La Oración

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La Oración
“El alfabeto no es una herramienta a tu servicio. Sino un modelador de tu percepción
de la realidad”. Estas fueron las palabras de Juan M. Parrondo la clase anterior, tal vez
ni él mismo las recuerde, pues solamente las pronunció y aunque parecía que el viento
se las habría llevado, yo tomé apunte de ellas, las escribí y ahora, son mías también,
puedo jugar con ellas, son permanentes, inmutables, intemporales y puedo manosearlas,
desglosarlas y manipularlas a mi antojo. Pero no las voy a usar sino para ejemplificar el
poder que me ha otorgado aprender a escribir. Porque conozco el mismo alfabeto que
Juan, puedo adueñarme de lo que fue suyo y hablar de él en tercera persona, como si no
estuviera presente, y aunque lo está, está muerto, son sólo palabras, escritas, grafías,
más bien pixeles entintados de negro, enfilados y ordenados que reproducen modelos de
letras de estilo Times New Roman. Son palabras, sólo palabras que no sienten, no tiene
acción, petrificadas, como el juego de las estatuas de marfil:
¡Una y otra vez así!,
el que se mueva baila el Twist,
una, dos y tres así.
Y entonces las palabras quedan escritas y nadie las puede mover. (porque entonces
tendrían que bailar el Twist).
Sin embargo, pensando un poco, me he topado con un conjunto de palabras que aunque
petrificadas por la tinta, siempre dejan recovecos entre ellas, no sólo al ser pronunciadas
sino sobre todo en la memoria resonante de su lectura.
Las oraciones, (hablo de una oración religiosa, no de una construcción gramatical)
tienen un origen evidentemente oral. Y más profundamente vienen del canto. Las
oraciones nacieron junto con el rito, eran plegarias que debían ser escuchadas. Y para
que alguien escuche, el Otro escuche, deben ser pronunciadas, fuerte, muy fuerte para
que lleguen hasta Dios (al cielo azul). Estas oraciones contienen peticiones y
agradecimientos surgidos de la experiencia sensorial del suplicante. Ruegan por agua
cuando hay sequía, y ruegan por la sequía cuando hay inundación. Son flexibles,
contemporáneas, vivificantes e incluyen casi siempre una gesticulación o recreación del
evento, para que sea mejor entendida por el divino receptor.
Aunque esta actitud orante ha evolucionado, y se ha interiorizado y además se ha
escrito, memorizado, repetido y por consiguiente talvez perdido. Hay un tipo de oración
que aún estando escrita, abre ventanas al horizonte del misterio y se busca entre
revoltijos de palabras, nudos de metáforas y sutiles imágenes, un hueco que dé cabida al
lector para atravesar el alfabeto e introducirse en el gozo del espíritu. Dejando atrás la
razón lectora y volcándose a la imaginación creadora que completa lo que las palabras
sugieren y llegando hasta donde ellas ya no llegan. La imaginación recrea la experiencia
sensorial numénica para el alma. Partiendo siempre de una lectura poética sugestiva.
La poesía mística, y toda aquella literatura religiosa inspirada presta al lector el umbral
sutil que enmarca la verdadera experiencia espiritual, la poesía es el punto de partida del
viaje al misterio, el lector Pedirá y recibirá, llamará y se le abrirán las puertas con ella.
La plegaria musical no es pasajera, es actual, resuena en el corazón siempre y cada vez
que es leída, pronunciada o escrita. Porque trae consigo la experiencia prístina, porque
es personal.
Los sufíes tienen la creencia de que “todas las criaturas emiten, cada una, su canto de
alabanza por inspiración divina, de manera que todo el universo forma un inmenso y
armonioso cántico de glorificación al Creador”.[1]
“... todas las cosas hacen oración según el rango que ocupa en la naturaleza... el heliotropo se mueve en
la medida en que es libre de moverse y si pudiéremos oír el sonido del aire producido por su movimiento
de giro, nos daríamos cuenta de que se trata de un himno a su rey”.[2]
En la poesía mística, el místico encuentra el terreno fértil para su silencio, ya que la
experiencia es en sí inefable, la poesía da estructura a lo que no tenía cuerpo, pone
materia a lo etéreo, y de esta manera el mismo poeta resignifica y recomprende su
experiencia. Y nunca se ancla en abstracciones; no es un tratado de teología, es simple y
pura carne.
Usa las palabras como demonios, en su sentido más antiguo, como los que transportan
mensajes, cuchichean al oído, pitonisas que estallan al garabatearse y escucharse a sí
mismas en el orante.
“El alfabeto no es una herramienta a tu servicio. Sino un modelador de tu percepción
de la realidad”. Y lo que está más allá de la realidad.
[1] Corbin, Henry. La imaginación creadora en el sufismo de Ibn´ Arabi, 2002.
[2] Ibid.
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