Editorial El desafío de la equidad social en la Argentina En medio de una larga crisis económica y política de resolución muy difícil e incierta, se presenta en la Argentina, con más crudeza que nunca, el grave problema de la inequidad social. Algunos indicadores parecen revelarnos la existencia de una profunda situación de inequidad en nuestro país: casi el 60 % de la población se halla bajo la línea de pobreza, el 10 % de ingresos más altos de la población concentra más del 37 % de la riqueza del país (es decir que ganan 27 veces más que el 10 por ciento más bajo) y un 50 % de los jóvenes entre 17 y 24 años no terminan el ciclo secundario con lo cual tienen un 90 por ciento de riesgo de caer bajo la línea de pobreza. A partir de estos datos, tanto los actores políticos como los económicos van tomando distintas decisiones y generando distintas estrategias de acción. En los últimos tiempos, desde el campo de la política social y económica, de las organizaciones sin fines de lucro e incluso desde las organizaciones empresariales se vienen llevando adelante distintas acciones para enfrentar en el corto plazo esta situación. Además de estas acciones de urgencia, existen otras de más larga data, que se remontan a tiempos anteriores a esta crisis. Incluso en los últimos años vemos aparecer formas novedosas para combatir el problema social que cuestionan las antiguas prácticas del pasado y presentan desafíos interesantes. Por lo demás, acompañando a estas acciones múltiples, existen formas distintas de entender en el plano de los principios, por dónde pasa el diagnóstico de la esencia y las causas del problema social. Junto o por debajo de las acciones aparecen así justificaciones o fundamentaciones expresadas en la forma de un pensamiento político-social, de una argumentación científico-económica, de una ideología o credo partidista o de una forma de pensar más o menos consciente de un grupo. Sin embargo, muy poco de estas ideas y principios subyacentes a las acciones salen a la luz en la discusión pública que en general se limita a una mera discusión sobre las circunstancias más anecdóticas de una política o una acción que sobre los principios que la animan. Desde nuestra Revista nos parece que una discusión pública sobre los grandes principios en juego en la política social, entendida en el sentido más amplio, es urgente. De hecho, muchas veces las acciones que emprendemos para paliar los graves problemas de inequidad social, por faltarles una claridad en la orientación, terminan produciendo males mayores que los que se pretende remediar. El asunto es, de hecho, extremadamente delicado, y los ejemplos de políticas y estrategias erradas o contraproducentes en esta materia, abundan. Lo primero que ante todo quizás habría que discutir es la idea que en general nos hacemos de la noción de injusticia o inequidad social y, vista del lado positivo, la de justicia o equidad. En efecto, a veces la reducimos a la cuestión de una mejoRevista Valores en la Sociedad Industrial 3 ría en los indicadores sobre distribución del ingreso, línea de pobreza, tasa de deserción escolar lo cual es, por cierto, una parte importante de la cuestión. Sin embargo, el mero mejoramiento de estos índices no siempre implica un cambio de fondo en la realidad ni necesariamente garantiza una mejoría sustentable en el tiempo. En otras palabras, los indicadores muestran sólo el final o la cara exterior de un proceso mucho más profundo y complejo que se produce debajo de los datos mensurables -proceso subterráneo que tiene lugar en el interior de los individuos, en sus motivaciones, en el grado de internalización de sus valores- que incluso puede llegar a contradecir la negatividad o positividad de esos mismos datos en el mismo momento en que son obtenidos o en un no muy largo período de tiempo. A veces tendemos a materializarel concepto de justicia social y confundimos sus posibles manifestaciones externas con sus causas últimas que son de orden moral y no material. La materialización de la idea de justicia social generalmente lleva implícita la confusión de la idea de justicia o equidad con el mero distribucionismo o igualitarismo material en base a un modelo o medida “racional”. En realidad el concepto de justicia o equidad social es mucho más complejo. En primer lugar, no se trata de la mera igualdad en sentido abstracto. Igualar a todos de acuerdo a un patrón, a un “modelo” o escala de distribución no significa ser justos o equitativos. La justicia o equidad implica dar a cada cual lo que le corresponde por derecho y si bien los derechos básicos son en principio iguales en todos o se podrían ordenar en abstracto mediante una escala objetiva, su ejercicio real por las personas concretas que son sujetos de estos derechos conlleva una modalización en base a criterios cada vez más particulares y prudenciales. Precisamente, y dado que la justicia o equidad no consiste en la afirmación abstracta de derechos como si éstos se sostuvieran por sí mismos, esta misma justicia implica, en segundo lugar, su vinculación orgánica con un fundamento o justificación última que puede darse de diversas formas. Por un lado, ciertos derechos son naturales, es decir hallan su justificación en la naturaleza misma del hombre, en su ser (derechos humanos básicos). Pero también existen derechos adquiridos, cuya fundamentación no se remite a la sola naturaleza sino que se halla en relación dinámica con la historia de los procesos de la sociedad y de las acciones responsables de las personas y exigen, por lo tanto, una permanente actualización de su justificación. Aquí es donde surge la necesidad de que los sujetos de ciertos derechos renueven la justificación de los mismos en relación a ciertos deberes. Es decir, que una buena parte de los derechos sólo deberían alcanzar su justificación en una sociedad en la medida en que quien los ejerce tenga una actitud de compromiso ético con el valor al cual ese derecho está intrínsecamente vinculado –y no por puro deseo caprichoso de esa persona o por pura dádiva de otros que supuestamente lo otorgan- sin el cual el reclamo por el mismo derecho pierde sentido. No puede hablarse así de equidad o justicia cuando muchos gozan de derechos sin ejercer al mismo tiempo los deberes que éstos implican. Finalmente, en tercer lugar, la justicia o equidad no se limita al cumplimiento de la legislación vigente. En el derecho romano “aequitas” implicaba no sólo cumplir la ley sino ante todo actuar con sentido o espíritu de justicia. De hecho, la mayor parte de las situaciones reales que se dan en la sociedad no caen bajo la competencia de un juez pero esto no quiere decir que no se juegue en ellas el valor de la justicia. De hecho, la existencia o no de equidad en una sociedad significa precisamente eso: el hecho de que no sólo los fallos judiciales sino las decisiones políticas, económicas, empresariales y de la sociedad civil en general estén inspiradas por la preocupación de ser justas en cada caso concreto. Un ejemplo conocido sobre posible confusión acerca del sentido auténtico de la idea de equidad es el de los programas de asistencia. Estos apuntan a mejo4 Año XXI • Nº 56 • Mayo 2003 rar la situación material de las personas más necesitadas de la sociedad, pero pueden realizarse con espíritus totalmente diferentes. Es evidente que en la emergencia actual programas del tipo El hambre más urgente en los que se da una asistencia inmediata a los niños tanto de parte del gobierno como de las asociaciones sin fines de lucro parecen estar hechos en el espíritu de una verdadera justicia distributiva ya que se está ayudando a quienes, en una situación de caos social y sin ninguna posibilidad de hacer nada por sí mismos, no tienen cubiertas sus necesidades de alimentación más básicas y, por lo tanto, tienen comprometidos sus más elementales derechos, empezando por el derecho a la vida. En cambio, ya no está tan claro que se actúe de acuerdo a la equidad cuando un partido o dirigente político lucra adormeciendo la iniciativa personal y el derecho al trabajo de sus potenciales votantes con un asistencialismo permanente. Quizás esta última metodología mejore por un tiempo las cifras de pobreza y lleve a la adecuación con estándares de distribución del ingreso, pero no implicará mayor justicia o equidad social, sino todo lo contrario: demagogia y tiranía de un poderoso que manipula recursos de la sociedad y las necesidades de los ciudadanos más desprotegidos para su propio beneficio. Pero el riesgo de esta materialización tan negativa de la idea de justicia social no sólo se da desde el campo de las llamadas políticas sociales sino también se puede dar desde quienes, con una mentalidad excesivamente optimista con respecto a las cualidades morales del mercado, entienden a la política económica casi como la única forma legítima de política social. Un ejemplo fue el optimismo con que se tomaron las cifras de prosperidad para los sectores más bajos de la Argentina durante los noventa. Sin embargo, ¿significó, por ejemplo, el amplio acceso al crédito, es decir, al mercado, que tuvieron los sectores más pobres un indicador de justicia social? ¿No había en realidad que leer estos datos como una peligrosa hipoteca fruto de una economía basada en el consumismo fácil –otra forma de corrupción tan destructiva como el asistencialismo estatal que podríamos denominar “asistencialismo de mercado”-que estaban adquiriendo estos sectores y que luego habrían de pagar en la debacle de sus ingresos que hoy, por ejemplo, experimentan? En otras palabras, una política económica basada en la pura ampliación material del mercado, del consumo y del movimiento de bienes y dinero no significa necesariamente una justicia social lograda, aún cuando, aceptando la teoría del “derrame”, se llegara a una mejor distribución del ingreso. Una tal política sería justa socialmente en la medida en que estuviera sustentada realmente en los valores de una verdadera economía de mercado, como por ejemplo, los valores del trabajo, del ahorro, de la responsabilidad en las relaciones tanto de quienes trabajan como de quienes dan trabajo. Pero el sustento de la justicia social no pasa solamente por la política económica o por las políticas sociales coyunturales. Tiene que ver también con la forma en que está armado el entramado de relaciones de las instituciones y de los actores sociales del país. En la base del problema de la justicia social entran a jugar la administración de los recursos dentro de la estructura del estado, la forma en que se cobran los impuestos, la manera en que está organizado el sistema político, el modo en que los recursos de los trabajadores son manejados y distribuidos por las obras sociales, AFJPs y prepagas, el funcionamiento del sistema de salud, la manera en que está regulado el mercado laboral e incluso la estructura organizacional tanto externa como interna que adoptan las empresas. No obstante, incluso una mejora en la estructura de la organización institucional del país no garantiza un estado de equidad social. En efecto, cualquier forma de organización institucional se vuelve una cáscara vacía si no está apoyada en actitudes y conductas bien orientadas de los actores reales que en ella se desempeñan. En una palabra, la cultura cívica y la ética cívica son la base de Revista Valores en la Sociedad Industrial 5 cualquier reforma institucional. De hecho, no hay reforma posible si no hay espíritu de equidad, es decir valores sociales encarnados. Pero entre todas las instituciones que conforman la base de la justicia social de un país se destacan, sin dudas, el sistema de justicia y el de educación. Ellos son la clave de bóveda de todo el entramado institucional. Si la dinámica de la justicia no está animada por la protección y puesta en ejercicio de los derechos y el efectivo cumplimiento de la ley, sino que, por debilidad o por corrupción, tiende a depender de los intereses, entonces los caminos institucionales más básicos por los que la justicia social encuentra su cauce, están bloqueados. El sistema de justicia es la sal de toda la masa social, si se corrompe, todo el resto queda ya desabrido. La pavorosa dependencia de los intereses y vaivenes políticos que en los últimos tiempos sufrieron los dictámenes de la justicia en relación a la grave crisis económica y financiera, dejando los recursos y las propiedades de las personas a la intemperie del estado de derecho son, sin dudas, un daño muy grande para esta base indispensable del ejercicio efectivo de la justicia social. Otro campo fundamental es el de la educación. Ésta es la puerta por la que entran a una participación en la vida social, miles de niños y jóvenes año a año. Si esta puerta permanece cerrada, los que quedan afuera están prácticamente condenados a la exclusión social. La educación es la gran dadora de oportunidades, la gran herramienta de promoción de las personas sin la cual no hay equidad realizable. Más aún, del mismo modo que el sistema de justicia, si la educación no está regida ella misma por el principio de la equidad, tomando en cuenta toda su complejidad, no puede luego llevarlo a la sociedad. En efecto, la educación no es tampoco una mera distribución material de conocimientos que son recibidos pasivamente por una masa de individuos, sino un proceso humano, ético y social muy complejo. Las instituciones y las personas que educan, entran en una interacción dinámica con otras personas que no son meros sujetos pasivos del derecho a aprender sino que, a su vez, a medida que van asumiendo, por esta misma educación, un rol cada vez más activo, también van adquiriendo obligaciones y compromisos con el proceso de la propia formación. Así, no se puede entender por equidad en educación una mera expansión cuantitativa del sistema educativo, la sola mejora en su financiación o retribuciones dignas para los docentes sino sobre la base de un crecimiento de la equidad -entendida como reconocimiento mutuo de derechos y deberes- en las relaciones entre los educadores, los padres, las comunidades, el estado y los mismos estudiantes, todos ellos involucrados en el proceso educativo. Hoy, en un momento tan desconcertante en que después de casi una década de prosperidad aparente, las cifras del estado material de la mayoría de la población se han vuelto tan negativas, cabe quizás replantearse a fondo no sólo los instrumentos políticos, económicos o técnicos, sino las bases ético-jurídicas desde las cuales deberíamos encarar la reconstrucción. De hecho, en los próximos años podría llegar a ocurrir que los indicadores nuevamente volvieran a ser buenos. A veces la coyuntura política o económica permite esto. Es preciso, de esta manera, indagar más, si es que no se desea adoptar nuevamente políticas con resultados aparentes o temporales en base a diagnósticos superficiales. La materialización de la idea de justicia o equidad social, que olvida su complejidad y profundidad, tiene un gran riesgo que consiste en creer que cualquier medio es lícito con tal de que los indicadores mejoren. Y las consecuencias de esto son tan nefastas que, al descuidar el fondo moral, finalmente los mismos indicadores -y la realidad dolorosa de las personas de carne y hueso que están detrás- terminan empeorando. C.H. 6 Año XXI • Nº 56 • Mayo 2003