esta posición no significa, no obstante, que sea una aportación
12
Sintomáticamente, Habermas rechaza atribuir a la historia una función de proporcionar
ejemplos a seguir: “La historia puede ser como mucho un profesor crítico que nos dice como no
tenemos que hacer las cosas” (Habermas, 1997, p. 13).
13
Para una crítica del carácter presentista de las tesis presentadas por Merton en este artículo,
véase Jones, 1983a.
14
Véase Merton, 1967, p. 3.
7
genuina, ya que fue Alasdair MacIntyre quien, en After Virtue (1981)15, introdujo
este argumento.
Comprobando que el enfrentamiento entre estrategias teórico-metodológicas
presentistas e historicistas trasciende a las divisiones disciplinares
convencionales, MacIntyre16 sugiere que la disensión moral en las sociedades
modernas occidentales no es susceptible de resolución racional. El desacuerdo
moral de nuestras sociedades, argumenta, puede ser entendido mejor si
consideramos las tres características compartidas por la mayoría de estas
discusiones. En primer lugar, en todas ellas, encontramos aquello que
MacIntyre,
adoptando
una
expresión
kuhniana,
designa
como
“inconmensurabilidad conceptual” de los argumentos en disputa. Todos los
argumentos son lógicamente válidos, las conclusiones se derivan de las
respectivas premisas, pero no hay forma de evaluar racionalmente estas
últimas. Eso explicaría el carácter interminable con que se reviste el
desacuerdo moral en nuestras sociedades (es por eso que, igualmente, Kuhn
subraya la necesidad de un “desplazamiento de la gestalt” cuando suceden los
cambios de paradigma).
En segundo lugar, estos argumentos son presentados como racionales e
impersonales. Por ejemplo, en respuesta a la cuestión “¿Como debo actuar?”,
no se sugiere que se debe hacer “lo que se desee”, sino que se debe hacer lo
que “proporcione felicidad al mayor número de personas” o que se debe “actuar
de acuerdo con nuestro deber moral”. O sea, se apela a consideraciones
independientes de la relación social concreta entre los contendientes,
presuponiendo la existencia de criterios impersonales, como la justicia, la
generosidad o el deber.
En tercer y último lugar, MacIntyre considera que las premisas
inconmensurables de los argumentos rivales usados en discusiones morales
presentan orígenes históricos extremamente variados. Si se discuten virtudes,
la referencia a Aristóteles y Maquiavelo es inevitable; si el debate es entorno a
la noción de derechos individuales, Locke es usualmente contrapuesto al
universalismo kantiano; si la discusión se desarrolla entorno a la naturaleza
positiva o negativa de la libertad, Rousseau y Adam Smith son normalmente
invocados como argumentos de autoridad por las partes en confronto. O sea,
se esgrimen argumentos apelando a la autoridad de la tradición intelectual
particular (kantiana, aristotélica, utilitarista, por ejemplo) en la que se
identifican.
Sin embargo, MacIntyre considera que la profusa citación de nombres, a pesar
de sugestiva, puede ser equívoca: la mera citación de nombres no constituye
una reconstrucción de una autentica “tradición intelectual”, sino más bien
solamente la apropiación de algunos fragmentos sobrevivientes de esas
tradiciones. Como tal, la mera relación cronológica de “contribuciones del
pasado” subestima la complejidad de la historia de las ideas y de la
ancestralidad de esos argumentos. Aún así, el catálogo de referencias sugiere
la heterogeneidad y la extensión de la diversidad de fuentes de las que el
15
16
Versión en castellano, MacIntyre, A., (1987), Tras la virtud, Barcelona, Crítica.
Véase, en especial, MacIntyre, 1981, pp 6-11.
8
pensamiento social y político moderno es heredero. En suma, MacIntyre critica
la apropiación selectiva, conducida a la luz de intereses contemporáneos, de
contribuciones pasadas ya que estas acaban privadas de los contextos
culturales en los que su significado fue inicialmente construido. De este modo,
estos “conceptos sobrevivientes”, cuando se utilizan en la actualidad, en vez de
permitir el entendimiento mutuo, generan mucha de la confusión que existe en
las teorías sociales y políticas contemporáneas. Dejando un análisis de su
carácter políticamente “comunitario” para más adelante, conviene retener, en
este momento, que en términos metodológicos este tipo de posición es
usualmente etiquetada de “historicista” o “contextualista”.
Una vez confrontadas las tesis de Merton y MacIntyre sobre la función de la
historia de las ideas sociales y políticas, nuestra aserción inicial según la cual,
en el ámbito de esta discusión teórico-metodológica, debemos trascender la
frontera disciplinar entre la sociología y la ciencia política, parece ver reforzada
su plausibilidad. Por consiguiente, es en el horizonte configurado por el debate
que opone “presentismo” a “historicismo”17 donde nuestra estrategia teóricometodológica deberá situarse.
La designación de “presentismo”, tal y como la entendemos en este debate, se
refiere a una orientación hacia textos considerados “clásicos” que subraya su
relevancia continuada para el pensamiento social y político contemporáneo. La
importancia de estos textos está justificada por la excepcional contribución que
aportaron para clarificar y problematizar temas y cuestiones considerados
centrales y perennes de la cultura occidental, sobre todo en su fase moderna.
En términos metodológicos, una aproximación “presentista” a los textos
clásicos se caracterizaría por el presupuesto de que los autores de estos textos
reconocían estos temas como especialmente relevantes, que intentaron
encontrar respuestas convincentes para esas cuestiones eternas, y que lo
hicieron de forma tan elocuente que constituyen verdaderos ejemplos a seguir
por las siguientes generaciones. Por último, su localización histórica en un
determinado contexto es menos relevante que los puntos en común entre las
sucesivas generaciones de autores, dado que el conjunto de cuestiones que
cada generación pretende resolver es, en lo esencial, el mismo. Como Quentin
Skinner observa, la justificación de obras escritas en el pasado consiste en el
hecho de que contienen “elementos intemporales”, en la forma de “ideas
universales”, y hasta una “sabiduría eterna” de “aplicación universal”18.
Podemos encontrar ejemplos de esta orientación metodológica tanto en
sociología como en teoría política. Si Robert Nisbet considera que la sociología
debe su carácter distintivo a la existencia de “ideas-unidad”, cuya generalidad y
continuidad son tan visibles hoy como lo fueran cuando los textos de
Tocqueville, Weber o Durkheim hicieron de ellas las piedras fundadoras de la
sociología19, Leo Strauss, en Natural Right and History (1953)20 acusa al
17
Nuestro análisis de este debate seguirá, a grandes rasgos, la exposición de Baehr y O’Brien,
1994, p. 67 y ss.
18
Skinner, 1969, p. 4.
19
Nisbet, 1966, p. 5. Donald Levine rotula la concepción de la historia de la sociología sugerida
en The sociological tradition (1966) de “humanista”, dado el pesimismo con que abordaba el
presente. Véase Levine, 1995, p. 64 y ss.
9
“convencionalismo” (la designación que adopta para referirse a las tesis
historicistas) de hacer olvidar el carácter universal de que se revisten nociones
como los derechos naturales, así como de conducirnos al nihilismo: “El intento
por hacer que los hombres se familiarizasen completamente con este mundo
finalizó en el desamparo absoluto del ser humano” (Strauss, 2000, p. 51)21.
Esta orientación metodológica gozó de un estatuto de casi ortodoxia hasta
mediados de los años 60, momento en que, como hemos visto, un conjunto de
contribuciones de la historia de la ciencia, antropología e historia del
pensamiento político empezaron a cuestionarla. En sociología, la reacción a las
teorías presentistas (de las que Merton era uno de los principales exponentes),
fuertemente influenciada por esta nueva literatura, sucedió en la década
siguiente con nombres como Lewis Coser22, Roscoe Hinkle23, Wolf Lepenies24
y, sobretodo, Robert Alun Jones25 y Charles Camic26. A pesar de las
divergencias significativas que separan a estos autores, es posible afirmar que
una metodología historicista rechaza fundamentalmente el anacronismo en el
estudio de los textos clásicos: no debemos confrontar a los clásicos con
cuestiones que ellos mismos no se plantearon. O sea, se rechaza la existencia
de un conjunto de cuestiones perennes, a las que las sucesivas generaciones
de pensadores intentan, con mayor o menor éxito, responder; al revés,
debemos intentar identificar las preguntas a las que cada texto quiso
responder. Para eso, la reconstrucción del contexto intelectual, cultural, social y
político aparece como un elemento imprescindible.
Sucede que esta atención dada al contexto puede acabar resultando un
ejercicio de reducción de un texto a las condiciones que lo vieron surgir. Esta
es una dificultad considerable para quien, como nosotros, se propone realizar
del análisis textual el principal elemento de su actividad intelectual. En este
sentido, argumentamos que una perspectiva de inclinación historicista es
conceptualmente independiente de una orientación que reduce un texto a su
contexto – historicismo no debe ser confundido con contextualismo. Si, por un
lado, la reconstrucción histórica de los diferentes contextos relevantes
constituye un elemento que ayuda a interpretar las ideas expresadas en un
texto, por el otro, estas no se pueden reducir a las condiciones que las
configuraron. Una reconstrucción histórica puede corregir una reconstrucción
racional, pero no puede substituirla. La demostración de esta tesis constituye el
principal desafío teórico-metodológico de este libro. “¿Como interpretar los
textos de los autores clásicos de la sociología o de la teoría política?” – esta es
la cuestión que presentistas e historicistas pretenden responder. Como hemos
sugerido, cualquier posicionamiento ante esta problemática no es teóricamente
20
Versión en castellano, Strauss, L., (2000), Derecho natural e historia, Barcelona, Círculo de
Lectores.
21
La base del argumento de Strauss se asienta sobre la oposición entre el derecho natural
clásico y el derecho natural moderno, por él criticado. Si aquel impone principios universales de
moralidad, este defiende el carácter histórico y relativo de la moral; si aquel se basaba en una
concepción del saber fundada sobre la contemplación y la dialéctica, este confía en la ciencia
experimental. Véase Strauss, 2000, p. 169 y ss.
22
Véase, por ejemplo, Coser, 1971.
23
Véase, por ejemplo, Hinkle, 1980.
24
Véase, por ejemplo, Lepenies, 1988.
25
Véase, por ejemplo, Jones, 1977.
26
Véase, por ejemplo, Camic, 1992.
10
neutro. Partiendo de esta asunción, argumentamos que una estrategia
metodológica presentista enfrenta dificultades significativas, desde una
concepción continuista del pasado (y, a veces, evolucionista) hasta la creencia
en un conjunto de cuestiones perennes, pasando por subestimar la relevancia
de factores contextuales para la propia interpretación. Si esto nos reenvía hacia
el otro polo, no dejamos de tener serias reservas en relación a una historia de
las ideas cerrada sobre si misma: no (obviamente) en relación a su legitimidad,
pero sí en relación a su utilidad a la luz de nuestros propósitos teóricos y en
relación a su adecuación ante nuestra posición metateórica. Si pretendemos
sugerir una contribución a la teoría deliberativa de la democracia, contribución
encuadrada y sustentada por la tesis metateórica de que teoría e historia de la
teoría son dos caras de la misma moneda, nuestra estrategia metodológica
deberá reflejar estas dos posiciones, recurriendo a una “reconstrucción
histórica” de una experiencia concreta (parte II, capítulo I), a una
“reconstrucción diacrónica” de un paradigma político-ideológico (parte II,
capítulo II), a una “reconstrucción diacrónica” de una teoría social y política a la
luz de este paradigma (parte III) y, finalmente, a una crítica al
“reconstructivismo racional” de una teoría construida mediante la apropiación
de múltiples propuestas y corrientes, incluyendo aquellas que serán el objetivo
de nuestra atención (parte IV). Antes de ir clarificando el sentido de cada una
de estas expresiones, se impone la discusión de un conjunto de cuestiones
previas – “¿Que es un clásico?”, “¿Cuales son sus funciones?” y “¿Como se
forma un canon?”.
En relación a la primera cuestión, la posibilidad de respuestas es amplia. En
nuestra opinión, la definición avanzada por Jeffrey Alexander según la cual los
“clásicos” son textos históricos a los que conferimos un estatuto privilegiado a
la luz de textos contemporáneos de naturaleza semejante, parece cubrir lo
esencial (Alexander, 1998a). Esta idea es, además, retomada por Italo Calvino,
que identifica este “estatuto privilegiado” como la capacidad que los clásicos
tienen de no únicamente generar una gran cantidad de críticas, como de
responderlas27. En el contexto de esta discusión, deberá entenderse por un
clásico un autor o un texto28 escrito en el pasado pero que conserva la
capacidad de generar controversias entre los actuales científicos sociales
debido al carácter ejemplar de la forma como lidió con un determinado
problema, constituyendo, por consiguiente, un instrumento intelectual útil para
investigaciones en el presente.
En relación con sus funciones, la idea de que un clásico constituye una figura
simbólica que reduce la complejidad (entendida como el número de
posibilidades de acción)29 inherente a la actividad científica, constituye la mejor
27
Calvino en Poggi, 1996, p. 46.
Si usualmente un texto se relaciona con un autor con un determinado nombre o biografía, de
forma que, en el caso de los “clásicos”, se suele acabar por no distinguir los textos de sus
autores (por ejemplo, Aristóteles y la Política, o Weber y Economía y Sociedad), esto no
siempre se verifica: pensamos en los autores de libros como La Tora judaica o en el debate en
torno a la figura de Homero. Para este propósito véase Baehr y O’Brien, 1994, p. 53.
29
Véase Luhmann, 1979. Debemos subrayar que una idea similar ya había sido presentada
dos décadas antes por Alvin Gouldner, en su introducción al libro de Durkheim Socialismo.
Gouldner, discutiendo las funciones desarrolladas por los mitos sociológicos, sugirió que “Un
padre fundador es un símbolo profesional” (Gouldner en Jones, 1977, p. 292).
28
11
explicación de la razón por la que los científicos sociales, en lugar de discutir
elementos específicos de una teoría en particular, usualmente se refieren al
nombre de ese autor dando por supuesto que se considera el conjunto de sus
escritos. Es, por lo tanto, una cuestión de reducción de la complejidad de un
“Durkheim” o de un “Hobbes”. Además, estas figuras simbólicas influencian la
definición del campo científico “sociología” o “ciencia política”, así como el
vocabulario profesional que utilizan tanto sociólogos como politólogos, y
también los problemas que pueden ser legítimamente el objetivo de una
“investigación sociológica” o de un “estudio de ciencia política”30. Otra función
simbólica relevante desempeñada por un clásico está relacionada con la
creación de “rituales de solidaridad” entre los científicos sociales31.
Respecto a la última pregunta enunciada, pensamos que si consideramos la
complejidad y las implicaciones del proceso histórico de formación de un
canon, la relación existente entre a teoría y la historia de la teoría, tal y como
nosotros la delineamos, saldrá clarificada. Centraremos nuestro análisis en el
caso del canon sociológico, dado que nuestro objeto de estudio se sitúa
fundamentalmente en este dominio: Habermas se posiciona en referencia a la
tradición sociológica y filosófica occidental y, en menor medida, en relación con
la tradición de la teoría política32. Una tesis reciente sugiere que la sociología
emergió en el entorno de una dinámica cultural en que la tensión entre el
liberalismo y el imperialismo era central, que habría entrado en crisis en la
primera mitad del siglo XX y que la sociología americana de post-guerra habría
contribuido decisivamente en la actual formulación del canon33.
Contra la auto-imagen convencional de la historia de la sociología (que
comprende un momento fundador asociado a la transformación socioeconómica de las sociedades europeas durante el siglo XIX, un conjunto de
textos que abordan de forma ejemplar e inspiradora estos eventos sin
precedentes en la historia de la humanidad, y una línea de descendencia
directa que enlaza los clásicos con el presente), se sugiere otra visión del
pasado de la disciplina; siguiendo una orientación metodológica historicista y
asumiendo una perspectiva centrada en el caso norteamericano34, se da
prioridad a los sociólogos de esa época (si es que se puede utilizar con rigor
este término) en la reconstrucción histórica del canon sociológico. En primer
lugar, nos damos cuenta de que la definición de una pequeña lista de nombres
clásicos y de “textos canónicos” (no nos olvidemos del origen etimológico del
término “canon” – una regla o edicto de la Iglesia) es un fenómeno que se inicia
en los años 30 de nuestro siglo; hasta entonces, era común la opinión según la
cual, en una ciencia emergente como la sociología, era el trabajo colectivo y no
el genio de un grupo de figuras lo que determinaba el avance del conocimiento
científico. Era, por lo tanto, una concepción enciclopédica de la ciencia, y no
30
Véase Connell, 1997, p. 1512.
Para un análisis de esta función simbólica, véase Stinchcombe, 1982.
32
Para un interesante estudio de la Escuela de Cambridge sobre la formación institucional de
la ciencia política, véase Collini, 1983.
33
Nos referimos a Connell, 1997.
34
Una concepción alternativa, ya que se centra en los casos de las tradiciones alemana,
francesa e inglesa, puede encontrarse en Lepenies, 1988.
31
12
canónica, la que caracterizaba a los contemporáneos de Durkheim, Weber o
Giddings.
Sin embargo, sería la concepción canónica la que tuvo más éxito, talvez debido
a la “regla de los pequeños números” de la que habla Randall Collins35. El
papel que Talcott Parsons y su The Structure of Social Action (1937)36
desempeñaron en el establecimiento de la concepción canónica fue decisivo,
aunque no libre de oposición37. Curiosamente, Parsons encontraría a un
poderoso aliado en C. Wright Mills, el cual, a pesar de atribuir a la sociología
una función de crítica social, no dejaba de atribuirle un pasado canónico: en
Sociological Imagination (1959)38, como ejemplos de “analistas sociales
clásicos” aparecían Marx, Durkheim y Weber, a la vez que Spencer, Veblen y
otros. El trío de los “padres fundadores”39 empezaba a imponerse. Tuvieron
una importancia central en este proceso de institucionalización de esta
interpretación del pasado de la disciplina los manuales de enseñanza dirigidos
a los alumnos de estudios secundarios y superiores. De hecho, fue mediante
una pedagogía construida en base a la lectura y análisis de los textos clásicos
entre las generaciones de estudiantes de sociología de los años 50 y 60 como
esta visión canónica se transformó en la historia oficial de la disciplina. Como
observa Donald Levine en Visions of the Sociological Tradition (1995), fue
entonces cuando “traducciones frescas, ediciones, y análisis de autores
clásicos se volvieron una de las más crecientes industrias dentro de la
sociología” (1995, p. 63). La inclusión relativamente tardía de Marx en el trío de
fundadores, en una época marcada por revueltas sociales como el debate
entorno a los derechos civiles en los Estados Unidos o las revueltas
estudiantiles en los dos lados del Atlántico, demuestra, sin margen de dudas,
que la agrupación de Marx, Durkheim y Weber es un acontecimiento reciente
en la construcción del canon, fenómeno que merecería alguna mayor reflexión
teórica40.
En tercer lugar, se subraya la importancia del contexto geopolítico liberal e
imperialista en la emergencia de la sociología. En vez de destacar la
importancia de los fenómenos de industrialización y urbanización de las
sociedades europeas del siglo XIX, Connell sugiere que debemos cuestionar
esta versión analizando la evidencia más concluyente – los textos escritos por
los sociólogos de la época. Su conclusión es clara: De acuerdo con L’Année
Sociologique, una revista (bajo la responsabilidad de un equipo de sociólogos
franceses orientados por Durkheim) que compilaba anualmente todas las
publicaciones sociológicas o relevantes para la sociología41, únicamente el 28%
eran sobre las sociedades europeas o norte-americana, y apenas una parte de
estas se refería al proceso de modernización. La pregunta relevante es,
35
Véase Collins, 1987.
Versión en castellano, Parsons, T., (1968), La estructura de la acción social; estudio de
teoría social, con referencia a un grupo de recientes escritores europeos, Madrid, Guadarrama.
37
Es el caso de Sociological Theory (1955) de Nicholas Timasheff.
38
Versión en castellano, Mills, C.W., (1961), La imaginación sociológica, México, FCE.
39
Para una fascinante discusión sobre la idea de “padres fundadores”, véase Baehr y O’Brien,
1994, p. 33 y ss. Esta cuestión será recuperada en la parte III, capítulo IV, cuando discutamos
el ejemplo de Thomas Jefferson.
40
Véase, por ejemplo, Giddens, 1971 y Alexander, 1982.
41
En 12 números, fueron publicadas 2400 recensiones. Véase Connell, 1997, p. 1516.
36
13
entonces, ¿sobre que temas escribían las primeras generaciones de
sociólogos? La respuesta sugerida por Connell es que la mayor parte de la
literatura sociológica en ese momento se inclinaba sobre “sociedades antiguas
y medievales, coloniales o remotas, o estudios globales de la historia humana”
(1997, p. 1516).
Las implicaciones de esta conclusión merecen nuestra atención, no sólo
porque también afectan a la ciencia política, una vez que, como enfatiza Collini,
en el siglo XIX, la sociología y la ciencia política estaban aún lejos de la
autonomía disciplinar de que hoy gozan42, sino también, y sobre todo, debido a
la atención que dedican al contexto ideológico dominante en la época. En
efecto, el nacimiento de la sociología se produce en un contexto ideológico
dominado por un liberalismo asentado sobre un sistema global de imperios
coloniales y de comercio internacional. Si parte de su atención se dirigía a los
fenómenos de transformación social acelerada en las metrópolis, la gran
mayoría de textos escritos durante el “momento fundador” de la sociología
recurrían al método comparativo para confrontar los diferentes grados de
evolución social de las sociedades modernas e industriales y de las sociedades
primitivas: si Hobhouse recopiló información sobre más de 500 sociedades,
también Durkheim (cuando discute el paso de las hordas a las sociedades
segmentadas) y Weber (en los estudios que componen las segunda parte del
primer volumen de Wirtschaft und Gesellschaft – 1922) adoptaron esta
orientación.
Es importante, por lo tanto, retener que el proceso de formación del canon de la
sociología supuso la creación de una concepción canónica (en oposición a una
concepción enciclopédica), la selección de ciertos padres fundadores, y la
extensión e institucionalización de esta visión mediante una práctica
pedagógica reiterada a lo largo de las generaciones. Lo que hoy se considera
“sociología”, sus métodos, sus teorías, su lenguaje profesional distintivo y sus
ámbitos de estudio es el resultado de ese proceso de creación de una identidad
institucional, en el que las respectivas tradiciones nacionales jugaron un papel
decisivo. Sin embargo, podemos generalizar esta conclusión y afirmar que los
sucesivos presentes de la sociología son, como lo fueron en el pasado y lo
serán en el futuro, el producto de un pasado reconstruido para garantizar su
legitimación. La teoría sociológica, lejos de ser una actividad aislada de su
pasado por la vía del “presentismo endémico” sugerido por algunos43 es, en
realidad, una práctica intelectual orientada a una reflexión sobre el presente a
partir de un cierto posicionamiento ante su propio pasado. Tanto si utilizamos
selectivamente algunas de las contribuciones legadas por los “grandes
maestros” para la resolución de problemas actuales, como si privilegiamos
exclusivamente modelos teóricos cuya relación con el pasado es remota, o
incluso si intentamos establecer un dialogo con nuestros antecesores en sus
42
“De hecho, durante el siglo XIX abrazaba parte del territorio hoy asignado a los dominios
semi-autónomos de la economía y la sociología...” (Collini, 1983, p. 3). Para una antología de
artículos sobre la relación entre la teoría y la historia de la ciencia política, véase Farr et. al.,
1999b. Para una controversia entre James Farr, John Gunnell, Raymond Seidelman, John
Dryzek y Stephen Leonard sobre este tema, véase Farr et. al., 1990.
43
Véanse, por ejemplo, las siguientes posiciones asumidamente presentistas: Alexander,
1998a, p. 66 y ss; Gerstein, 1983 (para la respuesta, véase Jones, 1983b); y Turner, 1983.
14
propios términos y a la luz de nuestras preguntas, la relación entre teoría e
historia de la teoría es omnipresente.
Un argumento confluente con esta afirmación fue defendido por Richard Rorty
en relación con su análisis a las diferentes aproximaciones historiográficas a
los “grandes filósofos muertos”44. Su tesis es que no existe necesariamente una
oposición entre los varios tipos de reconstrucción de las ideas del pasado45.
Son tres las reconstrucciones que prevalecen en la literatura. Skinner nos
propone un modelo metodológico basado en la reconstrucción del contexto
intelectual en que los autores estudiados vivieron y produjeron sus obras, de
forma que percibamos las diferencias entre nuestro modo de vida y las formas
de vida anteriores, así como para evitar anacronismos. Llamemos a esta
modalidad “reconstrucción histórica”. Otros autores, como Habermas,
consideran que la justificación del carácter anacrónico que reviste algunas de
las reconstrucciones consiste en la importancia de recorrer a “antiguos” colegas
de profesión para resolver problemas actuales; en cierto modo, se establecen
diálogos entre “nosotros”, en el presente, y “ellos”, en el pasado. Este tipo de
relación con el pasado de la teoría puede asumir la designación de
“reconstrucción racional”. Finalmente, existe una tercera alternativa que aún
enfatizando la naturaleza histórica de las reconstrucciones que propone,
subraya su carácter diacrónico. Es así como Pocock pretende trazar los
contornos de la evolución histórica de tradiciones intelectuales o ideológicas,
mediante la influencia que estas ejercen sobre sucesivas generaciones de
autores. A la reconstrucción histórica de paradigmas lingüísticos la llamaremos
“reconstrucción diacrónica”.
A pesar de que esta taxonomía no agota todas las posibilidades46, vamos a
desarrollar nuestra argumentación exclusivamente en base a estas tres
propuestas. Las entendemos, siguiendo a Rorty, como opciones no-exclusivas:
mientras que seamos conscientes de que son analíticamente distintas y que
persiguen diferentes fines, es perfectamente legítimo combinar, en un mismo
estudio, estas tres formas de reconstrucción de la teoría social y política.
Partiendo de este presupuesto, defendemos que una crítica al pensamiento
político de Jürgen Habermas debe articularse a tres niveles: a nivel
metateórico, teórico y metodológico. El desafío de articular una crítica
simultáneamente en estos tres niveles resulta de la fuerte pretensión de
congruencia que reclama el sistema de pensamiento habermasiano. De este
modo, una objeción en cualquiera de los niveles tiene necesariamente
implicaciones en los restantes.
Así, nuestra crítica metateórica a Habermas cuestiona la validez de la
concepción de construcción teórica asentada sobre la síntesis racional de
44
Rorty, 1998. Para la opinión de este autor sobre la relación entre la filosofía y la historia
intelectual, véase Rorty, 2000.
45
Para un argumento semejante sugerido por un sociólogo, véase Camic, 1996, p. 177.
46
Pensamos en la Geistesgechichte (“historia del espíritu”, en una traducción literal) propuesta
por Hegel, en la Begriffsgechichte (“historia conceptual”) sugerida por Reinhardt Koselleck, o en
la “historia intelectual” de la que habla Rorty (a pesar de que este mismo termino sea
reclamado por muchos otros historiadores de ideas). La idea a retener es que, en el espacio
comprendido entre los polos presentista e historicista, la variedad de aproximaciones posible
resiste a cualquier intento de enumeración exhaustiva.
15
múltiples contribuciones teóricas pasadas. Al contrario, entendemos que es
más ventajosa una concepción de pluralismo teórico pautado por una ineludible
conflictividad, en que cualquier confluencia, si sucede, deberá poseer un
carácter reconstructivista histórico. Al nivel de la teoría política deliberativa
propuesta por Habermas, cuestionamos una concepción procedimental de
democracia deliberativa constituida a partir de elementos retirados de dos
tradiciones políticas antagónicas, el liberalismo y el republicanismo. En
particular, pensamos que la distinción entre los planos de la ética y de la moral
con que Habermas trabaja es demasiado rígida; el resultado, como veremos,
es una concepción de democracia despojada de cualquier contenido utópico,
es decir, despojada de su elemento motivacional. Pasando al nivel
metodológico, nuestras objeciones se centran sobre la concepción
habermasiana de “ciencias reconstructivistas”, puramente racionales y, por
consiguiente, insensibles a la dimensión histórica de los elementos teóricos que
se propone reconstruir. Nuestra alternativa metodológica a este
reconstructivismo racionalmente solipsista es, como hemos visto, una
reconstrucción del proceso de evolución histórica de paradigmas conceptuales
o, en otras palabras, un reconstructivismo diacrónico.
El problema que hemos estado formulando en este capitulo inicial puede ser
ahora debidamente articulado. Desde luego, el presupuesto de nuestra
estrategia teórico-metodológica – la interdependencia entre teoría e historia de
la teoría -, determina la decisión de seguir el método de reconstrucción
histórica (Skinner) para corregir la reconstrucción racional de los paradigmas
pragmatista y republicano cívico elaborada por Habermas (parte IV, capítulo II)
y el método de reconstrucción histórica diacrónica (Pocock) para criticar la
teoría deliberativa de Habermas y presentar una alternativa a su concepción
procedimental de la democracia deliberativa (parte IV, capítulo III). El problema
al que intentamos responder es, pues, “¿Como articular una crítica constructiva
y sustentada al pensamiento político de Habermas?”. Nuestra respuesta, como
hemos visto, va en el sentido de distinguir varios niveles de discusión a partir
de los cuales desarrollaremos nuestras críticas y propuestas.
Es ahora el momento de explicitar algo que hasta ahora ha sido apenas
sugerido. La línea que une los dos niveles menos abstractos (metodológico y
teórico) y que nos permite abordar crítica y constructivamente el pensamiento
político habermasiano es la línea que asocia un método presentista a una
ideología Whig. No es casual que una concepción presentista de la historia,
articulada a partir de las nociones de progreso, evolución y continuidad, sea
también designada de whiggista, en una referencia explícita a la ideología Whig
que le dio origen47. A la luz de esta relación, nuestra decisión metodológica de
seguir aproximaciones historicistas para reconstruir la tradición política
republicana aparece como inevitablemente necesaria. De hecho, tampoco es
ciertamente accidental la coincidencia entre las propuestas metodológicas de
cuño historicista de la Escuela de Cambridge48 y el objeto de estudio preferido
47
Véase Butterfield, 1931.
Para dos profundos estudios sobre este movimiento metodológico véanse Boucher, 1985 y
Richter, 1997.
48
16
por sus miembros – el republicanismo clásico y el humanismo cívico49. Es en
referencia a esta vasta fractura que separa métodos presentistas de métodos
historicistas, liberalismo de republicanismo como se define nuestro
posicionamiento teórico-metodológico.
Y, a pesar de no pretender extraer conclusiones de la oposición
presentismo/liberalismo vs. historicismo/republicanismo hacia el nivel
metateórico, no podemos dejar de señalar dos consecuencias. En primer lugar,
la orientación teórico-metodológica que adoptamos resulta, en términos
metateóricos, de una posición pluralista y lingüísticamente genealógica: el
panorama de las teorías sociales y políticas convencionales puede, desde este
punto de vista, ser concebido como una pluralidad de propuestas cuya
autonomía, lejos de ser cuestionada, es antes reforzada por un esfuerzo de
reconstrucción histórica de los conceptos que las componen. La genealogía de
los diferentes vocabularios paradigmáticos puede limitar la inconmensurabilidad
existente entre las varias alternativas disponibles y asentar las bases para una
unidad de la pluralidad del campo de las teorías sociales y políticas. Mucha de
la confusión conceptual que mina los debates teóricos surge, pensamos, de la
utilización de conceptos sin tener consciencia de la historia de los sucesivos
significados que tuvieron en el pasado. Siendo conscientes de la genealogía de
las palabras que usamos para describir, explicar y criticar la realidad social y
política, podemos participar en los conflictos lingüísticos que definen la
reflexión teórica proveídos con un instrumento de intercomprensión – la historia
de las ideas. En segundo lugar, y revertiendo el sentido de nuestro
pensamiento, pensamos que la estrategia metateórica de Habermas (sintéticoreconstructivista) tiene consecuencias no subestimables para su concepción de
la teoría política deliberativa. Al pretender conciliar republicanismo cívico y
liberalismo, Habermas acabará por beneficiar, en contra de sus intenciones
declaradas, la tradición que se ve a sí misma como hegemónica – una
hegemonía resultante del proceso natural de evolución de la humanidad, en
donde el orden social espontáneo está garantizado por la persecución egoísta
de los intereses particulares y por una concepción moderna de derechos
individuales defendidos por el imperio de la ley.
49
Es justamente en este sentido en el que Pocock afirma que “nunca me ha gustado el
historicismo en el sentido de la auto-creación romántica de una identidad en el transcurso de la
historia por causa de sus potencialidades irracionales e iliberales, y he intentado practicarlo
únicamente en el sentido de una crítica auto-disciplinada de lo históricamente dado” (Pocock,
1970b, p. 153).
17
Capítulo II: Comunidad y sociedad. La “gran narrativa” de Habermas.
La tendencia hacia la producción de síntesis es, probablemente, la nota que
más destaca en el panorama de las teorías sociológicas en las últimas tres
décadas. Este límite temporal coincide con la pérdida de hegemonía del
paradigma estructural-funcionalista de Talcott Parsons50 y con el ascenso de
múltiples propuestas concurrentes, entre las que destacaríamos, sin pretensión
de exhaustividad, la teoría del conflicto (Collins), el interaccionismo simbólico
(Blumer), la teoría del intercambio (Homans), el positivismo (Blalock, Jonathan
Turner), el neo-marxismo (Antonio, Elster), la teoría de la acción (Coleman), la
etnometodología (Garfinkel), y el neofuncionalismo (Gerstein, Alexander)51.
La historia reciente de la sociología parece así resistir a una aplicación directa
de las tesis de Kuhn sobre el desarrollo de la ciencia (formuladas, cabe
recordar, pensando en el caso de las ciencias naturales). En efecto, la noción
kuhniana de anomalía (un problema teórico o empírico no explicable por una
determinada teoría) no parece cubrir los acontecimientos históricos que o bien
incentivan o bien desacreditan los paradigmas de la sociología52. Sin embargo,
y de forma reveladora (si tenemos en cuenta su notable resistencia a las
críticas) es a la noción de “paradigma” a la que los sociólogos recurren para
describir sus familias teórico-metodológicas.
Uno de los autores que rechazan la noción kuhniana de paradigma53, aunque
no deja de señalar a Kuhn como la mayor influencia detrás de la discusión de
propuestas teóricas rivales a través de sus hipótesis fundamentales (sobre todo
las que se refieren a la naturaleza de la acción y del orden social) es Jeffrey
Alexander (1982, pp. 62-112). Sin embargo, es su tesis según la cual la teoría
sociológica de posguerra (sobre todo vista desde una perspectiva
norteamericana) comprende tres fases54 la que nos interesa aquí analizar. Esto
porque Alexander, en Neofunctionalism and After (1998), designa la tercera y
actual fase de la sociología como “nuevo movimiento teórico”, refiriéndose a los
intentos de integración de diferentes líneas de pensamiento protagonizados,
50
Alexander, 1987, p. 111.
Véase Wiley, 1990, pp. 394-396, y Ritzer, 1990, pp. 5-15.
52
Estamos pensando, por ejemplo, en la migración interna o la creciente urbanización, entre el
fin de la Guerra Civil americana y el inicio de la I Guerra Mundial, que inspiraron a la primera
generación de científicos sociales norteamericanos; el efecto que la Gran Depresión de los
años 30 tuvo sobre la Escuela de Chicago (incapaz de analizar un colapso social), o las
revueltas estudiantiles o el movimiento por los derechos cívicos en los Estados Unidos, que
venían a cuestionar los presupuestos de orden y evolución social del paradigma estructuralfuncionalista.
53
Aunque debe decirse que sus objeciones se refieren a la concepción original sugerida por
Kuhn, y no a la noción de “matriz disciplinar”. Presentada en el epílogo de The Structure of
Scientific Revolutions, en 1970, hacía frente a las críticas, como las de Alexander (1988, p.22),
de que un paradigma incluiría elementos de diferentes niveles de generalidad, sin diferenciarlos
debidamente. Así, una matriz disciplinar incluiría cuatro tipos de elementos distintos: las
generalizaciones simbólicas, los paradigmas metafísicos, los valores y los modelos o ejemplos.
54
La primera de esas fases se caracterizaría por la hegemonía de Parsons (hasta mediados de
los años 60); en los diez años siguientes, una intensa polémica entre propuestas rivales
definiría otro momento, y a partir de finales de la década de los 70, una tendencia hacia la
integración de las diferentes perspectivas constituiría la fase más reciente. Para un análisis de
la evolución de las teorías sociológicas de posguerra desde el punto de vista norteamericano,
véase Alexander, 1987.
51
18
entre otros, por él mismo (neofuncionalismo), Giddens (teoría de la
estructuración), Bourdieu (teoría de la práctica) y Habermas (teoría de la acción
comunicativa)55.
Adoptándose o no esta terminología56, usándose con o sin reservas la noción
kuhniana de paradigma, la mayoría de los autores coincide en un punto
esencial: los intentos de integración o de síntesis han marcado las dos últimas
décadas de la historia de la sociología. Los principales teóricos de la disciplina
están mucho menos interesados en defender una interpretación tradicional de
las teorías que en hacer confluir múltiples contribuciones teóricas en “nuevas” y
más sintéticas teorías57. Es el caso de Jürgen Habermas y de su Theory of
Communicative Action (1981)58.
Al contrario de las grandes obras de síntesis de Parsons o de Alexander, la
magnum opus habermasiana surge como la culminación de una carrera que
acumula varias décadas de intensa producción científica. A pesar que esta
obra no fue escrita con la intención de narrar la historia de la teoría social
moderna, la verdad es que, por detrás de los argumentos teóricos, se
encuentra una reconstrucción de este pasado. Es cierto que se trata de una
reconstrucción racional, cuyo principal objetivo es la producción de una teoría
general de la sociedad, pero no sería menos correcto afirmar que la estrategia
teórica utilizada se asienta sobre una “gran narrativa” de la principal línea de
desarrollo de la teoría social moderna.
Como cualquier narrativa, también esta tiene sus héroes. Pero, como observa
Rorty, “Los que cultivan la reconstrucción racional en realidad no se molestan
en reconstruir filósofos menores y en discutir con ellos” (1990, p. 81).
Sintomáticamente, Habermas adopta una concepción canónica de la historia de
la sociología y de la filosofía en la que los héroes no sólo son escasos sino que
entablan diálogos imaginarios entre sí mediante su propia pluma. ¿Y cuales
son estos héroes? Si la convergencia de Pareto, Durkheim, Marshall y Weber
estuvo en el origen de la síntesis de Parsons en 1937, Habermas, en 1981,
hace converger a Marx, Durkheim, Mead, Weber, el propio Parsons y Goffman,
con contribuciones de otras ciencias como la psicología (Freud y Piaget), la
filosofía fenomenológica (Husserl y Schütz) y la filosofía del lenguaje
(Wittgenstein y Austin).
“... si es verdad que la filosofía en sus corrientes postmetafísicas,
posthegelianas, parece afluir al punto de convergencia de una teoría de la
racionalidad, ¿como puede entonces la Sociología tener competencias en lo
55
Alexander, 1998b, p. 6.
Norbert Wiley, refiriéndose al caso americano, habla de tres periodos de interregno en el
desarrollo de la sociología: uno inicial que termina con la publicación de The Polish Peasant in
Europe and America (1918-1920); un segundo, entre los años 30 y el ascenso del estructuralfuncionalismo, en los finales de la siguiente década; y un tercero, desde los años 60 hasta el
presente, caracterizado por la inexistencia de un paradigma hegemónico. Wiley hizo coincidir
estas tres fases con tres ideas-llave: interacción (Escuela de Chicago), estructura social
(Parsons) y cultura (años 80 y 90). Véase Wiley, 1990.
57
Ritzer, 1990, p.2.
58
La edición castellana de esta obra que vamos a referenciar en este libro es: Habermas, J.,
(1987), Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus.
56
19
tocante a la problemática de la racionalidad?” (Habermas, 1987a, p.16) – es la
pregunta que conduce a esta reconstrucción racional. Si existe la necesidad de
hacer converger algunas concepciones de racionalidad es porque en algún
punto de la historia ellas divergieron a partir de un punto común: para
Habermas, este punto común es la tradición filosófica alemana. En particular,
Hegel es considerado como quien captó en primer lugar la esencia de los
“tiempos modernos” como aquellos en los que, por primera vez en la historia
del género humano, la humanidad dejó de buscar inspiración en el pasado para
su modelo de organización social, y pasó a confiar exclusivamente en la razón
humana para crear su propia normatividad.
Pero Hegel habría cometido un error de vastas consecuencias al hacer derivar
la razón subjetiva por medio de una filosofía de la consciencia. En vez de
seguir el modelo de una intersubjectividad abstracta propia de la formación de
la voluntad sin coerción, propia de una comunidad de comunicación regida por
un ideal de cooperación racional, Hegel optó por una concepción monológica
de razón, en la que el autoconocimiento es inevitablemente introspectivo y, por
tanto, subjetivo. A pesar de eso, la concepción hegeliana del derecho permitía
algo muy importante: realizar la síntesis de dos mecanismos de control social –
la integración social y la integración sistémica59. Conviene recordar que la
convergencia a la que Habermas se refiere en texto supracitado tiene como
propósito integrar, una vez más, tres líneas que divergen a partir de Hegel60.
Una primera línea de desarrollo de la teoría social se sustenta sobre una
concepción monológica de racionalidad y puede ser encontrada en las obras de
Dilthey, Weber y Parsons. Esta línea estaría en el origen de una teoría general
de la acción humana. Una segunda, desarrollada sobre todo por la teoría
económica, vino a originar la concepción sistémica del orden social regulada
por el mecanismo “dinero”. Estas dos líneas fueron objeto, digamos, de un
intento de integración por parte de Parsons que otorgaba a la acción racional
un papel privilegiado en la adaptación al medio ambiente. Finalmente, una
tercera vía, cercana al joven Hegel, fue desarrollada por G.H. Mead al
pretender identificar las características estructurantes de la interacción
simbólicamente mediada. A pesar de la validez de este esfuerzo pionero en
construir una teoría de la acción comunicativa, fundada sobre una concepción
de racionalidad intersubjetiva, Habermas la critica por no incluir un análisis
autónomo sobre las raíces pre-lingüísticas de la acción orientada hacia el
entendimiento, y recurre a la noción durkheimiana de “consciencia colectiva”
para cubrir esa laguna61. Desde el punto de vista de la teoría política, la
apropiación de la teoría comunicativa de la democracia de Mead puede ser
59
Si con la “integración social” se refiere al proceso de reproducción simbólica del mundo
vivencial, la “integración sistémica” está relacionada con la reproducción material de la
sociedad, que cubre tanto las dimensiones simbólicas como las sistémicas de las formaciones
sociales.
60
Nuestra exposición sigue, en este punto, a Levine, 1995, p. 57.
61
Para un análisis detallado sobre esta reconstrucción racional de las teorías de Mead y
Durkheim, véase el capítulo II, parte IV.
20
vista, igual que la reconstrucción de la teoría de la racionalidad de Weber,
como un intento de reconstrucción del marxismo occidental62.
La función del esfuerzo de síntesis de Habermas es promover la reintegración
de estas tres líneas. Con su concepción dual de las formaciones sociales –
“sistema” y del “mundo de la vida” -, las dos primeras líneas son reconstruidas
desde el punto de vista de una teoría de la racionalidad institucionalizada en los
subsistemas de la economía, la burocracia y de la formación de la voluntad
(parlamento y tribunales), mientras que la tercera es reconstruida por medio de
una teoría de la acción comunicativa, que regula las esferas de la experiencia
cotidiana (cultura, sociedad y personalidad).
No siendo propiamente una tesis original de la sociología, ya que Ferdinand
Tönnies, en Gemeinschaft und Gesellschaft (1987)63, sugería una síntesis de la
concepción hobbesiana de racionalidad instrumental y de instituciones
establecidas contractualmente con la concepción del romanticismo alemán de
comunidades orientadas por valores y sentimientos64, la Teoría de la Acción
Comunicativa no deja de ser un notable esfuerzo de producción teórica
orientado por una clara estrategia metateórica. Si lo mismo puede ser dicho de
la Theoretical Logic de Alexander, la búsqueda de la interdisciplinaridad entre
la sociología y un extenso conjunto de ciencias limítrofes (con excepción de la
economía) es un atributo exclusivo de la obra habermasiana. En suma,
habiendo Habermas abandonado una fundación epistemológica para su teoría
de la sociedad65, no deja de rechazar la sustitución positivista de la teoría por
los métodos, manteniendo, sin embargo, una fuerte concepción de racionalidad
y universalidad. Una estrategia metateórica orientada hacia la síntesis de varias
teorías asociada a una estrategia teórico-metodológica puramente racional
vuelve a Habermas poco sensible a la historia de las tradiciones que pretende
integrar. No obstante, el efecto retórico de esta combinación de estrategias es
incuestionable. El lector es convidado a recorrer siglos de historia del
pensamiento político y social mediante las interpretaciones que Habermas
realiza de un conjunto de héroes intelectuales, interpretaciones que están
conducidas por una constante motivación: el intento de hacerlas converger a la
luz de un ideal normativo de comunicación democráticamente accesible y
participado.
62
Es el propio Habermas quien lo sugiere en Autonomy and Solidarity. Véase Habermas,
1986b, pp. 148-149. Esta relación es igualmente comentada por Rober Antonio (1990, pp. 99100).
63
Versión en castellano: Tönnies, F., (1947), Comunidad y sociedad, Buenos Aires, Losada.
64
Véase Levine, 1995, p. 57.
65
“Ya no creo en la epistemología como la vía regia” (Habermas, 1986b, p. 150).
21
Capítulo III: J.G.A. Pocock y los lenguajes paradigmáticos.
Siendo sobre todo conocido por sus obras sobre la historia del pensamiento
político republicano, J.G.A. Pocock no deja de ser, a ejemplo de su orientador
de doctorado, Herbert Butterfield, alguien profundamente interesado en la
historia de la historiografía y de las múltiples concepciones del “tiempo” que
encontramos a lo largo de la historia66. Butterfield es, además, una referencia
común a Pocock y Quentin Skinner, lo que constituye una señal esclarecedora
respecto al origen de la posición metodológica historicista que abrazan67. A
pesar de las diferencias que los distinguen, Pocock y Skinner comparten dos
puntos fundamentales: la recuperación de la tradición político-ideológica
republicana que ha marcado la agenda de la teoría y la historia del
pensamiento político de los últimos decenios y una concepción del lenguaje
como una estructura esencial para la interpretación de la acción humana. El
análisis a sus propuestas será organizado, entonces, en función de estos dos
temas: en este y en el siguiente capítulo, el lenguaje constituirá el hilo
conductor de nuestro análisis a las perspectivas metodológicas de Pocock y
Skinner, mientras que la parte II se dedicará por completo a la reconstrucción
histórica propuesta por estos autores del paradigma republicano de “Florencia
a Filadelfia”.
La intención que recorre todos los textos metodológicos de Pocock es la de
revolucionar la historia del pensamiento político mediante la transformación del
aparato conceptual de la historia y de la forma como las estructuras lingüísticas
a estudiar son percibidas. Estos dos elementos confluyen en una única
motivación metodológica en la medida en que cualquier alteración del lenguaje
técnico usado por los historiadores tiene, inevitablemente, consecuencias
respecto a la forma como se percibe el pasado. El pensamiento pocockiano
sobre estos temas fue influenciado por un conjunto de autores – como Vico,
Croce, Meinecke, Collingwood y Oakeshott – que, desde hacía tiempo,
subrayaban la naturaleza fundamental de las tradiciones y de los lenguajes.
Por tanto, no es accidental la utilización del concepto de “cosmovisión”
(Weltanschauung) para sugerir que los lenguajes políticos no son solamente
medios de expresión política, sino que también circunscriben los límites de la
propia experiencia política68. No obstante, Pocock abandona rápidamente esta
designación en favor de la noción de paradigma, que había sido sugerida por
Kuhn. Ambos, además, coinciden en que el vocabulario técnico usado hasta
entonces para analizar los lenguajes del pasado debía ser substituido. Como
hemos visto, es en este contexto en el que Kuhn se apropia de la noción de
paradigma y es entorno a ella en donde desarrolla un aparato conceptual
66
Véanse Pocock, 1971 y Pocock, 1998.
Como Skinner esclarece en Liberty before Liberalism (1998), a pesar de la validez de la
crítica que Butterfield dirigió a Sir Lewis Namier, el mayor exponente de la ortodoxia presentista
de ese momento, será Pocock quien ayudó a salir del impase entre juzgar que las teorías
políticas son meras racionalizaciones a posteriori de la acción política y suponer que las
acciones políticas son exclusivamente motivadas por los principios usados para explicarlas.
Véase Skinner, 1988, p. 104 y ss.
68
La aproximación de Dilthey es sintomática de la orientación hermenéutico-historicista del
pensamiento pocockiano.
67
22
influenciado por diversas fuentes69. La crítica al presentismo metodológico es
una constante en ambos. Si Kuhn criticaba a los historiadores de la ciencia
responsables del mito del progreso racional y de la naturaleza acumulativa del
conocimiento científico, Pocock pretende ofrecer una alternativa a aquello que
él, tal como Skinner años después70, considera ser concepciones míticas de la
historia del pensamiento político.
Lo que atrae a Pocock de la exposición kuhniana de ideas que ya le eran
familiares es la forma convincente como Kuhn demuestra la presión ejercida
por el paradigma dominante en una época sobre sus adherentes. Tal como una
tradición o una concepción del mundo ejerce autoridad sobre los que viven en
los límites de su campo de actuación, un paradigma, mediante la naturaleza
convencional del lenguaje que incorpora (Wittgenstein), desempeña una
función semejante. Un paradigma, para Pocock, tiene una naturaleza
fundamentalmente lingüística ya que los sujetos sólo pueden pensar, actuar y
decir aquello que pueden verbalizar. Como explica en Politics, Language and
Time (1971), un paradigma lingüístico ejerce una fuerte limitación del discurso
político de una comunidad porque prescribe no únicamente lo que un individuo
puede o no decir, sino porque también delimita la forma como se expresa71. No
obstante, un paradigma no debe confundirse con el lenguaje en que se
expresa. Un vocabulario, lenguaje o universo discursivo puede convertirse en
un paradigma si desempeña las funciones que definen a este último. En primer
lugar, un paradigma tiene ciertas características estructurales que trascienden
a los contextos históricos en que se aplican: es una estructura lingüística
relativamente estable que determina o condiciona las cuestiones que es posible
formular y la amplitud de las posibles respuestas72.
En segundo lugar, y al contrario de lo que sugiere Tarlton73, Pocock no concibe
un lenguaje paradigmático como “depósito de significados” no disponible a los
individuos capaces de hablar o actuar; al contrario, un paradigma consiste en
un continuum de niveles de abstracción y significado en función de los cuales
los sujetos articulan un lenguaje – de hecho, un lenguaje articulado en un
determinado nivel de abstracción “puede siempre ser escuchado y respondido
sobre otros” (Pocock, 1971, p. 21). La importancia de la interpretación
individual queda, por tanto, subrayada. De aquí surge la concepción
pocockiana de que paralelamente a un lenguaje de política en una sociedad,
existe siempre una “política del lenguaje”.Concordando con Austin en que las
personas hacen cosas con las palabras, Pocock entiende cualquier gesto vocal
como un acto político, en la medida en que permite a los grupos que definen y
promueven el lenguaje paradigmático ejercer poder sobre aquellos que no son
capaces de liberarse de la cosmovisión proyectada por el paradigma. En otras
palabras, los lenguajes paradigmáticos son siempre instrumentos potenciales
de poder político dado que pueden utilizarse para crear o modificar la propia
69
Entre estas encontraríamos el idealismo alemán, la psicología, las ciencias médicas, la
filosofía del lenguaje y la historia del arte. Véase Kuhn, 2004.
70
La influencia de Pocock es explícitamente reconocida cuando Skinner discute la “mitología
de la coherencia”. Véase Skinner, 1969, p. 16.
71
Pocock, 1971, p. 18.
72
Pocock, 1971, pp. 33-34.
73
Tarlton, 1973, p. 317.
23
capacidad de percepción de la realidad de todos los que están bajo su ámbito
de autoridad.
En tercer lugar, y comprobando la autonomía individual de los agentes ante las
estructuras lingüísticas paradigmáticas, Pocock distingue dos formas mediante
las cuales los paradigmas son susceptibles de transformarse. De forma más
sutil que la que sugiere Kuhn74, Pocock argumenta que una revolución
conceptual puede suceder como resultado de una actitud crítica hacia los
lenguajes existentes. Un lenguaje es implícitamente suscrito por un individuo
por el mero hecho de que un argumento se lleva a cabo en los términos por él
definidos. Esto no significa, no obstante, que el agente lingüístico, al participar
en un “juego de lenguaje” (Wittgenstein) definido por el paradigma, no sea
capaz de explorar los múltiples significados de las palabras que utiliza y de
examinar las funciones desempeñadas por los conceptos en juego. Existe, por
tanto, una tensión esencial entre la función estructurante de un lenguaje
paradigmático (debido a su naturaleza convencional) y la naturaleza
inevitablemente creativa del habla.
Otra forma de revolución conceptual presupone un grado de autonomía
individual aún más elevado – es la llamada “revolución romántica”. En este
caso, un limitado número de actores políticos revolucionarios desempeñan una
oposición activa ante al paradigma dominante, recurriendo para ello a
lenguajes políticos alternativos. Para Pocock, un lenguaje paradigmático no
agota todo el espacio semántico a disposición de los actores: estos tienen
siempre a su disposición, si están motivados para ello, un conjunto de
vocabularios alternativos presentes, por ejemplo, en textos del pasado. Y, de
esta forma, Pocock sugiere la que será la función de la historia más relevante
para nuestra argumentación – la capacidad de criticar el presente aprendiendo
con experiencias del pasado.
Maquiavelo es un ejemplo de aquello que Pocock tiene en mente. La Florencia
de finales del siglo XIV y principios del siglo XV vivía momentos de
perturbación política que creaban la impresión de que resultaban de caprichos
inescrutables del destino, volviendo inadecuados los medios convencionales
para volverlos inteligibles o previsibles. Maquiavelo, recurriendo a vocabularios
contemporáneos de la Roma Antigua, realizó una “revolución conceptual” al
concebir al individuo como creador de su propio destino, capaz de combatir los
caprichos de la fortuna con la virtu. Para Pocock, románticos revolucionarios
como Maquiavelo “confieren un carácter constante, en el ámbito de la
experiencia humana; aquel momento en el que los paradigmas dejan de definir
nuestra identidad y en el que la revuelta contra ellos se vuelve una necesidad”
(1980, pp. 58-59).
Otra particularidad de los paradigmas, particularmente relevante para nuestros
propósitos, tiene relación con su propensión para emigrar de un contexto hacia
74
Según la cual un paradigma científico o cambiaba de forma continua, a través de solucionar
sistemáticamente las anomalías, o cambiaba de forma radical, dando origen a su substitución
por otro. Si la primera es un cambio en un paradigma, la segunda es un cambio de paradigma,
dado que se vuelve inconmensurable ante el anterior – ocurre un “desplazamiento de la
gestalt”. Véase Kuhn, 2004, p. 234.
24
otro. Pocock identifica dos tipos de migración. En primer lugar, un paradigma
puede emigrar de un área lingüística especializada hacia otra75. En el momento
en que encontramos lenguajes paradigmáticos especializados en dominios de
actividad como el derecho, la ciencia o la religión, Pocock sugiere que estos
paradigmas sub-políticos pueden migrar para el domino político de forma que
refuercen, por medio de su autoridad, el orden político existente76. En segundo
lugar, la migración asume un carácter geográfico y temporal cuando un
paradigma emigra de un país hacia otro donde desarrolla funciones de
naturaleza semejante en un dominio de actividades análogo. Esta es la
principal forma de migración paradigmática trabajada por Pocock.
En efecto, una parte substancial de su carrera ha sido dedicada a la
demostración de como el paradigma del republicanismo clásico (o del
humanismo cívico, siguiendo la terminología utilizada por Hans Baron77) fue
preponderante en las ciudades-Estado italianas de inicio del siglo XVI, y de la
forma como emigró, en el transcurso del siglo siguiente, hacia Inglaterra, y
continuó su ruta hasta la América del siglo XVIII. La cartografía de este camino
(parte II, capítulo II) es uno de los elementos clave de este libro. Será sobre las
tesis de Pocock donde intentaremos fundamentar nuestra tesis de que en el
discurso político de los pragmáticos americanos de finales del siglo XIX se
pueden encontrar ecos de una retórica republicana, cuyo declive coincidió con
la fundación de la república americana.
75
Pocock, 1971, p. 22.
La comprobación de que esta idea ocupa una posición privilegiada en el pensamiento
pocockiano se encuentra en el hecho de que un ejemplo de este tipo de migración puede
encontrarse en su primer libro. En The Ancient Constitution and the Feudal Law (1957), Pocock
defiende que, en el debate político en la Inglaterra del siglo XVII, el argumento de autoridad de
una antigua e inmemorial constitución (la Carta Magna de 1215) en la que se defendía la
existencia y los derechos del Parlamento, se utilizó para sugerir que el rey no tenía ninguna
autoridad para interferir sobre algo que él mismo no creo y a lo que debía obediencia.
77
Véanse Baron, 1955 y 1966.
76
25
Capítulo IV: Significado y contexto: El método de Skinner.
En su más reciente reflexión sobre cuestiones metodológicas78, Quentin
Skinner realiza una retrospectiva de la llamada “Escuela de Cambridge”, de la
que él mismo es un elemento destacado. Una “escuela” compuesta en su
mayoría por historiadores cuyo denominador común es justamente un deseo de
enfatizar “la historicidad de la historia de la teoría política y de, más
genéricamente, la historia intelectual” (2001, p. 176). Sin embargo, la forma
como Skinner viene interpretando esta orientación general presenta algunas
diferencias respecto a la interpretación de Pocock. Nos gustaría iniciar este
último capítulo con una confrontación entre estas dos aproximaciones, cuya
familiaridad no nos debe ocultar la distancia que separa los caminos a los que
apuntan.
La principal diferencia entre Skinner y Pocock no es, como algunos sugieren, la
diferente escala de sus respectivas perspectivas de análisis – ¿será el
Machiavellian Momentun79 un estudio más estructural y preocupado por la
longue durée que el Foundations of Modern Political Thought80? – sino que la
encontramos en la unidad de análisis con la que trabajan. Si para Pocock “los
individuos de mi historia son paradigmas en vez de personas, conceptos que al
cambiar de uso se convierten en las mejores señales para construir modelos de
cambio a largo plazo” (1970b, p. 161), Skinner privilegia el uso de los
conceptos en argumentos particulares. Esto se hace particularmente evidente
si comparamos sus metodologías de trabajo. Skinner nos dice que debemos
empezar por aclarar el significado de las elocuciones en las que estamos
interesados, analizando el contexto en que se produjeron para determinar
como se relacionan con otras dedicadas al mismo tema81 - la fuerza de su
argumento es que el estudio riguroso del contexto histórico es una parte del
propio acto de interpretación. Pocock, por su parte, al problematizar con mayor
profundidad las implicaciones del propio acto de interpretación, sugiere una
historiografía centrada en la identificación de la “persistencia en ciertas
secuencias históricas de ciertos paradigmas, institucionalizados en ciertos
textos” (Pocock, 1985a, p. 22)82. El historiador pocockiano deberá, entonces,
reconocer que la aplicación concreta de cada paradigma en un determinado
contexto histórico es única e irrepetible; además, como hemos visto, forma
parte del carácter de un paradigma no ser confundido con su aplicación, dado
el carácter estructural y estable de las ideas que comprende, y que pueda ser
discutido en el paralenguaje de todos los que lo reconstruyen históricamente.
78
Véase Skinner, 2001.
Versión en castellano: Pocock, J.G.A., (2002), El momento maquiavélico. El pensamiento
político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Tecnos.
80
Versión en castellano: Skinner, Q., (1985-1986), Los fundamentos del pensamiento político
moderno, (vols I y II), México, FCE.
81
Véase Skinner, 1988, p. 275.
82
Como Pocock nos explica en la introducción del primer volumen de su obra más reciente,
Barbarism and Religion (1999), los seis volúmenes de The History of the Decline and Fall of the
Roman Empire (1976-88) de Edward Gibbon, deben analizarse como un texto escrito bajo la
influencia de múltiples contextos. En particular, debemos pasar del análisis del texto hacia el
estudio de obras citadas o relacionadas de forma que podamos reconstruir mejor la
cosmovisión gibboniana: “un estudio del mundo en donde existió, no limitado a su génesis en
ese mundo” (Pocock, 1999, p. 10).
79
26
Es una cuestión de investigación histórica definir cuantas veces ha sido
aplicado un determinado vocabulario paradigmático a diferentes contextos.
Esta conclusión define, en gran medida, el ámbito de nuestra propia estrategia
teórico-metodológica; además, como es en Skinner en donde encontraremos la
variante metodológica que la completa, pasaremos ahora a la discusión de sus
tesis.
Skinner, en “Meaning and Understanding the History of Ideas” (1969)83, expone
su argumento de la siguiente forma: “Mi procedimiento será destapar hasta que
punto el actual estudio de las ideas éticas, políticas, religiosas y de otro tipo
está contaminado por la aplicación inconsciente de paradigmas cuya
familiaridad respecto al historiador disfraza una inaplicabilidad esencial del
pasado” (Skinner, 1969, p. 7). Las historias que incurren en los errores del
presentismo pueden ser, sugiere, más propiamente designadas como
“mitologías”. O sea, aquello que Skinner pretende evitar, desde el inicio de su
carrera84, es la introducción anacrónica de preguntas contemporáneas al
intérprete en el acto de interpretación de textos del pasado.
Su argumento se inicia con la mitología de los clásicos, ya sea como biografías
intelectuales o como historia de las ideas85. La principal dificultad de estas
estrategias reside en la reificación de ciertos “conceptos” en detrimento de los
múltiples contextos socio-lingüísticos que definen sus significados: en vez de
estudiar la mera aparición de los conceptos, Skinner, al igual que Pocock,
sugiere que debemos analizar estos conceptos en referencia a los contextos
que les confieren significado (no necesariamente el contexto inmediato, pero sí
el contexto relevante para el autor) – en vez de sentences, la unidad de análisis
son los statements. Reiterando esta importante tesis, Skinner escribió
recientemente que “Esto es así porque, en lugar de las largas continuidades
que han marcado indudablemente nuestros patrones de pensamiento
heredados, permanezco perseverante en mi creencia de que no puede haber
historias de conceptos como tal; sólo puede haber historias de sus aplicaciones
en la discusión” (1988, p. 283). Nuestro acuerdo con esta posición
metodológica es total; la reconstrucción diacrónica del pensamiento político de
Mead y Dewey que llevaremos a cabo intentará no sólo reconstruir los
presupuestos86 que reflejan las “largas continuidades” de las que habla Skinner
(en una obvia referencia a los paradigmas de Pocock), sino que sobre todo
intentaremos hacerlo a la luz de las controversias que les dieron origen y les
clarificaron el significado.
Skinner sumariza entonces su perspectiva metodológica. Una vez más,
reafirma la pretensión de que el autor tiene una autoridad especial sobre sus
intenciones, subrayando que “a ningún agente puede atribuírsele haber dicho o
hecho algo que el nunca aceptaría como una correcta descripción de lo que
dijo o hizo” (Skinner, 1969, p. 28), lo que excluye la posibilidad que una
83
Debe subrayarse que James Tully considera este artículo como una de las “criticas más
profundas de la disciplina de la historia de las ideas en la actualidad” (Tully, 1988, p. 4).
84
Véanse los artículos sobre Hobbes, escritos en un contexto de controversia con las tesis de
Howard Warrander: Skinner, 1964 y 1972b.
85
Véase Skinner, 1969, pp. 11-12.
86
Pocock, 1985a, pp. 24-25.
27
descripción aceptable del comportamiento del agente pudiese resistir a la
demostración de que era dependiente de criterios de clasificación o descripción
no disponibles al propio agente. Debe ser destacado, no obstante, que Skinner,
en un artículo posterior, rechaza esta pretensión algo fuerte sobre la “autoridad
del agente” sobre sus intenciones. De hecho, en “Motives, Intentions, and the
Interpretation of Texts” (1972) Skinner, retirándose de la posición defendida en
1969, argumenta que a pesar de que cualquier agente esté en una posición
privilegiada en cuanto produce declaraciones (statements) sobre sus
intenciones y acciones, el propio autor no es autoridad final sobre esta
cuestión. La confrontación de esta tesis con la posición de Pocock nos ayudará
a esclarecer nuestra propia estrategia.
Según este último, el intérprete de textos pasados recurre, con o sin conciencia
de ello, a un paralenguaje (o metalenguaje) para describir o explicar los
lenguajes empleados por los autores en estudio, esto es, “para explicar lo
implícito y presentar la historia de una discusión como una especie de diálogo
entre sus afirmaciones y potencialidades, en que aquello que ni siquiera fue
dicho sería dicho por él” (Pocock, 1985a, p. 11). La conciencia de que un
intérprete es también un autor, conjugada con la pretensión de reconstrucción
histórica de los usos de los conceptos en argumentos diacrónicamente
ordenados, guiará nuestra interpretación de los escritos políticos de los
pragmatistas americanos (parte III). Estas propuestas metodológicas dieron
lugar a un extenso conjunto de críticas87, y Skinner ha sido acusado de ser un
idealista, un materialista, un positivista y un relativista88. Viendo como Skinner
responde a estas críticas, nos encontraremos en condiciones de comparar su
posición con la de otros autores, así como de averiguar como él reajusta su
propia posición a partir de la respuesta a lo que considera como críticas
fundamentadas. El resultado podrá ser considerado la más reciente y fiel
descripción de las tesis metodológicas de Skinner89. La relación entre intención,
significado de un texto, y el contexto relevante se clarifica cuando Skinner
responde a la crítica según la cual no reconoce la clase de los actos ilocutorios
no intencionales90. Su respuesta es que en la medida que los actos ilocutorios
son identificados por las intenciones, la fuerza ilocutoria de los actos de habla
es “principalmente determinada por sus significados y contextos” (Skinner,
87
Véanse, por ejemplo, Parekh y Berki, 1973; Taylor, 1988; Tarlton, 1973.
Skinner, 1988, p. 231.
89
Como él mismo afirma, “si hay cualquier cosa en las siguientes observaciones que entre en
conflicto con cualquier cosa que haya dicho, me gustaría que tomaran lo que sigue como la
afirmación de lo que opino actualmente” (Skinner, 1988, p. 235).
90
Skinner, 1988, p. 265. Según la filosofía del lenguaje anglosajona, un acto de habla es un
acto practicado cuando son proferidas palabras. Cuando proferimos una secuencia de palabras
con sentido, se dice que producimos un “acto locutorio”. Entonces, un “acto ilocutorio” remite
para el hecho de que al decir cualquier cosa estamos simultáneamente haciendo algo (como
prometer, amenazar, elogiar, etc.). Finalmente, un “acto perlocutorio” se refiere a los efectos
producidos sobre los oyentes, como asustar o entristecer. Austin, en How to do Things with
Words (1962), distingue los siguientes tipos de actos ilocutorios: 1) “verdictives”, en que se da
un veredicto por un juez o un árbitro; 2) “exercitives”, en que se ejerce poder, derechos o
influencia; 3) “commisives”, en que el locutor se encuentra obligado a cumplir, por ejemplo, una
promesa; 4) “behabitives”, que cubren actitudes sociales tan diferentes como felicitar,
disculparse o desafiar; 5) “expositives”, en que explicamos en que medida las elocuciones
proferidas exponen aquello que estamos haciendo (por ejemplo, “respondiendo a su
pregunta”). Véase Austin, 1962, pp. 151-152.
88
28
1988, p. 266). Esto significa que los actos ilocutorios pueden contener,
independientemente de la intención del individuo, varios tipos de fuerza
ilocutoria – por ejemplo, cuando alguien formula una amenaza puede estar,
simultáneamente, informando a su oponente. Kenneth Minogue critica este
punto sugiriendo que Skinner mistifica algo (supuestamente) claro y natural – la
comunicación humana. A esto responde Skinner reafirmando la necesidad de
descodificar aquello que un autor podría haber querido decir al escribir aquello
que escribió; subraya, por lo tanto, la necesidad de intentar reconstruir la
intención con la que el autor escribió su obra. Y, recuperando un ejemplo que
había presentado en 1971 sobre un policía que intenta avisar a un joven de que
caminaba sobre una capa fina de hielo91, Skinner cuestiona: “¿Debe
considerarse esta expresión (el sentido de la cual está bastante claro) como
una advertencia, una crítica, un reproche, tal vez simplemente una broma, o
como? Incluso en un caso muy simple, la respuesta nunca estará
suficientemente clara” (Skinner, 1988, p. 268). Se mantiene, no obstante, la
posibilidad de descodificar la fuerza o acto ilocutorio de un acto dado de habla
si se sigue un método adecuado.
Es precisamente esto lo que Jeffrey Alexander critica cuando identifica la
confianza demostrada por Skinner en decodificar la fuerza ilocutoria de las
elocuciones proferidas en el pasado y registradas por escrito con la confianza
empirista en la transparencia del mundo social. Contra aproximaciones
intencionalistas como la de Skinner, Alexander defiende la “autonomía del
texto” – cualquier texto contiene un elemento de ambigüedad que únicamente
puede suplantarse por la imaginación. Además, en un importante comentario
para nuestro propio análisis de Habermas, Alexander enfatiza que “Mi obra
acerca del carácter contradictorio de las grandes teorías sociales sugiere que el
“engaño inconsciente” es endémico en tales teorías; a la luz de esto, buscar el
significado de una teoría a través de la intención consciente del autor [como
Skinner sugiere] es, seguramente, un intento del todo inútil”. (Alexander, 1998a,
p. 70)92. Una crítica de naturaleza semejante es apuntada por John Keane,
para quien la idea de recuperar intenciones se sustenta sobre un modelo
positivista93.
Skinner considera que esta es precisamente la crítica más importante que le
formulan sus críticos94. Concediendo la imposibilidad de cualquier tipo de
91
Skinner, 1971, p. 2.
Debemos, en este punto, llamar la atención hacia aquello que parece ser una contradicción
en Alexander. Si, en la cita transcrita, defiende inequívocamente la tesis de la “autonomía del
texto” contra el intencionalismo propuesto por Skinner, en un artículo publicado tres años más
tarde, nos dice que “Para determinar la relevancia para un intelectual de un trabajo precedente,
debemos hacernos una pregunta como esta: Cuando Parsons estaba preparando la
“Estructura”, ¿que creía él que estaba haciendo, y por qué?”. (Alexander and Sciortino, 1996, p.
164). Intentando evitar el “externalismo” del estudio sobre Parsons realizado por Charles Camic
(Camic, 1992), parece que Alexander acaba por abrazar las tesis intencionistas de Skinner.
Para la respuesta de Camic, véase Camic, 1996.
93
Keane, 1988, p. 209.
94
Entre los cuales se encuentra Hans-Georg Gadamer. Para este autor, la idea de
intencionalidad simplemente no está disponible. Como dice en Truth and Method (1975), “El
verdadero sentido de un texto tal como éste se presenta a su intérprete no depende del
aspecto puramente ocasional que representan el autor y su público originario. O por lo menos
no se agota en eso. Pues este sentido está siempre determinado también por la situación
92
29
comprensión por mera empatía, Skinner destaca la naturaleza públicamente
legible de las intenciones con las que cualquier individuo desempeña un acto
comunicativo satisfactorio95. Su posición puede ser descrita, por lo tanto, de la
siguiente forma: Los textos son formas de acción; la comprensión de los textos
exige la reconstrucción de las intenciones (las fuerzas ilocutorias) con que
fueron escritos; las acciones, al igual que los textos, son de naturaleza pública
e incorporan significados intersubjetivos que se encuentran cognitivamente
disponibles96. A pesar de que la intención y el significado no deban ser
identificados, esto no significa que la recuperación de la intencionalidad sea
irrelevante para la interpretación de textos. Al contrario, la interpretación de
palabras escritas debe procurar reconstruir que es lo que el autor estaba
haciendo al escribir la secuencia de palabras que se estudia, recurriendo al
contexto relevante para reconstruir la controversia en que aquellas palabras
fueron escritas. Las palabras son instrumentos usados para esgrimir
argumentos entre partes de un conflicto – esta es la metáfora del método
skinneriano97.
Uno de los ejemplos más célebres de este método98 es el que se refiere a la
interpretación de la tesis de Maquiavelo, “Un príncipe tiene que aprender como
no ser virtuoso”99. Skinner sugiere que debemos suponer que conocemos
perfectamente el contexto social y político en que esta tesis fue producida. Aún
así, son posibles dos lecturas antagónicas. Por un lado, este tipo de consejo
cínico era relativamente común en los tratados morales del Renacimiento (en
este caso, Maquiavelo estaría simplemente aconsejando una actitud
moralmente aceptada en la sociedad de su tiempo); por el otro, casi nadie
anteriormente había aconsejado públicamente esta cosa (en este caso,
Maquiavelo estaría rechazando una perspectiva moral establecida). Ahora bien,
tan sólo una de las lecturas puede ser correcta – ¿pretendía Maquiavelo
subvertir o apoyar una de las perspectivas morales más importantes de su
tiempo? Skinner cree que una lectura atenta y subversiva del libro en cuestión
y del capítulo XV en particular (donde se encuentra esta crucial afirmación), al
contrario de lo que sugiere Leo Strauss en Persecution and the Art of Writting
(1952)100, no parece ser suficiente para ayudarnos a encontrar una respuesta.
histórica del intérprete, y en consecuencia por todo el proceso histórico” (Gadamer, 1984, p.
366). En esta línea de pensamiento, Gadamer es acompañado por Paul Ricoeur y su teoría de
la interpretación que subraya el “significado público” del texto, y por Jaques Derrida, que
argumenta que los conjuntos de significados no poseen un centro lógico y que, por lo tanto,
todos los textos deberían ser “descentrados” de sus autores.
95
“Nada es necesario en el sentido de la “empatía”, ya que el significado del episodio es
completamente público e intersubjetivo” (Skinner, 1988, p. 279).
96
Skinner, 1988, p. 280.
97
Véase Taylor, 1988.
98
Skinner, 1969, p. 46.
99
Las palabras de Maquiavelo son: “Aussi est-il nécessaire à un prince, s’il veut se mantenir,
d’apprendre à pouvoir ne pas être bon, et à en user et n’en pas user selon la nécessité“ (1998,
p. 148).
100
Versión en castellano: Strauss, L., (1996), Persecución y arte de escribir y otros ensayos de
filosofía política, Valencia, Ed. Alfons el Magnànim. Strauss defiende que, durante épocas de
persecución política o religiosa, los autores que defendían posiciones heterodoxas
desarrollaban una “peculiar técnica de escritura”, esto es, escribían “entre líneas” (1996, 77).
Dado que “los hombres irreflexivos son lectores descuidados” (1996, p. 78), el intérprete
inteligente y sagaz debe rechazar la metodología historicista entonces emergente y recuperar
30
O sea, una metodología puramente presentista no resuelve este problema.
Pero el estudio del contexto social tampoco parece resolver definitivamente
esta cuestión, en la medida en que cada una de esas interpretaciones fue
presentada a partir de diferentes lecturas del mismo contexto. La solución
parece residir en entender lo que Maquiavelo pretendía decir cundo escribió
esa frase. Y sólo se consigue percibir esto si entendemos toda la red de
relaciones lingüísticas establecidas entre todas las múltiples declaraciones
producidas en el mismo contexto. O sea, tenemos que reconstruir el contexto
lingüístico a partir del estudio de toda la gama de comunicaciones que podrían
haber sido convencionalmente producidas en aquella época:
Lo que estoy reivindicando es que deberíamos empezar aclarando el
significado, y por tanto el tema, de las declaraciones en las que
estamos interesados. Debemos entonces volver al contexto en el
que sucedieron para determinar como están conectadas o
relacionadas con otras declaraciones involucradas en el mismo
tema. (Skinner, 1988, p. 275).
Puede encontrarse un ejemplo de esta estrategia en el capítulo siguiente. Si
Skinner es la mayor influencia en ese capítulo, el título de la parte II,
“Republicanismo de Florencia a Filadelfia” recoge la influencia de Pocock, al
referirse a una migración del vocabulario político clásico de la Italia
renacentista de Maquiavelo hasta la América de Jefferson, con una escala en
la Inglaterra de Harrington. El análisis del primero de estos momentos
constituye el tema del próximo capítulo.
una “tendencia temprana a leer entre las líneas a los grandes escritores...” (1996, p. 86). Para
una crítica a esta posición, véase Skinner, 1969, pp. 21-22.
31
Parte II: Aplicando el método. El republicanismo de Florencia a Filadelfia.
Capítulo I: El Maquiavelo de Skinner
En 1969, en la conclusión del que hoy podemos considerar como el texto más
influyente de la Escuela de Cambridge, Skinner atribuye a la historia de las
ideas sociales y políticas la función de revelarnos las teorías, hoy olvidadas, de
las que formaron parte incluso nuestros conceptos más familiares101 . Criticando
a aquellos que, como Habermas, usan racional y selectivamente algunos
“sobrevivientes conceptuales” de la historia de las ideas, Skinner nos ofrece un
valioso instrumento para pensar una alternativa a la concepción dominante, de
orientación positivista, sobre como la teoría y la historia de la teoría deben
relacionarse. El valor de su propuesta reside en la distancia crítica que
podemos ganar en relación con nuestras propias convicciones. Esto se
traduce, en términos teóricos, en la capacidad para mirar hacia los conceptos
con los que trabajamos y preguntar: “¿Será que este concepto tuvo algún día
un significado que me permita criticar y eventualmente abandonar mis actuales
convicciones?” – Habermas no se permite colocar una pregunta como esta. La
única pregunta que se plantea es: “¿Como podré reconstruir este concepto de
forma que, una vez integrado en mi sistema teórico, pueda contribuir a la
resolución de los problemas que me preocupan?” Esta autoreferencialidad es,
como intentaremos demostrar, una de las principales dificultades de su
estrategia teórico-metodológica.
Es particularmente significativo que Skinner atribuya a la conclusión de 1969 el
estatuto de punto de partida para su análisis de la concepción maquiavélica de
libertad política102. Ver su método aplicado a un intérprete de tradición clásica
republicana como Nicolau Maquiavel (1469-1527) es la razón de ser de este
capítulo. En las páginas que siguen, averiguaremos como la reconstrucción de
una experiencia histórica concreta (la interpretación que Maquiavelo hace del
republicanismo clásico, en el contexto de la Florencia de inicio del siglo XVI)
nos permite abordar el debate contemporáneo sobre el concepto de libertad
política. Adicionalmente, esta recuperación nos dará un instrumento corrector
de la reconstrucción racional del paradigma republicano cívico llevada a cabo
por Habermas (parte IV, capítulo II).
El objetivo de Skinner es usar la historia de las ideas para incrementar nuestra
comprensión sobre la noción de libertad política103 , rechazando la dicotomía
delineada por MacIntyre entre individualismo liberal y la tradición aristotélica104.
La concepción dominante, de cariz liberal, atribuye a la libertad un carácter
esencialmente negativo. Podemos encontrar un ejemplo de esta concepción en
Isaiah Berlin, para quien la libertad de una sociedad, grupo o clase se mide por
la fuerza de las barreras que impiden que un individuo imponga su voluntad a
otro, y por el número e importancia de los caminos que esas barreras permiten
101
Skinner, 1969, pp. 52-53.
Skinner, 1984.
103
Entendida como la libertad de acción a disposición de los individuos en el marco de los
límites que su pertenencia a una comunidad política les impone. Véase Skinner, 1984, p. 194.
104
MacIntyre, 1981, p. 241.
102
32
que sus miembros utilicen105. En términos generales, todo el pensamiento
político contratualista, de Hobbes a Rawls106, pasando por Kant, opera
preferencialmente con una concepción negativa de libertad. La libertad es
pensada por estos autores como un concepto que exprime una “oportunidad”,
como nada más que la ausencia de constricciones y, por siguiente, como
siendo autónoma ante la consecución de cualquier fin o objetivo concreto.
La adopción de este tipo de concepción negativa de libertad parece implicar el
rechazo de dos ideas centrales de la tradición política aristotélica. La primera,
que podemos encontrar, por ejemplo, en Rousseau, se refiere al hecho de que
el mantenimiento de las libertades personales exige o depende de la
realización de actividades en pro del interés público. La segunda, relacionada
con la anterior, remite para la necesidad de cierto tipo de cualidades para el
ejercicio satisfactorio de estas actividades. Tanto la idea de que la libertad
individual depende de la noción de “servicio público”, como la idea de que
depende de “virtudes cívicas” son rechazadas bajo el argumento de que se
trata de una confusión inaceptable tratar de asociar libertad y deber cívico –
cualquier intento en este sentido pretende simplemente “echar una manta
metafísica, bien sobre el autoengaño o sobre una hipocresía deliberada”
(Berlin, 1996, p. 242). Aún así, debemos destacar que el propio Berlin concede
que, si añadiéramos una simple premisa – la de que los seres humanos son
seres morales con algunos fines verdaderos y objetivos racionales cuya libertad
depende de vivir en una comunidad que aprecia estos fines y objetivos -, las
ideas de servicio público y virtudes cívicas se volverían razonables y
aceptables.
Pero hay quien defiende, como Charles Taylor107, que esta premisa no sólo se
puede, sino que se debe incluir, ya que la libertad, en vez de concebirse como
una “oportunidad”, debe pensarse como un “ejercicio”. Desde este punto de
vista, las nociones de servicio público y virtudes cívicas reasumen un papel
preponderante en la formulación del concepto de libertad, proveído esta vez de
un carácter positivo. Si se trabaja con una “naturaleza humana” socialmente
constituida, como Taylor sugiere, no es del todo inadmisible considerar que la
realización personal está, de algún modo, asociada al destino de la comunidad
de pertenencia. De aquí surge la necesidad de concebir la práctica de virtudes
como la forma mediante la cual podemos alcanzar los fines que nos vuelven
realmente libres.
El debate entre aquellos que conciben la libertad con una “oportunidad” y
aquellos que la ven como un “ejercicio” (usando la terminología sugerida por
Taylor) se asienta sobre una disputa fundamental sobre la naturaleza humana ¿puede o no definirse objetivamente un ideal de realización humana? Aquellos
que responden negativamente, separan libertad de los ideales de servicio
público y virtudes cívicas; los que consideran que “sí, que puede definirse una
105
Berlin, 1996, p. 237.
El primer principio de justicia definido por John Rawls en A Theory of Justice (1971), de raíz
claramente kantiana, consagra una concepción negativa de libertad: “Toda persona ha de tener
un igual derecho a libertades básicas lo más extensas posibles, compatibles con similares
libertades para los demás” (Rawls, 1979, p. 821).
107
Véase Taylor, 1979.
106
33
noción objetiva de eudaimonia”, sugieren que sólo ciudadanos virtuosos
orientados hacia el servicio de la “cosa pública” se encuentran, de hecho, en
libertad. Esto significa que todos los participantes en este debate comparten un
presupuesto esencial: sólo si diéramos un contenido a la noción de “realización
personal” podremos relacionar libertad negativa y actos virtuosos de servicio
público. El objetivo de Skinner, al reconstruir históricamente el republicanismo
de Maquiavelo, es desmentir esta asunción. Su tesis es que es posible
recuperar una tradición de pensamiento sobre la libertad política en la que se
combina una idea negativa de libertad (como no obstrucción de los individuos
en la persecución de sus objetivos) con las nociones de servicio público y
virtudes cívicas108.
Sin embargo, una duda debe ser disipada antes de avanzar hacia el análisis de
la reconstrucción histórica propiamente dicha. “¿No sería posible - podría
preguntar un escéptico de las posibilidades de articulación entre teoría e
historia de la teoría - delinear un argumento puramente analítico que conjugase
libertad negativa y virtudes cívicas al servicio del bien público?” De tener una
respuesta positiva, nuestra tesis teórico-metodológica sufriría un fuerte revés.
Pensamos, no obstante, que la respuesta a esta pregunta debe ser negativa.
Desde luego, un argumento de ese tipo exigiría que, al asociar la idea de
libertad como no obstrucción (“ser libre de”) con la obligación de desempeñar
actos virtuosos al servicio del bien común, abandonásemos la noción moderna
de derechos individuales - ¿como podríamos “ser libres de” estar obligados a
servir el bien común, sino prescindiendo de la esfera inviolable de los derechos
individuales? Tal abandono, al ser puesto en la ecuación, sería
manifiestamente indeseable. Otra crítica contra un argumento puramente
analítico apunta hacia la incongruencia asociada al intento de conjugar la idea
de libertad negativa y principios como la virtud: estaríamos confundiendo
“oportunidad” y “ejercicio”, dos nociones legítimas aunque perfectamente
autónomas.
La única forma de evitar estas críticas, abandonando la pretensión de concebir
una conjugación puramente analítica entre libertad negativa y virtud y servicio
público, es, según Skinner, “evitar el análisis conceptual y volver a la historia”
(1984, p. 200). Sin embargo, un crítico de las potencialidades teóricas de la
historia de la teoría podría preguntar: “¿Cuál es la relevancia de textos escritos
hace siglos o milenios para resolver los problemas que tenemos ante
nosotros?”, al que Skinner podría replicar observando que “la historia de las
ideas sociales y políticas sólo es relevante si la podemos usar como un espejo
para reflejar nuestras propias convicciones y presupuestos”109.
La experiencia histórica que Skinner pretende reconstruir es una línea de
108
Skinner, 1984, p. 197.
Sus palabras son: “Me gustaría sugerir que podrían ser precisamente estos aspectos del
pasado que parecen no tener a primera vista una relevancia contemporánea los que evidencian
ser, bajo una más cercana observación, los que cuentan con una mayor importancia filosófica
inmediata. Por su relevancia (...) nos permiten volver desde nuestras propias creencias y desde
los conceptos que utilizamos para expresarlas, tal vez forzándonos a reconsiderar, a rehacer o
incluso (...) a abandonar algunas de nuestras actuales creencias a la luz de estas amplias
perspectivas” (Skinner, 1984, p. 202).
109
34
argumento deudora de la teoría de la ciudadanía republicana de la Roma
Antigua, que conoció un corto aunque influyente renacimiento en la Europa de
los siglos XV y XVI, antes de verse eclipsada por modelos más individualistas,
de naturaleza contratualista, que alcanzaron una situación de hegemonía en el
decurso del siglo XVII. El predominio casi absoluto del paradigma iusnaturalista
fue tal que desde entonces cualquier teoría de la libertad negativa no podría
(supuestamente) ser pensada sino era en relación a una teoría de los derechos
individuales. De Hobbes a Nozick, el axioma a partir del cual se trabaja es el de
que los individuos poseen un conjunto de derechos inalienables, en la medida
en que radican en el núcleo irrenunciable de la naturaleza humana - de ahí que
se denominen “derechos naturales”110.
A pesar que la “fuerza paradigmática” de esta teoría es significativa, la verdad
es que la visión de un paradigma dominante sin cualquier alternativa es
cuestionable. Por ejemplo, Pocock llama nuestra atención para el hecho de que
el espacio público político de la Inglaterra del siglo XVII era una arena de
intenso debate y encendidas polémicas111. No debe extrañarnos, por lo tanto,
que un contemporáneo de Hobbes, James Harrington, haya articulado una
teoría de la libertad política alternativa a aquella que vendría a tornarse
dominante, y cuya influencia perduró durante más de un siglo y medio tras su
muerte, incluso, como Pocock intentó demostrar, atravesando el Atlántico. Para
Harrington, la adopción de un concepto negativo de libertad, como el sugerido
por Hobbes, significaba no sólo renunciar al ideal clásico estoico de libertad
bajo la ley, como prescindir de las enseñanzas de un contemporáneo cuya
estatura lo colocaba al nivel de las mayores autoridades romanas - Maquiavelo.
El punto de partida de esta reconstrucción histórica no está consensuado. Si
Hans Baron, por ejemplo, considera que sólo se puede hablar en una ideología
republicana de auto-gobierno en Florencia a partir del comienzo del siglo XV,
Skinner, en lo que es acompañado por Pocock112, es de la opinión de que ya
en la segunda mitad del siglo XIII, con la divulgación de la teoría moral y
política de Aristóteles, el sistema republicano de ciudades-Estado (surgido un
siglo antes) estaba proveído de los medios para desarrollar una ideología cívica
correspondiente a su práctica política. De cualquier modo, lo que importa
retener es la idea de que la recuperación de la tradición aristotélica y la
emergencia del humanismo cívico florentino fueron dos elementos de
importancia vital en el desarrollo del pensamiento republicano, y que ocurrieron
110
Leo Strauss sugiere, adicionalmente, que los derechos naturales son discernibles por la
razón humana y, por consiguiente, pueden ser universalmente reconocidos. De aquí surge la
existencia de principios de justicia también de carácter racionalmente universal. Véase Strauss,
2000, p. 41.
111
Pocock, 1985a, p. 34.
112
Pocock, en “Between Gog and Magog” (1987), nos explica que su apropiación de la noción
de “humanismo cívico” no implica la suscripción de la tesis de Baron según la cual el origen de
este concepto podría localizarse en ciertos textos literarios producidos en 1400-1402; al
contrario, observa que “El empuje de la investigación subsiguiente tiene que separar la
aserción de valores cívicos de la guerra de Visconti y descubrirlos en fechas anteriores:
Quentin Skinner se remonta a los dictadores milaneses en el tiempo de Federico Barbarroja”
(1987b, p. 329).
35
antes del momento en que la concepción de “derechos individuales” alcanzó
una situación de hegemonía113 .
Skinner intenta garantizar la plausibilidad de su tesis a través de la
demostración de que mediante el análisis de ciertos textos de la época
podemos tener acceso al universo intelectual de la era pre-humanista. En
concreto, es sugerido que pueden ser encontradas informaciones reveladoras
en relación a los “valores y actitudes relativos a la conducción del gobierno de
las ciudades en el periodo pre-renacentista” (1993a, p. 123) en los numerosos
tratados de los profesores de retórica de las facultades de derecho de la Italia
medieval - los llamados dictatores114. Dos ideas sobresalen de la lectura de
estos tratados: no sólo se defiende el carácter electivo de los regímenes
políticos republicanos contra la alternativa monárquica, como se celebra
frecuentemente la grandezza de esas ciudades. Sin embargo, en los inicios del
siglo XIV, empezaron a surgir las primeras dudas en cuanto a estas
celebraciones de paz - a tal hecho no habrá sido ajena la progresiva
sustitución, en ese mismo momento, de los sistemas tradicionales de gobierno
comunal por los regímenes monárquicos de los signori. Tales dudas asumían
un carácter distintamente republicano. Siguiendo el De Officiis115 de Cicerón y
su ideal de concordia civil, la literatura de ese momento deja traslucir un recelo
de que a largos períodos de paz bajo condiciones de libertad cívica se
pudiesen suceder períodos de decadencia y de tiranía; para que esto
aconteciese, bastaba que la discordia civil provocada por la lucha entre
facciones rivales minase la grandeza cívica, el fundamento de los regímenes
republicanos116.
La ideología expresada en los escritos de los dictatores asienta sobre las ideas
de que la justicia es la base del buen gobierno; de que actuar de forma justa es
dar a cada individuo aquello que le es debido; de que al dar a cada uno lo que
le es debido se mantiene la concordia civil, condición de la grandeza de
cualquier república; y de que el sistema de gobierno más adecuado para
garantizar que los gobernantes obedecen a los dictámenes de la ley es aquel
que les era más familiar - el sistema basado en asambleas de cariz electivo,
que hacían recordar la concepción republicana clásica de un “sistema de
gobierno mixto”, expuesta por Platón en sus Leyes117. De aquí surge el rechazo
de regímenes hereditarios que limitan o imposibilitan el auto-gobierno de la
comunidad política. Cicerón, siguiendo a Catón contra César, es nuevamente la
referencia central. A la tiranía del príncipe hereditario debe oponerse la
113
Skinner, 1993b, p. 301.
Como Skinner nos explica, “El valor de estas fuentes se deriva del hecho que un gran
número de los discursos y cartas que contienen fueron específicamente diseñados para el uso
en público por parte de tanto funcionarios como embajadores o administradores de las
ciudades”. (1993a, p. 123).
115
Versión castellana: Cicerón, (1968), Los oficios, Madrid, Espasa Calpe, Madrid.
116
Cicerón, en el primer libro de su De Officiis, distingue cuatro virtudes cardinales: prudencia,
justicia, coraje y templanza (1948, p. 326). A la luz de la segunda virtud (que remite hacia la
preocupación por el bien común), Cicerón afirma que “aquellos que descuidan los intereses de
una parte de los ciudadanos, mientras favorecen a otra parte, introducen una influencia
perniciosa dentro del gobierno, que es la sedición y la discordia”. (1948, p. 354).
117
En particular, es al discutir la constitución de Esparta, en los Libros III y IV de las Leyes,
cuando Platón formula la primera defensa teórica de la concepción de un “sistema de gobierno
mixto” como el régimen político más estable y justo. Véase Skinner, 1991, p. 417.
114
36
república de ciudadanos en libertad bajo la ley118. Reencontramos, en este
punto, el concepto que está sirviendo de hilo conductor a este capítulo, la
noción de libertad política. En la tradición republicana que va de Cicerón a los
dictatores italianos de los siglos XIII y XIV, un ciudadano tiene su libertad
garantizada si, y sólo si, vive en un régimen político cuyo carácter electivo lo
vuelve, al mismo tiempo, súbdito y soberano. Es por participar en la conducción
de cosa pública que él es libre de decidir su propio destino.
Estamos, ahora, en condiciones de abordar la discusión de Maquiavelo sobre
la concepción republicana de libertad, en los Discorsi sopra la Prima Deca di
Tito Livio (1531)119. Según Skinner, Maquiavelo se aleja en un punto crucial de
la tradición republicana clásica: la forma como se concibe la violencia. De
hecho, el título del cuarto capítulo del Libro I de los Discursos es revelador:
“Que la desunión entre la plebe y el senado romano hizo libre y poderosa a
aquella república”120 . Cuando se contrasta con la concepción ciceroniana de
concordia civil, la insistencia de Maquiavelo en que los tumultos representan la
principal causa de la libertad y de la grandeza nos da un claro señal de su
ruptura con el republicanismo clásico121.
Sin embargo, las semejanzas entre los argumentos defendidos por Maquiavelo
y las tesis republicanas de los dictatores (y, por extensión, de las autoridades
Romanas) son mucho más numerosas. Maquiavelo subscribe totalmente la
idea tradicional de que los fines más deseables por cualquier ciudad son la
gloria cívica y la grandeza122 . Un segundo punto de concordancia es la
importancia atribuida a la noción de bien común – “lo que hace grandes las
ciudades no es el bien particular sino el bien común”, para luego añadir que
“este bien común no se logra más que en las repúblicas” (Maquiavelo, 2003, p.
186). Por último, Maquiavelo recupera la concepción republicana de grandeza
cívica, asociándole dos proposiciones: primera, ninguna ciudad puede alguna
vez alcanzar la grandeza si no promueve una forma de vida libre; segunda,
ninguna ciudad puede alguna vez promover tal forma de vida a no ser que
posea una constitución republicana, i.e., un “sistema de gobierno mixto”123.
Estamos, una vez más, ante la teoría republicana clásica de la libertad política,
ahora interpretada por Maquiavelo; veamos como él la reconstruye.
En los primeros capítulos del Libro I de los Discursos, Maquiavelo distingue dos
grupos de ciudadanos cuyas disposiciones (umori) siempre fueron diferentes: si
los ricos y poderosos (los grandi) tienden a desear poder y gloria, la plebe
busca vivir en seguridad, libre de cualquier interferencia. Skinner considera que
Maquiavelo trabaja con una concepción negativa de libertad - los agentes
individuales, sobre todo los plebeyos, son libres si pudieren proseguir los fines
118
Es a partir de esta formulación de Cicerón que res publica pasa a referirse exclusivamente a
un sistema de gobierno electivo, dejando de designar a la “comunidad política”. Véase Skinner,
1993a, p. 133.
119
Versión en castellano: Maquiavelo, N., (2003), Discursos sobre la primera década de Tito
Livio, Madrid, Alianza.
120
Maquiavelo, 2003, p. 41.
121
Skinner, 1993a, p. 136.
122
Sobre este asunto, véase el primer capítulo del Libro I de los Discursos: Maquiavelo, 2003,
pp. 29 y ss.
123
Skinner, 1993a, p. 141.
37
a los que son conducidos por sus disposiciones124. Además, y a diferencia de
Pocock125, Skinner no considera que la noción maquiavélica de libertà haya
sido definida de forma menos rigurosa; hablar de libertad como ser
independiente de los demás individuos y ser capaz de proseguir sus propios
objetivos, como hace Maquiavelo, es sencillamente adoptar una concepción
negativa de libertad. Como hemos visto, Maquiavelo asocia esta noción de
libertad política a una cierta forma de gobierno: sólo podremos ser libres de
proseguir nuestros planes de vida individuales en la calidad de miembros de
una comunidad política auto-gobernada. Este es el núcleo de la teoría
maquiavélica de ciudadanía. Sólo aquellos que viven bajo una forma
republicana de gobierno pueden anhelar ser libres para proseguir sus fines,
tanto si envuelven conquista de poder y gloria, como si se basen en la
manutención de su seguridad. Así se comprende “de dónde le viene al pueblo
esa afición a vivir libre” (Maquiavelo, 2003, p. 185).
¿Cuáles son las cualidades personales que un ciudadano debe cultivar si
pretende defender su libertad? Según Maquiavelo, debe poseer prudenza para
participar en el gobierno de su ciudad, debe tener temperantia, que comprende
cualidades como la moderación y la modestia126, y debe tener el coraje para
defender la libertad de su comunidad. Si una comunidad no fuere libre, i.e., si
no se pudiera gobernar a si misma (en el sentido negativo de ser libre de
constreñimientos que la impidan auto-gobernarse), los ciudadanos que la
componen tampoco lo podrán ser (en el sentido de no poder proseguir sus
objetivos sin obstrucciones). Maquiavelo no es antropológicamente optimista,
sino todo lo contrario. Al definir estas virtudes pretende justamente combatir la
tendencia hacia la “corrupción”, propia de la naturaleza humana. Ser corrupto,
en este sentido, es olvidar que si queremos ser libres debemos poner el interés
general por encima de nuestros intereses particulares127. ¿Como podremos
combatir esta inclinación natural hacia la corrupción? Maquiavelo opina que si
“el hambre y la pobreza hacen ingeniosos a los hombres, las leyes los hacen
buenos”128 (2003, p. 41). La ley es la más importante forma de preservar la
virtud.
Por tanto, parece posible conjugar una concepción negativa de libertad con los
ideales de servicio público y virtudes cívicas, al contrario de lo que se
124
En este punto, Skinner y Pocock describen la misma concepción humanista de libertad
clasificándolas de forma completamente diferente. Si para Skinner Maquiavelo, en la línea del
republicanismo renacentista, defendía una concepción negativa de libertad, según Pocock, “El
vocabulario republicano empleado por los dictatores, retóricos y humanistas articuló la
concepción positiva de libertad: afirmaba que el homo, el animale politicum, estaba constituido
de tal forma que su naturaleza sólo se completaba en una vita activa practicada en un vivere
civile, y esta libertas consistía en libertad de restricciones respecto a la práctica de tal vida.
Consecuentemente, la ciudad debía tener libertas en el sentido del imperium, y el ciudadano
debía participar en el imperium para gobernar y ser gobernado” (1985a, pp. 40-41). La
descripción es idéntica, la clasificación opuesta.
125
Pocock, 2002, p. 280.
126
Skinner, 1984, p. 212.
127
Maquiavelo discute el tema de la corrupción en los capítulos XVII a XIX del Libro I de los
Discursos. Véase Maquiavelo, 2003, pp. 85 y ss.
128
Como veremos, Tocqueville tendrá algunas dudas respecto a esta enseñanza republicana;
las leyes son importantes, dirá (en la línea de Burke), pero encima de ellas están las
costumbres. Véase el próximo capítulo III.
38
presupone por los participantes en el actual debate sobre libertad política, que
opone liberales a comunitarios o neo-aristotélicos. Lo que el Maquiavelo
reconstruido por Skinner nos proporciona es justamente una teoría de la
libertad política (y una correspondiente concepción de ciudadanía) que
cuestiona la validez de esta dicotomía. En primer lugar, la (aparente) paradoja
de que sólo aquellos que se encuentran al servicio de la comunidad a la que
pertenecen están en perfecta libertad, gana plausibilidad si la miramos desde el
punto de vista sugerido por Maquiavelo. Dado que sólo somos libres si no
estamos bajo una coacción que condicione nuestras inclinaciones (para la
gloria o para la seguridad), nos interesa servir a la comunidad política que nos
garantiza la libertad. En segundo lugar, la (alegada) incompatibilidad entre una
concepción negativa de libertad y la definición de un conjunto de virtudes
cívicas parece ser desmentida por Maquiavelo, para quien sólo somos libres si
no nos corrompemos. “¿Como podemos nosotros evitar la corrupción?”
Maquiavelo sugiere la siguiente respuesta: “Teniendo coraje para defender
nuestra libertad, templanza para mantener en funcionamiento un gobierno libre,
y prudencia para dirigir las instituciones civiles y militares”. Al hacerlo,
subscribe tres de las cuatro virtudes cardinales identificadas por Cicerón, en De
Officiis: Maquiavelo no considera la justicia como una cualidad conducente al
bien común129. Esta es una omisión crucial, no sólo en la medida en que
representa una ruptura sin precedentes con la tradición republicana clásica,
sino también porque permite distinguir el republicanismo de Maquiavelo de las
versiones comunitarias, de raíz aristotélica y tomista.
El Maquiavelo de Skinner nos permite, pues, evitar la elección entre una teoría
de los derechos individuales, que enfatiza la importancia de procedimientos
legales que protejan al ciudadano del Estado, y una teoría comunitaria que
fundamenta la participación cívica sobre un cierto ideal de realización humana.
El republicanismo maquiavélico no elige una concepción particular del bien,
presuponiendo, al contrario, una situación de pluralismo ético; subraya, eso sí,
los principios del servicio público y de las virtudes cívicas. Somos libres no
porque tengamos derechos individuales, sino porque desempeñamos nuestros
deberes sociales.
El tema que recorre los varios capítulos de esta parte II y les confiere unidad es
la tradición republicana clásica, sobre todo romana, y humanista cívica. En este
primer momento, deseamos presentar una reconstrucción histórica de una
interpretación de la tradición republicana clásica. La interpretación de
Maquiavelo, tal y como es reconstruida por Skinner, nos pone ante una línea
argumental que nos permite abordar un debate central de la teoría política
contemporánea de forma original y polémica. Como hemos visto, el
republicanismo de Maquiavelo nos permite cuestionar el presupuesto
compartido por liberales y comunitarios, presentando una concepción
alternativa de libertad política y de ciudadanía. La historia de las ideas políticas
no sólo permite clarificar y, si es necesario, corregir los presupuestos sobre los
cuales se hace teoría política, sino que también parece poder contribuir
129
Maquiavelo distingue entre justicia en situaciones de guerra y en condiciones de paz. En el
primer caso, el fraude puede ser justificado si conduce a la victoria. Tratarlo como ingloria sería
absurdo. En el caso de las cuestiones civiles, la crueldad puede justificarse si se utiliza para la
preservación de la libertad de la comunidad. Véase Skinner, 1984, p. 215.
39
activamente a la reflexión sobre el dominio de lo político. En particular, Skinner
nos revela un “tesoro” perdido en las arenas de la historia. Un tesoro
particularmente valioso para quien, como nosotros, pretende cuestionar la
reconstrucción racional del republicanismo cívico que sugiere Habermas. Pero
dejemos para la última parte de este libro la discusión de las implicaciones
teóricas de esta investigación arqueológica.
40
Capítulo II: De la austeridad de la virtud a la pulcritud de las maneras.
La intención que motiva este capítulo tiene una naturaleza dual. Una de las
perspectivas que nos interesa abordar tiene un carácter claramente
metodológico; la otra consiste en la aplicación de esa metodología a la tradición
política que discutimos en esta parte II. En otras palabras, pretendemos dedicar
las páginas siguientes a la reconstrucción histórica del republicanismo clásico
empezada por J. G. A. Pocock en The Machiavellian Moment (1975)130. La
tesis metodológica sugerida por Pocock (que analizamos en el capítulo III de la
parte I), nos acompañará a lo largo de esta discusión. El estudio de cada texto
a la luz de su contexto es claramente insuficiente si una lectura sincrónica no
viene acompañada de medios de estudio diacrónico de la estructura lingüística
que une y ofrece inteligibilidad añadida a los momentos hasta entonces
aislados. Llamamos a esta estrategia “contextualismo diacrónico”: su función,
en el marco de nuestra estrategia metodológica, consiste en complementar el
“contextualismo sincrónico” privilegiado por Skinner en su análisis a
Maquiavelo.
Antes de nada, debemos subrayar que el título de esta obra - El Momento
Maquiavélico131- denota dos significados distintos. Por un lado, remite hacia el
momento en el que surgió el pensamiento de Maquiavelo, no en la perspectiva
de la historia del pensamiento político, sino desde el punto de vista de la
experiencia política de los florentinos del siglo XVI. Por otro lado, pretende
aludir al problema central de ese tiempo: La república, confrontando su propia
finitud temporal, intentaba mantener su estabilidad política y moral en un
contexto de eventos violentos e irracionales que conducían a la destrucción de
todos los sistemas de estabilidad secular. La tesis central de Pocock es que la
ascensión de la ideología comercial, oligárquica e imperial fue un fenómeno
contingente, nacido del enfrentamiento con la tradición Old Whig132. El antiwhiggismo de esta tesis es visible a dos niveles. Pocock no únicamente
rechaza una metodología de contornos presentistas en favor de una
concepción historicista dialécticamente diacrónica, sino que el objeto de
análisis elegido es la ideología derrotada por el liberalismo Whig. Pocock
pretende reconstruir las raíces históricas y la evolución del paradigma
competidor de aquel cuya hegemonía se traduce metodológicamente en una
concepción del pasado funcional para su legitimación. Se comprende así que
las críticas apuntadas a esta obra se centren en el carácter contingente de la
evolución histórica del paradigma liberal, “… mientras que ellos [los liberales]
pretendían que hubiese sido primordial“ (Pocock, 1985a, p. 32).
Su
narrativa se desarrolla alrededor de la idea de que el vocabulario humanista
del tiempo de Maquiavelo constituyó el vehículo privilegiado de una percepción
básicamente hostil al capitalismo del surgimiento de la modernidad. En
particular, la antítesis entre virtud y corrupción o entre virtud y comercio era la
forma como se expresaba el conflicto entre, por un lado, valor y personalidad y,
130
Versión en castellano: Pocock, J.G.A., (2002), El momento maquiavélico. El pensamiento
político florentino y la tradición republicana atlántica, Madrid, Tecnos.
131
Título sugerido por Quentin Skinner.
132
Pocock, 1985a, p. 32.
41
por el otro, historia y sociedad. Este enfrentamiento culmina, ya en el siglo
XVIII, con la emergencia de una concepción dialéctica de la historia133. Una
dimensión vital de la teoría republicana consistía en sus ideas sobre el tiempo,
no sólo sobre la ocurrencia de eventos contingentes, sino también sobre la
inteligibilidad de las secuencias de que estos eran los elementos. En este
sentido, Pocock considera posible entender el republicanismo como una forma
precursora del historicismo. Su intención es reconstruir el “esquema de ideas”
en el seno del cual los individuos del siglo XVI intentaron articular una filosofía
de la historia; la cual, a su vez, constituyó la estructura conceptual que
configuró un ideal de vivere civile, i.e., un ideal de ciudadanía activa en una
república.
Al pretender reconstruir ese paradigma lingüístico, Pocock presupone que el
intento de volver inteligible una sucesión temporal de eventos particulares
enfrentaba serias dificultades. Las mentes del Renacimiento y de la Alta Edad
Media consideraban que lo particular era menos inteligible que lo universal.
Además, existen razones de orden filosófico que explican este hecho,
principalmente el debate alrededor de la cuestión, crucial para la filosofía
medieval, de saber si los únicos objetos susceptibles de entendimiento o
comprensión racional eran, o no, las proposiciones o categorías universales
independientes del tiempo y del espacio. Por tanto, la distinción entre
universales y particulares se asume como central. Por un lado, existe un orden
de la realidad de naturaleza universal que la razón humana, a pesar de operar
en el tiempo y en el espacio, sólo puede pretender conocer mediante el
reconocimiento de su infinitud. Por otro lado, el conocimiento de los particulares
era circunstancial, accidental y temporal. No debemos sorprendernos, por lo
tanto, al comprobar que la narrativa histórica, en su calidad de actividad
intelectual, fuese considerada inferior a la poesía, y esta inferior a la filosofía,
en la medida en que arrojaba menos luz sobre el significado universal de los
fenómenos en cuestión. La mejor forma de comprenderlo consistía en
abandonar el evento particular y ascender a un orden superior de comprensión
- la contemplación de las categorías universales.
Todavía en el ámbito de la filosofía de la historia escolástica, aunque a un nivel
superior de universalidad y organización, se encuentra la noción de “proceso”.
En Aristóteles, el proceso más significativo era aquel a través del cual un
acontecimiento ganaba existencia en un primer momento y dejaba de existir en
un momento posterior - la physis. Esta concepción de la historia en que las
cosas nacen y mueren, son y dejan del ser, contrasta con la perspectiva de que
un objeto al desaparecer da lugar a otro. Si la primera remite hacia un proceso
cerrado y circular, la segunda, al contrario, es abierta e infinita. Los autores que
trabajan en la tradición aristotélica134, al identificar physis con proceso, adoptan
una concepción circular de proceso y de tiempo, lo que tenía la ventaja de
volver a este último perfectamente inteligible. En efecto, si el tiempo debía ser
medido a través de su movimiento, entonces, tal como Aristóteles explica en la
Física, el movimiento circular regular es, por encima de todos los otros, la
medida, ya que este es el número mejor conocido. Para Pocock, Aristóteles
adopta una concepción circular del tiempo, no por creer particularmente en la
133
134
Pocock, 2002, p. 80.
Cuyo mayor ejemplo sería Políbio. Véase Arendt, 2004, p. 25.
42
inteligibilidad del universo, sino porque la esfera era la figura geométrica más
perfecta135. Vista desde esta perspectiva, la historia humana, compuesta por
incontables eventos particulares difíciles o imposibles de prever, constituye un
ciclo, es decir, que la totalidad de la experiencia humana forma una entidad
única y comprensiva con su physis que se cumple a si misma, repetidas veces.
De un modo general, aunque con notables excepciones136, las filosofías de la
historia post-aristotélicas evitan esta concepción circular del tiempo por una
razón fundamental: la aplicación de la physis a la historia humana era una
conveniencia intelectual y, sobre todo, una metáfora. Por otro lado, como
observa Arendt, la concepción cristiana de historia se opone a cualquier idea
cíclica de la historia debido a nacimiento de Cristo: un acontecimiento
irrepetible que constituyó un comienzo radicalmente nuevo137. Al contrario, el
pensamiento cristiano intentará definir un orden eterno al que la sucesión
cronológica de acontecimientos particulares se somete. Cada evento histórico
podía, así, ser interpretado a la luz de su significado en el ámbito de sus
misteriosos designios.
Es particularmente sugerente que las palabras “temporal” y “secular” encierren
dos significados distintos. Por un lado, estas palabras denotan la idea de
tiempo (del Latín, tempus y saeculum, respectivamente), lo que nos remite
hacia una cierta concepción de historia. Por otro lado, se refieren a la noción de
profano (no eterno y sin origen divino), lo que nos reenvía a una cosmovisión
de naturaleza no-religiosa. Es precisamente sobre esta última en donde
Pocock, Skinner y otros centran su atención. En este sentido, puede ser
argumentado que en el origen de los tiempos modernos la concepción cristiana
de historia se vio confrontada con una visión alternativa de naturaleza secular
y, especialmente relevante para nuestros propósitos, política138. De acuerdo con
este paradigma, la política se concibe como el “arte de lo posible” (de ahí la
importancia de la contingencia), como una “aventura sin fin”, o como un “juego
entre lo contingente, lo inesperado y lo imprevisto”139. Esto significa que, entre
el siglo XIII y el inicio del siglo XV, el pensamiento político en Florencia
recupera el vocabulario republicano clásico de la Roma Antigua. Como hemos
visto en el capítulo anterior, el humanismo cívico del Renacimiento italiano,
sobre todo a través de las obras de Maquiavelo y Guicciardini, hizo renacer una
tradición de pensamiento político que ejerció una influencia decisiva sobre el
curso de la historia de las ideas políticas de los siglos siguientes.
Un punto de vista privilegiado para observar el renacimiento de esta tradición
consiste en confrontar el discurso humanista cívico sobre la política con los
135
Pocock, 2002, p. 88.
Véase Pocock, 2002, p. 88.
137
Arendt, 2004, p. 34.
138
No por casualidad Pocock, en el año siguiente a la publicación de The Machiavellian
Moment, dio inicio a un otro proyecto cuyos primeros dos volúmenes fueron recientemente
publicados bajo el título de Barbarism and Religion (1999). El tema de este proyecto editorial es
justamente la tesis de Edward Gibbon según la cual a la caída del Imperio Romano de
Occidente siguió el “triunfo de los bárbaros y de la religión”. Entre el republicanismo clásico de
la Roma Antigua y el humanismo cívico de la Italia del Renacimiento, la Iglesia Católica
Romana definió el paradigma bajo lo cual fueron articuladas las filosofías de la historia
medievales.
139
Pocock, 2002, p. 90.
136
43
vocabularios filosófico y jurídico de la misma época140. Suscribiendo la opinión
de Baron, Pocock considera que, a pesar de ser innegable que las repúblicas
italianas de los siglos XIII, XIV y XV eran entidades jurídicas, no debemos
pensar que, por ello, la concepción de ciudadanía que en ellas imperaba
asumiese, igualmente, un carácter jurídico. Para Pocock, como para Baron y
Skinner, los principios que regulaban la práctica de la ciudadanía en las
Comunas italianas fueron, al contrario, articulados por medio de un lenguaje
humanista cuyas nociones axiales eran los conceptos de vita activa141 y vivere
civile. La discontinuidad entre el paradigma humanista cívico y el paradigma
jurídico explica por qué razón el pensamiento político de Guicciardini, un doctor
en derecho, fue casi siempre articulado en un registro republicano cívico,
prescindiendo del lenguaje jurídico. El pensamiento político de la Italia
renacentista fue, por lo tanto, articulado en dos vocabularios distintos, basados
en diferentes premisas, que plantean diferentes problemas y que recorren a
diferentes estrategias de argumentación: por un lado, el paradigma humanista
cívico, organizado alrededor de las nociones de polis y de virtudes, y, por el
otro, el paradigma jurídico, de cariz liberal, desarrollado alrededor de las
nociones de comercio y de maneras. En una frase, que sólo podría ser de
Pocock, “Podría generalizarse que la Ley es más del Imperio que de la
República” (1985a, p. 40).
Si existe un debate en la historia de las ideas políticas que refleja esta escisión,
ese es ciertamente el que opone a Thomas Hobbes y a James Harrington.
Hobbes, en el Leviathan (1651), sugiere que las palabras inscritas en las torres
de la ciudad de Luca - “libertas” - no traducían la situación de subyugación a la
que estaban entregados sus habitantes, en la medida en que no habían
establecido un contrato con un soberano que protegiese sus derechos a
cambio de la cesión de su derecho de resistencia a la autoridad de aquel142.
Harrington respondió a esta observación, en su The Commonwealth of Oceana
(1656), argumentando que la libertas de los ciudadanos de Luca consistía en
su participación en el régimen político republicano que ejercía la soberanía143.
La idea aristotélica de un “sistema de gobierno mixto” es aquí recuperada. El
modelo constitucional adoptado por Harrington comprende dos cámaras
legislativas indirectamente elegidas por el universo de los propietarios: un
senado dotado de poder legislativo (el principal poder, según la tradición
republicana, ya que articulaba la voluntad popular) y una asamblea capaz de
promulgar o vetar la legislación emanada del senado. Pocock reconstruye este
debate intentando demostrar que la diferente naturaleza de los vocabularios
empleados por los contendientes reflejaba cosmovisiones ideológicas
140
De aquí en adelante, acompañaremos la reconstrucción histórica del humanismo cívico tal
como Pocock la presenta en Virtue, Commerce, and History (1985), p. 37 y ss.
141
Hannah Arendt desarrolla una influyente recuperación de esta noción en The Human
Condition (1958), identificándola con las tres actividades humanas fundamentales:
respectivamente y por orden decreciente de importancia, la acción, entendida como interacción
pública entre iguales, el trabajo, definido como la actividad de los artesanos o artistas que
crean objetos durables que posibilitan que el hombre se sienta en casa en este mundo, y la
labor, asociada a las funciones biológicas de la especie humana y a las condiciones de vida
materiales. Véase Arendt, 1958, p. 7 y ss.
142
Véase Hobbes, 1991, p. 149. La referencia suministrada por Pocock (Libro II, capítulo XVIII)
es errónea; Hobbes compara la libertad de los habitantes de Luca con la de los de
Constantinopla en el capítulo XXI (“Sobre la libertad de los Súbditos”).
143
Harrington, 1977, pp. 170-171.
44
antagónicas. Si Hobbes argumentaba jurídicamente, defendiendo la existencia
de derechos asociados a la naturaleza humana, que estos derechos constituían
la soberanía, y que, por lo tanto, estos derechos no podían ser usados contra el
poder soberano, Harrington, en su turno, trabajaba en un registro humanista
cívico. Opinaba que Dios había concebido al hombre dotado de una naturaleza
social, cuya realización lo obligaba a una práctica de “autonomía activa”, a la
que Harrington dio el nombre de “virtud”.
Pocock subraya que no debemos reducir la “virtud” al estatuto de un derecho, o
intentar pasarla hacia un vocabulario jurídico. Tal como fue desarrollada por el
paradigma republicano, “virtud” puede querer significar “devoción al bien
común”, práctica de relaciones igualitarias entre ciudadanos envueltos en su
auto-gobierno o, dado que la ciudadanía remite hacia un ideal de vita activa,
virtud puede también denotar la calidad de “autonomía activa”, conocida en el
Renacimiento italiano como virtù144. Ahora bien, la virtù de Maquiavelo tiene un
carácter sobre todo político, en el sentido de que la dedicación al bien común
volvía a los ciudadanos iguales entre sí. En términos claramente arendtianos145,
Pocock opone el vocabulario republicano puramente político, desarrollado
alrededor de una noción de virtud como relaciones igualitarias entre
ciudadanos activamente participantes en la gestión de la cosa pública, a un
esquema de ideas de cariz social, en el que la participación era distribuida de
acuerdo con necesidades socialmente especializadas146. Lo que caracteriza a la
narrativa de Pocock es la idea según la cual el paradigma liberal jurídico invoca
una cosmovisión predominantemente social, orientada hacia la administración
de las cosas y hacia las relaciones humanas mediadas por esas cosas, en
contraste con el paradigma republicano cívico, fundamentalmente político ya
que se orienta hacia las relaciones interpersonales igualitarias y de
autogobierno. La oposición entre estos paradigmas, aunque no su
superposición con la distinción arendtiana entre social y político, puede ser
también encontrada en Skinner. Este último dedica el primer volumen de su
The Foundations of Modern Political Thought (1978)147 a la demostración de la
coexistencia de los vocabularios jurídico y humanista hasta 1530, cuando cae
la última república florentina, y el segundo volumen a una narrativa histórica del
pensamiento político del siglo XVI, ya bajo la influencia hegemónica del
paradigma jurídico. Una vez que esta historia termina alrededor de 1590,
Skinner no llega a abordar el periodo en que la virtud republicana re-emerge en
un universo intelectual hasta entonces dominado por un paradigma jurídico,
monárquico y religioso - el universo del mundo anglosajón.
Es justamente una contribución a la historiografía de este periodo lo que
Pocock nos ofrece. A su entender, es una seria distorsión de la historia
pretender describir la evolución del pensamiento político de modo
“juridicocéntrico”. Tal historia sería una “historia whiggista del liberalismo”, no
144
En la introducción a De l'Esprit des Lois (1751), Montesquieu, en la línea del humanismo
maquiavélico, afirma que “lo que yo he denominado “virtud” en la República es el amor a la
patria, es decir, el amor a la igualdad. Esta virtud no es ni moral ni cristiana, sino política”
(1990, p. 106).
145
Véase Arendt, 1958, p. 38 y ss.
146
Pocock, 1985a, p. 44.
147
Versión castellana: Skinner, Q., (1985-1986), Los fundamentos del pensamiento político
moderno, México, FCE.
45
una historia del pensamiento político protagonizada por la dialéctica entre los
paradigmas liberal y republicano. Pocock recorre, entonces, a la noción de
“maneras” para averiguar la naturaleza de la relación entre “derechos” y
“virtudes”. Empieza por constatar que los Two Treatises of Government
(1689)148 de John Locke se encuentran asociados, aunque no se pueda apuntar
una relación directa, con el régimen político Whig del siglo XVIII149. Su tesis es
que en el periodo entre 1688150 y 1776151 , el pensamiento político anglosajón
“se mueve decisiva, aunque nunca irrevocablemente, desde el paradigma
jurídico hacia el paradigma de la virtud y de la corrupción” (1985a, p. 48). La
cuestión central de la teoría política anglosajona deja de ser “¿Puede un
gobernante ser destituido por conducta impropia?”, y pasa a ser “¿Como evitar
la corrupción de los gobernantes y de los gobernados en un régimen fundado
sobre la profesionalización de las fuerzas armadas, la existencia de una deuda
pública, y relaciones de patrocinio entre gobernantes y gobernados?”. En esta
época, la emergencia de una nueva clase gobernante ligada al comercio y al
Estado152 enfrenta la reafirmación del ideal harringtoniano de una ciudadanía en
la que la virtud es identificada con la devoción al bien común y con la
participación cívica, pero sobre todo con la independencia de cualquier relación
que pueda conducir a la corrupción. La posesión de una propiedad surge, en
este contexto, como una garantía de autonomía. Y a pesar de los derechos que
protegen la propiedad, la verdad es que su función consiste en proteger la
virtud de sus propietarios153. Desde este punto de vista, el medio de integración
social “dinero” asume el estatuto de enemigo de la independencia y de la virtud.
En virtud de la creciente “fuerza paradigmática” del vocabulario liberal asociado
al régimen político-económico comercial y financiero que se afirma, de forma
hegemónica, sobre todo a partir del siglo XVIII, la noción de “virtud” es
redefinida por medio del concepto de “maneras”. Esta redefinición conceptual
acompaña a la transformación social que Arendt apodó de “emergencia de la
sociedad”154. Al arcaico mundo de las virtudes, propiedad y guerra, sucede un
148
Para una discusión de las circunstancias que rodearon la publicación de esta obra, véase la
introducción de Peter Laslett a la edición para estudiantes de los Dos Tratados, en la colección
“Cambridge Texts in the History of Political Thought”, organizada por Skinner y Greuss y
publicada por la Cambridge University Press.
149
La expresión Whig sirvió para designar, en tiempos diferentes, dos partidos políticos
ingleses de naturaleza completamente distinta. El primero, comúnmente conocido por Old
Whig, comprendía una heterogénea coalición de intereses (aristócratas terratenientes y
mercaderes) y dominó el panorama político inglés entre finales del siglo XVII y la primera mitad
del siglo XVIII. El segundo, de carácter liberal, emergió tras el realineamiento político que siguió
a la declaración de independencia americana de 1784. Durante el siglo XIX, la designación
Whig fue progresivamente substituida por el término “liberal”.
150
Fecha de la Glorious Revolution.
151
El 4 de julio de este año se proclamaba la declaración de independencia de los Estados
Unidos.
152
En este punto, Pocock se aleja de Arendt, para quien las actividades económicas tenían un
carácter privado o no-público, aproximándose a aquellos que, como Habermas, asocian
economía y Estado en oposición a la sociedad civil.
153
“Los ideales de virtud y comercio no pueden reconciliarse, ya que la “virtud” era empleada
en el sentido cívico, romano y Arendatiano...” (Pocock, 1985a, p. 48).
154
La tesis de Arendt es que la emergencia de la sociedad desde el “oscuro interior del hogar”
hacia la “luz de la esfera pública”, no se volvió indistinta a la oposición entre público y privado,
como contribuyó a la alteración del propio significado de estas nociones. Véase Arendt, 1958,
p. 38 y ss.
46
mundo crecientemente comercial y artístico, sentimental y cultural, en que las
relaciones son sociales y no políticas. En esta época, los individuos se
relacionan apasionadamente con el mundo que los rodea, una pasión que es
socialmente refinada y moderada por las maneras. Es al comercio al que se le
asigna el papel de pulir las maneras, es el comercio el que promueve aquello
que Pocock describe magistralmente como “encuentros próximos de tercer
grado” (1985a, p. 49)155. Así se pasa de una virtud austera y ruda a una virtud
pulida y gentil. La adquisición de cosas se vuelve una práctica virtuosa, así que
la virtud pasa a ser definida como la práctica y el refinamiento de las maneras.
Si un gentlemen's agreement es un acuerdo basado en la honra y no en la ley,
es porque, a partir de ahora, las manners obligan más que la virtù. La ley,
entendida por Maquiavelo como el principal medio de preservar la virtud, es en
este momento relegada a un segundo plano: “las maneras son más
importantes que las leyes...”, declara Edmund Burke en 1796156. El siglo XVIII
asiste a la ascensión y consolidación del estudio del derecho natural y civil, en
que las maneras (en el sentido jurídico de “costumbre”, consuetudines) son
objeto de una intensa análisis con el objetivo de descubrir los principios de la
naturaleza humana en que se basaba la diversidad de formas de conducta, de
donde las lois sacaban su esprit157.
La alusión a Montesquieu no es accidental. Montesquieu hizo para la segunda
mitad del siglo XVIII, aquello que Maquiavelo había hecho en el siglo XVI:
definió los términos en que el republicanismo debía ser discutido. La
interpretación que hacen de la tradición republicana se distingue por los
diferentes propósitos y métodos por los que se rigen. Si Maquiavelo concede a
la fortuna la capacidad de explicar la caída de grandes líderes, Montesquieu
mira hacia la historia en busca de las causas profundas que la explican158. A
pesar de la aspereza que caracteriza la relación de ambos con la Iglesia
católica romana, si Maquiavelo se refería sobre todo a la falta de espíritu
marcial de la cristiandad, Montesquieu criticaba el catolicismo por su
intolerancia, por la crueldad de La Inquisición y por los obstáculos que colocaba
al progreso científico. También sus enemigos políticos eran diferentes. Si el
principal objeto de crítica de Maquiavelo era la incompetencia prepotente de los
signori, Montesquieu se sublevaba contra el despotismo de la monarquía
absoluta de Luís XIV, la llamada “charada augustiniana”. La idea que
Montesquieu pretende desenmascarar es la de que “déspota ilustrado”
incorpora todas las virtudes republicanas, del patriotismo a la dedicación al bien
común, pasando por el sentido de justicia imparcial. Una vez que el rey es la
república, su corte, al servirlo, demostrará su carácter virtuoso. Para demostrar
la naturaleza fraudulenta de esta apropiación del republicanismo, Montesquieu
argumentará que la virtud política sólo es posible en regímenes republicanos,
nunca en una monarquía. Veamos como lo hace.
155
Pocock se refiere a las esferas de la intimidad sexual y familiar/amistad como las únicas de
mayor proximidad que el comercio, esto es, puede comprarse y venderse todo menos la
amistad o el amor.
156
Citado en Pocock, 1985a, p. 49.
157
Montesquieu trata la relación entre leyes, maneras y costumbres en el capítulo XIX de De
L’Esprit Des Lois. Su tesis es que las leyes tienden a acompañar a las costumbres: “cuando las
maneras de la gente son buenas, sus leyes son simples” (1990, p. 218).
158
Montesquieu, 1990, p. 104.
47
La Política de Aristóteles constituye la más evidente fuente de inspiración de la
teoría de los tipos de gobierno presentada en la primera parte de De L'Esprit
Des Lois (1748)159. En esta obra, Montesquieu utiliza dos conjuntos de
instrumentos analíticos. Por un lado, distingue tres formas de gobierno
(república, monarquía y despotismo), y, por el otro, define cada uno de estos
tipos en referencia a dos conceptos: la “naturaleza del gobierno” y el “principio
del gobierno”160. La naturaleza de un régimen político se refiere a aquello que
define su carácter, principalmente el número de detentadores de la soberanía.
Una república se distingue de otras formas de gobierno por el hecho de que
todos o algunos detengan el poder (si el pueblo fuera el soberano es una
democracia, si fuera una parte del pueblo quien gobierna es una aristocracia);
la naturaleza de la monarquía determina que sea apenas uno quien gobierne,
según las leyes del reino; finalmente, en un régimen despótico, el poder del
soberano no obedece a nada que no sea su propia voluntad. El principio del
gobierno, a su vez, remite hacia el sentimiento político que define la esencia de
ese régimen y cuya corrupción determina la corrupción del respectivo tipo de
gobierno161. El despotismo se asienta sobre un sentimiento infra-político, el
miedo; la monarquía se fundamenta sobre la honra, un sucedáneo de la virtud;
el principio de la república es la virtud (entendida como amor por la igualdad),
de que la depende su prosperidad. El ejemplo que Montesquieu, tal como
Maquiavelo, tiene en mente es el de la república romana pre-imperial: “Esta es,
en una palabra, la historia de los Romanos: siguiendo sus máximas originales,
conquistaron al resto de los pueblos. Pero después de tal éxito, su república no
podía ser mantenida por más tiempo (...) Esto hizo caer a los Romanos desde
su grandeza anterior” (1990, p. 104). La república romana “ya no podía ser
mantenida” después de las conquistas que alcanzó gracias a las virtudes de
sus generales (en especial, el coraje), porque su dimensión, significativamente
aumentada, imposibilitaba un régimen de características republicanas. La
explicación de esta tesis se encuentra en la relación que Montesquieu cree que
existe entre la dimensión de la sociedad y el tipo de gobierno162. No existe en
Montesquieu, sin embargo, ninguna nostalgia del pasado. Intentar recuperar las
antiguas republicas sería, en las condiciones sociales y económicas del siglo
XVIII, un anacronismo. Además, confirmando esto mismo, cuando Montesquieu
compara la Antigua Roma con la Inglaterra que había visitado años antes, la
separación de los poderes y la independencia del poder judicial surgen como
claras ventajas comparativas de esta última. La idea esencial de la separación
de poderes en Montesquieu, tal como en Maquiavelo, es la de que la
conflictividad social funciona como una garantía de libertad ya que ningún
grupo puede subyugar a los restantes; asimismo, un “sistema de gobierno
mixto” es una garantía jurídica de libertad163.
159
Versión en castellano: Montesquieu, C., (1985), Del espíritu de las leyes, Madrid, Tecnos.
Montesquieu, 1990, p. 125 y ss.
161
Montesquieu, 1990, p. 161 y ss.
162
Un régimen político republicano remite hacia un territorio de pequeñas dimensiones; una
monarquía, hacia una sociedad estratificada en estamentos o clases sociales; un régimen
despótico, a un territorio de gran dimensión (Montesquieu habla de “despotismo oriental” para
describir los imperios de Asia).
163
“Esta competición social es la condición del régimen moderado porque las diversas clases
son capaces de equilibrarse” (Aron, 1992, p. 43).
160
48
Pero, en este punto, Montesquieu da un paso crucial en la historia de las ideas
políticas. Alejándose de la concepción clásica, defendida por Platón,
Aristóteles, Políbio, Cicerón, Maquiavelo y Harrington, de un “sistema de
gobierno mixto” en el que los principios y grupos sociales representados por la
monarquía, aristocracia y democracia desempeñaban papeles políticos
independientes, controlándose recíprocamente para conseguir evitar la
corrupción de la comunidad, Montesquieu encuentra en la Inglaterra del siglo
XVIII un nuevo modelo, la “separación de poderes”164. Un modelo que, como
hemos visto, ya venía siendo articulado desde finales del siglo XVII, y en que el
imperio de la ley imponía a los tres poderes una forma de articulación basada
en la fiscalización mutua, asumiendo la independencia del poder judicial una
importancia fundamental. Es a este a quien cabe hacer cumplir la ley que a
todos, Corona incluida, obliga. Para el republicanismo clásico, la ley protege la
virtud pero es esta la que asegura la buena puesta en marcha de un sistema de
gobierno equilibrado, constituido por esferas institucionalizadas autónomas de
acción política. La virtud es más importante que la ley. Para el liberalismo
clásico, la libertad individual de cada miembro de una comunidad política está
asegurada por un sistema de gobierno que confiere a cada poder la capacidad
de trabar a los demás, lo que presupone, no la independencia, sino la
interdependencia entre los poderes. Los derechos individuales, protegidos por
la ley, son más importantes que la virtud. El hecho que el derecho natural del
siglo XVIII dedique tanta atención a las costumbres se explica por el carácter
natural de los derechos individuales. Los derechos naturales son universales,
porque son racionalmente aprensibles. La universalidad de los derechos
individuales y, por extensión, de la ley, se basa en la diversidad de las
costumbres y de las maneras, cuya inteligibilidad depende del descubrimiento
de las leyes que las determinan. Descubrir las leyes que regulan las
costumbres es descubrir la condición que permite pensar los derechos
individuales como naturales y universales. En el marco de esta oposición,
Montesquieu surge en el enlace entre un modelo y otro. Heredero de la
tradición republicana y lector atento de Maquiavelo, Montesquieu no deja de
buscar una alternativa al despotismo augustiniano adaptada a las condiciones
de una Europa en rápida expansión. Asociando la virtud a pequeñas
comunidades políticas culturalmente cohesionadas alrededor de valores
compartidos, la universalidad de la ley y la debilitación de las costumbres
gracias al comercio, surgen, a sus ojos, como la mejor solución. El vasto
imperio británico, fundamentado sobre el comercio colonial y sobre el sistema
de checks and balances entre Corona, la Cámara de los Lores y la Cámara de
los Comunes, surge a los ojos de Montesquieu como el ejemplo a seguir. La
minúscula polis no tenía lugar en el presente.
164
Pocock intentó demostrar que los orígenes históricos de la doctrina liberal de la “separación
de poderes” remontan a la sugestión historiográfica de que la transformación de la republica
romana en un imperio demostraba los peligros, que para la libertad de los ciudadanos, tenía el
poder centralizado. Véase Pocock, 1965.
49
Capítulo III: El contratualismo republicano de Jean-Jacques Rousseau.
Antes de atravesar el Atlántico siguiendo el camino recorrido por las ideas
republicanas, debemos discutir una de las más influyentes y polémicas
interpretaciones de la tradición republicana clásica que conoció la Europa del
siglo XVIII. Nos referimos a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), y, en
particular, a dos de sus obras, el Discours sur l'origine et les fondements de
l'inégalité parmi les hommes (1755)165, generalmente conocido como el
Segundo Discurso, y el Du Contrat Social; ou, Principes du Droit Politique
(1762)166. Estamos convencidos de que las ideas que en ellas se expresan
constituyen una de las más importantes y singulares herencias del
pensamiento político y social moderno y contemporáneo167. Esta singularidad
se deriva, sobre todo, de la particular relación que Rousseau establece con la
tradición intelectual de la Modernidad.
En efecto, en Rousseau, Iluminismo y contra-Iluminismo coexisten de tal forma
que, como Melzer correctamente subraya, la continuidad entre ambos
movimientos se vuelve absolutamente fidedigna168. Con la feroz crítica a las
ciencias y a las artes169, que se extiende al racionalismo moderno en general,
Rousseau inaugura el movimiento del contra-Iluminismo y su esfuerzo de
reencantamiento del mundo, al mismo tiempo que se afirma como uno de los
nombres cruciales del contratualismo racionalista moderno. En la obra del
filósofo de Ginebra, la crítica al Iluminismo asume, así, la naturaleza de un
movimiento interno de autosuperación dialéctica, razón por la cual no
vacilaríamos en juntar nuestra voz a la de aquellos que afirman que el “contraIluminismo rousseaoniano es finalmente la expresión más profunda y
consistente del Iluminismo” (Melzer, 1996, p. 345). Al confrontar el Iluminismo
dialécticamente, Rousseau pretende demostrar que los fines humanistas
asociados al movimiento de las Luces (que él comparte), acaban siendo
corroídos por los propios medios racionalistas que adopta el movimiento. Pero
si, por todo esto, se justifica la aplicación a Rousseau del epíteto de “primer
filósofo del Romanticismo”, urge subrayar que su nostalgia por el pasado no lo
reenvía a un medievalismo feudal, tan al gusto del Romanticismo alemán
165
Versión en castellano: Rousseau, J., (1970), Discurso sobre el origen y los fundamentos de
la desigualdad entre los hombres, Barcelona, Península.
166
Versión en castellano: Rousseau, J., (1988), El contrato social o principios de derecho
político, Madrid, Tecnos.
167
De hecho, la influencia de Rousseau sobre el pensamiento social moderno y
contemporáneo es inmensa. Desde Kant, cuya formulación del imperativo categórico es
deudora de la noción rousseauniana de voluntad general, como tendremos oportunidad de
constatar más adelante, pasando por Hegel y Marx, cuyas teorías de la alienación derivan
directamente de la teoría de la dependencia avanzada por Rousseau, hasta Durkheim, que
inició su carrera intelectual con la obra Montesquieu et Rousseau: Précurseurs de la Sociologie
(1953), la influencia de las propuestas del autor del Contrato Social es innegable.
168
Melzer, 1996, p. 344.
169
Cuyo ejemplo más flagrante, aunque no único, es el Discours sur les sciences et les arts
(publicado en 1751), vulgarmente conocido como el Primer Discurso, en el que Rousseau
defiende la tesis de que las artes y las ciencias, lejos de haber contribuido a la virtud y a la
felicidad humanas, fueron los principales responsables de la degeneración y la corrupción
moral de la humanidad.
50
ochocentista de Herder y sus seguidores, sino, eso sí, al imaginario de la
Antigüedad clásica republicana de Esparta y Roma.
Para Rousseau, la cuestión política fundamental es la de encontrar una forma
de asociación “capaz de defender y proteger con toda la fuerza común la
persona y los bienes de cada uno de los asociados, pero de modo que cada
uno de estos, uniéndose a todos, sólo obedezca a si mismo, y quede tan libre
como antes” (Rousseau, 1996, p. 360). La solución para el problema formulado
reside en la naturaleza del acto por el cual un pueblo se vuelve un pueblo o, en
otras palabras, en la naturaleza del acto por el cual la comunidad política es
establecida – el contrato social. Así, este contrato, máxima expresión de esa
capacidad de actuar libremente que distingue al hombre de los demás
animales, tiene por cláusula central la de la alienación total de cada asociado,
con todos sus derechos y libertad, a la comunidad. Como los demás modernos,
Rousseau concibe el Estado y la vivencia política como una creación
puramente humana, basada en el hecho de que el hombre dispone de
posibilidad de elegir, aceptar, rechazar, y de, por estos medios, desafiar a la
naturaleza, incluso a la suya. Pero, si es así, ¿como puede tener sentido la
alienación total prevista por la cláusula central del contrato? O, reformulando
nuestra cuestión, ¿como puede Rousseau permitir que el hombre renuncie a su
libertad y, por lo tanto, al instrumento de su auto-preservación, cuando eso
equivale, en sus propias palabras, a “renunciar a su cualidad de hombre”?
(1996, p. 356).
La superación de esta aparente paradoja pasa por el reconocimiento de la
naturaleza de las partes que contraen el pacto de asociación previsto por
Rousseau. Se trata, además, de un pacto que, a semejanza del concebido por
Hobbes, se destina a garantizar la unión de todos en un sólo cuerpo o persona,
siendo la sumisión incluida en las cláusulas del convenio un mero medio para
establecer esa unión. Si, como Louis Althusser nota170, en el contrato jurídico
común las partes tienen una existencia anterior y exterior al contrato, en el
contrato dibujado por Rousseau una de las partes contratantes es producto o
fin de ese contrato. En efecto, en Rousseau el pacto de asociación tiene lugar
entre el particular, esto es, los individuos tomados uno a uno, y el público, esto
es, el pueblo o el soberano, a constituir a partir del mismo pacto. Esta ficción,
inaceptable, por cierto, a los ojos de Hobbes, permite que aquella alienación
total que en Hobbes se producía a favor de una tercera parte no interviniente
pase a producirse en la interioridad. Cada individuo, en su calidad de particular
o súbdito, acaba por firmar un contrato sólo consigo mismo, en su calidad de
miembro del soberano. La alienación total es, pues, aceptable a los ojos de
Rousseau, porque ella es interna a la libertad que los individuos se dan
incondicionalmente a sí mismos. Aún más, siendo la alienación total e igual
para todos, no hay lugar para cualquier reserva de derechos por parte de los
asociados y, de esa forma, se extinguen todas las posibles fuentes de conflicto
entre el individuo y la voluntad general emanada del soberano. El resultado
final alcanzado se coloca, así, muy cerca de aquel al que Hobbes, antes que
Rousseau, había llegado: el soberano permanece como el único juez y dispone
170
Véase Althusser, 1972.
51
de un poder absoluto, infalible, indivisible e inalienable sobre todos los
miembros de la comunidad política.
Contrariamente al contrato injusto concebido en condiciones de profunda
desigualdad e instituido como instrumento de dominación y opresión, el
contrato fundador de la república debe, por consiguiente, asentarse sobre una
alienación que, además de consciente y libremente contraída, traiga claras
ventajas a los participantes. Perdiendo, mediante el contrato, una libertad
natural proporcional a sus fuerzas y un derecho ilimitado a todo lo que posee o
puede obtener, cada contratante gana, una vez concluido el pacto, una libertad
civil limitada por la voluntad general y la propiedad de todo lo que posee. Pero
quizás la mayor ventaja de la asociación civil reside en el hecho de prestar a
los ciudadanos el equivalente de la independencia natural del hombre. Gracias
al contrato fundador de la república, las relaciones de hombre a hombre se
sustituyen por las relaciones entre los ciudadanos y la ley, que, a su vez,
expresa la voluntad general. Esta es no sólo la voluntad de todo el cuerpo
político, sino también la de cada uno de los asociados. Cada uno en calidad de
súbdito sólo obedece a la ley que se da a sí mismo como co-legislador, esto es,
a su voluntad transformada. Una obediencia “a la ley que uno se ha impuesto
es libertad” (Rousseau, 1996, p. 365).
Mediante el contrato social se forma una persona artificial, el Estado, cuya
voluntad debe desear sólo aquello que puede ser igualmente deseado por
todos los miembros de la comunidad política y expresarse bajo la forma de ley.
La ley es, por tanto, el producto de la voluntad general y, como Alan Bloom
nota, el primer objetivo del contrato es el de constituir “un régimen que pueda
expresar la voluntad general” (1987, p. 568). La voluntad general debe ser por
lo tanto la voluntad de cualquiera de los ciudadanos cuando es consultado
sobre cuestiones de interés para la comunidad, y representa aquella
perspectiva que podría acoger la aprobación unánime de todos los
conciudadanos. Dos características formales definen a la ley: en primer lugar,
la generalidad, ya que las leyes no se pueden referir a personas o actos
particulares171 ; en segundo lugar, la abstracción, porque la ley debe considerar
a los ciudadanos como un cuerpo y a los actos en abstracto172 . Sin embargo,
este carácter general y abstracto de la ley, como expresión de la voluntad del
cuerpo soberano, sólo tiene sentido en el marco de un ejercicio virtuoso de la
ciudadanía. La virtud republicana es conditio sine qua non de una participación
libre, imparcial y desinteresada en la formación de la ley.
El contrato social, tal como Rousseau lo concibe, constituye al soberano. En
Rousseau, este término se destina a indicar que la fuente de toda la legitimidad
se encuentra en el pueblo como un todo, determinando activamente los
destinos de la comunidad, y no en cualquier segmento del mismo. Una
verdadera asociación política no puede fundarse sobre relaciones de sumisión
o dependencia ante un individuo o un grupo. Es cierto que la existencia de un
gobierno – monárquico, aristocrático o democrático – es necesaria, pero su
derecho de gobernar deriva exclusivamente del conjunto de ciudadanos, que lo
puede destituir en cualquier momento. La soberanía es un derecho inalienable,
171
172
Rousseau, 1996, pp. 378-379.
Rousseau, 1996, p. 379.
52
imprescriptible e incomunicable, que sólo puede residir en el cuerpo de la
nación. El pueblo que enajena su soberanía, al igual que el hombre que
enajena su libertad, pierde su calidad de pueblo, pues, por ese acto, se
disuelve en multitud. El Estado es una asociación de hombres libres y, para
que así continúe, es necesario que la voluntad que lo dirige sea la voluntad
general, como voluntad de un cuerpo unitario. Cualquiera que sea la forma
particular de gobierno elegida, la constitución del Estado legítimo tiene que ser,
por lo tanto, republicana.
Siendo la soberanía un atributo que sólo puede pertenecer a un ser colectivo,
el cuerpo de la nación, ella es naturalmente intransmisible. Crítico feroz de
cualquier forma de gobierno representativo, Rousseau considera que, cuando
un pueblo elige representantes y les confiere un mandato para que ejerzan el
poder legislativo, abdica de su soberanía y se somete a una voluntad particular,
la del Parlamento, que, de ahí en delante, será la voluntad soberana. Tener
representantes significa, por lo tanto, ceder a otro el ejercicio de la propia
libertad civil, lo que, para Rousseau, es inconcebible. Únicamente en países de
gran extensión territorial admite Rousseau algún tipo de representación,
aunque muy limitada. En verdad, estos representantes tienen que ser elegidos
por asambleas locales, que les deben suministrar, en todo momento,
instrucciones precisas173. Además de inalienable, la soberanía es, para
Rousseau y pace Montesquieu, indivisible. Los apologistas de la separación de
poderes, nos dice Rousseau, no sólo separan indebidamente la fuerza (el
ejecutivo) de la voluntad (el legislativo), como también toman como partes de la
autoridad soberana aquello que son sólo sus emanaciones. El soberano puede,
de hecho, hacerse representar en el ejercicio del poder ejecutivo, pero ya no en
el ejercicio de su propia soberanía, i.e., en su papel de legislador. Pero hacerse
representar, Rousseau subraya, no es enajenar. El poder conferido al ejecutivo
es tan sólo poder delegado, que permanecerá sometido al riguroso control de
la voluntad general y podrá ser retomado tan pronto como el soberano lo
desee. Los magistrados encargados de ejecutar la ley son, pues, meros
mandatarios o ministros, que, en ningún momento, actúan por autoridad propia.
Sus actos no son actos de soberanía, son simplemente de magistratura o de
gobierno, incidiendo sobre objetos particulares, y asumiendo la forma de
decretos. Sin embargo, a ellos les incumbe la importante función de transmitir y
aplicar los mandatos de la voluntad general a los súbditos y, así, establecer la
comunicación entre el soberano (el conjunto de los ciudadanos) y el Estado (el
conjunto de los súbditos). Por eso mismo, el poder ejecutivo debe ser lo
suficientemente poderoso como para dominar las voluntades particulares, pero
no para dominar y subvertir la voluntad general y las leyes174.
173
El enfrentamiento con las ideas de Edmund Burke es, en este punto, inevitable. Si para este
último, “el poder de la Cámara de los Comunes es una gota de agua en el océano comparado
con el que reside en la mayoría de vuestra Asamblea Nacional. Esta asamblea, desde la
destrucción de las órdenes, no tiene una ley fundamental ni ninguna convención estricta (...).
En lugar de encontrarse obligados a conformarse con una constitución fija, ellos tienen el poder
de hacer una constitución que deberá ajustarse a sus designios. Nada en el cielo ni en la tierra
puede ser un obstáculo para ellos” (Burke, 1963, p. 537), para Rousseau, la realidad era bien
diferente. Según este último, “El pueblo Ingles cree ser libre, y se engaña; porque tan sólo lo es
durante la elección de los miembros del Parlamento; tan pronto como se eligen, ya es esclavo,
ya no es nada” (Rousseau, 1996, p. 430).
174
Véase Bloom, 1987, p. 575.
53
Si la existencia de un soberano democrático – la república - es, como hemos
visto, compatible con una multiplicidad de formas de gobierno, su subsistencia
depende, en última instancia, de la moral pública de los ciudadanos, y esta, del
uso político que puede hacerse de la religión. El mantenimiento de un sentido
de pertenencia política constituye la preocupación central de un autor para
quien la libertad política asume un nivel de excelencia que la libertad de los
modernos no sabría igualar. Para Rousseau, esta antigua libertad republicana
murió en las manos de la cristiandad. Hablar de república cristiana es, para él,
una contradicción en los propios términos, ya que, como subraya, “estas son
dos palabras que se excluyen mutuamente” (Rousseau, 1996, p. 467). Las
perniciosas implicaciones políticas del cristianismo son, además, tema de
discusión en diversos pasos de Émile, así como en aquel capítulo que, en Du
Contrat Social, Rousseau resuelve dedicar a la temática de la religión civil. El
problema político del cristianismo, tal como Rousseau lo concibe, se traduce,
sobre todo, en la destrucción de la unidad del Estado y de la virtud republicana,
en el aumento de la intolerancia y de la tiranía clerical, en el debilitamiento de
la moral privada, en especial la del núcleo familiar y, finalmente, en la pérdida
de la unidad del alma humana175.
Tres son los elementos que Rousseau entiende que hacen de la intolerancia, o
la “pía crueldad” a la que se refería Maquiavelo, el corolario natural de la
difusión de la religión cristiana: el monoteísmo, la creencia en una vida después
de la muerte y, finalmente, el énfasis puesto en el carácter doctrinal o
“teológico” de la cristiandad. En todos estos aspectos es total el contraste que
Rousseau traza entre el paganismo y el cristianismo. Para él, las ventajas de la
religión pagana se asientan mayoritariamente en el hecho de ser esta una
religión civil, que brota de pasiones humanas reales (como, por ejemplo, el
patriotismo) y ser funcional a las necesidades políticas, mientras que el
cristianismo asume el carácter de una religión puramente espiritual, que, en
nombre de la pureza moral, desconecta a los ciudadanos de las cosas
mundanas, incluida entre ellas la comunidad política. Y, si es así, el paganismo
se muestra particularmente competente en el desempeño de aquel papel
político que Rousseau reserva a la religión: el del mantenimiento de la unidad
de un pueblo, gracias a la legitimación y refuerzo de la devoción de los
ciudadanos a la vivencia cívica y a las leyes que la sustentan. Intensificando
una conflictividad casi natural entre los hombres, las religiones paganas
refuerzan la tendencia hacia la identificación del extranjero con el enemigo y
hacia la búsqueda competitiva de la riqueza, la gloria y la libertad, llegando
incluso a promover la expansión imperial por parte de las unidades políticas.
Sin embargo, y a diferencia de lo que pasará con el monoteísmo cristiano, el
politeísmo pagano deja, según Rousseau, espacio al pluralismo y a una cierta
tolerancia. En la famosa frase rousseauniana: “los dioses de los paganos no
eran envidiosos; se repartían el imperio del mundo” (Rousseau, 1996, p. 461).
Pero, si en el mundo pagano sería absurdo hablar de guerras santas, cuyo
objetivo es el de la conversión del enemigo al único Dios verdadero, lo mismo
no puede decirse del cristianismo, que, según Rousseau, no puede, por su
propia naturaleza, coexistir pacíficamente con la pluralidad de naciones y de
175
Véase Melzer, 1996, pp. 345-358.
54
dioses. Inherente al cristianismo se encuentra, por lo tanto, una tendencia hacia
el proselitismo y hacia la intolerancia, únicamente reforzada por la creencia en
una vida después de la muerte. Como Rousseau explica en Du Contrat Social,
en la cosmovisión cristiana, es imposible vivir en paz con una persona que se
cree condenada, aunque se trate de un conciudadano. Cuando es menester de
cada uno traer al otro hacia la salvación, sólo dos opciones le restan ante el
“disidente”: traerlo a la verdadera fe (por la fuerza, si fuera necesario), o
torturarlo. En cualquiera de los dos casos, el resultado es una conflictividad
añadida que fractura un tejido social que Rousseau desearía ver unido.
Las consecuencias nefastas del cristianismo no se limitan, sin embargo, al
aumento de la persecución y del conflicto sectario. En la estela de la tradición
republicana representada por Maquiavelo, Rousseau entiende que la
cristiandad “destruye la “virtud republicana”, el patriotismo militante que es la
precondición de la verdadera libertad política” (Melzer, 1996, p. 347).
Contrariamente a los autores de los Federalist Papers, Rousseau no cree, por
lo tanto, en la posibilidad de la creación de una gran república comercial,
fundada en un interés propio esclarecido. Asociales por naturaleza, los
hombres son traídos a la convivencia social y política armoniosa sólo mediante
su transformación en fervorosos ciudadanos, unidos en una pequeña,
altamente disciplinada, popularmente gobernada, y militarmente patriótica
ciudad-Estado, como la antigua Esparta176 . Nada más contrario a esta
transformación que los llamamientos al amor cosmopolita por la humanidad y al
desprendimiento ante las cosas de este mundo promulgados por el
cristianismo. Por su universalismo, el cristianismo se opone a todas las
exclusiones y preferencias y, sin embargo, la patria es, también una
preferencia. Por su llamamiento a la pasividad, a la resignación, a la
servidumbre y a la dependencia, el cristianismo se muestra más favorable a la
tiranía que a la virtud republicana o a la libertad política. Y, si es así, es de
esperar que, en caso de enfrentamiento entre una república cristiana y Esparta
o Roma, el desenlace previsto por Rousseau sea el de que “los piadosos
cristianos serán vencidos, arrollados, destruidos, antes de tener tiempo para
levantarse sobre sí” (Rousseau, 1996, p. 467).
La naturaleza corrosiva del cristianismo no se confina, sin embargo, al conjunto
de efectos morales hasta ahora destacados. Porque la Iglesia no sólo es una
congregación de fieles, sino también un cuerpo visible, dotado de poderes
jurisdiccionales propios. Los Estados cristianos se encuentran inevitablemente
divididos en sí mismos y sujetos a permanentes conflictos de jurisdicción que
oponen dos poderes, dos soberanos, sacerdotium y regnum. Como Rousseau
enfatiza: “En estas circunstancias fue cuando vino Jesús a establecer sobre la
tierra un reino espiritual, que separando el sistema teológico del político, hizo
que el Estado dejase de ser uno, y causó las divisiones que jamás han dejado
de tener en agitación a los pueblos cristianos” (Rousseau, 1996, p. 462). Esta
violenta reacción rousseauniana a la amenaza que la Iglesia representa sobre
una soberanía unificada lleva a Rousseau a permitirse elogiar el proyecto
hobbesiano de proceder a la reunión de las dos cabezas del águila, por la
sumisión ya sea de la doctrina religiosa o de la organización de la Iglesia, al
176
Melzer, 1996, p. 347.
55
soberano177 . Sin embargo, Rousseau expresa su escepticismo ante la solución
propuesta: el interés del clérigo será siempre más fuerte que el del Estado, ya
que, a la luz de la promesa de recompensas o puniciones en la post-vida, las
sanciones terrenales parecerán siempre cosa insignificante. Ni siquiera en
Inglaterra o en Rusia, donde los monarcas se habían establecido como jefes de
la Iglesia, se había logrado el intento de subordinación del sacerdotium al
regnum. Como Rousseau subraya, “los reyes de Inglaterra se han hecho
cabezas de la Iglesia y otro tanto han hecho los Zares, pero con este título más
bien han logrado ser ministros de ella, no sus señores; no han adquirido tanto
el derecho de cambiarla como el poder de sostenerla; no son en ella
legisladores, sino tan sólo príncipes” (1996, p. 463). Además de dominante, el
poder temporal de la Iglesia tiende inevitablemente hacia el despotismo. La
libertad del ciudadano sucumbirá en las manos de una jerarquía de la Iglesia
que, preservando el monopolio de las llaves de la salvación o condena de cada
uno, mantiene a todos en una atroz condición de dependencia.
Además de la unidad de la comunidad política, otra unidad cae, según
Rousseau, con el advenimiento del cristianismo. Nos referimos a la unidad del
alma humana, que el autor cree, en la condición social del hombre, poder
subsistir sólo bajo dos formas: la de la entrega total del hombre a la comunidad
política (i.e., la ciudadanía republicana) o la entrega total del hombre a sí
mismo (i.e., la individualidad solitaria). Rousseau está convencido que la
religión cristiana impulsa al hombre no sólo contra la ciudad, sino también
contra sí mismo, en la medida en que mortifica su naturaleza pasional y, a
través de la narrativa de la caída en el pecado, lo priva de la libertad de la
voluntad. En esto el papel del cristianismo en poco difiere de aquel
desempeñado por la esfera de la “sociedad civil” o el “sistema de necesidades”.
También la esfera de la reproducción material de la sociedad se interpone entre
el individuo y el Estado, subsistiendo a costa de la multiplicación de las
necesidades sociales y del aumento exponencial de las relaciones de
dependencia. Obcecado por la búsqueda de la satisfacción de sus crecientes
necesidades y crecientemente dependiente de aquellos que las pueden
satisfacer, el burgués, igual que el cristiano, se ve impedido de ser tanto un
hombre como un verdadero ciudadano.
Sabiendo que el cristianismo, al apelar a la indiferencia ante los destinos de la
comunidad política, a la resignación ante la tiranía y a la indiferencia ante al
éxito militar, corroe irremediablemente el espíritu social y las virtudes
republicanas, ¿que alternativa resta? La respuesta de Rousseau es, a este
nivel, lineal. Al soberano le atañe regular aquellos aspectos de las creencias de
los ciudadanos que tienen impacto sobre la vivencia de la comunidad política.
Pero, añade Rousseau, es crucial para el Estado que los ciudadanos tengan
una religión que los haga amar sus deberes de ciudadanía. Sin la creencia en
un Dios y en la vida después de la muerte, Rousseau cree que se generalizaría
la falta de respeto por las formas más básicas de la moralidad. Sin embargo el
contenido específico de los dogmas religiosos debe permanecer fuera de la
177
“De todos los autores cristianos el filósofo Hobbes es el único que ha visto claramente el mal
y el remedio, el único que se ha atrevido a proponer reunir las dos cabezas del águila para
llevarlo todo a la unidad política, sin la cual nunca ni el Estado ni el Gobierno serán bien
constituidos” (Rousseau, 1996, p. 463).
56
esfera regulada por el soberano, a menos que incida sobre la moral o sobre el
cumplimiento recíproco de deberes. Esta tolerancia no se extiende al
catolicismo, cuyos creyentes prestan necesariamente obediencia a un segundo
soberano, el Papa, ni tampoco a Iglesias o sectas que clamen exclusividad
doctrinal178. Esto porque, como Rousseau subraya, la tolerancia religiosa es un
prerrequisito de la paz civil y de la amistad cívica. Además de esta exigencia de
tolerancia, Rousseau aboga la imposición, por parte del Estado, de una
profesión de fe puramente civil. Esta se destina a intensificar sentimientos de
sociabilidad “sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni fiel súbdito”
(Rousseau, 1996, p. 468). Al ciudadano de la república rousseauniana se le
exige, por lo tanto, la creencia en un Dios todopoderoso y bondadoso, en la
vida después de la muerte, en la recompensa y punición por la acción justa e
injusta y en la santidad del contrato social y de las leyes. No creer en estos
dogmas equivale a autocondenarse al exilio. Como subraya Allan Bloom, en
Rousseau, “no la ilustración, sino una severa educación moral es el
prerrequisito de una sólida sociedad civil. El gusto de Rousseau y su análisis
de la injusticia de la sociedad moderna lo conducen de regreso a Grecia”
(Bloom, 1987, p. 561). Conscientes de que la apropiación rousseauniana del
republicanismo sólo será conocida al otro lado del Atlántico a partir de
mediados del siglo XIX, prosigamos, ahora, con la reconstrucción de la
migración intelectual del humanismo cívico de Harrington hacia el Nuevo
Mundo, en la cual, más que Rousseau, fue Montesquieu quien jugó un papel de
bisagra.
178
“Pero el que se atreva a decir, fuera de la Iglesia no hay salvación, debe ser desterrado del
Estado, á no ser que el Estado sea la Iglesia, y el príncipe el pontífice” (Rousseau, 1996, p.
469).
57
Capítulo IV: 4 de Julio de 1776: ¿El fin de la política clásica?
Los lectores americanos de Montesquieu, el autor más citado en la década
siguiente a la Declaración de Independencia por trece colonias
norteamericanas179 , fueron ciertamente influenciados por sus tesis; pero ¿como
podrían los independentistas americanos concordar con la idea de que el
imperio inglés, que los subyugaba, era superior a la Roma de Cicerón? En este
capítulo, nuestro propósito consiste en proseguir la reconstrucción diacrónica
del paradigma republicano, ahora discutiendo su migración de Florencia hacia
Filadelfia, a través de la Inglaterra de Harrington. Como vimos, Montesquieu
ofrece una interpretación de la tradición republicana poco funcional para los
americanos de finales del siglo XVIII. No sólo la comparación favorable de
Inglaterra con la Antigua Roma cuestionaba las pretensiones de independencia
de las colonias norteamericanas, sino que, incluso tras la fundación de la nueva
república, su tesis sobre la importancia de la dimensión geográfica para la
definición del tipo de gobierno se utilizaría por los anti-federalistas: ¿como
podría un continente ser una república?
Por esto, se justifica en este punto un prólogo metodológico sobre la
historiografía de la revolución americana. Para comprender todas las
implicaciones teóricas de la narrativa histórica que vamos a presentar,
debemos tener en consideración la distancia ideológica que separa la
historiografía convencional, dominante hasta los años 60, y la historiografía
revisionista, de cariz historicista, que surge en ese momento180. Si para la
primera el liberalismo de Locke es la ideología fundadora de la nueva república,
para la segunda obstruir el debate entre republicanismo y liberalismo significa
promover una visión whiggisticamente distorsionada de la historia política
americana. De hecho, el mismo contexto intelectual que dio lugar a la nueva
historia de la ciencia, de la que Kuhn es la figura más célebre, y el método
historicista asociado con Laslett, Pocock y Skinner, asistió igualmente a un
profundo cambio en la forma de escribir la historia de la revolución
americana181 . Esta nueva perspectiva historiográfica era original en tres puntos
de vista. En primer lugar, resaltaba la importancia de la rearticulación del
lenguaje de la oposición inglesa por los independentistas norteamericanos. Por
otro lado, subrayaba que las estrategias argumentativas de los
independentistas se asentaban sobre la tradición que iba de Aristóteles y
Maquiavelo a Harrington. Por último, reconocía el proceso de interpretación
179
Donald Lutz demostró que si Locke fue al autor más citado en los quince años anteriores a
la Declaración de Independencia de 1776, Montesquieu, junto con Blackstone, fue el más
citado durante el debate de ratificación de la Constitución (1786-1787). Lutz, 1984, p. 192 y ss.
180
Pocock, 2002, p. 607.
181
En concreto, fue Bernard Bailyn, en el inicio de la década de los 60, y a través de su
programa de investigación sobre la sociedad norteamericana del siglo XVII que vendría a
culminar en su Ideological Origins of the American Revolution (1967), quien intentó investigar,
por primera vez, la historia de la noción de “república” en el marco del pensamiento político
americano, cuestionando la hegemonía alrededor de la figura de Locke. Más tarde, Gordon
Wood, con The Creation of the American Republic (1969), y J. C. Pole, con Political
Representation in England and the Origins of the American Republic (1966), dieron continuidad
a esta línea de investigación. Más recientemente, ha sido publicada una excelente colección de
artículos bajo el título Conceptual Change and the Constitution (1988), editada por Terence Ball
y J. G. A. Pocock.
58
creativa de la tradición clásica impulsado por las experiencias de la Declaración
de Independencia (1776) y de la Asamblea Constituyente de Filadelfia (1787).
Como resultado de estas innovaciones, la revolución americana empieza a ser
vista desde dos prismas antagónicos: al relato convencional de que se trató del
momento fundador de un contrato social lockeano en el nuevo mundo182, podía
ahora añadirse la interpretación de que sería el resultado de la relación entre la
historia cultural inglesa y el humanismo cívico italiano.
De acuerdo con esta última perspectiva, son particularmente importantes
ciertas manifestaciones de la tradición republicana en la historia intelectual
norteamericana. Desde luego, la cultura política de las colonias inglesas del
siglo XVII y XVIII fue profundamente influenciada por el humanismo cívico neoharringtoniano, en sus múltiples variantes: inglesa, escocesa, anglo-irlandesa,
de la Nueva Inglaterra, de Pensilvania, de Virginia. La literatura representativa
de esta cultura política incluía el canon Old Whig, Milton, Harrington, Sidney y
Montesquieu, a la par de la tradición griega, romana y renacentista. En cuanto
a los valores y conceptos políticos característicos de esta cultura, no huyen del
ideario usualmente asociado al republicanismo clásico y al humanismo cívico,
comprendiendo el ideal cívico y patriota de una personalidad basada en la
posesión de una propiedad, que se perfecciona a través de la participación
cívica, pero que es eternamente amenazada por la corrupción. Dado que el
lenguaje disponible para criticar el poder de Westminster era republicano, los
argumentos de los revoltosos debían reflejar esta “influencia paradigmática”.
Así, y concibiendo la historia política norteamericana del siglo XVIII como un
episodio de la historia política inglesa183, los habitantes de las colonias inglesas
de América del Norte veían en la metrópoli una fuente de corrupción de sus
virtuosos hábitos rurales y guerreros. El espíritu comercial del imperio inglés
debía ser, desde el punto de vista de individuos educados por las enseñanzas
de Cicerón, Harrington y Milton, rechazado en favor de la virtud original inglesa,
el vivere civile a la inglesa (Harrington). Sintomáticamente, Pocock describe
este periodo de la siguiente forma: “Hasta este punto – que pronto sería
superado- la Revolución estaba paradigmáticamente determinada y se
correspondía con lo que Kuhn llama un ensayo ‘normal de ciencia’” (2002, p.
610).
En Inglaterra, la distinción entre Court y Country, entre libertad y autoridad,
entre dinero y tierra, no se reflejaba en la estructura social. Los propietarios de
la tierra no eran tan independientes del comercio y del crédito como pretendían
ser. La verdad es que los propietarios terratenientes difícilmente conseguían
negar que la virtud tenía que habitar en un mundo dominado por el comercio.
Sin embargo, el debate entre los portadores de las cosmovisiones liberal y
182
Arendt, en On Revolution, distingue dos tipos de contrato social presentes en el
pensamiento y en el lenguaje político del siglo XVII: uno lockeano, en el que los individuos
prescinden de su poder en favor de una autoridad superior, recibiendo en contrapartida la
protección de sus vidas y sus propiedades, y otro, harringtoniano, en que los individuos llegan
a un acuerdo entre sí para formar una comunidad basada en la reciprocidad y en la igualdad.
No es difícil encontrar entre los herederos de este contratualismo igualitario al humanismo
cívico del siglo XVIII y al socialismo democrático del siglo XIX. Véase Arendt, 2004, p. 232 y ss.
183
Pocock, 1987b, p. 334.
59
republicana en la Inglaterra del siglo XVII184, tal como en la Italia renacentista y
en las colonias de América del Norte del siglo XVIII, está marcado por
ambigüedades, contradicciones y tensiones que condenan al fracaso cualquier
ejercicio que pretenda oponer a los liberales, por un lado, y a los republicanos,
por el otro. La confrontación entre estos lenguajes fue sencillamente mucho
más compleja de lo que una oposición binaria dejaría suponer. Al contrario de
lo sugerido por Appleby185, Pocock no reduce este debate a las tesis
republicanas; intenta, eso sí, aislar los elementos distintamente republicanos de
esta discusión para que sea, de hecho, dialéctica, y no sólo un episodio más en
la historia de la evolución del paradigma liberal. Pocock considera que si
reconstruyésemos el paradigma lingüístico en el que las sucesivas
generaciones de colonos norteamericanos habían sido educadas, y a través del
cual se relacionaban con la realidad que los rodeaba, estaríamos ante un
hecho histórico de gran importancia para confirmar o desmentir la versión
liberal contratualista de la historia americana del siglo XVIII. Sabemos que la
influencia de la cultura política inglesa sobre la orientación político-filosófica de
los pensadores norteamericanos ya había sido identificada como relevante: por
ejemplo, en 1929, G. H. Mead resaltaba que “La cultura de la clase dominante
inglesa (...) dominó la vida espiritual de la comunidad [americana]” (1981, p.
372). Que a partir de este hecho, se construya toda una nueva forma de
concebir el siglo XVIII americano es algo que surge en los últimos treinta años,
no sin la oposición de aquellos que continúan trabajando en el ámbito del
paradigma liberal.
Pueden ser identificados dos imperativos a los que cualquier narrativa escrita
en el lenguaje liberal debe obedecer186 . El primero es la necesidad de un “mito
fundador”, comprensible en una nación creada de forma experimental y
alimentada por sucesivas olas de inmigración. En los Estados Unidos, “...cuya
historia es la historia de las mutaciones del protestantismo hacia una religión
civil...” (Pocock, 1987b, p. 337), este mito fundador usualmente asume la forma
de un “contrato”. La nación, en su primer y más puro momento, se comprometió
en mantener y promover un cierto conjunto de principios; la tarea del historiador
consiste precisamente en descubrir como y cuando ocurrió este momento
fundador, que principios consagró, e identificar el mayor o menor desvío del
presente ante este pasado referencial – en el caso que este desvió sea
significativo, la narrativa asume la forma de una jeremiada, una lamentación
por algo perdido. El segundo imperativo de las narrativas lockeanas de la
revolución americana consiste en la premisa de un “liberalismo inevitable”. En
la estela de Tocqueville, Louis Hartz, con su The Liberal Tradition in America
(1955)187, dio continuidad a la tesis de que las colonias norteamericanas
184
Como Pocock destaca, el debate entre republicanos y liberales en el Reino Unido,
sobretodo en Escocia, encerraba una ambivalencia de fondo: “Lejos de ser el caso en que un
grupo de interés emplea un lenguaje de la virtud agraria, y otro con intereses incompatibles un
inconmensurable lenguaje del individualismo comercial, los debatientes escoceses, por lo que
sabemos, emplearon un discurso compartido de orígenes heterogéneos y repleto de
tensiones...” (1987b, p. 340).
185
Appleby, 1992, p. 334.
186
Véase Pocock, 1987b, p. 337 y ss.
187
Versión en castellano: Hartz, L., (1994), La tradición liberal en los Estados Unidos: una
interpretación del pensamiento político estadounidense desde la guerra de la independencia,
México, FCE.
60
escaparon a la experiencia de una revolución debido a la inexistencia, en los
nuevos territorios, de un orden social estratificado, de tipo feudal. Esto
implicaba cuestionar cuan revolucionaria había sido, de hecho, la revolución
americana. La América de Hartz consiguió escapar a la dialéctica - era liberal,
sin haber tenido que luchar para serlo. Y, continuaba el argumento, siendo este
el liberalismo de Locke, el pensamiento político americano era, y siempre había
sido, lockeano, inevitablemente lockeano. Un ejemplo de rechazo de esta tesis
puede encontrarse en Hannah Arendt, en especial en su On Revolution (1963).
A pesar de la nostalgia con la que puede ser interpretada la tesis de la
“emergencia de la sociedad”, aquel dominio de interacción social que se sitúa a
medio camino entre la vida íntima del hogar y la esfera pública política y que
marca la frontera entre el dominio político, por un lado, y la esfera de la
economía y de la familia, por otro, la historia que nos cuenta Arendt no es
necesariamente una Verfallsgechichte (“historia de la caída”)188. Su
metodología asume la forma de un ejercicio de “contar historias” con el objetivo
de recuperar “perlas” de experiencias pasadas, entre las varias capas de
significado que el lenguaje encierra. Como ella misma nos explica en Men in
dark times (1968)189 , “...el significado de un acto sólo se revela cuando la
acción en sí ha concluido y se ha convertido en una historia susceptible de ser
narrada...”, para concluir que “Ninguna filosofía, análisis o aforismo, por
profundo que sea, puede compararse en intensidad y en riqueza de significado
con una historia bien narrada” (2001, pp. 31-32). Lo que caracteriza al mundo
tras Auschwitz es la quiebra de la continuidad con el pasado; la tradición que
se encargaba de enlazarnos con las experiencias de nuestros antepasados se
rompió, y con ella cualquier esperanza de poder aprender de ella. Todo lo que
tenemos hoy es un pasado fragmentado; estos fragmentos son momentos de
ruptura en la historia humana. En esos momentos, el lenguaje es testigo de las
transformaciones profundas que tienen lugar en la vida humana. La revolución
americana fue uno de esos momentos.
Pero no siempre revolución ha sido sinónimo de una ruptura con el pasado y el
consiguiente inicio de algo completamente nuevo. Hasta al final del siglo XVIII,
la palabra “revolución” era un término astronómico que designaba al
movimiento cíclico, regular y sujeto a las leyes de los astros, y, por lo tanto,
ajeno a la voluntad humana. Es en este preciso sentido como Copérnico la
utiliza en su De revolutionibus orbium coelestium (1543). Cuando la palabra
bajó de los cielos para describir lo que pasaba entre los hombres, en la Tierra,
trajo consigo este sentido. Así, en el siglo XVII, momento en que fue utilizada
por primera vez en política, una “revolución” coincide con el movimiento cíclico
y regular de Políbio y con la rinovazione de Maquiavelo: por ejemplo, la
revolución inglesa de 1688190 consistió, no en una revolución en el sentido
moderno del término, sino en la restauración del poder monárquico a su
anterior legitimidad191 .
188
Benhabib, 1992, p. 90.
Versión en castellano: Arendt, A., (2001), Hombres en tiempos de oscuridad, Barcelona,
Gedisa.
190
En la que los Stuarts fueron destronados en favor de Guilherme III y Maria II.
191
Arendt, 2004, p. 57.
189
61
La acepción moderna del concepto de “revolución política” nace con la
revolución americana y a partir de la experiencia social vivida por los colonos
americanos en el nuevo mundo192; esta sí, fue revolucionaria en el sentido de
haber dado a conocer una novedad sin precedentes en la historia humana - la
posibilidad de vivir en abundancia y en libertad193. En rigor, Arendt sugiere que
también la revolución americana fue pensada como una restauración, “el
reestablecimiento de sus libertades antiguas”, aunque los eventos
sobrepasaron sus intenciones - “lo que concibieron como una restauración (...)
se convirtió en una revolución...” (2004, p. 58). Una revolución que origina un
nuevo futuro, una “nueva historia” a ser narrada194. Una historia que empieza
en la América colonial de mediados del siglo XVIII. El marco histórico
convencionalmente considerado como el punto de partida para la América
independiente es la controversia alrededor de un nuevo impuesto que las
colonias habían sido obligadas a pagar a partir de 1765 y que rechazarían en el
año siguiente (el llamado “Stamp Act”). A la luz de la historiografía liberal, el
lema de esta primera revuelta habría sido “no taxation without representation”,
desencadenando un proceso que conduciría a la Guerra de la Independencia
americana de 1775-1783, conocida en los Estados Unidos como la “revolución
americana”. Una revolución supuestamente provocada por la resistencia de las
colonias a pagar impuestos al Parlamento inglés y por su exclusión de la
participación en los procesos de toma de decisiones que afectaban a sus
intereses. En 1967, Bernard Bailyn, en una línea republicana que lo aproxima a
Arendt, narró una historia bien diferente195.
Intentando descubrir lo que significa “república” para los americanos del siglo
XVIII, Bailyn examinó los panfletos asociados a la revuelta de 1765. Ante la
casi ausencia de referencias a los derechos de los colonos, el lema que
asociaba representación política al pago de impuestos parecía perder sentido.
Al contrario, Bailyn se vio ante una multitud de referencias respecto a una
“degeneración” y una “corrupción” provocadas por el yugo colonial. La hipótesis
que sugirió entonces hizo escuela. Los colonos americanos del siglo XVIII
habían formado su cosmovisión política a partir del republicanismo de la
oposición inglesa. Bajo la influencia de la retórica neo-harringtoniana, los
colonos habrían desarrollado una teoría social que acentuaba la oposición
entre libertad y autoridad, y en una concepción del bien común como
dependiente de un “sistema de gobierno mixto”. A partir de esta narrativa
Pocock concebiría, en The Machiavellian Moment, la revolución americana, no
como el primer acto del iluminismo revolucionario, sino como “el último gran
acto del Renacimiento” (1972, p. 120).
Al deconstruir el monolito lockeano fundado por Hartz, Pocock lo substituye por
192
Arendt, 2004, p. 27.
“Sólo podemos hablar de revolución cuando está presente este “phatos” de la novedad y
cuando ésta aparece asociada a la idea de libertad” (Arendt, 2004, p. 44).
194
Nótese la diferencia entre esta interpretación y las tesis neo-conservadoras tan en boga en
los años 50 y 60 en Estados Unidos. Russell Kirk, en The Conservative Mind (1953), escribe:
“la Revolución norteamericana no fue un levantamiento innovador, sino una restauración
conservadora de las prerrogativas coloniales. Según Burque la interpretó fue ‘una revolución
evitada, no realizada’ “(1956, pp. 79-80).
195
Véase Appleby, 1992, p. 322.
193
62
la dialéctica entre el republicanismo de Harrington y la economía política de
Adam Smith pensando, así, haber identificado las “Condiciones prerevolucionarias que ayudan a causar ese descontento subyacente con el
liberalismo característico de la mente liberal americana” (1987b, p. 341). ¿Que
condiciones son estas? La ideología jeffersoniana de carácter agrario, utópico y
desarrollada alrededor de comunidades políticas de dimensión reducida; el
proyecto de constitución de una república de forma que se evitase la corrupción
parlamentaria Whig196; y el reconocimiento de que la era de la virtud ya había
terminado, juntamente con la duda de saber si la felicidad humana aún sería
posible. Estos tres elementos de la cultura política de las colonias
norteamericanas del siglo XVIII parecen demostrar que el lenguaje republicano
sobrevivió para suministrar al liberalismo una de sus formas de auto-crítica.
Esta referencia a la “supervivencia” del republicanismo no es de escasa
importancia. Una de las hipótesis teóricas que pretendemos demostrar en este
libro, sustentada por la metodología contextualista diacrónica de Pocock, es la
de que el republicanismo cívico, como una estructura lingüística, influenció
decisivamente el pensamiento político radical democrático de los pragmatistas
americanos de los siglos XIX y XX. Esto presupone la existencia de una
continuidad entre esta cultura política pre-revolucionaria y la cosmovisión de
aquellos que vivieron tras la Guerra Civil americana, lo que implica la refutación
de la tesis de que, con la creación de la república americana, ocurrió “the end
of classical politics”197.
Se trata, lo reconocemos, de una tesis seductora. En el periodo de la creación
de la Constitución y del debate entre federalistas y republicanos, se habría
verificado la culminación de una dialéctica con siglos de existencia, habiendo
sido eliminada la tradición republicana del vocabulario político de Estados
Unidos. De una teoría clásica del individuo como un agente activo y cívico, que
participa en la conducción de cosa pública en la medida de sus posibilidades,
se habría pasado hacia una teoría en la que el sujeto aparece sobretodo
consciente de sus intereses, estando su participación en el gobierno de su
comunidad sometida a la persecución de sus propios intereses, contribuyendo
solamente de forma indirecta a la resolución colectiva de los conflictos. De ahí
que los Federalist Papers, y en particular el nº 10, enfatizasen la legitimidad de
la persecución de los intereses particulares por facciones. La distancia en este
punto entre el pensamiento político federalista y las tesis republicanas clásicas
es inmensa. Si para Aristóteles, Cicerón, Maquiavelo y Harrington, el interés
particular y la facción son los síntomas más evidentes de la degeneración de
una comunidad política, para Madison, el enfrentamiento entre los múltiples
intereses privados debe ser estimulado de modo que “la ambición combata la
ambición”, i.e., de modo que el interés privado de cada individuo pueda servir
de centinela del interés público198. Wood, como la mayoría de los historiadores
196
Véase Pocock, 1985a, p. 73 y ss. Para una crítica a esta tesis, véase Appleby, 1982b.
“El fin de la política clásica”; La expresión es el título del capítulo XV de Wood, 1969. Se
trata, en realidad, de una idea diseminada en los autores de simpatías liberales. John Patrick
Diggins, por ejemplo, habla de la “muerte de la tradición republicana en la América liberal”
(1984, p. 231).
198
Madison se refiere, en este punto (Federalist nº51), al interés individual de los miembros de
las instituciones políticas responsables del poder legislativo, ejecutivo y judicial. Véase
Madison, 1998, p. 219.
197
63
liberales, considera que la revolución americana se tradujo en una revolución
paradigmática – se habría pasado del republicanismo al liberalismo 199 .
En nuestro entender, Pocock tiene razones para rechazar esta interpretación.
Sería demasiado simplista pensar que los paradigmas político-ideológicos se
comportan de la misma forma que los paradigmas de las ciencias naturales. La
refutación de la tesis de Wood de que el abandono de los modelos de la
deferencia y de la virtud corroboraría el abandono del paradigma republicano
cívico es el medio utilizado por Pocock para demostrar la coexistencia entre los
dos paradigmas (liberal y republicano)200 . El abandono del modelo de la
“deferencia” significa que la teoría federalista había sido capaz de sobrepasar
las limitaciones de escala del republicanismo clásico y establecer, a escala
continental, un régimen que era, simultáneamente, una república y un imperio.
Se presupone, por lo tanto, que los nuevos medios de asociación política - los
partidos - eran modernos en el sentido de que ya no se basaban en la
deferencia pasiva por los naturalmente más aptos, sino en la elección de los
representantes de todos. Sucede que, como hemos visto, el republicanismo
cívico, tal y como era interpretado por Maquiavelo, no presupone una
deferencia pasiva por la aristocracia natural, pero sí una deferencia activa,
fundada en la participación en la res publica - la libertad de no tener nuestras
inclinaciones obstruidas depende de la nuestra activa promoción del bien
común. Es decir, al contrario de lo asumido por Wood, la deferencia no era
pasiva y la república no era jerárquica201.
En segundo lugar, Pocock contesta la tesis de que el abandono de la virtud por
los federalistas, de lo que el Federalist nº 10 es el locus classicus con la
defensa de la legitimidad de las facciones, habría sido unánime. En el contexto
de la “gran discusión nacional”202 , el debate entre federalistas, es decir,
aquellos que apoyaban la ratificación de la Constitución de 1787 como
Alexander Hamilton o James Madison, y antifederalistas o republicanos203, es
más complejo y ambiguo de lo que la historiografía liberal usualmente sugiere.
En su entender, la controversia entre federalistas y republicanos presenta
semejanzas estructurales con los debates entre Court y Country, en Inglaterra
del siglo XVII, siendo los jeffersonianos particularmente conscientes de que
hablaban el lenguaje Country204. A pesar de esta consciencia de una
continuidad con la tradición humanista cívica, se encuentran entre los
republicanos ejemplos de defensores de ciertas formas de federalismo;
asimismo, el partido federal estaba compuesto no sólo de liberales en la línea
199
Wood, 1969, p. 562.
Para un análisis del modelo clásico de la deferencia, véase Pocock, 1976.
201
Pocock, 2002, p. 627.
202
Kramnick, 1987, p. 36 y ss. Un reflejo interesante de los diferentes enfoques analíticos de la
teoría política y de la ciencia política puede ser encontrado en la forma como los Federalist
Papers son considerados uno de los “clásicos de teoría política” (Kramnick, 1987, p. 1),
mientras que Jon Elster, en un artículo en que se propuso investigar la heuristicidad de la teoría
de la acción comunicativa de Habermas, afirma “preferí analizar las Actas de la Convención
Federal en vez del Federalista”, en la medida en que este último texto “no guarda ningún rastro
de las amenazas abiertas o alabeadas que pesaron visiblemente sobre la misma Convención”
(1994, p. 189).
203
Véase Storing, 1985.
204
Pocock, 2002, p. 631.
200
64
de Madison, sino también de defensores de las virtudes de las aristocracias
naturales como John Adams205.
En este sentido, la tesis de Wood, perfilada por la mayoría de los historiadores,
de que el partido federal habría abandonado la retórica de la virtud en pro de
un liberalismo individualista, i.e., de que Publius 206 habría encontrado en una
república federal la fórmula perfecta de conjugar representación y participación,
evitando las dificultades de las pequeñas republicas del pasado e iniciando un
nuevo y original camino, parece no salir incólume. La concepción de una
mudanza de paradigma debe, pues, ser substituida en favor de una
confrontación entre dos tradiciones cuyo vencedor incorporó elementos del
vocabulario del paradigma derrotado para criticarse a sí mismo. En este
sentido, concordamos con la opinión de autores como Ian Hampsher-Monk o
Isaac Kramnick según la cual el Federalist no es un texto esencialmente liberal
o republicano, ya que sus autores movilizaron creativamente los lenguajes
políticos disponibles para forjar una teoría capaz de sustentar normativamente
la creación de una república a escala continental207. Contra una concepción
whiggista de la revolución americana, consideramos más convincente la tesis
de la dialéctica continua entre dos vocabularios ideológicos antagónicos. La
teoría política norteamericana de los siglos XIX y XX debe, pues, ser
reanalizada a la luz de esta nueva forma de concebir la historia de las ideas
políticas208 . Liberalismo y republicanismo son, desde la fundación de la
república americana y hasta a los días de hoy, los dos principales lenguajes
movilizadas por todos los autores que reflexionaron sobre la democracia en
América.
Uno de los elementos del paradigma republicano que, desde entonces, puede
ser encontrado en una tensión con el espíritu comercial de la cosmovisión
liberal es la idea de que la virtud del pueblo Americano depende de un
fundamento material concreto - la propiedad. Thomas Jefferson, un defensor
del ideal de virtud como cualquier republicano clásico, escribió en 1785 que “la
corrupción de la moral en la masa de cultivadores es un fenómeno del cual
ninguna edad ni nación ha proveído un ejemplo” una vez que “la dependencia
engendra subordinación y venalidad, sofoca el germen de la virtud, y prepara
205
Cuyo Defence of the Constitutions of Government of the United States (1787), una apología
de la república federal en el sentido clásico de un “sistema de gobierno mixto”, lo llevó a entrar
en ruptura con el federalismo más ortodoxo de Hamilton y Madison. Además, según Pocock,
esta obra fue “la última obra mayor de la teoría política escrita dentro del marco de la tradición
del republicanismo clásico” (2002, p. 628).
206
Publius era el héroe romano que estableció la república romana. Además, quien viaje por el
Norte del Estado de Nueva York reparará, con certeza, en como la toponimia refleja la
importancia de la tradición republicana clásica; así, tenemos Roma, Siracusa, Ítaca,
Macedonia, Catão, Túlio, Cicerón, Séneca, Fábio, etc.
207
Véase Hampsher-Monk, 1992, p. 210, y Kramnick, 1990, p. 260 y ss.
208
La relación entre este movimiento historiográfico de cariz historicista y el agrariarismo
comercial de Jefferson es explorada por Pocock en “Virtue and Commerce in the Eighteenth
Century” (1972). En este artículo, Pocock observa que “es la fuerza del movimiento
historiográfico al que pertenecen Balyn, Kramnick, Wood y Stourgh la que ha demostrado la
existencia, a lo largo del siglo XVIII, de una línea de pensamiento que apuesta por un concepto
positivo y cívico de la virtud individual. He afirmado que esto ha llevado a través de Jefferson
dentro de la tradición del mesianismo agrario y popular americano.” (1972, p. 134).
65
los instrumentos adecuados los designios de la ambición”209 Los hombres
“dependientes, subversivos y venales” de que habla Jefferson son
“instrumentos adecuados a los designios” de los arquitectos de un imperio
militar y comercial como Hamilton. El agrarismo comercial de Jefferson se
asienta, al contrario, sobre la concepción harringtoniana de que el comercio
sólo asumía su faceta corruptora si no estaba equilibrado por el cultivo de
tierras. El problema del siglo XVIII es que este equilibrio se estaba deshaciendo
en pro de un comercio cada vez más dinámico, cada vez más imperial. La
solución preconizada por el agrarismo jeffersoniano apuntaba hacia una
república capaz de reconciliar virtud y comercio mediante una igualmente
dinámica expansión territorial. El mito de la frontera surge, en este contexto,
como el equivalente funcional a la constitución, como el “alma de la república”
(Diggins). América podría evitar el destino de Roma y Venecia si se expandía
hacia el Oeste, donde una enorme extensión de tierras, lista para ser ocupada
por los pioneros más activos, podía significar una infinita fuente de virtud210.
Como veremos a continuación, esta retórica de la frontera, esta concepción
jeffersoniana de pequeñas comunidades agrícolas ligadas por lazos
comerciales, van a ser trazos constitutivos de la herencia americana que
Dewey, ya en el siglo XX, va a pretender reconstruir.
El mayor héroe americano asociado al mito de la frontera (además de David
Crockett), fue el presidente Andrew Jackson (1829-1837), cuya América fue
objeto de atención de Alexis de Tocqueville211. Aquel que Dilthey consideraba
ser “el mayor analista del mundo político desde Maquiavelo y Aristóteles”212,
analizó en De la démocratie en Amérique (1835-1840)213 , la transición de la
igualdad como isonomía, que caracterizaba al ideal republicano de virtud, hacia
la égalité des conditions, que definía a las sociedades modernas democráticas
214
. Fue, además, Tocqueville quien introdujo esta noción moderna de igualdad,
en cuanto “igualdad de las condiciones”, un reflejo de su recepción y ultrapase
de Montesquieu, su mayor influencia. En verdad, referencia a la igualdad de las
condiciones es fundamentalmente aristotélica. En la Política, se nos dice que
cuando los hombres son tratados como iguales, no nos damos cuenta de los
aspectos que los diferencian215 . La reflexión tocquevilliana sobre Estados
Unidos se desarrolla alrededor de algunos conceptos fundamentales: la ya
referida noción moderna de igualdad democrática, su concepción de
revolución, su crítica a las nuevas formas de tiranía, su reformulación de la
noción de virtud a través de la concepción del “interés bien entendido”, y la
conjugación del espíritu de la libertad con el espíritu de la religión en un
“materialismo virtuoso” para combatir el individualismo que mina la
participación cívica. Estos dos últimos constituyen otros trazos que denuncian
su formación clásica. Tocqueville, antes de ser un liberal por convicción, fue un
209
Citado en Pocock, 2002, p. 636.
Hampsher-Monk, 1992, pp. 208-209; 224.
211
Véase Tocqueville, 1993, vol. I. p. 366 y ss.
212
Citado en Diggins, 1984, p. 231.
213
Versión en castellano: Tocqueville, A., (1993), La democracia en América (Vols. I y II),
Madrid, Alianza.
214
Arendt, 2004, p. 37.
215
Las palabras de Aristóteles son: “algunos, siendo iguales en ciertos aspectos, presumen ser
iguales en todo” (1998, p.353). Véase Pocock, 2002, p. 642.
210
66
republicano por formación216. Es a partir de la crítica a la tradición política
clásica, que es incapaz, en su entender, de dar cuenta de las implicaciones
políticas de los profundos cambios sociales del siglo XIX, donde encuentra, en
un liberalismo de corte conservador, la perspectiva analítica adecuada a las
condiciones políticas modernas.
Para Tocqueville, la revolución americana fue una “revolución política”, esto es,
una transformación de las instituciones políticas cuyas implicaciones sociales
son limitadas217. Pero existe un segundo significado asociado al concepto de
revolución en el pensamiento tocquevilliano, de mayor relevancia para nuestros
propósitos: cuando una comunidad política sufre una “revolución social” su
propia estructura es objeto de una transformación de amplias y profundas
consecuencias. La América de Tocqueville es, desde el punto de vista político,
una experiencia histórica que, por su vanguardismo democrático, suscita el
cuestionamiento de la minúscula polis, cohesionada a través del reparto
virtuoso de valores comunes, en pro de soluciones políticas adecuadas a la
dimensión continental de este nuevo país. La admiración de Tocqueville pasa
por la Constitución americana, que “descansa, en efecto, sobre una teoría
enteramente nueva que debe ser señalada como un gran descubrimiento de la
ciencia política de nuestros días” (1993, vol. I, p. 145). Al igual que Madison218,
también Tocqueville ve en el federalismo una forma de combatir la “tiranía de la
mayoría”. Redefiniendo la noción de tiranía como un fenómeno social, el poder
invisible de la opinión pública sobre cada individuo219, y como un fenómeno
político, el poder de las mayorías legislativas a nivel provincial, Tocqueville
seguía, citando explícitamente, a Jefferson: “El poder ejecutivo, en nuestro
gobierno, no es el único ni quizás el principal objeto de mi solicitud. La tiranía
de los legisladores es actualmente, y lo será durante muchos años, el peligro
216
Una comprobación histórica de esta tesis puede encontrarse en la monumental biografía
intelectual de Tocqueville escrita por André Jardin. Como este observa, “las anotaciones
escolares de Tocqueville, a pesar de su fragmentación y su mala conservación, nos dan
información sobre el espíritu de esa enseñanza (...) Cicerón, Demóstenes e incluso Quintiliano
eran estudiados en profundidad” (1989, pp. 59-60).
217
Como él mismo afirma cuando escribe el “Método Filosófico de los Americanos”, “Los
americanos tienen estado social y constitución democrática [cuyo federalismo es elogiado por
Tocqueville], pero no han tenido revolución democrática alguna. Llegaron al suelo que ocupan
casi como los vemos hoy. Este hecho es de gran importancia” (1993, vol. II. p. 12).
218
James Madison es uno de los primeros autores modernos en darse cuenta de los peligros
para la libertad individual de la “tiranía de la mayoría”. Influenciado por su experiencia en
Virginia, donde luchó por la libertad religiosa tanto contra la opinión pública como contra los
legisladores elegidos, Madison no pensaba que una Carta de Derechos Fundamentales (Bill of
Rights) fuese suficiente, una vez que tales derechos habían sido sistemáticamente ignorados
cuando la opinión pública les era contraria. La solución se encuentra en el Federalist nº 51: “En
el primer caso reside en la multiplicidad de intereses y en el segundo, en la multiplicidad de
sectas” (1998, p. 272). Es decir, la gran extensión de las constituciones pasa a ser no una
fuente de problemas, sino la solución para el problema de las mayorías opresivas. La
concepción madisoniana de representación política, lejos de la propuesta republicana de que
los representantes deben ser representativos de sus electores teniendo una autonomía
limitada, es claramente liberal. Madison, en el Federalist nº 63, defiende que “un pueblo
diseminado sobre una vasta región no estará sujeto al contagio de las pasiones violentas o al
peligro de concertarse con fines injustos, como lo están los habitantes aglomerados de un
distrito pequeño “ (1998, p. 268).
219
Tocqueville, 1993, vol.I, p. 239.
67
más temible”220. Aún así, y como explica en el segundo libro de L'Ancien
régime et la révolution (1856)221, la excesiva centralización administrativa que
existía en Francia era un peligro que América desconocía222: “América
constituye, pues, por excelencia, el país del gobierno provincial y municipal.”
(Tocqueville, 1993, vol. I, p. 370).
Pero América era, sobre todo, el país de la igualdad democrática. Una igualdad
que promovía no sólo “...la prosperidad singular de unos cuantos, sino el mayor
bienestar de todos. (...) Quizá la igualdad sea menos elevada; pero es más
justa y la justicia constituye su grandeza y hermosura” (Tocqueville, 1993, vol.
II, p. 279). Sin embargo, la igualdad también promueve el individualismo
egoísta, la fuente de degeneración de todas las repúblicas. ¿Como concilia
Tocqueville la igualdad y la tradición cívico-republicana? La respuesta se
encuentra en la reformulación de la noción republicana de virtud. Como
Tocqueville explica en los papeles de preparación del segundo volumen de La
Democracia en América, “...Montesquieu tenía razón, cuando hablaba de la
virtud antigua, y lo que él dice de los griegos y de los romanos se aplica
también a los americanos.”223. En otras palabras, en América no es la virtud la
que es grande, es la tentación la que es pequeña; no es el desinterés el que es
grande, es el interés el que es bien entendido224. La fuente de virtud deja así de
ser la renuncia al interés particular225, y se desplaza hacia la doctrina del
interés bien entendido que, no produciendo grandes devociones, sugiere
constantemente pequeños sacrificios. La virtud tocquevilliana no reside tanto
en los hechos sobrehumanos de un grupo reducido de hombres, sino en los
hábitos virtuosos de la masa de la población226 . Es justamente entre estos
donde se encuentra el antídoto para el individualismo egoísta. Los americanos
poseen una inteligencia práctica que los pone a salvo de los excesos del
egoísmo y del individualismo - una especie de “materialismo honesto”227 que
los lleva a preocuparse por el interés de los demás. La participación en la res
220
Jefferson, citado en Tocqueville, 1993, vol. I, p. 246. Jefferson sigue, en esta crítica a la
dominación del poder legislativo, la tesis republicana clásica del “sistema de gobierno mixto”,
que aunque concedía la primacía al poder legislativo, le impedía alcanzar una posición
dominante al prever la autonomía de las esferas de acción de los restantes poderes (ejecutivo
y judicial).
221
Versión en castellano: Tocqueville, A., (1982), El Antiguo Régimen y la Revolución (Vols. I y
II), Madrid, Alianza.
222
Véase, en relación al caso francés, Tocqueville 1982, vol. I, p. 77 y ss; y en relación al caso
americano, Tocqueville, 1993, vol. I, pp. 246-247.
223
Citado en Aron, 1992, p. 231.
224
Véase Aron, 1992, p. 231.
225
Tocqueville explica la concepción republicana clásica de virtud en los siguientes términos:
“Cuando el mundo era regido por un pequeño número de individuos poderosos y ricos, éstos
gustaban de formarse una idea sublime de los deberes del hombre; se complacían en afirmar
que es glorioso olvidarse de sí mismo y que conviene hacer el bien desinteresadamente, como
Dios mismo” (Tocqueville, 1993, vol. II, p. 107).
226
“Si la doctrina del interés bien entendido llegara a dominar enteramente el mundo moral, las
virtudes extraordinarias serían indudablemente más raras. Pero creo también que serían
menos comunes las depravaciones más groseras. La doctrina del interés bien entendido quizá
impida a ciertos hombres elevarse sobre el nivel ordinario de la humanidad; pero otros muchos
que caerían por debajo se mantienen gracias a ella. Si sólo consideramos algunos individuos,
los rebaja; pero si contemplamos la especie, la eleva” (Tocqueville, 1993, vol. II, p. 109).
227
Tocqueville, 1993, vol. II, p. 116.
68
pública surge, de este modo, no como el resultado de una noble, abnegada y
desinteresada virtud, sino como el correlato de intereses bien entendidos.
Sin embargo, al igual que son exaltadas las virtudes del “materialismo
honesto”, la religión surge como una importante institución política de cariz
democrático y republicano228, y su espíritu, juntamente con el espíritu de la
libertad, describe el verdadero carácter de Estados Unidos229 . Tocqueville,
siempre oscilando entre su republicanismo por formación y su liberalismo por
convicción, pretende así conciliar el ideal clásico del homo politicus y el del
homo credens del cristianismo. Pero falta en Tocqueville una figura de la
galería arendtiana, el homo faber de las tradiciones europeas idealista y
socialista. Tal y como veremos en los capítulos que componen la siguiente
parte, Pocock tiene toda la razón cuando dice que el ethos del historicismo
socialista fue una importación algo tardía de intelectuales trasplantados del
viejo mundo230, o, añadiríamos, de intelectuales americanos admiradores del
idealismo y del socialismo municipal alemanes como G. H. Mead y John
Dewey.
228
Tocqueville, 1993, vol. I, pp. 271-272.
Tocqueville, 1993, vol. I, pp. 44-45.
230
Pocock, 2002, p. 655.
229
69
Parte III
El republicanismo en América
Capítulo I: Individualidad y comunidad: El pragmatismo Americano.
Pero Tocqueville no se limitó a apuntar a la importancia de la religión en la
historia de esta ex-colonia británica como uno de los elementos más
importantes de las costumbres de esa comunidad política; mirando hacia el
futuro,
distinguió
igualmente
tensiones
sociales
cuya
magnitud
desencadenarían la Guerra Civil Americana de 1856 - la esclavitud en el Sur de
Estados Unidos231. Este momento de crisis social constituye el segundo
realineamiento político en la historia de Estados Unidos, tras el periodo
revolucionario de 1776-1787; la concentración capitalista de la última década
del siglo XIX conduciría al realineamiento de 1932, fecha de la
institucionalización del “New Deal”, y el más reciente realineamiento se verificó
en los años 70 del siglo XX con los ataques neo-liberales al “welfare state” de
inspiración keynesiana de la posguerra, tras la derrota en Vietnam y la crisis
petrolífera de 1973232. Esta referencia a los varios realineamientos políticos233
sufridos por la sociedad y cultura americanas desde su fundación como un
Estado independiente se justifica porque, en esta parte III, nuestro propósito
consiste en reconstruir históricamente el paradigma con el que trabajaban G. H.
Mead (1861-1931) y John Dewey (1859-1952).
La tesis que pretendemos demostrar es la de que el vocabulario utilizado por
estos dos autores para discutir la realidad social y política de su tiempo refleja
la tensión entre los paradigmas liberal y republicano a la que hicimos referencia
en el capítulo anterior. Nos referimos a la corriente filosófica pragmatista,
fundada por Charles Sanders Peirce y bautizada por William James en 1907234.
El pragmatismo filosófico de Mead y Dewey es, a esta luz, un lenguaje
distintamente americano que rearticula, una vez más, las preocupaciones
centrales del paradigma republicano cívico: la tesis (aristotélica en el origen)
del origen social del individuo y la correspondiente interdependencia entre
individuo y comunidad que se plasma en la importancia de la participación
cívica son ejemplos de esto mismo. No obstante, a pesar de que podemos
identificar ecos de una retórica republicana, comunitaria y democrática en el
discurso político de estos autores, lo cierto es que la matriz ideológica en que
operan es el liberalismo. Pocock parece tener razón, por lo tanto, cuando
rechaza la simple yuxtaposición de los vocabularios liberal y republicano; no
231
Tocqueville, 1993, vol. I, p. 317 y ss.
Véase Schroyer, 1985, p. 287 y ss.
233
Para una discusión de este concepto y la subsiguiente distinción de la noción de
“desalineamiento político”, véase Silva, 2000a, p. 33.
234
En un registro común entre los comentaristas americanos, Israel Scheffler sugiere que “El
pragmatismo no es sólo, como frecuentemente se ha descrito, una contribución distintamente
americana a la filosofía. En su esfuerzo por clarificar y extender los métodos de la ciencia, y por
reforzar las perspectivas de libertad y racionalidad en el mundo contemporáneo, representa
también una orientación filosófica del interés general” (Scheffler, 1986, p. IX). Al intentar
posicionar el pragmatismo americano en referencia al paradigma republicano cívico estamos
precisamente cuestionando este carácter “distintivamente” norteamericano y proponiendo su
sustitución por una apropiación creativa norteamericana de una tradición de pensamiento
político de origen europeo.
232
70
sólo esta yuxtaposición es negada por las tensiones y contradicciones del
discurso político pragmatista, sino que, además, la exposición de este último al
universo intelectual europeo del siglo XIX vino a introducir un tercer paradigma,
el socialismo democrático de inspiración marxista.
El objetivo de este primer capítulo consiste en situar el pensamiento social y
político de Mead y Dewey en el marco del paradigma pragmatista. Este último,
en particular, en “The Development of American Pragmatism” (1925)235,
aborda, en un registro auto-reflexivo, el origen, propósitos y perspectivas de
esta corriente filosófica. Siguiendo a Shalin, pensamos que son cuatro las tesis
centrales del pragmatismo: filosóficamente, la realidad existe en estado de
flujo; sociológicamente, la unidad de análisis esencial es la “interacción
emergente”; en términos metodológicos, la lógica de investigación privilegiada
es sensible a la indeterminación objetiva de la situación; y en términos
ideológicos, la reforma social es uno de los objetivos de la práctica científica,
uniendo democracia y ciencia236 . Empecemos, entonces, por la noción
pragmatista de la realidad como flujo. William James afirmó, de modo bastante
sugerente, que “para el racionalismo la realidad está fija y completa para toda
la eternidad, mientras que para los pragmatistas todavía está siendo
construida”237 . Desde este punto de vista, el pragmatismo es una de las
“filosofías de flujo” (Dewey) que se popularizaron en el paso del siglo XIX al
siglo XX, defendiendo una imagen de la realidad indeterminada, repleta de
posibilidades, a la espera de ser completada y racionalizada. El mundo todavía
está en producción, pudiendo por lo tanto ser parcialmente definido, en
situaciones concretas, por un agente racional. Una de las influencias más
importantes para Mead y Dewey es el trascendentalismo (por oposición al
objetivismo). Mead consideraba que aquello que una cosa es depende no
simplemente de aquello que es en sí misma, sino también de la forma como es
observada por el sujeto. Mead rechaza así la noción positivista de los hechos
sociales como cosas y como datos disponibles a la observación.
La influencia del idealismo sobre el pensamiento de Dewey y Mead, al subrayar
la primacía y el poder constitutivo del pensamiento, no debe ser descuidada. La
raíz del conocimiento debe buscarse en la acción, que interviene en la relación
entre sujeto/objeto, dando origen al fenómeno de emergencia. La emergencia
se refiere a la relación entre organismo y medio-ambiente (la situación). La
relación entre el individuo y el ambiente donde vive y en que ambos se
determinan mutuamente es defendida por Mead y Dewey. Pero, al contrario del
Romanticismo alemán que subrayaba la importancia del contexto, los
pragmatistas subrayan que la acción está constituida por la “situación”. La
realidad está disponible al sujeto cognoscente a través de este proceso de
constitución mutua. Además, una situación en el sentido pragmatista del
término implica un actor y una transacción entre el sujeto cognoscente y el
235
Versión en castellano: Dewey, J., “La evolución del pragmatismo americano” en Dewey, J.,
(2000), La miseria de la epistemología. Ensayos de pragmatismo, Madrid, Biblioteca nueva, pp.
61-80.
236
Shalin, 1986, p. 9. Subráyese que Richard Bernstein y Hans Joas proponen una descripción
algo diferente de la corriente pragmatista, según la cual el anti-fundacionalismo, la naturaleza
falibilista de la verdad, la naturaleza social del self y el pluralismo metodológico constituyen sus
principales características. Véase Joas, 1997, p. 263 y Bernstein, 1992, pp. 813-815.
237
Citado en Shalin, 1986, p. 9.
71
objeto del conocimiento – i.e., sin seres humanos, no existirían situaciones. La
noción de “práctica” es aquí fundamental. Es al manipular los objetos, al darles
diferentes usos, como el individuo define lo que es el objeto. Peirce y Mead se
aproximan en este punto – si aquel afirma que “el pensamiento es
esencialmente una acción”, Mead defiende que “la unidad de la existencia es el
acto”238. En suma, la filosofía pragmatista fue una reacción a la perspectiva
racionalista y mecanicista de la realidad. Contra el universo estático, predeterminado e inherentemente estructurado, el pragmatismo propone una
realidad dinámica, emergente, en construcción. El mundo es, así, concebido
como esencialmente indeterminado, siendo la sociedad concebida como un
producto de la acción colectiva de los individuos. Así, el estudio de “datos
estructurales” se substituye por el análisis de la producción de la realidad
social; en vez de analizarse el sistema social en sí mismo, se estudia la
sociedad a medida que es creada por las interacciones simbólicas – el objetivo
es captar simultáneamente las características estructurales y los elementos
emergentes.
La expresión “interacción” refleja el intento emprendido por la filosofía
pragmatista de solucionar la antigua paradoja de la unidad en la diversidad, de
descubrir ley y orden en el caos aparente de la realidad socio-histórica. A
través de la noción de “interacción”, también Mead intenta escapar a la
dicotomía entre acción y estructura al proponer que ni el individuo, ni la
sociedad tienen la prioridad – ya que tanto el sujeto como la sociedad son
aspectos del mismo proceso de interacción social, siendo ambos mutuamente
constitutivos. A pesar de la anterioridad histórica de la sociedad, esta debe su
carácter a los individuos que la componen239. Este argumento que busca
explicar la estructura de la sociedad como un proceso emergente se basa en la
idea que la parte es explicada en términos del todo, y el todo es explicado en
términos de las partes que lo componen. Al concebir el individuo como sujeto y
objeto del proceso histórico, y la sociedad como un factor de la interacción
social continuamente producida y productora, Mead busca evitar tanto el
realismo sociológico, entendido como una visión reificada de la sociedad como
una entidad supra-individual, como el nominalismo sociológico, según el cual la
sociedad es una mera convención resultante de la voluntad individual. El
abordaje pragmatista busca trascender la dicotomía entre realismo y
nominalismo al resaltar la noción de acción/práctica, que universaliza lo
particular y particulariza lo universal. Es decir, la universalidad no es ni
abstracta (nominalismo), ni concreta (realismo), sino emergente – una
universalidad emergente es tan objetiva como la acción que posibilita, y tan
universal como la comunidad por detrás de ella. En una frase, para Mead,
Dewey y los pragmatistas en general, el individuo es el autor de su mundo
social, pero es igualmente un producto de la sociedad donde vive.
238
Véase Shalin, 1986.
Como afirma el propio Mead, “En el caso del grupo humano hay un desarrollo en el que las
fases complejas de la sociedad han surgido de la organización posibilitada por la aparición de
la persona (...) La persona, en cuanto tal, es lo que hace posible la sociedad distintivamente
humana. Es verdad que cierta clase de actividad cooperativa precede a la persona (...) Pero
cuando la persona se ha desarrollado, entonces se obtiene una base para la evolución de una
sociedad...” (Mead, 1982a, p. 240).
239
72
Teniendo en cuenta esta concepción de la sociedad como algo en continua
producción, debemos ahora discutir las estrategias metodológicas privilegiadas
por los pragmatistas. Para estos autores, era necesario algo más que meras
descripciones científicas de los fenómenos en estudio. Para Mead y Dewey en
particular, era necesito entender, experimentar la propia realidad social.
¿Como? A través de una especie de inmersión del científico en el mundo de la
vida cuotidiana, rutinadamente construida por los propios actores sociales. Por
tanto, el método privilegiado es la observación participante (una noción
popularizada en los años 20, pero ya en uso años antes), más cercana de la
antropología y de la historia, que de los métodos cuantitativos de las ciencias
naturales. Filosóficamente, en la base de esta metodología se encuentra el
rechazo de aquello que Dewey designaba por “teoría contemplativa del
conocimiento”240 – es decir, la idea de que el científico es un mero observador
imparcial (un espectador) de los fenómenos en análisis. Como tendremos
oportunidad de verificar en los capítulos II e IV, una reconstrucción histórica
diacrónica del pensamiento social y político de Dewey y Mead nos suministra
abundantes ejemplos de como esta tesis metodológica general refleja con
precisión los valores y las creencias políticas que orientaban su vivencia cívica.
La observación participante sugerida por los pragmatistas (y, más tarde, por los
interaccionistas simbólicos, herederos de Mead) no era más que la traducción
metodológica de una profunda creencia en la participación cívica, reiterada
innumeras veces a lo largo de varias décadas de trabajo voluntario junto a
múltiples asociaciones locales, clubes y comisiones de arbitraje de conflictos.
En términos epistemológicos, los pragmatistas criticaban el racionalismo
atomista asociado al verificacionismo/positivismo por un conjunto de motivos.
Desde luego, por basarse en la premisa de que los procesos de investigación
científica se deben situar fuera de aquello que está siendo estudiado, para
evitar cualquier relación entre sujeto y objeto asegurando la mayor objetividad
posible. Para Mead y Dewey, esto es una falacia. En segundo lugar, por la
creencia de que el científico podía estudiar su objeto sin ningún prejuicio. Por el
contrario, para los pragmatistas, y para Habermas en Knowledge and Human
Interests (1968)241 , el sujeto cognoscente posee intereses que inevitablemente
influencian su análisis. En tercer lugar, por la concepción de la verificación
como un proceso de comparación entre la teoría y los hechos de la
experiencia. Mead y Dewey rechazan esta idea, abogando que tanto la teoría,
como los hechos son flexibles – son partes de un proceso de ajuste mutuo. En
cuarto lugar, por el análisis de la situación a través de su característica más
representativa y significativa. El pragmatismo rechaza esta idea por
considerarla un reducionismo ante la riqueza y complejidad de la realidad
social. Por último, por la separación entre saber científico y sentido común, una
distinción falaciosa ya que el científico sólo puede ganar si conoce de
antemano la situación que va a estudiar. Como observa Richard Bernstein en
Praxis and Action (1971)242 , una de las razones que llevaron a la caída del
pragmatismo en el contexto filosófico americano entre los años 30 y 60 se
240
Para un análisis del anti-representacionismo deweyano, véase Murphy, 1993.
Versión en castellano: Habermas, J., (1989), Conocimiento e interés, Madrid, Taurus.
242
Versión en castellano: Bernstein, R., (1979), Praxis y acción: enfoques contemporáneos de
la actividad humana, Madrid, Alianza.
241
73
relaciona justamente con “la influencia de los positivistas en América en los
años treinta” (1979, p. 176). En otras palabras, la generación que sucedió a
Mead y Dewey, al adoptar una postura epistemológica de cariz positivista, no
sólo contribuyó a la construcción de la imagen del pragmatismo como una
corriente filosófica poco rigurosa, como menospreció una de sus principales
contribuciones, justamente la crítica al positivismo.
Analicemos, ahora, las principales características que definen el corpus
ideológico del pragmatismo. Para comprender las preocupaciones políticoideológicas de Mead y Dewey, debemos tener en cuenta la realidad social y
económica de Estados Unidos del inicio del siglo XX - ya en ese momento, los
Estados Unidos eran una nación socialmente pluralista. Lado a lado de
millones de inmigrantes europeos y asiáticos, el tejido social norteamericano ya
contaba con una pluralidad de grupos sociales, étnicos y culturales cuya
posición en la “estructura de oportunidades” de la sociedad norteamericana era
profundamente desigual. Es decir, la filosofía pragmatista, al enfatizar la
naturaleza flexible e indeterminada de la realidad, puede ser interpretada como
una justificación filosófica de la reconstrucción social en una época y en un país
profundamente interesado en la posibilidad política de reforma social.
El pragmatismo emergió en un momento en que la confianza en el “progreso”
empezaba a decaer. El orden social norteamericano enfrentaba el desafío de
integrar millones de inmigrantes con lenguas y costumbres muy diferentes. El
momento en que Mead escribió fue una época caracterizada por el declive de
la vida rural y el correspondiente éxodo rural en dirección a las ciudades, las
condiciones degradantes de los barrios depauperados, la inmigración de
millones de europeos y la creciente concentración industrial (es en este
momento cuando surge la primera legislación anti-cártel). Por lo tanto, puede
quizás decirse que, entre la fe en el cambio social y el recelo por sus
consecuencias, el pragmatismo buscaba encontrar una vía intermedia, una
tercera vía que evitase el radicalismo político (asociado a la izquierda
revolucionaria) sin renunciar a una orientación reformista (contraria al
conservadurismo de una cierta derecha).
En efecto, esta idea es defendida por Mead en Movements of Thought of
Nineteenth Century (1936). En esta obra, en un capítulo titulado “The Problem
of Society – How we become selves”, Mead critica el control social de las
sociedades del Antiguo Régimen por ser demasiado conservador dado que
preservaba las instituciones sociales de modo casi inmutable. Entones, el
cambio social y político, cuando ocurría, era el resultado de fuerzas
almacenadas tiempo atrás – no eran cambios graduales, sino transformaciones
bruscas, radicales y revolucionarias. A su entender, la primera gran
modificación de esta situación ocurre con la Revolución Francesa de 1789,
que, por primera vez, institucionalizó, a nivel constitucional, el principio de
cambio social hasta entonces característico de las revoluciones políticas y
sociales243. ¿Cuál es, entonces, el problema de la sociedad?: “Conciliar el
cambio y la preservación del orden”, afirma Mead en un registro claramente
pragmatista, a través de la incorporación de “los métodos del cambio en el
243
Véase Mead, 1972, p. 361.
74
mismo orden social” (Mead, 1972, p. 362)244. La ciencia posee el método para
analizar el progreso humano. Primero identifica el problema, y después
pregunta: “¿Como pueden reconstruirse las cosas para que esos procesos que
han sido comprobados puedan darse otra vez?” (Mead, 1972, p. 363). Este
método científico no es más que “el proceso evolutivo que se ha desarrollado
consciente de sí mismo. Miramos atrás a lo largo de la historia de la vida
vegetal y animal en la tierra y observamos como las formas se han desarrollado
lentamente a partir del método de ensayo y error” (Mead, 1972, p. 364).
Una posición semejante es defendida por John Dewey. Observando el
desarrollo paralelo de la democracia y de la ciencia experimental245, Dewey
avanza con la hipótesis de que la filosofía es un reflejo de la cultura donde se
crea. De este modo, con el advenimiento de la ciencia experimental habría
surgido una forma diferente de pensar filosóficamente la realidad, indisociable,
claro está, del declive y caída del Antiguo Régimen feudal. Por lo tanto, el
cambio social, cultural y científico son fenómenos íntimamente relacionados.
Rechazando la ilusión de que es posible escapar a la contingencia histórica y
cultural a través de una fundación puramente intelectual de la filosofía (Bacon,
Descartes, Kant), Dewey no tiene dudas de que “los filósofos son partes de la
historia, cogida en su movimiento; creadores tal vez en cierta medida de su
futuro, pero también ciertamente criaturas de su pasado” (1993b, p. 32). Es en
esta calidad de filósofo/ciudadano desde donde Dewey observa en la historia
moderna de Occidente una paradoja: ¿Como fue posible llegar al siglo XX, tras
cientos de años de desarrollo de las ciencias, y asistir a la yuxtaposición de
condiciones de pobreza deplorables y señales de riqueza lujuriantes? Además:
¿por qué razón se explica que sólo una minoría tuviera acceso a los beneficios
de la ciencia moderna, mientras que la mayoría se mantuvo al margen de este
progreso? Su explicación es simple: Instituciones políticas obsoletas e injustas,
cuyo origen remonta al periodo antecedente al desarrollo de la ciencia
experimental baconiana, son los máximos responsables de este estado de las
cosas. La concreción de los beneficios sociales de la ciencia moderna exige, en
términos políticos, un régimen democrático que, a su vez, depende de la
aplicación del “método de la inteligencia” a los problemas sociales, económicos
y morales.
Los pragmatistas rechazan, por lo tanto, aquello que consideran como un
intelectualismo autoreferenciado, cerrado sobre sí mismo, estéril. Al contrario,
Mead deseaba aplicar el producto de las investigaciones científicas a la
resolución de los problemas prácticos de la reforma social. Como él mismo
escribe en “The Working Hypothesis in Social Reform” (1899), la reforma social
es la aplicación de la inteligencia en el control de las condiciones sociales,
teniendo también en consideración el hecho de que en sociedad “nosotros
somos las fuerzas que están siendo investigadas, y si avanzamos más allá de
la mera descripción de los fenómenos del mundo social hacia el intento de
244
Mead rechaza una perspectiva teleológica, ya que “no sabemos cual es el objetivo. Estamos
en el camino, pero no sabemos donde. Debemos tener un método para ilustrar nuestro
progreso. No sabemos donde supuestamente acaba el progreso, ni a donde va” (Mead, 1972,
p. 363).
245
Véase Dewey, 1993b, p. 42.
75
reforma, incluimos la posibilidad de cambiar lo que al mismo tiempo asumimos
que debe estar necesariamente estable” (Mead, 1981, p. 4).
76
Capítulo II: G. H. Mead en sus contextos.
Podríamos quizás empezar este capítulo reconociendo la dificultad asociada a
la definición de la naturaleza del contexto (relevante) en que cada autor opera.
Mejor todavía, no deberíamos hablar de un contexto, sino de diversos
contextos. En efecto, los textos de teorías sociales y políticas son escritos en el
seno de una red de dominios, espacios y situaciones sobrepuestas en relación
a los cuales están, más o menos conscientemente, orientados. En el caso
particular de G. H. Mead, pretendemos sugerir no sólo que estos contextos nos
permiten comprender mejor el significado de su teoría (una tesis historicista
convencional), sino que, además, un análisis de la relación entre los textos de
Mead y los contextos en que habían sido producidos puede ser relevante para
la discusión de interpretaciones contemporáneas de su pensamiento. En
particular, cinco contextos pueden ser identificados: 1) la sociedad
norteamericana de la posguerra civil; 2) la atmósfera intelectual y religiosa de
las décadas de 1880 y 1890; 3) las entonces emergentes ciencias sociales; 4)
la situación institucional de las universidades norteamericanas (en particular, la
Universidad de Michigan, en Ann Arbor y la Universidad de Chicago); y 5) el
universo intelectual europeo, en especial el alemán (donde Mead estudió entre
el Otoño de 1888 y el Verano de 1891)246.
En este capítulo, nuestro propósito consiste en reconstruir históricamente el
pensamiento político de Mead a la luz sobre todo del segundo contexto arriba
referido; en particular, pretendemos defender la tesis de que dos de las más
significativas influencias sobre el pragmatismo de Chicago habían sido la
teología liberal protestante y el republicanismo cívico (el idealismo alemán y el
evolucionismo darwinista son dos otras importantes referencias pero que no
vamos a abordar aquí)247. Como tendremos oportunidad de observar, el papel
destacado que conferimos a estas dos influencias se asienta sobre el
presupuesto de que, al contrario del pragmatismo filosófico de Harvard (James
y Peirce), el pragmatismo de Chicago fue parte integrante, desde su inicio y
durante varias décadas, de la vida política y social de la ciudad. Como subraya
Bernstein, “Con Dewey y Mead los aspectos sociales y políticos del
pragmatismo vienen al primer plano. Para los dos el ideal de democracia
entendido como una forma de vida en común en la que “todos comparten y
todos contribuyen” es central en su visión filosófica” (1992, p. 815). A esta luz,
la intensa y prolongada participación cívica de Mead, una mezcla de
reformismo político y moral, gana una relevancia añadida. Lejos de constituir un
mero detalle biográfico, estamos convencidos de que debemos conferirle el
estatuto de llave de interpretación de su pensamiento social y político, más aún
cuando, tal como Hans Joas observa, “todas estas actividades constituyen una
parte del trabajo de Mead que ha recibido muy poca atención” (1985, p. 23)248.
246
Para un estudio semejante, véase Hinkle, 1980. Feffer llama nuestra atención para otro
contexto: la recepción crítica de las ideas pragmatistas a lo largo del siglo XX, de la crítica
conservadora de los años 50 a las críticas de izquierda de los años 60 y 70. Véase Feffer,
1993, p. 3 y ss. En nuestro caso, ya que ceñiremos nuestra atención en la recepción
habermasiana de las ideas pragmatistas, este contexto no se reviste de particular relevancia.
247
Véase, para el caso específico del pragmatismo americano, Feffer, 1993, p. 9 y, para la
cultura americana en general, Pocock, 1987b, p. 337.
248
La primera biografía intelectual de Mead fue escrita por Hans Joas, manteniéndose todavía
hoy como uno de los mejores textos sobre el asunto (Joas, 1985). Fueron recientemente
77
Mead, Dewey y sus colegas en Chicago intentaron formular una versión sociopsicológica de la ética republicana sugerida, un siglo antes, por Thomas
Jefferson. El republicanismo comercial jeffersoniano considera que el control
individual de las fuerzas de producción y una relación de proximidad entre el
hogar y el local de trabajo constituyen otras tantas características inevitables de
un ser humano libre, autónomo y realizado. Dewey, en especial, apreciaba
bastante este ethos de comunidades pequeñas, íntimas y autónomas, aunque
estaba convencido de que la reforma de la sociedad industrial no pasaría por
un retorno a la virtud de los antiguos, ni por un salto a lo desconocido. Entre un
pasado austero y un futuro revolucionario, Dewey (al igual que Mead) preferían
un presente donde pasado y futuro se encontrasen, un presente que sintetizase
experiencias pasadas y proyectos futuros en acción inteligente249. En lo que se
refiere a la otra influencia a que aludimos - la teología protestante -, es
conveniente tener en cuenta los orígenes sociales de Mead. Hijo de un
sacerdote (doctor en teología) y educado en un colegio religioso (Oberlin,
Ohio), Mead, a pesar de, más tarde, haberse quejado de la naturaleza limitada
y casi tacaña de su formación intelectual250, fue un joven bastante religioso. En
este sentido, puede afirmarse que, a mediados de la década de 1880, su
cosmovisión se fundaba sobre la creencia de que el protestantismo no sólo era
el camino para la salvación individual, sino que constituía igualmente un
mecanismo de reforma moral. Para Mead, como para Dewey, la reforma de la
sociedad y del sistema político iría siempre acompañada por la idea de la
reforma de las mentalidades251.
Tras una breve y frustrante carrera como profesor de instituto, Mead, entre Abril
y Octubre de 1884, trabaja como prospector para el “Wisconsin Central
Railroad”, en Minnesota. En Diciembre, se muda a Minneapolis donde se
quedaría dos años dando clases particulares como preparación para la entrada
en su antiguo colegio de Oberlin. Dado que su mejor amigo, Henry Castle,
había empezado a cursar derecho en Harvard en Otoño de 1886, Mead visita
Cambridge (Massachusetts) en ese invierno. La impresión que Harvard le dejó
no puede ser más favorable: Mead decide juntarse a su amigo Castle en el año
siguiente. Ya en Harvard, Mead se inscribe en el seminario de Josiah Royce
sobre Kant, un seminario que sería la experiencia intelectual más destacable
de ese periodo. Sin embargo, y después de haber trabajado como tutor del hijo
de William James en Verano de 1888, Mead abandona Harvard y viaja hacia
publicados dos importantes estudios sobre Mead y el pragmatismo, recurriendo a una
aproximación metodológica historicista. Uno de los autores es Andrew Feffer, que habla en una
“historia contextual del pragmatismo” (Feffer, 1993, p. 11), y el otro es Gary Alan Cook, que
describe su perspectiva metodológica como “esencialmente la de un historiador de las ideas”
(Cook, 1993, p. XIV). Este capítulo no podría haber sido escrito sin la contribución de estas tres
obras.
249
Diggins, 1985.
250
“Un estudio directo sistemático de Kant era imposible en Oberlin, donde, además de los
escoceses y sus derivados americanos, los estudiantes eran expuestos únicamente a la
psicología empirista británica, Hamilton, Mill, Spencer y Darwin. Mead consideró esta
instrucción (...) como una forma de adoctrinamiento clerical dogmático” (Feffer, 1993, p. 43).
251
Sobre la influencia de la teología protestante de la Nueva Inglaterra sobre el pragmatismo
(sobre todo de Dewey) el estudio más completo se encuentra en Kuklick, 1985. Es de subrayar
que Bruce Kuklick, antiguo profesor de Feffer, fue uno de los primeros historiadores de ideas
en aplicar una metodología historicista al caso del pragmatismo americano.
78
Leipzig (en Alemania) en ese Octubre con el objetivo de hacer un doctorado.
Allí será alumno de Willelm Wundt y empezará a concebir la hipótesis de
trabajar en el dominio de la psicología fisiológica252. Este contexto (el quinto
arriba referenciado) vendría a revelarse particularmente importante para la
formación intelectual del joven Mead, así como para toda una generación de
académicos americanos253. Entre las principales influencias que recibió durante
este periodo se cuentan la noción de “gesto” de Wundt, la hermenéutica de
Dilthey (de quien fue alumno en Berlín, entre 1889 y 1891), el idealismo alemán
(en especial, la filosofía de la historia de Hegel), y el socialismo municipal de la
era de Bismarck254 . Sin embargo, Mead nunca completaría su doctorado ya
que, en Agosto de 1891, se casa con la ex mujer de su mejor amigo, Helen
Castle, y acepta una invitación de su amigo Dewey para enseñar en el
departamento de filosofía de la Universidad de Michigan, en Ann Arbor255 .
En el ámbito del sistema universitario creado en las décadas de 1880 y 1890
(el cuarto contexto atrás referenciado), Mead y Dewey, como la mayoría de los
científicos sociales de esa generación, intentan adaptar sus creencias
protestantes a los problemas de la sociedad industrial y urbana entonces
emergente. Si Dewey dirigía su organicismo social cristiano contra el
individualismo conservador y el protestantismo ortodoxo, defendiendo la
democracia como “una forma de asociación espiritual y moral”256, Mead, de
forma todavía más entusiasmada que su amigo y colega, perfila una
concepción de protestantismo cercana a las reivindicaciones socialistas257.
Como vimos, la aproximación de Mead al socialismo sucedió en Alemania, que
en ese momento era el centro del socialismo europeo. En efecto, Mead fue
influenciado por el socialismo municipal alemán hasta el punto de pretender
adaptar sus soluciones a la realidad urbana norteamericana. Como escribe en
una carta a su amigo Castle,
252
Las razones que se hayan tras esta decisión pueden encontrarse en la correspondencia de
Henry Castle: en una carta enviada a sus padres, Castle explica que “George piensa que
debería especializarse en este ramo, ya que en América, donde el pobre y triste cristianismo,
receloso por su subsistencia, intenta amordazar el libre-pensamiento, (...), piensa que será
difícil para él tener una oportunidad para expresar opiniones filosóficas de forma independiente.
En psicología fisiológica, por otro lado, ha encontrado un territorio inofensivo en el que puede
trabajar tranquilo, sin temor a que caiga sobre él el anatema o la excomunión del todopoderoso Evangelismo” (Castle citado en Cook, 1993, p. 21). Véase igualmente Wallace, 1967,
p. 406.
253
Uno de los pocos textos dedicados a este tema se encuentra en Cook, 1993, pp. 20-27. Es
Feffer quien nos habla del número de estudiantes americanos que cursaron estudios de postgraduado en Alemania: 9000 entre 1820 y 1920. Véase Feffer, 1993, p. 79.
254
Joas, 1985, pp. 18-20.
255
Mead escribió una carta a su amigo Castle relatándole esta situación: “Recibí una carta de
Dewey muy prometedora desde el punto de vista profesional. Me quedo con Psicología
Fisiológica (un curso en Historia de la filosofía y otro medio sobre Kant) y con otro sobre
Evolución. No te quedes esperando, ven aquí y haz lo mismo” (Mead citado en Cook, 1993, p.
25).
256
Dewey citado en Feffer, 1993, p. 77.
257
Dice Joas: “Su concepción del socialismo estaba influenciada por los ideales de sus fases
Cristiana y Royceana, así como por la esperanza de que sería capaz de encontrar la
realización práctica de esas ideas en la vida cotidiana mediante su actividad como intelectual
reformista” (1985, p. 20).
79
La necesidad inmediata es que deberíamos tener una concepción
clara de las formas que el socialismo está tomando en Europa, y
especialmente en los organismos de la vida municipal – como las
ciudades limpian sus calles, gestionan el tráfico (..), así podremos
trasladar algunas ideas a América (...). Opino que la aplicación
inmediata de los principios de la vida corporativa – del socialismo en
América – debe empezarse por la ciudad258 .
Dewey y Mead trabajan juntos en Ann Arbor durante los tres años siguientes.
Se trata de una época de intenso desarrollo intelectual para Mead bajo la
influencia de Dewey: “Dewey es un hombre que no sólo cuenta con una gran
originalidad y una profunda reflexión; es el más valioso pensador que he
conocido. He aprendido más de él que de ningún otro hombre”259, escribe
Mead en una carta dirigida a sus suegros, al final del segundo semestre en Ann
Arbor. En 1894, el presidente de la recién creada Universidad de Chicago,
William Harper, invita a Dewey a dirigir el departamento de filosofía, el cual no
sólo acepta el desafío sino que también convence a Harper para contratar a
Mead260, que ascendería a la categoría de profesor asociado en 1902. Es un
periodo en el que la influencia de Dewey todavía se siente de forma muy
pronunciada, tal como se puede constatar en los artículos publicados por
Mead.
Una de las sus primeras publicaciones empieza justamente con una referencia
al artículo de Dewey, “A Theory of Emotion” (1894)261, y constituye una
elaboración de las ideas deweyanas a partir de la perspectiva que Mead venía
prosiguiendo desde los trabajos de preparación de su doctorado. Lo mismo
acontece con el influyente artículo de Dewey, “The Reflex Arc Concept in
Psychology” (1896): Mead intentó desarrollar aquel análisis funcional y
organicista en “Suggestions Toward a Theory of the Philosophical Disciplines”
(1900) y “The Definition of the Psychical” (1903). También el hegelianismo
característico del pensamiento deweyano de ese momento puede encontrarse
en Mead. Es el caso de la recensión “A New Criticism of Hegelianism: Is it
Valid?” (1901), en que Mead argumenta que Hegel transforma la filosofía de
una búsqueda infructífera de entidades fundamentales en un método dialéctico
de pensamiento que permite que el individuo “en su pleno contenido cognitivo y
social encuentre y resuelva sus dificultades” (Mead, 1901, p. 96).
Pueden identificarse elementos de la influencia de Dewey sobre el
pensamiento de Mead en otras dos áreas: la reforma educativa y la reforma
social. Por lo que respecta a la teoría de la educación de Dewey, la “University
Elementary School” (por él fundada y dirigida hasta 1904262), constituye un
hecho destacable. No sólo las clases dadas por Dewey en esa institución
258
Mead citado en Feffer, 1993, p. 82. La misma carta es citada en Cook, 1993, pp. 22-23.
Mead citado en Cook, 1993, p. 32.
260
Las cartas escritas por Dewey en favor de Mead aún hoy pueden encontrarse en la
Universidad de Chicago, en los University Presidents’s Papers, caja 17, archivo 11 (27 de
Marzo y 10 de Abril de 1984). Véase Cook, 1993, p. 200; y Wallace, 1967, p. 407.
261
Nos referimos a “A Theory of Emotions from the Physiological Standpoint”, presentado en
1894. Véase Mead, 1895.
262
Momento en que entra en conflicto con el presidente Harper y abandona Chicago,
mudándose a la Universidad de Columbia, en Nueva York.
259
80
serían compiladas en una obra que marcaría el inicio de la (influyente)
producción deweyana sobre pedagogía263, sino que el propio Mead, en calidad
de presidente de la asociación de padres, leería un discurso y, más tarde,
publicaría dos artículos en los que la influencia de las tesis pedagógicas
deweyanas es nítida264 . En lo que se refiere al tema de la reforma social, Mead,
siguiendo a Dewey, propone la aplicación de una perspectiva hegeliana e
instrumental a la resolución de los problemas sociales. Como él mismo explica
en “The Working Hypothesis in Social Reform” (1899), “Lo que tenemos es un
método y una capacidad de aplicarlo (...) Esta es la actitud del científico en el
laboratorio (...) Y debe reconocer que esta declaración es, en el mejor de los
casos, únicamente una hipótesis de trabajo” (Mead, 1981, p. 3).
La idea que Mead expresa aquí, compartida por la mayoría de los
pragmatistas, se refiere a la superioridad de una aproximación gradualista y
orientada hacia la resolución de problemas concretos respecto a una
perspectiva utópica o “programática”. La justificación de esta aproximación
surge de la toma de conciencia de la complejidad de los procesos sociales que
invalida cualquier intento de describir con detalle visiones de sociedades
futuras ideales. En vez de desperdiciar nuestro tiempo y esfuerzo en esquemas
grandiosos condenados al fracaso, sería mejor, argumenta Mead, que
centrásemos nuestra atención en los problemas específicos de nuestra
sociedad265. Otro aspecto distintivo del reformismo pragmatista, tanto en Mead
como en Dewey, se refiere al papel central destinado a la ciencia. En efecto,
durante sus primeros años en Chicago, Mead confía al método científico la
función de asegurar la racionalidad de las intervenciones políticas, basándose
en tres presupuestos: la existencia de regularidades en los procesos sociales
posibilitaría el control científico de los esfuerzos de reforma social; la
superioridad del método científico respecto a las anteriores formas de
resolución de problemas; y la creencia en la naturaleza esencialmente social de
la acción humana (lo que asegura, por medio de un método adecuado, una
reforma social inteligente)266.
No debemos, sin embargo, subestimar la materialidad de estas ideas. En rigor,
estas ideas sobre reforma política, social y educativa constituyeron, durante
años, las referencias teóricas de la implicación de Mead, Dewey y de los
restantes miembros del departamento de filosofía267, en la resolución de
conflictos laborables y en la discusión pública de temas de interés general
(como la participación de Estados Unidos en la I Guerra Mundial), a través del
“City Club” de Chicago, fundado en 1903. Esta institución de reforma municipal
y de promoción de la vida cívica local, al igual que muchas otras en los Estados
Unidos de esa época, refleja la influencia de los ideales jeffersonianos de
participación cívica en el nivel local, del protestantismo liberal y del socialismo
municipal alemán, que había sido importado por las elites intelectuales
263
Nos referimos a School and Society, 1899.
Los artículos son Mead, 1896 y Mead, 1897.
265
Como Mead escribe, “Es imposible prever cualquier condición futura que dependa de la
evolución de la sociedad de tal modo que pudiésemos controlar nuestra acción teniendo en
cuenta esa previsión” (Mead, 1981, p. 3).
266
Véase Cook, 1993, p. 41.
267
Además de Dewey y Mead, James Tufts y James Angell constituían el núcleo del
departamento de filosofía, que englobaba también las áreas de psicología y pedagogía.
264
81
regresadas de Alemania. Para demostrar la importancia de la concepción
republicana de participación cívica y de ciudadanía responsable e informada,
así como del ideal de concordia, hermandad y armonía social del
protestantismo268, debemos discutir los numerosos artículos e informes escritos
por Mead en este periodo, así como su intensa implicación en la resolución de
problemas educativos y laborables en el Chicago del inicio del siglo XX269. En
este momento, es identificable en el discurso de los pragmatistas una creciente
aproximación entre un registro científico y un abordaje ético de naturaleza
religiosa. El lenguaje empleado por Dewey, Mead y otros pragmatistas denota
una fluidez de posiciones, desde la psicología a la filosofía y de esta al
reformismo social, siempre en confrontación con dos perspectivas: el
radicalismo utópico, exclusivamente orientado hacia el futuro, y el
conservadurismo, sólo preocupado con el pasado. Esta es la parte central de la
psicología política que caracteriza al pensamiento político pragmatista de la
“Era Progresista”. Una vez que los conflictos políticos, sociales y laborables son
esencialmente concebidos como fenómenos psicológicos, la integración social
surge como un mecanismo de regulación política no sólo a nivel de la
personalidad, sino también de la sociedad. La psicología asume, así, una
función central - la mediación y arbitraje de conflictos sociales270. Un arbitraje
que estimula la reflexión científica hacia la resolución concreta de problemas
específicos, asumiendo un carácter que puede ser confundido con la ideología
tecnocrática de la que habla Popper en The Poverty of Historicism (1960)271.
Sin embargo, creemos poder disipar tal confusión si atendemos a las
propuestas y acciones llevadas a cabo en tres distintas áreas: la educación y
formación profesional; la inmigración y exclusión social; y los conflictos
laborales.
En 1906, fueron creadas comisiones especializadas para responder al número
creciente de problemas sociales en una de las mayores y más turbulentas
urbes de la época. Mead fue miembro de la comisión de educación pública, la
cual presidió entre 1908 y 1914. Como miembro de la comisión, Mead investigó
el sistema municipal de bibliotecas272 y fue el responsable de la formación
profesional. Preocupado por las implicaciones políticas y morales de la política
educativa de esa época, Mead rechaza el sistema educativo dual que separaba
la enseñanza vocacional y la formación técnico-profesional. Para él, al igual
que para Dewey, la formación de jóvenes en actividades de cariz
eminentemente práctico constituía un estímulo, y no un obstáculo, al
aprendizaje de materias más teóricas y formales, i.e., la enseñanza de, por
ejemplo, filosofía e historia debía complementar la formación profesionalizante.
268
Feffer, 1993, p. 161.
No es ciertamente una coincidencia la creación, en 1917 en Chicago, de la “International
Association of Lyons Clubs”, asentada en una concepción de servicio público financiado por
donativos de la sociedad civil. La participación en esta red internacional de clubes se restringe
a los miembros de cada comunidad cuya reconocida idoneidad y reputación les permita ser
invitados a ese efecto, y las actividades que desarrollan comprenden programas de ciudadanía,
educación y salud.
270
Véase Feffer, 1993, p. 169.
271
Versión en castellano: Popper, K., (1973), La miseria del historicismo, Madrid, Alianza.
272
Para descubrir que era demasiado centralizado y desigual en relación con la cobertura de
los suburbios más desfavorecidos. Véase “Report on Chicago’Skinner Public Library Service”,
City Club Bulletin, nº2, pp. 381-388.
269
82
Para ilustrar esta tesis, Mead, en 1912, orienta una investigación sobre la
enseñanza vocacional que demuestra, entre otras cosas, que la tasa de
abandono escolar era preocupantemente alta (49% de los alumnos inscritos no
completaban el octavo año de escolarización). Mead realiza una lectura política
de estos números. Si los estudiantes abandonan la escuela, sobre todo en su
vertiente vocacional, no se beneficiarán de una “mínima educación de
ciudadanía americana”273. Esta actitud denota su asunción de las
preocupaciones republicanas sobre la calidad de la participación cívica. De
igual modo, en un artículo escrito cuatro años antes, Mead, criticando al
sistema educativo dual por subvertir el círculo virtuoso entre educación
progresista y reforma social, sugería que “nuestras primeras instituciones
democráticas” se basaban en un sistema educativo integrado que formaban
“hombres prácticos, inteligentes y con confianza en ellos mismos, así como
buenos trabajadores que no tenían que avergonzarse por el trabajo de sus
manos”274 Esta creencia de que los individuos sin formación o experiencia
profesional serían menos capaces de participar responsablemente en la
conducción de la cosa pública reafirmaba, un siglo después de Jefferson, la
noción de que la independencia profesional (asegurada por un oficio o por la
propiedad) y la autonomía política (garantizada por la participación cívica)
serían caras de la misma moneda. Pero Mead avanza con una justificación
psicológica para la teoría republicana de la virtud cívica: la competencia técnica
y profesional, como expresión de la inteligencia práctica, cumplía la función de
integración social de los trabajadores en esferas como el grupo de trabajo, la
corporación profesional y la comunidad nacional. Asociando psicología y
política, tal como James y Dewey, Mead sugiere, por lo tanto, que el progreso
educativo constituye un elemento de desarrollo del conjunto de valores
compartidos por los miembros de la comunidad política.
Otra área que mereció la atención de Mead, así como su activa participación,
fue el movimiento de los centros sociales (settlements) para grupos
desfavorecidos. Como nos explica en “The Social Settlement: Its Basis and
Function” (1907-1908a), este movimiento, iniciado en Inglaterra en la década
de 1870 a partir de una iniciativa conjunta de la Universidad de Oxford y de la
Iglesia Anglicana, se aproximaba a sus propias ideas sobre reforma social
inteligente ya que
El trabajador social se distingue del misionero o del observador
científico por sentirse arraigado en la comunidad en donde vive y por
intentar mejorar las condiciones de vida que lo rodean; su estudio
científico de esas condiciones surge de sus relaciones humanas
inmediatas, de su conciencia de vecindad, por el hecho de
considerar que está en su propia casa. (Mead, 1907-1908a, p. 108 el subrayado es nuestro).
En este notable pasaje, Mead expone las razones de su opción por un
reformismo social científicamente orientado y políticamente engagé. Los
273
Mead, 1912a, p. 5.
Mead, 1908-1909, p. 371. Respecto a los textos de Mead sobre este tema, véanse Mead,
1907a; 1907b; 1907-1908b; 1908; 1908-1909; 1909. Dewey era igualmente un crítico del
sistema educativo dual: Véanse Dewey, 1979a; 1979b; 1979c; 1980a; 1980b.
274
83
trabajadores de los centros sociales, al alcanzar una “conciencia de vecindad”
podían no sólo analizar de forma científica las condiciones de vida de esos
lugares, como podían y debían intervenir para mejorarlas. Esta concepción
ensanchada de ciudadanía, que elimina las fronteras entre ciencia y política,
condujo sus actividades junto a la población inmigrante, que constituía en ese
momento un tercio de la población de la ciudad de Chicago275. En 1908, Mead
participó en la fundación de la “Liga de Protección de los Inmigrantes” y, entre
1909 y 1919, fue vicepresidente de esta institución filantrópica privada, que no
sólo prestaba auxilio a los recién llegados a la ciudad, sino que también los
intentaba orientar en el mercado laboral. Todavía durante este periodo, Mead
apoyó igualmente la lucha por los derechos de las mujeres276 , así como la
reforma del código penal de menores277 .
Pero el envolvimiento de Mead en la vida de la ciudad no se limitó a estas
problemáticas. En reacción a las diversas oleadas de conflictos laborables que
asolaron Chicago en el inicio del siglo XX, desde la huelga “Pullman” de 1894
pasando por las revueltas de los trabajadores en 1900-1903 hasta a la huelga
en el sector del vestuario de 1910, Mead no dejó de contribuir como mediador
de conflictos. En particular, se envolvió en el arbitraje de la huelga de 1910.
Considerando que las pretensiones de la patronal eran excesivas e
injustificables, Mead asumió la posición de los huelguistas sugiriendo incluso la
creación de un sindicato para el sector textil. Su intervención sería exitosa ya
que patronos y trabajadores llegaron a un acuerdo en Enero de 1911. En
términos genérales, puede afirmarse que Mead, a pesar de su simpatía por los
intereses de las clases trabajadoras, rechazaba, por principio, cualquier
posición corporativista que amenazase el interés general de la comunidad. En
su opinión, existía una genuina comunión de intereses entre el capital y el
trabajo dado que presuponía, de forma algo controvertida, la existencia de una
“fuerza social inteligente” capaz de contribuir a la disminución de la
conflictividad social. Por eso no debe extrañarnos su desilusión, ya al final de la
I Guerra Mundial, en relación al comportamiento de los sindicatos americanos
durante el conflicto. Motivados por “impulsos irracionales” (i.e., intentar
aumentar los sueldos, aprovechando la escasez de mano de obra debida a la
movilización general para la guerra), los sindicatos intentaron beneficiarse con
la economía de guerra278 .
Debemos señalar, en rigor, que la actitud de Mead, Dewey y de los demás
pragmatistas ante la I Guerra Mundial constituye un elemento clarificador de la
naturaleza del reformismo radical que estamos discutiendo. Una vez más, el
paradigma republicano cívico resurge como un elemento explicativo de la
tradición política pragmatista. Concordamos con Joas cuando sugiere que la
aceptación de la política externa del Presidente Woodrow Wilson por parte de
Mead se explica fundamentalmente por la convicción de que Estados Unidos
“debido a la historia anti-colonialista de sus orígenes, y por sus tradiciones
democráticas, era intrínsicamente una nación no-imperialista, incluso anti275
Véase Cook, 1993, p. 99.
Mead publica un artículo sobre el tema del sufragio femenino en 1912, en el Chicago
Tribune del 9 de enero.
277
Sobre este tema, véase Mead, 1981.
278
Feffer, 1993, p. 262.
276
84
imperialista” (Joas, 1985, p. 26). Aunque aquello que Joas sugiere como una
postura imperialista quizás deba ser considerada como una doctrina
internacionalista, por oposición a un aislacionismo próximo a las tesis del
excepcionalismo americano. Sería igual que decir que pensamos que Wilson,
más que un imperialista, fue un presidente con una agenda orientada hacia
cuestiones internacionales279 , de la que la creación de la Liga de las Naciones
es quizás el acontecimiento más destacable.
Esto parece, en verdad, corroborarse por el propio Mead en “NationalMindedness and International-Mindedness” (1929), donde defiende que,
partiendo de concepciones distintamente republicanas de virtud y corrupción280,
la solución para el fenómeno de la guerra consiste en aplicar el método de la
inteligencia de modo que pudiesen identificarse los intereses comunes que se
escondían tras las divisiones que motivaron el conflicto: “Lo más difícil es
percibir cual es el valor común en la experiencia de los grupos e individuos en
conflicto. Es el único substituto” (Mead, 1981, p. 365). Es decir, sólo una
creciente comunión internacional de intereses, asentada en la transformación
de las múltiples opiniones públicas nacionales en una opinión pública mundial,
podrá impedir que la lucha de clases y las divisiones de intereses degeneren
en conflictos armados. En suma, Mead asumió durante años un papel activo
tanto en la reflexión como en el intento de resolución de los conflictos
educativos, laborables y sociales que caracterizaron las primeras dos décadas
del siglo XX en Chicago. Su reformismo radical fue inspirado por múltiples
fuentes: del republicanismo cívico, con la concepción jeffersoniana de
pequeñas comunidades cuya virtud se asienta en la independencia y
cooperación económica, al protestantismo liberal, con la creencia en una
armonía social derivada de la inmanente sociabilidad humana, pasando por el
socialismo municipal alemán, que lo sensibilizó hacia las potencialidades
democráticas del poder local. La naturaleza común a los diversos contextos a
la que aludimos en el inicio surge, ahora, con mayor claridad. Como intentamos
demostrar, Mead desarrolló su pensamiento, durante aquel que podremos
considerar su periodo “intermedio”281 , 1) en el marco de la sociedad y cultura
norteamericanas de la posguerra civil, 2) en una realidad religiosa marcada por
el conflicto entre una teología protestante liberal y reformista y una doctrina
protestante ortodoxa y conservadora, 3) en una época que vio nacer las
ciencias sociales en América, 4) en la estructura institucional de las recién
279
Confirmando esta posición, Westbrook nota que la cultura política norteamericana se volvió
más conservadora y aislacionista con el fin de la era wilsoniana y la ascensión al poder del
republicano Warren Harding. Véase Westbrook, 1991, p.227.
280
“Estar interesado en el bien común significa que debemos ser desinteresados, es decir, que
no debemos estar interesados en el bien en el que estamos personalmente envueltos” (Mead,
1981, p. 355). La misma preocupación con el tema de la corrupción puede encontrarse en otros
textos no publicados, como el caso del crucial “How can a sense of citizenship be secured?”,
escrito durante la I Guerra Mundial. En este artículo, Mead observa que “Llevó 25 años alejar la
atención pública de América del hecho de que la Unión había sido salvada por el partido
republicano y a orientarla hacia los intereses sociales que justifican la existencia de la Unión.
Durante este periodo la absorción del sentimiento político por un tema ya superado dio lugar a
corrupción en todos los lados de la República” Mead’s Papers, Department of Special
Collections, University of Chicago, Addenda, caja 2, archivo 3, p. 4.
281
Entre su entrada en el City Club, en 1906, y el final de la I Guerra Mundial, momento en que
pasó a dedicar mayor atención a la vida académica y a temas no tan relacionados con la
educación o la política.
85
creadas Universidades (Michigan y Chicago), y 5) bajo la influencia del
socialismo municipal alemán y otras corrientes de pensamiento entre las que
destaca el hegelianismo.
86
Capítulo III: Moral y política en G. H. Mead.
A pesar del carácter fragmentado de los escritos de Mead sobre filosofía moral,
juzgamos que no sólo presentan una nítida unidad de preocupaciones y
soluciones, como constituyen un campo privilegiado de aplicación de su teoría
de la acción. En rigor, Mead intenta justificar su teoría moral a través de su
teoría de la evolución social. Esta última es igualmente utilizada para criticar las
dos perspectivas dominantes en este campo, hoy como entonces: la ética
kantiana y el utilitarismo de James Bentham y John Stuart Mill. Sin embargo,
pretender discutir la ética meadeana a la luz de las actuales controversias
sobre la posibilidad de una ética comunicativa exige que tengamos consciencia
de las limitaciones de esta propuesta. Esto implica, por ejemplo, reconocer el
carácter datado y obsoleto de la tesis pragmatista que pretende aplicar los
mismos criterios de racionalidad y verdad al tratamiento de cuestiones éticas y
morales, como si tratase de alcanzar una solución científica para un problema
de hecho282.
Creemos, sin embargo, que una reconstrucción histórica de su pensamiento
sobre moral y política nos permitirá participar en el debate contemporáneo
sobre este tema mediante dos vías: por un lado, a través de la crítica a una de
las más influyentes propuestas en este dominio (la de Habermas), y, por otro,
presentando una alternativa consonante con nuestras pretensiones teóricometodológicas. El propósito de este capítulo consiste, por tanto, en reconstruir
el pensamiento moral y político meadeano de forma históricamente sustentada.
Esto significa leer la filosofía moral que Mead nos propone a la luz de las
influencias que sufrió y teniendo en cuenta los debates en que participó. Como
veremos, la principal consecuencia de esta estrategia reside en una
reevaluación de las propuestas de Mead que nos ayuda a demostrar el carácter
ilusorio de la distinción entre teoría e historia de la teoría.
Los “Fragments on Ethics”283 empiezan con la sugerencia de que el imperativo
categórico kantiano puede ser reconstruido “en términos de nuestra teoría
social del origen, desarrollo, naturaleza y estructura de la persona” (Mead,
1982a, p. 381). Como resultado de la reconstrucción de la ética kantiana a
partir de la teoría de la evolución social meadeana, el universalismo moral
asume la forma de una “socialidad universal”; lo mismo es decir que, a
diferencia de Kant, que concibe la universalidad a partir de la racionalidad
individual, Mead propone que nuestros juicios morales sean considerados
universales porque al realizarlos asumimos la actitud de todos los seres
humanos dotados de racionalidad. En verdad, la ética meadeana asume una
posición crítica ante la de Kant y la de los utilitarios justamente reconociendo
que la “actitud común” a estas doctrinas tan diferentes es el objetivo de una
moral universal. Mead rechaza, sin embargo, estas dos doctrinas morales en la
282
Véase Joas, 1981, p. 125.
Este es el título de uno de los anexos de la obra Mind, Self, and Society (1934), que
consiste en una compilación de varios textos sobre este tema organizada por Charles Morris a
partir de un conjunto de notas manuscritas de un curso introductorio de ética (versión en
castellano: “Fragmentos sobre ética” en Mead, G.H., (1982), Espíritu, persona y sociedad
desde el punto de vista del conductismo social, Barcelona, Paidos). Véase Morris, 1997, p. VI.
Para una crítica a la actividad editorial de Morris, véase Joas, 1997, p. 267.
283
87
medida en que si el utilitarismo no es capaz de asociar la moral a una
motivación, Kant no es capaz de relacionar la moral a los fines a alcanzar. En
otras palabras, Kant y los utilitarios fundan sus propuestas sobre erróneas
teorías de la acción que separan, de forma artificial, la motivación y el objetivo
de la acción humana.
Se vuelve así evidente la naturaleza de la estrategia de argumentación
empleada por Mead. A partir de una crítica a los presupuestos psicológicos y
sociológicos de la ética kantiana y del utilitarismo, Mead pretende demostrar
que la elección entre una ética de la convicción (Kant) y una ética de la
responsabilidad por los resultados de la acción (Bentham y Mill) constituye un
falso dilema. En una crítica cuyo cariz pragmatista nos transporta hasta la
filosofía moral contemporánea284 , Mead intenta demostrar que ambas
tradiciones no dejan de, contrariamente a sus pretensiones, introducir un
contenido valorativo en éticas supuestamente formales285. A su entender, hay
que universalizar no sólo la forma de la acción, sino el propio contenido de la
misma. Presentando el ejemplo de un individuo que orienta su acción hacia la
obtención de placer, Mead observa que una cosa es el placer como una
sensación particular identificable en el tiempo y en el espacio, y otra es tener
placer en alcanzar un fin al que puede atribuirse una forma universal286 . Surge,
entonces, otro problema: ¿que tipo de fines debe la acción moral pretender
alcanzar? La respuesta que Mead nos sugiere apunta en el sentido de fines
deseables en sí mismos porque llevan a la expresión y satisfacción de
impulsos, en una explícita aproximación a Dewey y Tufts287. Y, criticando el
hedonismo de utilitaristas y kantianos (por presuponer que nuestros impulsos
se dirigen a nuestros propios estados subjetivos y no al objeto de placer), Mead
sugiere que los únicos fines moralmente aceptables son aquellos que
promueven la realización del self como un ser social. Sólo en la eventualidad
de que podamos identificar las motivaciones de nuestra acción y nuestros
objetivos con el bien común, conseguiremos que nuestra acción sea
moralmente válida. Una vez que la naturaleza humana es esencialmente social,
los fines morales deben también presentar un carácter social288.
284
Estamos pensando en la crítica que Bernstein, también él un pragmatista, dirige a la
pretensión habermasiana de haber propuesto una ética de la discusión puramente
procedimental, desproveída de cualquier ethos. Véase parte IV, capítulo III.
285
Discutiendo la ética kantiana, Mead argumenta que “Este marco de un medio de fines
apenas puede ser distinguido de la doctrina de Mill, ya que ambos establecen a la sociedad
como un fin. Cada uno de ellos tiene que lograr alguna clase de fin que pueda ser universal.
Los utilitaristas lo obtienen en el bien general, la felicidad general de toda la comunidad; Kant lo
encuentra en una organización de seres humanos racionales que apliquen la racionalidad a la
forma de sus actos. Ninguno de ellos está en condiciones de definir el fin en términos de objeto
del deseo del individuo” (1982a, p. 384).
286
“... si se desea tal objeto, el motivo mismo puede ser tan moral como el fin. La brecha que el
acto abre entre el motivo y el fin deseado desaparece entonces” (Mead, 1982a, p. 384).
287
Para quien, impulsos morales son aquellos que “refuerzan y expanden, no sólo los motivos
de los cuales surgen directamente, sino también las otras tendencias y actitudes que son
fuentes de dicha” (citados en Mead, 1982a, p. 385). Debe notarse, sin embargo, que tanto
Mead como Dewey y Tufts pueden ser criticados por identificar fines deseables y felicidad
humana como ausencia de dolor: el ejemplo de agentes morales masoquistas elimina la
posibilidad de tal identificación. Véase Benhabib, 1995, p. 342.
288
Como Mead escribe, “Nuestra moralidad se concentra en torno a nuestra conducta social.
Somos seres morales en cuanto seres sociales. De un lado está la sociedad que hace posible
a la persona, y del otro lado se encuentra la persona, que hace posible a una sociedad
88
Asimismo, Mead propone una reformulación del imperativo categórico kantiano
que incorpora las conclusiones de su teoría social: en la medida en que el self
desarrolla su acción reconstruyendo la sociedad a la que pertenece, el “punto
de vista moral” (i.e., la perspectiva que permite una evaluación imparcial de
cuestiones morales) se define de la siguiente forma: “Uno debe actuar con
referencia a todos los intereses involucrados” (Mead, 1982a, p. 387). La alusión
a los científicos que, en laboratorio, tienen que tener en consideración todos los
hechos para alcanzar una solución es reveladora de aquello que Mead tiene en
mente289. La comunidad de científicos de la que hablaba Peirce surge como
una recámara de la “comunidad lógica de discurso” sobre la que se fundamenta
el imperativo categórico propuesto por Mead. Es igual que decir que el punto
de vista que permite una evaluación imparcial de las cuestiones morales o de la
justicia, tal como es formulado por Mead, implica que todos los agentes
morales se pongan en la posición de todos cuantos podrán ser afectados por la
acción en cuestión: “En los juicios morales tenemos que elaborar una hipótesis
social, y nadie puede hacerlo simplemente desde su punto de vista. Tenemos
que contemplarla desde el punto de vista de una situación social” (Mead,
1982a, p. 388).
Este pasaje desmiente, sin margen de dudas, la afirmación de Habermas de
que la asunción ideal de roles, según Mead, era “practicada por cada uno
individual y privadamente...” (Habermas, 2002, p.18). Debe subrayarse que
esta no es una afirmación cualquiera. Habermas presenta el punto de vista de
su “ética de la discusión” precisamente en oposición a las propuestas de John
Rawls290 y de Mead. Esto significa, como veremos en el capítulo IV de la parte
IV, que la ética de la discusión habermasiana parece ser vulnerable a una
crítica que se fundamenta en la reconstrucción histórica de las propuestas que
aquella reconstruye racionalmente, sobre todo si tal crítica viniera acompañada
por una propuesta republicana resultante de la reconstrucción de una
experiencia histórica concreta - el republicanismo de Maquiavelo.
Otra dimensión de nuestra estrategia se asienta en la demostración de la
fuerza paradigmática de los ideales republicanos sobre el pensamiento político
de Mead y Dewey. En este sentido, la crítica meadeana al paradigma
contratualista de los derechos naturales constituye un elemento revelador en
relación al posicionamiento de la teoría política pragmatista en el marco de la
historia de las ideas, en la medida en que se aleja de los presupuestos
individualistas y jurídicos de tal doctrina. Mead, como Dewey, se aproxima a
una posición republicana y comunitaria por vía sobre todo, aunque no
exclusivamente, del republicanismo que venía siendo articulado en Estados
Unidos desde el siglo XVIII y cuya presencia puede ser detectada en la
autocrítica realizada por el liberalismo. Es precisamente en este sentido en el
altamente organizada. Ambas se responden mutuamente en la conducta moral” (Mead, 1982a,
p. 387).
289
“La ciencia (...) sólo insiste en que el objeto de nuestra conducta debe tener en cuenta y
hacer justicia a todos los valores que evidencian estar involucrados en la tarea, así como
insiste en que cada hecho involucrado en el problema de investigación debe considerarse en
una hipótesis aceptable” (Mead, 1981, p. 256).
290
Cuya formulación del punto de vista moral asume la forma de una “posición original”.
Discutimos esta propuesta en Silva, 2000b, p. 140 y ss.
89
que Bernstein afirma que “Dewey y Mead estaban entregados a un programa
de reforma social radical y democrático. Los pragmatistas no eran apologistas
del status quo. Ellos estuvieron entre los más implacables críticos que
sostenían que la sociedad americana había sido incapaz de realizar su
promesa democrática “ (1992, p. 815) - ¿y que promesa democrática era esta?
Como hemos visto (parte II, capítulo III), se trata de la promesa que subyace a
la concepción republicana de un régimen político que evita la corrupción de los
ciudadanos al promover la participación cívica en detrimento de la persecución
de sus intereses particulares.
La crítica meadeana a la doctrina de los derechos naturales se dirige, en
particular, a aquello que considera ser el presupuesto individualista que
caracteriza a estas propuestas. El punto de partida del argumento que defiende
en “Natural Rights and the Theory of the Political Institution” (1915) es el de que
“El individuo político abstracto de los siglos XVII y XVIII y el individuo
económico abstracto del siglo XIX eran personas cotidianas bastante
concretas” (Mead, 1981, p. 154). A la luz de esta idea, Mead analiza
sucesivamente las propuestas de Espinoza, Hobbes, Locke y Rousseau
llegando a la conclusión de que el contenido de los derechos naturales
definidos por todos estos autores fue siempre definido negativamente, por
referencia a restricciones a sobrepasar. Por ejemplo, el hombre en el estado de
naturaleza hobbesiano es definido como poseyendo racionalidad y el derecho
ilimitado a su autopreservación, un derecho moral incondicionado. La sociedad
humana es entonces explicada por referencia a este punto de partida.
Para Mead esta doctrina de los derechos naturales incurre en dos errores
distintos. El primero consiste en conferir prioridad a estos derechos individuales
(naturalmente universales) ante a la sociedad en la cual ganan expresión. Esto
es, Espinoza y Hobbes partieron siempre del presupuesto de la existencia de
un individuo abstracto, dotado de derechos, existente previamente a la
sociedad que, una vez constituida, tiene como misión hacer respetar esos
derechos naturales. Al contrario, argumenta Mead, la invocación de un derecho
implica siempre un reconocimiento por parte de otro. Un reconocimiento que es
un elemento constitutivo de las interacciones humanas y que, por lo tanto, no
puede ser concebido fuera de una comunidad humana. Locke y Rousseau,
cuando describen los hombres pre-contractuales (en estado de naturaleza),
incurren en un segundo error. Consideran que existe un corte absoluto entre la
vida en grupos primitivos (tribus, clanes) y la vida en sociedad. Observando el
hecho de que esta concepción de la evolución social no tiene cualquier
fundamento desde el punto de vista de la antropología o de la historia, Mead
propone una teoría alternativa de la evolución humana basada en las
conclusiones de esas disciplinas científicas. Asimismo, las instituciones
políticas que caracterizan la vida en sociedad, lejos de ser el producto de un
contrato imaginario entre individuos que provienen de un estado de naturaleza
también imaginario, constituyen el resultado de esa forma de vida en grupo,
regulada por costumbres que no necesitaban de instrumentos institucionales
para cumplir su función. No hay, históricamente hablando, un corte radical
entre la vida social en tribus primitivas y la vida social en sociedades
institucionalmente más complejas – son partes del mismo proceso de evolución
histórica. A partir de este presupuesto, Mead propone una teoría de los
90
derechos individuales basada en la noción republicana de “bien común”, en la
que no se presupone la existencia de un individuo abstracto dotado de
derechos previamente a la vida en sociedad. Su tesis es que, en la medida en
que el fin en cuestión sea un “bien común”, la sociedad reconoce ese objetivo
como un derecho porque es igualmente el bien de todos, y apoyará ese
derecho individual en el interés de todos. Concomitantemente, el individuo, al
exigir el reconocimiento de su derecho, está defendiendo igualmente el
derecho de todos los restantes ciudadanos; a su turno, la sociedad sólo puede
existir si reconoce y apoya estos fines comunes, en los cuales están
representados el interés particular y el interés general291 .
Este énfasis en la noción de reconocimiento intersubjetivo constituye el punto
de partida de la influyente reconstrucción racional de la ética meadeana
presentada por Axel Honneth, en su The Struggle for Recognition (1995)292. De
acuerdo con este autor, es posible desarrollar la orientación intersubjetivista del
joven Hegel (sin embargo abandonada por el Hegel de la madurez en pro de
una teoría moral asociada a la filosofía de la consciencia) a partir de la teoría
moral desarrollada por Mead293 . A nuestro entender, y a la luz de la
reconstrucción histórica que hemos presentado anteriormente, tal pretensión
incurre en un error común a los autores que optan por una estrategia
presentista. Para nosotros, su tesis de que, “sus escritos [Mead] contienen el
instrumento más adecuado hasta hoy para reconstruir en un espacio teórico
posmetafísico las intuiciones teórico-intersubjetivas del joven Hegel”, padece
de un presentismo que lo lleva a pretender, sin más, situar la teoría moral
articulada por Mead “en el centro de los debates entre el liberalismo y el
comunitarismo” (Honneth, 1997, pp. 90 y 113). Así, Honneth confunde aquello
que es un reflejo de la influencia del paradigma republicano sobre la teoría
moral pragmatista, con una supuesta anticipación de un elemento de un debate
de filosofía moral desarrollado en un futuro inaccesible a Mead. Sin embargo,
Honneth tiene toda la razón cuando ve en la idea de “reconocimiento
intersubjetivo” una noción estratégica del pensamiento ético meadeano. Para
eso, es necesario comprender que Mead asocia la noción de comunidad a la
idea de democracia de forma singularmente original. Como observa
Bernstein294, Mead es el autor norteamericano que más sistemáticamente
analizó la forma como las comunidades humanas tienen origen, como los
“selves” se forman en su seno, y como el tipo de individualidad que se alcanza
en el contexto de una comunidad depende del carácter de esa misma
comunidad. Al acompañar a Mead en su reconstrucción genealógica del origen
de las comunidades humanas, desde el lenguaje gestual de los animales,
pasando por el gesto vocal y el aprendizaje de la interiorización de la actitud del
otro, hasta la unidad del self resultante de la incorporación del “otro
generalizado” en el diálogo que establecemos con nosotros mismos, nos
damos cuenta de que es Mead, más que cualquier otro, quien nos permite
entender porque Dewey defiende tan enfáticamente que la democracia “es la
291
Véase Mead, 1981, p. 163.
Versión en castellano: Honneth, A., (1997), La lucha por el reconocimiento, Barcelona,
Crítica.
293
Si Honneth relaciona Mead y Hegel, Ernst Tugendhat sugiere algo semejante entre Mead y
Heidegger. Véase Tugendhat, 1991.
294
Bernstein, 1998b, p. 150.
292
91
idea misma de vida comunitaria” (2004, p. 138). En toda y cualquier comunidad
humana, la individualidad depende de que seamos capaces de ponernos en el
papel de los otros; si existe una dinámica propia a la vida social, esa dinámica
apunta ciertamente en el sentido del “reconocimiento intersubjetivo”.
Para proseguir con la demostración de la influencia del paradigma republicano
cívico sobre la teoría moral y política de Mead, pasemos ahora al análisis de
sus posiciones tal como pueden ser encontradas en textos diferentes a los
“Fragments on Ethics”, sobre los cuales ha incidido nuestra discusión hasta el
momento. Comprobando nuestra tesis inicial de que la teoría moral meadeana
constituye un todo coherente, pese al carácter no sistemático de los textos en
que fue articulada, las posiciones que encontramos en los “Fragments on
Ethics” pueden ser detectadas, con diferentes grados de sofisticación y
desarrollo, desde el inicio de su carrera en Chicago. Desde ese momento, es
posible detectar en Mead una preocupación para desarrollar una teoría moral a
partir de otros elementos de su pensamiento, como son su teoría de la
evolución humana o su psicología social. En efecto, ya en dos artículos
publicados en 1900 y 1908295 , Mead, bajo influencia de la psicología
funcionalista que Dewey defendía en esa época, pretendía presentar su
concepción de filosofía moral como un elemento de su psicología social.
Deberíamos, además, apodar más propiamente la ética meadeana de este
periodo como una “psicología moral”, tal como él mismo sugiere en “The Social
Self”296. En efecto, tras distinguir su posición (que reconoce la determinación
mutua entre el organismo y el medioambiente) de las tesis utilitaristas y
kantianas, Mead defiende una teoría ética de cariz republicano-comunitario,
afirmando que “es porque el hombre debe reconocer el bien público en el
ejercicio de sus poderes, y expresar el bien público en términos de sus propias
actividades, por lo que sus fines son morales”, para subrayar, a continuación, la
necesidad moral de un sistema educativo de calidad dada la “necesidad de
honestidad en los asuntos públicos” (Mead, 1981, pp. 87-88).
En un importante artículo escrito para el International Journal of Ethics,
“Scientific Method and the Moral Sciences” (1923), Mead presenta, por un lado,
una formulación desde el punto de vista moral bastante similar a la sugerida en
1927, y, por otro, explicita el ideal político que le subyace - la democracia.
¿Pero cuál es exactamente la concepción de democracia que Mead perfila? En
sus propias palabras,
Implica una situación social altamente organizada en la que la
aplicación de un arancel proteccionista, de un salario mínimo, o de
una Liga de Naciones, a todos los individuos de la comunidad pueda
ser suficientemente evidente para todos, que permita la formación de
un sentimiento público inteligente que acabará por adjudicar
decididamente la cuestión con la que el país se enfrenta. (Mead,
1981, p. 257).
Esto significa, en otros términos, que un gobierno realmente democrático exige
295
Nos referimos, respectivamente, a “Suggestions Toward a Theory of the Philosophical
Disciplines” y “The Philosophical Basis of Ethics”.
296
Mead, 1981, p. 147.
92
la participación cívica de todos los ciudadanos que componen esa comunidad
política. Una participación cívica que, en Mead, surge psicológicamente
formulada. La “voluntad general” de Rousseau es, así, reconstruida como una
“voluntad inteligente” que resulta de la agregación de las actitudes inteligentes
de los individuos y grupos que dan cuerpo a la comunidad. De esta forma, las
instituciones sociales297 sólo son auténticamente democráticas cuando la
formación de la opinión que de ellas resulta asume un estatuto de autoridad, lo
que, reconoce Mead, está lejos de constituir la regla298 . Y, en este punto, Mead
se junta Dewey en la crítica a la “democracia política” o meramente formal y no
participada. De acuerdo con la teoría radical de democracia que ambos
defienden, la distinción entre teoría y práctica democrática es la fuente o bien
de un gobierno oligárquico y cerrado sobre sí mismo, o bien de una ciudadanía
apática e inconsciente de sus derechos y deberes, en especial de sus deberes
políticos. Criticando a aquellos que sobrestiman los procedimientos formales y
cuantitativos de la participación política, Mead ansía un escenario en que los
ciudadanos ultrapasen su calidad de electores y participen activamente en la
conducción de cosa pública, al menos a nivel local299. La profundización y
extensión de la teoría y práctica de la democracia, en sociedades complejas
como las nuestras, depende así de la traducción de cuestiones de interés
general en problemas del interés inmediato de cada individuo. Una traducción
que tiene éxito dependientemente del crecimiento de las interacciones sociales
y de los procesos de intercomunicación que posibilitan que cada ciudadano
reconozca la importancia, para su propia existencia individual, de la actividad
cooperativa de la comunidad como un todo. La llave para una democracia
participativa se encuentra, por lo tanto, en la “consciencia de interdependencia”
que urge promover a través de la aplicación del método científico a la realidad
social y política. Sólo cuando cada ciudadano fuese capaz de ver su interés
particular como un elemento del interés general es cuando la participación en la
conducción de la res publica puede ser republicanamente virtuosa. Como dice
Mead, “Nos sentimos como en casa en nuestro mundo, pero no es nuestro por
herencia sino por conquista (…) Es una aventura espléndida si somos capaces
de llegar a ello” (Mead, 1981, p. 266).
Una espléndida aventura, sin duda, sobre todo si a través de una
reconstrucción histórica de su significado tuviéremos en cuenta su connotación
distintamente republicana. Al contrario de aquellos que pretenden ver en la
ética meadeana una contribución al debate entre liberales y comunitarios que
marcó la década de 1980 (Honneth) y de aquellos que interpretan a Mead de
297
Una institución, para Mead, representa “una reacción común por parte de todos los
miembros de una comunidad hacia una situación especial” (1982a, p. 278). Si esta descripción
puede aplicarse a las instituciones sociales por regla general, Mead atribuye a las instituciones
políticas un conjunto distintivo de características: 1) establecimiento de relaciones sociales
entre individuos separados o bien por distancia física, o bien por diferencias de condición social
o estatuto socio-económico; 2) el control social ejercido sobre estas relaciones es ejercido por
una fuerza social general y abstracta cuya influencia cubre un radio de acción suficiente para
incluir a todos los individuos en cuestión; 3) en el momento en que la socialización de estos
individuos se completa, la función de integración social de la institución política termina. Es
decir, las instituciones políticas cumplen transitoriamente una función que pertenece, por
derecho propio, a la propia sociedad a través de las respectivas instituciones sociales. Véase
Mead, 1981, p. 169.
298
Véase Mead, 1981, p. 258.
299
Véase Mead, 1981, p. 263.
93
forma puramente funcional a sus intereses teóricos (Habermas), nuestro
objetivo en este capítulo ha consistido en discutir la totalidad de los textos que
Mead publicó sobre esta temática de modo que la filosofía moral
contemporánea se beneficie, no de las propuestas que nosotros sugeriríamos a
través de Mead, sino de las propuestas que el mismo Mead sugirió a la luz de
su tiempo, gracias a la reconstrucción histórica que hemos realizado. Lo que
este caso viene a ilustrar no es más que la tesis metateórica que pretendemos
demostrar en este libro. La construcción teórica, en teoría sociológica como en
teoría política, debe ser desarrollada a partir de elementos cuya historia no
puede ser ignorada bajo pena de caer en una estéril espiral autoreferenciada.
En el fondo, tenemos dos opciones. Reconstruir históricamente contribuciones
del pasado cuya validez se fundamenta en la utilidad que las soluciones que
encontraron para problemas de su tiempo todavía retienen, o construir teoría
conscientes de que, en ciencias sociales y humanas, los elementos
conceptuales que movilizamos y a través de los cuales nos posicionamos en el
campo científico, están ineludiblemente ligados al pasado de estas
disciplinas300. Sólo a través de la reconstrucción diacrónica de los sucesivos
usos de esos conceptos en el pasado, podremos tener consciencia de la
auténtica originalidad de las soluciones que proponemos para los problemas de
nuestro tiempo. Sin embargo, la cuestión de la originalidad es, de cierto modo,
secundaria. El test decisivo para cualquier teoría social y política reside en la
resolución de los problemas que estuvieron en su origen. Saber si es realmente
original o si recupera elementos de soluciones pasadas sería casi una cuestión
trivial a no ser por el hecho de que casi toda la producción teórica actual basa
su legitimidad en una supuesta “evolución en la continuidad” con el pasado de
las respectivas disciplinas. Estamos convencidos de que no existe ninguna
evolución si nos limitamos a leer textos escritos en el pasado en búsqueda de
respuestas para cuestiones del presente, ni existe ninguna continuidad si
atribuimos posiciones a autores en función, no de aquello que escribieron, sino
de aquello que nosotros pensamos que ellos querían decir. Lo que
pretendemos cuestionar es fundamentalmente esta pretensión whiggista de
continuidad con el pasado. Una cosa son las soluciones que Mead propuso en
su tiempo, de las que podemos aprender para solucionar mejor nuestros
propios problemas y otra cosa es pretender interpretar las soluciones sugeridas
por Mead de forma funcional y autolegitimadora (dada la alegación de
continuidad con las tradiciones del pasado) de nuestras propias soluciones. En
este caso, no aprendemos nada con Mead – lo leemos buscando en él reflejos
de nosotros mismos. Como dijimos, ni evolución, ni continuidad, sólo una
espiral autoreferenciada. Sin embargo, si abandonamos el universo Whig, cuya
evolución y derechos son de tal modo naturales que imposibilitan la crítica
histórica y socialmente situada, y entramos en un mundo en que la historia y la
creatividad se encontraron en un determinado momento, podremos
300
Un punto semejante es sugerido por Leo Strauss cuando discute la relación de dependencia
entre la teoría política moderna y la filosofía política clásica: “tan pronto como emerge la
moderna filosofía política (...) ya sea por modificación o incluso por oposición a una temprana
filosofía política, la tradición de la filosofía política, sus conceptos fundamentales no pueden ser
enteramente entendidos hasta que hayamos entendido la temprana filosofía política de la que,
y en oposición a la que, fueron adquiridos, y la modificación específica por virtud de la cual
fueron adquiridos” (1949, p. 49).
94
comprender que la consciencia de la interdependencia entre teoría e historia de
la teoría social y política es la única forma de aprender del pasado y enfrentar
el futuro de forma realmente original.
95
Capítulo IV: De Jefferson a Dewey: Una tradición democrática.
Demostrando que, a veces, los objetos de análisis ilustran, a través de su
propia acción, la metodología utilizada para interpretarlos, John Dewey
desarrolla en sus principales libros de los años 20301 una historia social de las
ideas cercana a la historia intelectual que estamos siguiendo en este libro,
llegando a proponer, en la década siguiente, una lectura históricamente
sensible de la ideología liberal302. Puede, además, afirmarse que tal opción
metodológica refleja la influencia que la filosofía alemana, de Hegel a Dilthey,
ejerce sobre el posicionamiento filosófico más general no sólo de Dewey, sino
también de otros autores asociados al movimiento pragmatista. El pragmatismo
filosófico norteamericano es una corriente de pensamiento de cuño historicista.
Remonta a su propio génesis como movimiento teórico la adopción de una
perspectiva analítica que subraya lo contingente, lo particular y lo concreto.
Sucede que, intentando aproximar pragmatismo y liberalismo, ciertos autores
menosprecian este hecho. Sin embargo, ignorarlo conlleva perder una llave de
interpretación imprescindible para la comprensión de los principios teóricometodológicos del pragmatismo. En este sentido, el retrato intelectual de cariz
historicista que Mead hizo de su colega y amigo Dewey constituye, pensamos,
la mejor forma de dar inicio a un capítulo dedicado al pensamiento político de
este último.
En un raro y significativo ejercicio de historia intelectual303, Mead discute las
propuestas filosóficas de John Dewey, William James y Josiah Royce a la luz
del contexto político y cultural de los Estados Unidos de finales del siglo XIX e
inicios del siglo XX. Confirmando la sugerencia skinneriana de que la
consciencia histórica de los agentes sea, a la vez, considerada como un reflejo
de la autoridad especial que un actor tiene sobre sus propias acciones y como
un elemento privilegiado de acceso a un tiempo pasado, Mead identifica como
las principales influencias sobre la “comunidad intelectual americana”, “las del
puritanismo y la democracia local” (Mead, 1981, p. 371)304. En particular, Mead
distingue entre la tradición política del liberalismo inglés de los siglos XVII y
XVIII dominada por ideología Court305, de la teoría y práctica democráticas
norteamericanas. Mead es muy claro al describir la evolución de la república
americana como un proceso de adaptación de la democracia participativa de la
minúscula polis a la escala de un continente cuya extensión era una inagotable
fuente de virtud306. De esta forma, Mead suscribe una concepción política
301
Pensamos en el caso de Reconstruction in Philosophy (1920), Experience and Nature
(1925) y The Quest for Certainty (1929).
302
Véase Liberalism and Social Action (1935).
303
Nos referimos al artículo “The Philosophies of Royce, James, and Dewey in their American
Setting” (1929).
304
Dewey reconoce esta herencia política cuando afirma que “En resumen, hemos heredado
unas prácticas y unas ideas propias de las asambleas locales” (Dewey, 2004, p. 118).
305
“A pesar de dos revoluciones, la sociedad inglesa había preservado la forma visible de un
estado que simbolizó su unidad en las formas de las lealtades feudales (...) Pero estos
representantes pertenecieron a una clase predominante hereditaria que fundió su
representación de la democracia naciente con las tradiciones históricas del caballero inglés - la
esencia del liberalismo inglés” (Mead, 1981, p. 373).
306
“Ligeramente extendida a lo largo de un vasto continente, este nexo de encuentros
ciudadanos no solamente los gobernó a ellos mismos (...) sino que organizó Estados” (Mead,
1981, p. 372).
96
democrática cercana al republicanismo comercial de Thomas Jefferson, que,
como hemos visto, subraya la naturaleza descentralizada, local y participada de
la democracia norteamericana. La importancia de la religión protestante no deja
de ser señalada, sobretodo en lo que respecta al individualismo que le está
asociado307. Es a partir de la conjugación de estos dos factores en la historia de
la sociedad y cultura de los Estados Unidos como Mead introduce aquella que
es quizás la creencia central de la teoría radical de la democracia pragmatista la fe en el hombre común, el miembro anónimo de la comunidad cuyo interés
se confunde con el interés general308. El retrato intelectual que Mead traza de
Dewey culmina precisamente con la asunción de que la filosofía deweyana
constituye “el método desarrollado de esa inteligencia implícita en la mente de
la comunidad americana. (...) en el sentido más profundo, John Dewey es el
filósofo de América” (Mead, 1981, p. 391).
Tomando por buena la opinión de Mead309, nos gustaría, en los capítulos
siguientes, sugerir una interpretación del pensamiento político deweyano en el
que el conflicto entre los paradigmas liberal y republicano cívico asume el
estatuto de elemento clave para la comprensión de su teoría de la democracia.
Retomando la idea de que “the end of classical politics” no traduce con
exactitud lo que pasó en aquel que es considerado como el momento fundador
de la república americana310, pretendemos argumentar que el discurso político
articulado por Dewey es un ejemplo de como el lenguaje republicano subsistió
en el seno del liberalismo americano como una forma de auto-crítica. El
pensamiento democrático del “filósofo de América” refleja, creemos, el conflicto
paradigmático que define la historia del pensamiento político norteamericano.
Con esta decisión, nuestra intención metodológica es, no sólo demostrar la
utilidad de las tesis de Pocock, como desvelar el anacronismo de las
interpretaciones que posicionan a Dewey en relación a cuestiones a las que,
necesariamente, era ajeno. Pero nuestra estrategia comprende igualmente una
intención teórica: demostrar la naturaleza republicana y comunitaria de la crítica
deweyana a las teorías políticas realistas, tecnocráticas y paternalistas
asociadas al “viejo liberalismo”.
El primer paso para demostrar la filiación republicana de la teoría política de
Dewey consiste en determinar la influencia que está en el origen de la retórica
cívica humanista de su discurso. Thomas Jefferson, con su republicanismo
agrario y comercial asentado sobre una federación de pequeñas comunidades
políticas autónomas, constituye la principal referencia a través de la cual el
paradigma republicano cívico influencia a Dewey311, tal como este, además,
reconoce explícitamente en “Presenting Thomas Jefferson” (1940)312. El marco
307
Véase Mead, 1981, p. 374.
Esta posición es compartida por Dewey, para quien “la creencia en el hombre común es uno
de los puntos familiares del credo democrático” (1996b, p. 201).
309
Robert Westbrook afirma que “John Dewey podría convertirse en el más importante filósofo
en la historia moderna americana, honrado y atacado por hombres y mujeres de todo el
mundo” (1991, p. IX), y Larry Hickman llega incluso a parafrasear a Mead en la introducción a
una reciente colección de artículos sobre Dewey (1998, p. IX).
310
Véase parte II, capítulo III.
311
En la expresión de John Patrick Diggins, Dewey es un “firme Jeffersoniano” (1985, p. 585).
312
En castellano, puede encontrarse el texto en el prefacio a Dewey, J., (1944), El pensamiento
vivo de Thomas Jefferson, Buenos Aires, Losada.
308
97
en el que este artículo fue escrito merece alguna atención ya que ilustra el
proceso de construcción del canon en teoría política. Al contrario de lo que
generalmente se asume, hasta mediados de los años 20, Jefferson no formaba
parte de la galería de héroes de la revolución americana313. En efecto, en un
libro dedicado a los “padres de la revolución” escrito en 1926, su nombre ni
siquiera aparecía en el índice onomástico. Es con el “New Deal” de Roosevelt
cuando Jefferson es recuperado y, a mediados de los años 30, se asegura su
lugar en el panteón de los héroes de la república americana314. Naturalmente,
lo mismo acontece en el caso de Dewey. A pesar de que ya en 1927 podamos
detectar la influencia de Jefferson en sus escritos315, es sólo al final de la
década siguiente, a través del artículo arriba referido, cuando Dewey presenta
al público americano la figura intelectual que inspira y legitima su crítica al
liberalismo.
Dewey empieza por notar que las convicciones republicanas de Jefferson
habían empezado a formarse cuando era joven y que se cristalizaron cuando
tenía tan sólo 22 años de edad, al oír un discurso de Patrick Henry en
oposición al “Stamp Act”. Habrá sido a partir de esta experiencia oposicionista
al yugo colonial Whig cuando Jefferson desarrolla su republicanismo, asentado
en la convicción de que el pueblo americano es virtuoso, siempre que sea
“iluminado por la educación y por la libre discusión” (Dewey, 1988b, p. 216), en
la ventaja comparada de las pequeñas “town meetings” (asambleas de ciudad),
y en el papel regulador de la religión. Una dimensión reveladora del cariz
humanista cívico del ideario político de Jefferson es la importancia atribuida a
un sistema nacional de educación como instrumento de selección de aquellas
personas que en sucesivas generaciones de adeptos al paradigma republicano
depositaron su confianza para sustituir las aristocracias hereditarias del
liberalismo Whig – las “aristocracias naturales” resultantes de las
características especiales de ciertos individuos en términos de intelecto y
personalidad, y que ascendían al poder por intermedio del escrutinio de la
voluntad general de la comunidad316.
El enlace entre el republicanismo de Jefferson y el pragmatismo de los siglos
XIX y XX se establece mediante la noción de “práctica”. Dewey considera que
la originalidad de la Declaración de Independencia no reside en la ideología en
que se asienta, sino en el hecho de tratarse de una expresión de la “mente
americana” en nombre de la cual la “voluntad americana” estaba lista para
actuar317. Es la práctica democrática, virtuosa, participada, comprensible e
igualitaria la que distingue a la república americana de las anteriores, y
313
Seguimos, en este punto a Baehr y O’Brien, 1994, pp. 28-31. Un autor de la época, A.
Griswold, observa que “si el pasado determina o influencia de alguna manera al presente, el
presente invariablemente invierte el proceso. Una de los más notables ejemplos de este
principio ha sido la reciente apoteosis de Thomas Jefferson como héroe nacional, equiparado
en estatura a Washington y Lincoln” (1946, p. 657).
314
Un ejemplo de esta recuperación es el libro de Douglas Adair, The Intellectual Origins of
Jeffersonian Democracy: Republicanism, the Class Struggle, and the Virtuous Farmer (1943).
315
Véase Dewey, 2004, pp. 116-117.
316
Dewey, 1988b, p. 210.
317
“Jefferson estaba profundamente convencido de la novedad de la “acción” como una
“experiencia” práctica – palabra favorita en combinación con la institución del gobierno
democrático” (Dewey, 1988b, p. 212.
98
Jefferson es uno de sus “padres fundadores”318. Así, la tesis avanzada por
James Kloppenberg en su Uncertain Victory (1986) de que la apropiación del
legado republicano clásico por los autores pragmatistas del periodo entre 1870
y 1920 se hace por medio de las categorías de “práctica”, “incertidumbre” y
“experiencia” parece coincidir con nuestro propio análisis. Kloppenberg tiene
ciertamente razón cuando intenta caracterizar el intercambio de ideas entre la
socialdemocracia europea y el pragmatismo progresista norteamericano como
la búsqueda de una vía medía entre el liberalismo y el socialismo; sin embargo,
el carácter puramente histórico de esta tesis limita su proficuidad teórica. La
comprensión y crítica de las apropiaciones contemporáneas del pensamiento
político pragmatista exige la reconstitución de los caminos recorridos por el
lenguaje a través de los cuales se expresa. En concreto, un proyecto, como el
de Habermas, que pretenda hoy proponer una vía medía entre dos paradigmas
rivales conlleva el desafío de no sólo comprender un momento de la vida de
esos lenguajes (como Kloppenberg hace magistralmente), sino también
reconstituir esa existencia de forma suficientemente general como para que se
pueda criticar la autoreferencialidad que surge del carácter presentista de la
reconstrucción teórica habermasiana y proponer una alternativa teórica y
metodológica asentada en la consciencia consecuente de la historicidad de los
aparatos conceptuales utilizados. Una alternativa que nos llevará, en la parte
IV, a la presentación de una propuesta teórica que, aunque compartiendo los
objetivos de Habermas, se aleja de este último en la forma como alcanzarlos.
Para continuar con nuestra reconstrucción de la interpretación deweyana de la
tradición política republicana, es inevitable un análisis al capítulo dedicado a las
virtudes en la obra Ethics (1908), no sólo debido a la importancia del libro en
cuestión, sino sobre todo debido a la perspectiva adoptada por Dewey.
Empezando por asociar virtud y bien común319, Dewey distingue “virtud
convencional”, como la conformidad a un código de conducta, de “virtud
genuina”, concebida como la actitud crítica capaz de trascender la estructura
social concreta. Nótese la forma como esta distinción nos remite hacia la
oposición entre “maneras” y “virtudes” discutida por Pocock: las maneras
burguesas, auténticas reglas de convivencia social, son diferenciadas por
Dewey, así como en la tradición republicana, de las “genuinas” virtudes cívicas,
que dan prioridad al interés de la comunidad en detrimento de la honra
318
Revelando una concepción canónica de la historia americana, Dewey no vacila en aseverar
que “en esos días había gigantes” (1988b, p. 203, atribuyéndoles el estatuto de líderes. De
forma similar, también Mead subraya la importancia de los genios religiosos o intelectuales:
“Tómese el genio religioso, como Jesús o Buda, o el de tipo reflexivo, como Sócrates. Lo que
les ha conferido su importancia única es que han tomado la actitud de vivir con referencia a una
sociedad más amplia” (Mead, 1982a, p. 240). Sin embargo, como veremos, estas referencias a
la función de los agentes sociales excepcionales no debe, de ningún modo, llevar al lector a
subestimar la naturaleza igualitaria y democrática de la concepción pragmatista de creatividad
humana, por oposición a las concepciones elitistas que subrayan el genio individual (véanse,
como ejemplos de estas últimas, los casos de Allan Bloom o de Niklas Luhmann).
319
“Los hábitos del carácter que tienen el efecto de sostener y difundir los bienes comunes o
racionales son virtudes; los rasgos del carácter que tienen los efectos opuestos son vicios”
(Dewey, 1978, p. 359). Nótese que esta orientación hacia una noción de bien común constituye
una característica que Dewey abandonará cuando pasa de un hegelianismo organicista hacia
un instrumentalismo cultural, en mediados de la década de 1910. Este abandono es ya nítido
en 1920, cuando Dewey publica Reconstruction in Philosophy.
99
personal o de la pulidez del trato. También Dewey, en la estela de Cicerón,
Maquiavelo o Harrington, dice en “virtudes cardinales”:
Como sincero, como el interés completo, cualquier hábito o actitud
del carácter implica justicia y amor; como persistentemente activo,
está el coraje, fortaleza, o vigor; como puro y sencillo, está la
templanza - en su sentido clásico. Y dado que ningún interés
habitual puede ser íntegro, duradero, o sincero, excepto como es
razonable (…) el interés en lo bueno es también sabiduría o
conciencia.. (Dewey, 1978, p. 364)320 .
Es en el contexto de una filosofía moral que intenta superar tanto el utilitarismo
como el formalismo kantiano en donde Dewey desarrolla su análisis de la
noción de virtud. Su estrategia reside en demostrar de qué forma el debate
entre los seguidores de Bentham y de Kant se asienta sobre falsas dicotomías
y como estas concurren para impedir la articulación de una ética republicana de
autorealización en la que tanto la felicidad como los dictámenes de la razón
práctica exigen una personalidad democrática. El error compartido por estas
dos perspectivas consiste en “intentar dividir un acto voluntario, que es uno y
entero, en dos partes sin relación, una denominada “interna” y la otra “externa”“
(Dewey, 1978, p. 218). La consecuencia de esta falsa dicotomía es no concebir
“motivaciones” y “consecuencias” de la acción como partes de un todo: si el
utilitarismo centra su análisis en las consecuencias previsibles de la acción, el
intuicionismo concibe las motivaciones como fuerzas que influencian la acción
del individuo. De este modo, Dewey concluye que la flaqueza de la ética
utilitarista se encuentra en la psicología hedonista y atomista que le subyace321,
mientras que la ética kantiana opera con una concepción vacía de “razón
práctica”322. En este segundo caso, la crítica formulada por Dewey (que, como
hemos visto, fue más tarde apropiada por Mead), apunta hacia un contenido
sustantivo implícito a la ética kantiana: por ejemplo, la famosa máxima de Kant
320
Obsérvese igualmente este pasaje en el que Dewey se pronuncia de forma más
desarrollada sobre esta misma cuestión: “Hay en las enseñanzas tradicionales muchos
recordatorios de la integridad de la virtud. Uno de ellos es que “amor es el cumplimiento de la
ley”, ya que en su sentido ético, amor significa plenitud de devoción a los objetos que se
estiman como buenos. Tal interés, o amor, tiene la marca de la temperancia, porque un interés
extensivo demanda una armonía que sólo puede lograrse por medio de la subordinación de los
impulsos y pasiones particulares. Implica valor, porque un interés activo y genuino nos da
ánimo para hacer frente y vencer los obstáculos que se interponen en el camino de su
realización. Incluye sabiduría o discernimiento porque la simpatía, la preocupación por el
bienestar de todos los afectados por la conducta, es la más segura garantía del ejercicio de la
consideración, en el examen de una propuesta línea de conducta en todos sus efectos”
(Dewey, 1965, pp, 141-142).
321
Citando a T. H. Green, Dewey considera que la falacia de esta psicología hedonista es
suponer que “la idea del placer del ejercicio despierta el deseo por él, cuando de hecho la idea
del ejercicio es placentera sólo si ya existe algún deseo por él” (Green citado en Dewey, 1978,
p. 246). Como nota Kloppenberg, Green e Dewey forman parte de un conjunto de autores que
intentó articular una ética del bien común adaptada a las condiciones de las sociedades
industriales modernas. Véase Kloppenberg, 1986, p. 170 y ss.
322
“No hay una contradicción formal en actuar siempre con la motivación del ladrón, del egoísta
o del insolente. Todo lo que el método de Kant puede requerir, en lógica estricta, es que el
individuo siempre, bajo circunstancias similares, actúe del mismo modo; Esté dispuesto a ser
siempre deshonesto, o impuro, u orgulloso en su intento; ¡alcance la consistencia en la maldad
de sus motivos, y usted será bueno!” (Dewey, 1978, p. 287).
100
“trata los otros como fines en sí mismos y no como medios” constituye una
versión de la tesis sustantiva de que “lo bueno para cualquier hombre es
aquello en lo que el bienestar de los otros cuenta tanto como el de él mismo”
(Dewey, 1978, p. 286).
Lo que importa retener de la “teoría de la vida moral” desarrollada por Dewey
es la recuperación de la tradición republicana aristotélica como tercera vía para
superar las dificultades enfrentadas por las dos teorías morales dominantes.
Esto es particularmente evidente en el ideal social de una “democracia moral”
en la que la participación cívica surge como el mecanismo que permite la libre
expresión de la individualidad323. Esta concepción ideal de una sociedad
democrática, en la que la participación cívica de sus miembros es la condición
de su autonomía individual, acompaña a Dewey durante toda su carrera. El
lenguaje republicano, aristotélicamente comunitario es, por lo tanto, un rasgo
característico del pensamiento político deweyano324, que permite comprender
aquello que confunde a todos aquellos que pretenden interpretar a Dewey a
través de una matriz de lectura liberal y whiggista – la forma como un liberal
critica el liberalismo a partir de una retórica republicana325. Otro error es
cometido por autores como Philip Selznick, que pretenden ver en este lenguaje
una supuesta “anticipación” del comunitarismo de Taylor, Sandel y
MacIntyre326. En este caso, tal anacronismo tiene como coste la comprensión
de lo que está realmente en juego en la teoría democrática pragmatista – una
interpretación del paradigma republicano con el fin de superar liberalismo y
socialismo, la vía medía de la que habla Kloppenberg. Un tercer abordaje a la
teoría de la democracia de Dewey, que podemos encontrar en autores como
Habermas o Honneth327 , pretende reconstruirla para poder confrontarla con el
modelo demoliberal dominante en el presente: como veremos en el capítulo V
de la parte IV, tales iniciativas subestiman las implicaciones teóricas de la
historia de las ideas políticas, lo que significa, en el caso del pragmatismo
americano, no tener en consideración el posicionamiento singular de esta
corriente filosófica en los conflictos que oponen liberalismo, socialismo y
republicanismo. Para demostrar que Dewey perfiló, durante toda su carrera,
una concepción de “democracia moral” tributaria de la tradición republicana, a
pesar de su evolución intelectual de un idealismo organicista hacia un
instrumentalismo cultural328, vamos a concluir este capítulo con una breve
323
Véase Dewey, 1978, p. 286.
“Las concepciones deweyanas de virtud y vicio, de instituciones sociales como las
educativas, y de la comunidad como el fundamento de la realización de la virtud son
frecuentemente cracterizadas como aristotélicas (...) Así, cuando Dewey observa la historia de
la filosofía moral o ejemplos anteriores de ética naturalista con los que ilustrarse, gravita hacia
moralistas más antiguos que modernos, en particular hacia Aristóteles” (Welchman, 1995, p.
214).
325
Si Kaufman-Osborn considera que “La teoría política de Dewey remite al dilema la fuente del
cual se encuentra en el corazón de la amplia tradición del liberalismo europeo “ (1984, p. 1143),
William Caspary nota que “a pesar de ser ciertamente un liberal, Dewey no es claramente un
liberal clásico, sino más bien un liberal moderno o progresista, o un social-demócrata que ve el
papel clave del gobierno en la regulación, la seguridad social y la planificación” (2000, p. 15).
326
Véase Selznick, 1992, así como Festenstein, 1997a y 1997b.
327
Véase Honneth, 2001.
328
Para un análisis al pensamiento político deweyano como una forma de instrumentalismo
cultural, véase Eldridge, 1998. Según Alan Ryan, el periodo entre 1894 y 1914 constituye un
punto clave en la filosofía de Dewey, ya que es en este momento cuando abandona el
324
101
discusión de dos textos separados por más de 50 años: uno publicado en la
década de 1880, y el otro a mediados del siglo XX.
En “The Ethics of Democracy” (1888), Dewey ve en la publicación de la obra
Popular Government, de Henry Maine, una oportunidad para criticar la escuela
de la filosofía política liberal o utilitarista329 . Distinguiendo la concepción liberal
de democracia, esencialmente numérica (gobierno del mayor número de
individuos) de la concepción aristotélica, en que la clasificación de los tipos de
gobierno se asienta sobre la noción de que son las leyes las que gobiernan al
Estado, independientemente del número de gobernantes, Dewey se asocia a
esta última perspectiva, confiriéndole un carácter organicista. Al atomismo
abstracto y artificial de la tradición liberal, Dewey contrapone una teoría neoaristotélica de un “organismo social” en el que los ciudadanos tienen una
libertad dependiente del desempeño de funciones sociales, en que la voluntad
individual se expresa por medio de la voluntad general de la comunidad330. A
pesar de que el organicismo de esta época, así como el ideal de “bien común”,
hayan sido abandonados alrededor de 1915, la continuidad fundamental de las
posiciones políticas de Dewey es una realidad, como se constata, por ejemplo,
en la forma como se conciben el mecanismo del voto y la regla de la
mayoría331, y, sobre todo, en la noción de democracia como una forma de
vida332. Esta es, creemos, una concepción esencial para comprender la teoría
política deweyana. La idea de que la democracia no es una mera forma de
gobierno, sino una actitud ética que caracteriza a ciertas sociedades humanas
refleja la confianza que Dewey deposita en la razón humana, ya que constituye
un ideal asentado en la actividad cooperativa de ciudadanos conscientes de
que su individualidad resulta de la participación en la gestión de la cosa
pública. Esta creencia de que una forma de vida democrática constituye la más
fiel expresión de la naturaleza humana acompaña a Dewey durante las
diferentes fases de su carrera, siendo reafirmada en aquel que es justamente
hegelianismo organicista y pasa a adoptar una posición instrumentalista. Véase Ryan, 1997, p.
118. Richard Bernstein rechaza tal división: “Al estudiar a Dewey uno se da cuenta de la
falsedad de este mito y de lo persistentes que son los temas hegelianos en su filosofía ‘madura’
“ (1979, p. 176).
329
“Tenemos aquí el esquema de los puntos principales de esta esuela de filosofía política.
Pero tienen que ser desplegados de alguna forma. La democracia es el principio de la mayoría,
de la masa. Este es el punto esencial. La democracia no es más que un agregado numérico,
una conglomeración de unidades” (Dewey, 1969, p. 229).
330
“Si, no obstante, la sociedad puede describirse verdaderamente como orgánica, el
ciudadano es un miembro del organismo y, justamente en proporción con la perfección del
organismo, ha concentrado dentro de si su inteligencia y voluntad” (Dewey, 1969, p. 235).
331
Si en 1888, Dewey defendía que el voto es una manifestación de una tendencia del
organismo social expresada por un miembro de ese organismo, afirmando que “el corazón del
asunto no se encuentra en el voto ni en el recuento del voto para ver donde se apoya la
mayoría. Está en el proceso a partir del cual se forma la mayoría” (1969, p. 234), en The Public
and Its Problems (1927), reitera que ““Lo verdaderamente importante son los medios por los
que una mayoría llega a ser una mayoría”: los debates previos, las modificaciones de posturas
para atender las opiniones de las minorías,… “ (2004, p. 168).
332
Nuevamente, si Dewey, en 1888, consideraba que “Decir que la democracia es únicamente
una forma de gobierno (...) es falso. (...) la democracia, en una palabra, es una concepción
social, es decir, una concepción ética, y su significación como gobierno está basada en su
significación ética” (1969, p. 240), en 1939, continua defendiendo que “la democracia es un
modo de vida orientada controlado por una fe práctica en las posibilidades de la naturaleza
humana” (1996b, p. 201).
102
considerado como su “testamento intelectual”, la comunicación leída en Nueva
York en la celebración de su octogésimo cumpleaños, “Creative Democracy –
The Task Before Us” (1939)333.
Si hubiese dudas en cuanto a la importancia de la retórica republicana para la
teoría democrática de Dewey, su punto de partida en este ensayo ciertamente
las disiparía. Retomando el mito de la frontera, Dewey traza un paralelismo
entre los Estados Unidos de la época en que nació y el final de la década de
1930: si antes la frontera era física y representaba una inmensidad de tierras y
recursos naturales que podía salvaguardar la virtud del pueblo americano, “En
el presente, la frontera es moral, no física” (1996b, p. 200). Esto significa que la
comunidad política norteamericana tiene, ahora, su virtud dependiente no de
una enorme reserva de tierras cultivables, sino de una no menor reserva de
recursos humanos por utilizar; en particular, Dewey piensa en el caso de los
millones de individuos que perdieron sus empleos durante la Gran Depresión
de los años 30 y que constituyen un reto a la creatividad política de las
autoridades. Las implicaciones de su concepción de democracia como una
forma de vida son, en este punto, evidentes. Una vez que la independencia
económica y la autonomía moral son, desde el punto de vista republicano
adoptado por Dewey, caras de la misma moneda, el desafío que el gobierno de
Roosevelt enfrenta es el de conjugar la integración política efectiva de todos los
ciudadanos americanos con el aprovechamiento de los recursos humanos en
peligro de ser desperdiciados por la crisis económica. Así, se vuelve evidente
que la creencia en el “hombre común” (Dewey, 1996b, p. 201) no sólo
constituye uno de los fundamentos de su concepción de democracia, sino que
corresponde a un rechazo de la concepción abstracta y jurídica del individuo
sugerida por el liberalismo. Dewey critica explícitamente las “garantías
puramente legales de las libertades civiles, la libertad de credo, expresión y
reunión” (1996b, p. 203), considerándolas irrelevantes en el caso de que, en la
práctica cotidiana, tales libertades de comunicación y asociación fueran
restringidas por la sospecha mutua, por el prejuicio y por el miedo. Una
comunidad política334 sólo es realmente democrática si los diferentes grupos e
individuos que la componen pudieran comunicarse sin restricciones entre sí,
garantizando la pluralidad de formas de vida; sólo así la sabiduría, el coraje, la
templanza y la justicia, las virtudes clásicas, constituirán ideales reguladores de
la conducta moral.
333
Versión en castellano: Dewey, J., “Democracia creativa: la tarea ante nosotros” en Dewey,
J., (1996), Liberalismo y acción social y otros ensayos, Valencia, Ed. Alfons el Magnànim.
334
Para un estudio estimulante sobre el concepto de “comunidad” en Dewey, véase Campbell,
1998.
103
Capítulo V: La democracia deweyana en sus contextos.
Hannah Arendt tiene ciertamente razón cuando sugiere que una historia bien
contada encierra una riqueza de significados que difícilmente una proposición
filosófica o una observación científica pueden igualar. En la primavera de 1906,
Máximo Gorki, de visita a nueva York en la compañía de una actriz que no era
su mujer, enfrentó la ira de una opinión pública cuyas maneras no eran
compatibles con las ideas y el estilo de vida del revolucionario y escritor ruso.
Como resultado de esta campaña, Gorki y su acompañante tuvieron serias
dificultades en encontrar un hotel que los recibiese. Fue Dewey, que había
abandonado Chicago dos años antes e ingresado en la Universidad de
Columbia, quien los recibió en su casa, no sin la crítica de la opinión publicada.
A esta, Alice Dewey, su esposa, respondió de la siguiente forma: “preferiría
pasar hambre y ver mis hijos pasando hambre antes que ver que John sacrifica
sus principios”335.
Como este episodio demuestra, Dewey es un individuo que al etiquetarse como
“liberal” no hace totalmente justicia a la verdadera naturaleza de su
posicionamiento ideológico. Además, consciente de esto mismo, Dewey dedicó
un libro a esta cuestión336 – “¿Que significa ser hoy [en los años 20] un
liberal?”337 La forma como responde a esta cuestión no sólo clarifica la
naturaleza historicista de su concepción de la historia de las ideas políticas,
sino que ilustra el carácter republicano de su crítica al “viejo liberalismo” de
laissez-faire, laissez-passer. Su argumento se desarrolla a partir de una
reconstrucción de la historia del paradigma liberal. Identificando a John Locke
como el precursor de esta tradición338 , Dewey discute el papel que las dos
tradiciones liberales en Inglaterra, la económica y la utilitarista339, tuvieron en la
evolución de un liberalismo individualista hacia un liberalismo con
preocupaciones sociales. Su conclusión es que, si fue Adam Smith el impulsor
del liberalismo de laissez-faire, no fue James Bentham quien incentivó la
promulgación de legislación laboral - “Por el contrario, el impulso de la
legislación social fue obra de los tories, quienes, por tradición, sentían cierto
desapego hacia la clase industrial” (Dewey, 1996a, p. 65). Desgraciadamente,
Dewey no tenía todavía a su disposición la alternativa historicista (compatible
con sus tesis)340 a la historiografía liberal lockeana; si la hubiera tenido, podría
haberse dado cuenta de que el origen ideológico de la crítica al liberalismo en
Inglaterra, en el siglo XIX, era precisamente el mismo que el suyo, formulado
un siglo después. Para nosotros, hoy, y a la luz de la historiografía revisionista
de los años 60, está claro que de Harrington a Jefferson y de este a Dewey es
utilizado un mismo lenguaje para criticar el paradigma jurídico-liberal – el del
335
Westbrook, 1991, p. 151.
Nos referimos a Liberalism and Social Action (1935) [Dewey, 1996a] . Para otro texto en que
Dewey critica el paradigma liberal, véase “Philosophyes of Freedom” (1928)
337
“Difícilmente puede uno dejar de preguntarse en qué consiste realmente el liberalismo: que
elementos de su ideario son aún valiosos, si es que conserva alguno” (Dewey, 1996a, p. 52).
338
Dewey, 1996a, p. 52 y ss.
339
Dewey, 1996a, pp. 65-66.
340
De forma sugerente, Dewey critica la concepción whiggista de la historia afirmando que los
liberales, “formularon sus ideas como verdades inmutables, válidas para cualquier tiempo y en
cualquier lugar; no tenían un sentido de la relatividad histórica, ni en términos generales ni en
sus propios términos” (Dewey, 1996a, p. 76).
336
104
republicanismo cívico. Esta ausencia de una alternativa historiográfica se
refleja en los constreñimientos a los que Dewey se ve sujeto al criticar el
paradigma liberal. Apodar de “nuevo” o “renacido” liberalismo a la propuesta
que defiende es un claro síntoma de que la retórica republicana a la que
recurre no tiene un contrapunto a nivel del aparato conceptual dispuesto por el
paradigma liberal dominante. La imposibilidad de nombrar el paradigma
utilizado para criticar el liberalismo es el más claro índice de su fuerza
paradigmática.
A pesar de estos constreñimientos, la presencia del imaginario y del discurso
republicanos puede ser detectada a través de la forma como Dewey concibe
nociones políticas tan fundamentales como las de ciudadanía y participación
cívica. En particular, nos gustaría llamar la atención hacia el hecho de que
estos conceptos sean articulados en función de un ideal neo-aristotélico de
“crecimiento humano” sobre el que asienta sus tesis pedagógicas341. La
educación como instrumento de fomento de un ideal de “realización humana”342
es una de las llaves maestras de su teoría de la democracia. Una sociedad
realmente democrática comprende un sistema educativo cuya principal función
no es reproducir conocimientos del pasado343, sino enseñar a pensar de forma
científica, en la medida en que todos los miembros de la comunidad necesitan
de ciertas competencias cognitivas para el desempeño cabal de sus deberes
cívicos. Es a la escuela a la que compete, por su propia organización interna,
funcionamiento y prácticas pedagógicas, diseminar el ideal ético democrático
fundado sobre un conjunto de virtudes cognitivas: “Dewey creía que esas
virtudes –libre investigación, tolerancia de la diversidad de opinión y libre
comunicación – eran atributos necesarios pero no suficientes de una política y
sociedad democráticas” (Westbrook, 1991, p. 170). La participación activa en la
gestión de la cosa pública presupone una noción de ciudadanía que no puede
ser pensada sin los “laboratorios de producción de conocimiento” que son las
escuelas, tal y como son imaginadas por Dewey y por los pragmatistas en
general.
Conscientes de la importancia atribuida por Dewey a la “relatividad histórica”
con que las contribuciones del pasado deben ser analizadas, y sin olvidar el
conflicto paradigmático entre liberalismo y republicanismo presente en el
discurso deweyano, la intención que nos mueve en este capítulo consiste en
presentar la teoría social y política de Dewey a la luz 1) de los debates en que
se envolvió y 2) de su participación en la política americana de los años 20 y
341
Pensamos sobre todo en el libro School and Society (1899). Para un análisis del papel de la
educación en la teoría democrática deweyana, véase Bernstein, 1979, p. 226 y ss.
342
Este rasgo comunitario neo-aristotélico de pensamiento pragmatista de Dewey y Mead
también es subrayado por Mitchell Aboulafia. Véase Aboulafia, 1955b, p. 180.
343
En un debate esclarecedor en lo que respecta a sus opiniones sobre la historia de las ideas
y las funciones del sistema educativo, Dewey criticó a Robert Hutchins por defender la validez
pedagógica intemporal de clásicos como Platón, Aristóteles o Santo Tomás. Para Dewey, estas
figuras están circunscritas a sus propias épocas, “incapaces de trascendencia pedagógica”
(McDermott, 1987, p. XXII). Los problemas del presente sólo indirectamente pueden
beneficiarse de contribuciones pasadas; cada generación tiene que asumir la responsabilidad
de enfrentar los desafíos de su tiempo sin buscar reproducir acríticamente soluciones pasadas
para problemas (igualmente) pasados. Una vez más, el historicismo de Dewey se aproxima de
forma notable a la escuela historicista de la década de 1960/70.
105
30. Empezando por este último contexto, la cuestión que se plantea es la de la
consistencia entre la práctica política desarrollada por Dewey en una serie de
ocasiones y los objetivos teóricos a los que apuntan sus escritos. Vamos a
centrar nuestro análisis, siguiendo el estudio de Robert Westbrook, John
Dewey and American Democracy (1991), en tres casos: la actividad de
consejero político que Dewey presta a las autoridades chinas en el inicio de la
década de 1920; su intervención en la llamada “cuestión polaca”; y su
participación en el movimiento para la ilegalización de la guerra.
En lo que se refiere al primer caso, hay que resaltar la enorme influencia que
las tesis deweyanas sobre la importancia de la educación para posibilitar la
ciudadanía tuvieron sobre la doctrina pedagógica oficial de la China de los años
20. El mensaje de Dewey es simple. La forma más eficaz y duradera de
promover el ideal de una democracia participativa344 es a través de la
implementación de un sistema de educación universal. Sin embargo, como
Westbrook señala, a pesar de que estos fines democráticos sean consistentes
con su filosofía política, los medios preconizados en ese momento no
resistieron a la acción de los revolucionarios que tomaron el poder en 1927345.
La creencia de Dewey en las virtudes de la democracia parece ilustrarse bien
en su intervención en el episodio de la “cuestión polaca”. En 1918, Dewey y
algunos de sus alumnos desarrollaron una investigación para comprender los
mecanismos de integración de una comunidad inmigrante en una sociedad
democrática como la americana. Cuando fue consciente de la dinámica política
de esa comunidad, Dewey se da cuenta de la falta de democracia interna que
caracterizaba el funcionamiento de algunas de las facciones políticas que
representaban a la comunidad polaca. Y, transcendiendo el papel del
observador imparcial, Dewey no vacila en ejercer influencia junto a la
administración Wilson para impedir que las facciones no democráticas de esa
comunidad impusiesen su voluntad sobre las demás346. Impresionado con la
magnitud sin precedentes de la I Guerra Mundial, Dewey, mucho más que
Mead347, revisa su posición de apoyo a la intervención americana en el conflicto
y se asocia al movimiento pacifista que intentó, en los años 20, ilegalizar la
guerra y que vendría a dar origen al pacto Kellog-Briand, firmado en París en
1928. El fracaso de esta iniciativa se debió, según Dewey, a su naturaleza
estrictamente diplomática; al contrario de lo que indicaban sus
recomendaciones348, las opiniones públicas de los países signatarios habían
sido mantenidas al margen de este proceso. El cerne de la teoría radical
344
Mead, en una carta dirigida a su cuñada, Irene Tufts Mead, datada el 16 de Julio de 1919,
describe la forma como Dewey daba a conocer su teoría de la democracia: “John Dewey
estaba en Nanking cuando [la huelga de estudiantes chinos] estaba terminando y se dirigió a
una gran audiencia de estudiantes. Habló de de democracia y sobre el individuo y el
patriotismo. Debió ser muy emocionante, un gran espacio lleno de miles de estudiantes. El
señor Dewey fue acompañado hacia un púlpito bajo un arco de luz y las estrellas de una noche
oriental. La audiencia estaba profundamente excitada, muchos podían seguir sin necesidad de
traducción. El mejor “sacerdote” de la democracia americana hablando a la naciente
democracia china” (Mead’s Papers, Caja 1, Archivo 16).
345
Véase Westbrook, 1991, pp. 251-252.
346
Véase Westbrook, 1991, p. 212 y ss.
347
Para una comparación de la reacción de estos autores a la I Guerra Mundial, véase Joas,
1985, p. 27.
348
Véase el artículo originalmente publicado en la New Republic, “If War were Outlawed”
(1923).
106
democrática pragmatista enfatiza justamente el carácter imprescindible de la
participación popular no sólo para legitimar democráticamente las decisiones
gubernamentales, sino para darles una expresión concreta y eficaz. En
ausencia de esta, el pacto de París se juntó al rol de iniciativas diplomáticas
cuyo alcance estaba limitado, dada su naturaleza exclusivamente formal, por
los constreñimientos de la realpolitik349.
A pesar de la luz que estas actividades traen a la discusión de la teoría política
de Dewey, sobre todo en el periodo entre la Primera y la Segunda Guerra
Mundial, pensamos que la metáfora skinneriana del conflicto es un instrumento
adecuado para analizar algunos de los más importantes textos políticos
deweyanos. En efecto, alguna de su más relevante literatura sobre este tema
fue escrita en el ámbito de controversias con otros autores de la época, como
fue el caso del carismático teólogo y activista, Reinhold Niebuhr. En dos libros
publicados en el inicio de los años 30350, Niebuhr critica al liberalismo
deweyano por no ser suficientemente radical para resolver los problemas
sociales y políticos que asolan la América de la “Gran Depresión”. Una vez
terminada la “Era Progresista” en que el pragmatismo había sido desarrollado y
había alcanzado su apogeo, Niebuhr considera, intentando conciliar marxismo
y un protestantismo conservador, que en las terribles condiciones sociales y
económicas de la “Gran Depresión” “un adecuado liderazgo espiritual sólo
puede venir a través de una orientación política más radical y unas
convicciones religiosas más conservadoras...” (1934, p. IX). A esta crítica
responde Dewey reafirmando su confianza en el método de la inteligencia y
rechazando la sugerencia marxista de que ciertos intereses de clase serían
más legítimos que otros, al punto de acusarlo de ingenuidad histórica351.
Otro debate en que Dewey se vio envuelto fue el que lo opuso a Walter
Lippmann, autor de dos libros que reflejan la desilusión de la generación de la
década de 1920, Public Opinion (1922) y The Phantom Public (1925)352. Este
debate es particularmente significativo para nuestra discusión ya que tanto
Dewey como Lippmann escribieron con regularidad para una revista semanal
que tenía en el republicanismo cívico de Montesquieu su principal referencia
ideológica, la New Republic353. En este foro de ideas políticas fundado en 1914,
inspirado por el modelo de la inglesa New Statesman, se oponían dos
tendencias republicanas. Por un lado, encontramos a autores como Herbert
Croly y Walter Lippmann para quienes el republicanismo de Maquiavelo y
Montesquieu debía ser directamente trasplantado a una América en crisis por
la desaparición de la virtud de otros tiempos. Por otro lado, había quien, como
Dewey, veía en el republicanismo comercial de Jefferson la solución autóctona
349
Véase Westbrook, 1991, p. 270.
Nos referimos a Moral Man and Immoral Society (1932) y Reflections on the End of an Era
(1934).
351
La respuesta surge en el artículo “Intelligence and Power” (1934): “Es una perspectiva
ingenua de la historia que supone que los intereses dominantes de clase no eran la principal
fuerza que mantuvo la tradición contra la que el nuevo método y las conclusiones en ciencias
físicas tenían que hacer su camino” (Dewey, 1984f, p. 108).
352
Sobre el realismo tecnocrático de Lippmann, véanse, por ejemplo, MacGilvray, 1999, pp.
554-557, y Westbrook, 1991, pp. 293-300; Diggins, 1985, pp. 582-585.
353
Sobre la participación de Dewey en la New Republic, véanse Diggins, 1985, p. 580 y ss, y
Westbrook, 1991, pp. 193-194.
350
107
para los problemas de la república americana354 . La cuestión que ambas
tendencias pretendían responder, y que Lippmann formuló explícitamente en su
libro de 1925, era “¿Como puede existir una república sin un público?” El
debate Dewey-Lippmann reside justamente en las diferentes respuestas que
dan a esta cuestión. Para Lippmann, el carácter ilusorio de la noción de
“ciudadanos omnicompetentes”, que asociaba a la teoría de la democracia
pragmatista, era una ilusión, y, como tal, la gestión de la cosa pública debía ser
delegada a los ciudadanos cuya competencia y disponibilidad garantizasen la
mayor eficiencia. La respuesta de Dewey no tardó. Tanto en una recensión de
Public Opinion355, como en The Public Opinion and Its Problems (1927), una
obra de teoría política356 escrita en respuesta al segundo libro de Lippmann,
Dewey articula una respuesta que demuestra claramente su posicionamiento
político-ideológico.
El objeto de esta obra consiste en el análisis de la naturaleza y funciones del
Estado, así como de la relación que este establece con la sociedad civil (o el
“público”, si seguimos la terminología deweyana). Desde luego, el rechazo de
las corrientes políticas que designan al Estado como el epicentro de la vida
política como a aquellas que lo menosprecian, es un indicador significativo de
la concepción del sistema político que apoya. De modo característicamente
pragmatista, Dewey evita caer en discusiones cuyas premisas se encuentran
limitadas por dicotomías fijas y rígidas. Así, el Estado es concebido como un
actor político que no se opone al “público”; tal distinción es la fuente, desde
este punto de vista, de siglos de interminables discusiones filosóficas interminables justamente porque buscan respuestas para preguntas que no
pueden ser respondidas. Al contrario, Dewey intenta concebir un “público” que
no se oponga al aparato burocrático e institucional del Estado. Es
fundamentalmente por esta razón por la que el “público” es concebido como un
grupo o comunidad cuya acción colectiva resulta de la percepción de un interés
común y, en la medida en que esta comunidad elige a ciertos miembros para
cumplir funciones políticas, jurídicas, legislativas y otras en nombre y en el
interés de todos, esta asociación política asume una forma añadida de
organización a la que usualmente damos el nombre de gobierno o
administración pública. En suma, los individuos se asocian en formas
progresivamente más complejas y sofisticadas hasta que su organización
política es de tal modo autónoma que parece oponerse a la entidad que le dio
origen y que garantiza su razón de ser. Entre el ciudadano y el Estado existe,
pues, un continuum históricamente discernible cuyo hilo conductor es la noción
de interés general o bien común, hacia el que remite la virtud cardinal de la
justicia.
De forma sintomática, Dewey, como Mead, critica la tradición política de los
354
Véase Dewey, 1988b, p. 203.
En que coincidiendo con el diagnóstico de Lippmann (que apuntaba hacia la inexistencia e
un público competente), rechazaba la solución defendida por él: “La democracia exige una
educación más minuciosa que la educación de funcionarios, de administradores y de directores
de empresas. Es porque esta educación general fundamental es tan necesaria y tan difícil de
lograr por lo que la construcción de la democracia es tan desafiadora” (Dewey, 1983a, p. 344).
356
Para un interesante análisis de las implicaciones de esta obra para la ciencia política
norteamericana, véase Farr, 1999a, pp. 523-524.
355
108
derechos naturales por su individualismo ahistórico357. Pero, yendo más allá
que Mead en las implicaciones de esta crítica, Dewey asocia el racionalismo
instrumental de la teoría política Whig a una concepción de la historia358 cuyos
héroes son individuos abstractos y cuyo sentido apunta hacia una única línea
de progreso y evolución. Al contrario, Dewey considera que las democracias
políticas modernas son el resultado de múltiples y enfrentadas fuerzas socioeconómicas359 que ejercen una influencia significativa sobre los agentes
políticos individuales y colectivos360. En el caso concreto de la democracia
norteamericana, Dewey, al igual que Mead, lejos de describir un contrato social
imaginario y fundador de la república americana, suscribe una perspectiva
histórica en que las nociones de comunidad, ciudadanía y bien común son los
valores fundamentales. Recordando a las tesis agrario-comerciales del
republicanismo de Jefferson, Dewey cree que “El sistema de gobierno
democrático estadounidense surgió de una genuina vida de comunidad, es
decir, de una asociación en centros locales y pequeños donde la industria era
ante todo agrícola y la producción se realizaba principalmente a través de
herramientas manuales” (Dewey, 2004, p. 116)361 . Además, Dewey considera
que una de las características más valiosas del régimen político americano del
siglo XVIII, y que sin embargo se perdió con el aumento de la dimensión y
complejidad de la república, era la existencia de “aristocracias naturales” las
cuales, al contrario de las hereditarias, ascendían al poder mediante elecciones
libres362 . Es así como Dewey introduce la discusión central de The Public and
Its Problems - pace Lippmann, Dewey pretende averiguar lo que le aconteció al
“público” desde la fundación de la república americana hasta a los años 30 del
siglo XX.
Dewey critica al realismo tecnocrático de Lippmann sobre todo debido al
paternalismo que presupone. Si para este último, el “público” constituye un
obstáculo para el buen gobierno en la medida en que no es, nunca fue y ni
jamás será suficientemente competente para influenciar de forma adecuada a
sus representantes, Dewey acusa precisamente la tecnocracia burocrática del
Estado de fomentar aquello de lo que Lippmann se queja, la apatía e
ignorancia del “público”. Pero esta no es la única causa de las dificultades que
el “público” norteamericano atraviesa en el periodo de entreguerras. En efecto,
Dewey cree encontrar el principal problema enfrentado por el “público”
norteamericano de ese momento en la modernización industrial que generó
una “Gran Sociedad” a costa de las pequeñas comunidades que habían estado
357
Véase Dewey, 2004, p. 111.
Carlyle y Macaulay son explícitamente criticados por su concepción whiggista de la historia.
Véase Dewey, 2004, p. 110.
359
El historicismo de la concepción deweyana de la historia es bien patente en el siguiente
pasaje: “Mirando hacia atrás, es posible descubrir una tendencia de cambio más o menos
uniforme en una única dirección. Pero, repetimos, atribuir esta unidad dada de resultados
(unidad que siempre es fácil exagerar) a una fuerza o a un principio únicos es pura mitología.
La democracia política ha surgido como un tipo de consecuencia global a partir de una amplia
multitud de ajustes correlativos a numerosas situaciones” (Dewey, 2004, pp. 101-102).
360
Véase Dewey, 2004, p. 113.
361
Para un análisis de la importancia de la vida rural para la teoría de la democracia de
Jefferson, escrita en el momento de su “canonización”, véase Griswold, 1946. Para un reciente
análisis de este mismo tema, véase Appleby, 1982a.
362
Véase Dewey, 1988b, pp. 210-211.
358
109
en el origen de la democracia americana363 . En una frase, para Dewey, el
principal desafío que el “público” tiene que enfrentar consiste en conseguir
convertir la “Gran Sociedad”, en la que los sujetos se orientan racionalmente
hacia la consecución de intereses particulares, en una “Gran Comunidad”,
cuyos lazos de solidaridad son mantenidos por procesos de comunicación
interpersonal, i.e., fundada sobre la democracia como una forma de vida364.
Llegamos, así, a una distinción crucial en la teoría política deweyana. A pesar
de estar relacionadas, Dewey insiste en separar “democracia política”,
entendida como un sistema político cuyos mecanismos institucionales (sufragio
universal, elecciones periódicas y competitivas de representantes, regla de la
mayoría, etc.) promueven la defensa del interés propio365 , de la democracia en
su “sentido social genérico”, que sobrepasa las fronteras de la política: “La
democracia, contemplada como una idea, no es una alternativa a otros
principios de la vida asociada. Es la idea misma de vida comunitaria” (2004, p.
138). La respuesta al desafío de proceder a la transición hacia la “Gran
Comunidad” pasa precisamente por este segundo sentido de la noción de
democracia en la medida en que ésta se basa en la participación cívica en
comunidades locales. Pero, como señala Dewey, “participar en las actividades
y compartir los resultados son asuntos aditivos. Exigen como prerrequisito una
comunicación” (2004, p. 140). El propósito de la teoría de la democracia
deweyana consiste, por lo tanto, en reconstruir comunicativamente la
concepción rousseauniana de “voluntad general” para fundamentar
filosóficamente una nueva forma de asociación política asentada sobre las
nuevas posibilidades tecnológicas de comunicación366. La noción republicana
de participación cívica gana, asimismo, nuevos contornos al ser adaptada a las
modernas condiciones socales, en las que el pluralismo de las formas de vida
es un hecho inevitable. Es justamente a partir de la conjugación de estos dos
elementos – participación cívica y pluralismo social – como Dewey reconstruye
la tradición republicana que había heredado de Jefferson y articula una crítica
poderosa al “viejo liberalismo”. Dewey, a diferencia de ciertos autores
contemporáneos que defienden la necesidad de un ethos compartido como el
centro de la vida política367, ve en la pluralidad de las formas sociales un
incentivo a la necesidad de participación cívica – debemos contribuir al bien
363
Fue Graham Wallas el primero en introducir esta noción en su libro The Great Society
(1908), cuya filosofía individualista es rechazada por Dewey, para quien “los hombres siempre
se han asociado para vivir...” (Dewey, 2004, p. 108). Para un análisis de la imagen de una
sociedad crecientemente individualista, tan en voga en los años 20, véase Gunnell, 1999, p. 41.
364
Debido a su carácter democrático, esta noción de una “Gran Comunidad” fue objeto, en los
años 50 y 60, de las críticas de neo-conservadores como Daniel Bell, Irving Kristol, Patrick
Moynihan y Russell Kirk. Este último, en The Conservative Mind (1953), caricatura la “Gran
Comunidad” en los siguientes términos: “defendía un sentimental colectivismo igualitarista con
un nivel social invariable como ideal (…) Toda manifestación radical producida desde 1789
encontró un lugar en el sistema de John Dewey...” (Kirk, 1956, p. 431).
365
Dewey, 2004, pp. 135-136.
366
Véase Dewey, 2004, p.173.
367
Pensemos, por ejemplo, en el caso Benjamin Barber, para quien una “democracia fuerte”
presupone que la comunidad política comparta un conjunto de valores por los que vale la pena
luchar, i.e., participar en la gestión de la cosa pública: “de hecho, desde la perspectiva de la
democracia fuerte, los dos términos, participación y comunidad, son aspectos de una única
forma de ser social: ciudadanía” (1984, p. 155).
110
común, no porque compartimos un conjunto de valores, sino porque es la mejor
garantía de nuestra autonomía e individualidad.
111
Capítulo VI: De vuelta a Europa. El pluralismo democrático de Harold
Laski.
La explicación para que Dewey reconstruya la noción republicana de
participación cívica como una forma de cultivar la actitud crítica que cree
encontrar en la ciencia experimental, de transformar intereses particulares en
intereses generalizables, y de promover (aunque dependa de ella) una cultura
política de libertad – i.e., la participación cívica como un proceso de
comunicación interpersonal que dé origen a “lo que metafóricamente puede ser
designado como una voluntad general y una conciencia social” (Dewey, 1984a,
p. 331) –, reside, creemos, en su pluralismo democrático y en el
antipaternalismo que le subyace. Para demostrar esta tesis, debemos
sobrepasar el contexto del debate entre Dewey y Lippmann y situar nuestra
discusión, en este capítulo, a un nivel más elevado de abstracción: el debate
alrededor de la teoría pluralista de la democracia de los años 20 y 30368 a la luz
de la influencia paradigmática que el republicanismo cívico y el pragmatismo
americano ejercieron sobre aquel que es, quizás, su principal teórico – Harold
Laski (1893-1950). Nuestro propósito consiste, por lo tanto, en describir la
migración intelectual que trae el lenguaje republicano, tras haber sido
apropiado por los oposicionistas americanos al colonialismo inglés del siglo
XVIII y haber sido reconstruido por los pragmatistas como forma de responder
a los desafíos de la “Gran Sociedad” de los siglos XIX y XX, de vuelta a
Europa.
Para ello, es necesario comprender que, en Dewey, el discurso republicano
cumple una función de depósito conceptual para la autocrítica del liberalismo a
través de una concepción pluralista del Estado, del poder y de la política por
regla general, además, muy en boga en la primera mitad del siglo XX369 . El
pluralismo político deweyano se basa en el reconocimiento del hecho de que
existe una pluralidad de grupos, asociaciones y colectividades, cuya naturaleza
y objetivos no concurren necesariamente para el bien común. Sin embargo, y al
contrario de las tesis convencionalmente atribuidas a la teoría pluralista del
Estado, Dewey no pretende trazar límites predefinidos a la acción de este
último, prefiriendo conferirle el papel de director de la conducción de la vida en
sociedad; un director que debe intervenir siempre que un grupo indeseable (por
ejemplo, una asociación criminal), o una asociación demasiado poderosa (por
ejemplo, un grupo económico) amenacen, por las consecuencias de sus
acciones, al bien común, o sea, al pluralismo de las formas de vida en
sociedad370. Es justamente de este consecuencialismo del que resulta su
rechazo a sugerir cualquier medida política concreta. Ya que la acción de la
368
Para una presentación de las teorías políticas pluralistas de la primera mitad del siglo XX, en
Inglaterra, véase Hirst, 1989.
369
Sobre el pluralismo democrático deweyano, véanse Horwitz, 1987, p. 860 y Westbrook,
1991, p. 303. Para una discusión de los puntos de contacto entre esta concepción pluralista y la
teología, véase Soneson, 1993.
370
Como esclarece Dewey, “nuestra doctrina del pluralismo es la afirmación de un hecho: la
existencia de una pluralidad de agrupaciones sociales, buenas, malas e indiferentes. No es una
doctrina que prescriba límites inherentes a la acción del Estado (…) Nuestra hipótesis es
neutral, tanto para cualquier implicación general, como en relación con hasta donde puede
llegar la extensión de la actividad del Estado.” (Dewey, 1984a, p. 281).
112
pluralidad de los grupos sociales, Estado incluido, debe evaluarse según las
consecuencias de sus actividades, es imposible, argumenta, pretender definir
cursos de acción futura cuya implementación e implicaciones son fruto de un
conjunto de circunstancias cuya historicidad resiste a cualquier esfuerzo de
previsión371.
Las implicaciones de esta concepción política pluralista para sus nociones de
participación cívica y bien común no deben ser subestimadas. Cada ciudadano,
en la calidad de miembro de múltiplas asociaciones o grupos sociales, debe
velar por su interés participando en la vida de esas colectividades de manera
que el bien común sea preservado, es decir, que la sociedad a la que
pertenece no se vuelva víctima de un poder excesivo por parte del Estado o de
otro cualquier actor colectivo. El bien común es, en Dewey, definido por
oposición a la peor amenaza a la vida de una sociedad democrática, el
totalitarismo de un agente social cuyo monismo tentacular pueda afectar a
todos372 ; concomitantemente, la participación cívica será virtuosa en la medida
en que cada ciudadano dirija su acción de forma prudente, tolerante, corajosa y
sobre todo justa, i.e., que concurra hacia la concordia civil de la que hablaba
Cicerón y que Dewey reconstruye a partir de una perspectiva pluralista de lo
político. Desde este punto de vista, pensamos que las apropiaciones neocomunitarias del pensamiento deweyano enfrentan una dificultad ineludible. Al
rechazar enfáticamente una perspectiva pluralista de lo político y de la
sociedad, asociándola al relativismo cultural resultante de las nociones de que
la experiencia humana es decisivamente influenciada por el contexto histórico
en que se desenrolla, y de que la facultad del juicio, pace Kant, es el producto
de tal experiencia particular y contingente, los autores comunitarios se alejan
de uno de los pilares de la teoría política de Dewey. Mientras Dewey subraya la
importancia de la comunicación entre diferentes actores individuales y
colectivos, como forma de garantizar la coexistencia de una pluralidad de
formas de vida que evite una solución política de tipo centralizador, los
comunitarios enfatizan, no la comunicación, sino aquello que deberá unir a
tales grupos e individuos – un ethos compartido por todos los miembros de una
comunidad373.
Una de las implicaciones del pluralismo democrático deweyano consiste en un
antipaternalismo que nos reenviará, en la parte IV, a la teoría de la democracia
de Habermas. Para Dewey, una democracia en la que la personalidad de los
ciudadanos que la componen es el elemento central, es un régimen político en
el que la responsabilidad por el desarrollo moral de cada uno, por más
repugnante que sea, jamás puede ser confiada a otro, por más sabio y honesto
que sea. Aunque el Estado deba jugar un papel positivo en la instrucción de los
371
Véase Dewey, 1984a, p. 281.
Nótese el notable paralelismo entre la concepción deweyana de bien común y la siguiente
descripción de uno de los peligros que afectan la libertad de una comunidad política: “El otro y
más insidioso peligro aparece cuando un individuo poderoso o una facción dentro de una
ciudad la reduce a la servidumbre apoderándose del poder y utilizándolo a favor de sus
intereses egoístas en lugar de promover el bien común” - estas palabras habían sido escritas
por Skinner al presentar el argumento que Leonardo Bruni articuló para explicar el origen de la
libertad de la ciudad-Estado de Florencia, durante la primera mitad del siglo XV. Véase Skinner,
1991, p. 418.
373
Véase Selznick, 1992.
372
113
ciudadanos, promoviendo el espíritu cívico, el desarrollo de este es una
decisión inapelablemente individual. De aquí se deriva un rechazo a toda y
cualquier forma de paternalismo. Aún en el contexto de esta crítica a las tesis
paternalistas, debemos subrayar su posición ante la tecnocracia, entendida
aquí como un régimen político en el que la mayor parte de las decisiones
relacionadas con el bien común son tomadas por peritos o expertos, cuya
legitimidad proviene sobre todo del dominio exclusivo del conocimiento
científico. Asociando la idea de libertad política de pensamiento y de expresión
a la libre circulación de información y a la libertad de presentar y criticar
hipótesis que caracteriza a la ciencia, Dewey considera que la desigualdad de
acceso al conocimiento científico llevó al surgimiento de una “clase de
especialistas”. Estos, beneficiándose de una condición social y política
privilegiada, tienden a asumir un papel destacado en la resolución de los
problemas sociales. Para Dewey, esto es un error dado que los expertos tienen
intereses particulares que les impiden usar el conocimiento científico en
beneficio de todos374. La tecnocracia es, por lo tanto, la institucionalización
política de una situación de privilegio en que algunos producen ciencia, no a
favor de la sociedad en su conjunto, sino a favor de algunas asociaciones
particulares (empresas, principalmente) o de laboratorios de Estado de acceso
restringido a la generalidad de la población375 .
Para nosotros, este rechazo de cualquier paternalismo benevolente que
subyace a su perspectiva pluralista de lo político constituye el mayor legado
que Dewey ofreció a la teoría política europea de ese momento. Esto significa
que si, durante el siglo XVIII, los ideales republicanos y humanistas cívicos
atravesaron el Atlántico desde la Inglaterra de Harrington, en la primera mitad
del siglo XX, esos mismos ideales, apropiados y reconstruidos por varias
generaciones de pensadores norteamericanos, volvieron a la Inglaterra que los
vio partir siglos antes. Estamos, por lo tanto, ante una migración intelectual de
un universo lingüístico que sólo una reconstrucción diacrónica permite
identificar. El protagonista de esta migración intelectual es Harold Laski, “el
teórico político de lengua inglesa más influyente y más ampliamente leído en la
primera mitad del siglo XX” (Hirst, 1997, p. V). El episodio de la historia de las
ideas que esta segunda travesía del Atlántico representa se comprende mejor
si es visto a la luz del proceso de formación del canon en teoría política. Laski,
cuyas obras publicadas a partir de su paso por Harvard le garantizaron un lugar
374
Véase Putnam, 1998, p. 260.
Esta crítica al paternalismo tecnocrático es un tema que une a Dewey y a Habermas. De
hecho, esta importante cuestión de la relación entre la ciencia y la opinión pública fue tratada
por Habermas en un artículo publicado en 1963 (y traducido al castellano en el libro Ciencia y
técnica como “ideología” (1986)), en el que, rechazando tanto un modelo teórico decisionista
(una teoría anticognitivista que remitía hacia Max Weber y Carl Schmitt), como un modelo
teórico tecnocrático, propone precisamente un modelo pragmatista, siguiendo a Dewey. Según
este último, “ una traducción con éxito de las recomendaciones técnicas y estratégicas a la
práctica se ve remitida a la esfera de la opinión pública política” (1986a, p. 141). Sin embargo, y
reafirmando las tesis publicadas con anterioridad en La transformación estructural de la vida
pública (original de 1962, versión castellana de 1981), Habermas consideraba que “Estas
consideraciones de principio no deben hacernos olvidar que no se dan las condiciones
empíricas para la aplicación del modelo pragmatista”, para concluir que “La despolitización de
la masa de la población y el desmoronamiento de la esfera de la opinión pública política son
elementos integrantes de un sistema de domino que tiende a eliminar de la discusión pública a
las cuestiones prácticas” (1986a, p. 151).
375
114
entre las principales figuras intelectuales de su tiempo376 (un lugar que fue
mantenido y reforzado durante su paso por la London School of Economics and
Political Science hasta los años 40), desaparece de súbito de la galería de
referencias de la teoría política justo después de su muerte en 1950. Sólo muy
recientemente, ya en la década de los 90, Laski vuelve a merecer la atención
de los historiadores de las ideas políticas, como es el caso de Isaac
Kramnick377 , no por casualidad uno de los historiadores que, con Pocock,
Bailyn y Wood, reescribió la historia de la Revolución Americana. El objetivo de
este capítulo es justamente intentar comprender las razones de este renovado
interés en Laski, a nuestro entender, relacionadas con la forma profundamente
original como articula una teoría pluralista del Estado, el paradigma republicano
cívico y el pragmatismo americano.
En efecto, si Wallas378 introdujo la noción de “Gran Sociedad” que Dewey y
Lippmann discutirían en los años 20 y 30, fue Laski quien conceptualizó la idea
de “pluralismo”, introduciéndola en el vocabulario de la ciencia política como
una perspectiva crítica dirigida contra la teoría política conservadora asociada
al “monismo de Estado”379. ¿Y a donde fue Laski a buscar esta idea? Como él
mismo explica en su primera obra de teoría política, fue justamente el
pluralismo filosófico de James380 y Dewey el que estuvo en el origen de esta
perspectiva crítica. En particular, fue Dewey quien lo alertó de los peligros de
una imagen absolutizada del Estado y de su soberanía381, siendo también
Dewey quien le sugirió una perspectiva pluralista, descentralizada y federalista
del poder político como alternativa382 . Y, en una notable confirmación de que el
historicismo metodológico, el republicanismo cívico y el pragmatismo
376
Nos referimos a Studies in the Problem of Sovereignty (1917) y a Authority and the Modern
State (1919). Sin embargo, sería con The Grammar of Politics (1925), cuando Laski realmente
asumiría el estatuto de referencia intelectual. Para una descripción de su paso por Harvard,
donde descubriría en la teoría política pragmatista de James y Dewey una fuente proficua de
inspiración para el resto de su vida, véanse Newman, 1993, pp. 37-64, y Kramnick y Sheerman,
1993, pp. 90-91.
377
Véase Kramnick y Sheerman, 1993.
378
Fue, además, Graham Wallas quien invitaría a Laski a ir a la LSE, tras los problemas
personales y académicos que este enfrentó en Harvard en 1919. Véase Newman, 1993, p. 56 y
ss.
379
Como observa Gunnell, “Para mediados de los años veinte, el concepto de pluralismo y el
lenguaje de la teoría pluralista se habían convertido en moneda de cambio común, mientras
que una década antes los conceptos habían estado prácticamente ausentes de la literatura”
(Gunnell, 1999, pp. 41-42).
380
El pluralismo filosófico de James no debe confundirse con el pluralismo deweyano. En A
Pluralistic Universe (1909), James realiza una crítica al monismo idealista de raíz alemana
(Kant y Hegel) hasta entonces prevaleciente, y propone una perspectiva pluralista empiricista,
tributaria sobre todo de Henri Bergson. Véase James, 1943.
381
En Studies in the Problem of Sovereignty (1917), Laski afirma que “Lo que a mí me espanta
–el poder ilimitado del Estado- ha tenido una expresión gozosa en una simple frase del profesor
Dewey, refiriéndose al Estado alemán. Dice así: “Una larga línea de filósofos ha establecido
que un ideal justo tiene el derecho de concentrar un poder cada vez mayor en sí mismo, en tal
forma que deje de ser simplemente un ideal”“ (1960, p. 24).
382
“La teoría pluralista del Estado tiende a anular, a mi parecer, complicaciones como éstas.
Como teoría, es lo que el profesor Dewey llama “seriamente experimentalista” en su forma y en
su contenido. Niega el derecho de la fuerza; anula lo que los hechos mismos anulan – el
mandato de obediencia ciega al Estado-; insiste en que el Estado, como toda otra institución,
se pruebe por sus actos” (Laski, 1960, p. 26). La similitud de estas tesis con las posiciones
asumidas por Dewey en The Public and Its Problems es incuestionable.
115
americano se entrecruzan en múltiples momentos de la historia, Laski busca en
la tradición política del humanismo cívico el fundamento histórico para sus
propuestas383 . En particular, Laski encuentra en Aristóteles y en la idea de un
“sistema de gobierno mixto” un precursor de la teoría política pragmatista: “Por
esto es que – lo confieso francamente- una de las principales satisfacciones
que me proporcionó el estudio de Aristóteles, es la convicción de que trató de
delinear una teoría pragmática del Estado. Daba a sus derechos la rica validez
de la experiencia. Y casi hay la seguridad de que un derecho que no tiene
consecuencias, resulta demasiado vacuo para merecer algún valor“ (1960, p.
23). Y si el “sistema de gobierno mixto” y la concepción de derechos de
Aristóteles son, así, convocados para trazar la genealogía de la teoría pluralista
del Estado, Laski encuentra en la The Commonwealth of Oceana de Harrington
un argumento histórico a favor de la existencia de un público informado y
participativo, justamente el problema político central de los años 20:
Nada puede ser peor para el funcionamiento de un gobierno
democrático que el divorcio permanente entre el curso de la política
y la vida que llevan la mayoría de los hombres (…)” Además, nos
explica, “la cooperación activa del cuerpo de ciudadanos” requiere
de “la discusión extendida y perpetua del hombre y las medidas, la
instrucción continua de la mente pública, a la que Harrington
apuntaba en los clubs que formaban este atractivo elemento en su
Utopía. Significa la existencia continua de una urgente opinión
pública”. Y, remitiendo a la problemática de la “Gran Sociedad”,
concluye: “Esto no es, como Wallas ha mostrado recientemente, un
asunto sencillo”. (Laski, 1997c, p. 41).
La teoría pluralista del Estado desarrollada por Laski resulta, entonces, de la
confluencia del paradigma que va de Aristóteles a Harrington con el
pragmatismo de Dewey y James. Aquello que Laski hace con el objetivo de
resolver un problema político de su tiempo demuestra, al final, la enorme
utilidad de la perspectiva metodológica pocockiana, la reconstrucción
diacrónica384. El lenguaje paradigmático republicano de la Inglaterra del siglo
XVII, tras haber sido reconstruido por los anticolonialistas americanos del siglo
XVIII, no únicamente se transformó, ya en el siglo XX, en el discurso utilizado
por aquellos que pretendían criticar el paradigma liberal sin abandonarlo, sino
que regresa a sus orígenes de la mano de un autor inglés influenciado por una
corriente filosófica norteamericana. Como la última frase de la cita arriba
transcrita deja entrever, la cuestión que preocupa a Laski es saber cuál es el
383
Para un análisis del papel desarrollado por la historia en la teoría política de Laski, véase
Runciman, 1997, p. 180 y ss.
384
Creemos que este es el momento más apropiado para apreciar el significado de las
siguientes palabras de alguien que creció en Nueva Zelanda, hizo su doctoramiento en
Cambridge, y está desarrollando su carrera académica en Estados Unidos: “muchos de los
temas que desearía tratar contienen la idea del atravesamiento de amplias distancias, entre
culturas y entre disciplinas, y el establecimiento satisfactorio de hogares y asentamientos en
lugares distantes” (Pocock, 1970b, p. 154). Esta es, creemos, la descripción más rigurosa de lo
que es una reconstrucción diacrónica: la narración del viaje iniciado por ideas que partieron de
un cierto lugar en un determinado momento, cuyo destino acompaña a quien las profiere, hacia
dónde quiera que vayan.
116
papel que debe desempeñar el Estado en las condiciones sociales de la
primera mitad del siglo XX.
En una alusión que sería recuperada y desarrollada de forma sistemática por
Skinner en The Foundations of Modern Political Thought, Laski concibe el
conflicto entre la soberanía unificada del moderno Estado-nación y la soberanía
dividida de un “federalismo social” como el resultado histórico de un
enfrentamiento que se remonta a los orígenes de la modernidad385. Desde este
punto de vista, la flaqueza del Estado moderno reside en los presupuestos
sobre los que se asientan sus imperativos legales, fundamentalmente
individualistas y basados en la idea de derechos de propiedad. Para Laski, en
la medida en que este sistema de derechos “representa la filosofía del siglo
XVIII, el deseo de la burguesía de obtener garantías contra los ataques de un
poder arbitrario. Pero la libertad y la seguridad que el Estado aseguraba eran,
sobre todo, libertad e igualdad para el dueño de la propiedad”, los imperativos
legales que se derivan de él “cuando actúan, no tienen sobre los ciudadanos
más que un derecho puramente formal” (Laski, 1970, pp. 77-78 y p. 60). Así, la
historia de las ideas políticas nos ayuda a comprender las raíces del problema
que preocupa a todos los autores que trabajan en la órbita del paradigma
republicano, y en especial a Rousseau: la desigualdad social386. Si el
diagnóstico de Laski no se distingue por su originalidad, lo mismo no se puede
decir de las soluciones que propone. El “federalismo social” que preconiza
resulta de la combinación de una aproximación metodológica historicista con
una orientación teórica republicana y pragmatista.
Su punto de partida es la idea aristotélica de que el individuo es una criatura
eminentemente social, el animal político por excelencia. El desafío que enfrenta
esta idea como ideal es la presión ejercida por el Estado moderno sobre el
ciudadano individual387 . Es por esto que las asociaciones voluntarias tienen una
importancia primordial. No sólo trabajan en una escala que les permite una
aproximación efectiva a los problemas o actividades que les dieron origen y les
aseguran su razón de ser, sino que, además, su organización interna potencia
la participación democrática de sus miembros. Y Laski les confiere incluso una
importante función política – la crítica sistémica a los imperativos legales que
sostiene el Estado. Su apología al asociacionismo culmina en la defensa de
una solución política de naturaleza federalista para los problemas de las
sociedades demoliberales de entreguerras. Asociando pluralismo social y
federalismo político, Laski ve en la descentralización administrativa la forma de
organización política más adecuada para hacer frente al individualismo
anómico, sin caer en el paternalismo benevolente propuesto por los realistas.
La solución que preconiza, influenciada por la noción republicana de
participación cívica y por la concepción pragmatista de creatividad, reside en
una valorización de la componente deliberativa de la vida política:
385
Como explica en The Foundations of Sovereignty (1921), “Creo profundamente que ningún
intento de reconstrucción de nuestras instituciones presentes puede ser satisfactorio si no está
anclado en el conocimiento histórico. Por ese propósito debemos ir (…) hacia las cosas como
el “Movimiento Concilar”…” (1997c, p. IX).
386
Véase Laski, 1970, pp. 77-78.
387
Véase Laski, 1970, pp. 68-69.
117
La discusión produce, si no consentimiento, por lo menos la
impresión en los afectados de que sus conocimientos han sido
utilizados y su experiencia ponderada en la confección de las leyes.
La voluntad de hacer es del Estado; pero el proceso por el que se
han llegado a establecer las leyes es de índole tal, que no da la
sensación a los ciudadanos afectados del que el Estado esté por
encima o en contra de ellos, pues participan de ese sentido creador
que procede de ser parte activa e integrante en el proceso de la
confección de las leyes. (Laski, 1970, p. 72).
En otras palabras, al monismo del Estado soberano Laski contrapone una
federación de asociaciones voluntarias que respetan el pluralismo social y que
potencian la participación cívica a través de una práctica deliberativa en que la
fuerza del mejor argumento es sustentada por la capacidad humana de
creatividad. El pluralismo político de Laski no se quedó sin la respuesta de
aquellos que veían en la autoridad del Estado la única alternativa a la anarquía
y al caos. William Elliott fue, en la América de los años 20 y 30, la figura más
importante de esta crítica a la teoría pluralista del Estado y a la teoría
pragmatista de la democracia. Para Elliott,
...ninguna democracia económica puede escapar a la necesidad de
una soberanía políticamente unificada de la ley, para no degenerar
en tiranía política mediante una autocracia de intereses (…) El
Federalismo en esta perspectiva significa pluralismo, la ausencia de
una relación unificadora. (Elliott, 1924, p. 271).
Es sugerente tener en cuenta el hecho de que esta crítica al pluralismo
demoliberal de Laski y Dewey habría sido influenciada por aquel que fue,
seguramente, el más formidable crítico del parlamentarismo liberal en el primer
cuarto del siglo XX, el constitucionalista alemán Carl Schmitt388 . Tanto Schmitt
como Elliott ven en la teoría pluralista del Estado una expresión de la esencia
de la doctrina parlamentarista liberal, definida por Schmitt como “la deliberación
pública de argumento y contraargumento, el debate público y la discusión
pública” (2002, p. 43). Para estos autores, la noción de una “democracia
deliberativa” es una contradicción en sus propios términos: la democracia,
entendida como el principio según el cual deberá existir una reciprocidad de
tratamiento a individuos de igual condición (reservándose, así, el derecho de
exclusión del “otro”, del enemigo) para garantizar una relación directa y
transparente que identifique gobernados y gobernantes, es negada por la
deliberación pública, racional y reflexiva entre individuos o grupos singulares.
En efecto, este principio de discusión pública constituye, para Schmitt, uno de
los fundamentos de la “metafísica liberal” que intentó minar el carácter
burocrático, profesional y técnico de la política absolutista389. Y, si este principio
político legitimó, desde finales del siglo XVIII, al parlamentarismo liberal,
Schmitt veía en las democracias de entreguerras claros ejemplos de la quiebra
388
Es Gunnell quien nos relata este enlace entre Elliott e Schmitt: “Elliott había recibido la
influencia de su nuevo colega europeo en Harvard, Carl Friedrich (…) simpatizaba con el
virulento ataque de Schmitt al liberalismo pluralista y veía en el pensamiento y en la práctica
pluralistas gran parte de lo que Schmitt llamaba romanticismo político moderno” (1999, p. 57).
389
Schmitt, 2002, p. 49.
118
de este modelo. Así se llega a la crítica iliberal al parlamentarismo, a la
democracia representativa y al principio de la discusión pública que vendría a
culminar en el Holocausto:
Tal y como se presentan hoy las cosas, resulta prácticamente
imposible trabajar de otra forma que en comisiones, y comisiones
cada vez más cerradas (…) Si la publicidad y la discusión se han
convertido, con la dinámica misma del funcionamiento parlamentario,
en una vacía y fútil formalidad, el Parlamento, tal y como se ha
desarrollado en el siglo XIX, ha perdido su anterior fundamento y
sentido. (Schmitt, 2002, pp. 64-65).
El enfrentamiento entre el monismo totalitario de Schmitt y el pluralismo
demoliberal de Laski y Dewey nos permite clarificar algo que, desde el inicio,
había quedado implícito. El conflicto paradigmático entre republicanismo y
liberalismo se sitúa en una de las mitades del continuum que separa
democracia de dictadura, entendidas en su sentido más extenso. Si el
liberalismo es el lenguaje a través del cual las libertades, derechos y garantías
fundamentales fueron definidas y establecidas, el republicanismo constituye el
discurso que asocia la libertad a la participación cívica y los derechos a los
deberes hacia la comunidad. Consciente de esto, Habermas dedicó su carrera
al desarrollo de una teoría de la democracia que sintetizase estas dos
tradiciones, intentando incorporar el materialismo característico del
pensamiento marxista. Desde siempre, el debate político fundamental en el que
Habermas trabaja es el que opone formas democráticas de vida en común a
soluciones autoritarias, basadas en la coerción y en la violencia. Desde esta
perspectiva, la consonancia de propósitos entre Habermas y el autor de estas
líneas es total. Sin embargo, como hemos visto a lo largo de estos 14 capítulos,
la adopción de una estrategia metodológica historicista (parte I) nos permite
reconstruir el paradigma republicano cívico para descubrir que, tras sucesivas
reinterpretaciones y migraciones conceptuales, el lenguaje utilizado por los
pragmatistas norteamericanos para criticar el liberalismo era, al final, una
expresión de la tradición republicana que había atravesado el Atlántico siglos
antes (partes II y III). Si compartimos con Habermas el objetivo de construir una
teoría de la democracia republicana, no podemos decir lo mismo respecto a su
estrategia teórico-metodológica. Cuando la polisemia y el dinamismo de cada
paradigma son recluidos a la estéril rigidez de reconstrucciones meramente
funcionales a una intención teórica presentista, al autor se le permite apenas
llegar a un republicanismo huérfano de toda una tradición que estamos
intentando recuperar.
119
Parte IV
El republicanismo de Habermas.
Capítulo I: De la historiografía con intención sistemática a las ciencias
reconstructivistas.
El propósito de este capítulo inicial consiste en analizar la estrategia teóricometodológica de Habermas con la intención de clarificar la concepción de
“historiografía con una intención sistemática”. En un segundo momento, vamos
a proceder a la discusión del modelo habermasiano de “ciencia
reconstructivista” para así examinar la relación entre reconstrucciones
racionales y crítica social. Por último, y recuperando nuestras observaciones en
relación a la gran narrativa a partir de la que Habermas intentó hacer converger
las diversas líneas de desarrollo de la teoría social post-Hegeliana390,
cuestionaremos las implicaciones para la teoría deliberativa de la democracia
del carácter presentista del sistema de pensamiento habermasiano.
Uno de los primeros textos de Habermas sobre la historia de las ideas fue
publicado, no por casualidad, en la obra Knowledge and Human Interests
(1968)391, en la que el positivismo es criticado de forma radical. En efecto, se
nos dice que una forma de denunciar el rechazo de la reflexión crítica asociada
al cientificismo positivista consiste en “la reconstrucción de la prehistoria del
positivismo moderno” (Habermas, 1989c, p. 299). En la estela de la “nueva
historia de la ciencia” inaugurada por Kuhn en el inicio de los años 60,
Habermas atribuye a la historia de la ciencia la función de una auto-reflexión
crítica con el argumento de que al reconstruir el pasado de sus disciplinas, los
científicos son confrontados con la necesidad de evaluar la actividad de sus
antecesores. Desde este punto de vista, Habermas no está muy lejos de la
posición de aquellos que, como Merton, defienden la separación entre teoría e
historia de la teoría. La diferencia entre ambos reside en la función
fundamentalmente crítica con que se reviste la historia de la ciencia
habermasiana, que surge, además, de un rechazo de fondo del carácter
ejemplar de la historia392.
Sin embargo, alerta Habermas, existe el peligro de caer en una argumentación
circular si no se justificase sistemáticamente esta actividad histórica autoreflexiva. En su entender, la confrontación entre las teorías científicas y la
historia de la ciencia demuestra que la tarea de “reconstrucción racional de la
historia de la ciencia no permite por más tiempo la renuncia cientifista al
análisis lógico del concepto de aparición y contexto de aplicación de las
teorías” (Habermas, 1989c, p. 300). Desde este punto de vista, Habermas
parece defender la idea de que la justificación sistemática de la historia de la
ciencia reside en la interdependencia entre historia y teoría y, en particular, que
390
Véase parte I, capítulo II.
Versión en castellano: Habermas, J., (1980), Conocimiento e interés, Madrid, Taurus.
392
Confirmando que la sistematicidad y la continuidad son características fundamentales de su
edificio teórico, Habermas escribía recientemente, a propósito de las lecciones que la historia
reserva para la reflexión sobre la Alemania reunificada, que “la historia puede ser un profesor
crítico que nos dice como no deberíamos hacer las cosas”, i.e. “sólo como autoridad crítica la
historia sirve como un maestro” (Habermas, 1997, pp. 13 e 180).
391
120
el análisis lógico del proceso de evolución de esta última corrobora la
necesidad de recurrir a la primera. Sin embargo, dicho esto, debemos tener
presente el hecho de que el objetivo de Habermas no es producir una historia
de la ciencia, ni tampoco una historia de las ideas sociales y políticas, sino
desarrollar un modelo específico de ciencia social. Este modelo de ciencia se
sitúa entre un abordaje positivista, que niega la especificidad metodológica de
las ciencias sociales intentando aproximarlas a sus congéneres naturales o
exactas, y una perspectiva hermenéutica, que cuestiona la adecuación de la
propia noción de ciencia cuando se aplica a las humanidades. Como Habermas
explica en The Logic of the Social Sciences (1967)393, su posición en ese
momento puede ser descrita como un “funcionalismo ilustrado por la
hermenéutica y orientado históricamente” (1988, p. 273). La idea esencial tras
esta perspectiva remitía hacia el principio de autorreflexión crítica de la ciencia,
cuyo propósito consistía en emancipar aquello que había sido reprimido a lo
largo del curso de la historia. Sin embargo, como esta historiografía con una
intención sistemática es insostenible si no se presupone una filosofía de la
historia, Habermas eventualmente abandona esta estrategia en favor de
aquello que designa por “ciencias reconstructivistas”394. Este modelo de ciencia
debería fundarse sobre una teoría del lenguaje, cuyas primeras versiones
surgieron en el principio de la década de 70395, y que apareció en su forma más
desarrollada en The Theory of Communicative Action (1981). Tal como Parsons
intentó hacer medio siglo antes, Habermas quiso sintetizar en esta obra un
conjunto notable de contribuciones filosóficas y sociológicas para poder
desarrollar una teoría crítica de la sociedad. Como vimos en la parte I, a pesar
de tratarse de un texto sobre teoría social, y no de un análisis histórico de la
moderna teoría social, el hecho es que esta síntesis asumió la forma de una
“gran narrativa”.
En esta obra, Habermas, consciente de que los objetos de estudio de las
ciencias sociales están incorporados en “complejos de significado”, siendo
entonces simbólicamente pre-estructurados, considera que sólo pueden ser
analizados por los científicos sociales si estos cuestionan sistemáticamente su
propio conocimiento pre-teórico, subyacente a su calidad de actores sociales. A
la cuestión crucial de saber como puede reconciliarse la objetividad de la
comprensión con la actitud participante del actor que pretende alcanzar el
entendimiento396, responde Habermas con la idea de que tal objetividad
depende del análisis lógico de las estructuras generales de los procesos de
393
Versión en castellano: Habermas, J., (1988), La lógica de las ciencias sociales, Madrid,
Tecnos.
394
Este modelo de ciencias sociales reconstructivista permite distinguir la estrategia
habermasiana de reconstrucción de la razón del abordaje kantiano. No sólo la filosofía deja de
ser vista como la asignatura central, pasando a tener que cooperar con ciencias sociales
“reconstructivistas”, como la sociología o la psicología social, sino que estas ciencias
reconstructivistas tienen un carácter empírico. Las reconstrucciones de las condiciones y
estructuras generales y universales del lenguaje que llevan a cabo tienen un cariz hipotético,
esto es, dependiente de la prueba empírica. Así se explica que el conocimiento producido por
estas ciencias sea falibilista, i.e., tiene su validez dependiente del contexto histórico en que fue
producido. Véase, Cooke, 1997.
395
Véase, por ejemplo, Habermas, 1970 y 1991a.
396
Habermas, 1987a, pg 160.
121
entendimiento mutuo. La reconstrucción de estas estructuras es uno de los
objetivos de la Teoría de la Acción Comunicativa. Como él explica,
El científico social no cuenta en principio con un acceso al mundo de
la vida distinto del que tiene el lego en ciencias sociales. En cierto
modo tiene que pertenecer ya al mundo de la vida cuyos
ingredientes quiere describir. Y para poder describirlos tiene que
poder entenderlos. Y para poder entenderlos tiene en principio que
participar en su producción. (Habermas, 1987a, p. 154)397.
Este es el argumento por detrás de la opción metodológica de reconstruir las
contribuciones pasadas de forma fundamentalmente racional. El ejemplo de la
reconstrucción de la teoría social de G. H. Mead podrá ayudarnos en su
comprensión. En primer lugar, si se pretende interpretar lo que Mead hizo,
deben ser clarificadas las razones que él daría para justificar las opciones que
tomó. En segundo lugar, esto implica que el intérprete asume una posición ante
las pretensiones de validez asociadas a esas acciones398. En tercer lugar,
Habermas subraya que la condición de inteligibilidad de estas razones es un
proceso de “reconstrucción racional” por parte del intérprete, es decir, en la
medida en que estas razones pueden ser traducidas en argumentos (“Yo actué
así porque...y entonces decidí...”), sólo las podemos comprender si las
reconstruimos a la luz de nuestros propios criterios de racionalidad. Así, para
nosotros, este es el origen de la autoreferencialidad que creemos que afecta la
estrategia teórica articulada por Habermas. Al sugerir, como hemos visto, que
para que un intérprete consiga comprender aquello que Mead hizo y escribió
“...tiene en principio que participar en su producción“ (1987a, p. 154),
Habermas se cierra en el presente y no contempla la posibilidad de reconstruir
los criterios de racionalidad por los que se regía Mead. Entre la imposición de
nuestros criterios de racionalidad para evaluar la validez de las razones que los
textos meadeanos nos ofrecen para justificar sus propuestas, y la
reconstrucción histórica del universo lingüístico e intelectual en que este vivió,
optamos decididamente por esta última opción. Si existe una solución para el
problema de la autoreferencialidad, esa solución se encuentra ciertamente en
la historia de las ideas.
Como consecuencia del carácter sistémico del edificio teórico habermasiano,
este problema no deja de afectar a su propuesta en el dominio de la teoría
política, la teoría deliberativa de la democracia. La elección de Mead para
ejemplificar la autoreferencialidad habermasiana no fue accidental. La
concepción de democracia como una situación en que las partes interactúan de
forma comunicativamente libre e igualitaria surge, al final, de la perspectiva
sociológica del “mundo de la vida o mundo vivencial” (Lebenswelt). Esta, a su
vez, es conceptualizada a partir de la reconstrucción racional de un conjunto de
contribuciones pasadas, entre las que se encontrarían las obras de Husserl,
397
NT. En la versión original, este pasaje se concluye con la afirmación “and participation
presupposes that one belongs”. En la versión traducida al castellano que estamos utilizando no
se incluye esta frase.
398
Como observa Baynes, la comprensión de las razones que llevaron al actor en estudio a
actuar de determinada forma implica asumir una posición en cuanto a la validez de esas
razones, de acuerdo con “nuestros propios principios” (1991, p. 124).
122
Durkheim y Mead399 . El enlace entre la teoría de la acción social meadeana y la
noción deliberativa de la democracia que es, a nuestro entender, correctamente
explorada por Habermas, gana contornos mucho más nítidos si es
históricamente reconstruida. En Mead, más que una teoría de la democracia,
encontramos una reinvención de la concepción aristotélica de la naturaleza
humana formulada en el lenguaje de la psicología social.
399
Sobre esta cuestión, véase Sotelo, 1997, p. 189.
123
Capítulo II: Dos
republicanismo.
tradiciones
reconstruidas
–
pragmatismo
y
Si existe una noción estratégica en el sistema teórico habermasiano, esa
noción es la idea de “reconstrucción racional”. Tanto aplicada a la función
distintiva de un cierto tipo de ciencia social, como cuando se refiere a la
naturaleza de la apropiación sistemática de contribuciones teóricas pasadas,
esta noción surge como un elemento esencial de la estrategia teóricometodológica de Habermas. Por un lado, su pensamiento sociológico se
fundamenta sobre una teoría de la acción basada en la reconstrucción de las
estructuras generales de la acción racional orientada hacia el entendimiento.
Por el otro, es sobre la reconstrucción racional de ciertos elementos de teorías
puestas en oposición como Habermas va construyendo sus propuestas
supuestamente sintéticas. En este segundo capítulo, nuestra intención es
discutir la forma como Habermas procede a la reconstrucción racional de dos
tradiciones o paradigmas de pensamiento político y social – el pragmatismo
norteamericano y el republicanismo cívico.
La apropiación habermasiana del pragmatismo es especialmente relevante ya
que la primera generación de la Escuela de Frankfurt, una tradición de
pensamiento crítico de la que Habermas es el actual y más influyente
representante, demostró, durante su exilio en Estados Unidos en los años 30 y
40, una altiva indiferencia ante las corrientes nativas de pensamiento. En
efecto, ni la Structure of Social Action (1937) de Parsons, ni los escritos
políticos de Dewey fueron ni siquiera mencionados por Adorno, Horkheimer y
otros pensadores asociados a la Teoría Crítica400 . Al contrario de lo que
aconteció con Hannah Arendt o Alfred Schütz, la relación entre los
frankfurtianos y las teorías sociales y políticas norteamericanas no fue proficua.
Desde este punto de vista, consideramos que es excepcionalmente importante
para nuestra argumentación el hecho de que Habermas, pace Adorno y
Horkheimer y siguiendo a Apel, hayan intentado sintetizar la Teoría Crítica, de
raíz marxista, con el pragmatismo norteamericano.
Para nosotros, las razones avanzadas por Habermas, que apuntan en el
sentido de una complementariedad funcional entre las teorías pragmatista y
marxista de la democracia401, reflejan las potencialidades y, sobre todo, los
límites de la adopción de una estrategia metodológica de cariz presentista. En
concreto, no es por casualidad que Habermas elige el pragmatismo de Mead y
Dewey para fundamentar normativamente la concepción procedimental de la
democracia deliberativa. Si esta es presentada como una síntesis de las
virtudes de las propuestas republicanas y de las conquistas alcanzadas por el
liberalismo, la convocatoria del pragmatismo sólo tiene sentido porque
400
Joas, 1993b, p. 86.
“Animado por mi amigo Apel, también estudié a Peirce, así como a Mead y a Dewey. (...)
Desde entonces, he confiado en esta versión americana de la filosofía de la praxis cuando se
presenta el problema de compensar las debilidades del marxismo con respecto a la teoría
democrática” (Habermas, 1986b, pp. 148-149).
401
124
Habermas tiene consciencia del carácter republicano del lenguaje democrático
usado por los pragmatistas402 .
Sin embargo, al reconstruir de forma puramente racional el lenguaje político
pragmatista, Habermas se vuelve insensible a la naturaleza histórica de esta
variante americana del paradigma republicano. Esto es evidente cuando, al
referirse a una máxima de William James403 , se cuestiona: “¿No contiene
también una verdad para quienes no se cuentan entre los felices herederos del
mundo de ideas político de un Thomas Paine o de un Jefferson?” (2002, p. 84).
Lo que esta duda demuestra es que Habermas desconoce el árbol genealógico
de la teoría pragmatista de la democracia y que, de ese modo, no está en
condiciones de ver en Mead y en Dewey dos intérpretes de la tradición
republicana y comunitaria desarrollada al otro lado del Atlántico.
Consecuentemente, la apropiación de esta teoría de la democracia se guía, en
exclusiva, por criterios de funcionalidad teórica: Mead y Dewey son
recuperados en la justa medida y de la forma más funcional a las necesidades
del sistema teórico habermasiano. Creemos, sin embargo, que cualquier
sistema de pensamiento no puede prescindir de un cierto grado de consciencia
histórica de los elementos conceptuales con los que opera. En este caso, la
ausencia de esta consciencia histórica conlleva no ver en la teoría pragmatista
de la democracia un episodio del conflicto paradigmático entre las tradiciones
liberal y republicana. Como tal, la síntesis habermasiana, en el marco de la
teoría política, se enfrenta a una dificultad remarcable – ser redundante. Al
desconocer la naturaleza republicana de la crítica deweyana al liberalismo,
Habermas se propone sintetizar contribuciones que son, ellas mismas,
sintéticas. Esta contradicción se expresa claramente cuando Habermas siente
la necesidad de asociar el pragmatismo al republicanismo, para criticar mejor al
liberalismo – si Habermas hubiese leído The Public and Its Problems, como
nosotros hicimos, posiblemente encontraría en él respuestas para sus
preguntas.
La forma más interesante y productiva de discutir la reconstrucción racional de
la tradición pragmatista emprendida por Habermas pasa por un enfrentamiento
sistemático con la interpretación ofrecida por Richard Rorty404. Antes de nada,
debemos preguntarnos como define Rorty el pragmatismo. Como nos explica
en Consequences of pragmatism (1982)405, en primer lugar, es al pragmatismo
de Dewey y James donde va a buscar inspiración para romper con “la tradición
epistemológica kantiana” (1996a, p. 242). En otras palabras, James y Dewey
“nos pedían que nos librásemos de la neurosis cartesiana inextricablemente
unida a la búsqueda de la certeza (uno de los resultados de la nueva y
amenazante cosmología de Galileo)” (1996a, p. 242). En segundo lugar, el neopragmatismo rortyano es una especie de “antiesencialismo aplicado a nociones
402
Por ejemplo, al darse cuenta de que la crítica deweyana al formalismo cuantitativo de la
“regla de la mayoría” hacía eco de la defensa distintamente republicana de la participación
cívica, Habermas no vacila en presentarla como un argumento de autoridad. Véase Habermas,
2001, p. 381.
403
“La comunidad se estanca sin el impuso del individuo, el impuso termina por extinguirse sin
la simpatía de la comunidad” (James citado por Habermas, 2002, p. 83).
404
Para un estudio comparativo de estas dos interpretaciones desde un punto de vista
filosófico, véase Koczanowicz, 1999.
405
Versión en castellano: Rorty, R., (1996), Consecuencias del pragmatismo, Madrid, Tecnos.
125
como “verdad”, “conocimiento”, “lenguaje”, “moralidad”, y semejantes objetos
de especulación filosófica.” (Rorty, 1996a, p. 243). En tercer lugar, el
pragmatismo puede ser caracterizado como postulando a la no diferenciación
epistemológica entre la verdad acerca de lo que debe ser y la verdad acerca de
lo que es, a la no diferenciación metafísica entre hechos y valores, a la no
diferenciación metodológica entre moralidad y ciencia. En otros términos, Rorty
intenta subrayar que la búsqueda epistemológica de la esencia de la ciencia es
un ejercicio en vano. Al contrario, toda la investigación científica o moral debe
consistir en una deliberación sobre las ventajas relativas de las diferentes
alternativas disponibles en cada momento. Rorty intenta, en suma, recuperar el
ideal socrático de la conversación contra el mito platónico de la razón como un
estado de consciencia iluminado al que llegamos por medio de determinados
procedimientos. La epistemología, según este punto de vista, no sería más que
la búsqueda de tales procedimientos406. Por último, el pragmatismo para Rorty
subraya la inevitable contingencia de los puntos de partida de nuestras
investigaciones. Siempre que iniciamos una investigación sólo debemos
esperar orientación de nuestros colegas de trabajo, una especie de
constreñimiento conversacional. Es decir, aboga la inutilidad de la idea de que
un método científico riguroso o un lenguaje neutro y claro basten para que los
objetos se vuelvan disponibles para la mente humana.
Criticando el whiggismo metodológico y epistemológico asociado al positivismo,
Rorty lamenta que tan pocos pensadores hayan sugerido que “puede ser que la
ciencia no posea ninguna llave secreta del éxito: que no exista explicación
metafísica, epistemológica o trascendental de por qué el vocabulario de Galileo
viene aplicándose tan bien hasta ahora, como tampoco existe una explicación
epistemológica que explique por qué el vocabulario de la democracia liberal
viene cumpliendo tan bien sus funciones” (1996a, p. 275). Significativamente,
Rorty considera que Kuhn y Dewey se encuentran entre estos raros casos. En
el caso de primero, es subrayado el hecho de que evita un evolucionismo
teleológico en dirección a un fin llamado “correspondencia con la realidad”. Al
retener de las tesis de Kuhn la importancia del vocabulario usado en cada
teoría (responsable de la inconmensurabilidad que las separa), así como la
noción de “resolución de enigmas” como actividad científica fundamental (no
olvidemos que la ciencia extraordinaria o revolucionaria es, al menos en la
primera versión del argumento de Kuhn, extremadamente rara), Rorty recupera
del debate epistemológico de los años 60 dos elementos básicos para su
propia posición epistemológica - el lenguaje, cuya contingencia subraya, y un
método científico, más cercano de la vida cotidiana que de los manuales
científicos.
Pero es en John Dewey donde Rorty encuentra a su gran inspirador. En rigor,
es la aproximación deweyana a la ciencia social lo que más fascina a Rorty, ya
que se define precisamente por subrayar la importancia de las narrativas y de
los vocabularios, en detrimento de la objetividad de las leyes y las teorías
científicas. Además, es Dewey quien inspira no sólo a Rorty, sino también a
Kuhn cuando estos rechazan la posibilidad de conocer la Naturaleza tal como
es. En otras palabras, cuando en Logic. The Theory of Inquiry (1938)407, Dewey
406
407
Rorty, 1996a, p. 245.
Versión en castellano: Dewey, J., (1950), Lógica. Teoría de la investigación, México, FCE.
126
critica a Kant por concluir que el material perceptivo, aunque necesario, “falla
por completo en el conocimiento de las cosas tal como “realmente” son”
(Dewey, 1950, p. 567), defiende una filosofía que abandone la intención de
continuar la búsqueda de “las cosas tal como realmente son” - es decir, antiesencialista. Una filosofía que, a pesar de no ser etiquetada explícitamente
como pragmatista, es “absolutamente pragmática” (Dewey, 1950, p. 4). Por otro
lado, es también una filosofía preocupada por los fenómenos del lenguaje,
entendido como el medio a través del cual la cultura existe, es transmitida y
puede ser guardada para futuras discusiones. En este sentido, el lenguaje
constituye “el registro que perpetúa los sucesos y los hace así aptos para ser
considerados públicamente” (Dewey, 1950, p. 34). En rigor, esta consideración
pública es lo que define al propio conocimiento, comprobando la relación
umbilical, bien pragmatista, entre el lenguaje y la racionalidad humana: “El
conocimiento ha de ser definido en términos de investigación y no viceversa,
tanto particular como universalmente” (Dewey, 1950, p. 35). La lectura que
Rorty hace de Dewey lo lleva a declarar que “si, con Dewey, entendemos los
vocabularios a modo de instrumentos para habérnoslas con las cosas y no a
modo de representaciones de sus naturalezas intrínsecas” (1996a, p. 282),
entonces podremos evitar la oposición, característica de la forma de pensar
moderna, entre un método explicativo (para explicar el comportamiento de una
persona) y un método comprensivo (para comprender su naturaleza).
La posición epistemológica de Rorty surge de esta última observación.
Tendiendo a concordar con la posición hermenéutica, siempre que no empiece
a “establecer diferencias de principio entre el hombre y la naturaleza,
proclamando que las diferencias ontológicas dictan una diferencia
metodológica” (1996a, pp. 282-283), Rorty considera que ser interpretativo o
hermenéutico no implica la adopción de un método particular. Al contrario, es
atribuida a la hermenéutica una función de búsqueda inventiva de un
vocabulario inicial, a utilizar en nuestras investigaciones, lo que implica el
abandono del vocabulario que usualmente utilizamos. Es en este sentido en el
que Rorty sugiere que si dejásemos de lado la metáfora del “lenguaje de la
naturaleza”, así como el vocabulario de representación que la acompaña, como
Kuhn y Dewey sugieren que podemos, entonces, “dejaríamos de ver en el
lenguaje o en entendimiento algo misterioso, al tiempo que ya no
encontraríamos en el “materialismo” o en el “conductismo” algo particularmente
peligroso” (Rorty, 1996a, p. 287). De aquí a la defensa de la contigüidad entre
los discursos científico y literario hay sólo un pequeño paso: el abandono de la
concepción del conocimiento como representación acarrea la atenuación de la
distinción entre los géneros literario, ensayístico, periodístico o científico. Lo
que separa a tales registros no son “eventuales estatutos ontológicos”, sino
preocupaciones prácticas concretas408. Es justamente este último punto el que
Habermas critica en The Philosophical discourse of modernity (1987)409,
rechazando igualmente la interpretación rortyana de la tradición pragmatista.
El enfrentamiento entre Jürgen Habermas y Rorty es particularmente
408
Rorty, 1996a, p. 288.
Versión en castellano: Habermas, J., (1989), El discurso filosófico de la modernidad, Madrid,
Taurus.
409
127
importante para nuestra argumentación por una razón fundamental. Nos
permite antever una de las principales líneas maestras del argumento que
queremos desarrollar en esta obra. La idea de que al destacar la corriente
pragmatista del conjunto de teorías filosóficas que Habermas se propone
reconstruir para definir su propia posición, estamos enfrentándonos con un
“paradigma” que resiste activamente a esa intención. Desconociendo como
otras tradiciones intelectuales seleccionadas por Habermas pueden resistir al
proceso de reconstrucción racional que lleva a cabo, podemos, sin embargo,
afirmar lo siguiente. En el caso concreto de la corriente filosófica pragmatista,
nos parece razonable sugerir que nos encontramos ante una perspectiva que,
por la voz de otros intérpretes (véase el caso de Quine, Kuhn, o Rorty), se
caracteriza precisamente por el rechazo de iniciativas de ese tipo
(representacionistas, diría Rorty).
A pesar de reconocer que comparte una intuición fundamental con Rorty410,
Habermas rechaza aquello que considera como una perspectiva contextualista
del lenguaje influenciada por la Lebensphilosophie411 en la versión
nietzscheana. Pensando haber identificado una intención de equiparación entre
literatura y filosofía en Rorty, Habermas compara el flujo de interpretaciones
presente en todas las esferas de la vida cultural con la historia de la ciencia de
Kuhn412. Es decir, para Habermas, Kuhn y Rorty son dos ejemplos de una
cierta forma de interpretar el pragmatismo que él no puede suscribir: “Se ve
aquí cómo el pathos nietzscheano de una filosofía de la vida que ahora se
presenta reformulada en términos lingüísticos acaba anublando la sencilla idea
por la que se guió el pragmatismo” (1989e, p. 249). A esta crítica, responde
Rorty, en “Is Natural Science a Natural Kind?” (1988)413, subrayando la relación
existente, a su entender, entre el pragmatismo y el romanticismo. En este
sentido, la racionalidad no es ni el uso de una facultad mental llamada “razón”,
ni un método particular; es “simplemente cuestión de estar abierto y ser
curioso, y de confiar en la persuasión en vez de en la fuerza” (Rorty, 1996b, p.
91) i.e., contra la predilección de Habermas por la razón, contrapone Rorty una
predilección por la libertad de pensamiento y de expresión414.
Tal posición es inaceptable a los ojos de Habermas. Para este último, subrayar
la contingencia del lenguaje nos hace olvidar el elemento esencial de la acción
comunicativa, es decir, la acción humana cuyo objetivo es el entendimiento
mutuo a través del intercambio de argumentos - la “fuerza fáctica de lo
contafáctico, que se hace valer en las presuposiciones idealizadoras que
caracterizan a la acción comunicativa” (Habermas, 1989e, p.249). Esto porque
Rorty (tal como Heidegger, Adorno y Derrida) todavía lucha contra los
conceptos de “teoría”, verdad” y “sistema” “que, desde hace por lo menos
410
Habermas, en Autonomy and Solidarity (1986), caracteriza esta intuición de esta forma: “la
convicción de que una vida colectiva humana depende de las formas vulnerables de la
comunicación cotidiana igualitaria, innovadora, recíproca y libre” (Habermas, 1986b, pp. 155156).
411
Filosofía de vida.
412
“El flujo de interpretaciones late rítmicamente entre revolución del lenguaje y normalización
del lenguaje, lo mismo que la historia de la ciencia de Kuhn” (Habermas, 1989e, p. 248).
413
Versión en castellano: Rorty, Richard, (1996b), “¿Es la ciencia natural un género natural?”
en Rorty, R., 1996, Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Paidos, pp. 71-92.
414
Rorty, 1996b, p. 91.
128
ciento cincuenta años, pertenecen al pasado.” (Habermas, 1989e, p. 253n). Es
por esta razón que Habermas piensa que Rorty tiene que recurrir a la noción de
un lenguaje ideal “que no consintiese glosa, que no requiriese interpretación,
del que no pudiéramos distanciarnos, del que no pudieran mofarse las
generaciones posteriores. Se espera conseguir un vocabulario que fuera
intrínseca y autoevidentemente definitivo, y no sólo el más comprehensivo y
fecundo que hayamos podido conseguir hasta ahora” (Rorty citado en
Habermas, 1989e, p. 253n). Habermas rechaza la idea de un vocabulario que
se explica a sí mismo, cerrado y definitivo, que no requiere o permite cualquier
comentario. Su propuesta, que aspira a la verdad, transcendiendo así el tiempo
y el espacio (aunque siendo consciente de que esta aspiración es formulada en
un contexto particular, lo que implica la posibilidad de su revisibilidad), se
asienta sobre una noción crucial - “La conciencia fabilista de las ciencias hace
ya mucho tiempo que ha alcanzado también a la filosofía” (Habermas, 1989e,
p. 253n). Este falibilismo post-positivista es un rasgo que lo acompaña desde el
inicio de su carrera y que caracteriza a las ciencias de tipo reconstructivista.
Pero, como comentamos en el inicio de este capítulo, esta noción de
reconstrucción asume en Habermas dos significados distintos: uno remite hacia
este modelo de ciencia social reconstructivista y el otro hacia la estrategia
teórica asentada sobre la reconstrucción sistemática de contribuciones del
pasado. Si fue la discusión sobre la reconstrucción racional del pragmatismo
sugerida por Habermas la que nos permitió introducir el debate que lo opone a
Rorty, nos gustaría terminar el capítulo con una discusión de la apropiación
habermasiana del paradigma republicano, para así introducir los dos próximos
capítulos: la reconstrucción habermasiana del pensamiento de Mead (capítulo
III, y la propuesta de una ética comunicativa basada en la reconstrucción
racional de un núcleo fundamental de competencias comunicativas (capítulo
IV).
En el marco de los debates sobre filosofía moral y política en los que Habermas
participa, se distinguen tres corrientes intelectuales que, a pesar de las
profundas diferencias que presentan, son usualmente apodadas de “neoaristotélicas”415. Desde la crítica dirigida por Aristóteles a la teoría del bien y del
estado ideal de Platón, y de la crítica formulada por Hegel a la ética kantiana,
las teorías éticas formales y universalistas están siendo cuestionadas en
nombre de una comunidad histórica concreta. En el universo intelectual
alemán, neo-aristotelismo es sinónimo de un movimiento teórico de carácter
bastante conservador, crítico del individualismo que domina en las sociedades
capitalistas de la posguerra. Para los neo-conservadores, la causa última de la
decadencia de la estructura moral de las sociedades contemporáneas no es
tanto la evolución tecnológica o el desarrollo capitalista, sino el pluralismo
moral y el liberalismo político416. En el contexto intelectual anglosajón, neoaristotelismo remite hacia las teorías éticas surgidas a lo largo de los años 80
415
Véase, por ejemplo, Benhabib, 1995, p. 332 y ss.
Hans Joas propone, sin embargo, una interpretación diferente de aquello que el
comunitarismo debería ser en el marco del universo intelectual de la Alemania reunificada.
Reconociendo que “Antes de 1933, el término “comunidad” realmente era un código propio
usado por los movimientos sociales antidemocráticos en Alemania” (2001, p. 94), Joas sugiere
que el comunitarismo debe, hoy en día, ser considerado como un “intento de reformular el ideal
democrático en una sociedad moderna, altamente diferenciada, pero no necesariamente
fragmentada” (2001, p. 109).
416
129
en reacción a A Theory of Justicie (1971)417, de John Rawls. Autores como
Alasdair MacIntyre, Michael Sandel, Charles Taylor o Michael Walzer atribuyen
el declive moral de Occidente, no al pluralismo ético, sino al efecto combinado
del capitalismo y de la tecnología. La recuperación de las comunidades éticas,
fundamentales para anclar la identidad cultural de los seres humanos, pasa por
un control democrático de las instituciones económicas y científicas418. Desde
este punto de vista, encontramos algunas semejanzas entre esta perspectiva y
las posiciones suscritas por Dewey, medio siglo antes419. Finalmente,
encontramos en Hans-Georg Gadamer una tercera variante neo-aristotélica.
Como observa Seyla Benhabib, tras Gadamer, las críticas aristotélica y
hegeliana habían pasado a ser concebidas como un sólo argumento: así como
no puede existir entendimiento que no sea históricamente contextualizado,
tampoco existe un “punto de vista moral” que no sea dependiente de un ethos
compartido420 .
Habermas se confrontó con estas tres variantes neo-aristotélicas en diferentes
contextos y momentos de su carrera. Si el debate con la hermenéutica de
Gadamer marcó sus escritos epistemológicos de los años 60 y 70, en la
década siguiente, Habermas se enfrentó a las tesis historiográficas
revisionistas, asociadas al neo-conservadurismo alemán, en aquello que se
conoció como el “debate de los historiadores”421. Ya a finales de los años 80, el
comunitarismo anglosajón es el objeto de la crítica de su propuesta de filosofía
moral, la ética de la discusión. Es en este último contexto donde Habermas
propone una reconstrucción racional del paradigma republicano cívico. En
efecto, en Between Facts and Norms (1992) la confrontación entre los
paradigmas liberal y republicano exprime la necesidad sentida por Habermas
de posicionarse en el marco del debate de filosofía moral y política entre neoaristotélicos o neo-hegelianos y neo-kantianos. De forma algo estilizada, el
republicanismo cívico es presentado como una tradición política que concibe el
proceso democrático como una deliberación colectiva orientada hacia la
consecución de un acuerdo sobre el bien común. Los ciudadanos no son libres
si apenas buscan satisfacer sus preferencias particulares: su libertad depende
de su capacidad de gobernarse a sí mismos a través de la participación cívica.
De aquí surge la tendencia republicana a asociar la legitimidad de la ley y de
las políticas a la noción de “soberanía popular”, al contrario de la perspectiva
liberal que postula la prioridad de los “derechos humanos”, dado que sólo estos
garantizan las libertades pre-políticas de los individuos y limitan la voluntad
soberana del legislador422. Para quien nos acompaña desde el inicio, el
417
Versión en castellano: Rawls, J., (1979), Teoría de la justicia, México, FCE.
Sobre el debate entre liberales y comunitarios, que dominó la agenda de la teoría política
anglosajona de los años 80, véase Mulhall y Swift, 1996.
419
Selznick habla de un “comunitarismo liberal” explícitamente en referencia a Dewey, a pesar
del hecho de que, como hemos visto, el pluralismo político deweyano entra en contradicción
con la concepción comunitaria de bien común. De cualquier modo, la filiación republicana de
esta propuesta es bien clara cuando Selznick se desmarca del paradigma liberal: “Las
premisas liberales han sido pensadas para ser demasiado individualistas e ahistóricas,
insuficientemente sensibles a las fuentes sociales del egoísmo y la obligación, demasiado
preocupadas por los derechos e insuficientemente por los deberes y la responsabilidad” (1992,
p. XI).
420
Benhabib, 1995, p. 333.
421
Véase, a este respecto, Habermas, 1989b.
422
Habermas, 2001, p, 169.
418
130
republicanismo cívico con el que Habermas trabaja, centrado exclusivamente
alrededor de Rousseau, surge como una versión parcial de una tradición que
está siendo reconstruida y redefinida desde el tiempo de Aristóteles y Platón.
Sucede, sin embargo, que Habermas demuestra no sólo conocer la historia
conceptual de este paradigma, sino también la interpretación ofrecida por
Pocock:
…esa tradición de la “política” aristotélica, que a través de la filosofía
romana y del pensamiento político del Renacimiento italiano, no sólo
recibió en Rousseau una versión moderna articulada en términos de
derecho natural, sino que a través del rival de Hobbes, James
Harrington, penetró también en la discusión constitucional americana
como una alternativa al liberalismo de Locke y determinó la
comprensión que de la democracia tuvieron los padres fundadores.
J.G.A. Pocock estiliza esta veta de pensamiento republicano
convirtiéndola en un humanismo político, que no se sirve, como el
derecho natural moderno, de un vocabulario jurídico, sino del
lenguaje de la ética y la política clásicas (Habermas, 2001, p. 341).
Pero, una vez más, el presentismo de su estrategia metodológica constituye un
obstáculo a la incorporación de las tesis de Pocock en su propio modelo. Si,
como hemos visto, Habermas, a pesar de ser consciente de que Dewey es un
heredero de la tradición política que remonta a Jefferson, es incapaz de
detectar la retórica republicana presente en la crítica deweyana al liberalismo,
ahora, demuestra conocer el origen del republicanismo jeffersoniano, sin de ahí
retirar las debidas consecuencias. En el primer caso, la síntesis deweyana de
un liberalismo que se critica a sí mismo por medio del lenguaje republicano
pasa desapercibida; en el segundo, a la migración conceptual experimentada
por el paradigma republicano le es atribuido el estatuto de una curiosidad
histórica, sin implicaciones teóricas relevantes. Es el cerne del problema de la
estrategia teórico-metodológica habermasiana. Las teorías que pretende
sintetizar, hasta el punto de banalizarlas y descaracterizarlas, encierran dentro
de sí las respuestas que Habermas busca fuera de ellas.
131
Capítulo III: El Mead de Habermas.
Habiendo sido expuesta la historiografía con intención sistemática seguida por
Habermas en los años 60, así como su abandono en favor de un
reconstructivismo racional que nos condujo a sus reconstrucciones del
pragmatismo norteamericano y del republicanismo cívico, estamos, en este
momento, en condiciones de discutir la reconstrucción de una contribución
esencial para la mudanza paradigmática que abrió las puertas a la teoría de la
acción comunicativa – la teoría social de G. H. Mead. Las ideas de Mead son
particularmente significativas para Habermas en dos dominios: en la filosofía
del lenguaje, en que Mead constituye una especie de precursor de la
pragmática formal, y en el análisis a los procesos de desarrollo de los
individuos en las sociedades de tipo post-convencional. En ambos casos, la
estrategia de reconstrucción racional obedece a la misma lógica. Habermas
adopta un abordaje que le permite evitar las aporías de la filosofía de la
consciencia, así como la recepción marxista de la teoría weberiana de la
racionalización423. En este capítulo, nuestra intención es empezar por analizar
la forma como las ideas de Mead son reconstruidas en The Theory of
Communicative Action, pasando, en un segundo momento, a la discusión del
modo como la teoría de la subjetividad meadeana contribuye a la concepción
de individuación social desarrollada por Habermas en Postmetaphysical
Thinking (1988)424. Por último, al “anticipar”, de forma todavía no
completamente articulada, las principales conclusiones de la pragmática formal,
el Mead de Habermas establecerá un puente hacia el capítulo siguiente.
La reconstrucción de la teoría social de Mead se inicia bajo el presupuesto de
que esta pretende analizar los procesos por los cuales la comunicación
humana tuvo origen. En particular, Habermas pretende averiguar si es
consistente reconstruir la emergencia del lenguaje gestual a partir del lenguaje
por gestos recorriendo al mecanismo de la “alteridad”. Criticando a Mead por
no haber distinguido con suficiente claridad (a pesar de haberlo sugerido) entre
una “reacción al propio gesto” y “dirigir un gesto a un intérprete”, Habermas
avanza con tres formas de “asumir la actitud del otro” comprendidas en esta
distinción. Con la primera forma de alteridad, los participantes aprenden a
interiorizar un segmento de la estructura objetiva de significado de tal modo
que las interpretaciones que hacen de un mismo símbolo son semejantes (es
decir, le responden de forma similar). Con la segunda forma de alteridad,
aprenden lo que significa utilizar gestos con intención comunicativa y formar
parte de una relación recíproca entre locutor y oyente. Con la tercera, y dado
que en la anterior habían aprendido a distinguir entre actos comunicativos y
acciones orientadas hacia las consecuencias, los participantes pueden ahora
atribuir al mismo gesto un significado idéntico y no hacer sólo interpretaciones
que están objetivamente de acuerdo. Esta última forma de alteridad da origen
al desarrollo de reglas para el uso de símbolos significantes: surgen las
“convenciones de sentido” y símbolos que pueden ser utilizados con el mismo
significado. Una vez más, Habermas critica a Mead; en su entender, este no
habrá trabajado sistemáticamente esta tercera forma de alteridad, habiendo
sólo sugerido el ejemplo de la creatividad de un poeta lírico. Es decir, Mead no
423
424
Habermas, 1987b, p. 7.
Versión en castellano: Habermas, J., (1990), Pensamiento Postmetafísico, Madrid, Taurus.
132
fue claro en relación con el paso de la “interiorización de la respuesta del otro a
un uso errado de símbolos” - la solución preconizada por Habermas se basa en
el análisis de Ludwig Wittgenstein al concepto de regla.
Recuperando su primera aproximación al pensamiento de Mead, en On The
Logic of the Social Sciences (1967)425, Habermas subraya que si Mead enfatiza
la perspectiva del actor-participante, Morris (representante de la lingüística
conductista) privilegia el punto de vista del observador. Esto implica que Mead
produce un análisis basado en el uso de símbolos semejantes con significados
constantes - desde la perspectiva de los propios actores. Así, esta “semejanza
de significado” (sameness of meaning) sólo puede ser garantizada por la
validez intersubjetiva de una regla que convencionalmente fija el significado de
un símbolo. Habermas recurre, entonces, a Wittgenstein y a su análisis del
concepto de “regla” para alcanzar dos objetivos. En primer lugar, para
investigar la relación entre significados idénticos (seguir una regla) y validez
intersubjetiva (asumir una posición de “sí” o “no” ante a las violaciones de las
reglas); en segundo lugar, para percibir la propuesta meadeana en relación con
la génesis lógica de las convenciones de significado.
En relación con el primer punto, Habermas resalta que la noción de “regla”
comprende los momentos que caracterizan a la utilización de símbolos simples:
significados idénticos y validez intersubjetiva. Para Wittgenstein, la palabra
“misma” y la noción de “regla” andan a la par. Un sujeto sólo puede seguir una
regla si siguiera la misma regla en/bajo diferentes condiciones de aplicación –
de otra forma, no estaría siguiendo una “regla”. Esto es fundamental para
entender lo que significa “violar una regla”. En la medida en que el observador
tiene que conocer la regla que regula la acción del observado para poder
determinar si está o no desviándose de ella, el comportamiento “irregular” sólo
puede ser considerado como una “violación de la regla” en el caso de que el
observador conozca la regla que fue usada como base para la acción. De ahí
que la identidad de una regla sea una cuestión de validez intersubjetiva. Por lo
que respecta a la segunda cuestión, Habermas analiza la reconstrucción
meadeana de las expectativas de comportamiento no convencionales (i.e., los
participantes no atribuyen el mismo significado a una determinada expresión
simbólica). Por ejemplo, en el caso de una expectativa frustrada, Mead avanza
con la explicación de que los interlocutores no entienden la expresión simbólica
en cuestión debido a un fallo de comunicación por parte del emisor: este
interioriza la reacción negativa de sus interlocutores como una expresión
simbólica desplazada. En otras palabras, Mead rechaza la posibilidad de
interpretar la circunstancia que frustró la expectativa como un rechazo
425
En el que, para criticar la teoría del lenguaje conductista de Charles Morris (que consideraba
que la identidad de los significados lingüísticos consistía en una reacción común al mismo
estímulo), recuperó la perspectiva meadeana de un sistema de expectativas recíprocas de
conducta, dependiente del mecanismo de “asumir la actitud del otro”: “Mead hace derivar la
comunicación lingüística de una interacción en roles, interacción en la que la acción de roles
incluye ya intencionalidad. Entender el significado de un signo significa asumir los roles del
otro, es decir, poder anticipar sus reacciones comportamentales (…) El contenido semántico de
los símbolos viene definido por las expectativas de comportamiento y no por las propias
“formas” de comportamiento. De ahí que el empleo de símbolos no pueda hacerse derivar del
simple comportamiento” (Habermas, 1988, pp. 147-148).
133
voluntario de un imperativo, dado que este autor todavía está operando en el
nivel pre-simbólico de la interacción, en el que la interacción se desenrolla en
un esquema de estímulo y respuesta. Su hipótesis es otra. Los miembros de un
grupo aprenden a anticipar respuestas críticas o negativas en los casos en que
las expresiones simbólicas emitidas son inapropiadas ante el contexto en
cuestión. En base a estas anticipaciones, se crean nuevas expectativas de
comportamiento basadas en la convención de que el gesto vocal sólo tiene
sentido en un determinado contexto. Es así como Mead reconstruye el proceso
de surgimiento de la interacción simbólicamente mediada, en la que el uso de
símbolos es fijado por convenciones de significado, es decir, que los
participantes en la interacciones producen expresiones simbólicas en
referencia a reglas (i.e., con la expectativa implícita de que estas expresiones
serán reconocidas por los demás como expresiones conforme a las reglas).
Habermas considera, asimismo, que Mead nos suministra la explicación
genética del concepto de “regla” propuesto por Wittgenstein, una noción que se
asienta sobre dos competencias fundamentales: la capacidad en seguir reglas
y la capacidad de responder “sí” o “no” a la cuestión de si el símbolo fue usado
correctamente (es decir, de acuerdo con las reglas)426 .
Para analizar las tres funciones del lenguaje humano (entendimiento mutuo,
integración social y socialización), así como interpretarlo como condición de la
transición de la interacción simbólicamente mediada a la interacción guiada por
normas, Habermas empieza por apuntar una deficiencia en el análisis
meadeano. Este habría sido muy superficial en su descripción del proceso de
transición de la interacción mediada por gestos hacia la simbólicamente
guiada427. En esta transición, se resalta la diferencia introducida por los signos
lingüísticos en el esquema de coordinación de la acción. Al contrario de lo que
ocurre con los gestos, los signos no son mecanismos que provoquen
esquemas de comportamiento interiorizados por los sujetos como
disposiciones. Estos signos tienen una intención comunicativa.
En relación a la siguiente transición (de la interacción mediada por símbolos a
la interacción normativamente regulada), Habermas critica a Mead por no
haber distinguido una etapa intermedia - el lenguaje gramatical. Es decir, Mead
reconstruye solamente el proceso de desarrollo que se inicia con la interacción
mediada por símbolos y culmina en la acción regulada por normas,
descuidando algo crucial para Habermas, la vía de evolución que lleva a la
comunicación proposicionalmente diferenciada en el lenguaje. Para eso, se nos
sugiere la distinción entre el lenguaje como medio para alcanzar el
entendimiento y el lenguaje como medio de coordinación de la acción y
socialización de los individuos. Sólo así se captan las tres funciones del
lenguaje. En otras palabras, Mead reconstruyó la (primera) transición de una
426
Para Joas, esta interpretación ofrece una imagen distorsionada de las verdaderas
intenciones de Mead. Ya que, para Joas, los escritos de Mead “cubren el completo espectro
que se extiende desde el diálogo de gestos significativos hasta las complejas discusiones
públicas o científicas” (1993b, p. 137), Habermas es acusado de reducir esta propuesta a una
mera producción de reglas y de verificación de su validez.
427
“Con el concepto de interacción simbólicamente mediada, Mead solamente explica como es
posible el entendimiento por medio de significados idénticos, pero aún no explica como un
sistema diferenciado de lenguaje puede sustituir a los anteriores reguladores del
comportamiento innatos para cada especie” (Habermas, 1987b, p. 37).
134
interacción mediada por gestos a una simbólicamente regulada únicamente en
referencia a su dimensión comunicativa (como es que los símbolos surgen a
partir de gestos, y como es que las convenciones de significado surgen a partir
de significados naturales). Habermas resalta, entonces, la dimensión de
coordinación de acción y de socialización de esta transición. Identifica una
reestructuración de las relaciones entre los participantes en la interacción en la
medida en que aprenden a distinguir entre actos orientados hacia el
entendimiento y acciones orientadas hacia las consecuencias.
Por otro lado, el proceso de transición entre una interacción mediada por
símbolos y una interacción guiada por normas es reconstruido por Mead sobre
todo en sus dimensiones de coordinación de la acción y de socialización.
Mead, a través de la fase del lenguaje gramatical, reconstruye el proceso de
formación tanto de las instituciones sociales, como de los individuos dotados de
identidades sociales. Sucede que, según Habermas, Mead ve la socialización
exclusivamente desde un punto de vista ontogenético, como la constitución de
un “yo” (self) a través del lenguaje gramatical. Habermas propone un nuevo
abordaje a la formación de la identidad y al surgimiento de las instituciones que
no descuide la perspectiva filogenética. La idea central de esta propuesta es
que, en la etapa de la acción normativamente guiada, el contexto extralingüístico del comportamiento humano es permeable al lenguaje, es decir, es
simbólicamente reestructurado. En esta fase, el simbolismo penetra no sólo en
los instrumentos para alcanzar el entendimiento (como ya acontecía en la
etapa de la interacción mediada por símbolos), sino que también da origen a
sistemas de orientación subjetivos y suprasubjetivos, a individuos socializados,
así como a instituciones sociales. En una frase, “el lenguaje actúa como medio,
no del entendimiento y de la transmisión del saber cultural, sino de la
socialización y de la integración social” (Habermas, 1987b, p. 40).
Es en este momento en el que Habermas introduce las esferas de la vida social
a las que corresponden las tres funciones del lenguaje: los procesos para
alcanzar el entendimiento ocurren al nivel de la cultura, la socialización ocurre
al nivel de la personalidad, y la integración social tiene lugar en el mundo social
(Mead), en el sistema social (Parsons), en la sociedad. Sin embargo,
Habermas considera susceptible de crítica el tratamiento concedido por Mead a
estas tres funciones. Mead no toma en consideración el hecho de que los
procesos para alcanzar el entendimiento, al separarse simultáneamente tanto
de los “selves” simbólicamente estructurados de los participantes en
interacciones, como de la sociedad, desencadenan la transformación del
lenguaje gestual en discurso gramatical. Sugiere entonces un nuevo paso.
Analizar el comportamiento del concepto de “acción comunicativa” en el marco
de una interacción normativamente regulada, tal como hizo para la interacción
simbólicamente mediada - en su opinión, esto dará origen a profundas
diferencias ante la propuesta de Mead, tanto a nivel del grado de complejidad
como en relación a la propia forma de formular el problema.
Si antes Habermas analizó la conversión de la comunicación gestual en
comunicación lingüística, así como las condiciones necesarias para el uso de
símbolos con significados idénticos, ahora pretende reconstruir la transición de
una forma de regulación instintiva y pre-lingüística hacia un modo de regulación
135
cultural y dependiente del lenguaje. Su objetivo es discutir este nuevo medio de
coordinación de la acción, la acción orientada hacia el entendimiento mutuo
únicamente a través de la fuerza del mejor argumento. La teoría de la
comunicación es la perspectiva adoptada por el autor para analizar esta
cuestión. De acuerdo con este punto de vista, el problema puede ser formulado
en los siguientes términos: “¿Como un sujeto puede obligar a otro a través de
un acto de habla de forma que las acciones de este último puedan ser
enlazadas, sin conflicto, a las acciones del primer sujeto, dando así origen a
una relación cooperativa?” La respuesta de Habermas pasa por la defensa de
que la proposición transmitida por el emisor posee un efecto ilocutorio428
obligatorio si, y sólo si, permite respuestas a esa expresión de la voluntad del
emisor que no sean meras reacciones arbitrarias. Esto significa que la
respuesta del oyente a la proposición del emisor debe poder comportar o bien
un carácter positivo, o bien un carácter negativo, i.e., debe permitir respuestas
positivas o negativas a pretensiones de validez criticables. ¿Que pretensiones
de validez son estas? - Habermas identifica tres429: la veracidad de una
declaración de un hecho; la sinceridad de una expresión de un sentimiento; la
legitimidad o justificación normativa de una orden. La cuestión esencial es que,
bajo los presupuestos de la acción comunicativa, estas pretensiones de validez
sólo pueden ser aceptadas o rechazadas mediante razones. Además, en la
medida en que los participantes en una interacción regulada por normas
avanzan con pretensiones en cuanto a la validez de lo que están diciendo,
Habermas considera que ellos o ellas están actuando con la expectativa de
alcanzar un acuerdo racionalmente motivado, a partir del cual pueden coordinar
sus planes de acción. Así, se evitaría tener que actuar en base al uso de la
fuerza o tener que recurrir a recompensas positivas o amenazas para
influenciar los motivos de los demás sujetos. En una frase, la respuesta a la
cuestión arriba formulada será, por lo tanto, que “un sujeto puede ejercer su
poder ilocutorio sobre su interlocutor cuando ambos se encuentren en
condiciones de orientar sus acciones para pretensiones de validez”.
428
El análisis de Searle a los actos de habla se asienta en dos distinciones que son igualmente
importantes para la pragmática formal de Habermas. Searle distingue, por un lado, entre el
componente locutório y ilocutorio del acto de habla, y, por otro, entre actos de habla ilocutorios
y actos de habla perlocutorios. Todos los actos de habla tienen un componente locutório (o
contenido proposicional), que hace alusión al significado o sentido de la proposición y es el
portador de la verdad o de la falsedad, y un componente ilocutorio, que especifica la fuerza o
disposición con que el contenido proposicional es declarado. Es decir, todos los actos de habla
poseen aquello que Habermas designa, en “What is Universal Pragmatics” (1976), por
“estructura doble del discurso” (Doppelstruktur der Rede). Un acto ilocutorio es un acto que
tiene como objetivo asegurar la comprensión o el entendimiento. Una de sus características
definidoras es ser, en principio, completamente abierto. Por otro lado, un acto perlocutorio es
uno acto en que el orador, al decir algo, produce un efecto, de forma intencional o no, sobre el
otro interlocutor, además del efecto de asegurar la comprensión. Entonces, los actos
perlocutorios son, por definición, dependientes del éxito de los actos ilocutorios, en la medida
en que una audiencia no puede ser influenciada por aquello que el orador está diciendo a no
ser que haya entendido o comprendido su mensaje (Baynes, 1992).
429
En realidad, Habermas identifica cuatro. Sin embargo, la primera pretensión de validez que
sustenta que aquello que es dicho es comprensible e inteligible, es decir, que existe un
“sentido” que es comprendido por el otro, es considerada como una condición a priori de toda
la interacción lingüística orientada hacia la comprensión, en la medida en que remite hacia las
condiciones generales de inteligibilidad, como, por ejemplo, el respeto por las reglas
gramaticales, y como tal, posee un carácter apriorístico y desligado de cualquier campo
concreto de la experiencia humana.
136
La cuestión es que estas pretensiones de validez remiten a otros tantos
“mundos”, o dimensiones de la experiencia humana (además de abrir camino a
la definición de los cuatro tipos de acción). La sinceridad está relacionada con
algo en el mundo subjetivo, la justificación normativa remite al mundo social
normativamente regulado, y la verdad reenvía al mundo objetivo. Así, para
Habermas, el lenguaje sólo asume funciones de coordinación de la acción
humana cuando estos “mundos” empiezan a diferenciarse - esta es, en su
opinión, la razón del interés de Mead por la génesis de estos “mundos”. Una
vez más, Habermas critica a Mead por haber analizado la interacción guiada
por normas y, en particular, la constitución de un mundo de objetos
perceptibles y manipulables, así como la emergencia de normas e identidades,
únicamente bajo el punto de vista del papel del lenguaje como medio de
coordinación de la acción y de socialización, olvidando su función como medio
para alcanzar el entendimiento. Desde este punto de vista, Mead sólo habría
analizado dos de las tres funciones del lenguaje. Adicionalmente, habría
privilegiado una perspectiva ontogenética en esta etapa de reconstrucción de la
transición de la interacción simbólicamente mediada hacia la interacción
regulada por normas. Es por esta razón que Habermas considera justificado
recurrir a la teoría de la solidaridad social de Émile Durkheim para reconstruir
este proceso desde una perspectiva filogenética. Sólo así, argumenta, podrá
entenderse el origen de la relación entre la racionalización comunicativa y la
acción regulada por normas.
La convergencia entre Durkheim y Mead se reanuda nuevamente en
Postmetaphysical Thinking (1988). En un capítulo titulado “Individuation through
Socialization: On Mead's Theory of Subjectivity”430 , Habermas considera que
Durkheim habría sido el primero en observar la relación entre los procesos de
diferenciación social (que analiza a través de su concepción de “división del
trabajo”) y de individualización. Sin embargo, la formulación durkheimiana, así
como la propuesta de Parsons formulada décadas más tarde, sufre de una
ambigüedad fundamental. Si, por un lado, el principio del individualismo
consagra una creciente autonomía y libertad de elección para cada sujeto, por
el otro, esta extensión del grado de libertad se describe de forma
determinista431 . Nuevamente, la convergencia entre Mead y Durkheim es la vía
elegida por Habermas para sobrepasar aquello que considera que son
encrucijadas derivadas de la adopción de una perspectiva filosófica asociada al
paradigma de la consciencia: “La única tentativa prometedora de dar
conceptualmente cobro al pleno significado de la individualización social la veo,
la menos en germen, en la psicología social de G.H. Mead“ (Habermas, 1990,
p. 190).
En efecto, Habermas subraya las implicaciones del hecho de que Mead no
concibiera la individualización social como la auto-realización de un sujeto
independiente llevada a cabo en una situación de aislamiento y libertad, sino
430
En la versión en castellano el capítulo se titula: “Individuación por vía de socialización. Sobre
la teoría de la subjetividad de George Herbert Mead” (Habermas, 1990).
431
En palabras de Habermas, “...la emancipación respecto de la coacción estereotipificadora
que representan las expectativas de comportamiento institucionalizadas se describe aún como
una nueva expectativa normativa – como institución” (1990, p. 188).
137
como un proceso de socialización lingüísticamente mediado y de simultánea
constitución de una historia de vida consciente de sí misma. La individualidad
resulta, así, de relaciones de reconocimiento intersubjetivo y de autoentendimiento intersubjetivamente mediado. Habermas no tiene dudas en
cuanto a la originalidad de esta perspectiva y de su origen: “La novedad
decisiva frente a la filosofía del sujeto se torno posible (también en este
aspecto) con ese giro lingüístico y pragmático que otorga el primado al lenguaje
abridor del mundo (…) frente a la subjetividad generadora del mundo” (1990, p.
192). Antes de analizar sus propuestas en el dominio de la filosofía del lenguaje
y de la ética comunicativa, veamos en que medida la reconstrucción del
pensamiento social de Mead es funcional para la formulación y desarrollo de
estos elementos del edificio teórico habermasiano.
El problema crucial de la interpretación habermasiana, basada únicamente en
tres textos de Mead432, consiste en el modo como se concibe la relación entre
las dos fases del self, el “I” y el “me”. En primer lugar, Habermas considera que
el abordaje elegido por Mead no le permite dar cuenta de la distinción entre una
auto-relación epistémica (en la que el self es concebido como un sujeto
cognoscente) y una auto-relación práctica (en la que el self es visto desde la
perspectiva del sujeto de la acción). Para Mead, mientras que la auto-relación
epistémica emerge de la transición hacia otro modo de comunicación
(lingüístico), la auto-relación práctica surge en la transición hacia otro
mecanismo de control de la acción. A pesar de que Mead no haya aislado
estos mecanismos de auto-consciencia cognitiva y de auto-control
comportamental, insistiendo en la unidad de estos dos momentos a nivel de las
complejas interacciones simbólicas, Habermas es obligado a hacerlo debido a
los presupuestos de su propia teoría. Como hemos visto, la acción humana y
sus motivaciones son reducidas a reglas y principios los cuales, a su vez, son
susceptibles de una ordenación cognitiva. Las dimensiones de la acción y del
conocimiento se mantienen, por lo tanto, separadas.
Lo que nos interesa discutir son las implicaciones de esta separación para la
pareja conceptual “I/me”. Al reducir el “me” a una entidad puramente
conservadora433, Habermas intenta caracterizar una identidad moral de tipo
convencional (en la que el “I” es la dimensión creativa de la personalidad y el
“me” su contrapunto) que está siendo sobrepasada, en el contexto social de la
modernidad, por una cultura moral de tipo post-convencional, en la que esta
relación se invierte434. Pero aquello que los escritos de Mead sugieren no sólo
es muy diferente de esta lectura, sino que evitan la lógica evolucionista
adoptada por Habermas, que en este punto sigue a Lawrence Kohlberg. Como
hemos visto, la teoría moral meadeana se asienta sobre una concepción del
self en que el “I” designa no sólo el principio de la espontaneidad, sino que
también representa la naturaleza impulsiva del ser humano, y el “me” se refiere
a la imagen mental que el otro tiene de mí, constituyendo esta imagen un
momento de autoevaluación que me permite estructurar aquellos impulsos.
432
Los textos en los que Habermas basa su análisis son: “The Definition of the Psychical”
(1903), “Social Consciousness and the Consciousness of Meaning” (1910) e “The Social Self”
(1913). Véase Habermas, 1990, p. 210.
433
Véase Habermas, 1990, p. 219.
434
Véase Habermas, 1990, p. 226.
138
Habermas, al definir el “me” como una “formación de la identidad que hace
posible la acción responsable pero todavía al precio de una ciega subjeción a
controles sociales exteriores” (1990, p. 221). confunde la concepción
meadeana de un self con dos dimensiones dialécticamente relacionadas, con
su propia concepción de un “me” fundamentalmente convencional. En
Habermas, los procesos de auto-determinación (moral) y la auto-realización
(ética) se asientan sobre la superación de la convencionalidad de un “me” que
sencillamente no se encuentra en la psicología social de Mead435. Al contrario
de Freud, Mead nos propone un modelo en el que no tenemos que elegir entre
una cultura que nos reprime y la satisfacción anárquica de los impulsos; Mead
desarrolla una propuesta basada en los principios de la libre discusión y de la
deliberación racional en donde las normas sociales están disponibles para una
transformación comunicativa y los impulsos son susceptibles de ser voluntaria y
conscientemente reorientados436 . En suma, la historiografía con intención
sistemática coarta la libertad de quien la elige. Al pretender leer a Mead a partir
de la teoría de los actos de habla437, Habermas consiguió, lo reconocemos,
colocarlo en el restringido grupo de los clásicos de las teorías sociológicas. Sin
embargo, el coste de esta inclusión no es despreciable. Partiendo de una visión
incompleta y parcial de la historia de las ciencias del lenguaje438, Habermas
reduce el pragmatismo de Mead, Peirce y, en menor extensión, el de Dewey, a
una mera versión subdesarrollada de su propia pragmática formal. Al pretender
ver en el pragmatismo una “anticipación notable” de sus propias tesis,
Habermas nos ofrece una interpretación del pasado meramente funcional a sus
presentes intereses teóricos, un error común en aquellos que optan por una
metodología de tipo presentista.
435
Para un punto de vista semejante, véase Aboulafia, 1995a, p. 107.
Véase Joas, 1985, p. 119.
437
De forma algo polémica, Habermas considera posible interpretar la pareja “I/me” a través de
la pragmática formal: “El efecto individuante que el proceso de socialización lingüísticamente
mediado tiene, se explica por la estructura del propio medio lingüístico. Pertenece a la lógica
del empleo de los pronombres personales, sobre todo en lo que respecta a la perspectiva del
hablante que toma postura frente a una segunda persona, el que éste no pueda desprenderse
in actu de su incanjeabilidad, no pueda refugiarse en el anonimato de una tercera persona, sino
que haya de entablar la pretensión de ser reconocido como ser individuado.” (1990, p. 230).
438
Para un análisis históricamente riguroso de la pragmática, en el que el pragmatismo
filosófico norteamericano desarrolla un papel destacado, véase el excelente libro de Nerlich y
Clarke, 1996.
436
139
Capítulo IV: Sobre la pragmática y la ética de la interacción social.
El interés de Habermas por la filosofía del lenguaje se explica, en buena
medida, por su trabajo en teoría social. Desde los años 60, es posible
identificar una preocupación de fondo en los escritos habermasianos: intentar
integrar un análisis sociológico con una perspectiva filosófica para superar el
hiato entre teoría y práctica. Desde entonces, el tema central de su obra remite
hacia una concepción de la acción y de la racionalidad humanas orientadas
hacia el entendimiento mutuo – la acción comunicativa. La imagen de un
edificio teórico es quizás la más apropiada para describir la obra habermasiana.
Al protagonizar el cambio paradigmático de una perspectiva de la acción
estratégica a una aproximación basada en la acción comunicativa, que es
finalmente el objetivo de su magnum opus, Habermas ansía desarrollar una
teoría de la acción social capaz de integrar las perspectivas objetivista y
subjetivista. La estrategia metodológica reconstructivista adoptada por
Habermas lo lleva a emplear materiales conceptuales provenientes de un
amplio conjunto de tradiciones de pensamiento occidentales, que le permiten
construir múltiples propuestas teóricas, entre las que se destacan la pragmática
formal, la teoría de la acción comunicativa, una teoría de la verdad y de la
validez moral, una teoría de la evolución social, la ética de la discusión y la
teoría deliberativa de la democracia. Todos estos elementos cumplen
determinadas funciones en el marco del edificio habermasiano. La pragmática
formal pretende identificar las condiciones universales y presupuestos de los
procesos de interacción social cuyo telos es la obtención de un entendimiento
mutuo. Así, en este capítulo, nos interesa, en un primer momento, discutir la
forma como Habermas pretende hacer derivar las reglas universales de la ética
de la discusión a partir de las normas del discurso racional identificadas en el
seno de la pragmática formal439 , para, a continuación, demostrar las
dificultades teóricas que acarrea
la adopción de una metodología
racionalmente reconstructivista.
Una de las principales tesis que Habermas pretende demostrar mediante sus
investigaciones sobre la acción y la racionalidad comunicativa es la de que los
actos de habla, la unidad mínima de comunicación lingüística, dan origen a un
cierto número de pretensiones de validez. La teoría de la acción comunicativa
se asienta, así, sobre esta teoría reconstructivista de los sistemas de reglas de
acuerdo con los cuales los seres humanos producen la realidad simbólica de la
sociedad donde viven440. Habermas cree que un análisis de las características
formales de los procesos comunicativos cotidianos le permitirá confirmar su
aserción de que el lenguaje y las pretensiones de validez están íntimamente
relacionados.
Para lograrlo, Habermas debe superar tres desafíos441. En primer lugar, la
pragmática formal debe esclarecer en que medida la acción comunicativa
constituye un mecanismo de integración y reproducción del mundo de la vida,
en los dominios de la reproducción cultural, de la integración social y de la
socialización. En particular, esto exige que se demuestre que el uso
439
Cortina, 1999, p. 195.
Outhwaite, 1996, p. 40.
441
Véase Cooke, 1997, p. 51 y ss.
440
140
comunicativo del lenguaje constituye el modo básico y primario de la
comunicación lingüística y que, concomitantemente, los restantes modos
(estratégico e instrumental) son parasitarios en relación a este. Si en The
Theory of Communicative Action, Habermas argumentaba que los efectos
perlocutorios, pretendidos pero no explicitados, serían una señal de la acción
estratégica, siendo parasitarios de los actos de habla ilocutorios442, en
Postmetaphysical Thinking esta posición es reformulada, subrayándose, ahora,
que no todos los tipos de efecto perlocutorio son instancias para un uso
estratégico del lenguaje. En efecto, sólo el uso latentemente estratégico del
lenguaje es parasitario del uso comunicativo, lo que levanta dudas en relación
con la extensión del primado de la acción comunicativa. En segundo lugar, la
pragmática formal debe demostrar la existencia de una relación entre los actos
de habla comunicativamente usados en el lenguaje cotidiano y las pretensiones
de validez. En este sentido, Habermas siente la necesidad de demostrar que
existen tres tipos distintos de pretensiones de validez que son invocados en el
lenguaje cotidiano y que permitirán, a su vez, clasificar los actos de habla.
Como hemos visto, al reconstruir la transición de una forma de regulación
instintiva y pre-lingüística hacia un modo de regulación cultural y dependiente
del lenguaje (la acción orientada hacia el entendimiento mutuo únicamente a
través de la fuerza del mejor argumento), Habermas distingue tres tipos de
pretensión de validez: veracidad, justificación normativa y sinceridad. Así,
Habermas considera que puede distinguir entre actos de habla asertivos, en los
que la pretensión de validez constitutiva es la veracidad, actos de habla
reguladores, en los que la justificación normativa es la pretensión de validez
característica, y actos de habla expresivos, en los que la pretensión de validez
distintiva es la sinceridad. Nos parece, sin embargo, que esta tesis de que a
cada acto de habla corresponde sólo una, presuntamente fundamental,
pretensión de validez no es totalmente convincente443. En tercer lugar, la
naturaleza multidimensional de la racionalidad comunicativa debe ser
demostrada de forma que sea plausible considerar que el lenguaje cotidiano,
con sus tres pretensiones de validez, encuentra fundamento en ella. Para ello,
Habermas piensa que es necesario explicar de que manera las tres
pretensiones de validez están presentes en cada acto de habla. Así, como
nosotros sugerimos en el punto anterior, si Habermas pretende demostrar la
naturaleza multidimensional de la razón comunicativa, para así relacionarla con
los tres mundos o dimensiones de validez, pensamos que el hecho de que no
existan únicamente tres, sino una pluralidad de pretensiones de validez, no
hace más que reforzar su intención original.
Es la noción de discusión práctica la que establece el puente entre la
pragmática formal y el abordaje discursivo a la filosofía moral desarrollado por
Habermas y Apel, la llamada ética de la discusión444. Una discusión práctica no
442
En palabras de Habermas, la acción comunicativa se distingue de la acción estratégica por
el hecho de que “todos los participantes persiguen sin reservas fines ilocucionarios con el
propósito de llegar a un acuerdo.” (1987a, p. 379).
443
Como Cooke sugiere, otras dimensiones de la racionalidad humana deben ser
consideradas: “la teoría de Habermas de las demandas de validez tiene una relación incómoda
con las demandas estéticas de validez, reconoce pero no puede encontrar ningún sitio para las
demandas evaluativas de validez, y no hace caso de ciertas clases de demanda conectadas
con las funciones divulgadoras y articuladoras del lenguaje” (1997, p. 74).
444
Esta noción es objeto de un excelente análisis en McCarthy, 1991, p. 181 y ss.
141
es más, en cierta forma, que la prolongación reflexiva de la acción
comunicativa, siempre que la validez de una norma es puesta en cuestión. El
único modo racional de justificar la validez de una norma consiste en participar
en una argumentación445 sometida a reglas muy precisas que garanticen que
sólo la fuerza del mejor argumento podrá afectar al desenlace del debate, y
cuya falta de respeto acarrea la exposición a una contradicción en el uso de la
lengua446 . Estas reglas o presupuestos de argumentación pragmáticamente
inevitables, habían sido sugeridos por Robert Alexy con la intención de
complementar las tesis habermasianas. En Moral Consciousness and
Communicative Action (1983)447, Habermas los formula de la siguiente forma:
1. Todo sujeto capaz de hablar y actuar puede participar en la
discusión.
2. a. Todos pueden cuestionar cualquier afirmación.
2. b. Todos pueden incluir cualquier afirmación en el discurso.
2. c. Todos pueden manifestar sus posiciones, deseos y
necesidades.
A ningún hablante puede impedírsele el uso de sus derechos
reconocidos [en los puntos 1 y 2] por medios coactivos originados en
el exterior o en el interior del discurso. (Habermas, 1991c, p. 112).
A pesar de que estos presupuestos no regulan las discusiones reales, la
verdad es que para que estas puedan ser exitosas, estas reglas deben ser
implícitamente presupuestas por los participantes. Este conjunto de
presupuestos de argumentación nos permiten, así, reconocer que los locutores
obedecen a un principio de universalización (U), que traduce, kantianamente,
un punto de vista imparcial448:
Todas las normas válidas deben cumplir la siguiente condición: “(U)
… que las consecuencias y efectos secundarios que se siguen de su
acatamiento general para la satisfacción de los intereses de cada
persona (presumiblemente) puedan resultar aceptados por todos los
afectados (así como preferidos a los efectos de las posibilidades
sustitutivas de regulación). (Habermas, 1991c, p. 86).
Esto significa que mientras los presupuestos de argumentación de las
discusiones prácticas conducen al principio U, entendido como una regla de
argumentación destinada a comprobar la validez de las normas morales, es
posible asociar la ética de la discusión al imperativo kantiano de la autonomía
de la voluntad, reformulado de acuerdo con la noción meadeana de “ideal role
taking”, el principio D, también conocido por principio de la discusión: “(D) toda
norma válida encontraría la aprobación de todos los afectados, siempre que
éstos puedan tomar parte en el discurso práctico” (Habermas, 1991c, p. 143).
445
Que Habermas apellidó, hasta mediados de los años 80, de “situación ideal de discurso”.
Véase Cooke, 1997, p. 31.
446
Véase Cortina, 1999, pp. 204-205.
447
Versión en castellano: Habermas, J., (1991), Conciencia moral y acción comunicativa,
Barcelona, Península.
448
Seyla Benhabib sugiere dos nociones para caracterizar una “discusión práctica”: la idea de
“reciprocidad igualitaria” y la noción de “moral universal”. Véase Benhabib, 1996a, p. 89.
142
Como en Kant, también aquí se encuentra expresado un ideal de imparcialidad
en la medida en que la validez de las normas depende del respeto que los
participantes en una discusión práctica demuestren tener por las reglas propias
la una “situación ideal de discurso”. Las semejanzas entre la ética kantiana y la
ética de la discusión no se quedan aquí449 . Como el propio Habermas
reconoce450, el universalismo, presente en la definición de un principio U y de
un conjunto de presupuestos de argumentación, y el formalismo, derivado de
un principio D que no busca definir normas sustantivas de conducta, sino
comprobar máximas de acción existentes, son dos de los cuatro puntos de
contacto entre sus propuestas. Los otros dos remiten hacia el carácter
cognitivista y deontológico de la ética de la discusión. La ética de la discusión
posee una naturaleza cognitiva, y no decisionista o relativista, en la medida en
que los juicios morales a los que se puede llegar si se observa el principio U se
revisten de un carácter cognitivo, representando, más que emociones,
preferencias o decisiones451. Por otro lado, es una teoría moral deontológica, y
no teleológica, dado que privilegia cuestiones de justicia (moral), evitando
pronunciarse sobre concepciones particulares del bien (cuestiones éticas o de
“vida buena”). En efecto, el punto de vista moral expresado por el principio U es
definido de forma que no privilegie cualquier concepción específica de “vida
buena”. En la tradición kantiana, y contra las pretensiones comunitarias,
Habermas atribuye al pluralismo ético de las sociedades modernas la prioridad
respecto a cualquier concepción particular del bien452.
Para Habermas, la época en que vivimos ya no permite soluciones de tipo
metafísico, siendo ahora imprescindible concebir la razón como finita, falible y
orientada hacia el entendimiento mutuo – una racionalidad que se expresa a
través de los procedimientos adoptados y no por medio de los fines a alcanzar.
En este sentido, Habermas cree que la ética de la discusión se aleja de las
recientes recuperaciones, en el dominio de la filosofía moral, de la tradición
republicana cívica453. Sucede, sin embargo, que, una vez más, Habermas
interpreta esta última de forma funcional a su argumento, dando cuenta
únicamente de propuestas de cariz comunitario, como las de Frank Michelman,
Alasdair MacIntyre o Charles Taylor. El dilema que cree que resulta de aquí - “o
volvemos al aristotelismo subyacente a esas críticas, o modificamos la
aproximación kantiana para poder considerar las objeciones legítimas”
(Habermas, 1993a, p. 122) - es una falsa cuestión. Es, eso sí, un producto de
una estrategia teórico-metodológica que, al intentar leer el pasado únicamente
a la luz de los intereses teóricos presentes, no se permite aprender de las
lecciones de la historia.
449
Véase Baynes, 1992, p. 108 y ss.
Véase Habermas, 1991d, p. 100. [N.T. En la versión castellana de Conciencia moral y
acción comunicativa que se ha citado anteriormente no se traduce el último capítulo de la obra
original. No obstante, este capítulo se ha traducido en una colección de artículos: Habermas,
J., (1991), Escritos sobre moralidad y eticidad, Barcelona, Paidos, pp. 97-130. El capítulo
original se titula “Morality and Ethical Life: Does Hegel’s Critique to Kant Apply to Discourse
Ethics?” y la traducción: ”¿Afectan las objeciones de Hegel a Kant también a la ética del
discurso?”].
451
Habermas, 1991c, p. 100.
452
Véase Habermas, 1991c, p. 143.
453
Para un argumento similar, véase Larmore, 1996, p. 210 y ss.
450
143
Es ahora el momento de demostrar las ventajas teóricas asociadas a la
adopción de una estrategia teórica que procura reconstruir el pasado para
poder aprender de él las mejores soluciones para los problemas presentes.
Habermas, en Justification and Application. Remarks on Discourse Ethics
(1991), enuncia tres dificultades que enfrentan las propuestas neo-aristotélicas,
y que, supuestamente, la ética de la discusión está en mejores condiciones de
responder454. Pensamos, sin embargo, que si Habermas reconstruyese
históricamente la historia de las tradiciones de pensamiento que pretende
hacer converger, no sólo abandonaría este objetivo, sino que encontraría en
ella las respuestas que busca. Veamos. En primer lugar, el neo-aristotelismo es
acusado de ser incompatible con el pluralismo ético de las sociedades
contemporáneas, en la medida en que tiende a jerarquizar concepciones
particulares del bien. Si el carácter deontológico de la ética de la discusión le
permite responder a este desafío, el republicanismo de Maquiavelo es
igualmente contrario a soluciones que pretendan unir a la comunidad política
alrededor de un ideal de concordia civil. En segundo lugar, la defensa del
pluralismo lleva a que ninguna concepción particular del bien sea elegida como
la más deseable. Si los comunitarios eligen la participación cívica como la
forma de actividad más elevada, esto mismo no puede ser dicho de
Maquiavelo, para quien las virtudes de la ciudadanía activa y del respeto por la
ley son suficientes para garantizar la libertad individual. Por último, Habermas
acusa el neo-aristotelismo, en su versión alemana, de ser profundamente
conservador. Pero, no sólo esta crítica se refiere apenas a una de las variantes
del neo-republicanismo, sino que, sobre todo, se revela particularmente
inadecuada para describir al Maquiavelo de Skinner. En suma, el
republicanismo de Maquiavelo, tal como es reconstruido por Skinner, no puede
ser criticado con los argumentos que Habermas usa para rechazar la
concepción de “republicanismo” con que opera.
Pero esto se refiere sólo a una experiencia histórica de las muchas que
constituyen la tradición política republicana cívica. Si Habermas adoptase una
posición sensible a la historicidad de las ideas políticas, vería que una de las
tradiciones de pensamiento con la que trabaja le permitiría participar
productivamente en el debate que ha marcando estas dos últimas décadas en
el dominio de la filosofía moral: el enfrentamiento entre liberales y comunitarios
que siguió a la publicación de A Theory of Justice por John Rawls455. Este fue
criticado por autores como Sandel, MacIntyre o Taylor por trabajar con una
concepción ahistórica, vacía y abstracta del individuo. Para los comunitarios, el
liberalismo rawlsiano, así como otras versiones más ortodoxas de la tradición
liberal, padece de un mismo problema: no tienen suficientemente en cuenta los
contextos sociales, políticos, económicos y culturales que definen la identidad
de cada ciudadano. La respuesta liberal apunta usualmente hacia el carácter
excluyente de la concepción de comunidad propuesta por sus adversarios:
quien no comparte el conjunto de valores por los qué se rige una determinada
comunidad es excluido de ella. Adicionalmente, los liberales rechazan el ideal
social de “pequeñas comunidades locales” con el argumento de que es un
anacronismo inconsistente con las sociedades modernas complejas,
caracterizadas por el multiculturalismo. Para el lector que nos acompañó hasta
454
455
Habermas, 1993a, p. 122 y ss.
Para un argumento semejante, véase Bernstein, 1998b, p. 151 y ss.
144
aquí, será fácil constatar que la teoría pragmatista de la democracia, tal como
es desarrollada por Mead y Dewey, nos permite percibir la naturaleza falaciosa
de esta dicotomía456. Para estos, la vida en democracia exige que, en cada
momento, participemos cívicamente para garantizar nuestra libertad individual.
Pero Habermas, al reconstruir racionalmente la tradición pragmatista, pierde la
oportunidad de recuperar esta síntesis y cree tener en la teoría pragmatista de
la democracia una contribución para criticar el formalismo de la concepción
liberal, cuando, en verdad, tiene entre manos un ejemplo elocuente de como
conciliar republicanismo y liberalismo.
456
Como Alan Ryan observa, refiriéndose al caso concreto de Dewey, los pragmatistas nos
enseñaron que la solución pasa por “una sociedad que hace justicia tanto a nuestra
individualidad como a nuestra necesidad de relación social (…) los individuos necesitan
comunidades, y las comunidades liberales son individuos asociados” (1997, p. 359).
145
Capítulo V: La concepción procedimental de la democracia deliberativa.
En su más reciente gran obra, Between Facts and Norms, Habermas, fiel a su
estrategia teórico-metodológica, procura superar un dualismo que siempre
afectó a la filosofía política. Se trata de la oposición entre la autonomía cívica,
que remite hacia la esfera de las libertades políticas, y la autonomía privada,
que reenvía al conjunto de libertades personales que le están asociadas; una
oposición que pretende expresar el conflicto paradigmático entre el liberalismo
y el republicanismo al nivel político, moral y jurídico457. Habermas intenta, así,
reconciliar las nociones reguladoras de “derechos humanos” y de “soberanía
popular” mediante una concepción de la democracia en que ninguna tenga
prioridad, i.e., que sean “co-originales”. En este capítulo, empezaremos por
discutir esta tesis de la co-originalidad de las autonomías pública y privada para
introducir la concepción procedimental de la democracia deliberativa a la que
Habermas llega por intermedio de la su “sociología reconstructivista de la
democracia”. El objetivo de este capítulo será alcanzado cuando discutamos el
ethos democrático que subyace tanto a la concepción de democracia, como a
la ética de la discusión que la fundamenta racionalmente.
De acuerdo con la interpretación estilizada que nos propone del paradigma
liberal, Habermas observa que el liberalismo defiende la autonomía pública en
la exacta medida en que esta protege la autonomía privada, transformando a la
democracia, de este modo, en un mecanismo político cuyo objetivo es proteger
las libertades privadas del yugo de la tiranía, entendida como la ausencia
sistemática del conjunto de libertades personales básicas hacia las que remite
la noción de “derechos humanos”. A su vez, el republicanismo es concebido
como una perspectiva que vuelve a la autonomía privada contingente ante las
decisiones colectivas democráticas, volviendo a la libertad individual
dependiente de juicios populares sobre los mejores medios para alcanzar los
objetivos colectivos, expresión de la soberanía popular. Presa de esta
dicotomía, la filosofía política “nunca se ha tomado en serio la tara de equilibrar
la tensión entre la soberanía popular y los derechos humanos, entre la “libertad
de los antiguos” y la “libertad de los modernos” “ (Habermas, 1999, p. 252). La
solución preconizada por Habermas para solucionar este dilema consiste en
negar la originalidad a cualquiera de estas autonomías: la exigencia de
asegurarse la autonomía privada no puede ser, de forma legítima, impuesta a
una comunidad, así como una orden legal legítima no puede dejar de proteger
la autonomía privada. Su argumento puede ser descrito de la siguiente
forma458.
Recuperando la tesis que había sugerido en The Theory of Communicative
Action sobre las tendencias de juridización459 de las sociedades modernas,
reflejo del proceso de colonización interna del mundo de la vida460, Habermas
457
“Hasta ahora no se ha conseguido poner en consonancia autonomía privada y autonomía
pública de una forma satisfactoria en lo tocante a conceptos básicos”, lo que se refleja en las
tensiones entre “derechos del hombre y soberanía popular.” (Habermas, 2001, p. 149).
458
Véase Cohen, 1999, p. 392 y ss.
459
Su significado remite hacia la “tendencia que se observa en las sociedades modernas a un
aumento del derecho escrito” (Habermas, 1987b, p. 504).
460
Que Habermas describe de la siguiente forma: “Sólo entonces se cumplen las condiciones
para una colonización del mundo de la vida: los imperativos de los subsistemas
146
empieza por presuponer el hecho del derecho, i.e., la coordinación y la
regulación de la acción social en el contexto de la modernidad se hace
crecientemente por intermedio de la ley. Esta extensión del derecho a áreas
como la familia o la educación lleva a un modelo social en el que la libertad
individual se reduce a un mínimo formal, ya que, por un lado, la ley no obliga a
los ciudadanos a justificar sus acciones461 , y que, por el otro, los individuos son
libres de actuar como deseen, siempre que no violen la ley462 . Como vimos en
el capítulo anterior, el principio de la discusión (que expresa la exigencia de
imparcialidad) es entonces introducido para explicar las pretensiones de validez
normativa características de este derecho de doble cara (Janus-faced). Las
normas prácticas, legales o morales, sólo son legítimas si, y sólo si, todos los
individuos afectados por ellas pudiesen expresar su concordancia en la calidad
de participantes en discusiones prácticas. Así se pasa de la mera legalidad a
un derecho legitimado. Habermas continúa su argumentación observando que
un código legal, que establece un sistema de derechos, sólo puede ser
aprobado mediante discusiones prácticas por todas las partes afectadas si
garantiza iguales libertades para todos, asegurando las condiciones de
autonomía personal. Sólo así, afirma, los ciudadanos podrán considerarse
como coautores de ese código legal463. En suma, la autonomía pública exige la
autonomía privada en la medida en que aquella requiere de un orden legal que
sólo es legítimo en el caso que garantice iguales libertades para todos; a su
vez, la autonomía privada exige la autonomía pública porque la legitimidad de
la regulación legal de la autonomía privada deriva del hecho de ser
perfeccionada mediante un proceso discursivo que asegura los derechos
políticos. Es así como Habermas desarrolla la tesis de la co-originalidad de las
autonomías pública y privada.
La relevancia de esta tesis para nuestros propósitos deriva del hecho de ser
sobre ella donde Habermas pretende fundamentar su intento de conciliar las
concepciones republicana y liberal de la política democrática en un modelo
deliberativo y procedimental464 . La concepción habermasiana de política
democrática deliberativa se basa en un modelo teórico dual, relacionado no
sólo con la formación de la voluntad, institucionalizada en el “complejo
parlamentario”, sino también con una noción de esfera pública que reenvía a un
conjunto espontáneamente generado de arenas políticas informales,
dialógicamente discursivas y democráticas y el propio contexto cultural y base
social respectivos. Democracia deliberativa es un concepto que remite, en
Habermas, hacia una tensión definidora: una oposición binaria entre el plano
formal e institucionalizado de la democracia y los dominios informales y
anárquicos de formación de la opinión465. Para describir la forma como estos
planos interactúan entre sí, Habermas sugiere un “modelo de canales de
autonomizados, en cuanto quedan despojados de su velo ideológico, penetran desde fuera en
el mundo de la vida – como señores coloniales en una sociedad tribal- e imponen la
asimilación; y las perspectivas dispersas de la cultura nativa no pueden coordinarse hasta un
punto que permitiera percibir y penetrar desde la periferia el juego de las metrópolis y del
mercado mundial” (Habermas, 1987b, p. 502).
461
Véase Habermas, 1987b, p. 502.
462
Véase Habermas, 2001, p. 186.
463
Véase Habermas, 2001, p. 189.
464
Véase Habermas, 2001, p. 372.
465
Véase Habermas, 2001, p. 349.
147
comunicación” en el que la formación de la opinión pública, que sucede en las
arenas informales de la sociedad civil, genera “influencia”, que es transformada
en “poder comunicativo” mediante elecciones políticas; asimismo, este poder
comunicativo es transformado en “poder administrativo” a través de la
legislación466 . Recuperando un argumento deweyano, Habermas defiende que
las investigaciones empíricas que conciben a la política como un dominio en
que imperan los juegos de poder y que la analizan ya sea en términos de
interacciones estratégicas reguladas por intereses, como en términos
sistémicos, cometen un error esencial. Pretenden separar lo ideal de lo real, la
teoría de la práctica, las normas de los hechos. A su entender, estas
separaciones no tienen sentido, ya que tales elementos constituyen términos
de una misma oposición definidora. En este sentido, la “sociología
reconstructivista de la democracia” desarrollada por Habermas construye su
aparato conceptual a partir de “elegir sus conceptos básicos de suerte que le
sea posible identificar en las prácticas políticas, por distorsionadamente que
ello sea, partículas y fragmentos ya encarnados de una “razón existente”“
(Habermas, 2001, p. 363). Una vez más, ahora en el ámbito de la teoría
política, la noción de reconstrucción racional se asume como un elemento
esencial del edificio construido por Habermas.
También en este dominio se sienten las implicaciones teóricas de la adopción
de una perspectiva metodológica de cariz presentista. Su concepción de
democracia deliberativa, desarrollada de forma reconstructivista, remite hacia
una interpretación de la vida política que difiere tanto de la perspectiva liberal
del Estado (como garante de una sociedad regulada por el mecanismo del
mercado y por las libertades privadas, y que concibe el proceso democrático
como el resultado de compromisos entre intereses privados competidores),
como de la concepción republicana de una comunidad ética institucionalizada
en el Estado (en que la deliberación democrática se asienta en un contexto
cultural que garantiza una cierta comunión de valores). La estrategia de
Habermas consiste en polarizar estas dos posiciones teóricas por él definidas,
para, luego, construir una síntesis a partir de algunos elementos de cada una:
“La teoría del discurso toma elementos de ambos lados y los integra en el
concepto de un procedimiento ideal para la deliberación y la toma de
decisiones.” (Habermas, 2001, p. 372). En otras palabras, Habermas
argumenta que la razón práctica - entiéndase razón práctica
comunicativamente reconstruida467 - no reside ni en los derechos humanos, tal
como se definen por las tesis liberales, ni en la noción de soberanía popular,
como la sustancia ética de una determinada comunidad política, tal como
defiende el republicanismo. Al contrario, la razón práctica reconstruida remite
hacia “las reglas del discurso y formas de argumentación que toman su
contenido normativo de la base de validez de la acción orientada al
466
Habermas, 1996, p. 28.
Este es un punto importante. Hablando de un ‘trilema' en que supuestamente la razón
moderna se encontraría, Habermas nos introduce su proyecto de reconstrucción de la filosofía
del derecho contemporánea. Rechazando tanto una filosofía de la historia teleológica, como
una antropología filosófica, así como una crítica de la razón al estilo nietzschiano, Habermas
adopta otra perspectiva con su teoría de la acción comunicativa, substituyendo la razón
práctica (kantiana) por una razón comunicativa. Como él mismo nos explica, “La razón
comunicativa empieza distinguiéndose de la razón práctica porque ya no queda atribuida a un
actor particular o a un macrosujeto estatal-social” (Habermas, 2001, p. 65).
467
148
entendimiento” (Habermas, 2001, p. 373), de donde deriva la fundamentación
del carácter estrictamente procedimental de su concepción de democracia
deliberativa. Particularmente relevante para nuestros propósitos es el hecho de
que esta concepción procedimental constituya una interpretación del paradigma
republicano, alternativa a la sugerida por los autores comunitarios, cuyo
propósito consiste en evitar presuponer cualquier noción ética substantiva.
¿Porque razón está Habermas tan preocupado en evitar tales “presuposiciones
éticas sustantivas”?
En nuestra opinión, tal preocupación surge fundamentalmente de la naturaleza
excesivamente rígida de la distinción entre ética y moral con que Habermas
trabaja. Como hemos visto, Habermas defiende que todas las formas de
argumentación, incluso las rudimentarias, se basan en ciertos “presupuestos
idealizantes”, cuya raíz se encuentra en las propias estructuras de la acción
comunicativa. La pragmática formal es desarrollada justamente con el propósito
de demostrar que las pretensiones de validez de la acción orientada hacia el
entendimiento remiten a un conjunto de presupuestos de argumentación o
“idealizaciones fuertes”468 , como es el caso de la consistencia de significado469:
la de que ningún argumento relevante es suprimido o excluido por los
participantes, la de que ninguna fuerza excepto la del mejor argumento es
ejercida, o incluso la de que todos los participantes están motivados para
articular el mejor argumento. Adicionalmente, Habermas llega a sugerir que la
argumentación orientada hacia el entendimiento presupone que todos los
individuos capaces de habla y acción tienen derecho a participar, y que todos
tienen el derecho de cuestionar cualquier aserción e introducir nuevos temas.
Así, una “discusión”, según la terminología habermasiana, consiste en una
argumentación capaz de satisfacer estas “idealizaciones fuertes”. Es a través
de estos diferentes usos de la razón práctica comunicativamente reconstruida
como Habermas distingue “particular” de “universal”, “ético” de “moral”. En
Justification and Application, sugiere que si en una discusión práctica (que
tematiza pretensiones de validez moral), las idealizaciones presupuestas
asumen un carácter universal, entonces en una discusión ética las
idealizaciones reenvían a pretensiones de validez asociadas a contextos
locales particulares, i.e., son tematizadas cuestiones como “¿Que es bueno
para mí o para mi grupo?”470 . Para comprender el motivo por el que Habermas
intenta evitar a toda costa una concepción de política deliberativa basada en
presupuestos éticos sustantivos, obsérvese el siguiente pasaje:
A diferencia de las consideraciones éticas, que se orientan al telos
de una vida no fallida, en cada caso mía, o en cada caso nuestra, las
consideraciones morales exigen una perspectiva desligada de todo
egocentrismo o etnocentrismo. Desde el punto de vista moral del
igual respeto por todos y de un igual miramiento por los intereses de
todos, las pretensiones normativas de las relaciones interpersonales
468
Habermas, 1990, p. 58.
Se asume que todos los participantes en la argumentación usan las mismas expresiones
con el mismo significado.
470
En realidad, Habermas distingue tres tipos de discusión: prácticas o morales, éticas y
pragmáticas, siendo estas últimas caracterizadas por argumentaciones racionalmente
instrumentales o estratégicas.
469
149
reguladas en términos de legitimidad, pretensiones que ahora
quedan netamente circunscritas, se ven arrastradas por el remolino
de la problematización. (Habermas, 2001, pp. 162-163).
Por esta razón Habermas considera que, en el caso de que la ética de la
discusión o la concepción de democracia deliberativa dependiera de un
determinado ethos, su objetivo de definir una visión imparcial estaría herido de
muerte – la universalidad exigida estaría irremediablemente comprometida.
¿Pero habrá buenas razones, como a Habermas le gusta decir, para aceptar
esta distinción entre los planos ético y moral? ¿O no será que la referencia de
Habermas a “buenas razones” y a la “fuerza del mejor argumento” presupone,
ella misma, un ethos en que los participantes intercambian argumentos con el
objetivo de entenderse mutuamente? Si la primera cuestión merece una
respuesta negativa471, la segunda nos suscita un “sí”. Sin embargo, Habermas
rechazaría enfáticamente esta posibilidad, así como también rechaza las
recientes interpretaciones comunitarias de la tradición republicana por
presuponer una orientación ética hacia un bien común sustantivo. La historia de
las ideas nos muestra, sin embargo, que es posible reinterpretar el paradigma
republicano sin presuponer una noción sustantiva de “bien común”: es el caso
de Maquiavelo, pero también del pragmatismo americano de Mead y Dewey.
En el caso de este último, el rechazo de una noción de “bien común” marca el
paso de un hegelianismo organicista a un instrumentalismo cultural, en el
marco de la filosofía moral. En efecto, en Reconstruction of Philosophy
(1920)472, Dewey critica las propuestas éticas dominantes en su tiempo por
estar “extrañamente hipnotizadas por la noción de que su tarea consiste en
descubrir alguna finalidad o algún bien último” (1993a, p. 173). Su opinión no
deja margen para dudas. La creencia en un bien común, objetivo final y último,
es el producto intelectual de una estructura socio-política feudal cuyo declive
coincidió con el advenimiento de la moderna ciencia experimental, cuyo modelo
puede, según Dewey, adaptarse al dominio de la ética. En particular, el método
de la inteligencia nos permite analizar cada situación problemática e identificar
“nuestros fracasos morales” (1993a, p. 175). El criterio propuesto para
identificar estos “fracasos morales” consiste en atribuir a las virtudes morales el
estatuto de ideal regulador473 : el traspaso de la preocupación central de la
teoría moral de la definición de un bien común hacia la detección de problemas,
mediante el ideal regulador suministrado por las virtudes de la tradición
471
Porque pensamos que los participantes en discusiones éticas, destinadas a clarificar
nuestra identidad, al contrario de lo sugerido por Habermas, pueden distanciarse de sus
historias de vida y contextos sociales. La auto-reflexión no es exclusiva de formas de
argumentación sobre cuestiones de justicia. Para una posición semejante, véase Bernstein,
1998a, p. 302.
472
Versión en castellano: Dewey, J., (1993), La reconstrucción de la filosofía, Barcelona,
Planeta.
473
“Los rasgos distintivos morales, las virtudes o las excelencias éticas son una amplia
simpatía, una aguda sensibilidad, la terquedad de enfrentarse con lo desagradable, un
equilibrio de intereses que nos permita emprender de una manera inteligente la tarea de
analizar y decidir” (Dewey, 1993a, pp. 175-176). Leo Strauss considera esta identificación de
las virtudes y de los rasgos morales una contradicción con el rechazo del universalismo
filosófico que surge del historicismo metodológico deweyano. Esta contradicción se presenta
como un ejemplo de que todas las posiciones filosóficas “implican respuestas a cuestiones
fundamentales que pretenden ser definitivas, verdaderas para siempre” (1949, p. 45).
150
republicana, no sólo elimina la causa del carácter controvertido de la ética (ya
que se confrontan diferentes concepciones particulares del bien), como la
vuelve más sensible a las exigencias de la praxis cotidiana. El carácter
procedimental de esta propuesta se subraya cuando se rechaza la posibilidad
de que la moral sea un conjunto de recetas a aplicar a casos predefinidos; la
ética deweyana se propone, al contrario, definir métodos específicos de
cuestionamiento para identificar las situaciones problemáticas, y métodos de
resolución para elaborar planes que puedan servir como hipótesis de trabajo474
para solucionarlas475 . Es justamente este aspecto del pensamiento de Dewey
el que Habermas aduce como argumento de autoridad cuando discute, en un
fragmento crucial de Between Facts and Norms, el núcleo procedimental de la
concepción de democracia deliberativa:
Pues el quid de esta comprensión radica en que el procedimiento
democrático institucionaliza discursos y negociaciones con ayuda de
formas de comunicación que, para todos los resultados obtenidos
conforme al procedimiento, habrían de fundar la presunción de
racionalidad. Nadie ha subrayado esta concepción de forma más
enérgica que John Dewey: “La regla de la mayoría, justo como regla
de la mayoría, es tan tonta como sus críticos dicen que es. Pero
nunca es simplemente la regla de la mayoría (…) Los medios por los
que una mayoría llega a ser una mayoría es aquí lo importante:
debates previos, modificaciones de los propios puntos de vista para
hacer frente a las opiniones minoritarias (…) La necesidad esencial,
en otras palabras, es la mejora de los métodos y condiciones del
debate, de la discusión y la persuasión” (Habermas, 2001, pp. 380381).
Sin embargo, lo que nuestra reconstrucción histórica del universo lingüístico en
el que Dewey opera demuestra es que, cuando este, en The Public and its
Problems (de donde surge el fragmento citado por Habermas arriba) discute la
importancia “de las condiciones de debate, discusión y persuasión” lo hace, no
en referencia a las reglas formales de la argumentación humana, sino para
subrayar la importancia del ethos republicano sobre el que se basa su
concepción de “democracia como forma de vida”. La participación cívica es una
práctica social regida, no sólo por un conjunto de reglas formales pragmáticas,
sino por la disponibilidad de oír y tomar en consideración las opiniones de los
demás interlocutores, por el coraje en alterar su opinión cuando es confrontada
con un mejor argumento, por la sinceridad con la que defendemos nuestros
puntos de vista y por el respeto por las minorías que aseguran la pluralidad de
las formas de vida. Como Dewey enfatiza, y antes de él, todos aquellos que
dieron voz a la tradición republicana, la facticidad de los debates democráticos
presupone la validez normativa asociada al conjunto de virtudes clásicas – la
templanza, el coraje, la sinceridad y la justicia. Es de la virtud de cada uno de
nosotros de donde se alimenta el espíritu de la democracia.
474
La similitud terminológica con las propuestas de Mead esta lejos de ser trivial: es un síntoma
del pragmatismo que los une.
475
Dewey, 1993a, p. 178.
151
Capítulo VI: Conclusiones: ciudadanía y virtud.
Cuando, en 1971, Habermas fue invitado por la Universidad de Princeton a dar
las Gauss Lectures, la teoría de la acción comunicativa era todavía un proyecto
embrionario. Intentando alejarse de la teoría de los intereses cognitivos y de la
teoría materialista de la historia que había caracterizado sus escritos en los
años 60, encontramos en las Gauss Lectures el primer intento de teorizar
sistemáticamente un fundamento lingüístico para la sociología – el “viraje hacia
el lenguaje” del sistema teórico habermasiano se encuentra en estos textos en
statu nascendi476. Es justamente esta oportunidad, la de ver a Habermas dando
los primeros pasos en dirección a la teoría crítica de la sociedad sustentada por
la teoría de la acción y de la racionalidad comunicativa que marca su trabajo a
partir de mediados de los años 70 y hasta el presente, la que nos gustaría
aprovechar para conducir nuestras reflexiones finales.
En la primera de esas lecciones, somos confrontados con las decisiones
metateóricas que están en la base del modelo de intersubjetividad
comunicativa sobre el que se deberá fundar un nuevo paradigma de las
ciencias sociales. Habermas empieza por atribuir a la comunicación lingüística
el estatuto de característica constitutiva del objeto de estudio de las ciencias
sociales. La discusión de las implicaciones metodológicas de esta opción
metateórica le permite trazar una primera distinción entre dos tipos de
abordajes en la construcción de teorías en este campo. En primer lugar, si un
programa de investigación privilegia la categoría de la “acción humana” en vez
de la de “comportamiento observable”, es “subjetivista” (en el caso contrario,
será considerado “objetivista”). De aquí surge una segunda distinción: o se
observan regularidades de comportamiento (objetivismo), o se procura
entender las acciones (subjetivismo). Finalmente, Habermas introduce una
tercera distinción metodológica cuando contrapone al esencialismo de la
reconstrucción hipotética de los sistemas de reglas en el que los locutores
competentes se basan para producir frases y acciones con sentido, el
convencionalismo de las teorías nomológicas de las ciencias empíricas477 . Las
dos “decisiones básicas en cuanto a estrategia conceptual, que son de suma
importancia para la formación de la teoría sociológica” (Habermas, 1989d, p.
26) remiten, respectivamente, hacia la distinción entre acción racional dirigida a
fines (i.e., acción instrumental o racional, o una combinación de ambas) y la
acción comunicativa, que se supone que es la fundamental, y hacia la
distinción entre una perspectiva individualista o atomista y una aproximación
holista. Es justamente a partir de estas tres distinciones donde Habermas
considera haber encontrado otros tantos criterios de clasificación de los
abordajes teóricos en ciencias sociales:
476
477
Habermas, 1989d.
Estas implicaciones metodológicas se discuten en Habermas, 1989d, pp. 19-27.
152
Teorías Generativas de la Sociedad*
Tipos de
Teorías constitutivas
Teorías
Generativas
de la
Sociedad
Atomistas
Holistas
Neo-kantismo; Teorías
fenomenología Sociales
(Husserl,
Románticas
Schütz)
(Spann)
Fenomenología
marxista
(Marcuse,
Sartre)
Teoría
Crítica
(Lukács,
Adorno)
Teorías
sistémicas
Teorías
comunicativas
Holista
Holista
Estructuralismo Interaccionismo
(Lévy-Strauss) simbólico (G.H.
Mead); Teoría
de los Juegos
del
Lenguaje
(Wittgenstein,
Winch)
Teoría de los ¿?
Sistemas
de
Desarrollo
Social
(Parsons)
* Esta tabla se basa en otra sugerida por el autor. Habermas, 1989d, p.34.
La interrogación en el rincón inferior derecho de esta tabla expresa el hecho de
que la teoría de la acción comunicativa de Habermas todavía no había sido, en
ese momento, articulada de forma sistemática, lo que sólo sucedería cerca de
diez años más tarde. Sin embargo, ya en esa época Habermas juzgaba posible
“partir de la teoría del juego de roles de Mead y de la teoría de los juegos del
lenguaje de Wittgenstein”, dado que “en ellas ya está prefigurada esa
pragmática universal que considero adecuado fundamento de la teoría de la
sociedad y cuyos rasgos fundamentales voy a tratar de desarrollar” (1989d, p.
33). La forma como esta intención fue llevada a cabo fue discutida en el
capítulo dedicado a la pragmática formal y a la ética de la discusión (parte IV,
capítulo III); nos gustaría, no obstante, discutir ahora el contenido utópico que
encierra la concepción de racionalidad comunicativa. Desde luego, es debido a
este contenido utópico que puede afirmarse que la racionalidad comunicativa
no es derrotista, sino que tiene una orientación emancipatória478. En efecto,
una continuidad fundamental de preocupaciones caracteriza el corpus teórico
producido por Habermas a lo largo de las últimas cuatro décadas. La defensa
de la emancipación del género humano de toda y cualquier forma de opresión,
al igual que la defensa de aquello que cree ser el legado positivo del proyecto
del Iluminismo, son ideas que siempre le han acompañado. El hecho de que
esta continuidad se revistiese de un carácter sistémico fue explorado por
nosotros al adoptar la metáfora de un “edificio teórico” para describir el sistema
de pensamiento habermasiano. En particular, esta metáfora nos ha permitido
expresar nuestro descontento con la estrategia teórico-metodológica utilizada
por Habermas. Adoptando una perspectiva pragmatista, podríamos criticar la
forma reificada con la que se conciben las distinciones teóricas entre “bueno” y
478
Cooke, 1997, p. 44.
153
“justo”, entre “facticidad” y “validez normativa”, o entre las formas de
argumentación moral, ética y pragmática479. Sin embargo, nuestra opción fue
en otro sentido.
Intentando reconstruir diacrónicamente el lenguaje político del paradigma
republicano cívico, descubrimos que la teoría pragmatista de la democracia, tal
como es desarrollada por Mead y Dewey, se asienta sobre un ethos de
participación cívica cuyos orígenes se remontan, en primera instancia, a
Jefferson, retrocediendo hasta Harrington y de este al republicanismo clásico
de Aristóteles y Platón. Y el hecho de que estas migraciones conceptuales
tengan un carácter intrínsecamente dinámico, lo comprueba el hecho de que
Laski lo haya traído de vuelta a Europa, de donde había partido siglos antes.
Proponemos, si nuestros lectores lo permiten, un último viaje por la historia de
las ideas. Esta vez, el destino será la Grecia del siglo V, A.C., y la concepción
de ciudadanía que ahí se originó. El propósito: situar el contenido utópico de la
racionalidad comunicativa, que Habermas considera que puede deducirse de
forma puramente lógica y racional a través de una reconstrucción del núcleo de
competencias comunicativas, en el marco de la discusión de aquello que Platón
consideró, e su día, “no ser un problema trivial, sino la cuestión de como debe
vivir el hombre”480.
En un artículo titulado “The Ideal of Citizenship since Classical Times” (1995),
Pocock nos propone una reconstrucción histórica diacrónica de algunas de las
principales concepciones de ciudadanía de la civilización occidental. La
formulación más influyente es, sin duda, la que encontramos en la Política de
Aristóteles. Se trata de una concepción de ciudadanía basada en la distinción
entre público y privado, entre la polis y la oikos, entre el mundo de las personas
y de sus acciones y el mundo de las cosas. Un individuo asume la condición de
ciudadano siempre que sea el patriarca de una oikos, cuyos esclavos y mujeres
se encargan de satisfacer sus necesidades materiales, dejándole libre para
iniciar relaciones políticas con sus iguales. La separación entre estas
dimensiones es clara. Al participar en una asamblea, es impensable que sean
discutidos asuntos domésticos o particulares; al contrario, son cuestiones de
guerra y de paz, de comercio con otras ciudades, de autoridad y de virtud las
que merecen la atención de los ciudadanos. En este sentido, la política, i.e., la
actividad de gobernar y de ser gobernado, es un bien en sí mismo. Lo que le
confiere sentido es la libertad de participar en la conducción de la cosa pública,
no los asuntos debatidos. La ciudadanía no es, así, un instrumento para
alcanzar la libertad; es, ella misma, la forma de vivir en libertad. Y es
justamente porque somos libres, es decir, capaces de decidir nuestro destino,
por lo que somos humanos. Para quien nos acompañó hasta este punto, no
será difícil identificar en esta concepción de ciudadanía uno de los elementos
centrales del universo lingüístico que hemos intentado reconstruir en este libro.
Sin embargo, a lo largo de la historia de las ideas políticas, otras formulaciones
del concepto de ciudadanía han sido articuladas, siempre en referencia a la
concepción aristotélica. Es el caso de la formulación atribuida al jurista romano
Gayo, de acuerdo con la cual el universo definido por el derecho está
479
480
Un ejemplo de este tipo de crítica puede encontrarse en Bernstein, 1998a, p. 288.
Pocock, 1995, p. 45.
154
compuesto por personas, acciones y cosas (res). El ciudadano, en este caso,
deja de ser un kata phusin zoon politikon, un animal creado por la naturaleza
para vivir una existencia política, para convertirse en una persona jurídica,
dotada de derechos y sujeta a leyes. Si en la tradición republicana clásica, la
emancipación de la esfera material era la condición para la participación en la
vida política concebida como un fin en sí mismo, ahora, todo cambia. El mundo
de las cosas asume el estatuto de “realidad”, en el sentido de ser la esfera en
donde los individuos actúan sobre alguien o sobre algo; su “humanidad” pasa a
estar asociada a la posesión de bienes materiales481. Con el advenimiento del
derecho, el ciudadano deja de ser un animal político por su naturaleza, y pasa
a ser un homo legalis, alguien que puede procesar y ser procesado en ciertos
tribunales, lo que supone su pertenencia a una determinada comunidad legal,
que puede o no coincidir con una unidad territorial. Tanto se podía estar sujeto
a la ley del Imperio, como sólo a la ley de pequeñas comunidades locales o
municipales. Muchos siglos más tarde, ya durante la Edad Media, surge en
francés, el término “bourg” para designar a estas comunidades locales: el
derecho del que sus miembros usufructuaban de apelar a las leyes municipales
era su “bourgeoisie”. La posesión, y ya no la emancipación de la posesión, se
vuelve la característica distintiva de esta concepción de ciudadanía, y el
problema de la libertad se asume como un problema de propiedad. Las cosas
garantizan la libertad de sus propietarios, y la comunidad legal a la que estos
pertenecen les garantiza derechos sobre esas propiedades. La diferencia entre
un ciudadano en la acepción clásica de la expresión y un súbdito imperial o
moderno consiste, por lo tanto, en el hecho de que el primero gobierna y es
gobernado, lo que significa, entre otras cosas, que es colegislador de las leyes
a las que obedece, mientras que el segundo tiene el derecho de recurrir a un
tribunal para ver respetados sus derechos, pero ya no tiene que participar en el
proceso de producción legislativa – esta función es delegada en un
representante. Fue justamente por ser consciente de que la simplicidad de la
antigua polis era una solución no disponible y por rechazar la alternativa
jurídica y materialista que conoció un impulso decisivo con el advenimiento de
la modernidad, por lo que Jean-Jacques Rousseau, como vimos, intentó
articular una concepción de ciudadanía que fundiera las categorías de sujeto y
soberano. En rigor, este intento de construir una simbiosis de estas dos
grandes respuestas occidentales a la cuestión de que es ser un ciudadano
marca gran parte del pensamiento político moderno. Como explica Pocock,
Se han hecho esfuerzos muy significativos, por medios tanto
revolucionarios como constitucionales, para convertir ese universo
legal en un universo político, considerando así al portador de
derechos o al homo legalis como un ciudadano, en un cierto sentido
a la vez aristotélico y gayano, político y legal, antiguo y moderno.
Aquí es donde encontramos el ideal liberal o moderno de ciudadanía
(...) La fórmula de Gayo se convirtió en la fórmula para una política
liberal y para una idea liberal de la ciudadanía durante los períodos
históricos pre-modernos y modernos... (1995, p. 43).
481
Como observa Pocock, “es en la jurisprudencia, mucho antes de la ascensión y supremacía
del mercado, en donde debemos situar los orígenes del individualismo posesivo” (1995, p. 35).
155
Es este conflicto histórico, entre la idea de que para ser humanos nos tenemos
que gobernar a nosotros mismos y la idea de que todos pueden reclamar tal
condición dado que la ciudadanía es concebida como una ficción legal, el que
configura el elemento utópico del edificio teórico de Habermas. Sin embargo, la
estrategia teórica presentista que utiliza no le permite darse cuenta de este
hecho. En efecto, en un artículo titulado “Citizenship and National Identity”
(1995), publicado en el mismo volumen que el artículo supramencionado de
Pocock, Habermas trabaja con una dicotomía que sólo comporta polos
distintivamente modernos. Estos polos se sitúan en el horizonte definido por el
Estado-nación, y no por la ciudad, ni por la ley, ni por la virtud, ni por los
derechos ni por los deberes. Así, la distinción que propone entre la noción de
soberanía popular, que surge asociada a la concepción de ciudadanía
propuesta por los neo-comunitarios482, y la noción de derechos humanos, tal
como es formulada por el modelo político liberal, es una dicotomía cuyos
términos son propios del universo jurídico, materialista y liberal que nació con
Gayo y que asumió, en Europa occidental, el estatuto de paradigma dominante
en el inicio del siglo XVII.
Esta es la razón por la cual la teoría procedimental de la democracia
deliberativa tiene su potencial utópico encorsetado y su orientación republicana
mitigada. Pensamos que le falta a la teoría habermasiana de la democracia la
apertura crítica que sólo la historia, por el enfrentamiento con formas de vida,
lenguajes políticos y creencias diferentes de las nuestras, nos puede dar. Más
concretamente, se trata de una concepción que no incorpora todo el potencial
crítico ante el statu quo liberal que, por ejemplo, encierra la teoría pragmatista
de la democracia, en su condición de legítima heredera de la tradición del
republicanismo cívico. Si Mead y Dewey criticaban al liberalismo y al gran
capital y si abogaban por una democracia participada por ciudadanos dotados
de virtudes cívicas, es porque existe en la historia de la cultura política
americana un conflicto entre el liberalismo de matriz lockeana y la tradición
republicana que va de Harrington a Jefferson. Es justamente esta segunda
familia ideológica, entre otras corrientes, la que influencia al pensamiento
político pragmatista. Sin embargo, limitado por lo que podríamos apodar de
“miopía histórica”, Habermas no es sensible al potencial crítico del lenguaje
democrático de Mead y Dewey. Como demostramos, este se expresa por
medio de la alternativa histórica y global al liberalismo jurídico y moderno. Si
Habermas no va tan lejos como podría y desearía es porque, al final, el
lenguaje que sus estrategias metateórica, teórica y metodológica le imponen
es, él mismo, un constreñimiento. En primer lugar, porque la concepción de
construcción teórica asentada sobre la síntesis racional de múltiples
contribuciones teóricas pasadas con la que trabaja le coarta el acceso a
lenguajes políticos diferentes al suyo; en segundo lugar, y como resultado del
punto anterior, porque el contenido utópico que constituye una importante
fuente de motivación en cualquier teoría política, no se encuentra disponible
para una concepción de democracia deliberativa cuyo carácter procedimental
es, al final, fruto de una distinción reificada entre las dimensiones de la ética y
de la moral; en tercer lugar, porque la perspectiva metodológica que adopta no
482
Véase, por ejemplo, Habermas, 1995, p. 262.
156
le permite hablar, en contra de sus intenciones, en el lenguaje virtuoso de los
antiguos, sino únicamente en el vocabulario jurídico y materialista de los
modernos liberales. Es fundamentalmente por este motivo por el que
Habermas en vez de romper con el lenguaje que el paradigma liberal impone,
se ve obligado a proponer la única cosa que le queda: un nuevo paradigma
jurídico.
Y, sin embargo, en todos sus escritos resuenan reminiscencias del discurso
republicano. La piedra angular de su edificio teórico, la noción de racionalidad
comunicativa, es la expresión más elocuente de esta idea, a pesar de todo el
aparato que el lenguaje eminentemente especializado de la pragmática formal
pueda llevar a hacer creer. El conjunto de “idealizaciones fuertes” hacia el que
remiten las pretensiones de validez de la acción orientada hacia el
entendimiento revelan, a nuestro entender, un ideal democrático basado en
otras tantas virtudes. La democracia en Habermas se apoya, entonces, en este
núcleo irrenunciable de virtudes, traducido al lenguaje de su sistema teórico,
constreñido por el paradigma jurídico liberal y limitado por la metodología
whiggista que privilegia. Si confrontamos el emprendimiento habermasiano con
la historicidad de los elementos que incorpora, vemos que, al final, lo que
Habermas nos quiere realmente decir es que la virtud necesaria a la
democracia es inevitablemente presupuesta siempre que participemos en las
“asambleas” que constituyen los múltiples escenarios de la sociedad civil.
Eppur si muove.
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