s. XVI Manierismo - HISTORIA DOS | ABOY

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INDÍCE
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1- Europa I:
A- Textos de Crítica:
TEXTO 1:
HAUSER ARNOLD, El manierismo, crisis del renacimiento.
TEXTO 2:
PATETTA LUCIANO, Historia de la arquitectura – Antología Crítica, Capítulo 7, El Renacimiento, Miguel Ángel y Palladio.
La arquitectura de Miguel Angel, James S. Ackermann
La actualidad de Miguel Ángel arquitecto, Bruno Zevi
Miguel Angel y el manierismo, Manfredo Tafuri
El anticlasicismo de Palladio, Giulio Carlo Argan
Palladio y la antigüedad, Erik Forssman
Por que Palladio no fue neoclasico, Cesare Brandi
«i quattro libri dell’architettura» de Palladio, Roberto Pane
El dramatismo en el lenguaje anticlásico de Palladio, Lionello Puppi
Tommaso Temanza, juicio negativo de la época neoclásica sobre la arq. de M.Angel
Francesco Milizia juicio negativo de la época neoclásica sobre la arq. de M.Angel
TEXTO 3:
PATETTA LUCIANO, Historia de la arquitectura – Antología Crítica, Capítulo 8. La problemática del manierismo.
El mito naturalista en la arquitectura del siglo XVI, Manfredo Tafuri
El concilio de Trento y el arte religioso (S. Carlos Borromeo y la arquitectura), A. Blunt
El tratado (o manual ) de Vignola, Luigi Vagnetti
La situación europea en el siglo XVI, Manfredo Tafuri
TEXTO 4:
RUDOLF WITTKOWER, Los fundamentos de la arquitectura en la edad del humanismo.
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B- Textos de Época:
TEXTO 1:
Renacimiento en Europa, Edición a cargo de Joaquin Garriga ,II. El Cinquecento italiano
Leonardo da Vinci, Tratado de Pintura
Miguel Angel, Carta al cardenal Rodolfo Pio di Carpi
Giorgio Vasari, Las vidas de los más ilustres pintores, escultores y arquitectos
Concilio de Trento, Decreto sobre la invocación, veneración y las reliquias de los santos
y sobre las imágenes sagradas
Carlo Borromeo, Instrucciones para la construcción y para el mobiliario eclesiástico
Sebastiano Serlio, Reglas generales de arquitectura
Andrea Palladio, Los cuatro libros de arquitectura
Jacopo Barozzi da Vignola, Las dos reglas de la perspectiva práctica
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2- Europa II: España
A- Textos de Crítica:
TEXTO 1:
MARTÍNEZ NESPRAL, FERNANDO: Imágenes del habitar en la España mudéjar a través de
los relatos de tres viajeros (siglos XV-XVII) (INCLUIDO EN MODULO I)
TEXTO 2:
NIETO, VICTOR; MORALES, ALFREDO J.; CHECA, FERNANDO: Arquitectura del Renacimiento en España, 1488-1599, Ed. Cátedra, S.A.,Madrid, 1993 (INCLUIDO EN MODULO I)
TEXTO 3:
CHUECA GOITIA, FERNANDO: Invariantes castizos en la arquitectura española, Editorial
Dossat, S.A., Madrid, 1981
TEXTO 4:
DIEZ DEL CORRAL GARNICA, ROSARIO: Arquitectura y mecenazgo. La imagen de Toledo en el Renacimiento, Alianza Editorial, Madrid, 1987 (INCLUIDO EN MODULO I)
TEXTO 5:
FERNÁNDEZ ARENAS, JOSË: Renacimiento y Barroco en España, Colección "Fuentes y
Documentos para la Historia del Arte", Editorial Gustavo Gili, S.A., Barcelona, 1982
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3- América:
TEXTO 1:
RAMÓN GUTIERREZ, Arquitectura y urbanismo en iberoamérica, Ed. Cátedra, S. A.,1983,
Madrid
TEXTO 2:
Pedro Rojas, Historia general del arte mexicano, Época colonial, Editorial Hermes, S. A.,
México – Buenos Aires, 1963
TEXTO 3:
Damián Bayón, Sociedad y arquitectura colonial sudamericana. Una lectura polémica, Colección Arquitectura y Crítica, Editorial Gustavo Gili, S.A.España
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4- Listado de obras
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5- Bibliografía complementaria
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Europa I
Textos de Crítica
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El manierismo, crisis del renacimiento
Arnold Hauser
Ediciones Guadarrama, Madrid, 1971
I. Concepto del manierismo
1. Redescubrimiento y revalorización del manierismo
Todo cambio en la valoración de un estilo artístico mal comprendido o desatendido, obedece
siempre a supuestos específicos y por ello también la rehabilitación del manierismo, el último de los
estilos redescubiertos y revalorizados por nuestra época, no ha tenido lugar de manera casual o improvisada. El manierismo hablaba un lenguaje ya olvidado que había que aprender de nuevo, sobre todo en
las artes plásticas, pero también en cierto modo en la misma literatura. Lo que primero hacía falta era
llegar a una apreciación imparcial del barroco. El primer paso en este sentido lo dio el impresionismo,
el cual, a causa de su afinidad formal con el barroco, iba a conducir no sólo a una revisión del juicio
hasta entonces peyorativo sobre este estilo, sino a la vez al desprestigio de la estética clasicista que
había cerrado el acceso a la comprensión del barroco. Ahora bien, así como el impresionismo llevaba
todavía en sí huellas profundas del racionalismo y realismo del arte clásico, ya que se hallaba en el
cauce de la corriente originada en el Renacimiento, así también iba a ser posible que el redescubrimiento y revalorización del barroco -en conexión mucho más inmediata con el Renacimiento- tuviera lugar
parcialmente en razón de una estética basada en el carácter paradigmático de la Antigüedad clásica y
del Renacimiento, aun cuando para la apreciación plena de este estilo, fundamentalmente anticlásico,
fuera precisa una relajación de las reglas de la estética clasicista. A diferencia del barroco, empero, el
manierismo se alejaba en tal medida del ideal estilístico clásico, que su apreciación y su comprensión
sólo eran posibles por la superación radical de una teoría del arte regida por los principios del orden y
de la regularidad, de la armonía y economía de los medios de expresión, del racionalismo y realismo en
la reproducción de la realidad.
Así como la aparición del manierismo significa uno de los cortes más abruptos en la historia del
arte, así también su redescubrimiento y el tránsito a su valoración positiva presuponen una profunda
cisura en el desenvolvimiento artístico. El cambio que ha hecho posible la nueva actitud frente al
manierismo y su aceptación radical ha sido, sin duda, mucho más profundo que el cambio implícito en
la crisis del Renacimiento, cambio en el cual tiene sus orígenes el mismo manierismo. La revolución
que el manierismo significa en la historia del arte y que va a crear cánones estilísticos totalmente
nuevos consiste, en lo esencial, en que, por primera vez, las rutas del arte van a apartarse consciente e
intencionadamente de las rutas de la naturaleza. Ya antes había existido, desde luego, un arte
nonaturalista y antinaturalista, pero se trataba de un arte que apenas si tenía conciencia de apartarse de
la naturaleza y que no se acercaba a ella, en absoluto, con la intención de hacerle frente. El arte
moderno, es decir, el arte expresionista, surrealista y abstracto, que preparó y trabajó el campo para la
revalorización del manierismo, y sin el cual hubiera sido incomprensible, en lo esencial, el espíritu de
este estilo, reprodujo la revolución manierista al detener un desenvolvimiento naturalista que, al igual
que aquel que precedió al manierismo, se había extendido a lo largo de varios siglos. Sólo una
generación que había experimentado un impacto como el que implicó el origen del arte moderno estaba
en situación de acercarse al manierismo con un punto de vista adecuado, o lo que es lo mismo, sólo del
espíritu de una época que creó los supuestos para un arte semejante podían surgir también los supuestos
para la revalorización del manierismo. El arte moderno, empero, no sólo reprodujo la revolución
manierista, sino que la superó en intransigencia al independizarse totalmente de la realidad natural, no
sólo deformando ésta, sino sustituyéndola, además, por construcciones totalmente abstractas o ficticias.
En lugar de reproducir o de interpretar los objetos dados en la experiencia, en lugar de describir o
desintegrar sus efectos, sus esfuerzos están dirigidos a crear nuevos objetos y a enriquecer el mundo, de
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sus esfuerzos están dirigidos a crear nuevos objetos y a enriquecer el mundo, de las vivencias con
construcciones dotadas de leyes propias. Por muy inaudita que fuera esta práctica y por muy nueva que
sea también, en consecuencia, la situación del arte actual, es indudable la analogía entre la época del
manierismo y nuestra época, y la significación que han adquirido para nosotros las creaciones de aquel
tiempo parece aumentar más bien que disminuir.
2. La vida efímera de los estilos clásicos
Las épocas de arte clásico, de dominio total de la vida por la disciplina de las formas, de plena
penetración de la realidad con principios ordenadores, de identificación absoluta de la expresión con el
ritmo y la belleza, son épocas de duración relativamente breve. Comparado con la época del geometrismo y arcaísmo o del helenismo, el clasicismo griego no se afirma durante largo tiempo, y el clasicismo del Renacimiento no es, en realidad, más que un episodio fugaz, que desapareció apenas comenzado. Aquellos clasicismos -como los de la Roma imperial y de finales del siglo XVIII- que, al contrario de lo clásico, sólo son estilos de segunda mano, unilateralmente formalistas y rigurosamente hieráticos, duran más tiempo, pero, pese a su unilateralidad y rigor, no crean formas tan puras como el arte
clásico en sí. A causa, por una parte, de la anarquía o romanticismo que los amenaza,, y contra la cual
se defienden, y a causa, por otro lado, del carácter imitativo de sus obras, estos clasicismos no presentan la unidad ni la inmediatez del clasicismo. Quizá lo clásico va contra la naturaleza del hombre y presupone una autodisciplina a la que éste no puede someterse durante largo tiempo. Más que expresión de
una paz interna, de un poder seguro de sí, de una relación directa y sin problemas con la existencia, tal
como nos sale al paso en los fugaces momentos del arte clásico, el arte es sin duda un grito espontáneo,
a menudo salvaje y desesperado, en ocasiones apenas articulado; la expresión, unas veces, de un anhelo
incontenible de poseer la realidad; otras, del sentimiento de encontrarse, inerme y desamparado, en
manos de esta misma realidad.
A comienzos del siglo XVI, y durante un período de poco más de veinte años, se impone en Italia un espíritu artístico estricto en la forma, idéntico consigo mismo y, al parecer, en armonía perfecta
con el mundo, espíritu al que, por su equilibrio interno y por su carácter de plenitud, se le suele designar como «clásico». Incluso durante este breve período, este espíritu no domina íntegra e incontrovertidamente más que las artes plásticas, y ni en la literatura ni en la música produce obras que puedan
equipararse estilísticamente -para no hablar del valor artístico- con las creaciones de Leonardo, de Rafael o de Miguel Angel. Sólo en un sentido limitado puede por eso hablarse, en principio, de un «clasicismo» del Renacimiento; más aún, habría que preguntarse si es posible un clasicismo riguroso en una
cultura dinámica, como la del Renacimiento, que llevaba en sí todos los fermentos del mundo medieval
en disolución y de la crisis del equilibrio acabado de alcanzar.
Se suele hacer coincidir el fin del arte clásico del Renacimiento con la muerte de Rafael. Y aun
cuando no es exacta la afirmación de Heinrich Wolfflin5 de que a partir de 1520 no surge ninguna obra
clásica, los síntomas de disolución no se hacen patentes tampoco ahora por primera vez, sino mucho
tiempo antes, de tal suerte que no hay casi ningún maestro del alto Renacimiento en el que no
aparezcan ya con anterioridad tendencias anticlásicas. Leonardo, el creador del más puro ejemplo de
arte clásico, en Italia, es en conjunto un «romántico». En Rafael y Miguel Ángel los objetivos y
cánones clásicos se ven desplazados, desde su primera juventud, por tendencias barrocas y manieristas.
A Tiziano, y ya a causa de su manera veneciana, sólo con restricciones se le puede calificar de
«clásico». En el arte de Andrea del Sarto no pueden desconocerse los indicios del manierismo, como no
pueden desconocerse tampoco los indicios del barroco en el arte de Correggio. El cambio de estilo no
coincide por eso, en absoluto, con la muerte de Rafael y la independización de su escuela, ni tampoco
con el estilo último de Miguel Ángel y la constitución del estilo miguelangelesco. No todos los
maestros del alto Renacimiento se convierten en manieristas, pero casi sin excepción se ven afectados
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Heinrich Wolfflin, Renaissance und Barock
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por la crisis estilística manierista. Gaudenzío, Ferrari y Lorenzo Lotto tienen, lo mismo que Dosso
Dossi y Correggio, su parte en la disolución del estilo clásico, y Tiziano atraviesa en su evolución una
fase manierista, como la atraviesa también, por ejemplo, Jacopo Bassano. Sólo maestros de actitud más
o menos conservadora, como Fra Bartolommeo y Albertinelli, permanecen clásicos en absoluto. A
pesar, por eso, de que la tradición clásica pervive aún largo tiempo junto a las nuevas tendencias que
anuncian y, en parte, realizan, unas veces el manierismo y otras el barroco, y a pesar de que la tradición
clásica muestra en las obras de artistas como Andrea del Sarto, Correggio, Lorenzo Lotto y Tiziano
realizaciones creadoras e históricamente progresivas, es imposible desconocer la ruptura con el pasado:
la prosecución en línea recta de las tendencias renacentistas no es ya evidente, sino que se halla
vinculada a condiciones específicas. Ya no bastan la belleza y el rigor formales del arte clásico, y frente
a las contradicciones que determinan el sentimiento vital de la nueva generación, el equilibrio, orden y
serenidad del Renacimiento aparecen como, algo trivial, por no decir falso. La armonía aparece como
algo sin interés, internamente vacío, la univocidad, como una simplificación, la. adecuación absoluta
con las reglas, como una traición a sí mismo.
A esta generación debió de acontecerle algo inconmensurable que la sacudió en sus mismos
fundamentos y que le hizo dudar de sus más altos valores. La crisis, empero, tuvo que tener sus causas
en la naturaleza misma del clasicismo renacentista, ya que los síntomas de la ruptura con los principios
clásicos iban a echarse de ver antes de que pudieran actuar los momentos de perturbación a los que
pudiera atribuirse aquélla. El sentimiento renacentista de la armonía, el valor de eternidad que se atribuye a sus creaciones, la normatividad e idealidad de sus cánones, parecen ser desde un principio -pese
a lo, indudable grandeza de sus creaciones-, más un sueño, una esperanza, una utopía, que un patrimonio cierto que puede transmitirse sin más a las generaciones subsiguientes. Prescindiendo de breves
episodios, nunca, desde la Antigüedad y la Edad Media, se había logrado de nuevo la coincidencia perfecta entre sujeto y objeto, alma y forma, expresión y figura. Obras como La última cena de Leonardo,
la Disputa de Rafael o el primer Descendimiento de Miguel Ángel sólo representan la ilusión de un
mundo animado absoluta y radicalmente, de una existencia en la que el cuerpo y el alma revisten el
mismo valor, expresando ambos el mismo sentido de dos maneras diferentes. El momento histórico en
que surgen estas obras fue el momento de un gran arte utópico, no el de un presente armónico. La ficción tenía que derrumbarse más pronto o más tarde, y mostraba, ya antes de su desmoronamiento, fracturas, síntomas de inseguridad, de duda, de debilitación, o en otras palabras, indicios de que el clasicismo, pese a la aparente facilidad de sus creaciones, no era más que una inmensa tour de force, una
realización obtenida en lucha con la época, pero no conseguida como fruto orgánico de la misma.
3. La crisis del renacimiento
La historia de Occidente es, desde finales de la Edad Media, una historia de crisis. Las breves
fases de tranquilidad llevan siempre en sí los gérmenes de la disolución subsiguiente; son sólo períodos
de euforia entre períodos de degradación y de miseria, en los que el hombre sufre por causa del mundo
y por causa de sí mismo. El Renacimiento representa, sin duda, una pausa, pero no carente de peligros,
y por eso puede decirse que el arte del manierismo, tan atormentado, tan penetrado de un sentido de
crisis, tan vituperado y denunciado por su aparente insinceridad y amaneramiento, es, sin embargo, una
expresión mucho más fiel de la efectiva realidad que el clasicismo con su insistente serenidad, armonía
y belleza.
Las épocas de crisis suelen definirse como épocas de transición. En realidad, toda época
histórica es una época de transición, ya que toda época histórica es un tránsito, ninguna posee fronteras
fijas y en todas alienta, no sólo la herencia del pasado, sino, también la anticipación del futuro y
promesas que nunca llegan a cumplirse. Pero la crisis del Renacimiento, que denominamos
manierismo, es un período de transición en un sentido mucho más estricto que la mayoría de las otras
épocas históricas. La crisis del Renacimiento se encuentra apresada entre dos fases relativamente
unitarias de la historia occidental: entre la estática Edad Media cristiana y la dinámica Edad Moderna
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cidental: entre la estática Edad Media cristiana y la dinámica Edad Moderna de las ciencias naturales.
Es una crisis que dirige la mirada, unas veces con altanería y otras con nostalgia, a la Edad Media, de la
que se incorpora momentos de inspiración religiosa, así como momentos del pensamiento escolástico y
de la estilización artística, que habían sido abandonados por el Renacimiento, mientras que, de otro
lado, prepara la visión científica del mundo que había de imperar en los siglos siguientes.
Lo que nosotros entendemos por crisis del Renacimiento puede expresarse también, reducido a
una fórmula concisa, como crisis del humanismo. Esta crisis somete a revisión, en último término, la
validez de aquella grandiosa visión sintética del universo que, centrada en el hombre y en sus necesidades espirituales, trataba de unir la herencia de la Antigüedad clásica y la de la Edad Media y aspiraba a
conciliar- tanto sus oposiciones internas como las que separaban a esas épocas de las exigencias del
presente. Los ideales del humanismo fueron formulados de la manera más pura por Erasmo, en cuyos
escritos habla tanto el buen cristiano como el discípulo fiel de los autores clásicos. Cuando se trataba,
empero, de la dignidad del hombre, Erasmo se sentía -como los mejores humanistas- más atraído por la
ética estoica que por la moral cristiana. Lo que los humanistas valoraban más en los autores clásicos, y.
lo que trataban de encontrar siempre en ellos, era, en efecto, la restauración de aquella fe en el hombre,
que el cristianismo tanto había hecho descender en la escala de los valores. Los humanistas creían
haber alcanzado su más alto fin con la recuperación de una nueva confianza en la esencia fundamentalmente moral del hombre, bajo la cual, desde luego, entendían algo distinto de lo que Rousseau predicaba como la «bondad natural» humana. En contraposición a toda veleidad romántica, los humanistas
pensaban, más bien, que, tal como lo enseñaba el estoicismo, la verdadera humanidad era el fruto del
saber y de la educación, el resultado de una disciplina férrea y una autosuperación heroica. Ser hombre
significaba para ellos un cometido, no un regalo, tal como lo enseñaba Séneca: «Cuán despreciable es
el hombre cuando no se eleva sobre lo humano.» Y en el mismo sentido se pronunciaba Goethe por el
humanismo cuando escribía en sus Años de viaje de Wilhelm Meister: «Todo hombre debe pensar a su
manera... No debe, sin embargo, abandonarse, sino que tiene que ejercer control sobre sí; el mero instinto no es cosa, de los hombres. »
El carácter antihumanista de la Reforma, del maquiavelismo y del sentimiento vital del manierismo reposa en la destrucción, una vez más, de la fe en el hombre, el cual no, aparece ya más que como un pecador caído, más aún, como un ser caído aun sin el pecado, El optimismo de los humanistas se
basaba en la fe en la coincidencia del orden divino con el humano, de la religión con el derecho, de la
fe religiosa con la moral. Ahora, de pronto, va a afirmarse que la voluntad divina no se encuentra vinculada a ninguno de estos cánones axiológicos, que Dios decreta la salvación o la condenación con
arbitrio despótico, por encima de lo justo y de lo injusto, de lo bueno y de lo malo, de la razón y de la
sinrazón. Y con los criterios de salvación, también los de la moral, los del valor artístico y los de la
verdad científica escapan a la posibilidad de un juicio cierto. A la esfinge de la predestinación en la
esfera religiosa corresponde el escepticismo en la filosofía, el-relativismo en la ciencia, la «doble moral» en la política y el je ne sais quoi en la estética.
El estoico sequere naturam contenía la idea central del humanismo. Lutero, Calvino,
Montaigne, Maquiavelo, Copérnico, Marlowe y Shakespeare, todos contribuyeron a destruir el
concepto de naturaleza en el sentido de algo que puede constituir en todo momento un canon de
conducta. Por muy distintos qué sean los intereses y objetivos de estos hombres, su concepción de la
condición del hombre y de la naturaleza de la sociedad, su radical nominalismo y pragmatismo, su
relativismo y el sentido de la realidad que en él se expresa, ajeno tanto a la Edad Media como al
Renacimiento, todo ello muestra el mismo espíritu antihumanista. Con la Reforma en el horizonte, con
el movimiento católico reformista, con la invasión extranjera, con el sacco di Roma y toda la confusión
que le sigue, con la preparación y el curso del Concilio de Trento en el propio suelo, con la nueva
orientación de las rutas comerciales, con la revolución de la economía en toda Europa y la crisis
económica en el ámbito mediterráneo, comienza y se hace realidad la crisis, y en parte también, la
disolución del humanismo en Italia. Las buenas relaciones de los humanistas con la Iglesia quedan
perturbadas de una vez para siempre, y en las ideas antiautoritarias y antidogmáticas que se dejan oír
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ideas antiautoritarias y antidogmáticas que se dejan oír cada vez con menos reparos, va imponiéndose
una mentalidad que es, de un lado, extremadamente racionalista, y de otro, radicalmente
antiintelectualista.
La crisis del humanismo y del Renacimiento es un fenómeno espiritual contradictorio. Las doctrinas de Montaigne, Maquiavelo, Telesio, Vives, Vesalius, Cardano, Juan Bodino, etc., expresan el
mismo naturalismo y empirismo y, directa o indirectamente, la misma clase de escepticismo. Todas
ellas luchan por igual contra la doctrina eclesiástica, la escolástica, la lógica abstracta y formal, la tradición rígida, y todas lo hacen en nombre de los mismos principios racionales. Racionalismo e irracionalismo, intelectualismo y antiintelectualismo, ilustración y misticismo se contraponen y equilibran en
esta época de contradicciones internas. Montaigne y Maquiavelo son racionalistas inflexibles, mientras,
que Giordano Bruno y Agrippa de Nettesheim son, al contrario, irracionalistas imprevisibles.
Las tendencias antiintelectualistas de la época, lo mismo que las tendencias opuestas, encuentran expresión en las formas más diversas. La nueva religiosidad, teñida de misticismo y exaltación,
producto accesorio de la Reforma, se opone como actitud espiritual al sobrio intelectualismo de los
humanistas en la misma medida en que se opone también la reviviscencia, modesta, pero indudable, de
la filosofía medieval, a la que ahora se vuelven los ojos ocasionalmente. A la vez, y en términos generales, se echa de ver una cierta irritabilidad contra la marea de libros y frases de los humanistas, que
empieza a considerarse como algo antivital, En este sentido, el Don Quijote aparece, según se ha dicho6, como una acusación contra el mundo libresco de los humanistas. El antiintelectualismo es ante
todo una protesta contra el imperio unilateral de la razón en la filosofía, en la ciencia y en la moral,
pero a la vez representa una oposición contra los principios de medida, orden y regla, y se expresa como tal en las tendencias anticlásicas del manierismo.
Antihumanista es, empero, también la destrucción del equilibrio entre alma y cuerpo, espíritu y
materia. El sequere naturam significa biológicamente, el principio del mens sana in corpore sano, es
decir, de la armonía entre ambos; estéticamente significa el equilibrio de forma y contenido, la absorción absoluta del contenido espiritual en la conformación sensible. En el nuevo arte, que rompe con los
principios del Renacimiento y del humanismo, lo espiritual se expresa desfigurando, haciendo saltar,
disolviendo lo material, la forma sensible, la fenomenalidad inmediata; es decir, por la deformación de
lo material. Cuando, al contrario, hay que subrayar lo material, la belleza corporal, la armonía ornamental, la forma se independiza y es entonces el espíritu el que es violentado, encadenado y esquematizado; -el espíritu, paralizado, se expresa como formalismo. En este proceso se conserva, sin embargo,
en términos generales, el lenguaje formal del Renacimiento; se mantienen los esquemas de composición, el ritmo linear, la estructura plástica monumental y el enorme aparato de los movimientos, los
grandiosos tipos humanos y los requisitos exigentes, pero toda esta pompa pierde el sentido que había
revestido en el clasicismo. Las formas siguen inmutables, pero se hallan en contraposición con los impulsos anímicos que penetran y mueven a la nueva generación, y se vuelven por eso falsas, internamente vacías, hasta que finalmente son destruidas. La nueva generación consigue así indirectamente lo que
desde un principio se proponía: la disolución del estilo clásico. Por medio de un rodeo logra así lo que
ya había alcanzado en parte directamente por medio de la deformación y desfiguración de las formas
clásicas. Los dos caminos confluyen, como era de esperar tratándose de un cambio radical de estilo.
La perfección formal lograda por el clasicismo renacentista se hallaba unida a una
simplificación anímica; la radical capacidad expresiva y la perfecta integridad de las formas se había
logrado a costa de una disminución de los contenidos espirituales. Hasta qué punto era limitada la
envergadura espiritual de este arte formal se puso de manifiesto, no más adelante, ni tampoco en
relación con las necesidades espirituales de la generación siguiente: las obras de Rafael, de Fra
Bartolommeo, de Andrea del Sarto, concebidas en los límites de la belleza ideal formal, no respondían
ya en la época en que fueron creadas a los problemas que inquietaban a la humanidad occidental. La
cadencia imperturbada, la objetividad contemplativa indiferente al curso, del mundo, la armonía y
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Leo Spitzer, Linguistic Perspectivim in the Don Quijote, Linguistic and Literary History, 1948.
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equilibrio del lenguaje formal que caracterizan este arte, todo ello estaba anticuado desde un principio y
no poseía una verdadera relación con la realidad. El clasicismo de la Antigüedad respondía, a un
mundo relativamente simple, que no conocía aún la vinculación a un más allá, ni el subjetivismo y
simbolismo del cristianismo, ni la oposición de realismo y naturalismo, ni el dualismo entre un alma
inmortal y un cuerpo perecedero. El clasicismo del Renacimiento creía poder retornar a la antigua
objetividad, al culto griego del cuerpo, al estoicismo romano, a la plena serenidad en la finitud, y creía,
a la vez, que podía seguir siendo espiritualizado, interiorizado, diferenciado. Esta creencia iba a
revelarse como una funesta ilusión.
Una de las ficciones del Renacimiento es que cuerpo y espíritu, las exigencias sensibles y morales del hombre constituyen una unidad armónica o fácilmente armonizable. Aquí alentaba todavía un
resto de la kalokagathia griega y de la fe estoica en el dominio de las pasiones, de los sentidos, del
cuerpo por medio de la razón. La crisis del Renacimiento comienza con la duda de si son realmente
compatibles las necesidades espirituales y corporales, el cuidado por la salvación y la persecución de la
dicha. De acuerdo con ello, en el arte manierista -y ello es, sin duda, lo más peculiar y característico de
este estilo- lo espiritual no es representado como algo que se agota en las formas materiales, sino como
algo tan singular y tan irreducible a figura material, que sólo en lucha con esta última y sólo por su
oposición a todo lo no-espiritual, sólo por la desfiguración de las formas y por la destrucción de los
límites materiales, puede ser sugerido, y siempre nada más que sugerido.
Los siglos de oro son los anhelos soñados por la humanidad. Hay momentos felices, pero no
hay épocas felices en la historia. Los períodos históricos tenidos por felices y carentes de conflictos se
nos muestran, las más de las veces, como períodos en los que también han imperado la inseguridad y el
temor, y en los que los contemporáneos no sólo vivían descontentos, sino que casi nunca tenían motivos para vivir contentos. Si se compara, sin embargo, el Renacimiento con otras épocas, anteriores o.
posteriores de la historia, hay que confesar que, pese a los rasgos negativos, no pueden dejarse de ver
en él signos de tranquilidad, de afirmación vital y de confianza en sí mismo. A la disciplina medieval y
a la limitación cristiana de los goces vitales sigue un período en el que impera una concepción del
mundo más libre y despreocupada, que permite que pueda sentir su poder la personalidad relativamente
independiente y en trance de liberarse de la tutela clerical. La crisis del humanismo y del Renacimiento
significan una reacción contra este sentimiento vital relativamente desvinculado, animoso y, en cierto
sentido, también frívolo. Es una reacción que socava la alegría vital, el sentimiento de armonía, el alborozo, y que lo hace por medio de la duda, oculta siempre en el racionalismo del Renacimiento, nunca
firme ni completamente seguro. No nos es preciso esperar al Miguel Angel de la senectud, que de manera tan dramática se aparta de la «afirmación renacentista del mundo», ni al sombrío Tasso, en quien
ya Galileo tanto echaba de menos la alegría, la seguridad y razonabilidad de Ariosto7, ni a explosiones
de dolor como las que se contienen en la hermosa estrofa de la Gerusalemme liberata, hecha célebre
por Rousseau:
Vivro fra i miel tormenti e le mie cure...
Temero me medesmo, e da me stesso
Sempre fuggendo, avro me sempre apresso.
(XII, 77.)
(Viviré entre tormentos y cuidados...
Temeroso de mí mismo y huyendo
siempre de mí, me tendré siempre preso.)
En Ronsard, casi siempre tan sereno y equilibrado, se encuentran también versos como éstos:
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G. Galilei, Considerazioni al Tasso, Ed. Mestica, 1906
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Ah, et en lieu de vívre entre Dieux,
Je deviens homme a moi-méme odieux.
(Elégie a Belot.)
(En lugar de vivir entre dioses,
me vuelvo hombre a mí mismo odioso)
Había terminado el sueño, renacentista de un idilio de los dioses en la tierra; la humanidad
occidental experimenta una «tremenda perturbación»8; el universo que se habían edificado la
Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento se viene abajo.
4. Ensayo de definición del manierismo
Al antihumanismo como concepción del mundo, como filosofía de la vida y de la historia, corresponde en el arte una dirección a la que, por sus tendencias contrapuestas al Renacimiento, que superan con mucho las coincidencias con él, podría designarse como «Contra-Renacimiento», a no ser porque esta denominación no alude al carácter independiente y al estilo positivo de dicha dirección, y también porque el término «manierismo» ha adquirido de tal forma carta de naturaleza, que se ha hecho
imposible prescindir de él. Contra la expresión «manierismo» habla, ante todo, el eco peyorativo unido
a ella, de tal suerte que su aplicación a las obras de los grandes maestros provoca siempre un cierto
asombro. Contra su utilización puede argumentarse también, por otra parte, la posibilidad de confundirlo, como de hecho acontece a menudo, con maneras y amaneramiento, un concepto sui generis que
puede rozarse con el de manierismo, pero. que de ninguna manera debe identificarse con él. Manierismo es un concepto específico de la historia del arte, amanerado, un concepto cualitativo de la crítica
artística; ambos conceptos coinciden, es cierto, a lo largo de ciertas fases -a veces considerables- del
desenvolvimiento artístico, pero no hay una conexión necesaria entre los dos, ni lógica, ni desde el punto de vista histórico. En los artistas de la tendencia manierista se da simplemente una mayor disposición, aunque no una necesidad interna, a hacerse amanerados, es decir, a petrificar su peculiaridad en
una fórmula, produciendo así la impresión de rebuscados, extravagantes y abstrusos.
Fijar algunos rasgos más o menos sobresalientes del manierismo y dar así una definición sugestiva, aunque no completa ni esencial, de su naturaleza, es cosa relativamente sencilla; incomparablemente más difícil es llegar a una definición que abarque y exprese de forma exhaustiva el verdadero
principio estilístico de la dirección. Aunque la bibliografía sobre este punto aumenta de día en día, todavía no existe una definición de este tipo. Los ensayos más utilizables recogen sólo algunos rasgos
aislados aunque, a veces, importantes del manierismo; otros son más interesantes y sugestivos que convincentes; algunos descansan en una consideración insuficiente de las circunstancias de la época o en
presuposiciones históricamente insostenibles, como, por ejemplo, en ideas inexactas acerca de la conexión cronológica entre los fenómenos religiosos de la época y el espacio de tiempo que éstos necesitan para ejercer su influencia en el arte en ciertas condiciones.
La determinación de principio quizá más importante sobre la esencia formal del manierismo se
encuentra en la definición de Walter Friedlander, que designa a esta dirección como estilo
«anticlásico»9. Bajo esta denominación entiende Friedlander la manifestación de tendencias artísticas
anormativas, irracionales y anaturalistas, contraponiéndola al arte del alto Renacimiento, que él
caracteriza como objetivo, sometido a reglas y paradigmático, es decir, como un arte orientado a
valores supuestamente suprahistóricos y esencialmente humanos, y situado por encima de todo lo
singular, casual y arbitrario. Aun cuando esta definición es valiosa como punto de partida para un
análisis del manierismo, es completamente insuficiente si se aferra uno a su unilateralidad y si se la
8
9
Max Dvorák, Kunstgeschichte als Geitesgeschichte, 1924.
Walter Friedlander, Die Entstehung des antiklass, Stils i. d. ital. Malerel um 1520, Rep. F. Kunstwiss., 1925
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aplica sin ninguna limitación. La definición no dice, en último término, mucho, y es un menoscabo e
incluso falsificación de la verdad el afirmar simplemente que el manierismo es anticlásico, omitiendo
añadir que es, a la vez, clasicista. De igual manera que es una verdad a medias describirlo meramente
como antinaturalista y formalista, o irracional y extravagante. El manierismo no contiene menos rasgos
racionalistas que irracionalistas, naturalistas que antinaturalistas. Un concepto utilizable del
manierismo sólo puede extraerse de la tensión entre clasicismo y anticlasicismo, naturalismo y
formalismo, racionalismo e irracionalismo, sensualismo y espiritualismo, tradicionalismo y afán de
novedades, convencionalismo y protesta contra todo conformismo. La esencia del manierismo consiste
en esta tensión, en esta unión de oposiciones aparentemente inconciliables.
El anticlasicismo de Friedlander se limita, por lo demás, aun prescindiendo de la unilateralidad
y particularidad del concepto, a un rasgo negativo del manierismo. Una definición válida de este estilo
no sólo tendría que abarcar sus dos facetas opuestas, sino que tendría que consistir esencialmente en
una formulación positiva, y aludir más bien a aquello que el manierismo es que a aquello que no es.
Una definición satisfactoria tendría que aludir, sobre todo, a aquella especie de tensión entre elementos
estilísticos antitéticos que nos sale al paso de la manera más pura e intensa en la estructura de formulaciones paradójicas. El concepto de paradoja podría, en todo caso, servir de base a una definición válida
que abarcase perfectamente todos los fenómenos en cuestión y que designara un principio estilístico
positivo y original, es decir, a una definición no obtenida por el mero contraste del manierismo con
otros estilos artísticos. En la paradoja se expresa siempre al exterior un algo más o menos excéntrico y
exaltado, que no falta en ninguna obra manierista por profunda y seria que sea. Una cierta exaltación,
una predilección por lo refinado, extraño y exagerado, por el caso excepcional aunque siempre incitante, por el gusto insólito estimulante del paladar, por lo atrevido y provocador, caracteriza el arte del
manierismo en todas sus fases; en este rasgo pueden reconocerse los más distintos representantes de la
dirección. Es algo ya propio de los precursores, como Lorenzo Lotto, Gaudenzio Ferrari y Pordenone,
de los discípulos de Rafael y de los sucesores de Miguel Angel, propio también de los primeros manieristas, como Pontormo, Rosso y Beccafumi y de los artistas posteriores, como Primatíccio y Tibaldi,
propio de los grandes maestros, como Tintoretto y el Greco, y propio, aún más intensamente de los
últimos representantes, como Bloemaert y Wtewael. Precisamente esta exaltación -una desviación frívola o forzada de lo normal, un juego afectado o una mueca atormentada- es lo que revela, más que
nada, el carácter manierista de una obra. Al carácter exaltado del manierismo contribuye también, a
menudo, el virtuosismo, un rasgo del que este arte hace siempre ostentación. Una obra de arte manierista es siempre un alarde de habilidad, un logro audaz, un espectáculo ofrecido por un prestidigitador. Es
un castillo de fuegos artificiales del que brotan chispas y colores, Decisivo para el efecto que se persigue es la oposición contra todo lo meramente instintivo, la protesta contra todo lo puramente racional e
ingenuamente natural, la acentuación de lo oculto, problemático y ambiguo, la exageración de lo particular, lo cual, por medio de esta exageración, alude a su opuesto, a lo que falta en la obra: a la extremosidad de la belleza, que, demasiado bella, se hace irreal; de la fuerza, que, demasiado fuerte, se hace
acrobática; del contenido, que, sobrecargado, deja de decirnos algo; de la forma que, independiente, se
hace vacía.
Expresado en una fórmula general, paradoja significa la unión de posiciones opuestas
inconciliables; y la discordia concors, con la que se suele caracterizar el manierismo, representa sin
duda un momento esencial en la estructura de este estilo. Sería, sin embargo, una idea demasiado
superficial ver un mero juego formal en la discrepancia de los elementos de que se compone una obra
manierista. La pugna de las formas expresa aquí la polaridad de todo ser y la ambivalencia de todas las
actitudes humanas, es decir, aquel principio dialéctico que penetra todo el sentimiento vital del
manierismo. De lo que aquí se trata no es de la contraposición fáctica de los elementos de la existencia
ni del contraste ocasional de las vivencias, sino de la equivocidad inevitable y de la discordia eterna
tanto, en lo grande como en lo pequeño, de la imposibilidad de pronunciarse por algo unívoco. En las
creaciones del espíritu todo debe advertirnos que nos encontramos en un mundo de tensiones
irresolubles, de contraposiciones inconciliables y, sin embargo, unidas recíprocamente. Nada, en
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ciones inconciliables y, sin embargo, unidas recíprocamente. Nada, en efecto, existe en este mundo en
su exclusividad, en su determinabilidad unilateral; en toda realidad también lo opuesto es real y verdad.
Todo se expresa en extremos, los cuales se oponen polarmente, y sólo en su unión paradójica dicen
algo con sentido del ser. Esta paradoja significa no sólo que se niega siempre lo que ya se había
afirmado, sino que se sabe desde un principio que la verdad tiene dos lados y la realidad dos estratos, y
que, si se quiere ser veraz y fiel a la realidad, es preciso evitar toda simplificación y aprehender las
cosas en su complejidad.
Ideas, sensaciones y formulaciones paradójicas son naturalmente posibles en todo tiempo, y
pueden encontrarse en el arte y en la literatura de todas las épocas; lo notable del manierismo en este
respecto es que no acierta a expresar sus problemas más que en forma de paradojas. Con ello la paradoja deja de ser un mero juego de ideas o de palabras, una fórmula retórica o un apercu ingenioso, aunque
no siempre sea algo más que esto.
Hasta qué punto el mundo de ideas de la época hunde sus raíces en la paradoja, se muestra de la
manera más radical en la doctrina de la predestinación del protestantismo. El ser elegido sin méritos es
la paradoja ético-religiosa por excelencia. La frase de Lutero: «La fe tiene que aprender a estar sobre la
nada», representa sólo una versión del credo quia absurdum, la fórmula fundamental de toda fe religiosa. La fe religiosa es, en efecto, la paradoja en sí: certeza sin saber. Este pensamiento domina el mundo
de ideas de todos los grandes filósofos de la religión, desde los Padres de la Iglesia hasta Pascal y Kierkegaard. La doctrina de la predestinación es sólo la formulación más extrema de la convicción de que
la salvación, la gracia, la justificación y el ser justo en verdad son cosas incomprensibles, indefinibles,
insondables para la razón. La fe es en todos sus extremos paradójica, y cuanto más diferenciada y más
crítica es una época, tanto más paradójica es aquélla. Paradójica, no sólo en el sentido de Kíerkegaard
de que es absurdo, es decir, incomprensible para la razón, que lo absoluto haya aparecido en el tiempo,
que lo eterno e intemporal haya podido entrar en el tiempo y en la historia, que el hombre participe de
la salvación; no sólo en el sentido de la doctrina de la predestinación de que hay y tiene que haber una
elección para la gracia sin méritos, sino también en el sentido de Tolstoi y Dostoievski, quienes no sólo
no hacen depender la salvación de un criterio moral, sino que entienden la salvación y la moral incluso
como cosas opuestas, tal como puede verse en la mitología de Dostoievski, en la que, junto a Mischkín
y Alioscha, son los grandes pecadores Mitia Karamazof, Rogoskin, Stafrogin y Raskolnikof quienes
más seguros están de la salvación. Para percibir qué próximas se hallan estas paradojas al mundo del
manierismo, baste recordar las palabras de Lutero en una carta a Melanchton: «Sé pecador y peca valerosamente... Tenemos que pecar mientras nos encontremos aquí.» Un giro plenamente paradójico toma
la exhortación de Lutero cuando sigue diciendo: «Guárdate de ser tan puro que no quieras ser rozado
por nada... (ya que) el mal mayor ha procedido siempre de los mejores.» La fe no sólo va contra toda
lógica, sino contra toda moral y anula el concepto del pecado.
En la época del manierismo no es exclusivo del protestantismo, con su doctrina de la elección
irracional para la salvación, crear circunstancias paradójicas. Formas paradójicas nos salen también al
paso en la economía con la alienación del obrero del producto de sus manos; en la política con la «doble moral», una para el príncipe y otra para los súbditos; en la literatura con e1 papel .predominante de
la tragedia, la cual con la falta sin culpa crea un paralelo del «ser escogido sin mérito»; y finalmente,
con el descubrimiento del humor, que permite considerar y juzgar a una persona desde dos lados distintos e incluso contrapuestos. En la cultura de esta época nada se deja reducir a una fórmula unívoca;
toda actitud se encuentra unida a un aspecto contrario. Lo más notable no es, empero, la existencia y
coordinación de las oposiciones, sino su frecuente indistinguibiIidad, su fungibilidad, el cambio de papeles de las actitudes contrapuestas. Una frase muy acertada de Kierkegaard alude a esta clase de paradoja: «El uno reza a Dios en verdad -dice-, aunque adora a un ídolo; el otro adora al verdadero Dios en
la mentira, y adora por eso en realidad a un ídolo»10
10
Kiekegaard, Ges. Werke, 1910 ss, VI
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12
La clave para el entendimiento del mundo mental del manierismo se encuentra, en cierto modo,
en la idea de Kierkegaard -punto de partida y fundamento de la filosofía existencial- de que el
pensamiento abstracto y sistemático, tal como lo hizo realidad paradigmáticamente Hegel, no tiene
nada que ver con nuestra existencia real, con los cometidos inmediatos, con las dificultades específicas
y los problemas lógicamente inaprehensibles de nuestra vida fáctica. Cuando nos esforzamos en la
determinación y solución de estos cometidos, dificultades y problemas, lo hacemos de una manera
totalmente asistemática y que nada tiene que ver con las leyes lógicas. El proceso es más un girar en
torno a los escollos, un constante tener presente las dificultades causadas por la razón, que un intento
de evitar o salvar los escollos. Los artistas y escritores del manierismo no sólo tenían conciencia de las
contradicciones insolubles de la vida, sino que las acentuaban e incluso las agudizaban; preferían
aferrarse a estas contradicciones irritantes que ocultarlas o silenciarlas. La fascinación que ejercían en
ellos lo contradictorio y lo equívoco de todas las cosas era tan intensa, que convirtieron en fórmula
fundamental de su arte la paradoja, con la cual aislaban en una especie de cultivo puro la contradicción
y trataban de perpetuar su insolubilidad.
Los artistas del manierismo no sólo se planteaban el problema de la insuficiencia del pensamiento racional, no sólo sabían que la realidad, la existencia real, era inagotable e inaprehensible conceptualmente, sino que, pese a su irracionalismo y escepticismo fundamentales, no podían renunciar a
los artificios mentales, al juego con los problemas, a plantearse y captar interrogantes. Desconfiaban
desesperadamente del pensamiento especulativo y se aferraban, a la vez, a él; no esperaban mucho de la
razón, pero continuaban siendo pensadores apasionados, de la misma manera que ponían en duda sin
cesar la legitimidad de sus exigencias sensibles, pero se sentían constantemente retrotraídos a sus instintos eróticos. Creían manifestarse de la manera más perfecta e inmediata, unas veces en la fenomenalidad espiritual de su ser, otras en la corporal, otras en su ser consciente, otras en su ser instintivo, para
encontrar, al fin, que el sentido de su existencia se encontraba expresado de la manera más fiel en la
contraposición de sus inclinaciones. Se servían de la paradoja como la única forma posible de expresión, por muy problemática que fuera esta forma para dar sentido a algo informulable. Quizá sabían o
sentían que, junto a la característica de la complejidad, la paradoja llevaba en sí no sólo algo retozón,
sino también la insuficiencia trágica del pensamiento, y que con ella como filosofía no podía irse muy
lejos; y sin embargo, pese a todo, la paradoja no dejaba de fascinarles.
¿Qué puede pensarse de la mentalidad de una época cuyas creaciones se desarrollan bajo el
signo de esta forma de pensamiento, extraordinariamente sugestiva sin duda, pero, en la misma medida,
coquetona y arrogante? El irracionalismo, que en la filosofía y en la ciencia conduce a la «destrucción
de la razón»11 y a la bancarrota del pensamiento, no impide de ninguna manera, naturalmente, la
producción de obras artísticas importantes, una circunstancia que desconocen a menudo aquellos
críticos que subrayan con gran agudeza los peligros del irracionalismo en la teoría. La crítica artística
de autores de izquierda cae, en efecto, a menudo en un error: partiendo de la idea exacta de una
relación causal entre concepción filosófica, pensamiento político y actitud social, de un lado, y creación
artística, de otro, llegan a la conclusión de que a los valores incuestionables en un terreno tienen que
corresponder valores semejantes en el otro. La unión individual de buena persona y mal músico, e
incluso de buen músico y mala persona, es un fenómeno conocido también en el campo social. La
inteligencia artística es de una especie completamente distinta que la teórica y, lo mismo que el
irracionalismo, así también la paradoja significa algo completamente distinto para el artista y para el
filósofo. No obstante, los manieristas de segunda fila son los que más a menudo caen en la forma de
expresión paradójica estereotipada, rígida y mecánica. Pero tanto los artistas máximos de esta
dirección, para los que la paradoja es una nueva fuente de energía, como los no tan geniales, para los
que significa un peligro, todos ellos se sirven con igual satisfacción de ella. Rosso, Parmigianino,
Tintoretto y el Greco se expresan en formas paradójicas con la misma naturalidad que Spranger y
Bloemaert o Callot y Bellange; y las obras de Tasso, Shakespeare y Cervantes hunden sus raíces en
11
El concepto, en el sentido aquí utilizado, procede de Georg Kukács.
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representaciones e imágenes paradójicas tan profundamente como las de Marino, Góngora o John
Donne.
5. La unidad del manierismo
Así como Walter Friedlander veía en el anticlasicismo el principio específico y el origen del
manierismo dentro de la historia de las ideas, Max Dvorák lo ve, en cambio, en el espiritualismo. Por
espiritualismo Dvorák entiende una actitud supraterrena, metafísica y esencialmente religiosa, una
espiritualización de la vida, opuesta a la concepción empírica propia de las ciencias naturales que había
de imperar en la época siguiente. Dvorák acentúa algo exageradamente la importancia de este
espiritualismo, pero no desconoce que en el manierismo, -de acuerdo con su distinción de una dirección
«deductiva» y otra «inductiva»-, junto a la tendencia a espiritualizar y sublimar las cosas, hay también
una tendencia que tiene en cuenta la naturaleza inmediata y sensible de las mismas. Dvorák sabe muy
bien que la supraterrenidad no agota la esencia del manierismo y que en él no se repite simplemente la
Edad Media; ni olvida nunca que junto a un Tintoretto y un Greco hubo también un Brueghel y un
Bassano, y que Tasso y Cervantes se mueven dentro del mismo estilo artístico. Sin embargo, cree
percibir en el manierismo una tendencia espiritual falta de equilibrio y unilateral; su error consiste sólo
en no ver que esta espiritualidad reviste más bien un carácter intelectual y no, como él pensaba, un
carácter religioso. No hay duda de que el contenido con el que se debate constantemente el manierismo
es un contenido espiritual, pero este contenido no queda nunca totalmente absorbido por la forma, sino
que es sólo aludido, nunca plenamente dominado, creando así esa tensión que Dvorák, influido por su
propia generación, antiposivista y antimaterialista, denomina «espiritualista», teniéndola simplemente
por una inquietud religiosa. Esta tensión, empero, no tenía siempre un origen místico-religioso, dirigido
a fines supraterrenos. Esta tensión no sólo se puede encontrar en artistas como Tintoretto y el Greco,
sino que, bajo aquella «coraza de la actitud», tan característica de la forma cortesana del manierismo12,
puede encontrarse también en artistas de actitud tan terrena como Bronzino y Parmigianino; más aún,
es perceptible tanto en el naturalismo, al parecer tan poco espiritual, de Brueghel y Jacopo Bassano,
como en el academicismo intelectualista de Vasari y Salviati. El arte de los «pintores de campesinos»
manieristas era, en todo caso, más espiritualizado -por ser menos homogéneo-, más movido por un
principio inmaterial –aunque sólo indirectamente perceptible-, que el arte de los grandes idealistas del
alto Renacimiento. La espiritualidad del manierismo no significa, sin más, una negación ascética del
mundo, una trascendencia platónica o cristiana, sino, las más de las veces, sólo una actitud que no
acertaba a conformarse con ninguna forma objetiva de la realidad y para la cual el mundo y el yo, los
sentidos y el espíritu aparecían entrelazados siempre en una relatividad recíproca. El mundo tenía que
llevar el sello del espíritu, de la forma configuradora y, a la vez, deformadora; el mundo no podía ni
debía aparecer libre de la resistencia del espíritu.
En una recensión de la teoría del manierismo13 de Dvorák, se pregunta Rudolf Kautzsch qué
tienen, en realidad, de común las direcciones «inductiva» y «deductiva» del manierismo, representadas,
la una, por Brueghel y los naturalistas, y la otra, por el Greco y quizá también por Bronzino, es decir, si
hay algo que una efectivamente a ambas tendencias desde el punto de vista del estilo. Kautzsch duda de
que puedan ser tenidos en absoluto por manieristas artistas como Brueghel o el Greco, o incluso
Shakespeare y Cervantes, y querría limitar este concepto a obras que «mostraran realmente 'manera' en
algún sentido». En su opinión, la calificación de manierismo no debería, en ningún caso, aplicarse al
arte de todo el período que se cree poder abarcar con esta denominación. Kautzsch alaba la agudeza de
Dvorák, que le hizo ver que Miguel Angel y Tintoretto se hallaban con su espiritualismo en una
oposición característica y decisiva respecto al Renacimiento, pero censura, a la vez, que Dvorák trate
este espiritualismo y el naturalismo o bien el formalismo de la maniera como dos direcciones de la
12
13
Cf. Wilhelm Pinder, Zur Physiognomik des Manierismus, Ludwig-Klages-Festschrift, 1932
Rudolf Kautzsch, Kunstgeschichte als Geistesgeschichte, Belvedere (Forum), 1925, VII
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misma importancia dentro del estilo en cuestión. Kautzsch afirma asimismo que la oposición entre las
direcciones que Dvorák llama «deductiva» e «inductiva» es una oposición que ha existido siempre, y
que si ésta reviste en el manierismo una forma más radical, corresponde a Dvorák decirnos por qué
ocurre así. Ahora bien, es inexacto que la oposición mencionada haya existido siempre, como Kautzsch
afirma, y que en el manierismo se trate simplemente de un matiz más intenso de este fenómeno
conocido desde siempre. La oposición de los elementos estilísticos en el manierismo es una oposición
muy específica -nunca en el mismo período estilístico se unieron antes tan íntimamente sensibilidad y
suprasensibilidad, naturalismo y formalismo-, y el haberlo descubierto y acentuado es y sigue siendo el
mérito de Dvorák. Kautzsch tiene razón en el hecho de que el mero planteamiento. de la antítesis que
Dvorák veía entre entrega al mundo y apartamiento de él, no es de por sí una explicación. La cuestión,
sin embargo, no se puede tampoco responder con el método histórico-estilístico esgrimido contra
Dvorák.
El más importante de los problemas discutibles y resolubles históricamente entre los tocados
por Kautzsch es el de la unidad del manierismo en su desenvolvimiento histórico. ¿Es el manierismo un
estilo esencialmente homogéneo, propio de toda la época tratada por Dvorák y determinante de todo el
período histórico? Más aún, ¿se trata en el manierismo, como podría uno preguntarse con más fidelidad
a su punto de vista que el mismo Dvorák, de un estilo que abarca en las artes plásticas desde el segundo
decenio del cinquecento hasta finales del siglo, y en la literatura el período que va desde Tasso hasta el
ocaso del conceptismo y del preciosismo? ¿Deben ser tenidos como «manieristas» todos los artistas que
han recibido incitaciones decisivas del manierismo? ¿Pueden ser considerados como representantes de
este estilo también aquellos grandes maestros, cuyo arte es evidente que no se agota en el manierismo,
y en cuyo desarrollo artístico el manierismo sólo constituye uno de varios componentes? ¿Puede designarse como «manierista» todo un período en el que, sin duda, existió y floreció un arte manierista, pero
en el que éste no dominó exclusivamente? ¿Puede hablarse con sentido unívoco de un manierismo,
pese a la ramificación de su desenvolvimiento en diferentes direcciones manieristas? Para decirlo en
una palabra: ¿es el manierismo el concepto sintético de una época o simplemente una denominación
sumaria para ciertos fenómenos artísticos sin conexión estricta que se dan entre el Renacimiento y el
barroco?
Si hay que lamentar, con razón, que no. haya una definición unívoca y exhaustiva del manierismo, hay que conceder también, de otra parte, que una definición de esta especie no la hay tampoco para
los otros estilos, ni en realidad puede haberla. El concepto de estilo se halla siempre unido a una tendencia centrífuga más o menos intensa y a una variedad de fenómenos nunca reducibles a homogeneidad. Todo estilo se expresa en las distintas obras en distinta medida y con distinta intensidad y claridad,
y hay pocas obras -si es que hay alguna- que expresen perfectamente su ideal estilístico. Precisamente
esta circunstancia, es decir, el hecho de que haya una estructura formal que sólo se manifiesta en las
obras artísticas singulares con integridad y claridad aproximadas, es lo que hace necesaria la formación
de conceptos estilísticos, ya que en otro caso ni sería posible poner las obras artísticas en relación unas
con otras, ni tendríamos una medida para juzgar de su significación desde el punto de vista de la historia del arte; una significación que no coincide en absoluto con su valor artístico cualitativo. La importancia del papel histórico de una obra se manifiesta en su relación con el estilo que aparentemente trata
de hacer realidad. Progreso y atraso, ejemplaridad e imitación, son conceptos que sólo así alcanzan
expresión. Ahora bien, el estilo mismo no se da más que en las diferentes aproximaciones a su realización. Reales son siempre únicamente las obras concretas, sólo los diversos fenómenos artísticos conceptualmente divergentes; el concepto univoco de estilo es siempre una construcción, un tipo ideal.
Si se tiene presente la diversidad de los hechos en cada caso, no hay duda de que el barroco o el
quattrocento, o incluso conceptos estilísticos tan esquemáticamente usados como el gótico o el
románico, nos aparecerán tan contradictorios, tan poco reducibles a una voluntad artística unitaria
como el manierismo; no obstante lo cual, nadie pondrá en tela de juicio que es útil y tiene sentido
reunir los fenómenos en cuestión bajo tales conceptos. En cuanto movimiento, el manierismo es incluso
más unitario y más conexo en su evolución que el barroco e incomparablemente más homogéneo que el
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tario y más conexo en su evolución que el barroco e incomparablemente más homogéneo que el
románico, tan extraordinariamente vario desde el punto de vista nacional y local. Caravaggio, los
Carracci, Bernini, Rubens, Rembrandt, Poussin y Velázquez son tan poco «barrocos» en un único
sentido como Pontorno, Vasari, Tintoretto, Brueghel, el Greco, y Spranger son uniformemente pintores
«manieristas». Pero la resistencia a reducir a un denominador común las distintas, direcciones y
personalidades, bien sean del barroco o del manierismo, equivale a caer en un nominalismo ingenuo
que hace imposible en absoluto la formación de un concepto estilístico y la constitución de una historia
del arte en sentido propio; un nominalismo de esta especie no dispone, en efecto, ni de las
presuposiciones para una síntesis ni de un principio para distinguir entre conexiones arbitrarias y
conexiones realmente fundadas.
El sentido de la conceptuación histórico-estilística consiste en estatuir una unidad allí donde, al
parecer, no existe ninguna, pero donde la afinidad artística de los fenómenos es más fuerte que su divergencia recíproca. La peor confusión en la consideración histórica del manierismo se debe al hecho
de que -a consecuencia de la simultaneidad de Renacimiento, manierismo y barroco en determinadas
fases del desenvolvimiento- artistas cuya característica manierista es indudable se incluyen unas veces
en uno y otras veces en otro de los estilos que durante el período coexisten y se entrecruzan. Un examen más detenido pone, sin embargo, de manifiesto que la divergencia de estos artistas respecto a los
representantes auténticos del Renacimiento o del barroco es mayor que la que los separa de otros manieristas, con los cuales se hallan unidos no sólo por contactos externos, sino también por tendencias
espirituales comunes.
Durante los setenta u ochenta años que siguen a la muerte de Rafael, el manierismo es el estilo
dominante en el arte. Y aun cuando durante este período hay fenómenos artísticos que tienen poco o
nada que ver con el manierismo, no son, sin embargo, muy numerosos. Hablar del manierismo, como
del estilo artístico predominante en la época está tanto más justificado cuanto que no hay en ella casi
ningún artista importante o progresivo que no sufra el influjo del movimiento manierista, de su problema cultural o del cambio de gusto implícito en él. Los distintos artistas de la época son, desde luego,
manieristas en muy diversa medida, de igual manera que, desde finales de la Edad Media y del Renacimiento, los artistas participan en muy diversa medida de los diferentes estilos, y de igual manera que
tampoco los clasicistas, románicos, naturalistas, etc., lo son en la misma medida. Miguel Angel, para
citar el ejemplo más discutido, puede ser designado, sin duda, como manierista en ciertas fases de su
desarrollo, aun cuando en ninguna época de su vida fue exclusivamente manierista y aun cuando los
rasgos no manieristas de su arte fueron siempre más importantes que aquellos que pudieran calificarse
de manieristas. Este punto de vista puede mantenerse aunque los rasgos manieristas se tengan por los
más importantes en otros artistas, como por ejemplo Tintoretto o el Greco. Todo gran artista, y en realidad también los menos grandes, más aún, incluso un artista mediocre, sólo con ciertas limitaciones
puede ser ordenado en la categoría de un estilo, sea éste el manierismo, el barroco o el Renacimiento.
Miguel Angel se escapa del marco del manierismo, no por ser un genio único e incomparable, ni tampoco porque el manierismo, como un arte imitativo y decadente, no le fuera adecuado, sino porque ningún individuo importante o insignificante, complicado o sencillo, puede ser subsumido bajo una categoría abstracta, como lo es todo estilo artístico, y conservar a la vez su carácter de personalidad creadora espontánea. Esta relación entre estilo y personalidad es, desde luego, una cuestión que afecta más
bien a la psicología del artista que a la historia de los estilos. Lo decisivo, para esta última en el caso
presente es que, a partir del tercer decenio del cinquecento, aparecen ciertas peculiaridades estilísticas
comunes a las obras de los artistas más distintos y que de este hecho se deduce el concepto de una voluntad artística específica, distinguible tanto del Renacimiento como del barroco. Frente a este hecho
carece de importancia el que alguna obra de Miguel Angel o de otro maestro muestre más ó menos los
rasgos manieristas en cuestión, o el que el maestro, de que se trate siga la dirección señalada por estos
rasgos durante períodos más cortos o más largos de su evolución.
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La época del manierismo comienza con una notable falta de unidad estilística. Tendencias que
se hallan todavía en la línea del alto Renacimiento se encuentran a menudo indisolublemente
entrelazadas con tendencias del manierismo y con tendencias del barroco. Impulsos manieristas y
barrocos se encuentran tan íntimamente ligados a comienzos de este período como a finales del mismo.
Las dos direcciones son apenas separables ya en las últimas obras de Rafael y de Miguel Angel. Ya
aquí compite el expresionismo apasionado del barroco con el refinamiento intelectualista del
manierismo. Los dos estilos posclásicos tienen su origen en la crisis espiritual de los primeros decenios
del siglo: el manierismo como expresión del antagonismo entre las tendencias espiritualistas y
sensualistas de la época, y el barroco como una conciliación de esta contradicción sobre la base del
sentimiento; una conciliación que se muestra por de pronto insostenible, pero que, tras los setenta u
ochenta años de predominio del manierismo que siguen, alcanza al fin una prevalencia indiscutible.
Algunos investigadores consideran al manierismo como una reacción contra el barroco primitivo, y al
barroco en su fase de esplendor corno el movimiento que hace desaparecer después al manierismo14. La
historia del arte del siglo XVI se reduciría, según esto, a un choque repetido entre el barroco y el
manierismo, con un triunfo al principio de la dirección manierista y un triunfo definitivo de la dirección
barroca; construcción que sin fundamento alguno hace comenzar el barroco primitivo con anterioridad
al manierismo y que no ve en éste más que un estilo de transición15 .
Una simultaneidad de estilos como la que se da en el siglo XVI, con su conjunción de Renacimiento, manierismo y comienzos del barroco, es cosa desconocida en los siglos anteriores. Había habido, sin duda, diferencias de estilo que respondían a las direcciones y escuelas más o menos progresivas,
a estratos más o menos cultivados del público; había habido un arte verdaderamente creador de la élite
espiritual y un arte cualitativamente inferior e históricamente retrógrado de las clases semicultivadas;
pero diferencias tajantes de estilo, en la misma época y sin diferencias cualitativas correspondientes no
las había habido nunca. Estas diferencias de estilo presuponen una conciencia estilística que deriva a su
vez de un apartamiento intencionado de la naturaleza y de una actitud consciente ante la tradición, conciencia que comienza justamente con el manierismo. Anteriormente apenas se era consciente de la especial dirección estilística de la propia época histórica; aquélla aparecía más bien como algo evidente,
no necesitada de ninguna explicación ni determinación, ya que no constituía objeto de elección. Con el
manierismo, en cambio, el estilo se convierte en programa y se hace por ello problemático. La relación
con el arte de épocas anteriores, especialmente con el arte, del período estilístico inmediatamente anterior, es decir, con el clasicismo del alto Renacimiento, se convierte en objeto de reflexión, en un problema frente al cual había que tomar posición; con ello surge en el campo del arte el fenómeno del historicismo, de la conciencia histórica, de la conciencia del condicionamiento por la situación histórica
correspondiente, una conciencia que se convierte en factor determinante del desenvolvimiento artístico.
También períodos estilísticos anteriores habían estado en una situación de dependencia u oposición
respecto al arte de épocas precedentes, pero en el manierismo somos testigos de un recurso consciente a
un estilo anterior tenido por paradigmático y, a la vez, de un apartamiento consciente, a veces ostentativo, del mismo estilo. Con ello el arte pierde el carácter aproblemático de su existencia y pervivencia,
y cada vez se hace más rara una relación espontánea e ingenua con formas anteriores. Así como el manierismo considera al arte contemporáneo enraizado en una situación histórica, así también juzga al arte
entero del pasado como producto de fuerzas históricas. Nada más natural, por ello, que el hecho de que
el manierismo constituya a la vez el comienzo de la historia del arte como género literario y que sean
manieristas los primeros representantes célebres de éste, Vasari y Karel van Mander.
Un problema hay que tocar todavía a este respecto. Aun respondiendo en sentido afirmativo a la
cuestión de la unidad del manierismo, queda sin embargo todavía en pie la pregunta de hasta qué punto
14
Wilhelm Pinder, Das Problem der Generation, 1926 y Die deutsche Plastik vom ausgehenden Mittelalter bis zum Ende
der renaissance, 1928
15
Esta insostenible teoría la encontramos especialmente en W. Weibasch, Der Manierismus, Ztschr. f. bild. Kunst, 1918 y
en Margarete Hoerner, Der Manierismus als kunstl.Anschauungsform, Ztschr. F. Asth. U. allg. Kunstwiss, 14926.
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17
puede hablarse de una simultaneidad de este estilo en las diferentes artes y de si, caso de no poderse
sostener esta simultaneidad, no habrá que renunciar a toda la fundamentación externa e histórica del
desenvolvimiento artístico. El desenvolvimiento estilístico no tiene nunca lugar de forma
absolutamente simultánea en las distintas artes, aun cuando un espacio de tiempo de cincuenta años,
como el que separa el final del manierismo en las artes plásticas y en la literatura, es una excepción y el
período de cien años que separa el final de la pintura barroca y de la música barroca es un caso
singularísimo. Sin embargo, esta separación temporal no significa una anarquía absoluta, sino que tiene
su fundamento, de suerte que el principio de la unidad estilística y el de la relatividad histórica del
desenvolvimiento artístico no quedan anulados, sino modificados. No se puede tampoco esperar que,
incluso allí donde se da un paralelismo estilístico en las distintas formas artísticas, una idea, un
sentimiento o una visión se representen en las diversas artes con la misma perfección, inmediatez e
intensidad; no es lo mismo, en principio, expresar un contenido anímico en palabras, que en colores o
tonalidades. El desarrollo de toda forma artística -independientemente de que sigue la dirección y el
ritmo de la historia general de los estilos- tiene sus propias presuposiciones condicionadas por su
técnica especial, por su pasado y por su función social; las distintas artes participan, bajo distintas
presuposiciones, en el mismo proceso histórico-social. Las distintas fases histórico-estilísticas
divergirán por eso entre sí; y así, por ejemplo, en vano se buscará en la literatura o en la música del
barroco ese «impresionismo» que hallamos en Velázquez, Frans Hals y Rembrandt. Un fenómeno de la
complejidad del manierismo se encontrará captado con distinta intensidad en las diferentes artes, y su
entrelazamiento con el Renacimiento y el barroco se expresará, según los casos, de distinta manera.
II. La disolución del renacimiento
1. El anticlasicismo
La evolución del arte se mueve desde siempre entre el seguimiento de una tradición y la protesta
contra ella. Durante milenios estas actitudes se adoptaron de manera espontánea y completamente
aprogramática, acompañadas del sentimiento de que la situación dada no permitía ninguna elección.
Sólo a partir del Renacimiento se convirtió, en un problema la cuestión de si debía proseguirse la tradición artística y hasta qué punto. Repentinamente pareció abierta la elección entre los caminos siempre
recorridos y los caminos inéditos, y de esa libertad de elección surgió el problema cultural del Renacimiento. ¿No se renuncia a lo mejor de uno mismo si se deja uno guiar sin ninguna resistencia por la
tradición? Y de otro lado, ¿no se pierde uno en la propia interioridad caótica si renuncia desde un principio a todo ejemplo, a toda indicación, a toda doctrina? Se comienza a comprender que la tradición
puede paralizarlo a uno, pero se percibe a la vez que la tradición puede convertirse en un dique contra
la corriente desbordada de lo nuevo: contra lo nuevo que ahora súbitamente empieza a sentirse en toda
su complejidad como el verdadero principio de la vida y la más tremenda amenaza para ésta. La esencia del manierismo está contenida en esta contradicción: su imitación de los modelos clásicos es una
huida frente al caos de la vida creadora en la que teme perderse; su radicalización de las formas subjetivas, su arbitrariedad ostentativa, la exagerada originalidad de su interpretación formal de la realidad
son, por otra parte, expresión del miedo a que la forma pudiera fallar frente a la dinámica de la vida, y
el arte pudiera petrificarse en una belleza sin tensión interna.
Toda creación artística consciente está unida a problemas, en especial a problemas relativos a la
elección de los medios más adecuados para la voluntad artística de que se trate; ahora bien, un
problema cultural en el arte sólo surge cuando se hace cuestión de la misma voluntad artística que debe
seguirse, cuando se ponen en tela de juicio no sólo ya los métodos artísticos, sino también los fines del
arte. La cuestión a la que, sobre todo, trata de dar respuesta el manierismo es la de si objetivos artísticos
como los del Renacimiento son dignos de ser seguidos; la de si con su consecución se alcanza un grado
más elevado de humanidad, una posesión más plena de la vida, una forma del espíritu más sublimada.
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La actitud de la nueva generación frente a aquellos objetivos es, en lo esencial, negativa, llena de duda
y desconfianza.
El anticlasicismo del arte manierista significa, en el fondo, la negación de la normatividad, del
carácter paradigmático y de la validez humana general del arte del alto Renacimiento, la renuncia a los
principios de la objetividad y racionalidad, de la regularidad y del orden que se manifiestan en él, la
pérdida de la armonía y de la claridad que penetran incluso sus más mínimas creaciones. Pero lo que
caracteriza de la manera más notoria al manierismo, en cuanto arte anticlásico, es el abandono de la
ficción de que la obra de arte es un todo orgánico, indivisible e inmutable, algo de una sola pieza. La
obra de arte paradigmática del anticlasicismo se compone de elementos muy diversos, heterogéneos y
más o menos independientes entre sí. El principio que la estética tradicional acostumbra a formular
como una ley de vigencia universal, a saber, que de los varios componentes de una obra de arte no se
puede ni quitar ni añadir nada sin hacer peligrar el valor artístico y el efecto estético del todo, sólo puede aplicarse a algunas obras, relativamente pocas, que representan los principios formales del clasicismo con extrema pureza. A las obras de artistas tan eminentes como Shakespeare, Cervantes o Brueghel,
por ejemplo, este principio no puede aplicarse en absoluto. La estructura «inorgánica» de las obras manieristas parece ser más bien la regla que la excepción en la historia del arte. Carece, en todo, caso, de
fundamento extraer de las pocas creaciones tipificadoras del clasicismo la consecuencia de que el fin
del arte consiste sin más en la eliminación total de la productividad exuberante y de la anarquía desenfrenada de la existencia. Durante largos períodos de su historia, el arte, al contrario, se ha esforzado en
conservar todo lo posible de aquella riqueza confusa, inaprehensible e inagotable, que el clasicismo
trataba de hacer desaparecer tras de sus formas cristalinas. Uno de los impulsos más fuertes para el nacimiento del manierismo hay que verlo en la conciencia que adquiere la nueva generación, que madura
hacia la muerte de Rafael, de la pérdida que implicaban para el arte los principios de orden y medida
del clasicismo.
La obra artística clásica es una síntesis; está dirigida a la representación de cosas que son tenidas por la quintaesencia del ser. El fin que se persigue consiste en no descuidar nada esencial y en eliminar de la imagen de la realidad todo lo accidental, casual y periférico, todo lo que puede aparecer
como perturbador, confuso o sin importancia. La obra artística clásica aprehende el ser en su supuesto
punto central, y en torno a este punto gira también con todos sus motivos, con todos sus elementos. En
principio, la obra de arte clásica no se compone de diversas partes, de detalles separables, sino que representa el despliegue de una visión del ser, captado como unidad centrada. Por muy rica que pueda ser
en rasgos singulares es siempre unitaria, y por muy parca que sea en sus motivos siempre es completa.
Los caracteres de lo casual, improvisado y provisional han desaparecido completamente de su estructura formal. En contraposición a esta representación sintética, la obra de arte manierista, no clásica, se
propone como objetivo el análisis de la realidad. La obra manierista no está dirigida a la aprehensión de
algo esencial, ni a la sublimación de los distintos momentos de la realidad en una esencialidad sustancial, ni a la obtención de un núcleo espiritual; lo que pretende es riqueza, multiplicidad, variedad y selección de los rasgos de la representación. La obra manierista se mueve preferentemente en la periferia
del ámbito vital que trata de representar, y ello no sólo para circunscribir un sector de cosas lo más amplio posible, sino también para indicar que el ser que representa no posee nunca un centro. Una obra
manierista no es tanto una imagen de la realidad, cuanto más bien un conglomerado de aportaciones
para esta imagen. Cuanto más originales, extrañas y exquisitas, cuanto más enigmáticas para la comprensión artística y más exigentes para el gusto artístico son estas aportaciones, cuanto menor validez
general poseen, tanto mayor es el valor específico -no clásico- de la obra en cuestión.
Nada expresa más radicalmente la naturaleza sintética de una obra clásica que su totalidad
microcósmica. Los hilos que podrían unirla con la realidad situada más allá de la obra están como
cortados; todas las hebras que corren por el estarcido de la obra se hallan enlazadas entre sí y
constituyen un armazón unitario, cerrado y completo. Nada alude a algo fuera de la obra y nada permite
dentro de su estructura la posibilidad de un salto, de algo que falte o haya que complementar. Una obra
no clásica aparece, en cambio, como un sistema abierto y no concluso, como si su falta de perfección
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19
aparece, en cambio, como un sistema abierto y no concluso, como si su falta de perfección hubiera que
atribuirla a una multitud de vivencias no dominada, a una concepción espiritual cuya profundidad y
amplitud hicieran saltar los límites del clasicismo. La obra artística no clásica renuncia -consciente o
inconscientemente- a la ficción de que la creación artística es un mundo para sí con fronteras
infranqueables y de que, una vez que se ha penetrado en su ámbito, éste no puede ya abandonarse
durante el tiempo de sus efectos artísticos. El manierismo permite -e incluso exige a menudo- la
interrupción a ratos de la ilusión artística y el retorno discrecional a ella. El juego con distintos aspectos
y actitudes, con sentimientos ficticios y con el «autoengaño consciente»16 actúan aquí en el goce
artístico de una manera inconciliable con los conceptos de la estética clasicista. La obra manierista no
es un recinto sagrado al que haya que entrar sumido en meditación y dejando tras de sí todo lo terreno y
cotidiano; es más bien -para utilizar la conocida imagen manierista- un laberinto en el que uno se
pierde y al que no se busca la salida.
El manierismo se vuelve, ante todo, contra el arte clásico del Renacimiento como contra un estilo de simplificación y concentración forzadas. Es como si el manierismo quisiera probar con cada una
de sus obras que lo valioso en el campo artístico no tiene que ser «sencillo», más aún, que no puede ser
sencillo. Así como la verdad, según se dice, no es nunca sencilla, así tampoco lo es más que raras veces
el arte. El manierismo se revuelve con igual decisión contra la sencillez que contra la ficción de la necesidad en el arte. Para la creación artística de un manierista nada está dado desde un principio de forma definitiva. Su obra no sólo crece desde el interior, sino también desde fuera, y no tanto desde el
interior como más bien desde el exterior. En este proceso los límites no están trazados de modo muy
estricto ni inmutable. Se quebranta, se quiebra la obra en un punto cualquiera y sangra, sangra doquiera
se interrumpe su pulso, aunque no se desangra nunca, porque cada parte tiene su propio nervio vital y
vive su propia vida celular. La peculiaridad de la obra manierista consiste en aquel carácter que Paul
Valéry predicaba del arte de Proust: «L'intérét de ses ouvrages –escribía- réside dans chaque fragment.
On peut ouvrir le livre oú l’on veut; sa vitalité ne dépend pas de ce qui précéde... elle tient á ce que l’on
pourrait nommer l’activité propre du tissu méme de son texte»17. Al principio esto suena como un lugar
común. ¡Cuántas veces no se han oído las palabras: «allí donde se abre el libro...!» En realidad, nada es
más raro que una obra tan impregnada de vida y de sangre, que sangre por doquiera se la corte. Uno
encuentra obras de estructura inconsistente, compuestas de partes más o menos independientes; se encuentran también mucho más a menudo obras de una pieza, pero hay relativamente pocas obras penetradas en todas sus partes por la misma energía, por la misma fuerza vital, y en las que «circule la sangre» por doquiera. Esta es la naturaleza de las grandes obras del arte manierista; su efecto abrumador
no tiene nada que ver con la altura y la frialdad suprahumanas del arte clásico, y nada tampoco con lo
impecable de la forma, con unidad, homogeneidad o disciplina. Obras mucho menos importantes del
arte clásico son, desde el punto de vista formal, incomparablemente más logradas, más equilibradas y
más autónomas y seguras de sí respecto a la realidad trascendente a la obra.
El principio fundamental de la voluntad artística clásica se caracteriza exactamente como
predominio de la forma, en oposición a la anarquía formal del mero expresionismo o a la exuberancia
del material en el arte naturalista; ahora bien, el formalismo abstracto es igualmente anticlásico que la
falta de forma. Tanto el uno como la otra representan una perturbación de aquel equilibrio entre forma
y contenido que el clasicismo mantiene siempre. La idea y la vivencia o lo imitativo y expresivo
retroceden a menudo en el manierismo a un segundo plano respecto a la consecución de una ordenación
compositiva y ornamental, de tal suerte que la forma decorativa no se obtiene de la forma de existencia
de los objetos representados y de sus relaciones reales, sino que es aportada a ellos, les es impuesta,
apareciendo como algo extraño, caprichoso y juguetón. Este formalismo puede manifestarse en la
16
El concepto procede de Konrad Lange, Das Weswn der Kunst, 1901, quien quizá lo concibió bajo la influencia de la
«willing suspension of disbelief» de Coleridge. Coleridge, a su vez, tuvo que estar influido por el concepto de ironía de los
románticos alemanes.
17
Paul Valéry, «Hommages», Hommage a Marcel Proust, «Les Cahiers de Marcel Proust», n. 1, 1927
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pintura como influjo de la superficie en la estructura total de la imagen; en la arquitectura como vida y
movimiento propios, es decir, como la falta de función de ciertos elementos constructivos; en la
literatura, como un juego de asociaciones de ideas y una acumulación de imágenes y metáforas
utilizadas por razón de sí mismas. Se trata siempre de una independización de los medios formales, que
trascienden el objetivo, de la representación; para decirlo con una palabra, de la metamorfosis de una
función en un fin en sí mismo que permite al observador olvidar el «qué» del contenido de la
representación por el «cómo» en que esta representación es llevada a cabo. Una forma artística sólo
tiene, empero, sentido y justificación como medio. de expresión, como mediadora de un mensaje, de
una concepción del mundo, de un sentimiento vital; independizada de ello no es más que una idea fija y
un juego con problemas y dificultades ficticias. En el formalismo, los medios artísticos cesan en su
papel de servidores y no nos dicen nada acerca de la naturaleza de los objetos representados: la
composición no articula nada, la luz, no ilumina nada, el color no modela nada. El formalismo del arte
manierista no supone ninguna voluntad ordenadora, ninguna fe en la soberanía de la forma sobre la
materia, ningún sentido espontáneo de la disciplina, sino sólo una compensación, más aún, una
supercompensación por la falta de tal voluntad, fe o sentido. La forma, el orden, el sistema decorativo
de referencias no se desprenden del arte como principios implícitos en él, sino que le son impuestos por
temor y pueden quebrarse y disolverse en anarquía.
El manierismo es, en otro respecto, el arte no clásico por excelencia. Si se prescinde del valor
artístico de sus creaciones, el manierismo es un arte no característico ni normativo de la nación, la cultura o el idioma de los que surge, no paradigmático ni representativo en el sentido en que lo es el arte
«clásico». Esto mismo debió de advertirlo también T. S. Eliot cuando afirmaba que, pese a toda su genialidad, Shakespeare no es un «clásico»18. El manierismo es un arte no normativo y Shakespeare un
escritor imposible de proseguir, un genio en que la nación se supera a sí misma, pero no un preceptor
de ella. Shakespeare corporifica también la paradoja del manierismo, en el sentido de que ofrece valores artísticos absolutos en forma problemática y de que, pese al goce que nos brinda, lleva en sí siempre
algo inquietante.
Se ha calificado de «impresionista» el estilo tardío de grandes maestros, como Tiziano, Frans
Hals y Rembrandt. Igualmente podría calificarse, de «manierista» el estilo suelto, libre, improvisador,
al que estos maestros llegan finalmente. A todos ellos les es peculiar un apartamiento del clasicismo.
Un cambio semejante es aún más chocante y significativo en personalidades como Goethe y Beethoven, profundamente enraizadas en el clasicismo. En sus últimas obras ambos renuncian a la forma
clásica equilibrada y, con ella, a la armonía amable y lisonjera; su dicción se hace cada vez más abrupta, su tono cada vez más áspero. Ambos construyen atectónicamente, se expresan en contraposiciones
agudas y rotundas, utilizan -y esto puede aplicarse, sobre todo, a Beethoven- formas fantásticas libres e
improvisadas. Y sin embargo, ni Goethe ni Beethoven fueron algo así como manieristas en ninguna
fase de su vida; pero aun cuando el manierismo no explica en forma alguna su arte, el estilo de su última época sirve para iluminar vivamente ciertas peculiaridades del manierismo.
2. El antinaturalismo
El concepto de anticlasicismo de Friedlánder encerraba también en sí, en cierto modo, el de
antinaturalismo. El clasicismo del Renacimiento era en efecto, lo mismo que el de la Antigüedad,
esencialmente naturalista. El clasicismo renacentista idealizaba, intensificaba, elevaba la significación,
la belleza y el formato de los fenómenos naturales, pero permanecía siempre dentro de los límites de lo
natural y verosímil. Su ideal de belleza exigía una cierta distancia de la realidad ordinaria, una
selección de los rasgos que de ella podían aprovecharse; su racionalismo y objetivismo no permitían,
sin embargo, que surgiera ninguna oposición frente a la realidad. El rigorismo formal, el sentido del
orden, la medida y la proporción implicaban, es verdad, una cierta tensión respecto a la realidad, pero
18
T.S. Eliot, What is a Classic?, 1945
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el arte clásico no permitía una ruptura con ella. El arte clásico pudo renunciar a ciertos aspectos y
elementos de la experiencia, pero no los contradecía ni los falsificaba; su esfuerzo estaba dirigido más
bien a mantener a toda costa la ficción de la verdad natural.
Con el manierismo nos sale al paso, por primera vez, una deformación consciente e intencionada de las formas naturales, es decir, una renuncia a la fidelidad a la naturaleza que no tiene su origen ni
en una falta o insuficiencia de capacidad artística ni en motivos puramente ideológicos, condicionados
desde fuera del arte, es decir, explicables por la situación histórico-social, la concepción del mundo del
momento o el sentimiento vital general, sino que se debe a una voluntad de expresión que, para manifestarse, abandona intencionadamente la imagen conocida y acostumbrada de las cosas. En épocas anteriores -incluso con un arte no naturalista- se creía representar siempre sólo lo que se veía efectivamente, sólo lo que se tenía ante los ojos del cuerpo o del espíritu y, pese a la estilización más atrevida,
no se dudaba de que se estaba siguiendo sólo la realidad objetiva. Ahora, por primera vez, se comienza
a tener conciencia de la diferencia fundamental entre el arte y la realidad y a convertir el apartamiento
de la naturaleza en fundamento tanto de un programa artístico como de una teoría estética. Con ello el
arte penetra en una fase de desarrollo que, en más de un respecto, podría denominarse «crítica». Si se
ve, en efecto, en la espontaneidad la actitud artística «natural», puede verse un síntoma crítico en el
hecho de que el manierismo está unido a una voluntad artística plenamente consciente, en la que no
sólo la elección de los medios, sino también el objetivo de la reproducción de la realidad es objeto de
reflexión. El manierismo es en este sentido un novum, el primer estilo del arte occidental no ingenuo,
determinado reflexivamente, el primero ante el que se tiene el sentimiento de que se trata más de una
intención que de una necesidad, más de un impulso que de un «ser impulsado», más de un sometimiento que de un imperio de los instintos espontáneos.
Con esta espontaneidad en el arte ocurre algo semejante a lo que ocurre con la sinceridad. Aun
prescindiendo de lo problemático que es aquí el valor de la sinceridad, no hay ningún criterio para distinguir qué debe tenerse en una obra por sincero y qué por insincero, qué es lo que descansa en un sentimiento auténtico y qué en un sentimiento ficticio19. Igualmente difícil es también trazar un límite entre la llamada creación artística espontánea y la consciente de su estilo, es decir, la determinada por una
relación no ingenua con la naturaleza. Nadie puede decir cuándo y dónde ha comenzado la creación
artística inespontánea, no ingenua, si es que alguna vez ha existido una creación perfectamente ingenua, «instintivamente segura». Sea de ello lo que fuere, con el manierismo tiene lugar un giro muy sensible en la historia de la conciencia artística, profundizándose considerablemente la cisura entre arte y
naturaleza, reacción espontánea y reflexión crítica, apartamiento involuntario e intencionado de la naturaleza.
Los manieristas ven el sentido y el fin del arte en hacer de la realidad algo que ésta no es en sí ni
puede ser nunca. Y ello, no para elevar la realidad -como el ideal estilístico del Renacimiento o del
barroco- a un plano humano o suprahumano más alto, sino para crear un mundo entre la realidad natural y la supranatural, una esfera de la pura apariencia, en la que todo lo que el artista tiene por inaceptable en la realidad corriente es plegado o, al menos, doblegado, desprovisto de su forma originaria y
sometido a un orden artificial. Para los manieristas la forma artística no era, en lo esencial, ni un medio
para la imitación de la naturaleza o para la autoexpresión ni un medio de estilización e idealización,
sino un vehículo para escapar al mundo, para acabar con él -con este mundo que a los manieristas les
parece algo extraño y a menudo altamente peligroso- de una manera o de otra, negándolo o despreciándolo, en formas ensoñadoramente sublimadas o desbordantemente juguetonas.
Los manieristas tuvieron conciencia de que tampoco el naturalismo del Renacimiento
significaba una falta de presupuestos absoluta frente a la naturaleza, una verdadera relación directa con
ella; pero los manieristas querían, en todo caso, aumentar la distancia entre el arte y la naturaleza. Para
ellos la sugestión del arte radicaba sobre todo en su tensión respecto a la realidad, en la eliminación de
19
Cf. mi Philosophie der Kunstgeschichte, 1958 (Trad. Española con el título Introducción a la Historia del Arte, Ed.
Guadarrama, 1969)
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las leyes objetivas de la experiencia y su sustitución por reglas de juego impuestas autónomamente.
Para los manieristas no se trataba tanto de representar la realidad interior en lugar de la exterior y de
someter el mundo a necesidades internas, sino más bien de poner en tela de juicio la validez de toda
objetividad. La época había perdido la confianza en una significación firme de los hechos e incluso de
la misma realidad. Se habían hecho fluctuantes los límites entre ser y apariencia, experiencia e ilusión,
reproducción objetiva e imagen de la fantasía subjetiva. Se comenzó a barruntar que incluso la imagen
más objetiva de la realidad es siempre un producto del espíritu, es decir, en parte una ficción e ilusión
que ningún abismo separa del mundo de la fantasía, del sueño, de la representación con papeles
inventados y máscaras hieráticas. En todo ello se expresa no sólo una reflexión del sujeto sobre sus
propias fuerzas y facultades, ni meramente una indiferencia frente a los hechos objetivos, sino también
una irritabilidad respecto a esos hechos, una resistencia a seguirlos y conformarse con ellos.
La esencia «anaturalista» del manierismo se expresa también en que la creación artística parte
de algo ya formado, en lugar de partir de la naturaleza. Esto quiere decir con otras palabras que los manieristas están menos inspirados por la naturaleza que por obras de arte y que en cuanto artistas, no se
hallan tanto bajo la impresión de fenómenos naturales como bajo la impresión de creaciones artísticas.
Las palabras de Wolfflin de que un cuadro debe más a otros cuadros que a la observación de la naturaleza por parte del artista, nunca se ven mejor confirmadas que en el manierismo20. El manierismo confirma también espléndidamente la frase de Ma1raux de que el pintor no ama los paisajes, sino los cuadros, de que al poeta no le importa nada la belleza de la puesta del sol, pero sí, y tanto más, la belleza
de los versos, y de que al músico no le preocupa el ruiseñor, sino la música21. Marino se acusa a sí
mismo de plagio: «Non nego d'aver imitato alle volte, o dando nuova forma alle cose vecchie, o vestendo di vecchia maniera le cose nuové»22. Hay que confesar que el manierismo es un derivado y que
se extasía ante otros estilos y no ante la naturaleza. Ello no afecta en nada a su valor artístico. Entre el
manierista y su vivencia de la naturaleza se encuentran siempre obras de arte; no por ello, sin embargo,
tiene que mediar distancia entre él y sus propias obras. Por muy indirecta que sea su relación con el
mundo, el manierista se da directamente con igual intensidad en su propio arte.
A pesar del carácter indirecto de sus vivencias de la naturaleza, el artista manierista no está
completamente separado de la naturaleza. Por muy acentuado que esté el carácter anaturalista de su
estilo artístico y por muy fluctuante que sea también el concepto mismo que se forma del naturalismo,
es evidente no sólo que el manierismo hunde sus raíces en una tradición artística naturalista de la que
no acierta a liberarse sin más, sino que sus representantes se sienten tan atraídos como repelidos por la
realidad inmediata. El sueño no es sólo un motivo dilecto de la literatura manierista, no sólo la expresión más precisa y significativa del sentimiento vital manierista, sino que, con su fluctuación entre apariencia y realidad, con su preferencia peculiar por crear relaciones abstractas entre hechos concretos,
expresa un principio fundamental del arte manierista, el cual representaba con máxima fidelidad naturalista detalles percibidos a menudo con insólita agudeza en un espacio denodado, irreal, fantástico, manteniéndose así rigurosamente fiel a la estructura del sueño.
La mezcla estilística que se manifiesta en la unión de elementos naturalistas y anaturalistas es
característica del manierismo, no sólo porque dentro de este estilo coexisten simultáneamente
tendencias, artistas y obras naturalistas con otras completamente anaturalistas, sino, también porque a
menudo las mismas obras muestran distintos grados de realidad, es decir, porque las distintas partes y
estratos de la misma obra mantienen una distancia distinta respecto a la realidad. Cuando en obras
manieristas se encuentran, junto a partes de completa fidelidad a la naturaleza, otras no sólo
absolutamente estilizadas, sino desfiguradoras y deformadoras de los rasgos de la realidad, hay siempre
que tener en cuenta que lo característico de esta mezcla estilística no es sólo -desde un punto de vista
realista- la distinta inmediatez de las diferentes secciones de la obra en cuestión ni la distribución de las
20
Heinr. Wolfflin, Kunstgeschichtliche Grundbegriffe, 1929
André Malraux, Les voix du silence, 1951
22
Según Francesco Flora, Storia della letteretura italiana, II, 2, 1948
21
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23
proporciones en los diversos sectores de la composición, unas veces más y otras veces menos
correspondientes a la experiencia ordinaria, sino también la diferente sustancia, densidad y firmeza de
la materia con la que se conforman las figuras. Obras de maestros del manierismo maduro, como
Tintoretto, el Greco, Wtewael y Bellange, y a veces también obras de artistas anteriores, como
Pontormo y Parmigianino, muestran a menudo, junto a figuras completamente sustanciales y
conformadas plásticamente, otras totalmente esquemáticas, desmaterializadas, veladamente
translúcidas, como esbozadas con yeso. En virtud de ello toda la representación adquiere con
frecuencia un carácter fantasmagórico o visionario; tan pronto se tiene la impresión de que figuras
irreales y soñadas toman parte en un proceso real, como de que se trata de una visión supranatural en la
que unas partes tienen contornos más precisos y otras menos.
A veces no se sabe bien si esta mezcla de estilos es un mero juego con distintas «maneras» o si
trata más bien de indicar que una obra de arte no es una estructura unitaria, totalmente integrada, firmemente delimitada, que traslada la imagen de la realidad a un único plano, tal como exigían los conceptos del clasicismo; que el manierismo, en suma, conoce también otros objetivos que el de la consecuencia estilística de la representación. La mayoría de las veces la mezcla estilística del manierismo
significa las dos cosas: tanto juego como teoría, un malabarismo con distintas técnicas, y una indicación de que no se pretendía en absoluto una ilusión total, la sugestión de tener ante sí el trozo de realidad representada.
3. El nacimiento del hombre moderno
La época a cuyo estudio desde el punto de vista de la historia de las ideas está dedicado el presente libro representa el período en que nace el hombre moderno. Poner en claro las implicaciones de
este hecho es el cometido que nuestra investigación se propone. El siglo XVI se ha designado ya anteriormente, y se suele designar todavía hoy, como el comienzo de la Edad Moderna, pero al hacerlo se
pasa por alto que lo que se califica de ordinario como la modernidad de este siglo23 es justamente lo
que tuvo que ser superado para que se abriera un camino al hombre moderno, con sus problemas específicos, su nueva concepción del mundo y su sentimiento vital radicalmente cambiado. Las presuposiciones de la Edad Moderna fueron creadas no, corno suele creerse, por el surgir del Renacimiento, sino
por su disolución. El hombre de la fase clásica del Renacimiento era todavía el «hombre viejo», el
heredero de la Antigüedad y de la Edad Media, el hombre no afectado todavía, en términos generales,
por la crisis espiritual de la Edad Moderna ni por la antítesis de sus fines y valoraciones. El Renacimiento se movía prácticamente todavía dentro de los límites del viejo mundo cristiano-dogmático, de
pensamientos y sentimientos condicionados por la tradición, dominados por el culto de la autoridad y
las formas económicas de la Edad Media. En este sentido, el Renacimiento era propiamente todavía
parte de la Edad Media o, al menos, pertenecía más directamente a la Edad Media que a los siglos posteriores. La llamada «modernidad del siglo XVI» sólo puede predicarse con razón de su fase posclásica. El mundo moderno se edifica sobre los escombros de la Edad Media y del Renacimiento, si bien en
parte con el material de estos escombros. Y si en la Edad Moderna no se pierden las conquistas del Renacimiento, ello es porque en la Edad Moderna se conserva también en parte la herencia espiritual de la
Edad Media.
Al supravalorar 1a importancia del Renacimiento para el presente, somos víctimas en muchos
aspectos de un espejismo. Nos encontramos todavía muy próximos a la época que redescubrió,
revalorizó y -tras un período de indiferencia condicionado por la desilusión general de la contrarevolución- rehabilitó el Renacimiento. El Renacimiento, tal como hoy lo vemos, no es sólo el
redescubrimiento, sino también en parte la recreación de la filosofía de la historia de aquella época, una
filosofía de la historia condicionada por la evolución política y social de su tiempo. El descubrimiento
de la naturaleza por el Renacimiento ha sido inventado por el liberalismo del siglo XIX; éste enfrentó
23
Así, por ejemplo, Henri Hauser, La modernidad du XVI° siecle, 1930
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el Renacimiento natural y amigo de la naturaleza con la «Edad Medía extraña a la naturaleza», como un
argumento contra el romanticismo reaccionario. La tesis del «descubrimiento del mundo y del hombre»
en Michelet y Burckhardt es en efecto, por su origen ideológico, una reacción contra la propaganda del
romanticismo a favor de la Edad Media y contra el espíritu de la revolución. La teoría del origen del
naturalismo en el Renacimiento procede del mismo impulso que la construcción histórica de que la
lucha contra el espíritu de autoridad y jerarquía, la idea de libertad de pensamiento y de conciencia, la
emancipación del individuo y el principio de la democracia son conquistas del Renacimiento. En la
exposición de este proceso histórico contrasta por doquier la luz de la Edad Moderna con las tinieblas
de la Edad Media. La conexión del concepto de Renacimiento con la ideología del liberalismo se echa
de ver en Michelet, el inventor del tópico de la découverte du monde et de l'homme, de modo aún más
patente que en Burckhardt. Basta echar una ojeada a su lista de representantes del Renacimiento, en la
que se encuentran nombres como los de Rabelais, Montaigne, Shakespeare y Cervantes, junto a los de
Colón, Copérnico, Lutero y Calvino, y en la que figura Brunelleschi como destructor del gótico, para
convencerse de que lo que a Michelet le importaba sobre todo era trazar un árbol genealógico del
liberalismo. Se luchaba contra el clericalismo y por los objetivos de la Ilustración como en el siglo
XVIII, sólo que la lucha se había hecho más radical por las amargas experiencias de 1848 y sus
consecuencias, es decir, por la experiencia de una revolución nuevamente fracasada.
Se han señalado repetidamente las lagunas y los errores de Burckhardt en su exposición clásica
del Renacimiento; raras veces, empero, se echa de ver que, con nuestro juicio erróneo acerca de las
relaciones entre Edad Media, Renacimiento y Edad Moderna, nos encontramos bajo la influencia de la
falsa interpretación del Renacimiento debida a Burckhardt, la cual, por lo demás, era un malentendido
de toda su época. Si hay una cisura en la historia de Occidente que separa el mundo del hombre moderno del mundo del hombre «medieval», esta cisura se encuentra en las postrimerías del siglo XII; la
nueva construcción de las ciudades y los comienzos de la cultura burguesa, la nueva economía monetaria y los preludios de disolución del feudalismo, los rudimentos de una cultura laica y el naturalismo
del gótico, todo ello constituye un giro mucho más decisivo, que el quattrocento. Si además se pasa por
alto todo lo que de las llamadas conquistas del siglo XV tiene orígenes medievales, habiendo sido simplemente intensificado después, no sólo se supervalora la importancia del Renacimiento, sino que se
subestima también inevitablemente la importancia de su crisis y disolución para el nacimiento, del
mundo moderno.
El espíritu del presente es en el fondo, lo mismo que el del Renacimiento y al contrario que el
de la Edad Media, racionalista, empírico, antitradicionalista e individualista, pero, a la vez y en contraposición al Renacimiento, está dominado por una inclinación irresistible al irracionalismo, antinaturalismo, tradicionalismo y antiindividualismo, y se encuentra desde sus orígenes, a consecuencia de esta
antítesis, en una serie ininterrumpida de crisis. La querelle des anciens et des modernes en la literatura
francesa del siglo XVII, las luchas de la Ilustración en el siglo XVIII, la revolución romántica del XIX
y el relativismo de nuestros días no hacen más que repetir la crisis del Renacimiento, que es la primera
crisis cultural de importancia europea general desde fines de la Antigüedad clásica y con la cual comienza de hecho la historia del espíritu. occidental moderno. De una cultura moderna sólo puede
hablarse, en efecto, desde que los valores creados o desarrollados por el Renacimiento comienzan a
hacerse problemáticos, no desde que éstos, racionalismo, naturalismo, objetivismo e individualismo
son descubiertos o aceptados, el origen de lo cual, por lo demás, apenas si puede ser determinado.
Nada patentiza más vivamente la metamorfosis de la cultura en el curso del Renacimiento que
la transformación que experimenta el concepto de individualismo. La individualidad misma cuenta
entre aquellos fenómenos para los cuales no puede establecerse un origen histórico. Siempre ha habido
individuos, en el sentido de seres singulares diferenciables y diferenciados de otros, e individualidades
dispuestas a conducir a otras y capaces de ello las ha habido ya en el estadio primitivo de la humanidad
y, como es sabido, también entre los animales. Ahora bien, ser un individuo o incluso una personalidad
con fuerte individualidad es una cosa, y otra es pronunciarse por un individualismo. Desde que existe
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una historia humana ha habido también hombres con don de mando, es decir, individualidades en el
sentido más eminente de la palabra; pero únicamente desde el Renacimiento ha habido personalidades
que no sólo son conscientes de su individualidad, sino que además afirman ésta y la intensifican o
tratan de intensificarla. Hasta entonces había meramente individuos, desde entonces ha habido un
individualismo. De individualismo puede hablarse, en efecto, sólo cuando aparece una conciencia
individual reflexiva y no meramente una reacción individual frente a impresiones e incitaciones. La
reflexión de la individualidad comienza sólo con el Renacimiento; el Renacimiento, en el sentido de
una forma de expresión individual, no comienza, sin embargo, con la individualidad reflexiva. La
expresión de la personalidad se perseguía en el arte mucho antes de que se midiera el valor artístico por
un subjetivo «cómo» en lugar de por un objetivo «qué». O con otras palabras: cuando ya el arte se
había convertido hacía tiempo en propia confesión de fe y se había impuesto como expresión subjetiva,
todavía se seguía hablando de verdad objetiva.
La gran vivencia del Renacimiento es la energía y la espontaneidad espirituales del individuo,
su gran descubrimiento el concepto de genio y la idea de la obra como creación de la personalidad autónoma. El concepto de genio había sido completamente extraño a la Edad Media, que apenas se vio
afectada por la idea de la competencia intelectual y que tenía por lícito no sólo la imitación, sino incluso el plagio. Hablar de una anonimia básica del arte medieval es, desde luego, una exageración romántica. La pintura miniada muestra numerosos ejemplos de obras firmadas y existen obras artísticas de
todos los períodos de la Edad Media cuyos autores nos son conocidos. La anonimia no tenía en sí nada
sugestivo; se la tomaba como era, pero no se aspiraba a ella. Se quería, al contrario, ser nombrado y se
aspiraba a esta distinción que los clérigos, eso sí, bien como mecenas o bien como cronistas, sólo concedían la mayoría de las veces a sus hermanos de religión. Sea de ello lo que quiera, sería, sin embargo,
pura ceguera afirmar que en el arte medieval no se echan de ver diferencias individuales a consecuencia
del imperio de la tradición, de la escuela, del estilo de la época o local, de las reglas de los gremios o
del taller, de la doctrina eclesiástica o del culto escolástico a la autoridad. No obstante lo cual, si el surgir del Renacimiento es evidente en un punto, este punto es el individualismo. No sólo el individuo
mismo se hace consciente de su peculiaridad y reclama los derechos especiales que derivan de su especificidad única, sino que también la atención del público pasa de las obras a la persona del artista,
avanzando al primer plano de la conciencia general el concepto de personalidad creadora.
El concepto de Burckhardt del Renacimiento como edad del individualismo tiene, sin embargo,
que ser corregido y completado en dos direcciones. De un lado, como ya hemos visto, la idea de la individualidad no era extraña a la Edad Media, si bien el individuo no era en absoluto consciente de su
singularidad y mucho menos trataba de afirmarla o intensificarla. De otra parte, la idea medieval de la
creación artística como algo fundado objetivamente y basado en la tradición y en el oficio ejerce todavía influencia durante largo tiempo, mientras que la concepción subjetivista del arte se impone sólo
lentamente, incluso después de la Edad Media. Pero, una vez que el individualismo se ha desarrollado
plenamente como concepción del mundo, comienza también inmediatamente la fase crítica de su desenvolvimiento. El concepto de genio, con el que alcanza su plenitud el individualismo del Renacimiento y en virtud del cual la personalidad creadora entra en conflicto con la tradición, la doctrina y las reglas y se sitúa sobre su propia obra, lleva ya en sí los gérmenes de la crisis y de la disolución. El paso
decisivo que se da en la historia del individualismo con la constitución del concepto de genio consiste
en el desplazamiento del centro de interés de la realización a la capacidad de realización, de la obra a la
persona del artista, del logro a las ideas e intenciones artísticas. Este paso sólo pudo ser dado en una
época para la que la forma de expresión personal se había hecho ya de por sí interesante y aparecía más
significativa que el contenido mismo de la expresión. Ahora bien, con este paso se estaba a punto de
perder de nuevo las grandes conquistas de la época. El individualismo, que había querido establecer un
equilibrio entre obra y personalidad, condujo a una tensión fatal entre ellas y, finalmente, a la destrucción de uno de los elementos por el otro.
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Miguel Angel afirma ya que pinta col cervello y no colla mano y hubiera deseado hacer surgir
sus figuras del bloque de mármol por arte de encantamiento, gracias a la simple magia de la visión.
Aquí hay algo más que orgullo de artista, algo más que la conciencia de estar por encima del artesano,
del aficionado, del maestro de gremio, algo más que la convicción de ser distinto a los demás y de crear
obras cuya calidad espiritual es más real que su forma material, obras que tienen raíces más profundas
en el propio espíritu que en una herencia espiritual de la que también otros pueden participar; lo que
aquí se revela es, pudiera decirse, un temor a entrar en contacto con la realidad ordinaria, con el mundo
tal como, en general, los hombres lo ven, se lo apropian y abusan de él. De esta manera se logra una
soberanía en comparación con la cual parece insuficiente e insustancial todo concepto anterior de individualismo y de libertad. Sólo ahora se logra la plena emancipación de la personalidad artística, sólo
ahora se presenta el artista como el genio por el que es tenido desde el Renacimiento. Ahora se cumple
la última etapa en el camino del artista hacia la cúspide; no el arte o su obra, sino el artista mismo se
convierte en objeto de veneración.
Miguel Angel es el primer artista moderno solitario, impulsado demoníacamente desde el interior; no sólo porque se halla poseído por su idea y porque para él no hay más que su idea, no sólo por
sentirse profundamente obligado frente a su talento y por ver en su existencia artística una fuerza superior situada por encima de sí mismo, de su querer, de su saber y de su juicio, sino también porque con
él el individualismo alcanza su forma propiamente moderna y problemática, una forma que trasciende
con mucho el concepto renacentista de un equilibrio entre obra y personalidad, realización y capacidad
de realización, voluntad artística y logro. Miguel Angel no sintió como deserción su refugiarse en los
«brazos de Cristo», cuando no fue ya capaz de soportar el peso del conflicto entre los elementos cristianos y paganos del arte renacentista; creía, al contrario, haber seguido fiel a sí mismo, más aún, que
sólo así podía seguir siendo fiel a sí mismo. Si un artista de épocas anteriores, y no sólo de la Edad
Media, sino también del Renacimiento, hubiera dejado de practicar en el campo de su arte, hubiera
quedado simplemente reducido a la nada. Miguel Angel, sin embargo, siguió siendo el mismo hombre
exorbitante, «divino», que había sido mientras creaba todavía obras de arte. En la Edad Media apenas
hubiera sido imaginable que un artista sirviera a Dios de otra manera que por su arte, y también en las
fases primeras del Renacimiento, cuando ya se habían relajado las vinculaciones religiosas y sociales,
hubiera sido casi imposible para un hombre afirmarse fuera de su oficio y profesión. Sólo desde que
surge el culto renacentista al genio es posible que un artista se haga rico, como Miguel Angel, o que
encuentre mecenas extravagantes, como Parmigianino, o que esté dispuesto a aceptar fracaso tras fracaso, a llevar una vida dudosa al margen de la sociedad, aferrado a sus originales ideas, como Pontormo.
Los artistas de la época manierista habían perdido todo cuanto había prestado apoyo a los artesanos-artistas medievales y, en muchos aspectos, también a los artistas del Renacimiento emancipados
del artesanado: la posición firme en la sociedad, la protección del gremio, la relación inequívoca con la
Iglesia, la actitud sin problemas frente a las reglas de la fe y frente a la tradición artística. El individualismo les abrió incontables posibilidades cerradas antes al artista, pero les situó en un vacío de la libertad en el que a menudo estuvieron a punto de perderse. Dada la conmoción espiritual del siglo XVI,
que forzó a los artistas a abandonar sus ideales renacentistas y a una reorientación de su visión del
mundo, no podían éstos dejarse sin más, y en todo sentido, dirigir desde fuera, ni tampoco entregarse a
sus propios impulsos. El artista se encontraba desgarrado entre la coacción, y la anarquía y se hallaba a
menudo frente al caos que amenazaba el orden del mundo espiritual. En este artista nos sale al paso,
por primera vez, el tipo del artista moderno con toda su escisión: con su vinculación histórica y su rebeldía radical, con su exhibicionismo subjetivista y con su hermetismo ocultante de lo último y extremo.
Con ello se había llegado a la tercera y última fase de la historia de las relaciones del
individualismo consigo mismo, la fase del individualismo convertido en problema, llevado al absurdo,
y del que se constituye en representante absoluto el individuo alienado de sí mismo. La crisis se
manifiesta de dos maneras: a veces, por un individualismo exagerado, y a veces, por un individualismo
reprimido. De ambas maneras nos ofrece el manierismo incontables ejemplos. La mayoría de los
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ambas maneras nos ofrece el manierismo incontables ejemplos. La mayoría de los manieristas o bien
extrema su propia peculiaridad, cayendo en extravagancias de naturaleza personal, o bien se somete a
una influencia extraña, renegando de su propio ser. No obstante, tanto el individualismo como la huida
de él significaban el fracaso de la idea que el Renacimiento se había formado de la libertad,
originalidad y autonomía del artista.
El individualismo, con su esencia problemática que oscila entre la rebelión y el conformismo,
que unas veces se alza contra toda vinculación, mientras que otras se impone grilletes a sí mismo, es
una creación del manierismo. Desde el manierismo, la cultura occidental no se ha recuperado plenamente de la crisis en las relaciones del individuo con las comunidades espirituales, bien sean del pasado
o bien del presente. Para la cultura occidental el manierismo se ha convertido en una fatalidad, aunque
también en fuente de renovación y profundizamiento. Tintoretto, Brueghel, el Greco son los primeros
pintores modernos; Shakespeare, Cervantes, Maurice Scéve, los primeros escritores modernos; Montaigne, Maquiavelo, Galileo, los primeros pensadores modernos; y todos ellos son representantes típicos del manierismo. Con ellos comienza la historia del arte moderno, que une en sí espiritualismo y
naturalismo, expresionismo y formalismo, intelectualismo e irracionalismo; de aquí arranca la historia
de la literatura moderna, con las primeras tragedias modernas, con los primeros grandes ejemplos del
humor, con la primera novela en sentido moderno. Aquí comienza su carrera triunfal la antropología y
psicología modernas, con la creación de figuras como Don Juan, Don Quijote, Fausto y Hamlet, las
cuales, al encarnar la problemática del hombre en la época, de crisis del, Renacimiento, se convierten a
la vez en los paradigmas más grandiosos de la humanidad occidental. Aquí hace su aparición por vez
primera el escepticismo filosófico como potencia espiritual histórica y como principio gnoseológico
moderno sin más; aquí se convierte en fundamento metodológico del pensar crítico el relativismo psicológico y moral de Maquiavelo, su descubrimiento del fenómeno de la «ideología» y de la «racionalización» en un sentido desvelador y psicoanalítico. Pero en todo ello se pone también de manifiesto una
intimidad y nerviosidad de la sensación desconocidas hasta entonces, una irritabilidad y tensión de nervios tan prometedoras como problemáticas, una tonalidad en la expresión tan inimitablemente personal
como acuciante y provocadora, condicionando toda una mentalidad y un idioma formal, que hace aparecer como superado en mucho el individualismo del Renacimiento y como frío y distanciado todo lo
subjetivo en el arte y en la literatura de épocas anteriores.
4. ¿Manierismo o manierismos?
El anticlasicismo es un rasgo tan sobresaliente del manierismo, que se cae fácilmente en el error
de no ver en el estilo manierista más que un posludio del clasicismo, es decir, una tendencia estilística
que aparece reiteradamente. Así como Wolfflin no veía en –el barroco más que un estilo típico, periódicamente repetido, y de acuerdo con este supuesto desarrolló la tesis de que toda época históricoartística de cierta amplitud atraviesa con necesidad lógica una fase barroca después de una fase clásica,
de igual manera se habla hoy del manierismo como de una tendencia estilística general, no vinculada a
condiciones históricas singulares, que aparece en situaciones semejantes y que, después de haber seguido más o menos los mismos principios formales en las postrimerías de la Antigüedad, del gótico y
del Renacimiento, se manifiesta de nuevo en nuestros días.
En relación sobre todo con la literatura, se ha afirmado que toda época muestra sus
«deformidades» análogas al manierismo24, que en la literatura europea el estilo preciosista, delicado,
forzado es un fenómeno constante que desvaloriza sin cesar los criterios del gusto clásico25; que en el
manierismo se manifiesta una constante del espíritu occidental26, que este estilo, para decirlo de una
24
Indicado por primera vez por Marcelino Menéndez Pelayo, Expediente académico, 1874.
W. Sy´her, Four Stages of Renaissance Style, 1955
26
E. R. Curtius, Europ Literatur u. lat. Mittelalter, 1948; G. H. Hocke, Die Welt als Labyrinth, 1927.
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vez, representa una «posibilidad intemporal»27. El manierismo adopta así el carácter que revestía el
barroco en Wolfflin y es calificado de «fase normal en el curso de todo estilo»28. O lo que es lo mismo,
no se le contrapone al clasicismo especial del alto Renacimiento, tal como lo había hecho Walter
Friedlander, sino que se acentúa en términos generales la «polaridad de clasicismo y manierismo» y se
ve en este último un «fenómeno complementario» de todo clasicismo29.
De una periodicidad semejante, en el sentido de retorno regular de las formas estilísticas, es
imposible hablar por la simple razón de que cada estilo artístico es en cierta medida resultado del
desarrollo anterior y este desarrollo tiene siempre lugar a una altura diferente del proceso histórico
total. El resultado de las fases anteriores del desarrollo se convierte en punto de partida de las
posteriores y cada fase presupone, como materia prima, los logros de la precedente. Esta materia prima
es apropiada, elaborada y convertida en sustancia nueva30.
El manierismo del siglo XVI es esencialmente distinto de lo que se designa como manierismo
del gótico tardío, por la razón de que el gótico tardío tenía que producir primero las formas artísticas
que iban a servir como elementos al manierismo del siglo XVI incorporándose a sus construcciones
como materia prima. Pontormo, Rosso, Beccafumi, Parmigianino pudieron utilizar ciertos goticismos
del quattrocento y, si se quiere, puede hablarse por ello de un manierismo del gótico y del quattrocento, pero estas formas primarias no representan una anticipación del manierismo posterior, como tampoco el alto Renacimiento es una repetición del Renacimiento carolingio. Los estilos artísticos no pueden
repetirse en la forma en que una vez se han hecho actuales. Desde su primera manifestación no han
cesado de pervivir y actuar, de participar en la evolución y de modificar consecuentemente su carácter.
Pontormo no puede ya ver el mundo con los ojos de un Fra Angelico, Piero di Cosimo, Andrea del Sarto, o digamos, Alberto Durero, y ello, porque su manera de mirar era sólo un elemento, sólo un coeficiente variable en la totalidad de aquellos factores que componían su imagen del mundo; si el estilo
artístico de Pontormo debe denominarse manierismo, no puede denominarse de la misma manera el de
sus predecesores. La única, posibilidad imaginaria -sólo imaginaría- de retorno de un estilo podría darse solamente en dos culturas completamente distintas y sin contacto entre sí; dentro de la misma cultura
sólo puede hablarse dé un desarrollo ulterior o de una variante, pero nunca de una simple repetición o
de una traducción literal de un estilo artístico. Ahora bien, si esto es así, no tiene mucho sentido hablar
de manierismos en distintas versiones y parece más acertado renunciar aquí al plural, es decir, reservar
el nombre exclusivamente para la dirección artística en que se expresa la crisis del Renacimiento y el
peculiar desarrollo estilístico que tiene lugar entre Renacimiento y barroco. Sólo aquí se manifiestan
plenamente los principios formales que responden a los criterios del manierismo; en otros períodos
históricos topamos todo lo más con rudimentos, modificaciones o formas híbridas del manierismo.
Ernst Robert Curtius se ha esforzado sobremanera en hacer del manierismo un estilo poco
menos que indiferente históricamente, que se repite con necesidad natural y que muestra siempre la
misma estructura formal31. Esto sólo es posible si previamente se ha renunciado a distinguir entre
manierista y amanerado. Lo que lleva a error a Curtius y a los autores que cometen la misma falta es el
hecho de que el manierismo lleva siempre en sí -aunque sea en medida mínima- un rasgo amanerado.
En todo manierismo hay algo de convencional, formalista, artificial y rebuscado. El juicio adecuado de
los fenómenos artísticos en cuestión se hace todavía más difícil porque la mayoría de las épocas
artísticas de ciertas dimensiones atraviesan una fase de decadencia, fatigada, tardía, semejante, por lo
menos, al manierismo y terminan con un período más o menos epigónico, inespontáneo y preciosista.
Esta «manera», que tan a menudo nos sale al paso, es confundida con el manierismo. En realidad se
27
Richard Zurcher, Stilprobleme der ital. Baukunst des Cinquecento, 1957
Niels v. Holst, Die deutsche Bilnismalerei zur Zeit des Manierismus, 1930
29
E. R. Curtius, loc. cit.
30
Cf. la discusión acerca de la perioricidad en la historia del arte en mi Introducción a la Historia del Arte, IV: Historia del
Arte sin nombre.
31
E. R. Curtius, op. cit.
28
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29
trata de dos fenómenos completamente distintos y, en consecuencia, de dos distintas significaciones
unidas por la palabra «manera». La una se refiere a un fenómeno histórico-artístico y la otra a un tipo
dentro de la teoría del arte. En el primer caso, en el manierismo en sentido estricto, como estilo único
históricamente, se trata de un concepto individual al que corresponde un solo objeto lógico, irrepetible
en su peculiaridad y plenitud; en el otro caso, en el amaneramiento, se trata, en cambio, de un concepto
genérico bajo el que puede subsumirse un sinnúmero de ejemplos. En este último sentido puede
hablarse, naturalmente, de un «manierismo» de los más distintos períodos históricos, pero sólo de una
manera general y abstracta, que tiene menos que ver con la historia que con la psicología y la crítica
artística. El manierismo se convierte así en una posibilidad artística siempre abierta y el manierista en
un tipo psicológico que es, más una víctima de sus nervios que un hijo de su tiempo.
Primario es el concepto del manierismo como fenómeno único e históricamente originario; el
concepto genérico de la «manera» repetible se deduce de la reunión de las analogías que encuentra en
el curso del tiempo la encarnación originaria y específica del principio estilístico. El concepto genérico
es también aquí más amplio en extensión y más pobre en contenido que el concepto individual; de igual
manera que la abstracción es siempre más pobre que el fenómeno concreto. Podría discutirse, desde
luego, qué es lo que debe designarse como manierismo «originario» y «específico». Se podría partir,
por ejemplo, de las postrimerías de la Antigüedad o del gótico y designar como manieristas «en sentido
propio» el arte y la literatura de estas épocas; en último término se trataría sólo de ponerse de acuerdo
terminológicamente. Hay que decidirse, sin embargo, por una época o por. la otra. Si se parte de que el
manierismo del siglo XVI representa la realización más pura y perfecta del principio estilístico en cuestión, sólo de una manera metafórica e imprecisa puede hablarse de un manierismo de la Antigüedad o
de la Edad Media. La validez de esta afirmación no es afectada por el hecho de que se den conexiones
históricas entre las distintas variantes subsumibles de la «manera». El hecho de que el manierismo del
siglo XVI se incorpore ciertos rasgos del arte medieval, que la literatura de la baja latinidad parezca
anunciarlo en varios respectos, o que encuentre su prosecución en el arte del presente, sólo significa
que entre las épocas en cuestión existe cierta afinidad producida por los más diversos motivos, pero de
ninguna manera que en ellas se den otros tantos manierismos auténticos y con pleno sentido.
El mismo Max Dvorák, que se resistió siempre a ver en un estilo artístico una tendencia repetible que se impone periódicamente, consideraba el manierismo no como un fenómeno histórico concluso, sino más bien como un movimiento cuya influencia no ha dejado de hacerse sentir desde el Siglo
XVI32. Pese a su realización única como estilo unívoco, el manierismo constituye, en efecto, un factor
permanente en la historia del arte moderno y, como subraya Dvorák, posee «una significación constante para toda la Edad Moderna». El manierismo no sólo influye en el barroco y desempeña un papel
considerable en las obras juveniles de artistas como Rubens y Poussin, sino que representa un componente de importancia en el rococó, se mantiene vivo, como lo muestra el arte de Fuseli, en ciertos rasgos del clasicismo, aflora con renovada energía en el romanticismo y resurge con una vitalidad sorprendente en los movimientos artísticos del presente.
5. Para la critica del manierismo
La actitud negativa frente al manierismo procede la mayoría de las veces de criterios
axiológicos procedentes del arte clásico del Renacimiento. De modo principal se le reprocha al
manierismo falta de naturalidad, espontaneidad y regularidad. El arte que se rechaza es, de hecho, no
sólo manierista, sino también amanerado, es decir, afectado y repetido hasta la fatiga; es un arte en el
que la artificiosidad, la exageración, el virtuosismo coquetón y el aferramiento obstinado a las mismas
fórmulas se encuentra a menudo unido a un afán de novedad casi maníaco llamado a compensar la falta
de verdadera originalidad. Estas insuficiencias no impiden, sin embargo, la creación de obras
sugestivas, incluso por autores de segunda fila, y en los verdaderos maestros cuentan entre las
32
M. Dvorák, Kunstgeschichte nals Geisresgeschichte, loc. cit.
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peculiaridades de una tonalidad que se impone pronto al gusto de uno. Rechazar el manierismo de
forma global sería tanto como olvidar la lección extraída de la teoría de la voluntad artística y renunciar
a juzgar las obras artísticas de acuerdo con el criterio de sus propios fines. Un arte que es, por principio,
inespontáneo, no ingenuo, no natural, no puede ser juzgado según los criterios de la sinceridad,
espontaneidad y naturalidad. Este arte tiene sin duda sus orígenes en el sentimiento de que estas
cualidades se habían hecho anacrónicas, se habían convertido en algo insustancial, vacuo y mendaz. En
una época de formas sociales altamente cultivadas y de formas de expresión exageradamente refinadas,
la ingenuidad y la aparente espontaneidad parecen menos naturales y más forzadas que el refinamiento
más rebuscado. ¡Cómo puede esperarse naturalidad e inmediación del arte de una época en la que uno
de sus poetas más representativos, Góngora, tiene la naturalidad por pobreza de espíritu y la claridad
por falta de reflexión! La inclinación por el ocultamiento, por la artíficiosidad, por la ficción, va tan
allá, que se cree tener que defender, no éstas, sino el gozo en lo natural y auténtico:
Who says that fictions on1y and false hair
Become a verse? Is there in truth no beauty?
Is all good structure in a winding stair?
(George Herbert: Jordan.)
(¿Quién dice que tan sólo ficciones y pelucas
forman un verso? En la verdad, ¿no hay belleza?
¿Es toda estructura buena, escalera de caracol?)
Los reproches más radicales y más a menudo repetidos contra el manierismo pueden reducirse a
que sus medios artísticos son demasiado convencionales, demasiado rígidos y esquemáticos. Aquí se
olvida que las formas de expresión del arte, como las de todo medio de comunicación no puramente
privado, tienen que ser siempre más o menos «convencionales» y que el genio más original, más peculiar, más creador, tiene que servirse tácitamente de ciertas formas convenidas y de ciertas reglas de juego, si quiere hacerse comprensible33. Y si todo arte es, en cierto sentido, convencional, hay que preguntarse si no lleva en sí también siempre rastros de una «manera». ¿No constituirá la «manera», como la
exteriorización y exageración de los contenidos expresivos o el exhibicionismo y virtuosismo del artista, uno de los peligros y limitaciones constantes del arte? En todo caso, la eficacia artística sólo es
compatible en cierta medida con la convención y la «manera», si bien los límites son muy fluctuantes y
se angostan o se amplían según la especie de la cultura artística, las pretensiones artísticas del público
del momento y la capacidad de los artistas. Cuanto más firmes son los fundamentos de una cultura artística, cuanto más profundas son sus raíces, cuanto más unitario es su público y mayor seguridad poseen sus artistas, tanta mayor cantidad de convención puede absorber y tanto más tiempo perdurará su
eficacia, a pesar de la rigidez que revisten sus formas. Aquí radica la explicación de por qué pudo tener
tan larga existencia una cultura artística como la del rococó. Lo que hizo, en cambio, impugnable desde
un principio el convencionalismo del arte manierista fue el hecho de que aquí se trataba de una sociedad agitada dinámicamente, que se aferraba, por así decirlo, con mala conciencia y no fácilmente a las
convenciones de su cultura problemática.
La crítica del manierismo se rige tanto por el criterio de la naturalidad, regularidad y
originalidad, como por el de la sencillez, inmediatez e ingenuidad. Ahora bien, ¿qué es lo que se
entiende por «ingenuo»? La mayoría de las veces, la erupción creadora espontánea, instintiva, libre no
sólo de todo programa, sino incluso de toda reflexión, de toda elección consciente entre distintos
medios artísticos, de toda referencia a un público específico. Una creación artística de esta especie no
existe, sin embargo, en realidad; y si en la creación artística hay diversos grados de conciencia, de
persecución de fines y de autocrítica, el valor de la obra creada no está en relación ni directa ni inversa
con el grado de estas funciones reflexivas. El saber, el pensar teórico, la reflexión crítica no impiden de
33
Cf. mi Introducción a la Historia del Arte, VI: Constitución y cambio de las convenciones.
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31
ninguna manera la creación de obras artísticas valiosas; a menudo son incluso la fuente de la que,
proceden las obras más importantes. Leonardo, Rubens, Delacroix y Cézanne -para no mencionar más
que algunos nombres- no eran en absoluto artistas ingenuos; sus obras son, al contrario, producto de
operaciones espirituales perfectamente conscientes, sin llegar por eso a ser algo así como manieristas.
¿Qué pudo haber tenido en la mente un investigador de la talla de Wolfflin al decir del manierismo que este estilo no mostraba «ya ningún rastro de visión ingenua»? En la frase se caracteriza exactamente el hecho, pero la ingenuidad no se comporta como Wolffiin al parecer pensaba. Poco más adelante sigue escribiendo: «El arte deja de ser un fenómeno popular»34. Con estas palabras pone al descubierto el trasfondo romántico de su pensamiento. ¿Dónde hubo en el cinquecento un arte «popular» con
el que tuvieran algo que ver el manierismo o el alto Renacimiento? ¿Y cuándo fue en absoluto popular
un arte grande? Si alguna vez lo fue, como en Shakespeare, lo fue pese a su grandeza y no en razón de
ella. Lo mejor en Leonardo, Rafael, Miguel Angel o Tiziano no fue, con seguridad, lo que más gustaba
de ellos al pueblo; y lo menos popular en su arte no fue tampoco seguramente lo peor de él.
Otro reproche, procedente también de la idea romántica del arte, que suele esgrimirse contra el
manierismo es el de su intelectualidad, un reproche con el que se trata de aludir igualmente a su falta de
ingenuidad. El manierismo es un arte espiritual en todos sus puntos, y ello no sólo porque el sentimiento estético de la calidad y el juicio crítico jugaron un papel decisivo en la creación de sus obras, sino
también porque sus artistas escogieron con preferencia vivencias intelectuales como objeto de la representación. El manierismo no sólo prueba que, desde el punto de vista artístico, estas vivencias pueden
tener efectos tan intensos, auténticos y directos como las vivencias emocionales, sino también que los
efectos recíprocos entre intelecto y afecto, razón y pasión, reflexión y espontaneidad, que en el siglo
XVI impidieron de manera eminente la postración de la cultura artística, cuentan entre las fuentes más
fecundas de inspiración artística.
La inclinación al intelectualismo en el manierismo llega hasta tal punto, que las dificultades
espirituales, las complicaciones mentales, las construcciones especulativas avanzan hasta el centro
mismo del interés artístico. El pensamiento se convierte en una actividad personal del escritor, perseguida con pasión dramática. No sólo se aceptan voluntariamente y se echa mano de enredos especulativos y problemas filosóficos, sino que se los busca de buen grado y se crean caprichosamente. Los manieristas se hubieran mostrado plenamente de acuerdo, sin duda, con las palabras de Friedrich Schlegel:
«En verdad os digo que os estremeceríais si el mundo entero, tal como vosotros lo exigís, llegara una
vez a hacerse en serio plenamente comprensible»35. Pero si se observa con más atención, se ve que el
arte manierista, con toda su gesticulación espiritual, es más «ingenioso» que profundo, más centelleante, chispeante, burbujeante, que verdaderamente sugeridor, más apto para inquietar que para abrir nuevas perspectivas y ofrecer un suelo firme. Se ha observado con razón que la espiritualidad de John
Donne no penetra profundamente, que su complejidad se mueve muy en la superficie y que su poesía,
pese a su aparente riqueza de pensamientos, es harto indiferenciada para poder satisfacer a la larga36.
No obstante lo cual, Donne es sin duda uno de los más altos poetas de su época y uno de los representantes espiritualmente más vivos del manierismo, aunque no un poeta por el que se pueda juzgar en un
sentido u otro la pretensión de significación espiritual de toda la dirección.
Tan insatisfactorio como este intelectualismo extremado y, sin embargo, a menudo tan superficial en las artes plásticas, lo es también en la literatura la utilización -harto exuberante la mayoría de las
veces- de imágenes, metáforas, concetti y otros artificios formales. En un principio estos refinamientos
son incitadores y sugestivos; después se siente una especie de hastío y saciedad.
No debe olvidarse, sin embargo, el papel que el manierismo ha desempeñado en la historia de la
sensibilidad artística. No sólo Tintoretto y el Greco conforman en sus cuadros visiones en comparación
con las cuales el arte del Renacimiento parece sólo una mera simplificación audaz aunque grandiosa,
34
Heinr, Wolfflin, Die klassische Kunst, 1948
Friedrich Schlegel, Uber die Unverstandlichkeit, Krit, Schriften, ed. por W. Rasch, 1956
36
C. S. Lewis, Donne & Love Poetry, 17th Century Studies presented to Sir Herbert Grierson, 1938
35
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no sólo Shakespeare y Cervantes crean obras que hacen que toda la literatura del Renacimiento se nos
antoje un modesto preludio, sino que también los representantes menores y más primitivos del
manierismo sugieren valores artísticos en los que no pudo soñar la generación precedente. Los artistas
del manierismo elaboraron los elementos de un idioma formal, susceptible de expresar una sensibilidad
totalmente nueva y una gracia y elegancia hasta entonces sin ejemplo. Pontormo y Rosso reaccionaron
ya con nervios más sensibles que los maestros del Renacimiento a las incitaciones recibidas, lo mismo
que Parmigianino y Bronzino manejaron el pincel con destreza más refinada que los pintores
renacentistas; Marino y Góngora es posible que se abandonaran en exceso al nuevo virtuosismo, que
había de degenerar a veces en mera exterioridad; Maurice Sceve y John Donne pueden parecer a ratos
artificiosos y rebuscados; pese a todo ello, tanto Tintoretto y el Greco como Shakespeare y Cervantes
tienen más de común con los nerviosos, excéntricos y a menudo abstrusos precursores y representantes
del anticlasicismo, que con el clasicismo en sí.
III. El nacimiento de la concepción del mundo basada en las ciencias naturales
1. El giro copernicano
Desde todos los puntos de vista imaginables, desde el punto de vista teológico, filosófico y astronómico, así como desde el punto de vista económico y político, la imagen del mundo propia del Renacimiento constituía un sistema de esferas concéntricas que giraban en torno a un centro fijo e inmutable. Se concebía al universo organizado según la misma idea jerárquica que había determinado la
sociedad feudal. Así como la pirámide del sistema feudal había tenido su centro en la persona del emperador, así también el universo tenía su centro en el trono de Dios. Esta estructura se repetía en todas
las construcciones racionales, bien fueran divinas, humanas o naturales. También la perspectiva central
de la pintura renacentista era sólo una de estas construcciones formales organizadas unitariamente y
orientadas hacía un solo centro. El trono de Dios constituía el centro de las esferas celestes; la tierra, a
su vez, era el centro del mundo material y -como correspondencia antropológica a esta imagen del
mundo- el hombre mismo aparecía como un microcosmos concluso en sí, en cuyo torno giraba toda la
creación, de igual manera a como los cuerpos celestes, giraban en torno a la tierra. La imagen del mundo renacentista respondía en todo ello todavía a la imagen del mundo medieval. Sólo la confianza en sí
del individuo, ahora amenazada, tenía que ser reforzada si se quería que esta imagen del mundo subsistiera. Lo que hasta entonces había hecho que el hombre se conformara con su modesta posición en la
tierra había sido la conciencia de que, pese a su insignificancia respecto a Dios y a las cosas últimas,
podía sentirse como la coronación y el verdadero sentido de la creación. El Renacimiento robusteció la
fe del hombre en su importancia entre las criaturas de Dios, y lo que perdió en confianza como creyente
se lo compensó por la intensificación de su autoconciencia como individuo.
Una vez que la ordenación feudal de la sociedad y la doctrina de la Iglesia perdieron su
autoridad anterior, el sistema ptolemaico quedó como único fundamento de esta imagen del mundo en
cuya forma el mundo había tenido sentido y consistencia para la Edad Media. Con la teoría geocéntrica
se derrumbó también toda la construcción que parecía dar al hombre seguridad. y firmeza en este
mundo. Cuando Copérnico desplazó a la tierra del centro del cosmos a la periferia del mismo, despojó
también al hombre de la conciencia de su posición central en el mundo de las criaturas: de señor de la
creación se convirtió en un pobre vagabundo sobre la superficie de un planeta. La tierra misma giraba
en torno al sol, en lugar de hacer girar al cielo estrellado en torno a sí; como una estrella más entre las
innumerables estrellas, se vio lanzada a los amplios y lejanos espacios celestes, para recibir del sol luz,
calor y energía. La distinción de la astronomía aristotélico-ptolemaica entre un mundo sublunar y un
mundo traslunar perdió su sentido y validez. «La luna -diría Giordano Bruno- forma parte del cielo de
la tierra, como la tierra forma parte del cielo del sol.» Esta noción destruyó toda la idea anterior de un
orden universal constituido por un sistema estrictamente centrado, único, estable, siempre idéntico a sí
mismo. A la vez hizo desaparecer la antigua jerarquía social, teológica y científica establecida entre las
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mo. A la vez hizo desaparecer la antigua jerarquía social, teológica y científica establecida entre las
distintas partes de la creación. El cielo y la tierra, el sol y las estrellas, la luna y el mundo sublunar
constituían ahora un universo esencialmente igual, aunque distinguible en diversos sistemas solares. La
idea de la similitud y del valor igual de todas las cosas comienza a anunciarse y prepara la concepción
relativista del mundo. Al quedar desplazado el hombre, junto con la tierra, del centro del universo a su
periferia, no sólo quedó destruida la imagen geocéntrica del mundo, sino también la antropocéntrica.
'Tis all in pieces, all coherence gone;
All just supply, and all relation:
Prince, subject, father, son, are things forgot...
(The First Anniversary.)
(Todo está dividido, ya no hay coherencia;
todo ofrecimiento justo y toda relación:
príncipe, súbdito, padre, hijo, se ha olvidado.)
se lamenta John Donne.
La significación histórico-espiritual de la teoría copernicana no sólo consiste en la disolución de
la imagen antropocéntrica del mundo y en la consiguiente deshumanización de las ciencias, sino también -y ello en un sentido todavía más decisivo para el futuro de las ciencias- en que representa el primer paso para el conocimiento del carácter perspectivista del pensar y, con ello, de la relatividad de la
verdad, que hasta entonces había sido tenida como absoluta y plenamente objetiva. A partir de Copérnico todo progreso en las ciencias comienza, puede decirse, con una sospecha respecto a la exactitud
del punto de vista anterior y con el supuesto de que en el ángulo mismo de consideración podía haberse
encontrado una fuente de error. La teoría copernicana, en efecto, no modificó tanto la doctrina de las
relaciones recíprocas entre los cuerpos celestes como el ángulo de observación que orientaba esta doctrina. El resultado fue, en primer término, que todo lo que tiene lugar en el universo ante los ojos de los
astrónomos sólo recibe verdadero sentido si éstos invierten las relaciones antes tenidas por verdaderas.
No en vano se ha convertido el «giro copernicano» en un tópico, famoso en la historia de la
filosofía y de las ciencias: en este «giro» hay que ver la primera trasposición metódica del pensamiento
occidental, ya que por primera vez atribuye el error a motivos que no se encuentran en experiencias o
medios de conocimiento insuficientes, sino en el punto de vista inadecuado del sujeto cognoscente.
Como es sabido, Kant designó como «copernicano» el giro que él realizó en la filosofía, y, efectivamente, toda la gnoseología de Kant se basa en el concepto de ideología en el sentido antes indicado, es
decir, en la idea de que el conocimiento está condicionado por el aparato mismo del conocer. Kant pudo dejar intactas en su validez las teorías matemáticas y físicas de su tiempo; lo que creía tener que
corregir era el supuesto de que el entendimiento humano se comporta pasivamente frente a las impresiones objetivas y de que el conocimiento representa una imagen fiel de la realidad. Para Kant, en el
proceso del conocimiento los objetos giran en torno al sujeto cognoscente y a las formas a priori del
conocimiento, de la misma manera que para Copérnico la tierra y los planetas giran en torno al sol. Y la
doctrina de Marx, que representa el punto culminante del método aún más desarrollado y profundizado
de desenmascaramiento del punto de observación y de investigación de la perspectiva espiritual, merece también con tanta más razón ser denominada «copernicana», ya que, si bien constituye el último
paso en un camino recorrido desde hace tiempo, es ella la que presta a este camino su sentido propio y
su aparente dirección. Nada, empero, puede menoscabar la significación de la hazaña de Copérnico y
nada permite ver con mayor claridad los gérmenes de renovación en esta época de crisis que el hecho
de que es en ella cuando empieza a recorrerse el camino que había de llevar a aquella teoría.
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2. Los ocho minutos de Kepler
Se acostumbra a designar el Renacimiento del siglo XV como la época de resurgimiento no sólo
de las artes, sino también de las ciencias y, sobre todo, de las ciencias naturales. De ordinario se le atribuye el origen de la concepción científica del mundo y se cree ver en él los comienzos del empirismo
consecuente y de la observación sistemática, los primeros intentos de reducción de las diferencias cualitativas en las impresiones sensoriales a diferencias cuantitativas; en una palabra, se cree ver en él la
fundamentación para la construcción del sistema natural de las ciencias, de un sistema racional, autónomo y conexo sin solución de continuidad, que elimina desde un principio toda explicación mística,
teológica o filosófico-escolástica de los fenómenos naturales. En realidad, el Renacimiento se hallaba
inmensamente lejano de este ideal de un método científico exacto, y se falsifica su imagen si sus esfuerzos por librarse de los prejuicios medievales se convierten en una revolución y si, con la impaciencia del historiador que quiere ver por doquiera síntomas de acontecimientos posteriores, se hace retroceder sin más la fecha de conquistas que sólo cincuenta o cien años más tarde iban a tener realmente
lugar. Los verdaderos fundadores del método de las ciencias naturales, Copérnico, Galileo y Kepler, no
pertenecen ya al Renacimiento, sino a una generación en la que iba a tener lugar la disolución de la
imagen del mundo renacentista. La teoría copernicana se publica en 1543 y sólo en el siglo XVII, a
través de Kepler y Galileo, va a extenderse verdaderamente su influencia. Ahora bien, pese a la inmensa significación de sus descubrimientos en el campo de la historia de las ideas, ni Copérnico ni el mismo Kepler pueden ser considerados en absoluto como los representantes típicos del nuevo espíritu científico, falto de prejuicios y basado en la pura experiencia. En el trazado de sus sistemas y en el desarrollo de sus ideas, tanto el uno como el otro se dejan llevar de toda clase de representaciones místicas,
metafísicas y estéticas; ante sus ojos flota siempre la idea de regularidades geométrico-ornamentales y
una y otra vez creen escuchar la música de las esferas. Todo ello parece responder a la verdadera naturaleza de los dos hombres de ciencia, mientras que sus descubrimientos causan en cambio la impresión
de que son debidos al azar y a inspiraciones repentinas. Esta impresión puede ser, sin embargo, en último término, excesivamente superficial.
La frontera entre el período humanista y científico-natural del Renacimiento está constituida37,
como ya se ha dicho, por el año 1600; los fundamentos de la concepción científico-natural del mundo
fueron establecidos, sin embargo, durante la crisis del Renacimiento por Copérnico y sus contemporáneos, y el giro que llevó a esta concepción tiene su origen en aquella conmoción que sacudió todo Occidente hacia mediados del siglo XVI. Copérnico y Kepler, que proceden de esta época, no son soñadores que tuvieron suerte como investigadores, sino, al contrario, científicos entusiastas, en los cuales la
fantasía metafísica y artística desencadenada triunfaba a menudo sobre su racionalismo.
Son conocidas las finas observaciones de Dilthey sobre la participación de la fantasía artística
en el pensamiento científico del Renacimiento38. Y que la «fantasía científica» también participó en el,
arte del Renacimiento es evidente39. Lo que habría que añadir a estas observaciones, corrigiendo así su
impresión total, es el hecho de que el espíritu científico se manifiesta ya muy pronto en el arte
renacentista, es decir, ya a comienzos del quattrocento, mientras que la fantasía artística no influye en
la ciencia sino bastante más tarde, en realidad fuera ya de los límites del período clásico del
Renacimiento. La penetración, por otra parte, de principios artísticos en la ciencia -la idea de un plan
universal, por ejemplo, o el concepto de constelaciones astronómicas de formas regulares o
estéticamente sugestivas- puede considerarse como síntoma de un desenvolvimiento muy problemático;
mientras que, en cambio, el arte contiene siempre, incluso en los períodos estilísticos más puros,
componentes científicos o cuasi-científicos. En interés de sus fines la ciencia tiene que procurar
37
Wilh. Windelband, Lehrbuch d. Gesch. D. Philosophie, 1910
Wilh. Dilthey, Weltanschauung u. Analyse des Menschen seit Renaissance u. Reformation, Ges. Schriften, II, 1914
39
Cf. mi Sozialgeschichte der Kunst u. Literatur, 1953, I,
38
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liberarse de puntos de vista estéticos, mientras que en el arte sólo los más ciegos defensores de l'art
pour l'art pueden rechazar toda comunidad con la ciencia.
En Copérnico se unen de la manera más extraordinaria los elementos de la filosofía especulativa
de la Edad Media y del neoplatonismo del Renacimiento con los del pensamiento inductivo y científico
de los siglos XVI y XVII subsiguientes. En este sentido puede decirse que Copérnico es el manierista
por excelencia entre los investigadores de su época. Especialmente significativa para la composición
antitética de su mundo mental es la participación del elemento teológico en su pensamiento, dominado
en lo demás por el principio de causalidad. Un ejemplo característico de ello es la respuesta que da a
sus adversarios -cuando éstos le objetan que, si la tierra girara -como Copérnico enseñaba-, ésta tendría
necesariamente que deshacerse y sus partes, impulsadas por la fuerza centrífuga, serían lanzadas al espacio. Copérnico responde a la objeción diciendo que, si la rotación es un movimiento natural de la
tierra, éste no puede producir como consecuencia la destrucción del objeto al que se halla unido.
Kepler no tiene ya ideas tan ingenuas acerca de la estructura providencial de la naturaleza ni
acerca del trasfondo religioso de las leyes naturales. Y sin embargo, ¿es tan fundamentalmente distinta
su «máquina: celeste» del sistema celeste de Copérnico? ¡No son tanto aquélla como éste mecanismos
que se mantienen a sí mismos en movimiento y que lo hacen en virtud de una fuerza simple, material,
pero que, no obstante, se expresa en formas sugestivas y relaciones armónicas? Poco antes de dar término a su obra principal, la Nueva Astronomía, en la que había laborado de 1600 a 1606, nos describe
Kepler su propósito con las siguiente! palabras: «Mi propósito es mostrar que la máquina celeste no es
una especie de ser divino y animado, sino una especie de aparato de relojería (y quien cree que un reloj
tiene alma, le atribuye las cualidades de su creador), puesto que todos sus múltiples movimientos están
causados por una fuerza material, simple y magnética, exactamente como los movimientos del reloj
están causados por el simple peso. Y también mostrar cómo estas causas físicas encuentran expresión
cuantitativa y geométrica.»
La historia de las ciencias exactas comienza, en todo caso, con Kepler, pese a sus ideas parcialmente anticuadas; Kepler es, en efecto, el primero que respeta adecuadamente los hechos y que no está
dispuesto a dar de lado ninguna de las circunstancias de un fenómeno. Esta afirmación parece harto
desvaída y seca para dar idea del maravilloso heroísmo que llevó a Kepler a su gran descubrimiento.
Había formulado ya las primeras de sus leyes cuando, tras largos años de esfuerzo y trabajo, se percata
de que el movimiento de Marte difería en ocho minutos de la órbita calculada por él y concorde con su
teoría. El descubrimiento de este error podría haber llevado a cualquiera a la desesperación, a no ser
que se hubiera decidido, como hubiera hecho Copérnico, a seguir sus investigaciones sin preocuparse
de los ocho minutos del arco. Kepler mismo dice que le hubiera sido posible despreciar estos minutos y
recomponer de alguna manera su teoría. Sin embargo, no fue capaz de hacerlo y los «ocho minutos» se
convirtieron así en el comienzo de una nueva astronomía. A estos minutos de error y sólo a ellos, afirma Kepler, se debe una parte importante de su obra (Astronomia Nova, II, § 19).
3. El yo fluctuante y cambiante
En ninguna forma se expresa más rigurosamente la crisis del Renacimiento y el proceso de
disolución unido a ella que en la filosofía de Montaigne. Su escepticismo no sólo es una de las
primeras, sino también una de las manifestaciones más inequívocas de aquel espíritu antirrenacentista
que iba a extenderse paulatinamente a todos los campos de la cultura. En ninguna otra forma se hace
más evidente la conmoción de los valores en que todavía había creído el Renacimiento y cuya unidad
había sido todavía indudable para la Edad Media. Comienza a derrumbarse la fe en reglas absolutas. No
se trata de una duda frente a determinados valores específicos separables del resto de la vida, sino de
una duda general, de una duda en la validez de valores, en verdades absolutas, en normas éticas
incondicionadas, en máximas abstractas del obrar. La duda de Montaigne significa una «duda
metódica», una duda, es verdad, ilimitada, pero sólo provisional; es decir, se trata de una duda que se
extiende «a modo de ensayo» (y en ello podría verse el sentido del título elegido por Montaigne para su
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sayo» (y en ello podría verse el sentido del título elegido por Montaigne para su obra) a todos los
valores, pero que no representa de ninguna manera la negación definitiva de todo valor. Para la
filosofía de Montaigne hay valores, más aún, toda una serie de valores que resisten al examen de la
razón crítica y escéptica y por virtud de los cuales adquiere nuestra vida un contenido más profundo: lo
que no hay son valores válidos para todos, en todo momento, en toda circunstancia, o valores que sean
siempre válidos para la misma persona. La relatividad de los valores, la validez condicionada de la
verdad, el carácter mudable de los criterios éticos, de las modas, usos y costumbres que se siguen, es el
punto en torno al cual gira constantemente el pensamiento de Montaigne.
El momento más revolucionario en el pensamiento de Montaigne, aquel con el cual se enfrenta
de la manera más radical con la Edad Media y el Renacimiento, es la idea de que los valores y normas,
sea cual sea la validez que se les atribuya, tienen un origen humano y no suprahumano o supranatural.
Las cosas no son en sí buenas o malas, sino que es nuestra mente la que les atribuye estas cualidades;
las cosas son lo que nosotros hacemos de ellas. Montaigne va aún más lejos en su relativismo: el
hombre no crea, ni siquiera para sí mismo, valores permanentes, invariables, unívocos. El hombre es
incapaz de ello porque la naturaleza humana es inestable, móvil, en modificación constante; porque se
encuentra siempre en estado de paso, fluctuante entre diversas situaciones, inclinaciones y estados de
ánimo; porque se desliza incesantemente de un plano a otro y porque su verdadera esencia no se
manifiesta en el ser, sino en la transición. «Je ne peints pas l’estre. Je peints le passage -escribe
Montaigne-, non un passage d’aage en autre, ou, comme diet le peuple, de sept en sept ans, mais de
jour en jour, de minute en minute»40. Y en otro pasaje, de forma más expresa y clara,: «Certes, c'est un
subjet merveilleusement vain, divers, et ondoyant, que l’homme. II est malaisé d'y fonder jugement
constant et unifome». O filosóficamente aún más profunda y ampliamente: «Il n'y a aucune constante
existence, ny de nostre estre, ny de celui des objects. Et nous, et nostre jugement, et toutes choses
mortelles, vont coulant et roulant sans cesse. Ainsi il ne se peut establir rien de certain de l’un á l’autre,
et le jugeant et le jugé estans en continuelle mutatión et branle» ¿Qué bondad es ésa -se pregunta
Montaigne en el mismo ensayo del que hemos extraído las palabras anteriores- que ayer era todavía
respetada para no serlo ya mañana? ¿Y qué verdad es ésa que vale a este lado de los montes y al lado
de allá es tenida por mentira? No se trata sólo, dice Montaigne, de que el hombre no tenga ninguna
cualidad que le domine plenamente y cuyo valor sea cierto de una vez para siempre, sino de que cada
una de sus cualidades y acciones pueden ser juzgadas de la manera más diversa; incluso para sus
acciones más hermosas y altruistas pueden encontrarse innumerables motivos condenables. No hay
ningún motivo de la conducta del hombre que no pueda ser también juzgado en sentido contrario.
No sólo la realidad exterior y objetiva cambia de naturaleza según el sujeto perceptor y su punto
de vista, no sólo llega todo a nosotros «modificado y falsificado por nuestros sentidos», sino que el yo
mismo se modifica tan profundamente de caso en caso, que no es posible tener certeza de su verdadera
esencia. El hecho de que todo fuera sólo punto de vista del sujeto que observa, vive y se incorpora las
impresiones, no afectaría en sí la confianza en el yo; pero la circunstancia de que los puntos de vista del
mismo yo respecto a la misma cosa se modifiquen incesantemente hace problemática la forma misma
de existencia y permanencia del soporte de esos puntos de vista. Con ello experimenta la fe en la
identidad del yo aquella terrible conmoción de la que no puede ya recobrarse la cultura del
Renacimiento y sin la cual es inexplicable el manierismo como concepción del mundo y como estilo
artístico. Las deformaciones en las artes plásticas, el metaforismo excesivo e incesante en la literatura,
la representación de personajes con distintos papeles y la inquisición constante de su carácter real en el
drama, son sólo medios para expresar, de un lado, la vivencia de que el mundo objetivo se ha vuelto
inaprehensible y, de otro, la vivencia de que la identidad del sujeto se ha hecho problemática, se ha
quebrantado y volatilizado. Nada es lo que parece ser; todo es algo distinto y, además, algo distinto de
lo que pretende ser. Vivimos en un mundo de ocultamientos y enmascaramientos; el arte mismo
desenmascara y oculta.
40
Montaigne, Essais,
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37
Cuán inestable se ha tornado la relación entre el yo y el mundo lo revela en grado sumo el
hecho de que Montaigne considera a su libro -que de manera tan personal y soberana interpreta el
mundo- como una realidad que le ha conformado a él mismo. «Je n'ay plus faict mon livre -escribe- que
mon livre m'a faict.» Por muy profunda que sea la verdad y la validez general de esta observación, por
muy cierto que sea que todo artista -y toda persona creadora- sólo es en parte lo que su obra ha hecho
de él y por muy exacto que sea que el artista anticipa con su obra su biografía en la misma medida en
que anticipa con su biografía su obra, es innegable el carácter manierista de la formulación de
Montaigne. Por doquiera se tiene bajo los pies un suelo oscilante: éste es el sentimiento que produce la
filosofía de Montaigne y la del manierismo.
4. El universo puesto al revés
Pese a la actitud científico-natural y racionalista cada vez más intensa, las ideas neoplatónicas
no pierden en absoluto su influencia durante el curso del manierismo. Puede hablarse incluso de su
reviviscencia, después de que el neoplatonismo alcanza su cumbre todavía en el quattrocento y
experimenta una decadencia transitoria a comienzos del período clásico del Renacimiento. Como todas
sus manifestaciones espirituales, también la filosofía de la época se halla penetrada por tendencias
contrapuestas. Al lado del empirismo de los científicos de la naturaleza y del escepticismo de los
filósofos como Montaigne y Sánchez, Giordano Bruno sustenta un espiritualismo de matiz panteísta y
panpsíquico, que reviste una importancia tan decisiva como la dirección opuesta no sólo para la
filosofía, sino también para el arte. Dilthey designa el panteísmo incluso como la doctrina filosófica
más importante de la época y ve en ella no sólo el resultado de tres siglos, sino también el verdadero
puente ideológico entre la Edad Media y la Edad Moderna. Con su nueva concepción cosmológica,
Giordano Bruno lleva a cabo efectivamente, en cierto sentido, el giro más importante en el pensamiento
filosófico y científico de este período de transición. La filosofía y la ciencia anteriores, incluso las
doctrinas neoplatónicas y el mismo sistema de Copérnico, estaban dominados todavía por la idea del
carácter limitado del mundo; Giordano Bruno es el primero que concibe el universo como infinito. La
significación de esta idea es inconmensurable e incalculable para la totalidad de la cultura. El influjo de
ella sólo se echa de ver plenamente en el barroco, pero el manierismo prepara el terreno para este
influjo. El problema de la representación pictórica del espacio infinito queda sin solucionar hasta
Claude Lorrain y los paisajistas holandeses del siglo XVII, pero los manieristas se enfrentan ya con él y
se encuentran en el camino para solventarlo. El sentimiento espacial de Tintoretto y de Brueghel escapa
ya a los límites del escenario clásico y, si bien este sentimiento no tiene todavía nada que ver con la
filosofía de Giordano Bruno, constituye evidentemente un fenómeno paralelo a ella y participa en el
desarrollo de la idea de la infinitud y de la representación del espacio infinito.
Montaigne y Giordano Bruno son sin duda los dos filósofos más importantes y representativos
del manierismo. Por muy opuestas que sean las concepciones del mundo que mantienen ambos, por
muy racionalistamente sobrio que sea el uno y por muy místicamente extático que sea el otro, por muy
robustecido y espiritualmente rejuvenecido que deja uno el libro del autor francés y por muy enervado,
aunque curiosamente incitado, que abandona uno la obra del autor italiano, los dos filósofos se
corresponden y tienen que ser mencionados juntos, no pese a su diversidad, sino justamente a causa de
ella, ya que sólo, así es posible formarse una idea adecuada del espíritu escindido de su época.
Compensando y complementando ambos sus respectivos influjos, preparan los dos juntos el porvenir
de la filosofía occidental. Con su escepticismo Montaigne anticipa la duda cartesiana y la radicalidad
de la gnoseología kantiana, convirtiéndose en fundador del moderno relativismo psicológico, al
condensar el grande y ancho mundo en el angosto pero tangible hic et nunc del individuo. Giordano
Bruno recorre el camino opuesto, el que lleva del microcosmos al macrocosmos, al ampliar hasta la
infinitud el sistema de Copérnico, convirtiendo a la conciencia humana en un espejo de relaciones
inconmensurables. De esta forma se recupera aquel absoluto que desde la Edad Media se había perdido
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para el hombre. El sujeto mismo se convierte en fuente de la idea de lo absoluto, de la vinculación con
lo infinito, del sentimiento del todo y de la eternidad.
Giordano Bruno mezcla sus ideas filosóficas con los tropos literarios más audaces y las
fantasías más arrebatadas; sus ideas producen a menudo el efecto de visiones de un delirante o
alucinaciones de un extático; pero, impulsado por su fantasía científica, llega a veces a ideas teóricas
tan importantes como no es capaz de conseguirlas ni formularlas el investigador o pensador precavido.
Y así, por ejemplo, la doctrina copernicana del movimiento de la tierra en torno al sol y su
consecuencia, el carácter cambiable de la impresión de lo que aparece como fijo o en movimiento, son
convertidas por Giordano Bruno en una teoría general del relativismo, extendiéndolas al espacio, el
tiempo y el peso, para llegar a su teoría de la indifferenza della natura, según la cual todas las
diferencias dependen del punto de vista del observador, no hay nada más sustancial, animado y divino
que lo demás y el todo se nos muestra como uno e idéntico en todas sus partes. Giordano Bruno
expresa todavía plenamente en el sentido de Copérnico la proposición de la relatividad del espacio,
cuando dice que la luna pertenece al cielo de la tierra, .como ésta pertenece, al cielo del sol; pero aun
cuando no añade nada nuevo a la teoría de Copérnico, le presta una formulación tan aguda, tan
peculiarmente «manierista», que parecen abrírsenos repentinamente nuevas perspectivas. Así como el
horizonte adquiere nuevos límites con cada lugar que el observador escoge como punto de vista y así
como todo otro lugar se hace relativo respecto a este punto, así también muestra el universo otra
imagen según se le observe desde la tierra, desde la luna o desde otro cuerpo celeste. Y cuando
Giordano Bruno dice que el mismo punto puede ser cenit o nadir según el ángulo desde el que lo
consideremos, es verdad que no dice nada nuevo, pero agudiza de una manera característica para su
época una verdad ya vista por Copérnico. Con todo ello, Bruno expresa una vez más la vivencia
primaria del manierismo de que en ningún punto podemos contar con un suelo firme bajo los pies y que
es posible incluso que estemos cabeza abajo cuando creemos estar de pie.
IV. La revolución económica y social
1. Nacimiento del capitalismo moderno
Las consignas que las autoridades espirituales, especialmente la Iglesia, imponían en la época
del manierismo a los artistas no podían ser para éstos un sustitutivo del apoyo que les había ofrecido el
sistema universal de la cultura cristiana medieval, que abarcaba toda la vida y toda la creación del
artista. Estas consignas, en efecto, salvo cuando afectaban al objeto especial de la representación
artística, eran más negativas que positivas y no estaban aseguradas, fuera del arte eclesiástico, por
ninguna sanción, quizá porque clérigos entendidos en arte se percataban del peligro que podía encerrar
una severidad excesiva, dado el estado ya extraordinariamente diferenciado del arte. Teniendo en
cuenta el desarrollo de la situación histórica, no cabía pensar en una regulación de la producción
artística de carácter hierático, unívoco y unitario, que pudiera compararse en naturalidad con la que
había existido en la Edad Media. Por muy buenos cristianos que fueran, los artistas no podían renunciar
sin más a los elementos profanos y paganos del arte clásico y tenían que aceptar como no resuelta y
como insoluble la contradicción interna entre los distintos factores de la tradición artística. Aquellos
para quienes la tensión de esta contradicción era superior a sus fuerzas y que, a diferencia de Miguel
Angel, no encontraron consuelo y robustecimiento en los «brazos de Cristo», se refugiaron en un arte
juguetón más o menos superficial o cayeron en la neurosis. De día en día aumenta el número de los
artistas extravagantes o psicopáticos. Pontormo sufre desde su juventud grandes depresiones y se hace
cada vez más misántropo y hermético. Parmigianino se entrega en los últimos años de su vida a oscuros
estudios alquimistas y tiene un aspecto completamente desastrado. Además de Pontormo, también
Salviati, Francesco Bassano el Joven y Goltzius sufren estados maníaco-depresivos. Rosso Fiorentino
se suicida; Tasso, Góngora y Orlando di Lasso, mueren locos. El Greco permanece en pleno día con las
cortinas de las ventanas echadas y, aunque ya no se le tiene, como en otro tiempo, por «perturbado», se
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ve en ello algo fuera de lo corriente. Cosas que el Greco sólo podía ver en su cuarto a oscuras podía
haberlas visto seguramente un artista medieval también a la luz del día, mientras que un artista del
Renacimiento no las hubiera podido ver en absoluto.
El hecho de que entre los intelectuales, especialmente entre los artistas, haya repentinamente
tantos neuróticos; de que el escepticismo se convierta en un fenómeno de la época y la melancolía en
una enfermedad de moda de la que el drama elisabethiano tantos ejemplos nos muestra, sólo puede
entenderse adecuadamente si se considera todo ello como un síntoma del desenvolvimiento histórico.
Como consecuencia de la disolución de las antiguas vinculaciones, de las antiguas comunidades
espirituales y de intereses, los hombres pierden también el sentimiento de seguridad; se ven situados en
el nuevo mundo de la libertad general, aunque relativa, pero a la vez en un mundo de la competencia
general, y se sienten presa de una angustia vital de la que tratan de escapar por procedimientos de las
más distintas clases. Por primera vez el hombre se siente impulsado por un ansia de éxito que lo tiene
constantemente en vilo, al contrario que el látigo del señor feudal o del dueño de esclavos, que sólo de
vez en cuando caía antes sobre sus espaldas.
Este estado patológico, vinculado al sentimiento de un equilibrio precario y que Freud
designaba «el malestar en la cultura», es atribuido por el psicoanálisis al menoscabo de la vida
instintiva, especialmente del impulso erótico, dejando así fuera de consideración la parte que juega en
el nacimiento de esta situación la inseguridad económica, las conmociones sociales y las perturbaciones
políticas, Ahora bien, estos momentos son los que sobre todo hay que tener en cuenta en el análisis del
sentimiento vital de que tratamos, si se quieren conocer sus orígenes. El ansia de éxito, el sentirse
impelido por el aguijón de la competencia -lo que se manifiesta primero en la vida material y después
también en la espiritual- son un síntoma típico del proceso capitalista y, como la neurosis de la época se
halla evidentemente en conexión con éste, es imposible explicar los orígenes del manierismo si no se le
relaciona con los orígenes del capitalismo.
¿Cuándo aparece el capitalismo en sentido moderno, es decir, aquella potencia que produce la
situación espiritual y psicológica a que hemos aludido? Los comienzos del capitalismo no se hallan,
naturalmente, en el siglo XVI. De capitalismo puede hablarse ya en la Edad Media e incluso, en cierto
sentido, en la Antigüedad clásica. Si se entiende por economía capitalista simplemente la relajación de
las vinculaciones corporativas, la destrucción de los gremios por la producción y, a la vez, la renuncia a
la seguridad que ofrecen las corporaciones, o lo que es lo mismo, si se entiende por economía
capitalista una producción, explotación y ganancia por propia cuenta y riesgo, guiada ya por ciertos
síntomas de la idea de competencia y de lucro, entonces hay que incluir la alta Edad Media en la era
capitalista. Si se tienen, en cambio, estas características por insuficientes y se cree que son rasgos
esenciales del capitalismo la explotación empresarial del trabajo ajeno y la expropiación y dominio del
mercado del trabajo por la posesión de los medios de producción -es decir, la transformación del
trabajo, de un servicio, como lo es en tiempos de la esclavitud y de la servidumbre, en una mercancía,
qué es en lo que se convierte con la liberación de los siervos de la gleba-, entonces hay que situar los
comienzos de la economía capitalista entre finales del siglo XIV y principios del XV. Sin embargo,
todavía no puede hablarse de una verdadera acumulación del capital ni de grandes fortunas en metálico,
cuya existencia, según Werner Sombart, es un rasgo esencial del capitalismo. Esto se puede observar
por primera vez en el siglo XVI; antes, también por otras razones, no puede hablarse de capitalismo en
sentido La
estricto.
acumulación del capital, junto con el derrumbamiento de la organización corporativa
medieval de la economía, con el desplazamiento de la actividad profesional de los empresarios de la
industria al comercio y del comercio con mercancías al comercio con dinero, y lo mismo incluso que la
agudización del principio de la competencia y la absorción de las pequeñas empresas por las grandes,
todo ello pertenece todavía al desenvolvimiento más bien superficial y más o menos automático del
capitalismo. El rasgo esencial más importante de la moderna economía capitalista, un rasgo cuya
primera aparición va unida a una actitud espiritual completamente nueva y que no puede ser
considerado ya como el mero desarrollo posterior de tendencias existentes, es el racionalismo
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económico. También este principio alcanza su pleno desarrollo por primera vez en el siglo XVI, si bien
hace progresos incesantes desde el siglo XIV. En lugar del primitivo afán de ganancia medieval
aparece ahora en forma radical la idea de la organización, de la planificación y de la contabilidad. El
espíritu emprendedor de los precursores pierde paulatinamente sus primeros rasgos románticos, de
aventura, de pillaje; el conquistador, aventurero, pirata, se convierte en un organizador y calculador, en
un comerciante que cuenta y dispone con toda prudencia. El principio racionalista se manifiesta no sólo
en que se trata de eliminar la casualidad y la suerte de los métodos de adquisición y aprovechamiento
de bienes y mercancías y en que se procura evitar la improvisación y la precipitación al utilizar la mano
de obra, sino también en que se superan poco a poco los métodos tradicionales de producción de
mercancías y de financiación. Lo nuevo en sí no es el principio de la organización planificada ni
tampoco la mera disposición a abandonar una forma de producción tradicional tan pronto como se sabe
de otra mejor -aun cuando la Edad Media se resistió por principio a abandonar la tradición-; lo nuevo es
la persistencia con que a partir de este momento se sacrifica la tradición a la racionalidad, con la
consecuencia de que todo factor de la producción se objetiva y se hace independiente de toda
consideración humana, personal y sentimental. Este estadio sólo se alcanza cuando la intensificación
del tráfico de mercancías en el siglo XVI hace aparecer de modo inevitable la plena racionalización de
la economía. El aumento de producción que se hace ahora necesario exige un aprovechamiento más
intenso de la mano de obra y con ello la mecanización de los métodos de trabajo la cual no consiste
meramente en la introducción de máquinas, sino también y sobre todo en la despersonalización del
trabajo humano, en la valoración del trabajador única y exclusivamente por el rendimiento que presta.
Y nada expresa mejor el espíritu económico de esta época e incluso en cierto sentido su mentalidad,
que precisamente esa objetividad deshumanizante que equipara al obrero con su rendimiento y su
rendimiento con el valor en dinero del mismo -el jornal-; en una palabra, que hace de él un mero factor
de cálculo en el balance de inversiones y beneficios, posibilidades de pérdidas y ganancias, activo y
pasivo.
El racionalismo económico de la época no se manifiesta tanto en el simple hecho de que la
naturaleza esencialmente industrial de la anterior economía urbana -sobre todo, en los centros
económicos de Italia y los Países Bajos- adopta ahora un carácter comercial y de que en la actividad de
los empresarios se impone el rasgo, calculador y especulativo, sino más bien en la aceptación del
principio -una consecuencia, por lo demás, del cambio en la praxis- de que el empresario no tiene
necesariamente que producir nuevas mercancías para crear nuevos valores. Altamente característica de
la nueva mentalidad económica que en este punto es sólo un aspecto de la tendencia de la época a la
complicación y abstracción- es la circunstancia de que ahora empieza a entender el mercado como algo
ficticio, variable y dependiente de la coyuntura, para llegar finalmente a la idea de que el valor de una
mercancía no depende de la buena o mala voluntad del comerciante, sino de ciertas constelaciones
objetivas e independientes de éste. Del concepto del «precio justo» y de los reparos contra el interés del
dinero se deduce que en la Edad Media el valor era considerado como una cualidad sustancial, fija de
una vez para siempre e inherente a la mercancía. Conceptos y reparos de esta especie sólo se
abandonan lentamente y con resistencia. Es la nueva praxis, y no al revés, la que allana el camino a la
nueva lógica y a la nueva moral. Sólo en conexión con la comercialización de la economía se
descubren los verdaderos criterios del valor en el mercado, su relatividad y su naturaleza indiferente
desde el punto de vista ético.
2. El capital financiero, potencia mundial
Entretanto el capital financiero y los negocios realizados con él se diferencian cada vez más del
capital invertido en el comercio y en la industria. Esto trae consigo una distancia creciente del
empresario respecto a la producción, no sólo porque en determinadas circunstancias no mantiene
ningún contacto con el trabajo manual y ningún contacto necesario con la explotación de los productos
del trabajo, sino también porque la independización del momento de la especulación hace posible un
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aminoramiento tan extraordinario del tiempo de circulación del capital, que este tiempo ya no guarda
proporción ninguna con la duración de la producción. El aceleramiento de las operaciones financieras
significa un aumento de las posibilidades de ganancia, pero al aumento de la ganancia va unido
también un riesgo mayor. Las causas del éxito o del fracaso no pueden comprenderse aquí con tanta
facilidad como cuando se trataba del comercio con mercancías o de la producción de mercancías
directamente para el consumidor. Las vicisitudes de la carrera de los grandes financieros influyen
también en la suerte de los pequeños productores, a pesar de que los factores decisivos del proceso
económico se hacen para éstos, como para la mayoría de las gentes, cada vez más abstractos, más
impenetrables y menos influibles. Para los pequeños productores la coyuntura adquiere una realidad
misteriosa y tanto más implacable, que flota sobre sus cabezas como una potencia superior e inevitable.
Con la pérdida de su influjo en los gremios y de su papel no pequeño en el mercado local, los
estratos sociales inferiores y medios pierden también su sentimiento de seguridad, pero tampoco los
capitalistas se sienten, ni mucho menos, seguros. Estos últimos padecen la neurosis de la época mucho
más que las pequeñas existencias, no sólo porque arriesgan más, sino también porque es mayor el
prestigio que ponen en juego. Para el capitalista no hay posibilidades de detenerse, de asegurar lo ya
adquirido, sino que con el crecimiento de la ganancia va penetrando en zonas cada vez más peligrosas.
La segunda mitad del siglo origina una crisis financiera tras otra; tienen lugar tres bancarrotas estatales
que conmueven hasta sus cimientos las grandes casas bancarias de Europa. El gran negocio de la época
y el más seductor es la suscripción de los empréstitos estatales; pero dado el exceso de deudas de los
príncipes, es también el más arriesgado. En este gran juego de azar participan no sólo los banqueros y
los especuladores por costumbre o profesión, sino también las clases medias a través de sus
imposiciones en los bancos y por sus inversiones en las bolsas que ahora empiezan a surgir. Después de
que los fondos de las casas de banca se muestran insuficientes para satisfacer las necesidades de capital
de los príncipes, se recurre a la deuda pública a través de las bolsas de Amberes y Lyon. Toda Europa
se ve invadida por una marea bursátil, por una fiebre de especulación que va a intensificarse más aún
cuando las compañías mercantiles ultramarinas inglesas y holandesas ofrezcan al público una
participación en sus fantásticas ganancias.
Las consecuencias de este proceso son tanto más catastróficas para los diversos estratos sociales
cuanto más subordinada es su posición, aunque éstos, de acuerdo con su posición social, reaccionan
menos neuróticamente a los acontecimientos. Por doquiera los mismos fenómenos: paro a consecuencia
del desplazamiento progresivo de la población de la producción agrícola a la producción industrial,
aglomeración de masas en las ciudades y condiciones de vida inhumanas como resultado de la huida de
los siervos de las grandes propiedades, aumento de los precios y reducción de los salarios a causa, por
un lado, de las guerras y de la importación de metales preciosos de América y, por otro, de la
implacable dominación de clase y de la racionalización de la producción. El descontento alcanza su
punto máximo allí donde tiene lugar la mayor acumulación de capital, en Alemania, y en la clase más
oprimida, entre los campesinos. Y estalla en conexión directa con el movimiento religioso de masas, en
parte porque este movimiento está condicionado él mismo por la dinámica sociable la época y, en parte,
porque las fuerzas y tendencias no conformistas y revolucionarias se agrupan y actúan todavía más
fácilmente bajo el signo de una idea religiosa.
Pero, sobre todo, el siglo XVI significa el comienzo del capitalismo moderno, porque es ahora
cuando el capital financiero se convierte por primera vez en una potencia mundial que se alza por
encima de los príncipes. La soberanía política se toma función del capital; la ideología del capitalismo
se impone, sea cual sea la suerte de los capitalistas individuales y sea cual sea su éxito.
Carlos V conquista Italia con ayuda del capital alemán e italiano, después de que la elección
imperial había sido ya, más o menos, una cuestión de dinero, solventada por un consorcio bancario bajo
la dirección de los Fúcar. Desde este momento el capital financiero domina el mundo con su lógica,
con sus intereses, con las presuposiciones de su medro. Los ejércitos con los que Carlos V triunfa de
sus enemigos y funda su Imperio son creaciones de esta potencia. Las guerras que llevan a cabo él y sus
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sucesores arruinan, es verdad, a los grandes capitalistas de la época, pero aseguran al capitalismo la
dominación mundial. Maximiliano I no estaba todavía en situación de cobrar impuestos periódicos y no
podía, por tanto, mantener un ejército permanente; el verdadero poder se hallaba en manos de los
señores territoriales del Imperio. Sólo su nieto logró organizar el erario público de acuerdo con puros
principios de empresa, creando así las bases para un ejército permanente y para una burocracia eficaz,
unitaria y concentrada. Como los ingresos de la corona procedían, en gran parte, de la población no
privilegiada y ajena a la nobleza, era interés del Estado promover más que antes el bienestar económico
de estas clases. Pero en todos los momentos críticos la consideración del contribuyente ordinario tenía
que retroceder ante los intereses del gran capital, a cuya ayuda no podían renunciar los príncipes pese a
sus ingresos regulares.
Sean cuales fueren las pérdidas que tuvieron que sufrir individualmente los capitalistas, la clase
capitalista como comunidad de intereses y e1 capitalismo como sistema extrajeron una ganancia
incalculable de su alianza con los príncipes. Tanto la una como el otro obtuvieron una influencia
permanente en la política exterior, en las medidas económicas, en el reparto de los privilegios y
monopolios y, finalmente, con la transformación del erario público en una empresa organizada
racionalmente, pudieron ver cómo los principios de que dependían su bienestar, su prestigio y su poder
triunfaban sobre los prejuicios siempre renovados que había abrigado la Edad Media contra su
profesión, sus medios de obtener dinero y su estilo de vida.
3. La crisis económica en Italia
En la época de la conquista de Italia por Carlos V el eje del comercio mundial se había
desplazado del Mediterráneo hacia Occidente. Las causas fueron el peligro turco, la interrupción del
comercio con Oriente a través del Mediterráneo, el descubrimiento de las nuevas rutas marítimas y la
aparición de las llamadas naciones oceánicas como sujetos económicos. Pero el potencial económico
italiano se había debilitado también como consecuencia de los acontecimientos políticos y de la crisis
social, de la invasión española y francesa y de la ocupación del país. por tropas extranjeras, del saqueo
de Roma y de su aniquilamiento transitorio como centro cultural, de las luchas religiosas y la
consiguiente reagrupación de fuerzas y, finalmente, como consecuencia de la ruina de la clase media
productora y del proceso de aristocratización en curso. Simultáneamente con la crisis económica de
Italia y con el proceso que hace aparecer en la organización de la economía mundial en lugar de los
Estados italianos con sus casas comerciales relativamente pequeñas, potencias que disponen de
territorios y medios incomparablemente mayores, termina también la época del capitalismo primitivo y
comienza el moderno capitalismo en gran escala.
La crisis económica del siglo XVI se hace notar en Italia antes y de modo más intenso que en la
mayor parte del resto de Occidente; sin embargo, no se vio agudizada como en otros sitios por la lucha
de clases. En el resto de Occidente, especialmente en Alemania, nos sale al paso un movimiento
anticapitalista exasperado, unido a levantamientos constantes contra la usura, los precios abusivos, los
monopolios, las grandes sociedades mercantiles y sus privilegios, la exclusión de los campesinos de la
propiedad de la tierra y de los artesanos de su influjo en los gremios. En Italia, en cambio, después de
los violentos choques de los siglos XIV y XV, la lucha de clases llega a un cierto período de calma. El
capital se había apoderado aquí tan firmemente de la sociedad y de la economía, que todo movimiento
anticapitalista estaba condenado desde un principio al fracaso, no quedando a las clases oprimidas y
explotadas otro recurso que el de la resignación. Más adelante, cuando bajo el dominio español se
presenta una decadencia económica general, también pueden observarse en Italia fuertes
manifestaciones anticapitalistas41.
Hasta el sacco de Roma, en 1527, era todavía Florencia no sólo la mayor potencia económica de
Italia, la potencia que dominaba también en Roma y en Nápoles, sino que los banqueros florentinos
41
Cf. Richard Ehrenberg, Das Zeitalter der Fugger, 1986
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tenían una relevancia decisiva en las relaciones internacionales pese a la competencia de los Fúcar y los
We1ser. Después del saqueo de Roma, Génova adquiere la hegemonía, fortificando también su
posición internacional, al pasarse al partido imperial; los florentinos, en cambio, después de haber
perdido sus derechos republicanos, ponen bajo los Médici sus medios económicos a disposición de
Francia y hacen causa común con el rey francés. El emperador y la casa de Habsburgo logran un
triunfo completo sobre Francia en Italia y esto trae consigo una mayor emigración del capital florentino
a Francia. Los acontecimientos políticos aceleran también el progreso de la tendencia que impulsaba a
abandonar el comercio con mercancías por los negocios monetarios y que había desplazado la potencia
económica de los florentinos al extranjero, privándola de influjo en su país de origen.
En realidad, desde el acuerdo entre el papa y Carlos V, en 1530, la economía florentina se
hallaba ya en decadencia en su propio suelo. No obstante, la crisis política así como la económica
estallaron en Florencia antes y con mayor violencia que en el resto de Italia. Es preciso no olvidar esta
circunstancia cuando uno se pregunta por el origen de la «gran perturbación» que caracteriza el
manierismo. Se ha dicho que este origen se halla en el hecho de que el desplazamiento del comercio
mundial hacia Occidente y la crisis económica consiguiente lanzan a la gran burguesía amenazada por
ello a los brazos de la Iglesia y que este proceso conduce a la reacción manierista42; respuesta un tanto
problemática y, en todo caso, en esta forma indiferenciada que presupone relaciones harto simples y
directas, insatisfactoria. No es lícito tampoco explicar el origen del manierismo partiendo de la
situación localmente limitada de Florencia. El hecho de que el manierismo comienza históricamente en
Florencia no deja, desde luego, de tener significación; pero el manierismo no hubiera alcanzado la
vigencia universal que le caracteriza si no hubiera sido sostenido allí por tendencias generales.
En Florencia dominaban los Médici con la bendición del papa. Su dominio significó no sólo el
fin de la constitución republicana, sino también la introducción de costumbres y reglas de gusto
españolas. Y aun cuando la moda española es inadecuada, incluso por motivos cronológicos, para
explicar el origen y el último fundamento del estilo manierista, sí puede considerarse como un
elemento que robusteció tendencias ya existentes. En las formas de vida cortesanas de la gran burguesía
y en el formalismo del arte clásico se muestra ya, desde principios del cinquecento, una tendencia a la
aristocratización que se agudizará simplemente con la españolización. Hay un hecho cuya significación
no debería nunca subestimarse, y es el de que la cultura italiana sigue un impulso interno aun allí donde
parece someterse a una influencia extraña.
Cuando sus cimas más altas comienzan a transformarse en una aristocracia cortesana, la
burguesía florentina se encuentra al término de un largo desarrollo, unido a la modificación total de su
actitud económica, de sus conceptos morales y de su forma de vida. El espíritu capitalista del
Renacimiento se componía originariamente del impulso a la ganancia y de las llamadas «virtudes
burguesas» de actividad, ahorro y honorabilidad. También estas virtudes estaban dominadas por
principios racionales, como la actitud vital entera del nuevo burgués, e incluso donde sólo parecía estar
en juego el prestigio se tenían en cuenta razones de utilidad. Honorabilidad y lealtad significaban en el
idioma del nuevo burgués tanto como solvencia. En la segunda mitad del quattrocento estos principios
de una forma de vida honorable, racional, burguesa e incluso pequeño-burguesa retroceden ante el ideal
del capitalista y con ello el estilo de vida del burgués adopta caracteres más distinguidos y, a menudo,
hasta señoriales. De lo que se trataba era de desarrollar aún más estos rasgos y de insertarlos en un
nuevo plan
Todode el
vida.
proceso social tiene lugar en tres fases. En la primera, la «época heroica del
capitalismo», nos sale al paso en el empresario el conquistador belicoso, el aventurero audaz, confiado
en sí mismo, emancipado de la relativa seguridad medieval. El burgués lucha todavía con armas reales
en la mano contra la nobleza envidiosa, contra los municipios rivales y las ciudades marítimas hostiles.
Cuando las luchas sociales y las guerras comerciales llegan a una cierta calma y el tráfico de
mercancías, ahora asegurado, exige y, permite una organización más estricta y un aumento de la
producción, desaparecen también paulatinamente los rasgos militares y románticos del burgués
42
Fred. Zeri, Pittura e Controriforma, 1957
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44
industrioso y éste somete toda su existencia a un plan de vida más racional, más ordenado y más
regular. Ahora bien, tan pronto como se siente económicamente seguro, comienza a relajarse la
disciplina a la que se había sometido y se inclina con satisfacción creciente a los goces del ocio y de la
vida fácil. El burgués adopta un estilo de vida frívolo, hedonista, aprendido de la nobleza, y ello
precisamente en un momento en el que los príncipes, que piensan cada vez más con categorías fiscales,
comienzan a adoptar los principios de un comerciante serio, cumplidor y solvente. Los círculos
cortesanos y los burgueses se encuentran a medio camino, al moverse los dos en una dirección
contrapuesta a sus anteriores inclinaciones. Los príncipes se hacen cada vez más ilustrados, prácticos,
sobrios; la burguesía, o al menos sus estratos superiores, se hace cada vez más conservadora, irracional,
romántica.
El renacimiento del romanticismo caballeresco y con su entusiasmo por la vida heroica y la
nueva moda de las novelas de caballería -a la que debemos, entre otras obras, el Quijote-, hubiera sido
tan impensable como el arte elegante, afectado y preciosista del manierismo, sin la decadencia de la
democracia burguesa, la absolutización del poder real y el carácter cortesano que adopta la cultura
occidental. La diferenciación del arte manierista, su refinamiento, su forma expresiva nerviosa,
distanciada y exotérica, todo alude a la existencia de un público que, independientemente de lo que
aprecie en el arte o de lo que espere de él, está entregado al juego de sociedad de un idioma convenido.
Aquellos ideales de vida caballerescos que Cervantes, con la ambivalencia de sentimientos tan
característica de él, de su héroe y de toda su época, glorifica y escarnece a la vez, constituyen mucho
más que un juego de moda: son la forma con que revisten su ideología tanto la nueva nobleza
procedente en parte de las clases inferiores, como los monarcas camino del absolutismo. Una burguesía
industriosa, realista, razonable no hubiera encontrado un goce especial ni en las novelas de caballería ni
en su parodia y no hubiera mostrado tampoco mucho interés en una figura como Don Quijote: ni le
hubiera tenido por trágico ni por cómico, sino a lo sumo por necio. Los rasgos de la imagen del
«Caballero de la Triste Figura» son, en efecto, tan floridos, curiosos y desencajados como las figuras de
los pintores manieristas más extravagantes; estos rasgos son también elementos de un idioma formal no
comprensible sin más.
V. Los movimientos religiosos
1. La doctrina de la predestinación
Se acostumbra a considerar como fenómenos paralelos el Renacimiento y la Reforma. La
Reforma pertenece, sin embargo, más a la crisis y disolución que al desarrollo y plenitud del
Renacimiento. El Renacimiento sigue fiel, en términos generales, a la Iglesia medieval; la Reforma, en
cambio, pese a su retorno a ciertas formas de religiosidad medieval, significa la ruptura con la Iglesia
de la Edad Media y, a la vez, con la del Renacimiento. La Reforma se encuentra en una oposición tan
radical al concepto de Iglesia de los humanistas como al concepto de Iglesia de los teólogos ortodoxos.
Se ha denominado a la Reforma e1 «giro copernicano de la religión», en el sentido de que en
ella «no la Iglesia, sino el individuo se, convierte en factor decisivo de la vida religiosa»43. Así como,
según Copérnico, no es el sol el que gira en torno a la tierra, sino ésta en torno a aquél, así también
enseña Lutero que el punto de arranque y el centro de la fe no es la Iglesia, sino el individuo, que el
creyente se encuentra en una relación filial directa con Dios y que para su salvación no precisa ningún
intermediario entre él y Dios. De todos los-factores que Lutero ataca, aquel que con más violencia
combate es el «mecanismo en la religión»44. Su lucha contra la Iglesia católica se concentra en lo que
ésta tiene de inane e impersonal. Lutero se resiste, y esto es lo principal para él, a contentarse con una
43
44
Hubert Jedin, Das Konzil von Trient, 1926
Cf. Joseph Lortz, Die Reformation in nDeutschland, I, 1939
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45
institución que sustituya la relación directa entre Dios y el creyente. Troeltsch afirma45 que desde un
principio Lutero tuvo en la mente la idea de una Iglesia, a la que nunca pretendió sustituir por una
«mística sin Iglesia y una religión de laicos»46. Aunque esto fuera verdad, Lutero veía un peligro en la
Iglesia en cuanto organización rígida y estaba determinado, aquí como en tantos otros puntos, por
tendencias ambivalentes. Aun sin renunciar totalmente a la idea de Iglesia, afirmó desde un principio
que ésta no tenía que ser una institución con una dirección oficial supraordenada, sino sólo la
comunidad de todos los fieles. Al parecer, Lutero esperaba que su doctrina provocaría una
transformación completa de ideas, haciendo superflua la existencia de una Iglesia. Esta esperanza no se
vio cumplida y los esfuerzos de Lutero en esta dirección terminaron con un fracaso. Si llegó a
conformarse en cierto sentido con la idea de una Iglesia, ello fue sólo en la medida en que ésta fuera
una Iglesia total renovada desde el espíritu del Evangelio. Las Iglesias particulares renovadas, es decir,
las Iglesias territoriales de Alemania, significaron el fracaso de este anhelo. Lutero tuvo al fin que
aplicar incluso la coacción y la violencia, que él hubiera querido evitar a toda costa en materia de fe y
de conciencia.
El hecho revolucionario de Lutero, sólo comparable en significación con el de Copérnico, no se
limitó-sin embargo, a la supresión de la Iglesia como institución salvadora, a la eliminación de los
sacramentos y del sacerdocio sacramental, a la concepción, de una religiosidad independiente de la
Iglesia, es decir, a la vinculación directa de la gracia con la fe: la gracia, que no es ya una cosa, una
medicina, como decía Melanchton, milagrosa y que se puede tomar, sino una merced, un favor que se
concede, y la fe, que no se expresa ya en las buenas obras singulares, sino en la totalidad de la actitud.
El giro copernicano en sentido riguroso que Lutero imprime a la religión queda formulado
decisivamente en tesis como la siguiente: «No las buenas obras piadosas hacen a un hombre piadoso,
sino que un hombre piadoso hace obras piadosas.» O lo que es lo mismo, ni siquiera lo que debe ser
una obra piadosa se sabe de antemano; de igual manera que con conceptos humanos no se puede
tampoco saber, fundamentar ni justificar qué es lo que hace que el hombre participe de la gracia divina.
El hombre piadoso realiza obras piadosas, pero las obras piadosas no prueban de ninguna manera que
procedan de un hombre piadoso. El justo tiene la posibilidad de la gracia, pero la concesión de la gracia
no presupone méritos, de la misma manera que el hombre meritorio no, tiene derecho a la gracia. El
hombre no tiene este derecho, como no tiene tampoco el de haber sido creado hombre y no animal47.
La doctrina de la predestinación constituye el núcleo de la dogmática protestante; en ella se
contiene la idea fundamental de la religión protestante como religión de la pura fe y actitud cuya
esencia se expresa en el concepto de la gracia. La doctrina de la predestinación, y sólo ella, encierra en
sí aquella idea religiosa que sustrae totalmente a los conceptos y medidas humanos el gobierno, la
decisión de Dios y la elección divina para la gracia; ella hace que los caminos de Dios nos parezcan tan
inasequibles, que incluso los conceptos de valor moral, honestidad y piedad resultan aquí demasiado
humanos, sin relación alguna con Dios. El sentido propio de la doctrina de la predestinación consiste en
que la actuación de Dios como juez tiene que parecer absurda si se la mide con criterios humanos;
frente a Dios como juez, la única actitud adecuada es el sacrificium intellectus. La gracia divina no
tiene nada que ver con merecimiento y premio, justicia y equidad; Dios otorga a uno la salvación sin
mérito alguno y se la niega a otro sin culpa especial. La arbitrariedad e incluso la injusticia pertenecen
a la esencia de Dios. «La idea de que Dios es injusto -escribe Lutero- tiene mucho a su favor; está tan
bien fundada, que la razón no puede resistirse a ella». Si los cánones morales fueran vinculantes para
Dios, sería él una criatura de las normas y éstas no recibirían su validez de él. Y si pudiéramos obtener
la salvación por el mérito, entonces no habría gracia y seríamos señores sobre Dios48.
45
En contra, entre otros, de W. Dilthey, Die Glaubenskehre der Reformatoren, Preuss. Jahrb.
Ernst Troeltsch, Die Soziallehren d. christl. Kirchen u. Gruppen, 1912
47
Esta versión radical la adopta la doctrina de la predestinación sólo en el calvinismo. Cf. Troeltsch.
48
Lutero, Vom freien Willen, 1937
46
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46
Pese a haber surgido de la miseria económica y de la injusticia social y pese a su condición
originaria de religión popular, el protestantismo reviste con su doctrina de la predestinación un carácter
aristocrático. La doctrina de la predestinación arranca de la desigualdad entre los hombres, les decir, de
una idea de «ser elegido» situada por encima de todo mérito personal: de la salvación se participa sólo
en virtud de la elección divina para la gracia, una elección eterna, inmotivada e inmutable. No es
casualidad que las más hermosas parábolas literarias de la predestinación procedan de un aristócrata, de
Tolstoi, quien no era, y ello es muy característico, protestante. Una de ellas se encuentra en sus
Narraciones populares y es una versión de la vieja leyenda de los tres pescadores, que desembarcan un
día en las proximidades de la choza de un santo eremita en una isla desierta. Uno de los pescadores, un
anciano, era tan simple que apenas podía expresarse y ni siquiera podía rezar. El eremita se sintió
profundamente consternado por su ignorancia y logró con muchos esfuerzos que aprendiera el Padre
Nuestro. El anciano dio las gracias y abandonó con los otros pescadores la isla. Apenas se había
perdido la barca en el horizonte, cuando el eremita percibió una figura humana que se aproximaba a la
isla caminando sobre las aguas. El eremita reconoció en la figura al, anciano y, cuando éste puso pie en
la isla, se acercó a él emocionado y sin pronunciar una palabra. Balbuciente le hizo saber su discípulo
que había olvidado la oración aprendida. «Tú no necesitas rezar», le respondió el eremita y se despidió
del anciano que, caminando, sobre las aguas, se fue en busca de la barca. El sentido de la narración es
idéntico que el de la doctrina de la predestinación y consiste en la idea de que la certeza de la salvación
no está unida a ninguna condición moral o a otros criterios acerca del valor de la persona. En otra
narración, El Padre Sergio, una obra de sus últimos años, presenta Tolstoi la idea de la predestinación
desde el punto de vista opuesto, es decir, desde el lado negativo. La gracia que le es concedida al viejo
pescador sin esfuerzo alguno y al parecer sin mérito, le es negada aquí al protagonista de la narración,
un hombre de gran altura moral y espiritual, y le es negada pese a los enormes sacrificios, al más
heroico, dominio de sí y a la renuncia más sobrehumana.
Desde luego, nos enfrentamos aquí con dos cosas perfectamente distintas: de- un lado, la gracia
de Dios que concede la salvación, pero no un valor, y de otro, la selección social que otorga al
individuo un valor, pero un valor personalmente inmerecido. Para el aristócrata todo gira en torno a la
raza y a la estirpe que se hereda con la sangre; para el protestante no hay ningún valor que pueda hacer
merecer la gracia como premio. No deja de ser característico del punto de vista «protestante» de Tolstoi
que su anciano bienquisto de Dios sea un pobre pescador ignorante, mientras que el protagonista al que
le es negada la gracia divina es un aristócrata. Es cómo si aquí se manifestara también la ambivalencia
de la actitud protestante respecto al ser social. Lutero eliminó la aristocracia espiritual del catolicismo,
la cual se manifestaba no sólo en la jerarquía aristocrática y en la múltiple estratificación del clero con
el papa y los príncipes eclesiásticos a la cabeza, sino también en la galería ancestral de los héroes
religiosos, los mártires y santos, las Padres de la Iglesia y los fundadores de las órdenes monásticas; en
lugar de esta aristocracia. Lutero estableció el principio democrático del sacerdocio universal, de la
relación filial directa del hombre con Dios y de la Iglesia invisible. Pese a ello, es evidente el rasgo
aristocrático que reviste la doctrina de la predestinación. El principio de la democracia consiste en la
igualdad de posibilidades para todos; ésta, empero, falta allí donde se da una elección irracional, sea
cual sea la naturaleza de ésta. La ambivalencia que se manifiesta en la idea de la predestinación penetra
toda la teoría social de Lutero. Ambivalente es su actitud frente a la guerra de los campesinos,
ambivalente su relación con los príncipes, ambivalentes sus sentimientos respecto a la burguesía
industriosa y de mentalidad capitalista.
2. La guerra de los campesinos
Decisivo para el enjuiciamiento sociológico de la Reforma es el hecho de que el movimiento
tiene su origen -en la indignación por la corrupción de la Iglesia y que el motivo inmediato de su
explosión se encuentra en las manipulaciones del clero, en el negocio con las indulgencias y los cargos
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eclesiásticos. Los oprimidos y explotados, la mayoría de los cuales no se percataron quizá al principio
de contra quién y por qué luchaban, cayeron pronto en la cuenta de que al luchar contra sus señores
luchaban contra el papa y de que al luchar contra el papa luchaban contra sus señores. Los elementos
burgueses, en cambio, que se unieron con entusiasmó a la lucha de las clases inferiores contra los
privilegios y exacciones de la Iglesia porque éstos significaban también un perjuicio para ellos, no sólo
se apartaron del movimiento revolucionario uno, vez logrados sus propios objetivos, sino que se
opusieron con todos los medios disponibles a toda nueva conquista que, favoreciendo a las clases bajas,
hubiera puesto en peligro sus propios intereses. La Reforma, que había comenzado como un
movimiento popular de 'base amplísima, se apoyó desde ahora en el favor de los príncipes territoriales
y de estos elementos burgueses conservadores. Con un olfato político exacto, Lutero juzgó tan
desfavorablemente las posibilidades de la clase revolucionaria y extrajo con auténtico maquiavelismo
realista tan implacablemente sus consecuencias, que poco a poco se situó plenamente del lado de
aquellos estratos sociales cuyos intereses consistían en el mantenimiento del orden y en la salvaguardia
de la autoridad. Aun cuando fue demasiado lejos quizá, incitando con excesivo celo a los príncipes
contra las «bandas asesinas y salteadoras de los campesinos», en todo caso, al tratar de evitar que se
pensara que tenía algo que ver con la revolución social, su intención era sólo salvar la Reforma49.
Ya en su tiempo, y hasta nuestros propios días, se ha juzgado de la forma más dura el papel de
Lutero en la guerra de los campesinos, censurándola con las más severas palabras: Johann Rühel, su
cuñado, le escribía el 26 de mayo de 1525: «Sea de ello lo que quiera, muchos de vuestros partidarios
estiman extraño que hayáis... permitido a los tiranos las ejecuciones sin compasión. En Leipzig se dice
públicamente que, por haber muerto el elector, teméis a su casa y hacéis la comedia al duque Jorge.» Se
le ha culpado no sólo del fracaso del único movimiento revolucionario de amplia base social en
Alemania, no sólo de la matanza de decenas de miles de campesinos, sino que se le ha reprochado la
falsificación de la Reforma misma, la «ruina de la izquierda luterana», el «aplastamiento de los nuevos
brotes salidos de su propio seno, que eran a menudo las fuerzas mejores del luteranismo»; se le ha
achacado incluso que, desde su alianza con los príncipes, regímenes locales y Universidades, «el
espíritu y la espiritualidad... no han alcanzado en Alemania legitimidad y autoridad en una opinión
pública legitimada por los portadores del espíritu»50.
Incluso algunos de los más severos críticos de Lutero conceden, desde luego, que si el
reformador no se hubiese separado de la causa de los campesinos, la derrota de éstos, que era
inevitable, hubiera acarreado también el aniquilamiento de la Reforma. Lutero no fue simplemente un
lacayo de los príncipes; pero sus admoniciones a éstos para que tuvieran indulgencia con el pueblo y
accedieran a sus justas reivindicaciones no prueban en sí lo contrario. Es posible que velara y
compensara su conformismo por medio de censuras y amenazas. Como toda su actitud respecto a las
potencias consagradas por la tradición y la convención, así también era equívoca su relación con los
príncipes y con la autoridad. Pese a toda su- rebeldía, alentaba en él una repugnancia pequeño burguesa
a luchar contra el poder establecido; su doctrina de que la fuerza bruta y la violencia no pueden nunca
solucionar un mal era evidentemente sólo una racionalización de su disposición al compromiso. La
ambivalencia de su actitud frente al poder secular se muestra de la manera más notoria en las continuas
contradicciones en que incurre a este respecto entre 1525 y 1531; a partir de este largo período de lucha
interna se entrega ya sin reserva a estas contradicciones51.
Después de la guerra de los campesinos, que había significado la cumbre en la historia de su
autoridad, la influencia, y el prestigio de Lutero disminuyen de modo sensible. La medida más segura
de su popularidad en los distintos momentos la constituye el éxito de sus escritos, los cuales habían
logrado grandes tiradas antes de la guerra de los campesinos. Entre 1518 y 1523, la tercera parte de los
49
Karsten Klaehn, Luthers sozialethische haltung im Bauernkrieg, 1940
friedr, heer, Europ. Geistesgesch, 1953
51
Cf. J. W. Allen, Polit. Thought in the 16th Cent.,1928
50
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48
escritos impresos en Alemania se debían a la pluma de Lutero52. Del panfleto A la nobleza cristiana de
la nación alemana se vendieron en 1520, en tres semanas, cuatro mil ejemplares. El escrito Sobre la
libertad del hombre cristiano, publicado también en 1520, tuvo dieciocho ediciones en seis años. El
célebre libelo Contra las bandas salteadoras y asesinas de los campesinos logró todavía veinte
ediciones; a partir de este momento decrece el interés por las publicaciones de Lutero. Es indudable
que su actitud en la guerra de los campesinos desempeñó a este respecto un papel importante. Lo que se
ha llamado, la traición de Lutero, sea cual sea el juicio que hoy nos merezca, debió de tener entonces
efectos catastróficos53. Los testimonios directos son escasos; excepto en las filas de los anabaptistas, los
traicionados no encontraron portavoces en sentido propio. La sombría ideología de la época, el
escepticismo que la agita, la neurosis general que demanda cada vez más víctimas, la enfermedad de
todo el cuerpo social, lleno de elementos patógenos, todo ello constituye un testimonio de peso que nos
habla de la desilusión que debió de experimentarse en medios muy amplios respecto al
desenvolvimiento de la Reforma. La conducta precavida de Lutero era un ejemplo terrible de la
«política realista», un ejemplo no menos terrible que el ofrecido por Maquiavelo. No era la primera
vez, sin duda, que el ideal religioso contraía compromisos con vida práctica -la historia entera de la
Iglesia cristiana parece a un determinado punto de vista un compromiso entre lo que es de Dios y lo
que es del César-, pero las concesiones anteriores a las potencias seculares se habían hecho
paulatinamente en forma de transiciones apenas perceptibles y además en una época en la que los
motivos del acontecer político eran en su mayor parte invisibles para la opinión pública. La
degeneración del protestantismo, en cambio, tuvo lugar a la luz del día, en la época de la imprenta, de
los panfletos, del interés político general y de la capacidad de juicio también general en estas materias.
Es posible que la clase intelectual no tuviera interés alguno en la causa de los campesinos, es incluso
posible que mantuviera intereses contrarios a la misma, pero el espectáculo de la depravación de una
gran idea no podía dejar de influir en ella, aun cuando no fuera precisamente favorable a la Reforma.
La actitud de Lutero en la cuestión de los campesinos no era, en efecto, más que un síntoma del
proceso que tenía que seguir toda idea revolucionaria en esta época del absolutismo naciente y del
capitalismo en desarrollo.
3. Protestantismo y capitalismo
Como justificación de la actitud de Lutero en la guerra de los campesinos se ha aducido54 que el
reformador pertenecía a la clase campesina pequeño-burguesa y que a ella permaneció fiel hasta el
final. Es decir, que Lutero se unió a los príncipes a fin de proteger la Reforma y a los miembros de su
clase. Con lo cual no quiere decirse ni que la Reforma surgiera como expresión de los intereses de una
clase social, ni que el espíritu de trabajo y de ganancia que penetraba la clase burguesa se dedujera de
la doctrina religiosa y la ética profesional del protestantismo. La Reforma fue un movimiento religioso
y como tal se basaba en sus propios presupuestos de fe, si bien en ella se manifiestan de modo
indudable el descontento económico y la intranquilidad social de la época. Se puede incluso conceder
que sin este descontento y esta intranquilidad no se hubiera llegado a una revolución religiosa y
afirmar, sin embargo, que el movimiento reformador no puede deducirse sin más de las luchas sociales
contemporáneas y que la ética profesional protestante no puede extraerse plenamente de los principios
de la economía capitalista. Hasta es posible otorgar que la rebelión social encontró, simplemente un
revestimiento religioso en la Reforma y subrayar, no obstante, que la forma en que ésta se manifestó
era religiosa y no de otra especie. Tan imposible es transferir un hecho de carácter económico o
sociológico a una vivencia o una actitud religiosa, como lo es deducir de una disposición religiosa un
52
P. Pietsch, luther u. D. hodchdeutsche Schriftsprache, 1883. Esta cita, así como las siguientes indicaciones estadísticas,
están tomadas de la tesis ya mencionada de K. Klaehn.
53
E. Belfort Bax, The Social Side of the German reformation, II, The peasant War in germany 1525/26, 1899
54
asì, por ejemplo, E. Troeltsch
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sistema económico y social. El mismo Max Weber, que se inclinaba a una concepción idealista de esta
última clase, concedía que una explicación unilateralmente espiritual del proceso histórico era tan
insuficiente, e insatisfactoria como una explicación puramente materialista. La idea de que la
explicación materialista, aun cuando insuficiente también en este caso, no era al menos tan absurda y
tan insostenible como la opuesta se encontraba por principio más allá de los límites de su pensamiento.
El protestantismo significó, en todo caso, la expresión ideológica de una transformación social,
aun cuando para la mayoría de los que en él participaban significó muchas otras cosas. El
protestantismo unió los estratos sociales más interesados en la revolución religiosa que en la social con
los estratos más interesados o exclusivamente interesados en la transformación social. Fuera cual fuera
la distribución recíproca de estos elementos, se estaba tanto más cerca de una concepción del mundo de
orientación eclesiástica, cuanto todas las ideas de reforma y mejoramiento del mundo se revestían con
la mayor naturalidad de las formas conceptuales y emocionales de la religión. De aquí el estado oscuro
y febril, el ansia indeterminada de redención, en que se unen las ideas religiosas y sociales. Las ideas
revolucionarias tenían en su revestimiento religioso las mejores posibilidades de impresionar, de
encontrar partidarios y de ponerlos en movimiento. La indignación por la corrupción de la Iglesia fue,
sin duda, aquel punto de descontento en el que se concentró el foco de la atención.
El problema de si la ética profesional del protestantismo surgió desde un principio como
ideología de la nueva sociedad industriosa, sociedad penetrada por la idea de la competencia y por una
mentalidad capitalista, o si, al contrario, la ética profesional protestante se convirtió paulatinamente en
expresión y justificación de los principios que servían a los intereses de esta sociedad, es una cuestión
que sólo puede resolverse en cada caso concreto y que no es, en este respecto, la cuestión más
importante. Mucho más importante parece ser el hecho de que el ansia de libertad de conciencia se
sintoniza con la voz de los que luchan por la libertad económica y no se distingue en lo esencial de la
voz de aquellos que demandan libertad política. Si se percibe esta conexión, la justificación y la
alabanza del trabajo por la ética profesional protestante -esta ética del «ascetismo intramundano», como
la ha llamado con frase famosa Max Weber-, se nos revela como uno de los ejemplos más instructivos
de la constitución de ideologías. El hecho, en efecto, de que un comportamiento económico-social, de
causas y origen profanos, indiferente, cuando no reprochable religiosamente, reciba una cobertura
ético-religiosa, así como la doctrina de que el trabajo santifica y de que el éxito en los negocios es un
signo de la gracia divina, sólo pueden explicarse como la superestructura ideológica destinada a
justificar moralmente el afán capitalista de ganancia. Más evidente es aún el origen ideológico de esta
moral, cuando declara la pobreza como falta de gracia divina y como signo cierto de que por razones
inescrutables el hombre se ha mostrado indigno de la merced de Dios.
Los estudios de Max Weber sobre la conexión entre protestantismo y capitalismo,. de
extraordinaria, importancia- para demostrar los motivos psicológicos comunes de ambas direcciones, se
nos muestran, sin embargo,: como insuficientes, porque parten del origen espiritual y de la autonomía,
de 1a ética profesional protestante, tratando de derivar de ésta los principios de la economía capitalista,
en lugar de partir de la naturaleza ideológica de aquella ética. Es posible que el protestantismo, en
cuanto movimiento espiritual, fomentara e intensificara las tendencias capitalistas, haciéndolas más
rigurosas y conscientes, pero es seguro que no las originó. De igual manera que la situación económica
pudo acelerar e incluso posibilitar la renovación religiosa, contribuyendo sin duda a la infraestructura
ideológica de la nueva doctrina, pero no pudo producir por sí misma la nueva vivencia religiosa. Lo
que hay que subrayar en relación con la teoría de Max Weber es que el capitalismo tuvo en primer
lugar presuposiciones materiales, técnicas y políticas; sin estas presuposiciones ninguna predisposición
religiosa hubiera podido crear el capitalismo como sistema económico. Más aún, sin aquellas
presuposiciones no hubiera sido siquiera pensable una predisposición espiritual que se moviera en la
dirección del capitalismo. Los motivos religiosos, morales y psicológicos actúan todo lo más sobre la
praxis económica, pero ellos mismos dependen en parte de situaciones económicas y sociales o tienen
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con ellas un origen común, inextricable e indefinible. El fundamento más elemental y originario de la
civilización que nosotros podemos aprehender es, en todo caso, de índole material.
Para la formación del capitalismo fueron necesarias, junto a las presuposiciones materiales de la
constitución del capital, una capacidad y disposición para utilizar los medios y posibilidades dados. Lo
que se acostumbra a entender por «espíritu capitalista» no es condición y causa del nacimiento del
capitalismo, sino más bien un producto del sistema capitalista y una parte de su ideología. Nada nos
muestra con mayor claridad que Max Weber se esfuerza en lo esencial por transformar una
superestructura ideológica en una infraestructura histórica, que el hecho de que sus ejemplos son
tomados no del siglo XVI, sino de los siglos XVII y XVIII.
Desde que existe una explotación de la mano de obra ajena y una tendencia a encubrir los
intereses de las clases sociales dominantes, hay también un revestimiento y disimulo ideológicos de la
realidad. Las doctrinas de la Iglesia medieval, para no mencionar ejemplos más antiguos, son una
cantera de encubrimiento de intereses y falsificación de hechos del tipo a que nos venimos refiriendo.
Pero nunca se hizo tan transparente la función ideológica de las doctrinas morales y religiosas como en
el protestantismo, con su santificación del trabajo, su apoteosis del éxito material, su estigmatización de
la pobreza y su condena de la compasión hacia los pobres como incitación al pecado. Con ello la
Reforma ahonda la escisión espiritual que padece la época y agudiza la crisis que amenaza su cultura.
¿Qué es, en efecto, ideología, sino equivocidad, doblez y, en último término, engaño de sí mismo? Una
hipertensión repentina de la distancia ideológica respecto a la realidad, tal como ahora tiene lugar, ¿no
está unida evidentemente al peligro del letargo interno y de la autoaniquilación? Esta es, en todo caso,
la puesta con la que juega el manierismo, ese estilo de la ocultación, revestimiento, disfraz y
deformación, y en ella consiste también el elemento dinámico que presta tensión a sus creaciones y al
que deben, incluso sus obras menos logradas, su efecto intranquilizador y a menudo dominador.
4.
Reforma y contrarreforma
Ningún elemento del mundo de ideas de la Reforma causó mayor impresión en los artistas del
manierismo que la negación del libre albedrío, ni ninguno parece haber encontrado mayor aprobación
entre ellos. El carácter forzado, mecánico, teatral de la concepción del hombre propia del manierismo
expresa el mismo sentimiento de falta de libertad, de retención, de hallarse preso en un cuerpo frágil y
en la vida terrena, que sirve de base a la antropología de Lutero. El sentimiento de coacción y de
desasosiego se extiende, por lo demás, en el manierismo, mucho más allá de las fronteras de la
existencia humana y actúa no sólo en la conformación de la figura del hombre, en su relación con el
espacio y en lo forzado de sus movimientos. Wilhelm Pinder habla con razón, a este respecto, no sólo
de una «coraza de la actitud» que angosta a los hombres, sino también de una «forma impuesta» que
petrifica la composición manierista, convirtiéndola en una fórmula rígida, determinada de antemano55.
Ello procede, sin duda, del mismo sentimiento de impotencia y de la misma conciencia de culpa, de la
misma angustia cósmica y vital, de los que había surgido el protestantismo, con su negación del libre
albedrío y su renuncia a merecer por derecho propio la gracia divina. Es fácilmente comprensible que
para un humanista liberal como Erasmo el determinismo de Lutero constituyera el máximo
impedimento para adherirse al protestantismo. Erasmo sentía que con ello tenía que abandonar toda la
tradición cultural clásica y cristiana y apela precisamente a esta tradición al defender el libre albedrío y
al hombre; ese hombre del que Erasmo no puede conceder que sea tan radicalmente malo y reprobable
como Lutero afirmaba y que para él sólo exista como dilema o la gracia o la libre voluntad.
La hazaña copernicana de Lutero consistió, de un lado, en la espiritualización de la religión,
convirtiendo el cristianismo de la religión legalista del catolicismo en una religión de la gracia,
sustituyendo el clero sacramental por un sacerdocio general e inoficial, al menos en la intención,
55
Wilh Pinder, Zur Physiognomie des Manierismus, en Die Wisssenschaft am Scheidewege, Ludwig Kjages-Festschrift,
1932
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51
poniendo en lugar de las cosas, de las sustancias milagrosas, del pneuma inspirado, la palabra pura, el
espíritu, la actitud. Esta hazaña copernicana constituye un paso último en el proceso que Max Weber
designa como «desencantamiento», en el curso del cual el hombre a la busca de la salvación se libera
paulatinamente de la fe en medios mágicos. De otro lado, empero, situaba al hombre sobre sí mismo,
de tal suerte que éste finalmente, con la conciencia de que su destino estaba fijado desde la eternidad y
que nada ni nadie podía modificarlo, tenía que sentirse terriblemente solo y abandonado. El hombre
escapó a la tutela de la Iglesia; ningún sacerdote podía condenarlo, ni ninguno tampoco absolverlo y
salvarlo. Es decir, el hombre estaba solo consigo mismo, con su pecaminosidad, con su Dios de la
gracia, un Dios inaccesible, sordo e implacable.
De un sentimiento vital y de una angustia vital de esta especie surgió el manierismo; en el
protestantismo mismo no puede verse el origen del nuevo estilo, ya que protestantes y católicos se
hallaban penetrados ambos, a veces independientemente pero en igual medida, de este sentimiento vital
estremecedor, de esta angustia oprimente. Los artistas italianos sólo raras veces estuvieron bajo la
influencia directa de la Reforma alemana y en los casos en que esto aconteció fue relativamente tarde.
La cuestión no parece revestir, por lo demás, excesiva importancia, ya que la Reforma significa sólo
una de las diversas formas en que se manifestó la crisis espiritual y sólo puede ser considerada en ella
misma como una forma secundaria que discurre paralelamente a la forma artística, pero que sólo
excepcionalmente la precede.
Cuando se ponen los orígenes del manierismo en conexión con los movimientos religiosos,
tanto con la Reforma como con la Contrarreforma, se fija de ordinario un momento histórico
excesivamente tardío para el nacimiento del cambio de estilo. Como ya se ha reconocido desde hace
tiempo, aunque sólo raras veces se tiene presente, «al hacerlo así, se atiende más a los efectos que a las
causas de las transformaciones espirituales»56. Por razones meramente cronológicas hay que descartar
ya la Reforma como punto de partida originario del manierismo. Atribuir a los efectos de la Reforma en
Italia el comienzo del nuevo estilo sería situarlo demasiado tarde. El joven Pontormo, Rosso y
Beccafumi anticipan todo lo más una cierta tendencia que se robustecerá con la difusión de las ideas
reformadas en Italia, pero ellos mismos apenas si están influidos por la Reforma. La influencia de
Durero sobre Pontormo, de la que tantas veces se ha hablado, no tiene nada que ver con la Reforma, y
en Andrea del Sarto aparecen, como es sabido, las señales de influencia del maestro alemán ya en 1515.
En el caso de Pontormo, que ocupa una posición clave en la fase originaria del manierismo, los motivos
religiosos son tanto menos decisivos, cuanto que él mismo parece haber sido personalmente un
descreído. Pontormo desprecia esta vida terrena, sin creer por eso en una vida futura. Tenía tal pánico a
la muerte, que, como relata Vasari, la palabra no podía ser pronunciada en su presencia. Si le
atemorizaba lo que pudiera venir, este temor no tenía nada que ver con la espera de la muerte propia del
hombreEs
cristiano.
problemático, incluso, que los movimientos religiosos hayan tenido participación directa en
los orígenes del manierismo. Más probable es que también aquí, como tan a menudo ocurre con los
diversos factores del desarrollo histórico, lo que tenemos ante nosotros sea más un paralelismo que una
conexión causal entre los fenómenos en cuestión. Es posible que los primeros manieristas estuvieran
impulsados por la inquietud espiritual de la época y por el anhelo de un arte más espiritualizado que el
del alto Renacimiento; verdaderas necesidades religiosas, sin embargo, como las tenía, por ejemplo,
Miguel Angel, es poco probable que las tuvieran. No puede aceptarse tampoco sin más que Miguel
Angel, como naturaleza religiosa y de espíritu dirigido al más allá, causara en los manieristas una
profunda impresión; en su personalidad había tantos elementos enigmáticos y fascinadores, capaces de
mantener bajo su conjuro una época de crisis espiritual, que en su influencia, por lo menos respecto a la
primera generación manierista, puede darse de lado el momento religioso, por muy decisivo que éste
fuera para él mismo. Sólo en los manieristas posteriores, especialmente en artistas como Tintoretto y el
Greco, ejercieron profunda influencia ideas y sentimientos religiosos, procedentes también algunos del
mundo de la Contrarreforma.
56
Hans Rose, Kommentar zu Wölfflins Renaissance u. Barock, 1926
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52
En un historiador del arte como Max Dvorák, que identifica el manierismo principal aunque no
exclusivamente con la dirección seguida por Tintoretto y el Greco, sería comprensible el intento de
deducir este estilo de la Contrarreforma; un intento, por lo demás, que Dvorák mismo nunca
emprendió. Este intento es, en cambio, completamente incomprensible y en sí sospechoso cuando se
trata de autores que reconocen al manierismo su efectiva extensión histórica, es decir, que le hacen
arrancar de la muerte de Rafael-, pese a lo cual creen poder derivarlo de la Contrarreforma57.
Para desvirtuar la tesis de la procedencia del manierismo de la Contrarreforma basta señalar que
cuando se hacen visibles los primeros signos del hacer manierista, más aún, cuando ya han tomado
cuerpo algunas de sus creaciones más importantes, no existe todavía síntoma alguno de la
Contrarreforma. Por razones puramente externas no es posible, por tanto, hablar de la Contrarreforma
como origen del manierismo. En el tiempo en que surgen de la mano de Pontormo las primeras obras
claramente manieristas, para no hablar ya de las veleidades manieristas en los maestros del alto
Renacimiento, no se sabe apenas en Italia -si se prescinde de medios muy reducidos- qué significa el
movimiento luterano; el mismo Lutero no sabe nada de una Contrarreforma.
En todo caso, el manierismo en cuanto estilo aparece clara y firmemente delimitado antes de
que comiencen en Italia las luchas religiosas. La argumentación de Werner Weisbach contra la
explicación del manierismo a partir de la Contrarreforma arranca de un punto de vista exacto, pero es
demasiado débil y muestra demasiadas lagunas en su exposición 58. Con decir que la Contrarreforma no
había terminado todavía con el final del manierismo y el comienzo del barroco no se ha dicho mucho;
es preciso subrayar que la Contrarreforma no había hecho aún su aparición cuando el manierismo había
producido ya obras estilísticamente inequívocas y valiosas y que, de otro lado, la Contrarreforma
misma modifica constantemente su naturaleza en relación con el arte. La Contrarreforma militante que
ejerce un cierto influjo en la fase última del manierismo es esencialmente distinta de la Contrarreforma
triunfante que va a ser decisiva para el barroco. Esta Contrarreforma última, artísticamente más
productiva, se impone en el barroco no porque, como cree Weisbach, siempre pasa mucho tiempo antes
de que «los contenidos ideológicos y las transformaciones sociales» ejerzan su influjo en el arte, sino
porque en el momento de surgir el manierismo no había todavía contenidos ideológicos
contrarreformadores de ninguna clase que hubieran podido ejercer influencia.
Los criterios cronológicos que, en relación con hechos tangibles, tienen siempre la última
palabra, en cambio no son siempre decisivos cuando se trata de conexiones en la historia de las ideas.
El desenvolvimiento artístico anticipa a menudo ideas que no han encontrado aún formulación concreta
y da también expresión a ideas que sólo «flotan en el aire». En la historia del espíritu hay por eso que
tener en cuenta más a menudo correlaciones que relaciones causales. Este es también indudablemente
el caso en la relación del manierismo con el movimiento de la Reforma. Se puede suponer que la
misma efervescencia espiritual, la misma crisis febril que llevaron en Alemania a la Reforma habían de
producir en el Sur, en la filosofía, en la ciencia, en el arte y en la literatura, fenómenos que, sin el
influjo directo de Lutero iban a mostrar una cierta coincidencia con la Reforma. No obstante, es preciso
no exagerar una teoría de esta especie, ya atrevida en sí, hasta el punto de presuponer una determinada
diferenciación antes de la existencia de la correspondiente vivencia general, hablando de ideas
contrarreformadoras antes de que la. Reforma misma hubiera sido conocida.
Weisbach tiene razón al decir que la Contrarreforma, en cuanto estilo artístico, corresponde al
barroco y no al manierismo, pero es completamente errónea su caracterización del manierismo como
un arte «sin alma» y «mecanizado», «que lleva por esencia el estigma de lo arreligioso»59. Pertenece a
la naturaleza dualista del manierismo el que, junto a tantas otras contradicciones, nos muestre también
la de la religiosidad y el escepticismo, la de la terrenidad y el más allá. Cuando Weisbach da de lado en
57
Cf. Nikolaus Pevsner, Gegenreformation u. Manierismus, repertorium f. Kunstwiss, 1925 y Die italienische Malerei vom
Ende der Renaissance usw en Barockmalerei in den roman. Ländern. Handbuch d. Kunstwiss, 1928
58
W. Weisbach, Gegenreformation, Manierismus, Barock, repertorium f. Kunstwiss, 1928
59
Op. Cit.
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53
su exposición justamente aquello que Dvorák tiene por lo más importante en el arte de Tintoretto y el
Greco, ello implica una falta de comprensión mucho más grave que su interpretación en sentido
opuesto. El manierismo pudo haberse incorporado impulsos religiosos, sin que éstos hubieran tenido
que proceder desde un principio de la Contrarreforma, y muchos de sus artistas, como también
Tintoretto y el Greco; pudieron, por otra parte, experimentar influencias de la Contrarreforma sin
convertirse por ello en artistas barrocos; la actitud de la Contrarreforma no coincide exactamente ni con
la voluntad artística del manierismo ni con la del barroco, aun cuando encuentra en esta última una
expresión mucho más adecuada.
Prescindiendo de la discrepancia cronológica entre el manierismo y la Contrarreforma, ambas
direcciones no se corresponden tampoco por lo que respecta a su sentido, sino que representan
principios estilísticos e ideológicos directamente opuestos. El manierismo es en lo esencial formalista,
irrealista, irracional, intelectualista, arduo, complicado y refinado. La Contrarreforma, al contrario, en
su concepción del mundo es realista y racional, en sus tendencias artísticas sentimental e impulsiva, en
sus manifestaciones espirituales niveladora, preocupada por la sencillez, claridad y fácil
comprensibilidad. Las formas de expresión del manierismo son siempre rebuscadas, distanciadas,
espiritualmente aristocráticas; las de la Contrarreforma, teñidas de emoción, de efectos directos y, la
mayoría de las veces, de tono popular. La Contrarreforma rechazaba el estilo ingenioso, inequívoco,
oscuro y conceptuoso del manierismo, por la razón, sobre todo, de que la forma de expresión de éste,
con sus alusiones veladas, sus concetti fuera de lo corriente, sus complicadas asociaciones y sus
abstrusas metáforas era inadecuada para los fines de la propaganda religiosa. La Contrarreforma luchó
contra la exclusividad del gusto manierista, porque ella veía en el arte fundamentalmente un medio para
reconquistar las amplias masas de creyentes.
5. El Concilio de Trento
La actitud antimanierista de la Contrarreforma, sus criterios artísticos y axiológicos
inconciliables con la voluntad artística del manierismo, se manifiestan de la manera más clara en las
resoluciones del Concilio de Trento, en el espíritu en que fueron llevadas a cabo las deliberaciones y en
los puntos de vista mantenidos en los escritos de teoría del arte influidos por la asamblea conciliar. Los
principios decisivos para la política y la crítica artísticas se desarrollaron paulatinamente en los años
que duró el Concilio, en lucha por la subsistencia de la Iglesia católica, en una atmósfera de extremo
peligro, con la conciencia de la severidad necesaria, pero también de la creciente fuerza y seguridad.
La mayoría de los asistentes al Concilio no entendían de seguro mucho de arte, y su juicio en
cuestiones artísticas no merecía ni mucho menos confianza, pero poseían una claridad absoluta en los
hechos fundamentales referentes a la función del arte dentro de la Iglesia. Todos sabían que,
prescindiendo de la exigencia evidente de que la representación había de ser dogmáticamente
intachable y honesta en el tono, lo que la Iglesia necesitaba era un arte relativamente sencillo, un arte
dirigido más al ánimo, y al sentimiento que al intelecto y al entendimiento artístico, un arte, en suma,
más para la masa de los que acudían a las iglesias que para una minoría de entendidos en arte.
Los reparos más severos, del Concilio contra el arte tenido por inadecuado para fines
eclesiásticos se refieren al contenido de las obras. Había que evitar, ante todo, que se expusieran en las
iglesias obras de arte inspiradas o influidas por herejías religiosas. Los artistas debían ser amonestados
a fin de que se atuvieran exactamente a la forma canónica de los relatos bíblicos y a la interpretación
oficial en las cuestiones disputadas. La otra disposición importante respecto al contenido de las
representaciones era la de evitación de desnudos, interpretaciones lúbricas y alusiones obscenas en
obras destinadas a las iglesias. La lucha de la Iglesia contra la lubricidad en el arte era, desde luego,
mucho más antigua que el Concilio de Trento. Antes de que se llegara a una decisión en este punto, la
lucha había llevado ya en 1559 a que, por orden de Paulo IV, Daniele da Volterra cubriera las figuras
desnudas del Juicio final de Miguel Angel, tenidas por demasiado provocativas. Después de
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promulgado el correspondiente decreto del Concilio tridentino, el Papa Pío V dio orden en 1566 de que
se eliminaran de la pintura otras representaciones escandalosas. Clemente VIII quiso finalmente
destruir el fresco entero y sólo una súplica de la Academia S. Luca le hizo desistir de su propósito.
El célebre decreto, que sólo contiene preceptos relativos al objeto y contenido de las
representaciones artísticas, fue aprobado en la última sesión del Concilio, la número veinticinco, el 3 y
4 de diciembre de 1563. La parte más importante del acuerdo reza como sigue: «... en el uso sagrado de
las imágenes debe eliminarse toda superstición, extirparse todo torpe afán de lucro y evitarse toda
deshonestidad, de suerte que no se pinten o se adornen las imágenes con incitaciones seductoras... No
será permitido exponer en la iglesia o en otro lugar una imagen insólita (insolitam imaginem) sin
permiso del obispo.» Nada es nuevo en esta disposición más que la transmisión a los obispos del
derecho de inspección sobre el arte eclesiástico, y éste es el acuerdo más importante y de mayores
consecuencias tomado por el tridentino en relación con el arte60. Los preceptos mismos revisten un
carácter relativamente general e impreciso y dejan muchas mallas abiertas en la red de prohibiciones;
grave y lleno de peligro es, en cambio, el hecho de que se atribuya personalmente a los obispos el
derecho a arrojar de las iglesias obras de arte y a determinar qué productos artísticos pueden figurar en
aquéllas. Con ello el artista se veía envuelto en una serie de disposiciones mecánicas, cuya víctima
había de ser en último, término su espontaneidad creadora61. Este es el gran daño que sufre el arte con
el tránsito del manierismo al barroco, sean cuales sean, de otro lado, las ventajas que este tránsito le
aportara. El arte eclesiástico adopta un carácter oficial y pierde sus rasgos íntimos, directamente
subjetivos; cada vez más a menudo el arte eclesiástico se ve determinado por el culto y cada vez más
raramente por la fe personal. Surge así el «arte eclesiástico» moderno, la «imagen devota» moderna, en
el sentido corriente e insulso de la palabra. El arte de un Rubens o de un Bernini no modifica para nada
el hecho de que, en el barroco, esta especie de arte eclesiástico constituye la regla y que el final del
manierismo y los comienzos del barroco, pese a todo el provecho que implican, significan también una
pérdidaEn
inconmensurable.
el aspecto estilístico, el Concilio de Trento fue tan decididamente antimanierista como en lo
que respecta a la elección de los contenidos de la obra artística y la interpretación dogmática de ellos,
aun cuando las reservas estilísticas no plasmaron en un decreto especial. Tanto más claramente se
manifestaron, en cambio, en el espíritu general de las deliberaciones, especialmente en las dedicadas a
la música eclesiástica, aun cuando estas últimas no ocuparon gran espacio en la discusión ni tuvieron
como consecuencia instrucciones tan detalladas como hasta hace poco se creía62. Cuál fue el espíritu
del Concilio respecto a los problemas del estilo artístico y especialmente del manierismo, puede
deducirse sobre todo, de los trabajos sobre teoría del arte, publicados en gran número poco después de
terminadas las deliberaciones del Concilio y todavía bajo su influjo directo, y que constituyen a la vez
la base de toda la política artística de la Contrarreforma.
La objeción formal más grave del Concilio estaba dirigida evidentemente contra el formalismo
juguetón y virtuoso y el sensualismo a-espiritual del arte manierista, ya que la crítica artística inspirada
por el Concilio se concentra en estos dos puntos. Por sensualismo no se entiende simplemente
sensualidad erótica, ni por formalismo sólo ornamentalismo ni sólo un juego con estructuras retorcidas
y sobrecargadas. El Concilio condena como sensualismo en la música la subordinación del texto a la
estructura musical y exige la purificación de la música eclesiástica de un hedonismo que sacrifica al
placer de los sentidos el espíritu litúrgico y la expresión del sentimiento religioso.
Lo que el Concilio entendía por formalismo se manifiesta de la manera más clara en los Due
Dialoghi degli errori de'pittori (1564), de Giovanni Andrea Gilio, que representan la primera
exposición literaria del punto de vista antimanierista mantenido por el Concilio. Gilio se lamenta -y
éste debió de ser uno de los motivos fundamentales en las deliberaciones sobre el arte en Trento- de
que los pintores no se preocupan ya de la materia representada, sino que sólo tratan de poner de
60
Hubert jedin, Entstehung u. Tragweite des trientiner dekrets über die Bilderverehrung, Theolog. Quartalschrif, 1935.
Cf. Federico Zeri, Pittura e Controriforma, 1957
62
K. G. fellerer, Das Tridentinum u. D. Kirchenmusik, en Das weltkonzil von Trient, 1951
61
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manifiesto su virtuosismo. Como ha sido observado recientemente63, el escrito de Gilio imprime una
nueva dirección a la crítica artística, ya que en él, lo mismo que en una serie de estudios críticos
dependientes de él, sólo se tratan cuestiones de contenido, prácticas, funcionales, mientras que se
abandonan. completamente los problemas puramente formales del arte; como consecuencia de la
transformación del arte eclesiástico en un arte oficial, la obra de arte se juzga sobre todo por su valor
como objeto de devoción. En este punto y en la condena del desnudo en el arte coinciden casi todos los
críticos de arte de la época, sobre todo Raffaele Borghini, el autor del Riposo (1584), y Carlo
Borromeo, el cual, como es sabido, hizo desaparecer de las iglesias de su jurisdicción todas las
imágenes que le parecían escandalosas.
Los teóricos del arte de la época del Concilio y de la Contrarreforma no sólo exponen ideas
antimanieristas, sino que en ellos se encuentra una actitud que tiende al barroco, apoyando así la
afirmación de que la Contrarreforma sólo en el barroco encuentra su plenitud artística. Así lo pone de
manifiesto, entre otros testimonios, el siguiente pasaje de Gabriele Paleotti en su Discorso intorno le
immagini sacre (1582): «Cuando vemos representado con vivos colores el martirio de un santo sin
sentirnos fulminados por ello, cuando vemos a Cristo clavado cruelmente en la cruz, tendríamos que
ser de mármol o de madera para no experimentar una profunda conmoción, para no sentir avivado de
nuevo nuestro impulso hacia la piedad y nuestro interior preso del arrepentimiento y de la devoción.»
Este emocionalismo y sentimentalismo, este hurgar en el dolor y en la aflicción, en las heridas y las
lágrimas, es ya sentimiento barroco y no tiene nada que ver con el intelectualismo, con la superioridad
espiritual y la distancia del sentimiento propios del manierismo. Gilio alude incluso expresamente a la
frialdad del arte anterior en conexión con su exigencia de un lenguaje artístico más afectivo y
expresivo. Según él, partiendo sólo de las leves alusiones a las heridas de los santos y de los mártires en
el arte anterior, nadie hubiera sido capaz de hacerse idea de lo grande de sus sufrimientos y torturas. Y
en este sentido, también Possevino y Borromeo exigen que los afectos se representen del modo más
directo, posible en el arte eclesiástico64.
El liberalismo de la Iglesia respecto al arte cesa en toda la línea. La producción artística
eclesiástica es colocada bajo la inspección severa de teólogos, y los pintores, sobre todo cuando se trata
de grandes obras, tienen que obedecer las instrucciones de sus consejeros espirituales. Giovanni Paolo
Lomazzo, la mayor autoridad del tiempo en problemas de teoría del arte, exige expresamente este
sometimiento65. Taddeo Zuccari sigue en Caprarola, incluso en la elección de colores, las instrucciones
recibidas, y Vasari no sólo no tiene nada que oponer a las instrucciones que recibe del dominico
Vincenzo Borghini, un entendido en arte, sino que a veces no se siente a gusto cuando no está Borghini
a su lado.
La situación es, en términos generales, que la Iglesia rechaza por principio el manierismo, pero
que a la vez se sirve de él con ciertas restricciones, por ser el único arte a su disposición. La Iglesia
desea ganarse al arte como aliado en la lucha contra la Reforma y por esta razón se muestra favorable
al mismo, a diferencia de la Reforma con su hostilidad artística. Pero al mismo tiempo la Iglesia
mantiene una cierta desconfianza frente al arte y no puede desprenderse del miedo a que los fieles se
dejen llevar a la idolatría con las imágenes religiosas. San Juan de la Cruz, que en cuanto poeta es un
manierista, adopta el punto de vista reservado de la Iglesia frente al arte cuando dice que el hombre
piadoso no necesita imagen ninguna y que las iglesias más adecuadas para la oración son aquellas que
menos ocupan con su decoración los sentidos. En contra de esta actitud, los santos y los fundadores de
órdenes monásticas del siglo XVII ven en el arte uno de los medios más valiosos para la conversión y
la propaganda. Mientras que el manierismo era severo, ascético, hostil al mundo, el barroco es, de
nuevo, liberal y afirmador de los sentidos. De acuerdo con el barroco contrarreformador, la iglesia debe
ser no tanto un lugar de penitencia y arrepentimiento cuanto un hogar invitador, alegre y sugestivo para
63
F. Zeri, op. Cit.
Cf. H. K. M. Schnell, Der bayerische barock, 1936
65
giov. Paolo lomazzo, Idea del tempio della pittura, 1590.
64
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todos los fieles. La iglesia puede brillar y resplandecer de nuevo, puede halagar a los fieles, de los que
ahora se está seguro; puede incluso excitarles los sentidos.
La Contrarreforma no fue nunca, ni siquiera en su primer período de desarrollo, hostil al arte; en
realidad lo que hizo fue sólo renovar la doctrina medieval de que las imágenes son la «Biblia de los
pobres» y de que el arte, lo mismo que la filosofía, se halla al servicio de la teología. Lutero, en
cambio, sólo en la literatura veía algo así como una servidora y no podía descubrir nada loable en las
obras de las artes plásticas. Para él no había diferencia entre el culto de la Iglesia católica a las
imágenes y la idolatría de los paganos. Esta actitud tenía presente no sólo el arte «religioso» del
Renacimiento, que en verdad tenía muy poco que ver con la fe la mayoría de las veces, sino, en
general, la exteriorización del sentimiento religioso por el arte, la «idolatría» que significaba, en su
sentir, el mero adorno de las iglesias con imágenes. En su actitud negativa frente al arte, Lutero no era
más radical que, por ejemplo, los movimientos heréticos de la Edad Media, todos los cuales eran en el
fondo iconoclastas y condenaban la profanación de la fe por el brillo excesivo del arte. Las reservas de
Lutero contra las imágenes se intensifican hasta constituir una verdadera iconofobia en los posteriores
reformadores: en Kar1stadt, que en 1521 hace quemar en Wittenberg las imágenes religiosas; en
Zuinglio, que ordena en 1524 la eliminación en las iglesias de las imágenes y su posterior destrucción;
en Calvino, para quien el mero placer en la contemplación de una imagen era ya idolatría; los
anabaptistas, que consideraban el arte como parte de la corrompida cultura de su tiempo y, por tanto,
como algo odiable y despreciable. La hostilidad contra el arte de estos reformadores no sólo es mucho
más radical que, por ejemplo, la de Savonarola, cuya hostilidad artística era más bien purificadora que
radicalmente negadora, sino también que la de los bizantinos, cuya hostilidad, como es sabido, no se
dirigía tanto contra las imágenes mismas, cuanto contra los beneficiarios del culto a las imágenes.
6. El movimiento de reforma católico
El manierismo no puede ponerse en conexión genética ni con la Reforma ni con la
Contrarreforma; esta conexión debió de darse, sin embargo, entre los comienzos del arte manierista y el
movimiento de reforma católico. Este movimiento, en todo caso, pudo ejercer ya su influencia sobre el
desenvolvimiento artístico antes de que la Reforma alemana fuera conocida en amplios medios en Italia
y antes de que, fuera de una minoría clerical y humanista reducida, se convirtiera en un problema
religioso decisivo. Hay investigadores incluso que afirman que el movimiento de reforma italiano
comenzó antes que la Reforma alemana y que, a no ser por el influjo exterior, se hubiera desarrollado
más rápida y consecuentemente de lo que de hecho aconteció66. También esto apoyaría el supuesto de
que el manierismo, aun cuando participaran motivos religiosos en su origen, no tuvo que esperar a la
Reforma para salir a luz.
Aun prescindiendo del momento cronológico, el equivalente religioso del manierismo se echa
de ver sobre todo en el mundo de ideas y sentimientos del movimiento de reforma católico. Así como
el manierismo contradice los principios del emocionalismo y de la popularidad propios de la
Contrarreforma, contradice también el sentimiento vital rigorista y antisensualista de la Reforma. Con
sus formas penetradas unas veces de sensibilidad nerviosa y otras de fervor religioso, el manierismo
responde en cambio tanto más a la actitud intelectualista, espiritualmente exclusivista y escindida de
los reformadores católicos, tan rica en veleidades ascéticas. Esta conexión recuerda también la tesis de
Dvorák de que la interiorización provocada por el protestantismo tuvo más influencia en el arte de los
países católicos, es decir, a través del catolicismo, que en los mismos países reformados. En efecto, en
estos últimos el manierismo no creó obras que muestren la interioridad y la espiritualización religiosa
del arte de Tintoretto y del Greco.
Se desprecia el significado que la Reforma tuvo para Occidente cuando se ve en ella
simplemente una renovación religiosa. La Reforma no representó meramente un movimiento dirigido a
66
P. Brezzi, Le riforme cattoliche dei secoli XV e XVI, 1945
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la solución de problemas eclesiásticos, por muy amplio que fuera el ámbito que estos problemas
ocupaban en la vida de la humanidad de entonces, sino que significó -como, por ejemplo, la sofística en
tiempos de Platón, la Ilustración antes de la Revolución francesa y el socialismo desde los comienzos
del alto capitalismo- una cuestión ética a la que no podía escapar ninguna persona con conciencia moral
y sentido de la responsabilidad. Incluso en los países que se mantuvieron plenamente católicos, como
Italia y España, la Reforma provocó un renacimiento religioso, actuando por doquiera como una
llamada al recogimiento y una admonición para despertar después de un largo sueño. No sólo no hubo
ya ningún buen católico que no estuviese convencido de la corrupción de la Iglesia romana y de la
necesidad de su purificación, sino que la influencia de las ideas procedentes de Alemania fue mucho
más profunda: se adquirió la conciencia de lo que la fe cristiana había perdido de su contenido
originario. Incluso aquellos que más lejos estaban de ser infieles a la religión en que habían crecido,
pasaron por una especie de Reforma: reflexionaron sobre las presuposiciones de su propia fe,
reconocieron mejor su propia esencia, se hallaron en mejor situación para separar lo auténtico, puro y
todavía infalsificado de las formaciones corrompidas, vivieron de modo directo y espontáneo la propia
religión, que se había convertido en una rutina inconsciente, y de esta manera se sintieron robustecidos
y más profundamente unidos con la propia fe. Esta última perdió su insulsa evidencia y comenzó a lucir
a la luz que había prendido Lutero. Lo que más impresionó y entusiasmó a los buenos cristianos en
todas partes, y sobre todo en Italia, fue el antimaterialismo del movimiento protestante, la doctrina de la
justificación por la fe, la idea de la relación inmediata con Dios y la del sacerdocio universal. La
influencia que en este sentido ejerció la Reforma sobre la intelectualidad italiana fue más
revolucionaria y más amplia de lo que hubieran podido ser recepciones directas de la doctrina religiosa
luterana; y por lo que 1 se refiere al arte, es probable que no hubiera podido ser más profundamente
influido por la recepción total del protestantismo, que lo fue por el eco que encontró el movimiento de
reforma católico.
El deseo de interiorización y profundización de la vida religiosa no fue en ningún sitio más
intenso que en Roma. Los jefes del movimiento de reforma eran en su mayor parte miembros
prestigiosos del clero romano y humanistas ilustrados, que pensaban sin prejuicios sobre los vicios de
la Iglesia y la profundidad de la necesaria intervención, pero cuyo radicalismo se detenía ante la
justificación de la existencia del papado. Todos ellos querían reformar la Iglesia, al menos desde el
interior. La primera fase del movimiento terminó con el sacco di Roma; más adelante, cuando comenzó
a reunirse de nuevo el círculo diseminado de sus miembros, contaron entre sus partidarios más
entusiastas Vittoria Colonna y sus amigos, a los que se unió también, desde 1538, Miguel Angel. De
este círculo, y sobre todo, de Juan de Valdés, uno de los más importantes jefes del movimiento, iba a
recibir Miguel Angel las incitaciones decisivas que le conducirían a su renacimiento religioso y al
espiritualismo del arte de sus últimos años, a pesar de que la ruta que tomaron él personalmente y su
arte se hallaba predeterminada en cierto sentido desde su juventud por la impresión que había causado
en él Savonarola. Sin el movimiento reformador su desarrollo espiritual hubiera sido otro, y hay que
concluir que, sin la influencia de aquel movimiento, todo el manierismo italiano hubiera seguido un
curso distinto.
VI. La autonomía de la política
1. El giro copernicano de Maquiavelo
Maquiavelo es el primer pensador moderno de Occidente. Con sus escritos comienza la
disolución definitiva del cosmos unitario e internamente concluso en que se habían movido la Edad
Media y el Renacimiento. La idea de la autonomía del pensar y del obrar político da el primer impulso
a la independización de los distintos ámbitos culturales y vitales e inicia el desmoronamiento de la
concepción del mundo homogénea y armónica, aunque indiferenciada, de los siglos anteriores. Con ello
comienza, sobre todo, la historia, de las ciencias modernas, ciencias especializadas que determinan con
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precisión su propio objeto y desarrollan conscientemente sus propios métodos. A la persona de
Maquiavelo se halla unido el giro revolucionario que consiste, de una parte, en la pérdida del «hombre
total», todavía en posesión de aquella concepción del mundo unitaria y armónica, de otra, en una
ganancia que suele olvidarse comparada con aquella pérdida: en el desarrollo de la capacidad para
separar entre sí actitudes y puntos de vista, explicaciones e interpretaciones de la realidad,
determinándolas en su peculiaridad. En ningún representante de la época se manifiesta de modo tan
intenso la crisis unida al desmoronamiento de la visión unitaria del mundo; ninguno capta tan rápida y
agudamente como él la ventaja que se desprende de la diferenciación del pensamiento y de su
orientación hacia fines distintos y divergentes entre sí.
El gran descubrimiento con el que Maquiavelo imprime nuevo rumbo a la historia del espíritu
occidental consiste en el descubrimiento de la autonomía del pensar político, en distinguir el sistema
moral en que se mueve el obrar político de las categorías morales que representan el marco de la vida
ordinaria del ciudadano particular, en advertir que el Estado se convierte de un planeta en un sol tan
pronto como se penetra en la esfera política. Este descubrimiento sólo puede compararse con la hazaña
de Copérnico y representa, junto a la sustitución del sistema geocéntrico por el sistema heliocéntrico y
la sustitución del sacerdocio sacramental por la relación directa del hombre con Dios en el
protestantismo, el tercer ejemplo de un «giro copernicano». Por este motivo, Maquiavelo tiene tanta
parte en la transformación de la cultura occidental como Lutero o el mismo Copérnico.
El giro realizado por Maquiavelo puede llamarse también «copernicano», no sólo porque lleva
en la política al descubrimiento de un sistema en el que la moral se convierte en mero «planeta» en el
cielo del Estado, mientras que antes el Estado no había sido más que un planeta en el cielo de la moral,
sino también porque, análogamente al descubrimiento de Copérnico, se halla en íntima conexión con la
percepción del carácter perspectivístico del pensamiento. El punto de vista ideológico es tanto más
sorprendente en Maquiavelo, ya que sus consideraciones no se mueven, como en el caso de Copérnico,
en el terreno de las ciencias naturales, sino en el de la historia, y porque se trata de un pensador más
riguroso y mucho más consciente de sus presuposiciones que Copérnico.
Maquiavelo define la política como una praxis con fines, principios y valores propios, es decir,
como una actividad que puede y debe ser realizada con independencia de consideraciones
extrapolíticas. Fundamento de su doctrina es que en la política hay que escoger los medios
correspondientes a los fines perseguidos y que los medios mejores son aquellos que con más seguridad
llevan al fin deseado, en una palabra, la autonomía y autarquía de la finalidad política. La idea de la
autonomía que Maquiavelo descubre y subraya en el campo del pensar y del obrar políticos surge
también en otros terrenos y se convierte en noción rectora de la investigación científica moderna. Se
comienza a percibir, aunque nadie es capaz aún de formular claramente el principio, que la economía
posee leyes propias y que el desarrollo del capitalismo reviste carácter autónomo. La convicción de la
independencia de las leyes naturales se extiende; la autonomía de la creación artística se incorpora
paulatinamente a la conciencia general y, en los estudios sobre teoría del arte de la última fase del
manierismo, el arte no es considerado ya como imitación de la naturaleza, sino como manifestación de
una actividad
Esta autonomía
espiritual creadora.
de la política y de la idea estatal conquistada por Maquiavelo y, en medida
creciente, la autonomía en los otros terrenos de la práctica y de la teoría, que van liberándose poco a
poco de las vinculaciones del dogma eclesiástico, del pensamiento escolástico y del orden económico y
social del feudalismo, así como la emancipación del protestantismo de la Iglesia romana tienen como
resultado: independencia, pero independencia sin libertad, es decir, soledad y aislamiento. Con cada
nuevo paso en este proceso se separa otro campo del cosmos unitario y panpsíquico de la Edad Media,
y va haciéndose más próxima la visión atomizada del mundo propia de la moderna cultura, en la que
las verdades parciales no se hallan ya en conexión con ninguna verdad central.
2. La doble moral
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La idea más sugestiva y a la vez más influyente unida al nombre de Maquiavelo es la de la
«doble moral». En ella se expresa, como es sabido, la convicción de que las reglas de la ética cristiana,
vinculantes para los hombres en general, pueden ser derogadas en ciertas circunstancias para los
príncipes; es decir, que junto a la moral de los súbditos hay también una moral de los soberanos y que
la moral particular de los obligados a la obediencia no tiene en principio nada de común con la moral
pública de los responsables de la existencia del Estado. El pasaje más importante a este respecto en El
Príncipe reza así: «Un hombre que quiera siempre sólo lo bueno se arruinará necesariamente entre
tantos otros que no son buenos. De donde se deduce que a un príncipe que quiera mantenerse le es
necesario aprender a no ser bueno y a servirse o no servirse de esta facultad según la necesidad»67. El
otro pasaje relevante al particular es el de la célebre fábula del zorro y el león: «Siendo necesario al
príncipe saber obrar bien según la naturaleza del animal, debe imitar al zorro y al león; porque el león
no puede defenderse de las trampas, ni el zorro puede defenderse de los lobos. Es preciso, pues, ser
zorro para conocer las trampas y león para atemorizar a los lobos. Aquel que sólo quiere ser león no
entiende bien su oficio. Un soberano inteligente no debe ni puede, por tanto, cumplir lo prometido
cuando su observancia- va en contra de él y cuando desaparecieron las razones que movieron su
promesa» Los dos órdenes de valoraciones, uno para los poderosos y otro para los impotentes, los ha
habido siempre desde que han existido vencedores y vencidos, señores y servidores, explotadores y
explotados. Maquiavelo fue sólo el primero que sacó a relucir este dualismo multisecular y que osó
defender abiertamente que en la política, cuando se trata de la existencia del Estado y de la protección
del poder estatal, rigen otras máximas del obrar que en la vida de los mortales ordinarios; en otras
palabras, que los principios morales de la fidelidad y de la honradez sólo en determinadas
circunstancias son obligatorios para los príncipes.
Una analogía del maquiavelismo, con su «doble moral», se encuentra en una de las fases
primeras de la historia del espíritu occidental, a saber, en la doctrina de la «doble verdad», la cual se
halla unida también a una grave crisis cultural y fue un síntoma de aquella lucha secular entre
universalismo y nominalismo que iba a desgarrar la cultura medieval contribuyendo esencialmente a su
disolución. Es significativo que el filósofo Pietro Pomponazzi renueve simultáneamente con las
publicaciones de Maquiavelo la doctrina medieval de la «doble verdad», subrayando una vez más que
es posible que algo sea verdad en teología sin serlo en filosofía. La cisura provocada por el dualismo de
Maquiavelo afecta, sobre todo, al mundo moral y no al intelectual, y la conmoción causada por él es
tanto mayor cuanto que aquí se trata de valores más vitales.
El corte que ahora se produce es, en efecto, tan profundo, que un conocedor del siglo no puede
dudar de si tiene en las manos una obra literaria anterior o posterior al conocimiento de Maquiavelo por
parte del autor. Y para conocer a Maquiavelo no era necesario siquiera haber leído por sí mismo las
obras de éste, lo que por otra parte no debió de ser muy frecuente. Maquiavelo, como Marx y como
Freud, cuenta entre aquellos pensadores cuyas ideas se han hecho patrimonio común, sin que la
mayoría de las personas influidas por ellos haya tenido contacto directo con sus obras. La idea de la
«doble moral», junto con la del realismo y racionalismo políticos, llegó a la gente por innumerables e
incontrolables caminos, sin que nadie supiera con exactitud cómo le había sido aportada. Maquiavelo
hizo escuela en todos los campos de la vida y se le atribuyó una ubicuidad que sólo podía tener el
demonio, con quien efectivamente se le identificó. Toda persona mendaz parecía hablar su idioma y
toda agudeza mental era sospechosa de estar inspirada por la magia negra del maquiavelismo.
La explicación de esta influencia extraordinaria hay que buscarla, sin duda, en el hecho de que
la época veía reflejada en el dualismo de Maquiavelo su propia esencia escindida. Maquiavelo actuó
sobre el nervio vital de sus contemporáneos; se le podía condenar, aborrecer, despreciar, pero todos se
reconocían en él. Sólo los menos, desde luego, podían vivir la doble vida de un príncipe, pero eran
muchos los que vivían la contradicción moral sobre la que descansaba la vida de éste.
67
Maquiavelo, El Príncipe, trad. Esp., Madrid, 1967.
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60
La misma escisión, la misma contraposición entre diversos valores que se halla en la base de la
«doble moral» de Maquiavelo, se manifiesta también en la doctrina de Lutero y en los métodos de los
jesuitas, en la equivocidad de la existencia de Don Quijote y en la penumbra entre sueño y realidad que
constituye la escena de tantas obras de Shakespeare y Calderón de la Barca. La confesión de Lutero de
que el mundo no puede ser regido «de acuerdo con el Evangelio», así como su disposición a reconocer
el poder establecido, le aproximan mucho desde un principio a Maquiavelo68. Una especie de «doble
moral» se manifiesta también en él, si consideramos la paulatina constitución en Iglesia y la
objetivación que experimenta la religión reformada, que se había identificado en un principio con el
subjetivismo. Evidente es también la afinidad entre las ideas de Maquiavelo y las de Ignacio de Loyola;
basta recordar aquí la frase con que suele caracterizarse el jesuitismo, la de que el fin santifica los
medios, frase en la que se contiene resumida concisamente la teoría política de Maquiavelo. Lo mismo
que Lutero o que Ignacio de Loyola, también Montaigne era un maquiavelista. Conocido es el pasaje en
los Essais en el que disculpa la falta de palabra del príncipe, alegando que en determinados casos éste
tiene que obedecer «razones más válidas y de más peso que las suyas propias»69, así como aquel otro
en que recomienda la sinceridad al príncipe sólo como la mejor táctica. No obstante, la comunidad
espiritual entre Montaigne y Maquiavelo tiene raíces más profundas de lo que permitiría sospechar este
paralelo. La noción de ideología, que se deduce en Maquiavelo del relativismo de los puntos de vista y
de las valoraciones, tiene en Montaigne análogos presupuestos. Ahora bien, este relativismo señala la
cisura propiamente dicha en la historia del Renacimiento y constituye el origen de la crisis espiritual de
la época. Tampoco a Cervantes le es extraño el relativismo: «y así --dice Don Quijote a Sancho- eso
que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra
cosa» (I, 25). Y nadie, ni siquiera un maquiavelista, ha expresado más radicalmente que Gracián el
relativismo unido a la idea de la «doble moral», cuando ,recomendaba emplear los medios humanos
como si no hubiera divinos, y los divinos como si no hubiera humanos (Oráculo manual, núm. 251).
3. La teoría del realismo político
Maquiavelo fue el primero que desarrolló la teoría y el programa del realismo político. El
«maquiavelismo», en cambio, la separación de la práctica política de los ideales cristianos y de las
normas éticas no lo inventó él: cualquier pequeño príncipe del Renacimiento era ya un maquiavelista
perfecto. Sólo la doctrina del realismo y racionalismo políticos obtuvo en Maquiavelo su formulación y
él fue también quien pensó por primera vez hasta sus últimas consecuencias, las implicaciones morales
de una práctica realista llevada a cabo de modo consciente y según un plan.
Pese a toda su originalidad, Maquiavelo fue tan sólo exponente y portavoz de la generación que
él mismo mantuvo en vilo con sus osadas afirmaciones. Si su doctrina sólo hubiese sido la ocurrencia
extravagante de un filósofo ingenioso y extraño, no hubiese causado la profunda impresión que causó
en toda la literatura de Occidente. Y si sólo se hubiera tratado de los métodos políticos de los pequeños
tiranos italianos, es seguro que sus escritos no hubieran conmovido los ánimos más profundamente que
las horripilantes historias difundidas en su tiempo sobre el papel del veneno y el puñal en la práctica
política de aquéllos. Con su sobrio realismo Maquiavelo no se encontraba solo, ni estaban
exclusivamente a su lado los pequeños y brutales príncipes condottieri. ¿Qué era en efecto, Carlos V, el
defensor de la Iglesia católica, que amenazó la vida del Santo Padre y convirtió la capital de la
cristiandad en un cuartel y un burdel, más que un realista sin escrúpulos? ¿Y qué era Lutero, el
fundador por excelencia de la moderna religión popular, que traicionó al pueblo a favor de sus señores
y que hizo posible que la religión de la interioridad se convirtiera en la religión de la clase social más
hábil en la vida y más intensamente vinculada al mundo? ¿Y qué era cualquiera de los príncipes de la
época, dispuestos siempre a sacrificar el bienestar de sus pobres súbditos a los intereses de los
68
69
Cf. E. Troeltsch, op. Cit.
Montaigne, Essais, III, Ed. De la pléiade.
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capitalistas? ¿Y qué era, en fin, toda la economía capitalista sino una ilustración de la teoría de
Maquiavelo? ¿No aparece claro que la realidad sigue su lógica implacable, que frente a ella es
impotente cualquier idea y que hay que inclinarse ante ella o dejarse destrozar por ella?
Y, sin embargo, no fue la realidad misma, las violencias de los déspotas y tiranos las que
llenaron de horror al mundo, ni fue tampoco la adulación de los poetas y cronistas cortesanos la que
llenó los ánimos de indignación, sino la justificación de los métodos de los déspotas y tiranos por un
hombre que hacía valer junto a la filosofía de la violencia el evangelio de la clemencia, junto al derecho
de los astutos el derecho de los más nobles, junto a la moral de los «zorros» la moral de los «leones»;
por un hombre, por tanto, que no era radicalmente malo ni tampoco simplemente ingenuo. Lo nuevo no
fue lo que se enseñaba con el realismo y racionalismo políticos, sino que éste fuera enseñado70. Lo
revolucionario en ello fue que, de esta manera, lo que era práctica se convirtió en principio. Sólo
cuando el dualismo, manifiesto más o menos descaradamente en toda actitud política, se impuso
también como teoría, sólo cuando la violación de la ley ética se vio revestida de un cierto derecho y de
una cierta legitimidad, sólo entonces se abrió el abismo que parecía que iba a devorar todo el mundo
ordenado. Lo característico de la nueva concepción y lo decisivo para toda la crisis de la época fue el
hecho de que Maquiavelo no viera ninguna anomalía en el realismo y racionalismo políticos, sino un
fenómeno perfectamente normal, de que para él fuera completamente natural el mecanismo de la razón
de Estado y de que tuviera por necesario que el Estado practicara la política de fuerza y «debiera
pecar»71El. influjo del realismo maquiavélico fue inconmensurable; sólo los grandes credos religiosos y,
por ejemplo, las ideas de Rousseau o de Marx pueden compararse con él. Montaigne, Lutero, Ignacio
de Loyola son sólo los nombres más sobresalientes que surgen a este respecto. El Concilio de Trento se
convirtió, visto en su totalidad, en una escuela del realismo político. Con objetividad sobria y brutal
tomó las medidas más adecuadas para adaptar las instituciones de la Iglesia a las exigencias de la época
y para salvar lo que todavía podía salvarse dadas las circunstancias. Ninguna severidad pareció
excesiva con tal que prometiera los efectos deseados y ninguna ductilidad pareció ir demasiado lejos si
llevaba al fin previsto.
La posteridad ha tomado partido, unas veces a otras en contra de Maquiavelo; el juicio que
sobre él ha emitido a lo largo del desarrollo histórico corresponde a las diversas situaciones sociales y
políticas. Pero también se adoptan frente a él actitudes simultáneamente contrapuestas, y los
admiradores fascinados y los denostadores cargados de odio se hallan próximos los unos a los otros.
Pronto puede echarse de ver, sin embargo, un giro general en la manera de juzgar a Maquiavelo:
Marlowe se muestra todavía entusiasmado, Shakespeare, profundamente impresionado pero
manteniendo ya cierta distancia, los elisabethianos posteriores, en cambio, atemorizados, intimidados e
indignados. Ahora bien, el influjo de Maquiavelo no es menor en sus admiradores que en aquellos a
quienes indigna por su falta de prejuicios y a quienes causa pánico y sobresalto por su anticipación de
la psicología del desenmascaramiento de Marx, Nietzsche y Freud. Para medir la amplitud de su influjo
basta ver el puesto que Maquiavelo ocupa en el drama elisabethiano, en el cual, como ha podido
probarse, su nombre es citado expresamente o de modo indirecto nada menos que en 395 pasajes72.
Maquiavelo se convierte en el representante proverbial de la doblez hipócrita, de la perfidia e intriga,
de la falta de lealtad y de palabra. El nombre propio Machiavelli se convierte en el nombre genérico
machiavelli, y él mismo se transforma en un espantajo, en un espantapájaros relleno de paja.
En esta época de crisis, en que se ponen en tela de juicio todos los valores y se rompen todas las
vinculaciones existentes, el hombre se hallaba tan dominado por el terror a caer en un vacío absoluto,
que por doquiera veía fantasmas. Se desconocía también la verdadera naturaleza de los principios
éticos de Maquiavelo. La independencia que él exigía para las decisiones políticas con respecto a las
normas de la moral cristiana y burguesa no significaba en absoluto ese inmoralismo que se le achacaba,
70
Fr. Meinecke, Die idee der staatsräson, 1929
Op. cit.
72
Eduard Meyer, Machiavelli and the Eliizabethan Drama, 1907
71
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sino un amoralismo, una libertad axiológica en la moral, una indiferencia frente a consideraciones
morales, un más allá del bien y del mal en la esfera política. Maquiavelo no trata nunca de disculpar o
cohonestar el mal moral; en ningún lugar afirma que el mal, cualesquiera que fueren las circunstancias,
sea algo bueno, o que el éxito lo justifique. Lo único que dice es que el éxito político es el solo criterio
para juzgar de lo acertado del obrar político. Si alguien tiene que actuar políticamente y está decidido a
ello, el fin que ha de perseguir es el éxito político. Si tiene esta finalidad presente, los criterios morales
carecen de significación para él; su pensamiento y su voluntad se mueven más bien, desde un principio,
fuera de las categorías de la moralidad.
El error en la comprensión de la doctrina de Maquiavelo procede de la incapacidad de entender
lo que Francis Bacon, por ejemplo, percibió en seguida: que el autor de El Príncipe sólo quería mostrar
cómo los hombres obran efectivamente, no cómo deberían obrar73. En lugar de seguir la dirección así
indicada y partir de la naturaleza desapasionada, libre de prejuicios y de valoraciones del método de
Maquiavelo, sus innumerables intérpretes a lo largo de los siglos se esfuerzan en aportar pruebas, bien
de la abyección moral, bien de la excelencia de su doctrina.
El principio de la indiferencia axiológica, es decir, de la exclusión de valoraciones morales
cuando se trata de juzgar de la adecuación del pensamiento y de la acción, se impone por primera vez,
al par que en la teoría política de Maquiavelo, en la economía de la época. La supresión de las
disposiciones que prohibían el interés del dinero, la eliminación del concepto de «precio justo», la
expansión del principio de la libre competencia, la derogación paulatina de las medidas de protección
introducidas por los gremios a favor de los agremiados, el nacimiento de una economía monetaria
despersonalizada, la lenta transformación del trabajo industrial de una profesión basada en la habilidad
artesana en una manipulación más o menos mecánica, todo ello son síntomas del mismo
desenvolvimiento, de una praxis que se funda en el principio de la indiferencia axiológica de la
actividad económica y que llega a la autonomía de la economía capitalista y a su independencia de la
tradición, de consideraciones personales y de vinculaciones sentimentales. Con su racionalismo y su
moral del éxito la teoría maquiavelista es, en parte, producto ella misma de las circunstancias que
hicieron surgir el capitalismo; de otro lado, empero, ejerció un intenso influjo en el desarrollo
económico y contribuyó al nacimiento del sistema de fines, métodos e instituciones que nosotros
conocemos bajo el nombre de capitalismo moderno.
El racionalismo es el carácter fundamental de la doctrina de Maquiavelo, quien es considerado
justamente como el fundador de la teoría de la razón de Estado y cuya filosofía puede designarse tan
exactamente con el nombre de «racionalismo político» como con el de «realismo político». Maquiavelo
se nos muestra también como un representante típico del manierismo en cuanto que sus inclinaciones,
sus sentimientos de afinidad, en parte conscientes y en parte inconscientes, están divididos entre el
racionalismo y el irracionalismo. Racionalista es en Maquiavelo su punto de vista liberal en todas las
cuestiones que afectan al hombre como ser político y moral, un punto de vista completamente
desprovisto de prejuicios, Independiente frente a la tradición y la doctrina de la Iglesia, no influido por
las reglas éticas ni por las convenciones sociales admitidas. Racionalista es su patente repugnancia ante
todo oscurantismo, su simpatía instintiva por todo lo que responde al sentido común, al espíritu de la
ilustración y del progreso. Hasta aquí todo parece claro, pero, sin transición, nos encontramos con el
irracionalismo de Maquiavelo. Es difícil, en efecto, ver un amigo de la ilustración y del progreso en el
portavoz de César Borgia, el bandolero y envenenador, ni en el panegirista del príncipe condottiero que
quiebra su palabra y no conoce la lealtad, que pone trampas y tiende lazos. La simple justificación de
crímenes podía aceptarse todavía, como un racionalismo correcto, más aún, altamente consecuente,
llevado hasta el extremo al servicio de la necesidad política; no obstante, no se elige a un César Borgia
como ideal político, ni siquiera como modelo de lo que e entiende por un príncipe capaz, si no se siente
también cierta simpatía por él. Esta elección traiciona una tendencia romántica e irracional, una
vinculación oscura y enigmática, inexplicable racionalmente, y que deja traslucir en el pensador
73
Francis Bacon, The Advancement of Learning, 1605
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valiente, viril y superior que fue Maquiavelo una debilidad y una ingenuidad de las que no puede
darnos razón la psicología normal. Nos hallamos aquí ante la misma contradicción que nos sale al paso
en el manierismo en incontables formas. La admiración por César Borgia no es, por lo demás, el único
rasgo en que se manifiesta el irracionalismo paradójico de Maquiavelo, sino que también en su filosofía
de la historia puede percibirse una contraposición de principios análoga.
La naturaleza humana es, según Maquiavelo, invariable: el hombre permanece siempre
dominado por los mismos impulsos egoístas, por la misma agresividad cobarde y artera. Los hombres
totalmente malvados son, es verdad, raros, como lo son también los perfectamente nobles, pero el
hombre es, en general, débil, abyecto, dominado por la codicia; un ser, según la frase tan a menudo
citada de Maquiavelo, que perdona antes el asesinato de su padre que la pérdida de su patrimonio. El
que los hombres sean siempre así hace previsibles sus reacciones sentimentales, su pensamiento y sus
acciones, y permite también la formulación de proposiciones generales sobre la sociedad y la política.
Pese a ello, Maquiavelo percibió que es imposible una predicción segura de los acontecimientos
históricos futuros y por eso su método, por mucho que se aproximara a las ciencias exactas, no pudo
revestir carácter científico-natural. Maquiavelo tuvo que corregir su concepto ahistórico de la
naturaleza humana, la cual, según él la definía, es decir, como una entidad constante e invariable, no
podía ser sujeto de variabilidades históricas, y esta corrección consistió en introducir en su exposición
del proceso histórico el concepto de fortuna como un elemento de irracionalidad e incalculabilidad.
Este concepto sirve en Maquiavelo para designar todos aquellos factores que se acostumbra a llamar en
la historia suerte, acaso, determinación y combinación inextricable de circunstancias externas, etc. El
tono de las frases con que Maquiavelo termina su capítulo sobre la fortuna es, aunque aquí adecuado,
altamente irracional, apasionado, desenvuelto, casi podría decirse, desenfadado; «porque la fortuna es
mujer y para dominarla es preciso golpearla y empujarla. Y así se ve que entrega más a los que de este
modo proceden, que a los que se comportan fríamente. Por eso, como mujer, la fortuna es siempre
amiga de los jóvenes, porque son menos respetuosos, más violentos y la mandan con más audacia»74.
4. El concepto de ideología
Ningún problema del Renacimiento está más próximo al espíritu de nuestro tiempo que el de la
ideología. Maquiavelo, de quien procede la primera formulación inequívoca de la noción de ideología,
inicia así un proceso que desde entonces no va a sufrir ninguna interrupción sensible. Marx es sólo el
último representante y sin duda el más radical de esta noción, el pensador que dio al concepto de
ideología su sentido más unívoco y concreto, pero que a la vez redujo tan esencialmente su
significación, que la ideología como desplazamiento perspectivista de las cosas, capaz de los más
diversos fundamentos, se convierte en él en una deformación específica de la imagen del mundo, en
una visión condicionada principalmente por intereses económicos, con el tono implícito de
falseamiento de la verdad. Si se tiene en cuenta que el descubrimiento de la subjetividad de las
categorías del pensar constituye una de las peripecias más decisivas en la historia del concepto de
ideología, habrá que afirmar que Kant desempeña en esta evolución un papel tan decisivo como el de
aquellos pensadores a cuyo nombre se halla íntimamente ligada la noción de ideología. Tanto Marx
como Kant, lo mismo que todos los demás pensadores que participan en el desarrollo de esta noción,
tienen como antepasado espiritual a Maquiavelo, y no sólo porque éste fue quien primero descubrió que
había más de un orden de valoraciones morales, sino porque Maquiavelo echó de ver ya que las
valoraciones se rigen por la posición social y los fines políticos del sujeto, que valora.
Con su deducción del derecho y de la idea de lo bueno de la noción de lo útil, Maquiavelo se
aproxima en gran manera a la moderna concepción de ideología, aun cuando ésta no reviste todavía en
él carácter clasista. No obstante, Maquiavelo cita el adagio, surgido en su tiempo, de que en la plazuela
74
Maquiavelo, El Príncipe.
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(in piazza) se piensa de un modo y de otro en los palacios75; lo que indica que tampoco a este respecto
estaba en la ignorancia. Verdaderamente significativo. para su idea del carácter ideológico del
pensamiento es el concepto que tiene del origen de los valores morales. Según él, en las fases
originarias de la historia los hombres trataron de protegerse de la amenaza y del daño proveniente de
los demás imponiendo penas sobre los malhechores en nombre de la justicia. De esta práctica jurídica
surgió el concepto de lo bueno y honroso, por una parte, y de lo malo e ignominioso, por otra. Tales
ideas no son, pues, más que ficciones. Bueno es lo que es útil, lo que se espera de los demás hombres y
lo que uno mismo sólo está dispuesto a hacer bajo la presión de las leyes y de la pena76.
El cambio que experimenta con Kant la noción de ideología fue preparado por Maquiavelo sólo
de modo mediato; sus predecesores directos los tuvo en otros representantes de la revolución espiritual
manierista. Nadie antes que Kant tuvo plena conciencia de participar en una nueva orientación del
pensar, equiparable al «giro copernicano»; Kant es el primero que no sólo tiene idea de la revolución
trascendental que significa el desplazamiento de la primacía del objeto al sujeto en el análisis del
conocimiento, sino que designa él mismo esta trasposición perspectivista como «copernicana». Con la
acentuación del nuevo primado Kant no pretendía, desde luego, decir que el sujeto se crea su mundo de
manera totalmente autónoma, sino que el sujeto conforma el mundo con la materia prima e inarticulada
en sí de las impresiones sensibles. Todo conocimiento comienza, ahora como antes, con la experiencia,
si bien no procede totalmente de la experiencia. Lo que nos autoriza a situar el descubrimiento
gnoseológico de Kant en una conexión tan íntima con la teoría de la ideología y a ver en él algo así
como un precursor de Marx, es justamente el núcleo de su filosofía, la doctrina de que el conocimiento
no es un reflejo, sino más bien una deformación o, por lo menos, una transformación de lo
efectivamente
Prescindiendo
dado. del hecho de que el manierismo es un arte de la deformación y de que todo el
mundo mental de la época gira en tornó a la idea de la desfiguración, ocultamiento, oscurecimiento y
sustitución de la realidad por formas sucedáneas, la estética del manierismo muestra, en lo que se
refiere a la espontaneidad del espíritu, una asombrosa semejanza con la filosofía kantiana. Todas las
afirmaciones y preceptos de la teoría del arte renacentistas descansan en dos principios: el de la
imitación de la naturaleza y el de su superación por la selección de aquellos rasgos que se consideran
«bellos» en ella. Lo esencial de esta teoría y lo que ambas tesis fundamentales tienen de común es el
supuesto de que el artista encuentra concluso como dato objetivo aquello que tiene que imitar o
seleccionar. Esta idea era «ingenua» en el sentido de Kant, es decir, adoptaba en relación con la
creación artística el punto de vista de la mera receptividad. Seguía la concepción artística medieval, que
veía el origen del talento o el genio del artista en una habilidad técnico-artesana imitativa. El concepto
de la espontaneidad, tal como nos sale al paso en la teoría del conocimiento de Kant, surge por primera
vez en la teoría del arte del manierismo, y no sólo como una idea general e indeterminada de la
creación espontánea, que dijera simplemente que el artista no puede extraer la belleza de la naturaleza o
que la belleza no es algo que le sea innato o insuflado en el alma, sino como una idea perfectamente
correspondiente a la concepción kantiana y según la cual la belleza surge con la experiencia de la
naturaleza, pero no procede de esta experiencia.
Los últimos teóricos del arte manierista, especialmente Giovanni Paolo Lomazzo77 y Federico
Zuccari78 saben que la «idea» o el «concetto» o el «disegno interno» o comoquiera denominen la
categoría estética creadora, ni se halla en la naturaleza ni puede ser algo puramente subjetivo, y así se
plantea en ellos por primera vez, como observa acertadamente Erwin Panofsky, «la cuestión de cómo
es posible al espíritu una representación que no es simplemente extraída de la naturaleza y que tampoco
tiene su origen en el hombre: una cuestión que desemboca, en último término, en la cuestión acerca de
75
Maquiavelo, Discorsi sopr la prima decade di Tito LIVIO,II
Op. cit., I. Cf. J. W. Allen, A History of political Thought in the 16th Century, 1928.
77
Goiv. Paolo Lomazzo, Trattato dell'arte della pittura, scultura et architettura, 1584; Idea del tempio della pittura, 1590
78
Federico Zuccari, L'idea de' pittori, scultori ed architteti, 1607
76
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la posibilidad en absoluto de la creación artística»79. Los problemas de la estética renacentista eran:
«¿Cómo representa el artista adecuadamente?» y «¿cómo representa el artista con belleza?» El
problema de la estética es ahora: «¿Cómo es posible la creación artística en cuanto actitud espiritual?»
En otras palabras: en contraposición al naturalismo o, como se diría con terminología filosófica, en
contraposición al «dogmatismo ingenuo» del Renacimiento, el manierismo se plantea por primera vez
en relación con el arte la pregunta «crítica» kantiana. La coincidencia con la naturaleza no se considera
ya algo evidente, sino como un problema, y se plantea la pregunta de cómo tiene lugar esta
coincidencia y qué es lo que garantiza. La estética del manierismo abandona la teoría de la
reproducción en la relación entre sujeto y objeto, lo mismo que su astronomía abandona el sistema del
universo geocéntrico, igual que el protestantismo abandona los medios objetivos de salvación, y de la
misma manera que Maquiavelo abandona el carácter unitario y absoluto de los principios morales. De
acuerdo con la nueva doctrina, el artista no crea según la naturaleza, sino como la naturaleza. Tanto en
Lomazzo como en Federico Zuccari, el arte tiene un origen espiritual espontáneo. Lomazzo formula
este pensamiento diciendo que el genio actúa en el arte como Dios en la naturaleza, y Zuccari diciendo
que la idea artística es la manifestación de lo divino en el alma del artista. Ambos se encuentran bajo el
influjo, en parte, de ideas platónicas y, en parte, de ideas medievales. Especialmente Zuccari con su
noción de la visión artística se aproxima mucho a la teoría de las ideas innatas; pero sabe muy bien que
el espíritu humano no posee nada objetivo sin la experiencia sensible y permanece fiel a la gran
conquista de su época, la idea de la doble raíz de los contenidos de conciencia objetivables.
Tanto en la estética como en toda la filosofía del manierismo se manifiesta un nuevo saber del
sujeto acerca de sí mismo; y esta curiosa autoconciencia, que ahora avanza al primer plano, se subraya
incluso cuando, como en el escepticismo, se trata de contenidos de conciencia negativos. Lo decisivo
no son ya, en efecto, los contenidos, sino las funciones de la conciencia, y ni siquiera tanto las
funciones como la reflexión sobre ellas. En este sentido hay que entender las palabras de Francisco
Sánchez: «No hay duda de que no se sabe nada, pero sí se sabe que no se sabe nada».
5. La «doble moral» y la tragedia
En su libro sobre La idea de la razón de Estado observa Friedrich Meinecke que a Maquiavelo
le hubiera sido muy posible, sin apartarse de sus ideas rectoras, exigir del príncipe que, en lugar de la
duplicidad moral que traía consigo el compromiso entre los ideales cristianos y el realismo político,
escogiera el conflicto entre el interés del Estado y la moral particular, enfrentándose con las
consecuencias trágicas de esta elección. Sin embargo, continúa Meinecke, esta solución no era posible
en la época de Maquiavelo, ya que ella suponía una actitud espiritual que no encuentra expresión hasta
la dramaturgia de Shakespeare80. Meinecke mismo no sabía quizá qué conexiones tan complejas roza
aquí y qué perspectiva sobre el desenvolvimiento histórico-espiritual, cerrada hasta ahora, se abre con
su observación episódica y al parecer modesta. El camino condujo desde la tensión ética que se hallaba
en la base de la «doble moral» hasta un conflicto que encontró su dialéctica y su solución en la
tragedia. La tragedia moderna, con su interiorización de las contraposiciones, con su desplazamiento
del destino del exterior al interior, tal como la crearon Marlowe, Shakespeare y sus contemporáneos,
fue en cierto sentido sólo un escape a la situación insostenible de la «doble moral»;. fue la respuesta de
la literatura al problema de cómo podía hacerse la vida esencial, plena de sentido y lo más unívoca
posible en una época con contradicciones insolubles, para hombres desgarrados por tendencias
ambivalentes y aspiraciones inconciliables. El héroe trágico prefiere la lealtad ambivalente a la
contradicción interna, el acabamiento a la vida con un compromiso humillante. Su ejemplo se convirtió
en un reproche crepitante contra todos, no sólo contra el príncipe. Lo que a las gentes tanto indignaba
en las disquisiciones de Maquiavelo, el hecho de que pretendiera para los príncipes una medida moral
79
80
Erwin Panofsky, Idea, 1924.
Friedr. Meinecke, op. cit.
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distinta de la aplicable a los demás mortales, era justamente el criterio que las gentes utilizaban, si bien
en una forma mucho más trivial y por ello menos perjudicial para los demás que la forma en que lo
hacían los príncipes. Las gentes seguían día a día y hora a hora principios morales distintos y
contradictorios entre sí, en la medida en que sus acciones tenían algo que ver con la moral. En su
interior, los hombres de la época se acomodaban sin dificultad a las contradicciones y estaban muy
lejos de perecer por aquel conflicto entre razón y pasión, deber y amor, lazos de sangre y lealtad, que
aniquilaba al héroe de la tragedia. En realidad, no caían en ningún conflicto, sino que desde un
principio construían un compromiso entre los impulsos que los movían.
Del concepto de «formas simbólicas» se ha abusado de modo increíble. Sin embargo, a una
forma como la tragedia, y por lo que a su actualidad y productividad se refiere, es lícito aplicarle con
razón el calificativo de «simbólica». La circunstancia de que el manierismo no presenta en su primera
fase ninguna tragedia en el sentido del desarrollo posterior adquiere una significación especial por el
hecho de que es Shakespeare quien primero da una respuesta al problema planteado por Maquiavelo.
Que la época poseyera un dramaturgo como Shakespeare puede haber sido azar o suerte, pero que la
época produjera la tragedia shakespeariana tiene significación simbólica, es decir, tiene sentido y fue,
en cierto modo, necesario desde el punto de vista histórico.
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67
Historia de la arquitectura – Antología crítica
Luciano Patetta
Hermann Blume
CAPÍTULO 7
EL RENACIMIENTO
MIGUEL ÁNGEL Y PALLADIO
LA ARQUITECTURA DE MIGUEL ÁNGEL
James S. Ackermann
(De The Architecture of Michelangelo, Londres, 1961)
No es raro que los teóricos renacentistas relacionen las formas arquitectónicas con las del cuerpo
humano; de un modo u otro esta asociación, que puede remontarse a la antigua Grecia y de la que se hace eco
Vitruvio, aparece en todas las teorías de la edad del Humanismo. Lo que es genuino de Miguel Angel es la
concepción de la semejanza como una relación que puede llamarse orgánica, en contraste con la abstracta que
proponían otros arquitectos y escritores del Renacimiento. Es la anatomía, más que el número y la geometría, lo
que llega a ser la disciplina básica del arquitecto; las partes de un edificio se comparan no a las proporciones
globales ideales del cuerpo humano, sino, significativamente, a sus funciones La referencia a los ojos, la nariz y
los brazos sugiere incluso una idea de movilidad, el edificio vive y respira.
Cuando los escritores del siglo XV hablaban de la procedencia de las formas arquitectónicas a partir del
cuerpo humano, no pensaban en el cuerpo como un organismo vivo, sino como un microcosmos del universo
una forma creada a imagen de Dios y con la misma armonía perfecta que determina el movimiento de las esferas
celestes o las consonancias musicales. (...) Las teorías de la proporción del primer Renacimiento, al ser aplicadas
a los edificios, produjeron una arquitectura que era abstracta en el sentido de que su objetivo primordial era
lograr unas armonías matemáticas ideales a partir de la interrelación de las partes del edificio. Para la planta se
preferían las figuras geométricas simples; las paredes y los huecos se entendían como rectángulos a los que se
podía dar la cualidad deseada por medio de la razón entre anchura y altura. Establecido el concepto básico de las
plantas bien proporcionadas, el fin último del diseño arquitectónico era producir una estructura tridimensional en
la que los planos estuvieran interrelacionados armónicamente. En los mejores casos, este principio de diseño
produjo una arquitectura muy sofisticada y sutil, pero fue vulnerable a la misma critica que Miguel Angel dirigió
contra el sistema contemporáneo de proporciones de la figura humana. Enfatizaba el elemento aislado y
fracasaba al no tener en cuenta el efecto que sobre el carácter de las formas arquitectónicas produce el
movimiento en arquitectura, el movimiento del observador a través y alrededor de los edificios y las condiciones
ambientales, en particular la luz. Era más fácil producir una arquitectura de papel más afortunada sobre la mesa
de dibujo que en tres dimensiones. (...) Visto desde esta perspectiva, el enfoque de Miguel Angel hacia la
arquitectura parece apartarse radicalmente de la tradición renacentista. Su asociación de la arquitectura con la
forma humana ya no era una abstracción filosófica, una metáfora matemática. Al pensar en los edificios como
organismos, cambió el concepto de diseño arquitectónico pasando de uno estático generado por un sistema de
proporciones predeterminadas a otro dinámico en el que los miembros estarían integrados por la sugerencia de
una fuerza muscular. De este modo la acción y la reacción de las fuerzas estructurales en un edificio —que aún
hoy denominamos tracción, compresión, tensión, etc.— podían interpretarse en términos humanos. Pero, si las
fuerzas estructurales sugirieron un tema a Miguel Angel, él rechazó la idea de limitarse a expresar la manera en
la que realmente actuaban: la humanización prevaleció en sus diseños sobre las leyes de la estática hasta el punto
de que una masa tan pesada como la cúpula de San Pedro puede dar la impresión de elevarse, o de que un
entablamento relativamente ligero parezca muy pesado.
Los dibujos de ventanas, puertas o cornisas intentan comunicar al que las tiene que realizar una
experiencia viva más que unas instrucciones medidas y calculadas para la labra. Mientras sus contemporáneos
dibujaban perfiles para garantizar la proporción adecuada entre una acanaladura y un toro, Miguel Angel
trabajaba en la evocación de la fuerza física; mientras que todos copiaban los capiteles y entablamentos romanos
entre las ruinas para lograr una cierta ortodoxia en el detalle, las ocasionales copias de Miguel Angel son
reinterpretaciones muy personalizadas precisamente de aquellos restos que reflejaban su propio gusto por la
forma dinámica. Roma suministró a otros arquitectos un corpus de reglas, pero a Miguel Angel le dio la chispa
para la explosión de su fantasía, una medida a la que hizo más honor por infracción que por cumplimiento.
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Esta indiferencia hacia los cánones antiguos escandalizó a los contemporáneos de Miguel Angel, que
consideraban que el hecho de haber revivido la arquitectura romana era el privilegio excepcional de su época.
(...) En contraste con sus contemporáneos, educados en proporciones del siglo XV, Miguel Angel raras veces
indicaba medidas o escala en sus dibujos, nunca trabajaba con un módulo, y prescindía de la regla y el compás
hasta que el diseño estaba definitivamente decidido. Desde el principio le interesaban más las cualidades que las
cantidades. Al elegir las aguadas de tinta y la tiza, más que la pluma, evocaba las cualidades de la piedra, y hasta
los bocetos iniciales, los primeros intentos, suelen incluir indicaciones de luz y sombra. (...)
Miguel Angel muy pocas veces hizo dibujos en perspectiva, pues pensaba en el observador como un ser
en movimiento y ponía en duda el visualizar los edificios desde un punto fijo. Para estudiar los efectos
tridimensionales hacía maquetas de arena. La introducción de las maquetas en la práctica arquitectónica prueba
de nuevo la identidad de escultura y arquitectura en la mente de Miguel Angel Es un signo más de su oposición a
los principios del primer Renacimiento puesto que la plasticidad del material excluye cualquier referencia a
relaciones matemáticas o incluso a la independencia de las partes: solamente el todo se podía estudiar en
terracota.
Al(...)
hablar de la arquitectura moderna solemos asociar la sensibilidad hacia los materiales con una
exposición de sus funciones técnicas, pero en la obra de Miguel Angel es característica la falta de este último
aspecto. En los aparejos de fábrica Miguel Angel evitó claramente cualquier énfasis en la unidad (sillar o
ladrillo). Disimulaba todo lo posible las juntas para eliminar conflictos entre la parte y el todo, y reforzar así la
experiencia del edificio como un organismo. Fue el único arquitecto de su época que no usó piedras angulares, y
muy pocas veces empleó la sillería almohadillada o lisa, el medio favorito del Renacimiento para reforzar la
individualidad del sillar. Si sus edificios debían comunicar la fuerza muscular, las piezas cúbicas habían de
disimularse.
La luz, para Miguel Angel, no era un simple medio de iluminar formas; era un elemento de la propia
forma. Los miembros plásticos de un edificio no se diseñaban para verse como elementos estables y definidos,
sino como configuraciones variables de luces y sombras.
LA ACTUALIDAD DE MIGUEL ÁNGEL ARQUITECTO
Bruno Zevi
(De Michelangelo architetto, Einaudi, Turin, 1964.)
... dentro de todo el panorama de la historia arquitectónica, Miguel Ángel, frente a cualquier otra
apariencia, es la figura de la que más tienen que aprender los arquitectos de hoy, ya que actúa en una situación
sociológica, lingüística y profesional que presenta extraordinarias analogías con la que hoy atravesamos. Esta
tesis sonará herética para los muchos que están acostumbrados a pensar en Miguel Ángel en términos míticos, de
genio solitario e irreducible dentro de un contexto cultural. Bastará, en cambio, sondear, aunque sea
sumariamente algunos aspectos de la sociedad en la que vivió y actuó para que estas analogías se evidencien
apremiantes y espontáneas.
Partamos de algunas famosas referencias sociológicas. Miguel Angel crece en el ambiente florentino de
Lorenzo de Medici, cuando el florecimiento económico del primer Renacimiento ya ha entrado en crisis, y a una
época heroica de expansión capitalista sigue un periodo dominado por una clase que vive de las rentas y los
privilegios de casta, por una generación, dice Hauser, de ricos herederos y de hijos envilecidos. (...) La época de
Miguel Ángel ofrece el panorama de un mundo alienado, de una sociedad que va a la deriva, de una humanidad
que ya no consigue comunicarse, mientras acechan enormes peligros a los que las conciencias se adaptan con
propensiones autodestructivas y suicidas, disfrazadas de las más diversas formas religiosas y mundanas.
El paso de la condición sociológica a la lingüística es directo. Si al sano capitalismo del primer siglo XV
corresponden, para explicarlo de un modo simplificado pero exacto en sus líneas culturales genéricas, una
actitud racional, antiescolástica y antiascética, la representación perspectiva elemental y homogénea, una
equilibrada investigación proporcional, signos todos ellos de una cierta confianza en la sociedad, a la situación
inestable de finales de siglo y especialmente a los cincuenta años sucesivos corresponde la crisis de todos y cada
uno de estos valores y por tanto, el hundimiento del racionalismo renacentista. Toda la vida de Miguel Ángel
puede interpretarse según la clave de este debatirse entre los valores fallidos del Renacimiento a los que no había
con qué sustituir. Es un juego alterno, desmoralizante y atormentado: una continua renovación del repertorio
lingüístico renacentista, el único que estaba a su disposición, y su inmediata denuncia. (...)
Estos condicionamientos sociológicos, lingüísticos y profesionales son comunes a todos los artistas de la
época. Pero es por su modo de afrontarlos por lo que Miguel Angel no es asimilable a otros: ofrece una respuesta
diferente, de cuya singularidad es testimonio su propia fortuna historiográfica. Incluso cuando se basaba en el
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elogio indiscriminado, en el mito del Renacimiento, la identidad de Miguel Angel arquitecto no podía
subestimarse puesto que era evidente que consagraba el hundimiento de clasicismo toscano y más tarde del
romano, rechazando cualquier simulación de equilibrio y de estabilidad, encarnando la crisis económica de
Italia, la crisis espiritual de la Reforma, la crisis existencial que sigue al saqueo de 1527 y al asedio del '30.
Cuando se recuperó el arte barroco, Miguel Angel es leído de nuevo en función del lenguaje de siglo XVII, de la
liberación de los cánones y del objetivismo del siglo XVI, pero tampoco esta interpretación era convincente,
pues estaba claro que personificaba la profecía de aquel mundo, pero sobre todo la resistencia a él; así pues,
Miguel Angel permanece en equilibrio entre Renacimiento y barroco sin pertenecer ni a una ni a otra cultura.
Después viene el gran descubrimiento del manierismo, la revalorización de una cultura que corroe el
racionalismo clásico desde el interior, por exasperación intelectual, por un gusto refinado y dirigido hacia lo
metafísico, o bien por una convulsa renovación religiosa. Se comprendió el significado positivo de la disolución
de la estructura renacentista del espacio. Miguel Angel dejó entonces la paternidad del barroco para asumir la del
manierismo y no hay duda de que la crítica que mejor ha enfocado su obra ha forjado sus instrumentos de
investigación en el ámbito manierista.
Sin embargo, bien pronto nos hemos tenido que convencer de que también escapaba a las categorías de
este arte por muy amplio y heterogéneo que fuese. Quizá Hauser es demasiado esquemático cuando afirma que
no se entiende el Manierismo si no se comprende que su imitación de los modelos clásicos es una huida ante la
amenaza del caos, y el agudo subjetivismo de sus expresiones denuncia el temor de que la forma pueda fracasar
ante la vida. De todas formas Migue Angel no se defiende de la amenaza del caos, no busca mediaciones,
compromisos, vías de supervivencia Su forma no se comercializa pero tampoco se sublima para evitar el fracaso
ante una vida alienada, sino que más bien declara y exalta en el non-finito esta derrota de la forma respecto a la
vida. Es, pues, útil subrayar este aspecto para que no se sospeche que el tema miguelangelesco es
culturalmente intercambiable con el del manierismo, o que desemboca en él. Ocurre exactamente lo contrario, y
con esto desmiento ciertos esquematismos conceptuales que se encuentran por todas partes, especialmente en la
historiografía alemana. Al igual que la revalorización del barroco impulsa a D'Ors a postular una categoría
suprahistórica para este lenguaje, la recuperación del manierismo llega a provocar el mismo equívoco... (...)
Ahora el estudio de Miguel Angel arquitecto sirve no sólo para refutar esas generalizaciones de categorías sino
también para mostrar cómo, durante el manierismo histórico del siglo XVI, hubo una posición diferente y
herética, anticlásica y antibarroca, y además antimanierista. (...)
Miguel Angel recorre todo el itinerario de una tragedia que la humanidad todavía espera poder detener.
También él participó en el reformismo católico de tipo humanístico, es decir, al intento de mediar la tradición
con la renovación, de abrir las viejas estructuras ideológicas a las fuerzas liberadoras. Pero asistió después a
todos los fenómenos de intolerancia que siguieron al final de aquella breve apertura. (...)
Se pueden mencionar algunas expresiones miguelangelescas que revelan sorprendentes analogías con
experimentos actuales: piénsese en la brutal erosión de las superficies, en la agresiva reconquista del espesor del
muro en el «ricetto» de la Laurenziana o en el ábside vaticano, en las masas excavadas con una impetuosidad
material que hace recordar las pruebas del «betón-brut» o las desgarradas marañas de la corriente informal; o
bien en los deslumbrantes flujos luminosos de la capilla Sforza que, también en la versión original, golpean no
ya las paredes plásticamente torturadas, sino directamente el espacio ya violentado por las columnas salientes, en
una imagen que recuerda el uso de la luz en el último Le Corbusier, especialmente en la masa tempestuosa de
orificios resplandecientes de Ronchamp. (...) Miguel Angel rechaza la ideología renacentista de lo abstracto sin
aceptar tampoco una concepción que se materializa en el proceso dinámico de su realización. La suya es una
«action architecture» que no pretende reflejar, ni siquiera construir, un orden lingüístico. El non-finito tiene un
cometido moral más que ser un estado psicológico. (...)
En el non-finito arquitectónico hay una componente que aún escabulléndose racionalmente porque no es
racional, solícita e inquieta, llama nuestra atención. La historia de la arquitectura de Miguel Angel descrita en los
textos tradicionales está impregnada de pesar por todo lo que no se terminó o lo que se alteró, desde el
baldaquino del palacio Senatorio a la ventana central de los Conservatori y la fachada de San Pedro, pero ¿tienen
una justificación concreta? ¿No había en la misma inspiración de Miguel Angel un factor que ha promovido
estos hechos, una voluntad de apertura orgánica y generosa, una confianza en la poética de las probabilidades y
del azar, que constituye la sustancial aportación positiva de la alternativa de Buonarroti a las reglas del
Renacimiento a los modos y modas del manierismo, a los procedimientos barrocos? Jamás se podría responder
con certeza a estas interrogantes: aunque el non-finito es un método y un sistema su matriz es la angustia, una
angustia tan auténtica y obstinada que no permite teorizar sobre sus productos.
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El arquitecto moderno puede sacar, por tanto, muy pocas cosas tangibles o instrumentales, del non-finito
miguelangelesco; pero, meditando sobre ello puede obtener extraordinarios incentivos para sus propias
investigaciones.
MIGUEL ANGEL Y EL MANIERISMO
Manfredo Tafuri
(De L'Architettura del Manierismo nel Cinquecento europeo, Officina, Roma, 1966.)
En contra de la actitud manierista, que prefiere aceptar, resemantizándolo, el alejamiento consumado de
la historia, de los postulados humanísticos, de un clasicismo de origen ético, se yergue la atormentada búsqueda
miguelangelesca que, por el contrario, quiere recuperar la ética perdida, quiere ofrecer nuevas bases a la
identificación humanística entre pensamiento y acción civil, quiere tender un nuevo puente entre el idealismo
neoplatónico y una fenomenología pasada por el tamiz de un control directo de la conciencia, participando en las
vicisitudes manieristas con insuperada violencia expresiva, llevada personalmente hasta el espasmo del último
silencio de la forma. (...)
Respecto a las indecisiones y ambigüedades que se han querido ver como algo general en el fenómeno
manierista, la personalidad de Buonarroti se ha aislado con frecuencia dentro de una dimensión propia e
inalcanzable —no sólo a nivel cualitativo, ya que entonces esto no podría haberse repetido con los grandes
creadores de forma del siglo XVI, sino también al nivel de la problemática— hasta el punto de excluir su figura
del contexto del Manierismo o, bastante más a menudo, de considerarla como el origen de ese mismo fenómeno.
Bastaría reconsiderar las fuentes y los problemas de partida que se combinan en nuestra concepción ampliada del
concepto de Manierismo, para reconocer, en los temas afrontados por Miguel Angel, una sustancial
homogeneidad de fondo respecto a los que son propios de toda la cultura italiana del siglo XVI. También Miguel
Angel siente la imperiosa necesidad de partir de elaboraciones formales dadas, para oponerse al apriorismo y
reinsertarlas en un contexto dominado por una organicidad recreada por medio de la autonomía de la
instrumentación lingüística; también es genuinamente suyo un intento directo de romper la instancia de estatismo
olímpico escondido tras la adopción de un léxico ceremonioso, como el clasicista, para alcanzar una síntesis en
la que domine la transparencia de una emoción exaltada y de la autobiografía; también está interesado en
fenomenizar el proceso de la proyección, rompiendo el artificioso equilibrio bramantesco de historicismo y
creación; está presente aún en toda su obra ese naturalismo emblemático destinado a neutralizar un
antinaturalismo de fondo, que se puede encontrar en casi todas las experiencias manieristas.
Miguel Angel no es, por tanto, el dato de partida del Manierismo —como se ha repetido más de una vez,
con la ayuda de la interpretación de Vasari— , sino el que, con insuperada intensidad, ensaya la coagulación en
procesos sincréticos de la totalidad de los nuevos problemas que los demás protagonistas de aquella época
histórica particularizan o resuelven lingüísticamente de acuerdo con poéticas tendientes a extrapolar problemas
generalmente aislados o relacionados entre sí, pero con muchos residuos marginales dejados entre paréntesis.
(...)
Miguel Angel llega a condensar en la biblioteca Laurenziana toda la problemática relativa a su
concepción de la crisis de la forma como límite ideal a la expansión de la materia en forma de energía pura, o
como límite también de la dialéctica entre dimensiones figurativas escultóricas y arquitectónicas en su
intercambio de valencias autónomas que vuelven a poner sobre el tapete la cuestión de la autonomía de las artes,
propia de las obras arquitectónicas del periodo 1504-24 (de la primera idea para la tumba de Julio II a la
Laurenziana, exactamente). El espacio, en esta obra central de su búsqueda, está ya totalmente desvinculado de
emblemas apriorísticos, no es el símbolo de verdades eternas ni de un ceremonial absoluto: la sucesión de tres
ambientes —en el proyecto, realizado sólo parcialmente por lo que respecta al excepcional espacio de la librería
secreta de planta triangular— invita ya en su estructura a una lectura que da por supuesto el movimiento en
profundidad y la actividad de conexión de la memoria para su comprensión, mientras que el estudio atento de las
articulaciones de los miembros y de los motivos arquitectónicos, perturbados en su institucionalidad clasicista,
nos lo revela como partes integrantes de esa contracción y expansión del espacio que debía haber culminado en
la concentración de acumulaciones plásticas de la librería secreta, solución figurativa elevada y sin prejuicios
para un problema de simple adaptación a circunstancias extracompositivas.
En la Laurenziana la arquitectura ha asumido de nuevo su propia autonomía, y no es casualidad que en
ella sean los miembros, su colocación y sus formas de relacionarse en el espacio los que se han sometido a una
sistemática deformación. Miguel Angel no vuelve a proponer la simbología antropomórfica con una acentuación
de sus posibles caracteres orgánicos —como sucederá en tanta arquitectura del Manierismo europeo— sino que
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queda completamente absorbida en una operación de idealización que tiene como correspondiente el hecho de
estar basada en una fenomenología espacial totalmente desvinculada de emblematismos no directamente
relacionados con razones y valores meramente autobiográficos.
EL ANTICLASICISMO DE PALLADIO
Giulio Carlo Argan
(De Andrea Palladio e la critica neo-classica, En «L'Arte», 1930)
Todavía hoy en día se considera a Palladio como un neoclásico, al cual es lícito reprochar una cierta
frialdad de erudito, pero del que es elegante alabar la severa corrección y la rígida seriedad del estudioso. Pero
cuando tratamos de comparar este juicio con el de algún crítico neoclásico advertimos que éstos tienen una
clara conciencia de los límites de su gusto y que la arquitectura palladiana, lejos de hacer de estos límites su
propio esquema, escapa hacia algo no del todo definido, pero extraño, no obstante, al gusto neoclásico.
En 1768 Francesco Milizia publica sus «Vidas de arquitectos» destinadas a reflejar, en lo tocante a la
arquitectura, las nuevas ideas de Winckelmann y Mengs. Los arquitectos griegos y romanos y, subsidiariamente,
los italianos del Renacimiento, eran sus unidades de medida: todos ellos habían alcanzado la razón del arte, la
pura belleza, coherencia bella de partes bellas, representación absoluta del espacio a través del valor constructivo
del relieve plástico. Ante estos «filósofos», Palladio sorprende por su «extravagancia».
Estos «filósofos» habían fijado su canon en los órdenes de arquitectura «los cuales, más que ornamentos
son realmente el esqueleto del edificio, y partes esenciales de él. Se pueden definir, por tanto, como ornamentos
necesarios producidos por la naturaleza misma del edificio». La sucesión de estos órdenes desde el más sólido al
más delicado, debía, por tanto, ser la representación sumaria de una coherencia espacial y constructiva, la
relación entre la solidez monumental del edificio y la línea del horizonte, entendida como limite entre lo finito y
lo infinito, entre lo determinado y lo no determinable. Cuando Palladio superpone a un orden rústico un orden
compuesto, insensible ante los términos medios de la serle, Milizia se sorprende como si se tratase de la
afirmación de algo absurdo.
Precisamente con este absurdo, con esta interpretación arbitraria de un valor de espacio, con esta
rebelión suya a una subordinación perspectiva de su edificio, Palladio se opone claramente al gusto clásico
antiguo y al del Renacimiento florentino y romano. Cuando se piensa que Palladio mantiene en líneas generales
los elementos arquitectónicos de la preceptiva romana, disponer, como hace él, el mismo elemento en diversas
condiciones espaciales o diversos elementos en idénticas condiciones espaciales, significa la pérdida total de
cualquier significado espacial por parte de tal elemento, significa también dar a dos intensidades espaciales
diferentes el mismo valor formal, negando ese sentido de paralelismo y coherencia entre forma y espacio que era
la base del gusto clásico...
Todos los esquemas válidos para el gusto clásico son, por tanto, absolutamente incapaces de explicar el
gusto de Palladio... Del mismo modo, no son válidos los esquemas de movimiento, de luminosidad, de
sugerencia, los cuales expresan una antítesis de lo estático, de lo plástico, del amor a la definición, propias del
gusto clásico. También frente al Barroco la posición de Palladio no se apoya, por tanto, en una solución analogía
del problema de espacio, sino sobre todo en la oposición general de «extravagante» frente a «filósofo» y en la
sustitución de una estética de lo arbitrario por una estética del precepto: En el fondo, el Renacimiento y el
Barroco no hacen más que resolver el mismo problema de dos modos diferentes, problema que Palladio, si bien
no renuncia del todo a plantearse, da al menos como resuelto en todas las ocasiones (es significativo que los
elementos estilísticos de Palladio no entren en los esquemas que ha trazado Wölfflin... ). Esta solución del
problema espacial, Palladio sobreentiende en sí mismo, se mantiene para él solamente como una posibilidad y un
punto de apoyo: la posibilidad de yuxtaponer dos formas arquitectónicas que «nacen de un mismo plano» como
dos tonos de colores; y, puesto que esas formas tenían en sí mismas, desde su origen, una relación de claro y
oscuro, y tal relación —creada con fines plásticos— había quedado destruida como paso o efecto plástico por
una subversión de la disposición espacial, la mencionada yuxtaposición será una yuxtaposición de claro y
oscuro, en sus valores, no ya cuantitativos, sino cualitativos y cromáticos.
Así se pasaba de un claroscuro indicador del relieve a una pura oposición cromática a través de la
negación del espacio como profundidad. Y puesto que en esta negación está implícita una necesidad de antitesis,
el espacio como profundidad se sustituye por el plano como frontalidad absoluta; no ya el plano de Leon Battista
Alberti, preciosidad geométrica definida por una precisión perspectiva lineal, sino el plano como negación
perspectiva, como proyección súbita de elementos espaciales sobre la superficie para conseguir una decidida
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afirmación cromática. En el fondo, todos los edificios de Palladio están concebidos como escorzos de arriba
abajo; y la necesidad de este escorzo es la misma que la de Veronés. Los elementos palladianos están puestos
casi siempre sobre altos pedestales... Su posibilidad cromática se agotaba en el absurdo espacial y perspectivo de
llevar el mayor peso lo más arriba posible... El ático asume en Palladio un interés mayor de continuación del
edificio además de una definición espacial hacia un carácter perspectivo hiperbólico y absurdo. (...)
Palladio se opone al gusto clásico precisamente en su manera de entender, subordinando, la función en la
representación, la realidad en la apariencia. El efecto visual de una columna o de una cornisa será, por tanto,
independiente del peso que tal columna o la cornisa soporte o ejerza. (...) Como en los pintores venecianos del
siglo XVI, la condición del arte palladiano es una súbita emoción pictórica... Este cromatismo se distingue del
cromatismo bizantino precisamente por ser tan inmediatamente adherente a una yuxtaposición antiespacial de
elementos espaciales. (...) La fórmula del cromatismo tonal es la única, de hecho, puede explicar el valor
luminoso, que es fundamental para la expresión artística de Palladio. El efecto máximo al que tiende este artista
es la yuxtaposición del negro y del blanco, es decir, de la máxima intensidad de oscuro y la máxima intensidad
de claro...
PALLADIO Y LA ANTIGÜEDAD
Erik Forssman
(De Palladio e Vitruvio, en «Bolletino del Centro Internazionale Andrea Palladio», IV, 1962.)
Eran...los despojos de la antigüedad un testimonio de una gran época, de los que (Palladio) trataba,
gracias a las enseñanzas de Vitruvio, de extraer varios tipos de una arquitectura absoluta, que conservase su
valor en todas las épocas. Este renacimiento de una arquitectura clásica que precisamente, era ahistórica y, por
principio, siempre actual podía realizarse a varios niveles: 1) Se podía partir del edificio completo como había
hecho Palladio cuando concibió la casa privada sobre la base de la casa de los antiguos griegos y romanos; 2) Se
podían utilizar las partes características y colocarlas juntas en una nueva unidad (así ocurrió por ejemplo, cuando
Palladio unió los elementos de la basílica y del templo en su arquitectura sagrada); 3) Se podían tomar detalles
singulares que respondieran a la exigencia de un «decoro» comprensible en todas las épocas. En ninguno de
estos casos era oportuno hablar de una imitación puramente formal de la antigüedad, sino de una aplicación
meditada y motivada de un lenguaje arquitectónico como en el caso del pórtico de un templo jónico que debía
conferir una dignidad tranquila y armónica a la casa privada. Palladio puso en práctica con bastante frecuencia
estas tres fases al mismo tiempo y en el mismo edificio. A diferencia de los demás teóricos, encontraba en las
enseñanzas de Vitruvio la materia con la que podía realizar sus propias ideas. De Vitruvio no tomó las fórmulas
que podían utilizarse sin discriminación para conferir a cualquier arquitectura un aspecto arcaizante sino que
dedujo modelos arquitectónicos sabiendo que debían presentar un aspecto diferente en la Italia septentrional del
siglo XVI que la que habían tenido en Atenas y Roma, en la antigüedad.
Evidentemente, es lógico querer argumentar que estos tipos, considerados en sí mismos, no tienen nada
que ver con el genio creador y con la poesía de Palladio. También otros han estudiado a Vitruvio y no han
conseguido realizar una arquitectura moderna. Pero aunque puede parecer una paradoja, podemos decir que su
interpretación creativa de Vitruvio le preservó de convertirse en un imitador neoclásico.
POR QUE PALLADIO NO FUE NEOCLASICO
Cesare Brandi
(De Perché il Palladio non fu neoclassico, en Struttura e Architettura, Einandi, Turín, 1967.)
En el uso que se había hecho de los elementos clásicos del Renacimiento existía el principio de la
transmutación de un elemento figurativo de imagen a signo.
Y precisamente esta transmutación, que puede parecer tan breve que no pueda configurarse ni siquiera
como un viaje, sino como un relámpago, una iluminación diferente es la que una vez advertida, permite seguir la
extraordinaria parábola que lleva de Brunelleschi a Palladio y al Estilo Imperio.
La estructuración clásica, convertida en emblemática en la nueva visión espacial provocada por la
perspectiva, seguirá desarrollándose durante cuatro siglos de manera siempre diferente en la extraordinaria
activación del espacio perspectivo. Palladio representa una fase culminante de este viaje de cuatro siglos. Pero
sólo por medio de la emblemática clásica se puede alcanzar el punto crítico al que llevó la resurrección de lo
antiguo.
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En tanto que la puesta en evidencia del elemento clásico por medio de la activación espacial de la
perspectiva acabó por aislar el propio elemento de un modo emblemático desde Brunelleschi a Alberti, de
Francesco di Giorgio a Peruzzi, de Sangallo a Miguel Angel, en un segundo momento una vez aislado del
contexto y de la preceptiva vitruviana, se trataba de reabsorber integralmente el elemento clásico en el nuevo
contexto espacial, en donde mantenía su valor emblemático, su significado clásico inequívoco, pero como un
latinismo en el contexto de la lengua vulgar. Lo que existe en cambio en Palladio es la preocupación por
mantener en este elemento clásico un valor emblemático aún más claro, una puesta en evidencia todavía más
ejemplar, y todo esto allí donde Palladio es más original: no tanto pues, en la Basílica como en la Rotonda, no
tanto en el palacio Valmarana como en el Chiericati, no tanto en la fachada, como en el Coro del Salvatore. Se
descubre entonces que el núcleo esencial de esta revitalización al límite de la abstracción que hace Palladio de la
emblemática clásica, hay que asumirla de nuevo en su aspecto figurativo más ortodoxo, hay que resucitarla en su
vitalidad secular; pero, una vez obtenida esta fermentación que la saca del sueño del pasado, hay que congelarla
de repente, inmovilizarla como una estatua de sal. En ese momento Palladio alcanza el supremo equilibrio entre
signo e imagen, un equilibrio jamás obtenido de un modo tan perfecto sobre una cuerda tan sutil. Y todo esto
porque roza el Neoclasicismo sin dejarse alcanzar nunca por esa hibernación mortal de la emblemática clásica
que se perpetuó en el neoclasicismo del Estilo Imperio. Si no se tiene la vista, y diríamos también el oído, lo
bastante sutil para entender cómo Palladio rozó el límite de rotura de este equilibrio entre valor de imagen y
valor de signo, nunca se podrá comprender cómo y por qué esta arquitectura llega al mismo tiempo al límite de
la perfección
En esta
y alcongelación
de la muerte.
de la imagen aislada, separada, puesta en evidencia como un signo algebraico fuera
del paréntesis, próxima a deshacerse de cualquier valor menos de la figuratividad, pero con la súbita luz blanca
que esta presentación sobre la otra mitad de la conciencia le proyecta encima como un haz luminoso, es donde se
encuentra el vertiginoso nivel de la obra de Palladio. (...) El modo que tiene Palladio de poner en evidencia, no
ya con un propósito funcional, ni por medio de una meticulosidad gramática, el elemento clásico y, en general, el
elemento arquitectónico, le llevaba a hacerlo lo más individual posible y a dejarlo fuera del contexto en el mismo
momento en que lo insertaba. No era que con esto siguiera una intencionalidad antiplástica, pues la columna
continúa siendo su elemento fundamental, sino que precisamente en la contraposición de muro y columna
acentuaba la diferenciación emblemática de los elementos. (...)
Entendida en su aparente ortodoxia clásica, la arquitectura de Palladio no podía mas que congelarse en
esa hibernación de la que hemos hablado respecto al Neoclásico: o bien aprovechar la ocasión de una potente
regeneración de la misma visión plástica, como la de un Bernini o de un Rainaldi.
Y es por esto por lo que la arquitectura de Palladio no cierra ni abre, no continúa y no inicia:
maravillosamente singular, casi se aparta de su propia época a la que ilustra sin poder arrastrarse por su camino.
Ese camino en el que diseminó tantas obras maestras.
«I QUATTRO LIBRI DELL’ARCHITETTURA» DE PALLADIO
Roberto Pane
(De I Quattro Libri dell’Architettura en el «Bollettino del Centro Internazionale Andrea Palladio», I, 1959.)
El éxito conseguido por los «Quattro Libri» fue debido principalmente a la multiplicidad y claridad de
sus ejemplificaciones. Se puede decir que Palladio ha proporcionado al mundo civil la versión más persuasiva
de lo que Geoffrey Scott, aludiendo a la temática predominante del Renacimiento, ha denominado «idealización
de las estructuras». Las columnas salientes respecto al muro, desde sus villas a las «creaciones según los
diversos sitios» que aún sin ser realizadas, han influido en tanta arquitectura neoclásica, se convierten en
elementos claves de una composición susceptible de innumerables variantes; el instrumento más conveniente y
seguro para una representación de dignidad cívica. Además, la aplicación práctica de sus enseñanzas se ve
favorecida por la demostración que ofrece de cómo se puede «reducir con mucha facilidad la magnificencia de
los edificios... a la verdadera belleza y elegancia de los antiguos»; y esto sin tener que recurrir necesariamente
al costoso empleo de la piedra, puesto que «los edificios se estiman más por la forma que por la materia». Por
tanto, será posible también alcanzar la belleza construyendo con ladrillos, tanto los muros como las columnas, y
revistiéndolos de un buen «enfoscado, o digamos esmaltado exterior». (...)
Ya había dedicado a su Tratado un largo período de tiempo cuando a la edad de 62 años, es decir, en
1570, publicó «I Quattro Libri». La tarea que se propone llevar a cabo ya está claramente enunciada en el
prefacio inicial, donde Vitruvio es el primero y el último nombre que menciona... En el primer libro trata de las
maneras de construir, de los cinco órdenes y de las casas privadas con sus elementos constitutivos: es decir, de
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las proporciones de las estancias, de las bóvedas, de las escaleras, etc. En el segundo se incluye una ilustración
extremadamente sintética de gran parte de su obra, o sea, «Las casas situadas dentro y fuera de la ciudad»; a
ésta, que para nosotros es la parte mas interesante de todo el Tratado, la subordina a una función puramente
subsidiaria, como ejemplo imitable de construcciones realizadas de acuerdo con las buenas reglas; y con plena
coherencia, tal concepto de estricta subordinación le induce algunas veces a alterar en las ilustraciones la
estructura real de algunos edificios.
El tercer libro está dedicado a las vías, puentes, plazas, basílicas y palestras, y el cuarto a los templos
antiguos «que están en Roma y algunos otros que están en Italia y fuera de ella». De todos modos, la parte de
mayor longitud es la dedicada a la interpretación de las reglas de Vitruvio y a la ilustración de monumentos de
los que ofrece una reconstrucción gráfica, pero también aquí nuestro mayor interés se centra en el sentimiento
personal con el que añade cosas suyas allí donde las ruinas no proporcionan suficientes indicios; así ocurre en el
exterior del templo de Venus y Roma y en la basílica de Majencio; y todo esto del mismo modo en el que nuestra
atención se ve atraída por los motivos de su creación que aparecen aquí y allá en los dibujos de la antigüedad
conservados en Londres.
Sin embargo, hay que tener presente que ningún otro maestro del Renacimiento ha realizado una
ilustración tan sistemática y rigurosa de la arquitectura romana; aunque algunas veces la reconstrucción gráfica
propuesta por él puede parecernos arbitraria y no «científica».
Alegar, como alguien ha hecho, que no tenia un conocimiento auténticamente «científico» del texto
vitruviano no solamente es un error en cuanto que proyecta en el pasado una exigencia de objetividad
arqueológica que sólo es peculiar de nuestra época, sino que también es un modo de ignorar que el genio mismo
del Renacimiento se configura en el conocimiento artístico, en una experiencia vital que subsiste también en los
errores objetivos. En este sentido, a las interpretaciones personales del Vitruvio palladiano se asocian las
interpretaciones que Maquiavelo ha realizado de la historia romana que, aunque ricas de significado, son
también a veces arbitrarias respecto a los hechos que las han inspirado. Una comparación entre los
levantamientos palladianos y los de un Giuliano da Sangallo o de un Piero Ligorio (el erudito, anticuario y
arquitecto que el maestro conoció en Roma cuando estuvo junto con Daniele Barbaro) permite algunas
deducciones legítimas acerca de las intenciones que los arquitectos de los siglos XV y XVI tenían al levantar las
ruinas antiguas. La observación de la aparente antítesis, presente en el mismo dibujo entre la parte documental y
la parte fantástica personal, nos puede aclarar algunas cosas, de manera intuitiva y directa, a propósito de la
imitación ideal del mundo romano; a igual que la inmediatez de la representación gráfica permite a Palladio
«huir de la longitud de las palabras».
EL DRAMATISMO EN EL LENGUAJE ANTICLÁSICO DE PALLADIO
Lionello Puppi
(De Palladio, Sadea Sansoni, Florencia, 1966)
Palladio se consideró siempre, y con toda la serenidad, un clasicista convencido y respetuoso. Piénsese:
en 1570 el arquitecto publica el Tratado profesando con sinceros acentos su propia fe en Vitruvio y en la
«Arquitectura Romana», que rebate con sorprendente vehemencia un poco más tarde, con ocasión de la diatriba
sobre la erección de la fachada de San Petronio en Bolonia, mientras que, en lo que se refiere a indicaciones
«externas», por ejemplo la cuarteta de un contemporáneo veneciano anónimo (1560-‘70?) publicada por
Temanza (Non va Palladio per male a puttane / che se tal volta pur gli suole andare / lo fa perché le esorta a
fabbricare / un atrio antico in mezzo Carampane) me parece por su irridente vulgaridad, mucho más
sintomática. Pero todo esto no desmiente ni la carga dinámica, interna e inquieta pero jamás aferrada a
complacientes autocontemplaciones, del devenir estilístico, ni tampoco «puesta al día», en todas sus fases, del
arte palladiano: precisamente por sus posibilidades, inherentes a la formación de Andrea, al final insiste, en las
estructuras de su dimensión mental, en incluir, escoger y transfigurar, con una sensibilidad decidida y
«pragmática» pero con una coherencia impertérrita y destacada en el contexto del propio lenguaje, experiencias
cada día más aproximadas, desde las inquietudes manieristas hasta Miguel Angel; recuperando de este modo una
actualidad que propone el arte como uno de los testimonios poéticos más extraordinarios de la época.
Está demasiado claro que el clasicismo programático del artista queda desmentido por la concreción
formal de las obras que se han apoyado en un lenguaje anticlásico y que proponen, de hecho, soluciones de un
verdadero anticlasicismo mucho mas evidente, y dramático hasta el punto de que en las obras maestras más
extremas el mismo uso de una morfología clásica aparece dominado por una urdimbre sintáctica tan agitada y
extraña, que naufraga y se deshace en la «presencia» de una afirmación que es pura y simplemente visionaria.
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Pero el proceso, y éste es el problema, debía completarse sin drama, sin conocimiento, tout court, y de acuerdo
con las aspiraciones de la clientela (...). Si se colocan en los dos polos cronológicos opuestos del que hacer
palladiano —que constituyen también dos polos antiguos en el orden de las «valencias» lingüísticas y
estilísticas— , la Basílica y el Teatro Olímpico nacen de un sueño idéntico e inmutable de restituir a la «propia»
sociedad —satisfaciendo las aspiraciones al decoro y ennobleciéndolas— con pleno acuerdo y en un plano de
correspondencias formales, de ambiciones, la «verdadera belleza y elegancia de los antiguos». Por otra parte, ya
tenemos bien aprendido gracias a György Lukás que «para los fines del autoconocimiento del presente, y para la
historia, lo que es de decisiva importancia es la imagen que la obra nos da del mundo, lo que proclama, mientras
que es totalmente secundario en qué medida esto esté de acuerdo con las opiniones de su autor».
TEXTOS
Dos juicios negativos de la época neoclásica sobre la arquitectura de Miguel Ángel
TOMMASO TEMANZA
(Lettera a Antonio Selva, a Roma, Venecia, 1778, G. Bottari e G Ticozzi, Biblioteca scelta di opere italiane,
1822-25, vol. 8”)
(Antonio Selva). Por nuestro amigo el señor Quarenghi supe que habíais llegado a Roma...Me place muchísimo
vuestro sentimiento a propósito de los edificios de Miguel Angel. Desgraciadamente es cierto que ha intentado
destruir todo lo bueno de aquellos hombres valientes que antes que él y en su misma época, habían trabajado con
tanto honor y mérito. Recordaréis veces os he dicho que los edificios de Miguel Angel son incorrectos y que,
exceptuada la sacristía de S. Lorenzo... todo lo demás es malo. ¿Qué cosa tan insípida, tan extraña, tan triste es la
Laurenziana? Y a pesar de todo tan alabada. Los laterales y la parte posterior de la gran iglesia de S. Pedro de
Roma son obras medianamente tolerables, Todo lo demás es muy malo. Como Miguel Angel ha sido sumamente
excelente en escultura y pintura se pretende a la fuerza que ocurra lo mismo en la arquitectura. Pero sed cauto en
Roma al hablar con poca estima de los edificios de ese tal Miguel Angel... Nosotros los venecianos procedemos
de una escuela que no está sujeta a ninguna otra; y a propósito de la arquitectura nuestro Palladio se impone a
todos. Si estos arquitectos romanos lo consideran de poco genio es debido a su ignorancia. Su explosión de
fantasía es como la vida de aquellos hombres que a modo de bestias, viven sin moral y sin ninguna observancia
de las leyes.
FRANCESCO MILIZIA
(De Memorie degli architetti antichi e moderni Roma, 1778, y de Dell'Arte di vediere nelle Belle Arti del
Disegno, Venecia, 1781. Versión castellana: Arte de ver en las Bellas Artes del Diseño, Imprenta de Garciga y
Aguasvivas, Barcelona, 1823. Trad. Ignacio March, pág. 48)
En la iglesia de San Pedro se reconoce la grandeza arquitectónica de Miguel Angel. (...) Un único y
enorme, orden corintio de pilastras por todo el interior y por todo el exterior decora así el gran templo... todo este
pensamiento es grande, noble, majestuoso... Pero vayamos al detalle de lo que ha hecho Miguel Angel en San
Pedro... Los resaltos de la cornisa, los ornamentos de las ventanas y de los nichos, y de las bóvedas de los
nichos superiores, que están sobre el collarino de pilastras, no son precisamente admirables. ¿Y cómo pueden
aguantarse esos terribles frontones partidos en los ventanales del crucero, cuando cualquier frontón allí dentro es
inútil? El ático que circunda exteriormente el templo es demasiado alto, las ventanas tienen una forma muy mala
y su decoración es pésima. Este ático es una parte tan fuera de toda regla que los defensores de Miguel Angel
niegan que sea suyo. Que no lo sea. Es soberbio el tambor de la cúpula, es admirable el mecanismo; pero la
linterna con esos candeleros no es muy agradable; ... el basamento exterior de esta gran construcción (la cúpula)
es de una belleza maravillosa; pero tantos ángulos con esas pilastras que sobresalen hacia fuera una debajo de la
otra, no son ciertamente aceptables. (...) en la decoración se tomó grandes licencias; con frecuencia quedó fuera
de las buenas reglas... sin duda no fue la arquitectura su principal profesión. (...) sus licencias han hecho escuela:
el libertinaje de Borromini y las escuelas modernas.
Palacio Farnese (Sangallo y Miguel Angel). Masa terrible en buenas proporciones y sin gracia. Los
adornos de las ventanas no están bien escogidos, ni bien dispuestos; y a cornisa tiene demasiado adorno. Es
hermoso el vestíbulo, por las columnas aisladas, tiene el patio demasiados macizos, y demasiado sofocados los
órdenes, que pueden quitarse impunemente.
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Campidoglio. En los laterales falta la unidad. Columnas jónicas y pilastras corintias inútiles en
disonancia: ventanas mal decoradas; luego es aún peor que el Farnese.
CAPÍTULO 8
LA PROBLEMÁTICA DEL MANIERISMO
EL MITO NATURALISTA EN LA ARQUITECTURA DEL SIGLO XVI
Manfredo Tafuri
(De Il mito naturalistico nell’architettura del 500, en «L'Arte», I, 1968.)
No es casualidad que de la órbita cultural bramantesca nazcan dos corrientes opuestas que pondrán en
crisis el equilibrio intelectualista trabajosamente alcanzado por él.
El experimentalismo de Peruzzi y de Serlio y las inquietas metáforas de Giulio Romano por un lado, y el
dramatismo teatral de Sansovino y Sammichele por otro, extraen de la equivalencia naturaleza-razón
indicaciones opuestas, comprometiendo definitivamente el equilibrio original.
Equilibrio, por otra parte, que se presentaba ya como inestable, dado que no derivaba, como en el
ambiente florentino, de una perfecta síntesis operativa, sino de una voluntad de representar esa equivalencia, de
subrayarla de todas las formas, de ostentarla con la mediación de un acto reflejo de cultura: como si el único
modo de recuperar el valor de esa síntesis se encontrara en el recurso a una legitimación a posteriori. Y está claro
que si se siente obligado a recurrir a semejantes instrumentos es que vive ya en un estado de ánimo dominado
por una angustiosa duda.
Separar la síntesis naturaleza-razón en sus dos componentes lleva de cualquier modo, a buscar para la
arquitectura nuevas vías que confirmen la naturaleza mimética.
A través del afanoso experimentalismo del maduro Peruzzi —y nótese, a propósito, lo indicativos que
son sus proyectos de organismos de planta central basados en la compleja orquestación de espacios geométricos
cerrados de matrices antitéticas— a través de tal experimentación, decíamos, y de la de Giulio Romano se
llegará al léxico idiomático de Serlio y de Primaticcio en Fontainebleau, a las atmósferas mágicas y metafísicas
de las rustiques figulines de Palissy. Pero se llegará también a la exaltación del puro ritmo, realizado por medio
de antropomorfismos y zoomorfismos vacíos de todo emblematismos, de las galerías de Fontainebleau o de
Sabbioneta, a los encarecidos arabescos de los grotescos nórdicos (de Cock, de Floris o de Bos), a la trágica
monstruosidad de aquellos monumentos a lo irracional que son las imágenes de un Wendel Dietterlin.
El naturalismo, liberado por sí mismo, no llega, especialmente en esas últimas experiencias a someterse
a un esfuerzo autocrítico. Se repliega más bien hacia irrealismos neomedievales, cargándose de valor que hunden
sus raíces en el inconsciente colectivo, sacando de nuevo a la luz miedos que sólo estaban adormecidos y
prejuicios sólo superados en apariencia, en el fondo de los cuales hay una trágica pasividad a la hora de
enfrentarse con el mundo orgánico, visto como una perenne amenaza y como una fuente de incontrolables
prodigios.
El sentido de la muerte que, como ha demostrado estupendamente Tenenti, acompaña al nacimiento y al
desarrollo del Humanismo, explota a fines del siglo XVI, en particular en los ambientes nórdicos, con una
significativa violencia. Pero, junto a él, toma forma la tendencia a controlar, a través de la arquitectura,
precisamente esas amenazas y esos prodigios.
La difusión de los modelos de Serlio puede explicarse muy bien por todo lo que ellos tenían de respeto
mimético a los procesos más inquietantes de la tan temida naturaleza. Lo rústico como mezcla de obra humana y
obra natural, que Serlio veía en el palacio del Té en Mantua (pero que habría podido reconocer mejor en los
palacios de Bramante) representaba, precisamente, el intento de apoderarse de los instrumentos creativos propios
de la naturaleza e igualmente la difusión europea del orden rústico es el índice de una rivalidad con el mundo
orgánico que tiene todo el aspecto de un desafío lanzado por quienes oscilan entre la inseguridad acerca de sus
propios medios y el orgullo de una superioridad a ostentar y comprobar continuamente.
En este punto, sin embargo, hemos de precisar y distinguir más profundamente las diversas actitudes que
confluyen en este conjunto de experiencias.
Lo primero a considerar es lo que ya llamó la atención de Panofsky en el curso de su estudio de la casa
de los Borghesi en Siena, de Beccafumi.
Panofsky indicaba en aquel ensayo, lejano pero fundamental, cómo uno de los primeros signos de la
revolución manierista encontró su expresión en experiencias compuestas de algunos pintores-arquitectos —como
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el propio Beccafumi, Peruzzi o Rafael— ya alrededor de 1515-20, en el compromiso de la autonomía de las
diversas artes figurativas, antes incluso que en su confluencia en síntesis nuevas.
La intersección de espacios figurativos de diferente naturaleza es un fenómeno altamente significativo,
cuyas raíces pueden hacerse derivar de un triple orden de factores:
a) De una necesidad de comprobar mediante una reducción al absurdo la propugnada unidad de espacio
perspectivo y espacio natural, para englobar así, dentro de la arquitectura, fragmentos narrativos y
naturalistas como para querer reproducir en la misma escena arquitectónica una condición
«natural». Es ésta la línea seguida por las experiencias más innovadoras de Giuliano da Sangallo, en
el patio del palacete de Bartolomeo Scala en Florencia y en los dibujos para la fachada del Santuario
de Loreto (más conocidos como proyectos para la fachada de San Lorenzo), y, después, del Miguel
Angel de la Capilla Sixtina y de las obras florentinas hasta las fortificaciones de 1530.
b) A una mediación de las experiencias escenográficas y teatrales —estudiadas por Frommel en la
Farnesina de Peruzzi— como por experimentar los valores descubiertos de forma teórica por los
estudiosos de la escenografía: piénsese en particular en los estudios de los que comentaron a
Vitruvio, en las escenas de Peruzzi y en las de Serlio.
Esta corriente es una de las más importantes para valorar el sentido de esa componente fundamental
del naturalismo del siglo XVI que desemboca en lo imaginario, en la ironía, en el juego.
La participación en una situación escénica, por su carácter intrínseco, obliga siempre a un cierto
grado de singularidad y alejamiento, favoreciendo la actitud irónica o jocosa. Ahora bien trasladar a
la arquitectura una condición teatral o escénica permite maniobrar entre un mordaz criticismo y un
amargo escepticismo, concede amplios márgenes a quien entienda la salvación del alma a través de
los fuegos de artificio de una inteligencia apartada de un mundo de fines, disimula detrás de la
máscara cómica un trágico desencanto. Es ésta, por tanto, la fuente de todas las disparatadas
experiencias que se rehacen en una figuratividad teatralmente trágica (cosas de Sansovino, las
vénetas, por ejemplo, cosas también de Palladio, por no hablar de Vittoria, de Alessi o de Tibaldi) y
en una irrupción, en las estructuras arquitectónicas de motivos naturalistas en clave alegórica. En
este marco queda valorado el modelo rafaelesco del palacio Branconio dell'Aquila con todas sus
múltiples y diversas consecuencias.
Pero para este tipo de naturalismo también se tiene presente una segunda fuente análoga a la
anterior: la influencia de los aparatos para fiestas y ceremonias, que en toda la Europa del siglo XVI
introducen una concepción particularmente significativa de la tendencia, en el fondo anticlásica, de
la síntesis de las artes. (...)
c) El último elemento a tener en consideración es el de la difusión de la decoración de grotescos,
problema histórico ya ampliamente discutido y del que será necesario resaltar al menos un aspecto
que interesa directamente a nuestro análisis: el relacionado con el gusto por la irrealidad y la
metamorfosis tanto en la estructura de las propias decoraciones como en su dialéctica con el espacio
en el que se insertan.
Los tres factores indicados actúan interrelacionados entre sí y diversamente deformados: los resultados
son siempre, de todos modos, la superación del naturalismo humanista, el fin de la autonomía de la arquitectura
como sistema linguístico, el compromiso de la propia arquitectura con un naturalismo introducido en clave
narrativa, didáctica y simbólica.
EL CONCILIO DE TRENTO Y EL ARTE RELIGIOSO (S. CARLOS BORROMEO Y LA
ARQUITECTURA)
Anthony Blunt
(De Artistic Theory in Italy 1450-1600, Oxford, 1940. Versión castellana: La teoría de las artes en Italia del
1450 a 1600, Ed Cártedra, Madrid, 1980. Trad. José Luis Checa Cremades, págs. 116-118,134-137.)
La finalidad de la política papal en la segunda mitad del siglo XVI no era reforzar el Estado cuyas bases
habían trazado los Papas del Renacimiento, sino establecer un absolutismo eclesiástico en Italia lo más extenso
posible. (...) Desde un punto de vista más general, la característica esencial de la Contrarreforma en sus
comienzos es el intento de restaurar el dominio que la Iglesia había ejercido durante la Edad Media.
En el campo intelectual, significó que este movimiento se opuso a todas las conquistas del humanismo
renacentista. El racionalismo individualista había jugado un papel considerable en el desarrollo de la Reforma, y
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era, en consecuencia, anatema para los contrarreformistas. Su finalidad era deshacer todos los logros del
Renacimiento y retornar a un estado de cosas medieval y feudal. El movimiento fue tanto un
«contrarrenacimiento»' como una Contrarreforma y se propaso como tarea la destrucción de la escala humana de
valores que constituía el credo humano y su sustitución por otra de carácter teológico análoga a la que se había
mantenido durante la Edad Media.
Uno de los primeros objetivos de los contrarreformistas fue abolir el derecho del individuo a resolver los
problemas relativos al pensamiento y la conciencia según el juicio de su propia razón personal. En su lugar,
querían restablecer la vigencia del principio de autoridad que los humanistas habían logrado destruir. Se puede
ver mejor su actitud mediante el examen de las armas que utilizaron para imponer sus ideas. Entre éstas, las más
importantes fueron la Inquisición y la Compañía de Jesús. La concepción implícita en el funcionamiento de la
primera era que no se podía tolerar ninguna libertad en materia de dogma, las decisiones de la Iglesia en esta
materia debían seguirse sin discusión. La segunda institución se concibió como una organización militar sobre la
base de una obediencia absoluta e incuestionable. El efecto de tales instituciones, y del espíritu que las animaba
fue la destrucción del pensamiento individual. Como se ha dicho «se exigía no la dedicación a la inteligencia,
sino su sacrificio»; consecuentemente, los pocos pensadores que tuvieron suficiente valor para proseguir sus
especulaciones las dirigieron hacia terrenos puramente abstractos, o bien entraron en conflicto con las
autoridades, como Bruno. Pero esto es sólo el lado negativo de la Contrarreforma. El lado positivo era el intenso
deseo de reformar la Iglesia de hombres como Caraffa y la apasionada y desinteresada entrega de los jesuitas a la
propagación de lo que ellos creían la verdad.
El efecto de la Contrarreforma sobre las artes fue similar al que tuvo en las demás ramas de la cultura y
el pensamiento. Después de 1530, la escuela humanista de pintura que había florecido en Roma a comienzos de
siglo, entra en decadencia. Ahora los artistas no hacen descubrimientos sobre el mundo exterior. Su trabajo está
fuertemente controlado por la Iglesia e incluso cuando se les deja cierta libertad, parecen haber perdido todo
interés por el mundo que los rodea. No se preocupan ya de reconstruir el universo visible, sino de desarrollar
nuevos métodos de dibujo y composición. (.... ) ...antes del final del Concilio de Trento el arte estaba no sólo
justificado por la religión, sino también reconocido como una de las armas más eficaces que podía utilizar la
propaganda.
..., en diciembre de 1563, el Concilio discutió el problema del arte religioso, (...) San Carlos Borromeo es
el único autor que aplicó el decreto tridentino al problema de la arquitectura. Sus lnstructionnes Fabricae et
Supellectilis Ecclesiasticae, escritas poco después de 1572, tratan con extraordinario cuidado todos los
problemas referentes a la construcción de las iglesias. El tema central del libro es típico de la Contrarreforma y
tendría aún mas influencia durante el siglo XVII: las iglesias y los servicios religiosos deben ser lo más
impresionante y majestuoso posible para que su esplendor y carácter religioso impresionen a los espectadores
ocasionales sin que ellos mismos lo sepan. El hecho de que los protestantes, contrarios al carácter mundano de
las ceremonias romanas, se opongan por completo a ellas quitando toda importancia a la pompa exterior de los
servicios religiosos, dio probablemente una razón a los contrarreformistas para dar a sus ceremonias un
esplendor siempre creciente; se apercibieron sin duda del efecto emociona que puede producir una gran
ceremonia religiosa en una asamblea de fieles. En el prólogo a sus Instructiones, Borromeo alaba la antigua
tradición de esplendor eclesiástico y exige que los sacerdotes y arquitectos se pongan de acuerdo para
mantenerla.
Recomienda primero que se construya la iglesia, si es posible, sobre una pequeña elevación o en todo
caso con una escalera que conduzca a ella para que pueda dominar su entorno. Su fachada debe decorarse con
figuras de santos y con «adornos serios y decentes». En el interior, el altar mayor debe ser objeto de particulares
cuidados. Debe alzarse sobre unas gradas y colocado en un presbiterio suficientemente espacioso para que el
sacerdote pueda oficiar en él con dignidad. La sacristía debe conducir al cuerpo principal de la iglesia, no
directamente al presbiterio para que el sacerdote pueda llegar en procesión hasta el altar mayor. Los brazos del
crucero deben convenirse en capillas con otros grandes altares para la celebración de la misa los días de fiesta.
Ricos vestidos añadirán dignidad a la ceremonia y, puesto que toda la ceremonia debe estar convenientemente
iluminada, las ventanas de la iglesia estarán provistas de cristales transparentes.
Pero todos estos efectos requieren medios apropiados. Nada de vana pompa y, por encima de todo,
ningún elemento secular o pagano. Todo debe seguir estrictamente la tradición cristiana. La iglesia tendrá forma
de cruz, no de círculo, pues ello es costumbre pagana. Borromeo recomienda de pasada la cruz latina antes que la
cruz griega, eliminando así la forma predilecta del Renacimiento. Pensaba, sin duda, en el nuevo tipo de planta
de cruz latina que Vignola había diseñado ya para el Gesú y que se adaptaba muy bien a los efectos
espectaculares que preconizaban los contrarreformistas. (...)
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Puede ser útil para comprender la importancia de las Instructiones de Borromeo para la construcción de
las iglesias, compararlas con las de los arquitectos de mediados del siglo XVI en que habían sobrevivido las
ideas del Alto Renacimiento. Las formas de planta de iglesia que estos últimos habían creado se fundaban
igualmente en principios religiosos; pero su teología era de otra naturaleza. Borromeo condena las iglesias
circulares porque son paganas. Palladio las recomienda porque el círculo es la forma más perfecta y conveniente
para la casa de Dios Además, es símbolo de la unidad de Dios, de Su esencia infinita, de Su uniformidad, de Su
justicia. Inmediatamente después del circulo la forma más perfecta, y por consiguiente la planta más adecuada,
es la cuadrada. Finalmente viene la cruz, que es apropiada porque simboliza la Crucifixión. Borromeo había
aprobado esta argumentación aunque se sorprendiera por el rango inferior que Palladio confiere a la iglesia
cruciforme. Todavía le sorprendió más el consejo que da Palladio en el capítulo siguiente: las reglas de
construcción de las iglesias son las mismas que las de construcción de templos, con algunas modificaciones que
permitan la introducción de una sacristía o de un campanario.
Cataneo en sus Quattro Primi Libri d'Architettura, publicados en Venecia en 1554, argumentó de un
modo ligeramente diferente en lo relativo a la construcción de una iglesia. Sostiene que la iglesia principal de
una ciudad debe ser cruciforme porque la cruz es el símbolo de la Redención. Las proporciones de la cruz deben
ser las de un cuerpo humano perfecto, porque debería fundarse en las proporciones de Cristo que era el más
perfecto de los hombres. Cataneo añade igualmente un argumento muy curioso y significativo en relación a la
decoración de las iglesias. El interior dice, debe ser más rico que el exterior porque el interior simboliza el alma
de Cristo y el exterior el cuerpo. En consecuencia, el exterior se construirá según un orden simple como el
dórico, y el interior según un orden más ornamental como el jónico. El simbolismo de los órdenes
evidentemente estaba muy extendido y Serlio se refiere a él. Desea que la elección de los órdenes se corresponda
con el santo al que la iglesia está dedicada: orden dórico para las iglesias dedicadas a Cristo, a San Pedro, San
Pablo y a otros santos más viriles; orden jónico para los santos más dulces y para las santas matronas; orden
corintio para las santas vírgenes.
Todos estos argumentos relativos a la construcción de iglesias son típicos de la manera de pensar del
Alto Renacimiento. Puesto que la belleza era una cualidad divina la ofrenda más bella a Dios era un edificio de
gran belleza. Relacionado con ello, existía un vivo sentimiento del simbolismo de ciertas formas y adornos. Las
minuciosas exigencias del uso eclesiástico muy importantes para Borromeo, no fueron aún tenidas en cuenta.
EL TRATADO (O MANUAL ) DE VIGNOLA
Luigi Vagnetti
(De L'architetto nel/a storia di occidente, Ed Teorema, Florencia, 1973.)
La importancia del tratado de Jacopo Barozzi de Vignola, Regole delli cinque ordini dell architettura,
está implícita en su título; cuando la obra aparece en 1562 en seguida se constituye en rival del libro IV de Serlio
al que rápidamente dejó en la sombra y sustituyó tanto entre los especialistas como entre la opinión pública. El
éxito derivó del carácter mismo de la publicación, que constituye indudablemente un tratado, pero que asumió de
repente el significado de un manual, auténtico vademecum para evitar los posibles errores en la aplicación del
léxico formal de los órdenes, ya universal en Occidente. Este significado hizo prevalecer durante mucho tiempo
las Regole de Vignola sobre los otros textos de los tratadistas, teóricamente más importantes, pero queda
justificado por el uso que de ellas hicieron los arquitectos, por el gran cuidado y por la claridad de sus
ilustraciones además de por la adopción de un nuevo método en la exposición en la que, a diferencia de sus
inmediatos predecesores y refiriéndose al modelo de Vitruvio, Vignola racionalizó la composición de los
órdenes mediante la introducción de un sistema numérico-proporcional entre las diversas partes de cada uno de
ellos, restableciendo la medida relativa y del valor universal denominada módulo correspondiente al
semidiámetro de la columna tomado en la proximidad de la base.
El principio modular facilitaba el dimensionamiento de cada una de las partes de los órdenes y su
proporción general por medio de la adopción de cualquier medida local y variable (palmo, pie, braza, codo, paso,
etc.); y permitía a quien fuera, también por tanto a los profanos disponer de una base de juicio absoluta para la
valoración de las obras arquitectónicas, mientras proporcionaba una regla gramatical precisa e inequívoca para
proyectarlos. Justamente en la adopción de tal principio, considerado por otra parte como algo muy ingenioso, es
donde debe buscarse la razón primordial del extraordinario éxito editorial obtenido por las Regole de Vignola y
también de los severos juicios que en tiempos recientes se le han hecho, entre los cuales es durísimo el de
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Schlosser que quiso aplicar a Vignola el malévolo comentario de Lomazzo sobre el tratado de Serlio:haber hecho
más arquitectos mataperros que pelos tenía en la barba.
En efecto, la fórmula inventada por Vignola tuvo algún resultado negativo, pero su carácter
evidentemente práctico y su universal accesibilidad fueron también notables ventajas, especialmente en la
abundante producción arquitectónica de los pequeños centros provinciales en donde las modestas maestranzas
locales, en ausencia de artífices autónomos y carentes de auténticas facultades creativas originales, encontraron
en el vademecum de las Regole las sugerencias necesarias para no equivocarse y produjeron un gran número de
obras correctas aunque frías y acompasadas. Por esto nos parece que el tratado de Vignola ha tenido, en la
formación de los arquitectos de su época y en sus continuadores, una importancia muy particular y una posición
de mérito superior al que, de forma crítica, le reserva el acreditado historiógrafo austríaco.
No se debe olvidar que el propio Vignola era muy consciente de los limites y de los peligros implícitos
en la aplicación pedante de las normas, y tanto es así que en su producción arquitectónica muchas veces se
separó de ellas...
LA SITUACION EUROPEA EN EL SIGLO XVI
Manfredo Tafuri
(De L'architettura dell'umanesimo, Bari, 1969. Versión castellana: La Arquitectura del Humanismo, Xanair Ed.,
Madrid, 1978. Trad. Víctor Pérez Escolano, págs. 82-83.)
Mientras en Italia la vicisitud manierista se desenvuelve en un atormentado recorrido en el que se
alternan y se funden movimientos innovadores, protestas impotentes y repliegues renunciadores, en los centros
europeos se comienza a absorber sistemáticamente la lección humanística. Sólo que ahora ya no son los
lenguajes atrasados los que gozan de mayor fortuna, sino los más puestos al día.
El porqué es fácilmente explicable. Las herejías lingüísticas de un Giulio Romano o de un Serlio ¿no
habían sido acaso ellas mismas profusamente condescendientes al acoger con solicitación inquietante un
empirismo medievalista? Y el preceptismo ahistórico de los tratadistas, Vignola el primero, ¿no indicaba acaso
un método proyectual tan abstracto como para poder ser fácilmente absorbido por parte de culturas en absoluto
deseosas de volver a recorrer intelectualmente —sino saltando etapas— la historia nada lineal del Clasicismo?
Por tanto, hacia la mitad del 500 los centros europeos y el manierismo italiano parecen converger hacia
un objetivo común: la poética de la contaminación resume sintéticamente los programas figurativos.
Existe, sin embargo, una diferencia. En Italia las contaminaciones lingüísticas asumen —en los mejores
casos— un valor crítico respecto a la codificación del Clasicismo. En Francia, en España, en Alemania, no es
raro encontrar una situación invertida: aquí frecuentemente, es la irrupción de elementos lingüísticos clasicistas
en contextos tradicionales la que somete a crítica el universal gótico.
A esta situación específica se superpone la intervención de la clientela orientada con precisión. Las
monarquías europeas que trabajan en la tarea de construcción de los modernos Estados unitarios optan por la
alianza con la cultura del Humanismo y del Clasicismo, viendo en ella un posible instrumento de comunicación
simbólica de los nuevos objetivos del poder antifeudal o anti- burgués. En los proyectos de los palacios reales en
España (palacio de Carlos V en Granada), en Francia (el Louvre de Lescot), o en Copenhague (palacio de
Rosenborg), la instrumentación de las valencias áulicas y celebrativas del Clasicismo está muy clara: aún
privado de sus contenidos universalistas, el nuevo lenguaje artístico comienza a hacerse oficial, y provoca toda
una serie de efectos inducidos sobre el hábito profesional y sobre los sistemas económicos a él conexos.
Esto explica el nuevo interés por la tratadística en los países europeos y, recíprocamente, el nuevo interés
que esos países despiertan en los intelectuales italianos. Los cada vez más frecuentes viajes y estancias de trabajo
de los arquitectos italianos en el extranjero se pueden explicar, en buena parte, por la actitud cosmopolita de los
intelectuales renacentistas. Pero, por otro lado, es indudable que con los viajes a Francia de Leonardo, de Rosso
Fiorentmo o de Serlio, o con el de Francisco Becerra, que se lanza al nuevo continente americano, ese
cosmopolitismo revela la esperanza de poder dar una más completa ejecución a cuanto en la patria encuentra
obstáculos cada vez mayores: no casualmente es en América donde el utopismo reformista en el campo social y
urbano encuentra, ya en la primera mitad del 500 (hasta su ulterior fracaso político), una válvula de desahogo.
Contemporáneamente, el funcionalismo, el empirismo, el gusto por la imagen fantástica hasta el gusto
por lo horrendo, típicos de los países nórdicos, ejercen de rechazo complejas influencias sobre la cultura italiana:
cuando Scamozzi, al final del siglo, declarándose «ciudadano del mundo», recorra la Europa románica y gótica
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documentando las imágenes en sus cuadernos de viaje, quedará claro para todos que la alternativa clasicista a
aquel mundo ya no es algo obvio o a justificar con altaneras afirmaciones de supremacía.
A través de la verificación llevada a cabo en contacto con la realidad europea y extraeuropea, la cultura
renacentista está obligada a tomar conciencia del hecho de que su pretendida universalidad es mucho más un
dogma ideológico que una realidad operante. A través de su batalla europea el Clasicismo descubre, con
inquietud, la necesidad de una verificación que implica la introducción en el contexto de los problemas artísticos
de una «ciencia nueva»: la historia. Incluso si al final del 500 tal necesidad es sólo intuida confusamente y no se
dispone de los instrumentos culturales capaces de satisfacerla, es indudable que el contacto y el encuentro con
las tradiciones transalpinas han contribuido notablemente a plantear un problema que en seguida será
determinante en el desarrollo de la arquitectura moderna.
Al mismo tiempo, las demandas hechas a la arquitectura por los nuevos Estados unitarios o por las cortes
periféricas, alteran —ampliando frecuentemente sus dimensiones— la naturaleza de los problemas. La cultura
clasicista, en contacto con las iniciativas urbanas y de renovación edificatoria de los centros polacos,
escandinavos o españoles, con los propósitos políticos de la monarquía absoluta en Francia, con las nuevas
ideologías de los países reformados, está obligada a perder sus connotaciones utópicas y a compensar la reducida
autonomía concedida a los intelectuales con una ampliación de su esfera de intereses y de su campo de
intervención. Así, haciéndose el Clasicismo instrumento ideológicamente disponible, la Europa del Quinientos
responde a la supremacía económico-ideal italiana que el Humanismo toscano había contribuido a instaurar.
Y ciertamente no será una de las menos importantes consecuencias de este «contraataque» el hecho de
que, por su introducción en el circuito europeo de las experiencias, se unirán bien pronto los movimientos
culturales que, al hacerse completamente laico y mundano el operar artístico; determinarán el vínculo concreto
que unirá, en el 700, arquitectura y revolución burguesa.
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Los fundamentos de la arquitectura en la edad del humanismo
Rudolf Wittkower
Alianza Editorial, Madrid, 1995
Nota de la cátedra: Se lo ha incluido por ser considerado un libro de enorme influencia en los círculos
especializados de la historia del arte en Europa.
La edición de 1995 está ampliada y corregida con respecto a la primera en 1949.
Wittkower supera en sus análisis la teoría esencialmente estética del período que analiza, 1450-1480, y busca
dilucidar los fundamentos de la arquitectura del humanismo, para ello debe recurrir a los significados de la
arquitectura eclesial y a la organización proporcional del edificio.
Hemos extraído los capítulos que hacen referencia a las villas de Palladio, porque el desarrollo del tema supera
el discurso matemático y por los valiosos aspectos de los llamados problemas prácticos, que no son otra cosa
que cuestiones referidas a como se habitaba y a las valoraciones que estaban en juego a la hora de proyectar.
En cambio, del capítulo “La génesis de una idea: las fachadas eclesiales de Palladio” pueden extraerse los
fundamentos históricos y las valoraciones significativas de las decisiones proyectuales de Palladio.
Parte III
Los fundamentos de la arquitectura de Palladio
2. La geometría palladiana: las villas
En un capítulo acerca de los malos usos arquitectónicos, Palladio señala lo siguiente: «Aunque la
variedad y las cosas nuevas suelen agradar a todo el mundo, su uso no debe ser contrario a los preceptos del arte
y a los dictados de la razón; así, aunque los antiguos apreciaban la variedad, nunca se apartaban de ciertas reglas
artísticas universales y necesarias, tal como puede verse en mis libros de antigüedades»81. Aunque Palladio hace
esta afirmación en un contexto concreto, es posible generalizarla; trataremos de explorar a través de sus villas
cómo interpretaba los preceptos universales de la arquitectura. Al proyectar sus villas y palacios, Palladio
siempre respetaba ciertas reglas. Era imprescindible que existiera un vestíbulo en el eje central y una absoluta
simetría en la distribución de las habitaciones más pequeñas a ambos lados. «Y no debe olvidarse que las
situadas a la derecha se correspondan con las de la izquierda, de manera que el edificio sea igual en sus dos
partes»82Los
. arquitectos renacentistas siempre habían considerado la simetría como un requisito teórico del
diseño, y en la obra de Filarete, Francesco di Giorgio y Giuliano da Sangallo ya aparecen plantas rígidamente
simétricas. Pero en la práctica rara vez se aplicaba esta teoría. La comparación de una planta palladiana con la de
un típico edificio renacentista como la villa Farnesina de Roma (1509) revela inmediatamente su completa
ruptura con la tradición precedente. La sistematización de la planta se convirtió en la característica definitoria de
los palacios y villas de Palladio83. Trissino se anticipó en Cricoli a los proyectos palladianos; todas las
posteriores realizaciones de Palladio son desarrollos de este arquetipo.
El primer edificio cuya autoría puede atribuirse con seguridad a Palladio es la villa Godi Porto de
Lonedo, por la que recibió pagos a partir de 154084. En comparación con Cricoli, esta villa es regresiva. La
disposición asimétrica de las ventanas en la fachada puede encontrarse en innumerables casas de campo de la
terra ferma veneciana85, y la ruptura provocada por el pórtico con tres arcos y el cuerpo central en retroceso son
también rasgos tradicionales. La planta también es más simple que la de Cricoli, aunque con sus cuatro
habitaciones de igual tamaño a cada lado del eje central respeta estrictamente el principio de simetría86. En esta
planta sorprendentemente poco pretenciosa están implícitas todas las claves de la evolución posterior de
Palladio.
81
Quattro Libri,I,cap.20,p.48
Ibid., I, cap.21,p.48
83
Las plantas regulares de las termas romanas eran para Palladio una prueba evidente de que la simetría era también un
requisito indispensable en la arquitectura doméstica antigua.
84
Los pagos prosiguen durante 1552, pero el edificio parece haber sido terminado en sus partes fundamentales en 1542 (la
fecha que figura en la inscripción de la fachada). La propia ilustración de Palladio (II, p.63) muestra un frente distinto.
85
Deriva de la tradición de los palacios venecianos.
86
En las dos habitaciones hay pequeñas escaleras que alteran su forma. pero al no reflejar en los planos un muro divisorio
entre las escaleras y las habitaciones, Palladio indicaba su deseo de que se <leyera> la forma ideal de la habitación.
82
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83
El marcado carácter local y tradicional de la fachada de la villa Godi desapareció por completo después
tras la estancia de Palladio en Roma. Convertido en el arquitecto de moda de Vicenza, a partir de la década de
1540 construyó, no obstante, numerosas casas de campo cuyas plantas son todas ellas orquestaciones diferentes
de un mismo tema. El esquema de estas plantas responde a los sencillos requerimientos de la villa italiana: logias
y un gran vestíbulo en el eje central, dos o tres cuartos de estar o dormitorios de distintas dimensiones a los lados
y, entre éstos y el vestíbulo, un espacio para las habitaciones de invitados y las escaleras. Un análisis de unas
cuantas plantas típicas proyectadas durante un periodo de unos quince años demuestra que todas ellas responden
a una misma fórmula geométrica. La villa Thiene, en Cicogna87, construida en la década de 1550, es la que mejor
refleja este esquema. Las habitaciones, junto con los pórticos, están definidas por un rectángulo dividido por dos
líneas longitudinales y cuatro transversales. Una variante de esta tipología se encuentra en la villa Sarego, en
Miega, comenzada hacia 1564, de la que sólo se conservan algunas partes; en este caso el pórtico también se
extiende a lo ancho de las escaleras. Antes de 1560, Palladio había diseñado una versión más sencilla de esta
planta para la villa Poiana. La villa Badoer, en Fratta, Polesine, realizada hacia 1566, sigue el mismo esquema,
aunque en esta ocasión con un pórtico situado fuera del cubo del edificio. La villa Zeno, en Cessalto, construida
entre 1558 y 1566, reproduce este esquema invirtiéndolo, y a ambos lados del vestíbulo se han adosado dos
pequeñas estancias para formar grandes habitaciones de ejes perpendiculares al espacio central. Este rasgo
aparece de nuevo en la villa Cornaro, en Piombino Dese, mencionada por las fuentes en 1566; en ella se han
trasladado las escaleras a las alas, y el vestíbulo, convertido casi en un cuadrado, tiene ahora la misma anchura
que los pórticos. Otra variación de estos elementos da como resultado la planta más temprana de la villa Pisani,
en Montagnana, y su inversión se encuentra en la villa Emo, en Fanzolo, construida hacia 1567. Si las escaleras
de la villa Cornaro se colocan en el interior a lo largo de las pequeñas habitaciones, el vestíbulo adquiere la
forma cruciforme de la villa Malcontenta (1560), una tipología repetida con variaciones en otros edificios, entre
ellos la villa Pisani, en Bagnolo, de 1561-62. Finalmente, la planta de la villa Rotonda es la más perfecta
realización de este esqueleto geométrico fundamental.
¿Qué pretendía Palladio al experimentar una y otra vez con los mismos elementos? Después de encontrar
el patrón geométrico básico para el problema de la «villa», se limitó a adaptarlo lo más claramente posible a las
necesidades específicas de cada encargo. Concilió cada caso concreto con la «verdad necesaria», definitiva e
inalterable, de las matemáticas. La clave geométrica resulta perceptible, más subconsciente que conscientemente,
para todo aquel que visita las villas de Palladio, y confiere a sus edificios un carácter convincente.
Sin embargo, esta agrupación y reagrupación del mismo esquema no fue tan simple como podría
parecer. Palladio puso el mayor cuidado en emplear proporciones armónicas no sólo en el interior de cada
estancia, sino también en la relación entre las distintas habitaciones; esta exigencia de la relación proporcional
justa es un elemento central en la concepción palladiana de la arquitectura. Analizaremos este complicado asunto
en la última parte de nuestro libro.
Las fachadas de las villas de Palladio presentan una problemática similar a la de las plantas. La
arquitectura monumental italiana se concibe, siempre que es posible y al contrario que la francesa o la inglesa, en
términos de un bloque sólido tridimensional. Los arquitectos italianos se esforzaban por conseguir una relación
proporcional fácilmente perceptible entre la longitud, la altura y la profundidad de un edificio, y las villas de
Palladio exhiben esta cualidad a la perfección. Pero había que proporcionar una fachada al bloque. Palladio
encontró lo que buscaba en el frente de templo clásico, un motivo asociado a la idea de dignidad y nobleza que
adaptó invariablemente a las fachadas de sus villas. El propio Palladio comenta las razones que le llevaron a esta
elección en un pasaje que demuestra lo íntimamente unidas que estaban para él las consideraciones prácticas y
los principios más abstractos. «He construido el frontispicio [es decir, el frontón del pórtico] en la fachada
principal de todas las villas y también en algunas viviendas urbanas [...] porque tales frontispicios indican la
entrada de la casa, y confieren gran parte de su grandeza y magnificencia a la obra, al hacer que el frente resulte
más eminente que el resto; además, resultan muy útiles para colocar en ellos los escudos de armas de los
propietarios, que habitualmente se disponen en medio de la fachada. Los antiguos también hacían uso de ellos en
sus construcciones, como puede verse en los restos de los templos y otros edificios públicos, y, como ya he dicho
en el prefacio del primer libro, es muy probable que tomaran esta idea y sus principios de los edificios privados,
es decir, de las casas»88
87
88
Palladio II, p.60. El edificio, que nunca llegó a terminarse, no se ha conservado
Palladio II, cap.16
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84
Aunque en aquella época se desconocía cómo eran las fachadas de los antiguos edificios domésticos,
Palladio creía haberlas recreado en forma y espíritu con la aplicación del frente de templo a la casa; en su
reconstrucción de la fachada de la casa antigua en el Vitruvio de Barbaro aparece un gran pórtico de ocho
columnas89. Sus ideas se basaban en dos falacias: una imagen falsa de la evolución de la sociedad y una errónea
teoría acerca del origen de la arquitectura. Pensaba que, «en un principio, el hombre vivía solo, pero más tarde,
al ver que necesitaba de la ayuda de otros hombres para obtener aquellas cosas que podían hacerle feliz
(suponiendo que aquí abajo podamos llegar a ser felices), buscó y apreció espontáneamente la compañía de otros
hombres; con lo cual varias casas dieron origen a pueblos, y de varios pueblos se formaron ciudades, y en éstas
se crearon lugares y edificios públicos». Por consiguiente, concluye, las casas particulares fueron el núcleo a
partir del cual se desarrollaron los edificios públicos; en otras palabras, los templos reflejan la apariencia de la
casa antigua90. La idea de que el templo es una casa magnificada ilumina considerablemente la propia
concepción cristalina que Palladio tenía de la composición arquitectónica. No puede pensar en términos
evolutivos, pero concibe unidades ya creadas que, bajo ciertas condiciones, podían transferirse de un tipo de
edificio a otro y podían también expandirse o contraerse91. Así, el uso del frente de templo en los edificios
privados era para él un retorno legítimo a una antigua costumbre. Sin embargo, este peculiar razonamiento le
condujo de hecho a ennoblecer la arquitectura doméstica aristocrática mediante la adopción del principal motivo
de la arquitectura sacra antigua. Gracias a esta transposición ajena a lo clásico, el motivo adquirió una nueva
vitalidad que él explotó plenamente. Fue el primero en injertar de manera consistente el frente de templo en el
muro de la casa92, y el que más contribuyó a diseminar esta tipología. El acercamiento más fiel al pórtico clásico
con su amplia y majestuosa escalera se encuentra en la villa Rotonda; pero incluso aquí el pórtico debe
contemplarse contra el plano mural de fondo y en relación con el cubo del edificio. El pórtico de la villa
Malcontenta también es autónomo, aunque en este caso ha sido integrado en la estructura arquitectónica
mediante su elevación sobre un basamento y su unión con los tramos de escalera laterales que se despliegan a lo
largo del muro de la fachada. Un paso adelante en este sentido es la disposición del frente de templo en el plano
del muro tal como aparece en la villa Emo. Finalmente, la fachada entera puede ser transformada en un frente de
templo, como ocurre en la villa Thiene de Quinto93 y en la villa Maser 94. La gama de posibilidades es muy
amplia, y Palladio supo sacar partido de ello. Estos pocos ejemplos son suficientes para demostrar cómo dio
vueltas constantemente en torno a una idea cuyo valor le parecía indiscutible. Pese a que al contemplar estas
fachadas nadie puede sustraerse a la impresión de que su diseño encierra una inagotable riqueza de ideas, no
debería olvidarse el hecho de que todas ellas han sido generadas a partir de un mismo patrón básico.
3. Palladio y la arquitectura clásica: palacios y edificios públicos
En el apartado anterior hemos considerado los edificios de Palladio como variaciones de un motivo
geométrico, como diferentes materializaciones, por así decirlo, de la idea platónica de la villa. Pero sería erróneo
deducir de ello que no se produjo ninguna evolución. En este apartado nos ocuparemos ampliamente por tanto,
de los factores variables que operan en la arquitectura palladiana; dado que la Antigüedad clásica fue siempre su
punto de referencia, el problema de la evolución de Palladio supone el examen de su cambiante interpretación de
la arquitectura antigua.
89
Libro VI, cap.2
Palladio I, prefacio. la comparación que hace Palladio de la ciudad con una gran casa y, a la inversa, de la casa una
pequeña ciudad (Libro II, cap. 12) se basaba en consideraciones prácticas.
91
Véase también la afirmación, obviamente influenciada por Alberti, que aparece en el Libro II, cap. 12: «La Cittá non sia
altro che una certa casa grande, e per lo contrario la casa una cittá picciola»
92
Había habido intentos en este sentido antes de él: cf. por ejemplo, la villa de Poggio a Caiano de Giuliano de Sangallo.
93
Sólo se llegó a construir una pequeña parte de la villa, iniciada probablemente en 1549. El «frente de templo» (...) es el
ala superviviente de una fachada mucho mayor. Puede apreciarse aquí lo mucho que Palladio se acerca a la transformación
albertiana del antiguo frente de templo en una estructura mural lógica.
94
Iniciada antes de 1566. La solución de la villa Maser fue anticipada en la temprana villa Angarano, cercana a Bassano
(1548), que fue reconstruida por completo a comienzos del siglo XVIII.
90
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85
El primer gran éxito público de Palladio fue el encargo de recubrir con una nueva estructura el Palazzo
medieval della Ragione, en Vicenza95. Para ello ideó una pantalla basada en una sucesión ininterrumpida del
famoso «motivo palladiano» a lo largo de dos pisos. Palladio monumentalizó aquí un motivo familiar en el
círculo de Bramante, difundido posteriormente a través del Cuarto Libro de Arquitectura de Serlio (1537)96. En
el análisis de las basílicas antiguas que aparece en los Quattro Libri, Palladio insertó un capítulo sobre «Las
basílicas de nuestra época» en el que afirma que es correcto aplicar dicha denominación a edificios como el
Palazzo del Comune de Brescia y los Palazzi della Ragione de Padua y Vicenza, a pesar de los diferentes usos y
métodos constructivos existentes entre la época antigua y la moderna. Hay un importante tertium comparationis
entre las viejas y las nuevas basílicas, ya que ambas servían como sedes de la jurisdicción97'. En ese mismo
capítulo, tras una reconstrucción de la basílica antigua basada en Vitruvio, aparecen dos láminas de su propio
edificio de Vicenza, acompañadas de las siguientes palabras: «No tengo la menor duda de que esta construcción
puede compararse con los edificios antiguos y figurar entre las estructuras más nobles y más hermosas que se
han erigido desde la Antigüedad, y ello debido no sólo a su grandeza y sus ornamentos, sino también a sus
materiales...»98. Palladio contemplaba su edificio como una adaptación de la tipología de antigua basílica a los
usos modernos. Las formas clásicas, tal como las interpretaba Bramante, fueron el medio a través del cual llevó a
cabo esta recuperación.
Según Temanza, en la fachada del Palazzo Porto-Colleoni figuraba la inscripción «Joseph Porto MDLII»99; las
obras debieron dar comienzo, por tanto, antes de 1550. La dependencia de fachada respecto a las de una serie de
palacios construidos en Roma por Bramante y Rafael es tan obvia que no requiere comentarios100. Estos edificios
constituyen un grupo aparte y suponen la culminación del palacio del Alto Renacimiento en el periodo
comprendido entre 1515 y 1520. Su diferenciación funcional entre una planta baja rústica y un piano nobile liso,
la majestuosa sucesión de dobles medias-columnas, su escaso empleo de grandes formas y su economía de
detalles, la separación orgánica entre un miembro y el siguiente (por ejemplo, los balcones y los basamentos de
las columnas), la compacta ocupación del muro y la enérgica proyección de las masas, todas estas características,
sin precedentes en la Antigüedad o en la Época Moderna, proporcionaron a estos palacios el sello de una
verdadera grandeza imperial. Compartían de algún modo la cualidad serena y grave de los antiguos edificios
romanos, y su tipología, fusionada con elementos venecianos primero por Sanmicheli (Palazzo Pompei, Verona)
y después por Palladio, fue constantemente imitada y reinterpretada por los arquitectos clasicistas de toda
Europa. Aunque Palladio se mantuvo más fiel que Sanmicheli a sus modelos, proporcionó a su edificio una
apariencia más suntuosa y más agradable mediante la introducción de figuras recortadas contra el cielo, figuras y
festones decorando las ventanas y máscaras a modo de claves en el basamento; todas estas adiciones son típicas
de Venecia y la terra ferma, y Palladio pudo encontrar la mayoría de ellas en la Libreria de Sansovino. También
transformó el pesado orden doble de columnas dóricas en una única secuencia jónica más elegante101, y dio un
carácter ligero y decorativo al pesado tratamiento rústico romano102. El profundo interés que Palladio demostró
por los palacios romanos se comprueba incluso en los dibujos supervivientes. En la colección BurlingtonDevonshire no sólo se conserva un dibujo suyo inspirado en la Casa di Raffaello, sino también tres alzados que
95
Palladio recibió un pago por cuatro dibujos el 27 de octubre de 1545, (...) cuando ya había salido para Roma en compañía
de Trissino. casi tres años más tarde, el 6 de septiembre de 1548, se aceptó en términos generales su maqueta para la
realización de la obra.
96
Por eso el motivo suele denominarse «serliana» en Italia.
97
Libro III, prefacio, p.1; cap.16,p. 27; cap.20,p.37. Para las afirmaciones de Alberti sobre la basílica antigua como sede de
jurisdicción, cf. parte I, p.18
98
Libro III, cap.20, p. 37
99
Op.cit. p.viii.
100
El Palazzo Vidoni-Cafarelli de Rafael (1515) y la llamada Casa di Rafaello (destruida), edificada por Bramante para el
conde Caprina y terminada por Rafael c.1517. Véase también el Palazzo bresciano (1515), el Borgo (Venturi, XI, 1, p. 237),
el Palazzo Ossoli di Peruzzi (ibid., fig.343) y otros.
El primer palacio de Palladio, el Palazzo Civena de Vicenza (1540-42), se acerca aún más a este palacio romano que el
Palazzo Porto. Sobre la atribución del Palazzo Civena a Palladio, hoy generalmente aceptada, véase Zorzi, «Una
restituzione palladiana», Arte veneta, III, 1949, pp. 99 ss
101
Palladio nunca utilizó un orden dórico en el primer piso; siempre asoció dicho orden con la planta baja.
102
Éstas no son en absoluto las únicas diferencias. Nuestra descripción se basa en la lámina de Palladio (II, p.7). En el
edificio, las figuras y los festones sólo aparecen en el centro y en los entrepaños de los extremos y, en lugar de las figuras de
remate, ha dispuesto dos figuras en el sobrado, a izquierda y derecha del entrepaño central. El dibujo que hizo Palladio para
el grabado se acerca más al resultado final que la lámina de los Quattro Libri.
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86
deben considerarse como diseños tempranos para el Palazzo Porto, y que en varios sentidos suponen una
transición entre la tipología romana y el diseño definitivo.
Al igual que las plantas de las villas, la planta del Palazzo Porto no tiene precedentes en el siglo XVI.
Está formada por dos bloques idénticos a ambos lados de un patio, aunque sólo llegó a construirse uno de ellos.
Palladio afirmaba seguir con este esquema la tipología griega de casa privada, en la que las dependencias
familiares estaban separadas de las de los invitados. Cada bloque está dividido por un eje central en dos grupos
simétricos de habitaciones, y el elemento fundamental de cada uno de esos bloques es un amplio vestíbulo con
cuatro columnas; éste es el «tetrástilo» que, en una posición central y dominante, desempeña tan importante
papel en la reconstrucción que Palladio hace de la casa romana103. El tetrástilo, convertido en leifmotiv de la
planta baja, es una de las características recurrentes en los palacios palladianos. En el capítulo 8 del Libro II,
Palladio nos ofrece una reconstrucción a gran escala del tetrástilo bajo el encabezamiento «De los Vestíbulos con
cuatro columnas », y afirma en su texto que «EI siguiente diseño corresponde a los vestíbulos, a los que se
llamaba Tetrastili porque tenían cuatro columnas. Eran de forma cuadrada, y las columnas se hacían de tal
manera que la anchura fuera proporcional a la altura y la parte superior resultara segura; así es cómo he
procedido yo mismo en muchos edificios». El antiguo atrio no tenía techo, pero un atrio abierto resultaba
difícilmente aceptable para un arquitecto moderno, y Palladio dispuso en su lugar un vestíbulo tetrástilo.
Además, el cambio podía justificarse, ya que entre los cinco tipos diferentes de atrios que mencionaba Vitruvio
había uno sustentado por cuatro columnas, es decir, tetrástilo104. La preferencia de Palladio por este atrio no sólo
se basaba en su solidez estructural, sino sobre todo en su forma cuadrada, que él consideraba una forma
perfecta105
Posiblemente
.
sea en la disposición de la escalera, incómodamente ubicada bajo el pórtico a un lado del
patio, donde mejor se refleja la cualidad formal de la planta; Palladio justificó dicha disposición afirmando que
obligaba a admirar la parte más hermosa del edificio a todo aquel que quisiera subir. Efectivamente, el patio —el
antiguo peristilo— se consideraba la parte más importante de la casa. En su comentario, Barbaro afirma,
siguiendo la comparación albertiana entre el foro de una ciudad y el cortile de una casa, que «si dá prima
d'occhio al cortile», al centro donde convergen todos los restantes elementos106. El cortile de Palladio, con sus
columnas gigantes compuestas, era de una grandeza sin par hasta la fecha; inauguraba una concepción
completamente nueva del cortile italiano cuya influencia se deja sentir incluso en el proyecto de Bernini para el
Louvre. Esta revolución se produjo porque Palladio quiso que la altura de las columnas del peristilo se
correspondiera con la anchura del patio, una idea que Trissino ya había expresado en su descripción del palacio
ideal. Estas proporciones teóricas se reflejan claramente en la ilustración de los Quattro Libri. No es improbable
que esta concepción derivara de una mala interpretación de la exigencia de Vitruvio (VI, iii, 7) según la cual la
altura de las columnas del peristilo debía guardar relación con la anchura de la columnata.
Si la fachada del Palazzo Porto es todavía bramantesca, está claro que la planta baja revela un cambio de
dirección. Evidentemente, Palladio estaba jugando con la idea de recrear la casa antigua para usos modernos a
partir del texto de Vitruvio. El Palazzo Thiene, construido probablemente después de 1550, supone un paso
adelante en esta evolución. El conjunto formado por el atrio con habitaciones adyacentes, estancias octogonales
en las esquinas y, cerca de ellas, escaleras de caracol, remite en esencia a la reconstrucción palladiana de la casa
romana tal como fue publicada en el Vitruvio de Barbaro, lo que significativamente ocurrió el mismo año (1556)
en que comenzaba a levantarse la estructura del Palazzo Thiene. Pero un elemento desconocido en las casas
antiguas también fue incorporado en esta planta. El ala del extremo opuesto a la entrada, formada por pequeñas
habitaciones octogonales y rectangulares a ambos lados de un largo vestíbulo central con extremos absidales, es
una completa novedad. Palladio ya había utilizado la larga sala absidal, no sólo en las dos alas laterales de la
casa romana que ilustra la obra de Barbaro, sino también en otras alas similares de la casa griega que aparece en
los Quattro Libri107. Sin embargo, en ninguno de estos casos se percibe la dinámica variedad de formas presente
en el Palazzo Thiene. Palladio había encontrado este tipo de distribución al estudiar las termas romanas y la villa
103
Libro II, cap. 7, p. 32, planta, letra «E» («saloti di quattro colonne»)
Reconstruido por Palladio en II, cap. 5: «Dell’Atrio di Quattre Colonne»
105
Libro I, cap. 21, p. 48, sobre las sale: «quanto piü si approssimeranno al quadrato, tanto piü saranno lodevoli, &
commode»
106
Comentario a Vitruvio VI, cap. 3, p. 171
107
Libro II, p. 42
104
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87
Adriana de Tívoli, y creyó que eran elementos propios de la arquitectura doméstica108. En esta etapa de su
carrera le interesaba el efecto dinámico de esa sucesión de habitaciones, y se sirvió gustosamente de los
precedentes antiguos disponibles. Hasta entonces a nadie se le había ocurrido revitalizar de ese modo las plantas
antiguas. En ningún lugar de Italia se había proyectado una planta cuya diversidad se aproximase siquiera a la de
esta serie de habitaciones.
En 1561 Palladio proyectó y materializó parcialmente su más completa reconstrucción de la casa romana
en el convento veneciano de la Caritá109. Nadie se llamó a engaño. Ya en 1568, Vasari escribió que dicho
edificio había sido diseñado «imitazione delle case che solevano far gli antichi» (a imitación de las casas que
solían hacer los antiguos)110; en su descripción del edificio, el propio Palladio afirma lo siguiente: «He intentado
hacer esta casa como las de los antiguos, y por eso he utilizado en ella un Atrio Corintio...». Por fin tenía la
oportunidad de construir un verdadero atrio abierto111. A la sacristía y a una pequeña habitación correspondiente,
adosadas ambas al atrio a modo de alas, las llama «tablinum»; en la casa antigua, el tablinum es la. sala que
conecta el atrio con el peristilo. El atrio da paso al claustro; al ser éste demasiado grande para utilizar un orden
gigante, se ha empleado un sistema de tres pisos basado en el del Coliseo. En el extremo más alejado del claustro
se encuentra el refectorio, que ocupa el lugar del oecus de la casa antigua.
Todas las restantes plantas para palacios se enmarcan en esta evolución, convirtiéndose en realizaciones
parciales del ideal perseguido por Palladio112. Y a medida que la plantas se hacían cada vez más romanas, las
fachadas tendían a alejarse del sencillo clasicismo bramantesco que había caracterizado los diseños de la Basílica
y el Palazzo Porto. El Palazzo Chiericati, probablemente proyectado poco después que el Palazzo Porto, presenta
sin embargo una problemática especial113. Debía levantarse en uno de los lados de una gran plaza cuadrada, y no
en una calle estrecha. Palladio ideó su fachada en términos de un foro romano, y diseñó dos largas columnatas
distribuidas en dos pisos. Sus propias palabras demuestran que se inspiró en la tipología del foro; en el capitulo
dedicado a las «Piazze» afirma: «Alrededor de las piazze deben construirse pórticos, tal como hicieron los
antiguos»114. Claro está que la columnata del piano nobile está interrumpida por la ligera proyección de los cinco
entrepaños centrales, proyección que forma propiamente una fachada palacial derivada del mismo prototipo
bramantesco que el Palazzo Porto. Esta desviación con respecto al ideal no respondía sólo a motivos artísticos;
también tenía que ver con la utilidad y la viabilidad, factores que Palladio siempre se esforzó por conciliar con
los requisitos ideales y que desempeñan un papel muy importante en los Quattro Libri. Por otro lado, Palladlo
dejó bien clara su concepción teórica en la ilustración de la fachada completa, donde dejó los órdenes en blanco
y sombreó todas las paredes por igual (sin diferenciar las situadas en el mismo plano que la columnata de las que
estaban mucho mas atrás), dando de ese modo a la fachada del palacio una apariencia similar a la del grabado de
su «piazza». Esta comparación también demuestra que mientras que concibió las columnatas de la piazza con
unos suntuosos órdenes jónico y corintio, al construir el Palazzo Chiericati eligió un sobrio dórico para el piso de
abajo y un jónico sin adornos para el piso superior. El dórico aún conserva algo de la sencilla grandeza del
Tempietto de Bramante, y nada tiene que ver con el problemático estilo de Miguel Angel, quien justo en este
periodo estaba reviviendo una piazza antigua en su proyecto para el Capitolio.
108
Véase, por ejemplo, la secuencia de salas circulares y octogonales en las Termas de Constantino o la serie de
habitaciones octogonales, absidales y rectangulares en las Termas de Diocleciano. Para el gran vestíbulo absidial a lo largo
de uno de los lados del peristilo, cf. las Termas de Agrippa.
109
Actualmente Accademia dell Belle Arti. Sólo se realizó una pequeña parte del proyecto, Palladio, II, cap. 6, pp.27-30
110
Vasari, ed. Milanesi, VII, p.529
111
El atrio corintio, de acuerdo con Vitruvio, VI, iii, 1, tiene hileras de columnas a lo largo del espacio abierto
112
Un ejemplo es el Palazzo Antonini en Udine (1556, Fig.73, Palladio, II, p.3), formado por un atrio tetrástilo que da paso
directamente al tablinum; a izquierda y derecha se abren pequeñas instancias, las alae de Vitruvio. El eje principal se
prolonga en un estrecho pasaje ( el antiguo vestibulum que aparece entre la calle y el atrio en la reconstrucción palladiana de
la casa griega) con las escaleras a ambos lados; desde aquí se llega a la logia, que ocupa el lugar del antiguo oecus. no hay
peristilo. La planta parece ser, por tanto, una especie de condensación o resumen de la de la casa antigua, adaptada a las
circunstancias concretas.
113
Palladio, II, pp. 4,5. Actual Museo Cívico. Los documentos publicados por A. Magrini, Il Palazzo del Museo Civico in
Vicenza, Vicenza, 1855, pp. 67, ss, permiten hacer un seguimiento de la rápida construcción del edificio entre 1551 y 1554.
Palladio sólo terminó una parte del edificio; el resto fue realizado a finales del siglo XVII; cf. Magrini, ibid., pp. 35 ss, y
Bertotti Scamozzi, op. cit., I, p.29 ss. Los festones a lo largo de las ventanas y los grupos a ambos lados de la escalera, que
aparecen en la ilustración de Palladio, no llegaron a ejecutarse.
114
Palladio, III, cap. 16, p.27. Cf. previamente Alberti, libro VIII, cap. 6
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88
Según Gualdo, Palladio estuvo en Roma en 1554. Esta visita debió abrir sus ojos al significado de la
arquitectura contemporánea. No sólo sus plantas, sino también el estilo de sus fachadas, experimentaron una
verdadera metamorfosis a su regreso.
4. La génesis de una idea: las fachadas eclesiales de Palladio
Bien entrada su carrera, Palladio proyectó dos grandes iglesias y la fachada de otra en Venecia115. La
fachada es la de S. Francesco della Vigna; fue iniciada probablemente en 1562 y sirve de frente a una estructura
de Jacopo Sansovino116. S. Giorgi Maggiore e Il Redentore, las dos iglesias de Palladio, se erigieron más tarde.
La primera piedra de S. Giorgio se colocó en 1566, pero el frente se levantó entre 1597 y 1610117. Il Redentore
se inició durante la plaga de 1576, y se terminó en 1592, doce años después de la muerte de Palladio118. En este
apartado sólo estudiaremos la fachadas de las tres iglesias. Todas ellas siguen el mismo esquema: un frente
colosal de templo delante de la nave central y un orden menor que sostiene dos fragmentos de un frontón delante
de las naves laterales. El esquema del diseño puede representarse como dos frentes de templo, uno mayor que
otro, superpuestos119. Merece la pena preguntarse por qué recurrió Palladio a la misma tipología; básica en sus
tres fachadas monumentales. La respuesta ya ha sido apuntada en nuestro análisis de las villas.
Uno de los problemas más intrincados con que se enfrentaron los arquitectos del Renacimiento fue la
fachada de la iglesia. Los que pensaban en términos clásicos y consideraban a la iglesia cristiana como la
legítima sucesora del templo antiguo120 lucharon constantemente por aplicar el frente de templo a la iglesia. Pero
al contrario que los templos antiguos, con su cella uniforme, la mayoría de las iglesias respondían a una
estructura basilical con una alta nave central y naves laterales más bajas. ¿Cómo podía aplicarse un frente de
templo, con su sencillo pórtico y su frontón, a una estructura como ésa? Inicialmente adoptaron una solución
drástica: diseñaron un gran frente de templo que cubriese al mismo tiempo la nave central y las laterales. Así es
como Alberti hizo frente al problema en S. Andrea de Mantua (1470)121. Al mismo tiempo, al aproximar su
estructura a la del arco de triunfo con un gran entrepaño central y entrepaños laterales más estrechos, consiguió
evocar en la fachada las proporciones de las naves. Sin embargo, aunque la combinación de un frente de templo
y un arco de triunfo fuera perfectamente satisfactoria en este caso, resultaba demasiado compleja y personal para
115
Antes de 1558, el patriarca Vicenzo Diedo encargó a Palladio la realización de la fachada de la iglesia de S. Pietro di
Castello en Venecia. Según un documento del 7 de enero de 1558, publicado por Magrini, op. cit., pp.xvii ss, el diseño de
Palladio incluía «porte e finistre», «sei colonne grandi» y «sei pilastri quadri cioé tre per banda». Vicenzo Diedo murió el 9
de diciembre de 1559, posiblemente antes de que iniciasen las obras. La fachada actual fue construida entre 1594 y 1596 por
Francesco Smeraldi no responde al proyecto de Palladio, ya que no tiene ventanas, ni seis columnas, ni seis pilastras (sólo
tiene cuatro columnas y cuatro pilastras); por otra parte, no disponemos de información suficiente para reconstruir el diseño
palladiano. En realidad, la fachada actual es un pasticcio: es imposible que Palladio anticipara en casi veinte años su propio
estilo tardío del Redentore. La afirmación de Pane (Palladio, p. 102) de que la fachada actual se basa en el diseño de
Palladio carece por tanto de fundamento.
116
La primera piedra de la iglesia se colocó en 1534; no se conoce exactamente la fecha de construcción de la fachada.
Vasari, Vite, ed.. Milanesi, VII, p. 529, fue testigo del levantamiento de la estructura, y sabemos que estuvo en Venecia en
1566. según Tassini, Curiositá Veneziane, 1933, pp. 284 s., se empezó a construir en 1562. Cf. también Magrini, op. cit., pp.
65 ss
117
En la fachada figuran inscripciones de 1602 y 1610. (...) Gallo ha demostrado, basándose en documentos recientemente
descubiertos, que la ejecución de la fachada se debió supuestamente a Simone Sorella y no, como se ha venido creyendo, a
Scamozzi. Las obras empezaron en 1597, se reanudaron en 1607 y se terminaron en 1610.
118
Cf. la carta de Palladio de 1577, con un informe completamente revelador acerca de su diseño, en Bottari, racc. di lettre,
1822, I, pp.560 ss. (...) Primera piedra: 3 de mayo de 1577.(...)
119
Debe insistirse en que Palladio quería que sus fachadas se vieran como construcciones independientes: se alzan en su
brillante blancura delante de las estructuras de ladrillo rojo de las iglesias.
120
Incluso hablan de templos cuando se refieren a las iglesias; es lo que hace Alberti en De re aedificatiria. Véase también
Serlio, que en su Libro Quinto se refiere a «diverse forme di Tempij sacri, secondo il costume Christiano, & al mondo
antico », y Palladio en el prefacio de su Libro Cuarto.
El arquitecto fausto Rughesi, en sus «Considerationi sopra la nuova aggiunta da farsi alla Fabrica di San Pietro»,
relaciona el término «templo» con las estructuras centralizadas; afirma que Miguel Ángel «elesse la forma del tempio et non
della Basilica» (M. Cerrati, Tiberii Alpharani De Basilicae Vaticanae antiquíssima et nova structura, Roma, 1914, pp. 203
ss.)
121
Cf. el análisis en detalle realizado más arriba, pp.76 ss
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89
ser generalmente aceptada. Además, por razones de proporción, a menudo resultaba imposible cubrir al mismo
tiempo la nave central y las laterales con un solo frente de templo.
El paso siguiente lo dio Bramante diez años después de S. Andrea, en un diseño para la fachada de S.
Maria di S. Satiro en Milán122. Por vez primera en el Renacimiento, Bramante utilizó aquí fragmentos de
frontones en correspondencia con las naves laterales123, como si un gran frontón hubiera sido escindido por un
elemento central coronado a su vez por otro frontón. Siguiendo la tradición de las fachadas de iglesia, proyectó
dos pisos, uno principal que abarcaba todo el ancho de la fachada y otro más estrecho correspondiente a la nave
central. Las cuatro grandes pilastras del piso principal, pese a reflejar la posición de las distintas naves, son todas
ellas del mismo tamaño y se encuentran en el mismo plano. De este modo, un sistema unitario sin
«articulaciones» enlaza la nave central con las laterales. Un ancho entablamento divide en dos la altura de la
nave central, y el segundo piso, relativamente autónomo, ofrece un aspecto típicamente quattrocentesco con su
ventana circular. Al contrario que en el diseño de Palladio, el orden determinado por las naves laterales es el
motivo dominante de la fachada. Desde el punto de vista palladiano, una fachada como ésa no era una respuesta
orgánica y «antigua» al problema. Para Bramante, en cambio, su diseño estaba sancionado por la Antigüedad.
Era lógico que un arquitecto clasicista investigara el tipo de fachada que los antiguos habían utilizado en
sus basílicas, ya que estas estructuras contaban, como las iglesias, con una nave central y naves laterales.
Vitruvio ofrecía una respuesta en sus oscuras palabras sobre la «doble disposición de los aguilones» en la
basílica de Fano124. Existen pruebas indirectas de que Bramante intentó interpretar este pasaje en su diseño de S.
Satiro, ya que su alumno Cesariano ilustró en su edición de Vitruvio (1521) la basílica de Fano con un diseño
derivado del proyecto de Bramante125.
Peruzzi dio un paso adelante hacia la solución de Palladio en la fachada de la vieja catedral de Carpi,
construida en 1515. Aunque la relación con el diseño de Bramante es obvia, Peruzzi dio un paso decisivo al
utilizar un orden gigante para la nave central y un orden menor para las laterales, anticipándose casi al esquema
de Palladio. Sin embargo, no llevó el novedoso diseño a sus últimas consecuencias. Al igual que Alberti, de
nuevo fusionó en la fachada el frente de templo con el motivo del arco de triunfo, sin llegar a desarrollar una
estructura uniforme en el sentido palladiano. Tampoco salvaguardó la uniformidad de los entrepaños laterales, ya
que en el interior no hay ninguna media pilastra propiamente dicha que se corresponda con la pilastra corintia del
exterior.Palladio llevó a su término lo que sus predecesores habían iniciado. Estaba decidido a preservar el frente
de templo puro delante de la nave: S. Francesco della Vigna y S. Giorgio son próstilos e Il Redentore es un
templo in antis; todos ellos se proyectan, naturalmente, sobre un muro. Los pequeños entrepaños
correspondientes a las naves laterales, situados a ambos lados de una estructura central ligeramente
sobresaliente, están definidos con claridad y unificados por los órdenes en el exterior y el interior. Además, el
ritmo del orden menor penetra en el frente de templo principal no sólo a través del orden que enmarca la puerta
central, sino también mediante el entablamento, cuya continuidad se sugiere a lo largo de toda la fachada. De
este modo, los dos órdenes aparecen firmemente enlazados. Su calculada interconexión, sin embargo, hace que
la «lectura» de la fachada no resulte fácil. La complejidad y el intelectualismo del diseño son rasgos
auténticamente manieristas, muy alejados de lo que podríamos llamar «ingenuidad» renacentista. Pero frente al
manierismo profundamente perturbador de Miguel Ángel, el manierismo de Palladio es sobrio y académico.
Apenas afecta a los detalles formales, y los capiteles, tabernáculos y entablamentos mantienen su forma,
proporción y significado clásicos. Es la interrelación de las unidades clásicas íntegras lo que confiere al conjunto
su carácter
El empleo
manierista.
que hace Palladio de dos frontones en la misma fachada no sólo estaba legitimado por la
problemática basílica de Fano, sino, sobre todo, por su coexistencia en el más venerable templo antiguo, el
Panteón; en él, un frontón corona el pórtico y otro, más alejado, se une al alto ático proyectado desde la rotonda.
Palladio también se inspiró en este edificio al diseñar su ático para Il Redentore.
En casi todos los dibujos del Panteón que se hicieron a finales del siglo XVI aparecen los dos frontones,
y el propio Palladio dibujó el edificio con ellos en dos ocasiones, la primera en los Quattro Libri y la segunda en
la serie dedicada a las termas que publicó Lord Burlington. Los hombres que interpretaron el frente del Panteón
122
Publicado por vez primera por Beltrami en Rassegna d’Arte, I, 1901, pp.33 ss.
Este motivo también aparece en el grabado florentino de finales del siglo XV de la Presentación en el templo (Hind B.
I,4); probablemente en la descripción que hace Vitruvio de la basílica de Fano.
124
Cf. Vitruvio, V, i, 10: «Ita fastigorum duplex tecti nata...» («Así una doble hilera nacida del techo»)
125
El mismo dibujo fue copiado en las ediciones de Caporali (1536) y Philander (1544); esta última copia es la que
reproducimos en nuestra ilustración.
123
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de esta manera pensaban en términos de complicadas estructuras murales, y dieron por supuesto que los dos
frontones formaban parte de un diseño clásico homogéneo. En las vistas del Panteón dibujadas en el siglo XV y
a principios del siglo XVI sólo aparece un frontón. Estas vistas también son correctas si se tiene en cuenta que el
segundo frontón es invisible al contemplar el edificio a corta distancia. Los hombres del Quattrocento, que
pensaban y veían en términos de disposiciones murales simples, adoptaron este punto de vista. En el siglo XVII,
un acercamiento arqueológico más detallado llevó a Carlo Fontana a la conclusión de que el pórtico era un
añadido posterior al Panteón original, y lo reconstruyó en su supuesta simplicidad, eliminando el pórtico.
Siguiendo el precedente del Panteón y con la descripción de Vitruvio de la basílica de Fano en mente, Palladio
reconstruyó la fachada de la basílica de Constantino, que él consideraba el «Tempio della Pace», con frontones
entrecruzados126. Esta claro que pensaba que era un motivo perfectamente establecido en la Antigüedad clásica.
Hasta el momento sólo hemos considerado las tres fachadas de Palladio a la luz de su similitud básica.
Aunque la estructura es idéntica en los tres casos, hay también importantes diferencias. S. Francesco y S.
Giorgio, de cronologías cercanas, muestran también un gran parecido. Hay que decir, no obstante, que el aspecto
actual de S. Giorgio no parece corresponder a las intenciones de Palladio. Los dos órdenes no parten del mismo
nivel. Mientras que las grandes medias columnas descansan en elevados pedestales, las pequeñas pilastras se
elevan casi desde el suelo. Esta diferencia de nivel, que resulta particularmente desafortunada en el
encabalgamiento de los altos pedestales sobre las pilastras adyacentes, no es el único defecto de la fachada127.
Conocemos el diseño original de Palladio a través de un dibujo128 que nos permite advertir las posteriores
alteraciones. El dibujo demuestra su deseo de que ambos órdenes partieran del mismo nivel; indudablemente,
Palladio consideraba que eso era esencial para la unidad de su diseño129. Si se tiene en cuenta este dibujo al
comparar S. Francisco con S. Giorgio, parece que en vez de una similitud en el tratamiento general se ha
producido una evolución entre ambas fachadas. En S. Giorgio, el orden menor cobra mayor importancia que en
S. Francesco, y la relación entre el orden grande y el pequeño se acerca más a la existente en Il Redentore. Este
cambio hace que la interpenetración de dos frentes de templo resulte más convincente. Hay otro asunto que
merece la pena mencionar en relación con el dibujo. Está inacabado, lo cual resulta revelador. El orden mayor,
dispuesto sobre un muro en el que no se ha dibujado todavía ningún detalle, remite directamente al pórtico de un
templo corintio.
La relación de S. Francesco y S. Giorgio con Il Redentore puede compararse a la del Palazzo Valmarana
con la Loggia del Capitaniato. En la tardía fachada de Il Redentore hay sobre todo una nueva y poderosa
concentración; el gran motivo del templo resulta dominante y en los entrepaños laterales no aparecen detalles
que distraigan nuestra atención, mientras que el sencillo edículo columnado que enmarca la puerta ocupa
enteramente el entrepaño de la entrada. Además, una amplia escalera a imitación de las de los templos antiguos
une los tres entrepaños del orden colosal. La mayor concentración determina también una complejidad
inexistente en las anteriores fachadas. La interrelación de las dos estructuras de templo se acentúa ahora
mediante peculiares repeticiones. El gran frontón se reproduce en el frontón de la puerta, y los fragmentos de
frontones de los entrepaños laterales se repiten más arriba en un plano más profundo; el frontón superior está
cortado por un ático rectangular, derivado, como hemos visto, del Panteón130. No es necesario insistir en lo lejos
126
Libro IV, p.11.
Los zócalos bajo los edículos de los entrepaños laterales corresponden en altura a los pedestales del orden gigante y son
desproporcionadamente grandes en relación con los edículos. Además, las pilastras del orden menor entre los tabernáculos y
las medias columnas casi parecen haber sido comprimidas.
128
R. Inst. of British Architects, Col. Burlington-Devonshire, vol. XIV, núm.12.
La relación entre el dibujo y S. Giorgio Maggiore está fuera de toda duda debido al edículo con el pequeño sarcófago que
aparece en el entrepaño lateral. Los sarcófagos y bustos de la fachada fueron erigidos en memoria de los dogos Tribuno
Memmo y Sebastiani Ziani; el primero fue el fundador mítico del monasterio, y el segundo su benefactor. El dibujo muestra
que los monumentos fueron proyectados desde el principio. Hay que decir también que las proporciones del diseño de
Palladio son casi exactamente las mismas que las de la fachada actual (altura de las naves laterales y central y anchura de las
naves laterales), y que, por tanto, al reconstruir la fachada debemos suponer que se pretendía que se levantara sobre la base
más baja posible. A Palladio le atraía particularmente le idea de situar las columnas sobre el pavimento sin un basamento
elevado. En el Libro IV, cap.5, se refiere a ello.
129
Aquí se resuelven todos los aparentes problemas de la fachada; hay una relación proporcionada entre el zócalo y el
edículo, por ejemplo.
130
El problema de Palladio era en este caso similar al que se le planteó a Alberti en S. Andrea de Mantua. La nave era
demasiado alta para cubrirla con un frente de templo; era completamente necesario, por tanto, recurrir al ático. Los
fragmentos de frontón empotrados en él también eran estructuralmente necesarios. Actúan como contrafuertes: cada lado
127
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91
que se encuentra el intrincado clasicismo de Il Redentore del directo y sencillo clasicismo de la primera época de
Palladio.
del elevado muro de la nave se sustenta en cuatro pares de dichos contrafuertes. Pero como todos los grandes arquitectos,
Palladio hizo que estos elementos estructurales sirvieran a sus fines estéticos.
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92
Europa I
Textos de Época
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93
Renacimiento en Europa
Edición a cargo de Joaquim Garriga
Editorial Gustavo Gili, S. A., Barcelona, 1983
La literatura artística cincocentista, a partir de la reflexión poliédrica de Leonardo (texto 23) va a
abandonar la ilusión de un arte-ciencia y va a reconocer, en buena parte por efecto del movimiento neoplatónico,
la existencia de valores incompatibles con esa idea: la belleza de lo inexpresable, la gracia, la imaginación, la
unicidad de la obra de arte, la dialéctica naturaleza-belleza y la misma imposibilidad de conducir todas las
exigencias estéticas a la única belleza pitagórica de las proporciones y del «número»... El modelo o ideal
artístico que va a substituir el de ciencia es la retórica humanista, ya presente en Alberti (texto 1) y otros (texto
13) aunque relegado a un lugar secundario. El arte que va emancipándose de las corporaciones se emancipará
ahora también de los científicos e ingenieros para convertirse en «objeto literario» común al artista, al humanista
y al cortesano (texto 28). Y así como Alberti y Piero renunciaron a la compilación de recetas de taller para
artesanos, ahora se abandonarán las demostraciones de teoremas y la exposición de métodos para artistas. El arte
va a considerarse un obligado placer de las elites culturales y sociales, de los diletantes (en el sentido
etimológico del término), y objeto a menudo de ejercicios retóricos de salón más que de orientaciones para la
práctica artística profesional. Y ello sin perjuicio de que se expongan los rudimentos técnicos de las artes, a
veces recurriendo de nuevo a las recetas. Algunos de los temas tratados y de los juicios de valor emitidos son de
ascendencia cuatrocentista, como la dignidad liberal de las artes (textos 23, 28, 29, etc.), defendida con variado
registro de argumentos, tradicionales o nuevos, en ocasiones con gran aparato teórico (texto 41) o con empeño
legal (texto 46), aunque sólo raramente pueda hallarse una clara correspondencia económico-social a dichas
afirmaciones, incluso en casos de artistas excepcionales y en cierto modo privilegiados (textos 42, 43, 53, 55).
Emergen nuevas cuestiones, o se plantean con énfasis diferentes, como la célebre disputa sobre el parangón y la
primacía de las artes (textos 29-33, etc.). Otras se precisan con varios enfoques, como la de imitación (textos 23,
24, 38, etc.) o la de diseño (textos 23, 35, 41), con la vivaz aportación veneciana a favor de un cromatismo con
sabor clasicista y antimanierista (textos 34, 37). La crisis de la Reforma protestante, incrustada de actitudes
radicales (texto 36) y las consiguientes disposiciones del concilio de Trento sobre las imágenes (texto 44)
desencadenan reacciones en serie de muy diverso signo (textos 26, 39, 45, 65). La tratadística de arte evoluciona
hacia un pragmatismo enciclopédico y preceptístico (texto 66), a veces muy sensible a estímulos simbó1icos y
cosmológicos (texto 40), que en ciertos aspectos es paralelo a la mentalidad académica (texto 47) y puede
detectarse también en codificaciones parciales (texto 52). La Antigüedad, progresivamente convertida en
erudición arqueológica, es aún un punto de referencia. cultural constante y sugestivo (excepto para el
pragmatismo rigorista de los escritos más próximos a la Contrarreforma), tanto en orden a enriquecer el
repertorio iconográfico (textos 63, 64, 66, etc.) como principalmente para codificar (textos 24, 25, 48, 54) o
reelaborar (texto 51) un lenguaje arquitectónico formal y funcionalmente riguroso. La arquitectura tiene otras
vertientes con desarrollo muy particular: en sentido plástico y antropomórfico (textos 27, 56), o casi
exclusivamente pragmático (texto 45), o preocupada por el nivel medio de dignidad de la arquitectura «menor»
(texto 49) o por un refinado equilibrio funcional (texto 51); y en grupo aparte, las decoraciones «efímeras» de los
aparatos festivos (texto 61) o los ambientes «artificiosamente naturales» de los jardines y los juegos hidráulicos
(texto 62). Entre los textos de contenido histórico destaca, a mucha distancia de los demás, el de las Vite
vasarianas, con su tan grandiosa como prejudicial construcción de las «tres edades» (texto 35), ya planteada en
estadio germinal durante el Quattrocento. Mucho más simplista es la caracterización histórica global que trasluce
de la carta a León X (texto 25), mientras que la contenida narración de Giovio (textos 58, 59), limitada a unas
pocas personalidades de primer plano, interesa por lo representativo de sus juicios estéticos más allá de los
mismos datos históricos. Juicios de parecida entidad, aunque mucho más sucintos y puntuales, aparecen en la
descripción con la cual se ejemplifica el fenómeno coleccionista del Cinquecento (texto 60). Ilustramos, además,
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otros aspectos técnicos de la producción artística, comparativamente menos pertinentes que en el siglo XV, con
muestras relativas a las artes figurativas (textos 23, 35, 66), a voces muy connotadas simbólicamente (como la
relativa al color, texto 40) o heroicamente agigantadas (texto 50), a la arquitectura (textos 48, 49, 51) y a la
perspectiva (texto 52).
IIA. Teorías estéticas y tratados de arte
23. Leonardo da Vinci, Tratado de Pintura (1482-1518)131
23.2. [5] Qué comprende la ciencia de la pintura. La ciencia de la pintura comprende todos los colores de la
superficie y las figuras de los cuerpos que con ellos se revisten, y su proximidad y lejanía, según proporción
entre las diversas disminuciones y las diversas distancias. Esta ciencia es madre de la perspectiva, esto es, de la
ciencia de las líneas de visión, ciencia que se divide en tres partes; de éstas, la primera solamente comprende la
construcción lineal de los cuerpos [perspectiva lineal]; la segunda, la difuminación de los colores en relación a
las diversas distancias [perspectiva de color], y la tercera, la pérdida de determinación de los cuerpos en relación
a las diversas distancias [perspectiva menguante]. Pero a la primera, que se extiende tan sólo a la configuración y
límites de los cuerpos, llámase dibujo, esto es, representación de cualesquiera cuerpos. De ella nace otra ciencia
que comprende la sombra y la luz o, por decirlo de otro modo, lo claro y lo oscuro, la cual ciencia requiere un
extenso discurso. Conviene indicar que la ciencia de las líneas de visión ha parido la ciencia de la astronomía,
que no es sino pura perspectiva, pues todo lo que en ella encontramos son líneas de visión y secciones de
pirámides [...].
23.3. [13] De cómo quien la pintura menosprecia, filosofía y naturaleza no ama. Si tú menospreciares la pintura,
sola imitadora de todas las obras visibles de la naturaleza, de cierto que despreciarías una sutil invención que,
con filosofía y sutil especulación, considera las cualidades todas de las formas: mares, parajes, plantas, animales,
árboles y flores que de sombra y luz se ciñen. Esta es, sin duda, ciencia y legítima hija de la naturaleza, que la
parió o, por decirlo en buena ley, su nieta, pues todas las cosas visibles han sido paridas por la naturaleza y de
ellas nació la pintura. Conque habremos de llamarla cabalmente nieta de la naturaleza y tenerla entre la divina
parentela [...].
23.6. [34c]. Tras ésta [la pintura] viene la escultura, arte dignísima, pero con menor excelencia e ingenio
ejecutada, puesto que en dos asuntos principales, la perspectiva y las sombras y luces, en los que el pintor
procede de dificilísima manera, la escultura es ayudada por la naturaleza. No es ella, por otra parte, imitadora de
los colores, por medio de los cuales fatígase el pintor en descubrir que las sombras son compañeras de la luz [...].
23.7. [37] Diferencia entre la pintura y la escultura. Entre la pintura y la escultura no encuentro sino esta
diferencia: que el escultor concluye sus obras con mayor fatiga de cuerpo que el pintor, en tanto que el pintor
concluye las suyas con mayor fatiga de mente [...].
23.8. [46] Diferencia entre la pintura y la escultura. Maravilla de la pintura, en primer lugar, el que parezca
sobresalir del muro o de cualesquiera superficies y engañe así a las mentes más sutiles, cuando, en realidad, no
está separada de la superficie de la pared. En este respecto, las obras del escultor aparecen tal cual son. El pintor
ha, pues, de estudiar la ciencia de las sombras, compañeras de la luz, mas no el escultor, pues la naturaleza
auxilia a sus obras, como también a las restantes cosas corpóreas: sin luz son todas de un mismo color, pero una
vez iluminadas son de variados colores, a saber: el claro y el oscuro. La segunda gran ciencia que el pintor
requiere entraña una sutil investigación, y es ésta situar las sombras y las luces según sus cabales cualidades y
cantidades. En las obras del escultor es la naturaleza quien por sí misma se encarga de situarlas. [La tercera es] la
perspectiva, investigación e invención sutilísimas de los estudios matemáticos, la cual hace que por medio de
131
No se ha conservado ningún Tratado de pintura original de Leonardo da Vinci, pero a su muerte en 1519 dejó
innumerables esbozos y escritos, que legó a su discípulo y amigo Francesco Melzi. A partir de ese copiosísimo material,
hacia 1550, quizás el propio Melzi o bien otro lombardo redactó un tratado leonardesco de pintura que en la actualidad se
conserva en la Biblioteca Vaticana, códice Urbinas 1270 A pesar de los defectos de la antología, es la más importante de
cuantas compilaciones se hicieron a partir de los cuadernos autógrafos del artista, por la misma riqueza de su contenido y
sobre todo porque dos tercios de los textos originales de Leonardo que allí se utilizaron hoy se hallan perdidos.(...)
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95
líneas parezca remoto lo que está próximo y grande lo que es pequeño. La escultura es auxiliada en este punto
por la naturaleza, que actúa al margen de la invención del propio escultor [...].
23.9. Proemio [...] [11] Muchos juzgarán razonable despreciarme, alegando que mis pruebas son contrarias a la
autoridad de unos pocos hombres muy reverenciados, mas de inexperto juicio, sin tener en cuenta que mis
trabajos nacen de la mera experiencia, que es maestra verdadera. Sus reglas bastan para hacerte discernir la
verdad de la mentira, por qué los hombres se propongan cosas posibles y de más moderación, y no te empañe la
ignorancia; de suerte que si no obtienes resultado alguno habrás, desesperado, de entregarte a la melancolía [...].
23.10. [16] De las partes de la pintura. La primera parte de la pintura atiende a que los cuerpos por ella fingidos
parezcan sobresalir, y que los campos que los circundan parezcan, por el contrario, y de acuerdo con sus
distancias, hundirse en la pared en que están pintados; todo ello con auxilio de las tres perspectivas, esto es, de la
mengua de los contornos de los cuerpos [menguante], de la mengua de sus magnitudes [lineal] y de la mengua de
sus colores [de color]. De estas tres perspectivas, la primera resulta [de la estructura] del ojo, en tanto que las dos
restantes son causadas por el aire que se interpone entre el ojo y los cuerpos vistos por él [aérea]. La segunda
parte de la pintura atiende a que las actitudes de sus figuras sean apropiadas y diversas, de suerte que los
hombres no parezcan todos hermanos, etc. [...].
23.11. [18] Del error de aquellos que se sirven de la práctica sin ciencia. Quienes se prendan de la práctica sin
ciencia son cual el piloto que se embarca sin timón ni brújula: que nunca sabrá con certeza su derrota. La
práctica ha de ser siempre edificada sobre cabal teoría, de la cual es puerta y guía la perspectiva; pero sin ésta
nada se hará a derechas en la pintura [...].
23.12. Perspectiva lineal [...] [49] La pintura se fundamenta en la perspectiva, que no consiste sino en el exacto
conocimiento de los mecanismos de la visión, mecanismos que tan sólo entienden de la recepción de las formas
y colores de todos los objetos situados ante el ojo por medio de una pirámide. Digo que por medio de una
pirámide porque no existe objeto, por diminuto que sea, menor que el lugar del ojo donde esas pirámides
convergen. Pues si tú trazas líneas desde los límites de cada cuerpo y, como un haz, las haces concurrir en un
solo punto, las tales líneas formarán necesariamente una pirámide. La perspectiva no es sino una demostración
racional que se aplica a considerar cómo los objetos antepuestos al ojo transmiten a éste su propia imagen por
medio de pirámides lineales. Por pirámide entendemos un conjunto de líneas que, partiendo de las superficies
extremas de cada cuerpo, convergen desde una determinada distancia para concluir en un solo punto. La
perspectiva es una demostración racional que nos permite comprender prácticamente cómo los objetos
transmiten sus propias imágenes por medio de pirámides lineales [concurrentes] en el ojo [...].
23.13. [82] La pared de vidrio. La perspectiva no es otra cosa que ver un lugar a través de un vidrio plano y
perfectamente translúcido, sobre cuya superficie han sido dibujados todos los cuerpos que están del otro lado del
cristal. Estos objetos pueden ser conducidos hasta el punto del ojo por medio de pirámides que se cortan en dicho
vidrio [...].
23.14. Perspectiva menguante [...] [224] Del aire interpuesto entre el ojo y el cuerpo visible. A la misma
distancia, el objeto parecerá tanto más o menos distinto cuanto más o menos raro sea el aire interpuesto entre el
ojo y ese objeto. Por todo ello, sabiendo yo que la mayor o menor cantidad de aire interpuesta entre el ojo y el
objeto concede al ojo contornos más o menos confusos de esos objetos, menguarás tú las imágenes de estos
cuerpos en proporción a su creciente alejamiento del ojo que los ve [...].
23,15. Los colores [...] [267] La superficie de todo cuerpo opaco participa del color de los objetos que lo
circundan. Pero tanto mayor o menor será ese efecto cuanto más próximo o más lejano esté ese objeto y mayor o
menor sea su intensidad [...].
23.16. [279] De los colores. Entre colores de blancura equivalente parecerá más cándido aquel que esté sobre un
campo más oscuro. El negro, si visto en campo de mayor blancura, parecerá más tenebroso. El rojo, si visto en
campo amarillo, parecerá más vívido; y esto mismo ocurrirá con todos los colores si están circundados por sus
colores contrarios [...].
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23.17. [285] Pintura. Los colores emplazados entre sombras, tanto más o menos participarán de su natural
belleza cuanto en mayor o menor oscuridad estén. Pero si los colores estuvieran situados en un espacio luminoso
parecerían entonces de tan gran belleza cuan grande fuera el esplendor de la luz [...].
23.18. Perspectiva de color y perspectiva aérea [...] [249] De la perspectiva aérea. Hete aquí una otra
perspectiva que llamo aérea, pues por la variedad del aire podemos conocer las diversas distancias de los
distintos edificios que aparezcan dispuestos en una sola línea. Así, por ejemplo, cuando ves algunos edificios al
otro lado de un muro, que todos parecen sobre el límite del dicho muro tener la misma dimensión, y quieres tú
representarlos en la pintura a distancias dispares, y fingir un aire someramente denso. Tú sabes que en un aire de
uniforme densidad las cosas últimas vistas a través de él, como las montañas, parecen, por culpa de la gran
cantidad de aire interpuesto entre tu ojo y la montaña, azules, y casi del color del aire cuando el sol está al
oriente. Habrás, pues, de pintar sobre el muro el primer edificio, según su real color, y el más lejano, menos
perfilado y más azulado. Aquel que desees ver cinco veces más lejano habrás de hacer cinco veces más azulado,
y así, por medio de esta regla, conseguirás que, de los edificios que sobre una línea parecen de una misma
dimensión, pueda saberse cuál es más remoto y cuál mayor que los restantes [...].
23.19. Proporciones y movimientos del cuerpo humano .[...] [340] Vitruvio arquitecto dice en su obra sobre la
arquitectura que las medidas del hombre están, por naturaleza, distribuidas de esta guisa; a saber: que cuatro
dedos hacen un palmo y cuatro palmos hacen un pie; seis palmos hacen un cúbito; cuatro cúbitos hacen un
hombre. Y que cuatro cúbitos hacen un paso y veinticuatro palmos un hombre. Estas medidas están en sus
edificios. Si abres tanto las piernas que tu altura mengüe en 1/14, y tanto extiendes y alzas los brazos que con los
dedos medios alcances la línea que delimita el extremo superior de la cabeza, has de saber que el centro de los
miembros extendidos será el ombligo y que el espacio que comprenden las piernas será un triángulo equilátero.
La longitud de los brazos extendidos de un hombre es igual a su altura.
27. Miguel Angel, Carta al cardenal Rodolfo Pio di Carpi (1560/1561)'
Esta carta o fragmento de carta constituye uno de los pocos documentos conservados sobre la
concepción arquitectónica de Miguel Ángel (1475-1564) (pero cfr. texto 56). El artista, que siempre afirmaba no
ser un arquitecto y se consideraba sobre todo un escultor, rehusa también la vinculación del proyectista a unas
reglas a priori de la obra concreta, o a soluciones paradigmáticas al margen del concreto organismo
arquitectónico. La originalidad y la coherencia del edificio radican en su propia dinámica interior. La
asociación de la arquitectura con el cuerpo humano, tan en la línea de la tradición vitruviana, es entendida por
Miguel Ángel no en términos aritméticos o geométricos sino anatómicos, orgánicos. Al contrario de los
arquitectos del primer Renacimiento, Miguel Ángel no piensa en proporciones ideales, expresión matemática de
un microcosmos, sino en proporciones dinámicas y funcionales (cfr. 1. S. Ackerman, op. cit., pp. 11 y
siguientes).
27.1. [Al cardenal Rodolfo Pio di Carpi.]132 2 Monseñor reverendísimo. Cuando una planta tiene diversas partes,
todas aquellas que son iguales en cualidad y cantidad han de ser adornadas de un mismo modo y de una misma
manera, e igualmente sus correspondencias. Pero cuando la planta cambia totalmente la forma, no sólo es lícito
sino incluso necesario cambiar de lo anterior también los adornos, e igualmente sus correspondencias; y los
centros quedan siempre libres a voluntad. Del mismo modo que la nariz, que está en el centro de la cara, no está
obligada ni a un ojo ni al otro, pero que una mano, en cambio, tiene toda la obligación de ser como la otra, y un
ojo como el otro, por respeto a los lados y a las correspondencias. Pues es cosa cierta que los miembros de la
arquitectura dependen de los miembros del hombre. Quien no ha sido o no es buen maestro en figuras, y sobre
todo en anatomía, no puede entender en esto [ca. octubre 1560-enero 1561].
35. Giorgio Vasari, Las vidas de los más ilustres pintores, escultores y arquitectos (1550 y 1568)
El gran texto renacentista de historia de las artes es sin dada de ninguna clase Le Vite... del pintor y arquitecto
aretino Giorgio Vasari (1511-1574). La sucesión de sus biografías de los artistas se integra en una concepción
132
La carta no tiene fecha ni destinatario.
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cíclica de la historia y en una visión determinista de la condición humana, donde el arte desde Cimabue a
Miguel Ángel es comparable a un organismo viviente que nace, se desarrolla y alcanza madurez. Este enfoque
queda evidenciado ya en la misma tripartición del texto según las «tres edades» del transcurrir del arte
«renacido». De la magna obra vasariana optamos por recoger íntegramente los dos capítulos iniciales de la
introducción a la primera parte, con su exposición sobre el disegno y su manierista visión técnico-estética de la
pintura. En segundo lugar, traducimos íntegro el Proemio a la tercera parte de las Vite, que es una fundamental
condensación del pensamiento de Vasari y uno de los textos más definitorios e influyentes de la historiografía
del arte en el Renacimiento.
35.1. Primera parte. Introducción a las tres artes del diseño133 [...]. La pintura. Cap. 1. Qué es el diseño, y cómo
se hacen y se reconocen las buenas pinturas, y con qué; y la invención de las historias. El diseño, padre de
nuestras tres artes, arquitectura, escultura y pintura, procediendo del intelecto, extrae de la pluralidad de aspectos
de las cosas un juicio universal, semejante a una forma o idea de todo lo existente en la naturaleza, la cual es
perfecta en sus medidas. Por ello, no sólo en los cuerpos humanos y de los animales sino también en las plantas
y en las construcciones, esculturas y pinturas conoce la proporción que tiene el todo con las partes, y que tienen
las partes entre sí y con el entero conjunto. Y puesto que de este conocimiento nace un cierto concepto y juicio, y
se forma en la mente aquello que expresado luego con las manos se llama diseño, se puede concluir que este
diseño no es otra cosa que una visible expresión y explicación del concepto que se tiene en el espíritu, y de lo
que alguien se ha imaginado en la mente y elaborado en la idea. Y de ahí seguramente nació el proverbio de los
griegos: «De la uña, un león», cuando aquel hombre de talento, viendo grabada en una roca la sola uña de un
león, captó con la mente a partir de aquella medida y forma las partes de todo el animal, y después el conjunto
entero, como si lo hubiera tenido presente y ante los ojos.
35.2. Creen algunos que el padre del diseño y de las artes fue el azar, y que el uso y la experiencia, como nodriza
y pedagogo, lo alimentaron con la ayuda del conocimiento y del razonamiento; aunque yo creo que el azar,
mejor que poder llamarle padre del diseño, con más razón puede decirse que ha servido de ocasión. Pero sea
como sea este diseño, cuando extrae la invención de alguna cosa del juicio, requiere que la mano sea, mediante
el estudio y ejercicio de muchos años, ligera y apta para diseñar y expresar bien cualquier cosa que haya creado
la naturaleza con la pluma, buril, carbón, lápiz, o con otra técnica porque, cuando el entendimiento emite los
conceptos depurados y con juicio, las manos que han ejercitado muchos años el diseño dan a conocer la
perfección y excelencia de las artes y, a la vez, el saber del artífice. Y porque algunos escultores no tienen tal vez
mucha práctica en las líneas y en los contornos, no pueden por esto diseñar sobre papel; pero en cambio ellos,
con bella proporción y medida, haciendo en barro o cera hombres, animales y otras cosas de relieve, hacen lo
mismo que aquel que diseña perfectamente sobre papel u otras superficies.
35.3. Los hombres de estas artes han nombrado o distinguido el diseño de varios modos y de acuerdo con las
cualidades de los diseños que se hacen. Los que están apuntados someramente y apenas insinuados con la pluma
u otra cosa se llaman esbozos, como se explicará en otro lugar. Luego, los que consisten en líneas principales
que contornean todo son llamados perfiles, contornos o delineamientos. Y todos ellos, perfiles o de otro modo
que queramos llamarlos, sirven tanto en arquitectura y escultura como en pintura; aunque principalmente en
arquitectura, puesto que sus diseños están compuestos sólo de líneas, y en ello consiste, en lo que afecta al
arquitecto, el principio y fin de aquel arte: el resto, obtenido mediante los modelos de madera deducidos de estas
líneas, es obra sólo de picapedreros y albañiles. Y en la escultura es conveniente el diseño de todos los contornos
porque, vista por vista, se sirve de él el escultor cuando quiere diseñar aquella parte que le parece mejor o que
intenta hacer en todas las dimensiones con cera, tierra, mármol, madera u otra materia.
35.18. Tercera parte. Proemio. En verdad dieron un gran progreso a las artes, en la arquitectura, pintura y
escultura, los excelentes maestros que hemos descrito hasta aquí en la segunda parte de estas Vidas, al añadir a la
obra de los primeros regla, orden, medida, diseño y manera, si no a la perfección en todo por lo menos tan cerca
de lo natural que los terceros, de los cuales vamos a razonar de aquí en adelante, pudieron mediante aquella luz
133
A pesar de que no pocas veces el término disegno equivale simplemente a “dibujo 2, en muchos otros casos ( y en Vasari
de modo particular) su significado es más amplio, abarca y enfatiza al aspecto mental y pre-gráfico en un sentido muy
próximo al del término castellano “diseño”, por el cual optamos aquí. Cfr. Textos 2,n. 2, y 19, n. 3.
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elevarse y llegar a la más alta perfección, donde encontramos las obras modernas de más alto valor y más
celebradas. Pero, para que se conozca aún más claramente la calidad de la mejora que consiguieron los
mencionados artífices, no estará ciertamente fuera de propósito explicar en pocas palabras los cinco añadidos
que he citado y discurrir sucintamente sobre el origen de aquel verdadero valor que, superado el siglo antiguo,
hace al moderno tan glorioso.
35.19. La regla consistió, en arquitectura, en el sistema de medir según las antigüedades, siguiendo las plantas de
los edificios antiguos en las obras modernas. E1 orden fue diferenciar un género de otro, de modo que a cada
cuerpo le correspondiesen sus miembros y no se mezclasen ya entre ellos el dórico, el jónico, el corintio y el
toscano. Y la medida fue universal tanto en la arquitectura como en la escultura: hacer los cuerpos de las figuras
rectos, derechos y con los miembros organizados de modo similar; y lo mismo en la pintura. El diseño fue imitar
lo más bello de la naturaleza en todas las figuras, tanto esculpidas como pintadas, que procede de disponer la
mano y el ingenio capaces de trasladar todo lo que el ojo ve sobre el plano, diseños, papeles, tabla u otra
superficie, exacta y puntualmente; y lo mismo con el relieve en la escritura. La manera se convirtió en la más
bella por haberse difundido el uso frecuente de reproducir las cosas más bellas, y lo más bello de ellas, manos,
cabezas, cuerpos, piernas, conjuntarlo todo y componer una figura con todas aquellas bellezas lo mejor posible, y
aplicarla en cada obra a todas las figuras, que por esto se dice que es bella manera.
IIB. Disposiciones legales y textos contractuales
44. Concilio de Trento, Decreto sobre la invocación, veneración y las reliquias de los santos y sobre las
imágenes sagradas (1563)
El Concilio de la reforma católica reunido en Trento a partir de 1545, en su última sesión (3-4 de
diciembre de 1563) afrontó el tema de las imágenes bajo la urgencia de una triple problemática: por una parte
el radicalismo iconoclasta de algunas de las corrientes de la Reforma protestante (texto 36), cuya actitud
general era cuando menos de suspicacia frente a las imágenes sagradas; en segundo lugar los abusos entre
ciertos sectores del clero y el pueblo católico, cuya veneración de las imágenes rozaba la heterodoxia o
evidenciaba sencillamente un culto idolátrico; en último término estaba la, a su modo de ver, insidiosa
paganización icónica derivada de las corrientes humanistas, clasicistas o manieristas, cuya alarmante
proliferación de mitologías y alegres desnudos atentaba contra los valores doctrinales y morales propugnados
por la reforma cató1ica institucional (y cuando estas imágenes mundanas se exhibían en lugares sagrados, el
atentado contra el debido «decoro> revestía una especial gravedad: fue emblemática en este sentido la
polémica sobre el Juicio final de Miguel Angel en la Capilla Sixtina; cfr. un eco en texto 37). La solución
adoptada por los padres conciliares de Trento consistió en reafirmar la doctrina tradicional del valor didáctico
de las imágenes sagradas (la consabida «Biblia del iletrado>), insistiendo en su subordinación a los objetivos
de la Iglesia, en especial a la ortodoxia doctrinal y al «decoro> y en el control de los abusos. Traducimos aquí
la parte más esencial de su contenido.
44.1. El Santo Sínodo manda a todos los obispos y a cuantos tienen el deber y la función de enseñar, de acuerdo
con la consuetud de la Iglesia católica y apostólica, recibida de los primeros tiempos de la religión cristiana y
unánimemente sancionada por los santos padres y por los decretos de los sagrados concilios: que instruyan
diligentemente a los fieles en primer lugar sobre la intercesión de los santos, sobre su invocación, la veneración
de sus reliquias y el uso legítimo de sus imágenes, enseñándoles que los santos, reinantes junto con Jesucristo,
ofrecen sus oraciones a Dios en favor de los hombres [...]. Los sagrados cuerpos de los santos y los mártires y de
cuantos viven con Jesucristo, que fueron miembros vivos de Jesucristo y templo del Espíritu Santo y que por El
serán resucitados y glorificados para la vida eterna, deben ser venerados por los fieles, ya que por ellos Dios
dispensa muchos beneficios a los hombres: por ello quienes afirman que no hay que venerar ni honrar las
reliquias de los santos, o que su veneración y la de otros sagrados monumentos por parte de los fieles es inútil, y
que es en vano que se frecuentan los santuarios de los santos para implorar su auxilio, deben ser totalmente
condenados, y del mismo modo que ya les condenaba antes la Iglesia sigue aún condenándoles.
44.2. Enseñen además que las imágenes de Jesucristo, de la Virgen Madre de Dios y de los demás santos deben
ser expuestas y conservadas, principalmente en los templos, y que ha de tributárseles el honor y la veneración
debidos; pero no es que deban ser honradas por la creencia de que reside en ellas alguna divinidad o poder, o
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porque haya que pedirles algo o depositar en ellas la confianza, como antaño hacían los gentiles, que fundaban
su esperanza en los ídolos: sino porque el honor que se tributa a las imágenes va dirigido a 1os prototipos que
ellas representan, de tal modo que, a través de las imágenes que besamos y ante las cuales descubrimos la cabeza
y nos prosternamos, adoramos a Jesucristo y veneramos a los santos cuya semejanza presentan. Lo cual ha sido
sancionado por los decretos de los concilios, y sobre todo por los del II Sínodo de Nicea, contra los iconoclastas.
44.3. Enseñen también con diligencia los obispos que, a través de las historias de los misterios de nuestra
redención expresadas en pinturas y otras representaciones, el pueblo es ilustrado y confirmado en la
conmemoración y en la asidua veneración de los artículos de la fe; y asimismo que se obtienen grandes frutos de
todas las sagradas imágenes, no sólo porque se recuerdan al pueblo los beneficios y dones que ha recibido a
través de Jesucristo, sino también porque los milagros realizados por Dios a través de los santos y sus saludables
ejemplos son puestos bajo los ojos de los fieles, a fin de que por ellos den gracias a Dios y conformen su vida y
costumbres a imitación de los santos, y sean estimulados a adorar y amar a Dios y a practicar la piedad. Y si
alguien enseñara o creyera lo contrario de estos decretos, sea excomulgado.
44.4. Pero si entre estas santas y saludables observanzas irrumpieran algunos abusos, este santo Sínodo desea
fervientemente que sean erradicados de inmediato, de modo que quienes los cometen no puedan constituir
ninguna imagen de falsa doctrina ni una ocasión de peligroso error para los sencillos. Por lo que, cuando
ocurriera expresar y representar historias y narraciones de las sagradas Escrituras, al ser esto conveniente para la
gente sin instrucción, enséñese al pueblo que con ello no se representa la divinidad, como si pudiera
contemplarse con los ojos corporales o pudiera expresarse con colores o figuras. En adelante sea erradicada toda
superstición en la invocación de los santos, en la veneración de sus reliquias y en el uso sagrado de sus
imágenes, sea eliminada toda vergonzante ganancia, y sea evitada, en fin, toda lascivia, de modo que no se
pinten ni adornen imágenes de belleza provocativa, y en la celebración de las fiestas de los santos y en la visita a
las reliquias no cometa nadie excesos en la bebida, como si las festividades en honor de los santos se hubieran de
celebrar con lujuria y actos licenciosos. Por lo demás, ocúpense los obispos con tanta diligencia y cuidado de
estas cosas que no se advierta nada desordenado o dispuesto de cualquier modo y confusamente, nada que sea
profano y deshonesto, puesto que a la casa de Dios conviene la santidad.
44.5. Y a fin de que todo esto sea observado más fielmente, el Santo Sínodo establece que a nadie será lícito
colocar o hacer colocar ninguna imagen anteriormente inusual en ningún lugar ni iglesia, ni siquiera la exenta en
algún modo, si no hubiera sido aprobada por el obispo Tampoco podrán admitirse nuevos milagros, ni obtenerse
nuevas reliquias, a no ser con el conocimiento y la aprobación del obispo, el cual, tan pronto como tuviera
información de ello y después de consultarlo con los teólogos y otras personas piadosas, resolverá lo que juzgue
conforme a la verdad y a la piedad. Y si hubieran de ser extirpados algunos abusos dudosos y difíciles, o en
torno a ello surgiera algún problema muy grave, el obispo, antes de dirimir la controversia, escuchará el parecer
del metropolitano y de los obispos de su provincia reunidos en Concilio provincial, pero de tal modo que no se
establezca nada nuevo o desusado hasta aquel momento en la Iglesia sin antes haber consultado a S.S. el
Romano Pontífice.
45. Carlo Borromeo, Instrucciones para la construcción y para el mobiliario eclesiástico (1577)
En sus Instructiones el cardenal Carlo Borromeo (1538- 1584) se aleja de la erudita tipología de los
contemporáneos tratados de arquitectura y desarrolla los criterios doctrinales y pragmáticos del Concilio
Tridentino, preocupado por unas construcciones eclesiásticas culturalmente propias y eficaces y que
conciliaran las exigencias de la liturgia de la Reforma católica con las más variadas condiciones
ambientales134. Seleccionamos, a modo de ejemplo de la normativa postridentina sobre arquitectura elaborada
por el cardenal Borromeo, sus indicaciones a propósito de las plantas, las fachadas y los muros exteriores de
las iglesias.
134
El cardenal Borromeo enuncia sus prescripciones y propuestas sin recurrir a abstracciones ni divagaciones históricas, precisando en cambio
minuciosamente hasta los mas ínfimos detalles todos los elementos estructurales, de decoración y mobiliario que van a configurar el marco físico y visual
del catolicismo postridentino. La rigurosa normativa de las Instructiones, que reduce el papel del arquitecto casi al de un simple consultor técnico del
obispo, es esencialmente práctica y funcional, y no oculta la 1ógica y los propósitos que la motivaron: el servicio a la óptica doctrinal y moral y al
“decoro” litúrgico de la reforma institucional de la Iglesia. La influencia del tratado del cardenal de Milán superó con mucho los límites de su diócesis,
como documentan por otra parte sus abundantes ediciones, y su normativa presidió desde finales del siglo XVI la construcción de numerosísimas obras
eclesiásticas (cfr. P. Barocchi, Trattati, III, 1962, pp. 383 a 388).
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45.1. Del Libro 1. Cap. 2. Sobre la forma de la iglesia. Estas breves cosas eran a propósito del lugar para la
iglesia: se prosigue con la forma que ha de tener su construcción. Pudiendo ésta ser muy variada, para elegirla
adecuadamente en vista a las condiciones del lugar y a la amplitud del edificio el obispo deberá contar con el
consejo de un arquitecto experto. Con todo, la planta más auspiciable para ese edificio, ya utilizada desde los
tiempos apostólicos casi sin interrupción, es la que presenta la forma de cruz, como se manifiesta claramente en
las santas basílicas mayores de Roma, construidas de ese modo. Por otra parte, el tipo de edificio circular fue
utilizado de ordinario en los templos paganos, pero es menos habitual entre el pueblo cristiano. Por lo tanto, toda
iglesia, y principalmente aquella que requiera un aspecto distinguido en su construcción, deberá edificarse con
preferencia en la forma de cruz: y pudiendo ésta ser múltiple, óptese entonces por la alargada; ésta se usa con
más frecuencia, las otras son menos habituales.
45.2. Por lo tanto, donde sea posible, deberá observarse la construcción que conlleva notoriamente la semejanza
de una cruz alargada en toda iglesia, o catedral, o colegiata o parroquia que haya de edificarse. Pero donde el
lugar, según el parecer del arquitecto, imponga al edificio otra forma diferente de la longitudinal, podrá
realizarse la construcción de la iglesia de acuerdo con esa forma requerida, una vez aprobada por el obispo.
Sobre la manera de edificar la iglesia en forma de cruz. Y esta iglesia, que haya de tener sólo una, o tres, o cinco
naves, como suelen llamarse, en forma de cruz, puede organizarse según diversas plantas y maneras pero
prefiérase concretamente ésta: construyendo fuera del ingreso a la capilla mayor dos capillas por cada lado, a
manera de brazos, que se prolonguen por toda la anchura del edificio de la iglesia y resalten sólo un poco al
exterior, según el plan arquitectónico.
45.3. Cap. 3. Sobre las paredes exteriores y la fachada. Las restantes normas relativas al tipo de construcción, a
la buena realización de las paredes y a su robustez, al revestimiento, o a las cubiertas, y demás cuestiones
análogas, según la clase de iglesia que hay que construir y según las características de la región o del lugar, serán
establecidas escrupulosamente a criterio del obispo y con el consejo del arquitecto. Pero procúrese que el
exterior de las paredes laterales y del ábside no conlleve ninguna imagen, las paredes frontales, en cambio,
presentarán un aspecto tanto más decente y majestuoso cuanto más se enriquezcan con imágenes sagradas o
pinturas que narren hechos de historia de la salvación. El arquitecto, pues, al organizar la fachada según el estilo
y según las dimensiones de la construcción eclesiástica, procure que, no conteniendo nada de profano, resulte en
cambio lo más espléndida que pueda permitirse, como conviene a la santidad del lugar.
45.4. Procúrese por encima de todo que, en la fachada de cada iglesia, y especialmente de la parroquial, en la
zona sobre la puerta principal se pinte o se esculpa con decoro y religiosamente una imagen de la bienaventurada
Virgen María con el Niño Jesús en los brazos; a su derecha esté la efigie del santo o de la santa a quien está
dedicada la iglesia, y a su izquierda la efigie también del santo o de la santa que es objeto de veneración especial
por el pueblo de aquella parroquia; o por lo menos, si no puede realizarse toda la obra con las tres imágenes,
colóquese la sola figura del santo o de la santa titular de aquella iglesia. Y si la iglesia tiene el título o celebra la
festividad por la Anunciación, o la Asunción, o la Natividad de Santa María, represéntese la imagen de la
bienaventurada Virgen que sea más adecuada al misterio. Tocará luego al arquitecto procurar con el tipo más
idóneo de obra que [la imagen] esté al reparo de la lluvia y de las inclemencias del tiempo. Para el resto de
aspectos, de escultura o de pintura y de otros adornos importantes y modestos, que dan esplendidez y
religiosidad a la majestad de la fachada de la iglesia, el obispo verá, acaso con el consejo del arquitecto, lo que
exigen las características de la construcción eclesiástica que se realiza.
IIC. Técnicas artísticas
48. Sebastiano Serlio, Reglas generales de arquitectura (1537 y ss.)
El tratado de arquitectura en ocho libros publicados a lo largo de un dilatado período por Sebastiano
Serlio (1475- 1554) debe bastante al entorno artístico romano de Bramante y Rafael, sobre todo a través del
amigo y maestro de Serlio el arquitecto senés Baldassarre Peruzzi, cuyos materiales gráficos y escritos tuvo
ocasión de utilizar. El de Serlio es el primero de los cuatro grandes tratados de arquitectura del siglo XVI, y
muy pronto alcanzó un favor poco común dentro y fuera de Italia, como atestiguan sus numerosas ediciones y
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traducciones, completas o parciales135. A pesar de su prolongada estancia en Venecia (1527-1539) y en Francia
(Francisco I le llamó a Fontainebleau en 1541), donde transcurrió el resto de su vida, son muy escasas sus
realizaciones arquitectónicas. Su importancia y la enorme influencia que ejerció sobre la arquitectura europea
posterior se deben casi exclusivamente a su tratado. Del libro IV, el primero en ser publicado y quizás el más
celebre de todos, presentamos sólo la sinopsis de los órdenes arquitectónicos, profusamente explicados e
ilustrados a lo largo de todo el libro, y las menos conocidas indicaciones y noticias sobre la decoración
pictórica de las fachadas.
48.2. De la orden compuesta [...]. Cap. II. Del ornamento de la pintura para por de fuera y dentro de los
edificios. Por no dejar ninguna suerte de los ornamentos de los edificios así de la pintura como de otras cosas en
que yo no dé alguna regla. Digo que el arquitecto no solamente debe ser curioso en los ornamentos que han de
ser de piedra y de mármol, pero también lo debe ser en la obra y pintura del pincel para adornar las paredes y
otras partes de los edificios, y principalmente le conviene ser él mismo ordenador de todo como superior de todo
lo que se haya de hacer en las obras; porque si no lo es podría topar con algunos pintores tan presuntuosos en las
palabras y en saber estimarse cuanto en las obras de poco juicio, los cuales no han tenido ni tienen respeto a más
de mostrar las diferencias de los colores, sin consideración a otra cosa ninguna, y con esto muchas veces han
corrompido el orden que se debe tener en las tales cosas, no teniendo cuenta de poner la pintura en su lugar y los
coloridos donde son necesarios.
48.3. Y, a este propósito, digo que, habiéndose de pintar alguna delantera de algún edificio al fresco o con otra
manera de pintura, no conviene hacer ninguna abertura de puerta ni de ventana por donde se finja parecerse los
campos ni el cielo ni el aire porque estas semejantes cosas vienen a corromper el edificio, porque es hacer de un
cuerpo macizo y fuerte transformación de un transparente y sin firmeza como edificio imperfecto y arruinado. Ni
tampoco conviene especialmente ningún personaje ni animal colorido, excepto si no se fingiese alguna ventana
en la cual estuviese asomada alguna persona, la cual más se ha de hacer en actitud quieta que en furioso
movimiento. También se pueden hacer en la tal ventana algunos animales que conviniesen al tal lugar, puestos
encima de algunas cornisas o en otras partes voladas. Y si acaso quisiere solamente el pintor complacer al señor
de la obra con la diversidad de los colores, por no dañar ni romper la obra como ya está dicho, se podrán fingir
algunos lienzos o paños colgados de la pared como cosa movible en los cuales se puede poner y colgar lo que
más apacible les parezca, porque de esta manera no se corrompe el orden y fingirán la verdad guardando su
origen.
48.4. Podrá también a uso de triunfos y fiestas pintar algunas hermosas ficciones, en las cuales podrá hacer
festones de hojas y de frutas y de flores, escudos, trofeos, y otras cosas como éstas coloridas de muchas maneras
que representasen cosas colgadas y movibles. Con que el campo de ellas ha de ser del mismo color que la pared.
Y de esta manera hecha la pintura en los semejantes lugares podrá estar sin que nadie la pueda reprehender. Y
además de esto con juicio sabio y prudente se puede adornar una delantera con el fresco y se podrá fingir de
mármol o de otras piedras, esculpiendo en ella lo que les pareciere de bronce, como sería en algunos
encasamentos algunas figuras fingidas de todo relieve, y algunas historias también del mismo bronce. Y,
haciéndose de esta manera, la obra sería tenida en mucho de todos aquellos que conocerán la verdad y lo fingido.
En esto tuvo muy excelente juicio y supo hacer con gran sabiduría todas sus obras Baltasar Petrucio Senés136, el
cual, queriendo adornar una delantera de pintura del fresco en el palacio de Roma en el tiempo de Julio Segundo,
hizo de su mano en ella algunas cosas fingidas de mármol, como son sacrificios, batallas, historias, arquitectura,
el cual no solamente ponía fuerza al edificio al parecer con aquel tan fundado y macizo ornamento más le
enriquecía en gran manera de presencia y autoridad.
48.5. Pero, ¿qué diré yo de la excelente cordura de otros muchos que se han deleitado en adornar muchos
edificios en Roma con este fresco, los cuales jamás han querido hacer las tales pinturas de otros colores sino de
blanco y negro? Y por esto no dejan sus obras de ser de tanta bondad y hermosura que hacen maravillar a todos
135
Su fama quedó sólo disminuida por el más sobrio pero también más académico texto de Vignola, publicado en 1562 (...); los tratados de Palladio (1570;
cfr. Texto 51) y de Vicenzo Scamozzi (1615) tuvieron una difusión algo menor. La fortuna de estas obras, y la del libro IV de Serlio en primer lugar, va
asociada a la teoría de los cinco órdenes, fijada ya desde hacía tiempo en Italia e identificada en toda Europa con la arquitectura “renacentista”. Serlio
reivindica reverencialmente la autoridad de Vitruvio en relación a los órdenes y codifica un sistema que, con todo, resulta bastante menos rígido que el de
Vignola, posibilitando continuas variaciones temáticas (y por lo tanto “invenciones”) en las formas arquitectónicas. Al hablar de las antigüedades de Roma,
por otra parte, Serlio las asocia a Bramante y Rafael, indicio de una actitud histórica y crítica, y no simplemente mimética, hacia la arquitectura vitruviana.
(...)
136
Baldassarre Peruzzi de Siena (1481-1536)
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los hombres por ingeniosos y curiosos que sean, entre los cuales era un Polidoro de Caravagio, y Maturino su
compañero, que con perdón de todos los otros pintores han con sus obras adornado a Roma con las pinturas
hechas de sus manos. Al fin en nuestro tiempo ninguno les ha llegado. También es cosa maravillosa que un
pintor llamado Doso y un su hermano137, queriendo adornar una delantera con la pintura del fresco en el palacio
del duque de Ferrara, pintaron solamente de claro y oscuro, fingiendo estar sustentada la arquitectura de figuras
hechas con gran inteligencia y con admirable arte.
51. Andrea Palladio, Los cuatro libros de arquitectura (1570)
Andrea di Pietro della Gondola, conocido como Andrea Palladio (1508-1580), fue tallador de piedra o
picapedrero hasta los treinta años, primero como aprendiz en su ciudad natal de Padua y luego en Vicenza
como profesional. El humanista vicentino Giangiorgio Trissino, a raíz de las reformas de su villa de Cricoli,
donde Andrea trabajaba, se fijó en él y, además del apelativo de Palladio, le procuró una particular formación
clásica: no la del «hombre universal» propugnada por Alberti, sino una educación«especializada», ceñida a la
arquitectura, la ingeniería, la topografía antigua y la técnica militar. Sus viajes fueron numerosos: estuvo en
Roma, Nápoles, Piemonte y Provenza, dibujando y midiendo edificios con el propósito de conocer a fondo la
arquitectura antigua (pero no sólo la antigua: también Bramante y Rafael fueron objeto de su atención). Fue
amigo además de Daniele Barbaro, para cuya edición y comentario de Vitruvio (155ó) Palladio realizó los
dibujos y le asesoró. I quattro libri dell'architettura reflejan esa formación palladiana, profundamente
conocedora de la tradición arquitectónica clásica pero asimilada no desde una mentalidad de humanista
erudito, sino desde la de un práctico y un técnico. Como su equilibrada arquitectura, las propuestas de su
tratado filtran el clasicismo evidente de su lenguaje con un pragmatismo lúcido, eficaz y muy sensible a lo
funcional, y se dirigen al arquitecto (diletante o profesional) interesado más en la práctica arquitectónica que
en la teoría.138
51.1. Cap. 12. Del sitio a elegir para la construcción de villas. Las casas de ciudad procuran en verdad mucho
esplendor y comodidad al gentilhombre, pudiendo habitar en ellas todo el tiempo que necesite para la
administración pública y el gobierno de sus propios intereses; pero obtendrá no menos provecho y compensación
seguramente de las demoras de villa, donde transcurrirá el resto del tiempo viendo y cuidando sus posesiones y
aumentando los rendimientos de la agricultura con ingenio y habilidad; donde también con el ejercicio, que en la
villa suele hacerse a pie y a caballo, el cuerpo se mantendrá más fácilmente sano y robusto; y donde además el
espíritu, fatigado de las agitaciones de la ciudad, se restablecerá y recuperará en gran manera, y podrá dedicarse
reposadamente a los estudios de las letras y a la contemplación. Por motivos parecidos los antiguos sabios solían
a menudo retirarse en lugares semejantes, en los que recibían visitas de amigos valiosos y de parientes, y
contando con casas, jardines, fuentes y lagares de recreo parecidos, y sobre todo con sus cualidades, podían
conseguir fácilmente aquella vida feliz que aquí abajo puede obtenerse [...]
51.4. Se proveerá a alojar cómodamente y sin estrechez alguna a los hombres dedicados a los trabajos de la villa,
los animales, las cosechas y los aperos. Las estancias del colono, del capataz y de los jornaleros deben estar en
lugar adecuado y pronto a las puertas y a la vigilancia de todo el resto. Los establos para los animales de trabajo,
como bueyes y caballos, estarán alejados de la residencia del amo, para que el estiércol quede lejos, y se situarán
en lugares muy calientes y claros. Los animales de engorde, como cerdos, ovejas, palomas, aves y otros, se
dispondrán según sus características y naturaleza; y en ello habrá que atenerse a la costumbre de las diferentes
zonas. Las bodegas deberán hacerse bajo tierra, cerradas, aisladas de todo estrépito y de toda humedad y fetidez,
y tomando luces de levante o de septentrión, porque si las tuvieran de otra dirección donde el sol pudiera
calentar, los vinos que allí se guardaran, recalentados por el sol, vendrían débiles y se estropearían [...]
51.5. Los graneros deben tener la luz de tramontana para que de este modo el grano no pueda recalentarse tan
pronto sino que, enfriado por el viento, prolongue más su conservación y evite el nacimiento de aquellos insectos
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Dosso Dossi (ca. 1489-1542) y Battista Dossi (ca. 1497-1548)
Especialmente interesante es la concepción palladiana de villa y sus realizaciones (de lo cual traducimos aquí unas muestras), totalmente extraña a la
tradición arquitectónica de Italia central. Palladio debe formular no una simple "segunda residencia" suburbana y de lujo, para descanso y placer de
aristócratas (como Pratolino [cfr. texto ó2] o como la villa del cardenal Ippolito d’Este construida por Pirro Ligorio en Tívoli), sino algo bastante más
complejo. La villa veneciana, sobre todo a partir de la crisis del comercio marítimo de la República veneciana, que proyectó grandes inversiones de capital
a la agricultura del Véneto, es un centro de explotación económica, además de una residencia aristocrática. Las villas de Palladio, por lo tanto, dan forma a
esa doble función de granja o centro de control y producción agraria, y de estancia señorial (cfr. J. S. Ackerman, op. cit., cap. 1).
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que tantísimo lo dañan. Su pavimento o suelo se hará de terrazo, si es posible, o por lo menos de tablas, porque
el trigo se estropea al contacto con la cal. Los demás almacenes han de orientarse también en la misma dirección
por las razones susodichas. Los heniles mirarán a mediodía o a poniente porque, secado el heno por el calor del
sol, no habrá peligro de que fermente y se incendie. Los aperos agrícolas se acomodarán bajo cubierto hacia
mediodía. La era donde se trilla el trigo debe estar expuesta al sol, espaciosa y ancha, batida y un poco colmada
en el centro, y alrededor suyo, o por lo menos de una parte, tendrá porches para que si caen lluvias repentinas el
trigo pueda ser rápidamente puesto bajo cubierto; y no estará muy cerca de la casa del amo por el polvo, ni tan
lejos que no pueda ser vista. Y con esto basta para las generalidades sobre la elección del lugar y su distribución.
Quedan ahora por exponer, tal como he prometido, los diseños de algunas construcciones que, con varias
invenciones, he dispuesto en villa.
51.6. Cap. 14. Sobre los diseños de casas de villa de algunos nobles venecianos [...]. La construcción propuesta
está en Maser, villa cercana a Asolo, castillo trevisano, del reverendísimo monseñor electo de Aquileia y del
magnifico señor Marcantonio, hermanos Barbaro. La parte de la construcción que es algo prominente tiene
estancias de dos tipos: el plano de las superiores está al mismo nivel que el plano del patio posterior, donde se ha
excavado en la montaña adyacente a la casa una fuente con infinita ornamentación de estuco y pintura. Esa
fuente conforma una piscina que sirve de estanque: a partir de aquí, el agua fluye hacia la cocina y luego, una
vez regados los jardines que flanquean a derecha e izquierda la carretera que en suave pendiente conduce a la
construcción, se remansa en dos estanques con sus abrevaderos sobre la carretera común; fluyendo de aquí irriga
el huerto, que es enorme y pletórico de óptimos frutos y variedad de arbustos. La fachada de la casa del amo
presenta cuatro columnas de orden dórico: el capitel de las angulares es careado por dos lados (sobre la forma de
realizarlos hablaré en el libro de los templos). De una parte y otra hay pórticos, en cuyas extremidades se sitúan
los palomares, y debajo suyo los lugares para elaborar el vino, los establos y otros lugares para el uso de la villa
[...].
51.7. Cap. 15. Sobre los diseños de casas de villa de algunos gentilhombres de tierra firme [...]. En Lonedo, lugar
del vicentino, se halla la siguiente construcción del señor Girolamo de'Godi, dispuesta sobre una colina de
bellísima vista y junto a un río que sirve como estanque. Para mejor acomodar el sitio para el uso de villa se han
realizado patios y acceso sobre bóvedas con no pequeño dispendio. La construcción central es la residencia del
amo y de la familia. Las estancias del amo están sobre un plano elevado del suelo trece pies, en solera, y encima
de ellas están los graneros; debajo, o sea en la altura de los trece pies, se disponen las bodegas, los lagares para
elaborar el vino, las cocinas y otros lugares semejantes. El salón se eleva en altura hasta bajo la techumbre y
tiene dos órdenes de ventanas. A ambos lados de ese cuerpo de fábrica están los patios y los cobertizos para las
cosas de villa. La construcción ha sido decorada con pinturas de bellísima inventiva por messer Gualtiero
Padovano, messer Battista del Moro veronés y messer Giambattista [Zelotti] veneciano; porque este
genti1hombre, que es muy juicioso, para conducirla a toda la excelencia y perfección posibles no ha parado en
gasto alguno y ha escogido los más singulares y egregios pintores de nuestro tiempo.
52. Jacopo Barozzi da Vignola, Las dos reglas de la perspectiva práctica (1583)
Paralelamente al desarrollo de un sector de estudios perspectivos orientados a la para investigación
matemática, durante el siglo XVI la teoría perspectiva para artistas va adquiriendo un marcado carácter
manualístico, con tendencias al normativismo que preludian ya el espíritu y el tono de los manuales académicos.
Es el caso de los dos textos cincocentistas más importantes de perspectiva, el de Sebastiano Serlio, Trattato di
Architettura. Secondo Libro (Di Prospettiva), París, 1545, y el de Jacopo Barozzi da Vignola (1507-1573) Le
due regole... , algunos de cuyos fragmentos esenciales traducimos aquí. El escrito de Vignola, redactado casi
íntegramente en coincidencia con el de Serlio, entre 1530 y 1545, en su época de diseñador de marqueterías, es
un texto normativo, descarnado y clarísimo. Ello, unido a los 30 precisos grabados que ilustran la explicación,
contribuyó decisivamente a la enorme difusión de la obra.
52.1. Regla 1. Cap 1. Que puede procederse con diferentes Reglas. A pesar de que muchos hayan sostenido que
en Perspectiva hay una sola Regla verdadera, rehusando como falsas todas las demás, no obstante, para
demostrar que se puede proceder con diferentes Reglas, o dibujar con método de Perspectiva, se tratará de dos
Reglas principales, de las cuates dependen todas las demás. Y aunque parezcan procedimientos diferentes, no
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obstante se resuelven todos en un mismo término, como claramente se expondrá con buenos argumentos.
Trataremos primero de la más conocida y de más fácil comprensión, pero de realización más larga y pesada. En
segundo lugar se expondrá la de más difícil comprensión, pero de ejecución más fácil [...].
52.2. Cap. 2. Que todas las cosas vienen a terminar en un solo punto. La convicción común de todos los que han
dibujado en Perspectiva lleva a concluir que todas las cosas que aparecen a la vista van a terminar en un solo
punto. No obstante ha habido algunos que han opinado que teniendo el hombre dos ojos había que terminar en
dos puntos. Pero no se ha encontrado a nadie, que yo sepa, que haya operado o pueda operar si no es con un
punto, o sea con una sola vista; aunque no quiero insistir en la definición de esa cuestión: voy a dejarla para
ingenios más altos. Expongo sólo mi parecer: que aunque dispongamos de dos ojos, no disponemos más que de
un sentido común; y quien haya visto la anatomía de la cabeza puede de paso haber comprobado que los dos
nervios de los ojos van a terminar juntos. De modo similar la cosa vista: aunque entre por dos ojos, va a terminar
en un solo punto en el sentido común. Y ello es la causa de que, cuando el hombre, voluntaria o accidentalmente,
violenta los ojos, parece que vea una cosa por duplicado, pero estando con la vista junta sólo se ve una. En fin,
sea como quiera, por más que me haya afanado en este arte no consigo comprender que con más de un punto
pueda operarse con método. Y tal es mi opinión, que se opere con un solo punto y no con dos [...].
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Europa II: España
Textos de Crítica
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Invariantes castizos de la arquitectura española
Fernando Chueca Goitia
Editorial Dossat, s.a.
Madrid, 1981
Parte segunda
Conceptos básicos de espacio y tiempo en el arte del Islam
Mucho se ha escrito sobre el arte del Islam en sus tres grandes grupos: persa, árabe y turco. A nosotros
nos interesa sobre todo el grupo árabe y, más concretamente, el hispanomaghrebí.
Louis Massignon fundamenta el arte musulmán sobre la teología islámica y sobre el atomismo temporal
de los axaríes. Sólo Dios es permanente; no hay duración fuera de Dios y sólo instantes que plugo a Dios crear.
Estamos de acuerdo con tal punto de vista, que nos parece capaz de aclarar muchas cosas.
La aritmología griega estudia el número puro como un conjunto no numerable, no atomizable; el tres no
es la suma de tres unidades, sino la triada; el diez la década, etc. Por eso los griegos se servían del alfabeto de
signos o de figuras para representar sus números puros. En cambio, para los musulmanes no existen formas o
conjuntos en sí, sino las agrupaciones cauasales que han dado eventualmente lugar a ellos y que no permanecen
ni tienen validez intrínseca, porque sólo Dios es permanente. La única entidad real es ese átomo transeúnte que
invalida toda permanencia formal. Si los griegos se complacen, lo mismo que en los números enteros, en los
poliedros bellos y en las esferas, que son formas cerradas e inmutables, los árabes sólo comprenden la constante
fluencia de las formas abiertas y el número sucesivamente descomponible. Era natural que fueran los árabes los
inventores de la numeración verdaderamente aritmética y sus guarismos. De la misma manera, toda la
decoración musulmana se basa en el atomismo diferencial y en la repetición insistente de motivos abiertos. Pero
este atomismo está formado por elementos extraordinariamente pequeños que no llegan a ser, con todo,
infinitamente pequeños, infinitésimos.
Frente al Occidente, integración y continuidad, Oriente opone numeración y discontinuidad. El Oriente
expresa en su arte esa suma de átomos temporales y espaciales, sin continuidad, sin duración más que como
suma de puntos o de instantes. El Occidente se gozó, en cambio, en la continuidad tersa, melódica, cerrada,
redonda y suave como un torso praxiteliano. Oriente se caracteriza por el polígono acercándose sucesivamente al
círculo, pero sin llegar al límite; Occidente, por el límite mismo: el círculo.
El espacio en la arquitectura islámica
Pero es hora de que rescatemos el olvidado concepto del espacio árabe, que es el que a los españoles nos
interesa. De mí sé decir que como arquitecto he sentido en la Alhambra de Granada, en sus estancias. en sus
patios y en sus jardines, las emociones espaciales más intensas de mi vida. En el palacio nazarí nos hallamos
ante un espacio formado por la estratificación sucesiva, degradada desde el espectador hasta el fondo, de
pantallas planas más o menos porosas; está producido por saltos de espacio. Podríamos llamarlo «espacio
cuántico» formado por emanación de cuantos espaciales.
El espacio «cuántico» morisco desconoce la fuga y aun parece que a veces voluntariamente la proscribe
valiéndose de muchos recursos: ofuscación de la vista o ruptura por pantallas arquitectónicas de la fluencia del
rayo visual. La índole ofuscante de toda la decoración musulmana —alicatados, yeserías, arrocabes y
estalactitas— sirve a esta particular concepción del espacio.
La diferenciación espacial da lugar al espacio compartimentado, que adquiere categoría de invariante a
lo largo de la arquitectura española.
Este mismo concepto del espacio se lleva a las portadas exteriores de los edificios musulmanes,
anteponiendo a la puerta propiamente dicha un breve y bien diferenciado espacio, abierto al exterior por un gran
arco que constituye el rasgo esencial de la composición. Esta particular formación de las portadas alojándolas
bajo grandes antecapillas fue de largas consecuencias para la arquitectura española.
Adviértase el papel interesantísimo que juega en estas divisiones o pantallas planas el hueco geminado,
mal llamado, aunque usualmente, ajimez, la ventana característica de toda la arquitectura nazarí. Antes de cada
hueco (miramos desde el interior) hay un pequeño nicho o cubículo, verdadero «cuanto» espacial, y la abertura
gemela, con su manifiesta dualidad, rompe la impresión de unidad focal, de punto de fuga.
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La misma sucesión estratiforme del espacio en sentido horizontal la hallamos en sentido vertical cuando
nos topamos con el cierre alto de techos y bóvedas. La degradación por estratos planos se logra mediante las
caprichosas trompas, tambores, estrellas formadas por entrecruzamiento de arcos, paneles estalactíticos, etcétera.
La sucesión mágica y ofuscante da lugar a ese peculiar espacio cueviforme de que nos habla Spengler.
Hasta aquí hemos hablado de la manera hispanomusulmana de sentir el espacio; ahora vamos a ver cómo
estos espacios se articulan en vastos conjuntos.
Más o menos, en la sucesión de todos los espacios de la arquitectura occidental existe implícito un eje,
conductor inmaterial de todo el perspectivismo focal, saeta lanzada al punto de fuga en perfecto y rectilíneo
tránsito —suite—. Donde este eje adquiere su mayor importancia es en las naves de las catedrales góticas y en
los conjuntos interiores del barroco europeo. No en balde, en ambos casos, tocamos las más altas
materializaciones plásticas del Occidente.
En la arquitectura oriental las cosas van por muy distinto camino. Este eje no existe para nada como
enhebrador del espacio. Primero, porque eje significa continuidad, suite, y segundo, porque representa focalidad,
orientación única. La continuidad ya hemos visto cómo se convierte en discontinuidad, y la focalidad no existe.
La dirección única se transforma en múltiple, y la línea recta, en quebrada. La sucesión de espacios se verifica,
por lo tanto, por saltos. y por conexiones ortogonales, a escuadra. Esto lleva consigo la sorpresa y el asombro de
todo lo impremeditado, de todo salto y de toda media vuelta.
El volumen en la arquitectura hispanomusulmana
Hemos atendido al espacio, al interior, al dintorno; nos queda por ver el exterior de este espacio, el
contorno, y recaemos, por tanto, en el volumen. Espacio y volumen son dos haces de un mismo problema
arquitectónico, y con ellos figura de la mano el tiempo, el tempo de los ritmos en que estos espacios y volúmenes
se suceden.
Aquellos interiores cerrados y cueviformes formados por yuxtaposición de elementos espaciales dan
lugar a una expresión volumétrica externa de gran simplicidad, geométrica en sus elementos simples, pero de
notable variedad y complejidad en su conjunto, por la agregación de volúmenes puros y por sus penetraciones,
que dan lugar a una curiosa arquitectura exterior que, utilizando un término cristalográfico, llamaríamos
arquitectura «máclica». Cabe preguntarse si esa sensibilidad para los conjuntos corpóreos ha sido consciente en
los arquitectos árabes o sólo producto del azar al construir de dentro a fuera, con desprecio, muy musulmán, del
exterior. Aunque así fuera, desde el momento que existe una consciente voluntad formal de dentro a fuera, tales
volúmenes no serían resultado de la casualidad, sino pura expresividad externa del interior, siguiendo la fórmula
racionalista de los arquitectos más modernos.
La arquitectura hispano musulmana es una arquitectura de volúmenes que no debe confundirse con una
arquitectura de masas, pues los volúmenes de esta arquitectura nunca pesan: tal es su pura e ingrávida geometría,
limpiamente aristada, que los hace ligeros, sin que se perciba nunca una sensación de materia, evitada merced a
la planitud de las superficies sin relieves fuertes.
Esta «volumétrica» es siempre de formas cúbica o poliédricas, aristada, eludiendo en toda ocasión los
cuerpos redondos. En la arquitectura hispanomaghrebí no existe el cilindro ni la cúpula (en parte, claro está por
razones tecnológicas nacidas del material árabe por excelencia: el ladrillo), lo que ha dado lugar a la escasez de
cúpulas españolas y a que en el barroco la forma esférica se sustituyera por la poliédrica de las cúpulas de cascos
sobre tambor prismático.
De la misma manera que España es un país sin cúpulas, es el pueblo por antonomasia de las torres. Nada
colma el orgullo popular de los españoles como las altas torres de su ciudad o de su aldea. Los encumbrados
campanarios fueron el lujo máximo de nuestra arquitectura y hoy son los vigías más nobles y característicos de
nuestra historia.
Características de la estructura decorativa hispanomusulmana
La intención de cubicidad de la arquitectura hispanomusulmana impone leyes severas a la decoración
mural. En primer lugar una estricta planitud, es decir, un leve relieve. Una decoración vigorosa y de fuerte
modelado destruiría la limpidez geométrica del volumen cúbico. Para que las formas prismáticas se impongan es
menester conservar la tersura de sus caras. La exaltación del volumen lleva aparejada la fidelidad y respeto al
plano que lo conforma. La decoración hispanomusulmana es una decoración absolutamente planista.
Pero la coordinación volumen-plano se aprieta más todavía cuando se convierte en cubo-cuadrado o
prisma rectangular-rectángulo. Tal sucede en la decoración hispanomusulmana, donde todo se ordena en una
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rígida disciplina geométrica bajo la fija decisión del ángulo recto. Todo el ornato se sujeta en firmes
encuadramientos como se encierra entre tapias la verdura de un jardín.
En la composición decorativa de los lienzos planos estos encuadramientos o cuadraturas serán signo
distintivo y diferencial e influirán en el desarrollo todo de la articulación del muro, acusando la horizontalidad y
la proporción cuadrada.
E1 arco, bien sea de medio punto o de herradura, es elemento característico de toda la arquitectura
hispanomusulmana; pero el afán de cuadratura lleva a encerrar el arco dentro del alfiz, y hasta es frecuente que
por sus arranques corra un dintel, quedando el arco verdaderamente aprisionado en un cuadrado. Dintel, arco,
alfiz van formando una serie estratificada de elementos con falta de lógica tectónica por su redundancia y
evidente pleonasmo. Muchas portadas españolas adolecerán luego, a su vez, de está redundancia. En estas
puertas quedará también planteado el tipo de decoración suspendida. Las consecuencias de esta decoración
atectónica, aplicada, colgada y circunscrita a puntos singulares (portadas), las veremos a todo lo largo de nuestra
historia arquitectónica.
Antes de terminar estas consideraciones sobre la arquitectura hispanomusulmana, cuya área geográfica
se extiende a ambas márgenes del Estrecho: Andalucía y Magreb, conviene insistir en que no se trata de un arte
ajeno a España, totalmente importado, meramente árabe; es, por el contrario, una de las manifestaciones más
auténticas y genuinas del temperamento artístico español, algo tan español como nuestro plateresco y nuestro
barroco, y realizado, de la misma manera, por hijos de España.
Pero esto va a decírnoslo, mejor que pudiéramos hacerlo nosotros, Henri Terrasse, el arqueólogo que tan
profundamente ha estudiado nuestra arquitectura musulmana. «Sobre todo ha sido España —dice Terrasse—
quien ha dado al arte morisco su verdadera substancia: sus artistas. Es necesario rechazar una vez más la leyenda
de la España árabe. Hemos visto en varios casos que los musulmanes de España y los mejores de entre ellos han
sido, por lo general, españoles. Aun más en España que en Oriente sería absurdo, bajo pretexto de que los
monumentos musulmanes son anónimos, ver en ellos creaciones del «genio árabe». A este pretendido genio
árabe se ha atribuido muy frecuentemente todo lo que los pueblos islamizados hicieron bajo su nueva religión e
incluso aquello que se inspira en sus tradiciones nacionales más constantes. La tradición visigoda y el genio
propio de los artistas españoles han dado al arte hispanomorisco sus caracteres verdaderamente particulares. En
el arte español de todos los tiempos existe casi siempre un contraste fundamental: el gusto profundo de la raza se
complace a la vez en una severidad que nos parece ascética y en una abundancia decorativa que nos asombra.
Estas dos tendencias extremas del genio artístico de España no son dos fuerzas enemigas, son los dos elementos
inseparables de una misma armonía. La severidad española nunca es pobreza, y el lujo en este país sabe casi
siempre evitar el mal gusto, y sobre todo la pesadez. Esta doble tendencia del arte español se encuentra en las
obras del arte hispano-morisco. Si la abundancia casi siempre ha tomado la delantera a la austeridad, la simple
desnudez de muchas mezquitas, la decoración parsimoniosa que los artistas andaluces realizaron para los
almohades, proceden de la misma inspiración que tantos edificios del primer renacimiento, cuya pureza de líneas
alivia la preconcebida severidad y que hacen pensar ya en la fuerza ascética y serena de El Escorial.
El espacio en la arquitectura española
En San Juan de los Reyes se pretende, dramáticamente, insacular en un cuerpo todavía estructuralmente
gótico el sentido de la espacialidad oriental, quebrada y discontinua. Por ello, la vista interior de este templo nos
produce una sensación agudamente poliédrica y «máclica» frente a la continuidad suavísima de un templo gótico
francés. La decoración, por tanto, viene empujada, a su vez, por una única tensión necesaria y se extiende por los
lienzos planos con un rigorismo geométrico absolutamente oriental, sin escape alguno de vaguedad y
flamigerismo presa en el rígido ceñidor de la moldura y del alfiz. La flámula tiene que convertirse. generalmente,
en arabesco. San Juan de los Reyes recoge plásticamente la tensión de un siglo de síntesis nacional. Es, en una
palabra, la nueva nacionalidad española buscándose a sí misma en lo profundo de su ser irrenunciable.
Nuestras grandes catedrales góticas, nacidas al amparo de una voluntad aristocrática y extraespañola, se
hicieron copiando modelos franceses; pero pronto, lo mismo que la liana parásita se va enroscando en la corteza
del tronco frondoso, así nuestras catedrales se vieron rodeadas de un sinfín de capillas que, como
compartimentos autónomos, fueron haciéndose sitio unas contra otras, como las piedras de una mampostería
concertada.
Una prueba de la incomprensión española de los grandes espacios ordenados con estricta focalidad la
tenemos, asimismo, en nuestras catedrales, donde pronto se interpusieron los coros, formando verdaderos
espacios dentro del espacio —compartimentos— y donde se cerraron las capillas mayores por colosales rejas —
verdaderas pantallas arquitectónicas, creándose espacios autónomos.
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Las cabeceras del gótico tardío nacionalizado tuvieron larga pervivencia en nuestro arte renacentista,
conservando, y aun reforzando a veces, aquella característica de espacio independiente. El ejemplo más
estupendo nos lo ofrece la catedral de Granada, donde Siloee concibió y ejecutó una capilla mayor que es «per
se» una composición arquitectónica completa y cerrada en sí misma, que podría vivir sin el cuerpo de la iglesia,
y que aun más se hallaba en pugna, por su forma radial, con el resto cuadriculado de las naves. Nos hallamos
ante un auténtico y bien definido compartimiento yuxtapuesto al cuerpo de la iglesia.
Al articular unidades o complejos espaciales para lograr vastos conjuntos, nos hallamos con
composiciones trabadas y asimétricas de directriz quebrada. ¡En cuántos conjuntos conventuales de España no
encontraremos casos de planificación «more islámico» que se convierte en verdadero «more hispánico»! Muchos
conventos españoles se fundaron a raíz de la conquista en ciudades hispanomusulmanas, y si las iglesias se
hicieron, por lo regular, de nueva planta, los edificios de vida monástica fueron el resultado de encerrar, dentro
de altas tapias, casas, palacios y calles, formando así enormes e irregulares manzanas que amenazaban absorber
todo el recinto murado. Las consecuencias de este hecho trascienden del plano de la arquitectura al mas extenso
de la urbanización y morfología de nuestras ciudades, que se desarrollaron dominadas por los conventos, que
imponían servidumbres que a veces asfixiaban el desarrollo natural de la ciudad. De este proceso surgió la
ciudad típicamente española, que bien podemos llamar ciudad-convento, en contraposición a la ciudad-palacio
del barroco europeo que aquí intentaron implantar los Borbones. La ciudad- convento es la ciudad entre tapias, la
ciudad interior. La plaza mayor, típicamente española, es producto de la estética urbanística del convento. Un
caso de espacialidad reclusa que tiene su origen en el claustro y que responde al sentimiento de intimidad de la
vida musulmana.
Sinceridad de volúmenes en la arquitectura española
En cuanto a la sinceridad y a la verdad de los volúmenes de toda la arquitectura española, heredados de
la tradición mediterránea y del arte islámico, es tan evidente que en todos los pueblos de España salta a la vista.
En el último villorrio existe un castillo, una torre, un convento, el pueblo mismo, que lo están demostrando
elocuentemente. Matila G. Ghyka, uno de los espíritus más sutiles entre los que han estudiado la arquitectura
desde la raíz de sus invariantes formales, nos ha dejado en uno de sus libros, Esthétique des proportions dans la
nature et dans les arts, una nota que siempre hemos leído con emoción. Hela aquí: «Notamos que entre todos los
países de Europa es posiblemente España el que ha tenido en todo tiempo (o al menos hasta el comienzo del
siglo XIX) el sentido natural e innato más seguro de la proporción arquitectónica. Ni los platerescos orfebres de
la piedra, ni más tarde los gongorismos arquitectónicos de la escuela de Churriguera han hecho olvidar a los
arquitectos ibéricos la importancia dominante del volumen; en la más pequeña villa o villorrio de Extremadura o
de Castilla se perfila el arisco granito de sus casas en masas cuya pasmosa sobriedad tiene siempre la segura
armonía de una entidad orgánica. Sin duda se trata de atávica intuición más que de ciencia, mas no de extrañar
en una raza cuyo lenguaje mismo tiene el garbo viril de la arquitectura».
La presencia dominante del volumen se acusa más en los estilos de raíz autóctona, nacidos de la fusión
del arabismo y cristianismo, que en los importados, aunque a la larga unos y otros se plieguen a la sensibilidad
nacional. La arquitectura románica, cuando llega a producirnos impresiones volumétricas más intensas es cuando
se alza con un material desusado, el ladrillo, dando lugar a un estilo vernáculo singular que se ha llamado
románico español en ladrillo.
En los volúmenes, como en las superficies, siempre dominará el más simple y definido. Entre los
volúmenes (de más a menos), el cubo, el prisma, la esfera, el cilindro; entre las superficies, el cuadrado, el
círculo, el rectángulo, el óvalo.
Constantes españolas de la proporción y decoración arquitectónicas
Del volumen pasamos al plano y de la estructura al muro. La manera de componer el muro tiene también
en España peculiaridades propias, nacidas de la misma coexistencia de dos culturas, y responde, como es natural,
a la conformación volumétricoespacial. Es menester que nos acostumbremos a captar no sólo las
particularidades, sino la unitaria totalidad.
La arquitectura se sirve del volumen, la superficie y la línea, que son los más puros elementos de su
lenguaje. Si el volumen obedece a una determinada intuición plástica, la superficie debe responder a la misma, y
de igual modo la línea, para que exista una propagación y correspondencia del todo a las partes y de las partes al
todo. Si el volumen es claro y simple y bien delimitado, las divisiones superficiales deberán ser asimismo
simples, netas y distintas, y la línea, rotunda, definida, recta en su mayor parte. La cubicidad que hemos acusado
en los volúmenes se traduce en la cuadratura de las superficies.
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Resumen final
Resumiremos algunos de estos invariantes que a nosotros nos han parecido más notorios. En primer
lugar hemos insistido sobre el espacio discontinuo o a saltos, formados por «cuantos» espaciales, el espacio
compartimentado que más o menos prevalece a lo largo de toda la arquitectura española. Esta noción espacial
dijimos que dio lugar en las fachadas a esa singular disposición de portadas con capillas anteriores tan
típicamente españolas; es decir, a las fachadas y portadas con antecapilla. El espacio compartimentado no sólo
se desarrolla en sentido horizontal, sino que de la misma manera se propaga hacia lo alto, formando las cubiertas
estratiformes en sucesivos planos, dando lugar al espacio cueviforme característico de lo oriental. En España
siempre se ha dado gran importancia a las techumbres, bien sea en las arquitecturas moriscas y mudéjares; en las
góticas, con el fantástico desarrollo de las bóvedas estrelladas, en los artesonados renacentistas o en las bóvedas
tupidas de vegetación del barroco. Siempre el techo ha pesado, grávido de decoración, sobre los espacios
interiores, procurando aquella impresión tan singular de cueva. Luego vimos que estos espacios se articulaban
entre sí, creando composiciones trabadas y asimétricas de directriz quebrada, que dieron por resultado esa
ciudad convento española en contraposición a la ciudad-palacio de las monarquías barrocas.
Y trascendiendo del espacio interior a su expresión volumétrica externa, hemos visto la gran sinceridad
de volúmenes que se advierte en toda la arquitectura hispánica, su marcada cubicidad y esa manera peculiar de
penetrarse los volúmenes simples formando conjuntos máclicos.
Hasta aquí moviéndonos en el espacio tridimensional; pasando luego al área bidimensional, hemos
hecho notar la planitud de toda la arquitectura española, su geometrismo, siempre bajo la rígida disciplina del
ángulo recto, que organiza todo el ornato dentro de encasamentos o encuadramientos. En las proporciones
planas hemos visto la constante tendencia hacia el cuadrado, lo que nos ha conducido a considerar eso que
hemos llamado cuadralidad de la arquitectura española como una de sus características diferenciales. Tal
cuadralidad lleva aparejada esa propensión a la horizontalidad, también muy española, y que ha dado lugar a lo
que denominábamos gótico horizontal español.
De vieja prosapia española, que arranca, a nuestro juicio, de la mezquita cordobesa, es la preferencia por
decorar las partes altas de las portadas y otras organizaciones arquitectónicas: lo que hamos llamado decoración
suspendida, según se ve en todo el transcurso de la arquitectura española, sin que hallemos nada parecido en
otras arquitecturas europeas. En cuanto a la manera de repartir la decoración en los muros, ya hemos visto cómo
esta se concentra en lugares de mayor dignidad o significación, como sucede en las grandes portadas de templos
y palacios españoles. Esta tendencia a decorar casi exclusivamente las portadas hace que entre la arquitectura
palacial española desde el renacimiento hasta la llegada de los Borbones apenas exista un solo ejemplo como el
del Palacio de Carlos V, de Granada, que despliegue una cumplida ordenación arquitectónica por todas sus
fachadas; todo lo demás se reduce a lienzos de parca decoración, destacando una portada menor o mayor
(abarcando más o menos altura y englobando o no huecos adyacentes). No escapa a esta ley la fachada
occidental del Monasterio de El Escorial, con su gran composición dórico-jónica en su centro.
La decoración, constreñida a estos lugares singulares, ocupa por completo aquellas partes que le son
reservadas con minuciosa insistencia: decoración profusa, tupida y reiterante. Cuando esta decoración abandona
sus cárceles geométricas no lo hace para expandirse como un acompañamiento orgánico de los elementos
tectónicos, sino que, rotas las esclusas, lo invade todo, sin distinguir los elementos vivos de los cuerpos inertes
de la construcción, con olvido de toda tectónica: decoración siempre esencialmente atectónica.
Estos son, en resumen, algunos de los invariantes que, a nuestro juicio, caracterizan a la arquitectura
española, resultado de la fusión de Oriente y Occidente en este crisol de la península, en esta vasija de barro
ibérico que todo lo sazona al modo propio.
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Renacimiento y Barroco en España
Colección "Fuentes y Documentos para la Historia del Arte"
Edición a cargo de José Fernández Arenas
Editorial Gustavo Gili, S.A., Barcelona, 1982
I. Siglo XVI
IA. Teoría y técnica de las artes. Arquitectura
Introducción
La teoría de la arquitectura en España, como en el resto de Europa, está alimentada por los grandes
tratadistas italianos leídos en su idioma original o en traducciones posteriores, con repetidas ediciones. Los libros
III y IV de Serlio fueron traducidos por el rejero Francisco de Villalpando, en 1552; los Diez Libros de
Arquitectura de Alberti, en 1582, Patricio Caxés tradujo a Viñola el año 1593 y Francisco de Praves trasladó en
castellano la obra de Palladio en 1625. Vitruvio había sido traducido por Lázaro de Velasco en 1564, pero se
publicó con la traducción de Miguel de Urrea en 1582, ésta con abundantes grabados en madera.
Ante esta abundancia de tratados sobre arquitectura, el libro de Diego Sagredo tiene un mayor mérito por
lo que significa de solitario y por la valentía de su temprana publicación, que le concede carácter de manifiesto
(1526). Naturalmente, Medidas del romano versa sobre la experiencia, comprensión, selección e intereses de la
nueva arquitectura, y no sobre un análisis constructivo, formal e ideológico de la arquitectura humanística, al
modo de Alberti. Pero, de alguna manera, inicia esta problemática anteponiendo un elemento básico de la
arquitectura renovada: las proporciones del cuerpo humano y la definición de arquitecto «ordenador», en
oposición al maestro de obras. Todo lo demás es un repertorio de formas nuevas de «el romano» y sus
«medidas» bajo el modelo de Vitruvio, aunque falte una idea global del edificio arquitectónico.
Esta falta de un cuerpo doctrinal básico, que vertebre las formas constructivas, vuelve a destacar en el
Libro de arquitectura de Hernán Ruiz, el Joven, y en el Libro de trazas de Alonso Vandelvira, ambos
resueltamente inclinados hacia las formas italianizantes, configurando fachadas, cubiertas, muros y aun
proyectos totales. Lo que en Diego Sagredo es vocabulario, se manifiesta en estos constructores expresión, léxico y discurso. Situado entre estos dos momentos tenemos el texto de Rodrigo Gil, recogido por Simón García ya
en el siglo XVII, que manifiesta claramente la tensión habida a mediados del siglo XVI entre la forma
constructiva del gótico tardío, en uso en nuestros lares, y la entrada de la nueva arquitectura. La decoración
grutesca, aceptada en la práctica por la llamada arquitectura plateresca, no era reconocida por todos. Ya veremos
cómo Felipe de Guevara la reprueba enérgicamente, mientras otros autores intentan justificarla.
La obra teórica y abstracta de Juan de Herrera, Discurso sobre la figura cúbica, y su actividad en El
Escorial pudieron tener una decisiva importancia en la implantación definitiva de las formas arquitectónicas
restauradas. De hecho, las traducciones de los tratados italianos (Alberti, Viñola y Vitruvio) nacieron en ese
ambiente.139
Pese al interés que puedan tener las anotaciones marginales escritas por El Greco en la traducción y
comentario de Daniel Bárbaro sobre Los Diez Libros de Arquitectura de Vitruvio (Venecia, 1556), no podemos
considerarlas como un tratado de Arquitectura, sino como una expresión de ideas artísticas del pintor.
La práctica arquitectónica en esta época en España se orienta hacia varios caminos: la permanencia de estructuras góticas, la aceptación de formas
italianizantes en lo ornamental y decorativo (plateresco) y el purismo constructivo escurialense que logrará, tardíamente, la síntesis, después del atisbo
de Machuca.
1. Diego de Sagredo, Medidas del romano (1526)
Diego de Sagredo era un clérigo erudito y entendido en arquitectura, que estuvo en Italia y, de regreso,
intentó restablecer las formas vitruvianas de la arquitectura redactando este tratado en forma de diálogo entre
Tampeso -él mismo- y el pintor León Picardo. Introdujo el concepto de «arquitecto» (artista) en oposición al
«maestro de obras» (artesano). Estudió en primer lugar las proporciones del cuerpo humano (el microcosmos
139
M. Menéndez y Pelayo, Historia de las ideas estéticas, t. II, p. 372
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referencial para todo el arte), inclinándose por las medidas que practicaba Felipe de Borgoña. Explicó
principios de geometría, formación de cornisas, molduras, columnas, capiteles, frisos, y describió en particular
las columnas monstruosas o candelabros y balaustres.140
1.1. (Tampeso) Conclusión muy averiguada es, entre los antiguos filósofos, ser el hombre de mayor y más
complicada perfección de todas las criaturas: por tanto, le llamaron microcosmo, que quiere decir: menor
mundo; porque ninguna cosa hay tan subida y estimada en el mundo que en el hombre no se halle. Y como los
primeros fabricadores no tuviesen reglas para trazar, repartir y ordenar sus edificios, pareció1es debían imitar la
composición del hombre: el cual fue creado y formado de natural proporción: y especulando los tercios y
escudriñando las medidas de su estatura y cotejando unos miembros a otros: hallaron la cabeza ser más
excelente: y de ella todos los otros: como de miembro más principal tomaban medida y proporción: porque de su
rostro sacaban el compás para formar los brazos, las piernas, las manos y finalmente todo el cuerpo: de donde
tomaron ciertas reglas y medidas naturales para dar proporci6n y autoridad a los repartimentos y ordenanzas de
sus edificios. De manera que todo edificio bien ordenado y repartido es comparado al hombre bien dispuesto y
proporcionado. (Picardo) ¿Qué medidas ha de haber en el hombre para ser bien hecho y proporcionado?
(Tampeso) Hombre bien proporcionado se puede llamar aquel que contiene en su alto (según Vitruvio) diez
rostros. Y según Pomponio Gaurico nueve. Pero los modernos auténticos quieren que tenga nueve y un tercio
(pp. 8 y 9).
4. Juan de Herrera, Discurso sobre la figura cúbica (1585?)141
Menéndez y Pelayo apreció la importancia de este pequeño tratado, descubierto ya por Jovellanos,
señalando su dependencia de las ideas filosóficas de Ramon Llull. De hecho, durante esos años coinciden las
traducciones de los más importantes tratadistas italianos, y Herrera figura como censor de la realizada por
Francisco Lozano, de Alberti (1582), siendo de la misma fecha la de Urrea, de Vitruvio, y algo posterior la que
hizo Caxés, de Vignola (1593). La intervención de Juan de Herrera en El Escorial, publicando sus planos, pudo
ser decisiva en este ambiente arquitectónico de finales de siglo.
4.1. De la cual doctrina se infiere, que siempre se ha de considerar un triángulo de plenitud en el ser y obrar de
natura y en todas las cosas, como se ha hecho en el cubo, dando uno que es agente y otro que es agible y otro que
es juntamente agente y agible; porque el Tivum es activo y el Are neutro pasivo y el Bile pasivo y activo, sin la
cual plenitud hubiera vacuidad en la obra de naturaleza; y así habemos probado, lo más breve que se ha podido
en la figura cúbica sólida, cómo los tres Correlatos intrínsecos de Raimundo Lulio son necesarios, y cómo,
quitado cualquiera de ellos, es imposible que el tal cubo sea: porque faltando el agente o agible o agere
carecerían de obra natural las cosas y habría ociosidad intrínseca y extrínseca y por el consiguiente habría
vacuidad en natura de ser y de obrar, o de esencia y relación, y sería imposible haber plenitud de dimensiones.
4.2. Hemos ido declarando el cubo así en la cuantidad discreta como en la cuantidad continua y de aquí adelante
se procurará probar cómo en todas las cosas está el cubo, en lo natural como natural, en lo moral como moral y
en lo natural y moral como en natural y moral y que está otrosí en cada uno de los 9 principios absolutos y
relativos de Raimundo y otros cualquier principios que fuera destos se pudieren dar y bien entendido y penetrado
como se debe, se verán las grandes maravillas que en sí encierra el arte luliana, tan amada de unos y aborrecida
de otros, porque la ignoran (p. 26).
4.3. Y si consideramos a cualquier sujeto como muchos, o en razón de pluralidad y relación, que guiaremos con los principios relactos de Raimundo, los
cuales allende de estar también en las mismas cosas, en cada una según su modo, son maravillosas luces para despertar nuestros entendimientos. Y púsolos
Raimundo en tres triángulos: uno verde, que es diferencia, concordancia, contrariedad, en el cual hay dos principios que son concordes y uno que es
contrario. El segundo es colorado y tiene al principio medio y fin que son tres concordantes; y el tercer triángulo es amarillo, de la mayoridad, igualdad y
minoridad, que son dos ángulos contrarios y un concordante [...]. El primer triángulo verde BCD sirve para las diferencias y distinciones y para las
harmonías y generaciones y corrupciones, mixtiones, transmutaciones y alteraciones de las cosas. El segundo triángulo colorado EFG sirve para los
órdenes, movimiento y relaciones de las cosas. Y el tercero triángulo, amarillo, HIK sirve para las graduaciones y templanzas y para tratar de las virtudes
medias entre los excesos y defectos (p. 35).
140
Diego de Sagredo, Medidas del romano necesarias a los oficiales que quieren seguir las formaciones de las Basas, Colunas, Capioteles y otras piecas
de los edificios antiguoas, Ramón de Petrás, Toledo, 1526.
141
Manuscrito conservado en la Biblioteca Menéndez y Pelayo de Santander. Publicado por J. Rey Pastor, Editorial Plutarco Madrid, 1935.
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II. Siglo XVII
IIA. Teoría y técnica de las artes. Arquitectura
Introducción
La teoría arquitectónica del siglo XVII es, pese a los repetidos tratados que intentan su divulgación, más
practicona y utilitarista que la teoría pictórica. Los autores se conforman con repetir y aclarar los conceptos
vitruvianos sobre las proporciones del cuerpo humano aplicadas a las formas constructivas, sobre el origen de los
distintos órdenes y la conveniencia de que el arquitecto sea un hombre impuesto en todo género de
conocimientos técnicos y humanísticos. En el fondo es lo mismo que hacen otros tratadistas de quienes dependen
(Serlio, Palladio, Scamozzi).
Una obra y una idea centran la atención de casi todas las fuentes sobre arquitectura: El PalacioMonasterio de El Escorial y el Templo de Jerusalén, al que aquél perfecciona y completa, porque «la traza fue
dada por el Espíritu Santo» (Lorenzo de San Nicolás) y «Felipe fue el segundo Salomón de España» (Francisco
de los Santos).
Esta idea procede de la descripción que hizo el P. Villalpando del templo de Salomón (1596) y Esteban
Martín (1615) y no tiene inconveniente en retomar Caramuel en su Arquitectura civil recta y oblicua (1678).
El P. Rizi, en su tratado sobre pintura, escribe en realidad más de arquitectura, «facultad que dispone la
habitación humana según el número o calidad de personas», definición que sale de lo corriente, para atisbar un
sentido más profundo del arte edilicio, por debajo de los simples órdenes arquitectónicos. Pero él trata de los
distintos órdenes aportando dibujos explicativos muy ricos y añadiendo algunos más: el orden grutesco, «digno
de alabanza»; el orden irregular o gótico y el orden salomónico, «aunque hasta ahora no se ha visto sino las
columnas». De esta manera, aparece como definidor de dos estilos: el gótico y el salomónico (churrigueresco)
bastante prematuramente.142
Fray Lorenzo de San Nicolás también se acuerda de mencionar las catedrales góticas, por ser de tres o
cinco naves su planta, y la mezquita de Córdoba, por la planta cuadrada con columnas y sin naves.
Una cuestión profesional parece desatar las iras, envidias e improperios de nuestros tratadistas a lo largo
de los años, tal como se manifiesta en la segunda parte del Arte y uso de la arquitectura de Lorenzo de San
Nicolás, en los «preceptos canteriles» de Torija y en las argumentaciones de Pedro de la Peña. En este aspecto, la
corriente mudéjar, mantenida por Diego López de Arenas, queda reducida únicamente a las labores de
ebanistería. No faltan personas que se meten a maestros de obras sin ser su oficio, como apostilla años después
Palomino, hablando del obispo Caramuel.
35. Simón García, Compendio de architectura y simetría de los templos143 (1681)
Simón García era arquitecto en Salamanca y hace una recopilación de autores «Recogido de varios
autores naturales y extrangeros», como él mismo dice en el subtítulo del libro. Algunos capítulos pertenecen a
Rodrigo Gil, de donde se deriva el anacronismo gotizante de su teoría y sus grabados. El capítulo 76 está tomado
de Torija, sumando el prólogo o «Al Lector» más un capítulo intermedio, el folio 30.
35.1. El arquitectura, porque mejor se entienda, consiste en sí tres cosas, que son ordenación, disposición y lustre
o hermosura que es cada una parte de éstas. Digamos ordenación es una comodidad de miembros de la obra o
una comparación de toda la proporción de ella. Y ésta se compone de cantidades. Y a ésta llaman los griegos
positis, esta cantidad no es otra cosa sino limitar o buscar las trazas combenientes a la calidad o especie de la
obra. Y ordenar y distribuir y componer y poner en orden las cosas para el tal edificio combenientes llamamos
ordenación. Si habiendo de hacer un templo, un teatro, o una casa, o fortaleza, le compusiésemos según lo que
requiere para cada especie, llamarse ha ordenación. Si dividiéramos en un templo los gruesos a él combenientes,
así de pillares, como de paredes, arcos, cruceros y los ornatos de molduras a ello combeniente. Y quando
142
El P. Rizi llama a las formas medievales con el nombre que hoy perdura: “gótico”, por hacerlo proceder de los godos, tal como se venía creyendo pero
también lo denomina "irregular", por no cumplir las leyes de la proporción, y advierte que no debe llamarse antiguo, término que corresponde a los órdenes
greco-romanos. Debemos hacer notar asimismo su empeño en crear un orden “salomónico” con la basas y entablamento ondulados, para corresponderse
con las columnas.
143
Simón García, Compendio de architectura y simetría de los templos, conforme a la medida del cuerpo humano con algunas demostraciones de
geometría. Manuscrito de 1681. Primera impresión de Mariategui, El Arte en España, Madrid, 1868. Editado de nuevo por J. Camón Aznar, Salamanca,
1941. Recopilación de textos en Pereda de la Reguera, Rodrigo Gil de Hontañón, Santander, 1951.
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tasáremos los gastos de el tal edificio, con la renta, o fábrica y acienda en el tal caso será ordenación y yra
ordenado con razón, que es lo que buscamos.
35.2. Disposición es una colocación o asiento de edificios, hermosos, dispuestos de la ordenación, combenientes a la composición o calidad de la obra.
Disposición es aquella anchura que la medida nos enseña. Así en lo llano como en lo alto entonces tendrá disposición la obra de planta y montea que sobre
la figura humana fuere dispuesto y fabricado así los altos, como largos y anchos. Esta calidad de disposición hay tres cosas, que son, ynografía y ortografía
y escenografía. Ynografía es un uso sacado de la regla del compás, venido de la medida humana, la qual nos muestra y enseña las descripciones de formas
en el suelo, para sobre ellas fundar y lebantar los edificios. Ortografía es una imagen o figura en la delantera, medida con razón, la qual nos muestra la
montea o lebantamiento, de lo que de la planta nos resultó y mostrámoslo en un plano o papel, aquello que fue o ha de ser, ésta no nos muestra más de el
primer derecho. Y aquél con líneas rectas aunque en él se pueden mostrar los apartamientos y bariaciones y ornatos de molduras que ha de llebar en sólo
aquel paño o lienzo o pared. Escenografía es un uso sacado de la regla y del compás, con el qual damos a entender la obra hecha o benidera tanto que de un
sitio o parte podemos alcanzar a ver, otro tanto mostramos en el diseño o traza, que con este arte o parte de composición y disposición fabricamos.
35.3. A éste llaman los griegos perspectiva. Y los italianos enseñamiento y los modernos escorzo lineal porque
con razón de líneas es fabricada. Y porque las líneas que a ésta perfeccionan, son bisuales se llaman
enseñamiento. Todas estas cosas nacen y se componen de una imbención y pensamiento del ánimo. Pues
digamos qué es imbención; imbención es una esplicación de questiones obscuras y una razón de cosas nuevas no
vistas, ni oydas [...]
35.4. ¿Qué es simetría? Es un común consentimiento de todos los miembros de toda la obra y un ayuntamiento
de partes, de las cuales cada una de por sí, da a entender aquello que de la obra en sí contiene. Y de la manera
que en el cuerpo del hombre así como el codo, el pie, la mano, el rostro, el dedo, que cada uno de estos
miembros, tiene una, o dos o quatro partes de lo del cuerpo. Así ha de ser en las obras que han de tener un
común repartimiento en cada cosa de el todo de el edificio. Lustre o hermosura, es que después de ordenado y
dispuesto el edificio, es menester en su fábrica la pulicia y curiosidad del ornato, así de la materia como de la
forma (cap. Vll pp. 69 a 71).
35.5. Las partes de la arquitectura son tres combiene saber: edificación de cosas sagradas. Y imaginación de
defensas de enemigos. Y oportunidad de cosas públicas [...]. Para el ornato de lo sobredicho es menester la orden
de las cinco columnas, que son toscana, dórica, jónica, corintia y compósita [...]. Muchos modernos llaman a
estos cinco géneros arquitectura y a lo demás traza, no entiendo de que éste es uno de los sirbientes de la cosa,
mas no la cosa, tanta diferencia hay de ella, a la arquitectura, como de la ausencia a la presencia, como de lo bivo
a lo pintado (Ibídem, p. 72).
35.6. El arte en común comprende en cierto modo todas las ciencias [...]. El arte en particular [...] es una
recopilación de preceptos y reglas, que con orden, razón y estudio, nos encaminan a algún fin [...]. El arte se
diferencia de la ciencia y del oficio de la ciencia en que el arte se puede variar, porque depende del uso y arbitrio
de los hombres, pero la ciencia, no; porque es una cognición cierta y evidente, hecha por demostración [...] del
oficio, en que el oficio, no de preceptos, ni estudio alguno, pero el arte sí, como habemos dicho [...]. Dividense
las artes en contemplativas, activas y efectivas. Contemplativas llama (Quintiliano) a las que sólo se encaminan
al conocimiento de la verdad, como la filosofía natural y la astrolojia; activas a las que se quedan en su acción,
sin producir efecto alguno, como la música y la retórica y efectivas a las que no sólo tienen su acción, sino que
de ellas resulta otro efecto y obra visible, como la arquitectura, medicina, pintura y escultura (Ibídem, p. 94).
III. Siglo XVIII
IIIA. Teoría y técnica de las artes. Arquitectura
73. Atanasio Genaro Brizguz y Bru, Escuela de Arquitectura civil144 (1738)
Este texto del arquitecto Brizguz y Bru está ordenado anteponiendo los conceptos vitruvianos sobre
arquitectura, las leyes geométricas, los órdenes arquitectónicos, la planimetría y los materiales. Los grabados
son claros y abundantes. Es el tratado más completo sobre arquitectura de la primera mitad del siglo XVIII y en
todo él se muestra una preocupación por el aspecto ornamental de las distintas partes.
144
Atanasio Genaro Briguz y Bru, Escuela de Arquitectura civil, en que se contienen los órdenes de arquitectura, la distribución de los planos de templos y
casas y el conocimiento de los materiales, Joseph Thomas Lucas, Valencia, 1738. Se reedita en la misma ciudad en el año 1804.
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73.1. Son las ventanas, puertas, nichos y chimeneas las partes más esenciales de las fábricas; y así debe el
arquitecto saber trazar con perfección, no sea que de su fealdad resulte la de todo el edificio.
Es la puerta el primer objeto que se presenta a la vista del que entra en el edificio, adorna la fachada, y
ostenta la interior grandeza de la fábrica; por esta causa debe ser bien proporcionada y garbosa, no sea que
tropezando en ella la vista halle en el primer objeto que corregir. La proporción de las puertas depende de los
lugares en que se hubieren de hacer y siendo éstos tantos y tan varios, no será siempre una misma proporción y
así explicaré solamente la que ordinariamente suelen tener. Para esto se ha de suponer que de las puertas hay
unas grandes, otras medianas y otras pequeñas [...]
73.2. La anchura de los portales de las ciudades y villas se determina por la estrechez o anchura de las calles.
Otras puertas hay de jardines que tienen la misma altura y anchura que las cocheras [...]. La anchura de las
puertas principales de los templos, se toma de la anchura de la nave (libro II, capítulo I).
73.3. Entiendo por distribución de los planos de las casas, el repartimiento que se hace del terreno en que se
fabrican. Esta parte de la arquitectura se debe tener por la principal a quien están subordinadas todas las demás;
porque a la verdad, aunque se hermoseara una casa poniendo colunas sobre colunas; aunque su fachada fuese
más regular y de miembros más delicados que los de los más bellos edificios de la antigüedad y aunque los más
célebres arquitectos y escultores se esmerasen en adornarla, ¿qué acierto se podía esperar si el terreno estuviese
mal distribuido? ¿Si los principales apartamientos no tuviesen aquella grandeza, magestad, conveniencia y
hermosura que les pertenece? Por esta causa, pues, diré con brevedad lo que se debe observar en la distribución
de los planos de las casas.
73.4. La disposición general del plamo es lo primero en que se debe poner mucho cuidado. El dueño de la casa
forma ordinariamente la primera idea de su plano, poniendo la mira en los usos y comodidades particulares y
determina lo que quiere gastar en ella. Después de formada la idea y determinado el gasto que se quiere hacer en
su execución, pertenece a la habilidad y experiencia del arquitecto ordenar la idea del dueño de tal suerte, que la
irregularidad del terreno no impida que en él se fabrique una casa que sea juntamente acomodada y agradable.
Para poder hacer esto convendrá observar lo que sigue [...].
73.5. Si el terreno es corto se verá obligado el arquitecto a distribuir los aposentos en diferentes planos o
estancias y en este caso será conveniente hacer las cocinas, despensa, repostería y comedero en el primer plano y
si sobrare lugar se empleará lo restante en algunas cámaras u otras piezas necesarias. Si estas piezas se
distribuyen en el primer plamo, habrá en el segundo, que es donde habita el dueño de la casa, lugar bastante para
la sala, quadra y cámaras, no sólo de los dueños sino también de las criadas, siendo de gran conveniencia que
éstas puedan dormir en cámaras cercanas a las de sus amas, por si acaso las hubieren menester a deshora (libro
II, capítulo II).
73.6. Las letrinas se hacen debaxo de las vueltas de las escaleras; alguna vez también se suelen hacer junto a las
recámaras y para que de éstas no se sienta el mal olor que suelen causar cuando están tan cerca, se ha inventado
un nuevo modo de letrinas que quiero explicar, porque la mayor parte de los arquitectos no saben idearlas [...]
73.7. Las escaleras se harán a un lado de los edificios, porque aunque si se hacen en medio dan más fácil
comunicación a entrambos lados, pero ocupan el lugar de una de las mejores piezas, como de una sala o quadra.
La altura de los escalones suele ser medio pie o algo más; su anchura cuatro pies en las casas medianas y un
poco menos en las pequeñas [...]. Cuando a los escalones se les da poca huella, se le podrá dar a ésta algo de
inclinación hacia dentro, de suerte que subiendo, la punta del pie está un poco más baxa que el talón, porque esta
inclinación ayuda tanto a subir, que parece que se ande a nivel (libro II, cap. II).
IIIC. Los temas iconográficos
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83. Fray Martín de Sarmiento, Sistema de adornos del Palacio Real de Madrid 145 (1743-1747)
El benedictino Martín de Sarmiento (1695-1777) fue asesor para la decoración del Palacio Real, y la
relación de los temas mitológicos, históricos, religiosos y morales, que él mismo propuso para la decoración
escultórica, es realmente del máximo interés e imprescindible para la interpretación icono gráfica del palacio
barroco.
DICTAMEN SOBRE CUATRO PUNTOS QUE S M (DIOS LE GUARDE) SE HA DIGNADO
PROPONERME POR MEDIO DEL EXCMO. SR. MARQUES DE VILLARIAS EN CARTA DE 16 DE
MAYO DE 1743
Punto primero
83.1. Supónese que en la escalera principal del nuevo palacio se han de colocar dos estatuas que representen al
Rey y a la Reyna nuestros señores y que, además de estas dos, se han de poner en la misma escalera cuatro
estatuas que representen las cuatro virtudes del Rey y otras cuatro las virtudes más principales de la Reyna. Las
ocho virtudes que ya presentó a S. M. el escultor principal Don Juan Domingo Olivieri, para este asunto, son las
siguientes, en italiano: 1) Giusticia. 2) Fortezza. 3) Temperanza. 4) Prudenza. 5) Magnanimita. 6) Magnificenza.
7) Forza. 8) Valore.
Paréceme que las primeras virtudes de estas ocho, por ser las cuatro cardinales, convienen a cualquiera
de las dos Magestades; y que las cuatro últimas, por ser más propias del sexo masculino, convienen con más
especialidad al Rey nuestro señor.
La división de estas ocho virtudes, propuestas de modo que cuatro se pongan al lado del Rey, subiendo
la escalera, y las otras cuatro al lado de la Reyna, y que representen con toda propiedad, es algo difícil de
executarse, no privando al Rey de alguna virtud cardinal, o no atribuyendo a la Reyna sino las virtudes
principalmente varoniles. Pero, en el caso de seguirse este sistema, soy de dictamen que, por ser semejantes en la
representación Fortezza, Magnanimita, Forza y Valore, se pusiesen otras virtudes más diferentes entre sí, y con
las cuales se pudiesen ajustar mejor los cuatro pares de estatuas.
83.2. Sería muy oportuno que entre ellas hubiese alguna armonía y correlación a proporción que se iba subiendo
por la escalera. Entonces se colocaría un par de estatuas en el pavimento; los tres pares restantes en los tres
ángulos que hicieron los tres tramos, o tres descansos de la escalera; y en el remate, para entrar en el piso
principal del palacio, las dos estatuas de Sus Mags.; o los originales de aquellas ocho virtudes, verbi gratia:
Rey
Reyna
Justicia
Prudentia
Magnanimitas
Religio
Clementia
Pudicitia
Liberalitas
Pietas
La voz Magnanimitas, que a mi parecer es virtud característica del Rey, abraza otras muchas virtudes
varoniles, y la voz Liberalitas, que es tan notoria prenda de la Reyna, también comprende otras muchas virtudes
propias del piadoso sexo.
83.3. La armonía y graduación de las estatuas alusivas a las virtudes de sus Mags. se manifiestan en las cuatro
consideraciones siguientes, verbi gratia: Convienen:
Al Rey como
Rey
Justicia
Esposo y padre
Prudentia
Caballero francés Magnanimitas
A la Reyna como
Clementia
Reyna
Orudicitia
Esposa y madre
Liberalitas
Noble señora
145
Fray Martín de Sarmiento, Sistema de adornos del Palacio Real de Madrid, manuscrito redactado entre 1743 y 1747 y publicado por J. Sánchez Cantón
en Opúscolos gallegos sobre las Bellas Artes, de los siglos XVII y XVIII, "Colección de los Bibliófilos Gallegos", n.° 3, Santiago de Compostela, 1956.
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Hombre
Religio
Pietas
Mujer
83.6. Supongo que en las cuatro balaustradas del grande patio del nuevo palacio se han de colocar 16 estatuas.
Quiere S. M. que las cuatro representen Historia divina y las doce Historia profana.
El principal arquitecto Don Juan Bautista Saqueti ha propuesto para las doce estatuas profanas las
siguientes:
1 Gratitudine
2 Liberta
3 Historia
4 Concordia
5 Obediencia
6 Obligo
7. Gioia
8 Tranquilita
9 Perfeccione
10 Charezza/Chiarezza
11 Armonía
12 Amicizia
83.11. Doce estatuas que representen doce provincias, o los doce Reinos más famosos de nuestra península, cada
una con el escudo de armas correspondiente y cuatro estatuas sagradas de Santos propios, o apropiados de la
Monarquía española formarán un sistema curioso y con la singularidad de que no se pueda adaptar al palacio de
otro monarca alguno. El orden y colocación de las dichas dieciséis estatuas para evitar quejas sólo S. M lo debe
determinar.
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América
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ARQUITECTURA Y URBANISMO EN IBEROAMÉRICA
Ramón Gutiérrez
Manuales Arte Cátedra
Ediciones Cátedra, S. A.,1983, Madrid
Capítulo 1
El Caribe, polo del Nuevo Mundo
En el espíritu de la España que descubre y conquista América viven simultánea y contradictoriamente la
decadencia del mundo medieval y la apoteosis de la reconquista del propio territorio.
América vendrá a perpetuar algo más aquel mundo feudal y proyectara el espíritu y la mística del
dominio del espacio y el espíritu que había culminado en la rendición de la ciudad de Granada por los moros.
En el pensamiento y las narraciones de Colón se unen la sorpresa de lo inesperado, la fantasía de la
utopía, el sueño del paraíso terrenal, el mito y el transfondo del desconcierto que apela al marco bíblico para
explicar el origen del nuevo mundo. Se habrán de superponer así, durante mucho tiempo el mundo real y el
imaginario que crea el conquistador, cuyo nuevo conocimiento más amplio de lo real, excita aún más febrilmente
la imagnación por lo desconocido.
En este proceso dialéctico España se prolongará en América en las dos fases troncales de su sentido
misional y de la ocupación territorial política y económica.
Las instituciones juridicas de la baja edad media, el idioma y el mundo de creen- cias religiosas
constituyen las tres herramientas unificadoras de un proceso que proyecta a España como la síntesis que no logra
alcanzar en su propio territorio.
La escenografia de la primera etapa de la conquista será el Caribe, pero la primera visión insular no
agotará las ansias del descubrimiento hasta prolongarse en el mundo continental que habría de depararle aún
mayores sorpresas.
Sin embargo esta primera etapa, que abarca casi medio siglo desde el descubrimiento de Colón en 1492,
señalará la huella del impacto cultural español en el nuevo mundo, perfilará sus dubitaciones y sus ideas y
afianzará mediante el pragmático sistema del ensayo-error-corrección los caminos y propuestas de una etapa más
compleja.
La Española con su capital, Santo Domingo, cubrió las expectativas iniciales en el doble papel de nexo
con España y de punto de partida para las expediciones que habrían de descubrir Puerto Rico (Ponce de León),
Cuba (Velázquez), Panamá (Balboa), Tierra Firme (Ojeda) y finalmente la de Cortés para México.
A la fundación de la Isabela le seguirá en 1498 la que realiza Bartolomé Colón de Santo Domingo, que
determinará la despoblación del antiguo asentamiento.
La nueva ciudad fue trasladada cuatro años más tarde a la ribera derecha del río Ozama dando origen al
primer asentamiento semirregular del urbanismo americano.
Cuando estuvo avanzada la conquista de México, las condiciones naturales del puerto de La Habana
quitaron a Santo Domingo la primacía generadora que otrora tuvo, pero habían bastado esas primeras décadas
para consolidar la imagen de España en América como prolongación lineal de su arquitectura.
LOS PROGRAMAS ARQUITECTÓNICOS
Esta primera etapa de la arquitectura americana está pues marcada por la transferencia lineal de
propuestas arquitectónicas de España a América.
Las variaciones son atribuibles a la procedencia regional de los conquistadores y sus referencias
culturales, a la realidad intrínseca de las áreas del Nuevo Mundo y al papel que se les fue asignando en el proceso de ocupación del espacio e instrumentación económica y política del continente.
No condicionados fuertemente por el medio, los españoles trataron de aplicar sus experiencias y
programas arquitectónicos directamente. Las limitaciones de materiales y mano de obra especializada los llevarían a utilizar también las propias experiencias nativas.
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El drenaje para España no fue pequeño y la población de la metrópoli, que en tiempo de los Reyes
Católicos era de diez millones de habitantes, descendió con la expulsión de moriscos y judíos y sobre todo por
las migraciones a América a siete millones y medio en 1610. Solamente el área de Andalucía que servía de
concentración antes de la partida a América crece notoriamente mientras se despueblan Castilla, Extremadura y
Aragón.Mientras Sevilla llega a los 18.000 habitantes en 1646, Potosí, convertida en un eufórico campamento de
mineros andaluces y vascongados que usufructúan la mita indígena, alcanzaba los 160.000 habitantes. El mundo
nuevo era amplio y ancho, prometía la riqueza y la redención y perpetuó el espíritu de la cruzada religiosa unido
al espíritu de la aventura y la codicia.
La consolidación del caserío, su defensa y abasto culminarán otras instancias, donde los criterios básicos
de las ordenanzas de población definirán la trama urbana de asentamiento. Criterios que en última instancia
nacían tanto de la experiencia americana cuanto de la aplicación de las antiguas teorías vitrubianas, es decir,
menos de España que de la propia América.
La vivienda era refugio y en el sistema pragmático del ensayo-error, constituía el basamento esencial de
la ciudad.
La tradición de la casa romana pasó de Andalucía a las Antillas, pero se adapta a las propias variaciones
que sufría en el sur español. En primer lugar la compacidad; en Santo Domingo, donde las posibilidades de
disponer tierra eran mucho mayores que en España, sin embargo vemos la adopción de la solución de vivienda
en dos plantas con los problemas tecnológicos que ello implicaba.
El desarrollo del partido se hacía en terrenos estrechos—pues todavía no se había formulado el criterio
de división de manzanas en cuatro solares y además irregulares, lo que llevaba a respuestas arquitectónicas
variadas tipológicamente. Este criterio refleja la transferencia lineal de la experiencia andaluza más que una
reelaboración en formación de las nuevas alternativas, aunque es posible que las limitaciones del recinto
amurallado forzaran cierta densidad.
Palm apunta sin embargo, con nitidez a la confluencia de la tipología romano-andaluza-mediterránea con
ciertas variaciones antillanas, como la prolongación de la traza y su quiebra, formando un primer patio denso
(«El martillo») con varios cuartos apiñados y oscuros, y un segundo patio más flexible y abierto que permite,
mediante la ventilación cruzada, recuperar los valores de la brisa antillana.
La estrechez de las calles en La Habana estaba vinculada también a la propia experiencia sevillana y la
influencia morisca se perpetuaba en los amplios zaguanes, y los patios a veces aporticados que constituían el
núcleo vital de la residencia.
La limitación que esta arquitectura popular habría de tener —a diferencia de la española— es
su inserción en la regularidad de una trama urbana a modo de damero. .Allí la calle es un hecho a
priori, y no la consecuencia de la integración de las viviendas. La mentalidad renacentista definió la
forma urbana con antelación, y la arquitectura debía atenerse a ella.
Desaparecen pues todas las riquezas espaciales propias del aprovechamiento de
emplazamientos de topografía accidentada (se buscan lugares donde el damero pueda desarrollarse
simplemente) y se anula sobre todo el factor sorpresa, aquel que según Baroja, diferenciaba a las
ciudades hechas por los hombres o por los arquitectos.
En las residencias urbanas antillanas no faltarán las vinculaciones con las propuestas de una arquitectura
de mayor nivel económico, urbano o rural de España.
En Cuba o Puerto Rico, la disponibilidad de madera de alta calidad facilitará la realización de
artesonados y entramados mudéjares.
La piedra porosa de la zona habanera, permitirá desarrollar portadas de cantería de sumo interés que van
señalando durante los siglos XVII y XVIII las expectativas urbanas de la ciudad-puerto.
Las tipologías de los Ayuntamientos o cabildos, con mayor certeza aún debieron estar vinculadas a las
imágenes formales y a los planteamientos funcionales idénticos de sus pares españoles.
Los modelos metropolitanos servirán de base para las catedrales, hospitales, templos y claustros
conventuales
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CAPÍTULO 2
México. El encuentro de dos culturas
El español encontró un panorama absolutamente diferente cuando sus expediciones entraron en contacto
con las culturas que se habían desarrollado en territorio mexicano.
A la sorpresa de las condiciones naturales del medio geográfico habría de sumarse ahora el impacto que
el desarrollo de estas civilizaciones produjo en el espíritu del conquistador. Ya no se trataba de tribus dispersas
que vivían de una economía de subsistencia, con organizaciones primarias y carentes de cohesión política,
militar y espiritual. El mundo mexicano era la antítesis de la precariedad formativa que los españoles arrasaron
en La Española.
Cuando el 14 de julio de 1520 Hernán Cortés destruye la resistencia azteca en el valle de Otumba, abría
las puertas a la conquista de Tenochlitlán y empezaba a poner la huella del vencedor sobre la increíble traza
urbana de la ciudad vencida. Este simple y a la vez complejo hecho variará la transculturación directa del
periodo antillano condicionando la propuesta española a la preexistente obra indígena.
Frente a ella el español actuará rechazando o aceptando pero siempre lo americano significará un
condicionamiento previo.
El sentido misional de la conquista de América parecerá nítido en las tareas de las órdenes religiosas en
las sierras de Nueva España. Franciscanos, dominicos y agustinos abrieron fronteras y avanzaron en el territorio
consolidando poblados, organizando asentamientos y difundiendo el mensaje evangélico en los más remotos
confines. La ocupación del espacio físico y la «propaganda de la Fe» constituían los dos ejes que movilizaban la
fuerza vital de la conquista. Territorio, producción, mano de obra, riqueza aparecían a veces desdibujadas por las
hazañas de las misiones, martirios, testimonios de caridad, organización del indígena y capacitación, o los
proyectos utópicos.
Era la España de la Reconquista y las Cruzadas superpuesta a la España mercantilista sujeta a los
intereses de la banca europea mas allá de su aparente poderío imperial.
El empuje humanista del renacimiento conviviría con las medievales expresiones del gótico que
manifiesta los propios tiempos de la aculturación americana y la persistencia de las formas feudales (jurídica y
sociales) que se habían trasladado a América.
La proyección de la arquitectura gótica hasta el último tercio del siglo XVI marca una de las
características notables de esta primera etapa mexicana que posibilita la perdurabilidad de un lenguaje expresivo
que hacía casi medio siglo aparecía como «agotado» en la metrópoli. En efecto, la catedral de Segovia (1525)
señalaba el último intento gótico en la península, mientras Diego de Sagredo con su tratado de Medidas del
Romano (1526) daba inicio a la difusión del pensamiento renacentista vitrubiano.
La acumulación de las formas expresivas góticas y renacentistas marca nuevamente, no tanto la
transición, sino la utilización libre del repertorio español disponible.
Junto a la arquitectura aparecen, a veces previamente, otras circunstancias (dado que muchas veces se
ocupaban asentamientos indígenas preexistentes) donde las ideas urbanas del español, por ejemplo, eran
contradictorias con las del indígena.
La «ciudad» y los centros ceremoniales prehistóricos valoraban los espacios abiertos y como bien señala
Chanfón Olmos daban más importancia al conjunto que al detalle. Por el contrario en el pensamiento urbanístico
español del XVI confluían las demostraciones empíricas del urbanismo medieval y- las teorías de las «ciudades
ideales» renacentistas.
La experiencia de la ciudad fortificada con sus espacios abiertos funcionales y residuales, emergentes de
un crecimiento orgánico, expresaba la vida urbana española, pero junto a ella las teorías de la ciudad vitrubiana,
las utopías, los principios de diseños «ideales» o militares de los tratadistas se adecuarían a las exigencias
imprescindibles de planificación y sistematización que la ocupación continental requeriría.
Urbanismo y arquitectura se constituían, pues, desde sus inicios como procesos de síntesis de
experiencias y teorías europeas —que no ejecutadas en España se verificaban en América— y por la
superposición de ideas españolas y realidades americanas.
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122
LOS NUEVOS PROGRAMAS ARQUITECTÓNICOS
En ese proceso de reelaboración cultural, los programas arquitectónicos que había depositado el español
en el Caribe habrían de ser sometidos en Nueva España a variaciones cuantitativas y cualitativas.
Las primeras, generadas por la necesidad de atender a una población que superaba holgadamente las
experiencias urbanas y rurales del conquistador, las segundas de modificación de premisas para asegurar el
dominio político y la evangelización religiosa, incorporando los valores simbólicos y artísticos con sentido
didáctico.
Antiguas propuestas de arquitectura fueron retomadas en aras de resolver creativamente problemas
inesperados ya sea de superficie cubierta, ya sea de valoración del espacio externo por el indígena.
La flexibilidad del español le llevará inclusive a aceptar las antiguas experiencias tecnológicas nativas,
luego de verificar su importancia para resolver por ejemplo los problemas de cimentación de la catedral sobre la
laguna de México (1563).
Pero donde aparece con nitidez la impronta americana en la arquitectura del siglo XVI, es en los
programas de las construcciones religiosas novohispanas que marcan la adaptación de las tipologías tradicionales
a las condicionantes del nuevo mundo.
Los conventos mexicanos del XVI
Sin duda es posible encontrar un paralelo entre los antiguos conventos medievales que jugaron un papel
preponderante en la ocupación de las áreas rurales y los conventos mexicanos del siglo XVI constituidos en las
avanzadas de la evangelización indígena a la vez que delimitaban las áreas de frontera.
Las funciones externas (catequesis, liturgia, enseñanza, asistencia) y las internas (producción agrícola y
artesanal, formación espiritual) eran similares, pero los problemas de escala y concepción cultural variaron las
propias propuestas arquitectónicas, aunque los elementos aislados (iglesia, claustro, huerto, celdas,
equipamiento, etcétera) eran semejantes.
Las modificaciones de programas pueden verificarse en varios aspectos: la fortificación, el uso del atrio,
las capillas abiertas y el sistema de posas.
Los conventos «fortificados»
Por supuesto que existen en España monasterios medievales fortificados y rodeados de murallas
almenadas, pero en su escala y cantidad son irrelevantes frente a las concreciones mexicanas del XVI. Los atrios
amurallados y almenados servían de eventual «ciudadela» y protección a los neófitos y sus pertenencias, los
templos elevados con almenas y garitones que junto con ventanas elevadas, troneras y saeteras los convierten en
espacios defendibles, frente para el armamento indígena a pesar de las dimensiones de las almenas.
Las moles de estos templos macizos de piedra, con rudos contrafuertes, señalaban en el paisaje mexicano
hitos que daban las referencias precisas para la nueva fisonomía de estos asentamientos avanzados de la
conquista, aunque recientes argumentos de Chatón Olmos relativicen su uso defensivo.
LOS ATRIOS Y SU EQUIPAMIENTO
Las necesidades de culto y catequesis se multiplicaron cuando se trató de adoctrinar a millares de
indígenas.
Los espacios cubiertos eran insuficientes y la propia experiencia indígena de sus conjuntos sacrales al
aire libre hacía conveniente en el proceso potencial de un sincretismo religioso recurrir a modalidades litúrgicas
externas.
El atrio no era meramente la proyección espacial de un templo estrecho y macizo, sino la revitalización
del valor social del ámbito natural, bien que acotado por el cerco perimetral e íntimamente vinculado a la idea de
«casa del Dios».
El proceso de yuxtaposición que se manifestara en México con la ubicación de la catedral sobre la zona
templaria azteca se reiteraría en las huacas y santuarios de interior pasando así a ocupar los templos lugares
dominantes y utilizando no pocas veces las antiguas plataformas y pirámides como temenos o basamentos.
El atrio significaba la recuperación, para el indígena, de su espacio abierto y la posibilidad del desarrollo
de su ritual procesional que era una de sus variables culturales esenciales.
Por ello el equipamiento del atrio tendió a potenciar la idea de sitio, de lugar de estar, y a jerarquizar
funciones religiosas y sociales señalando la estratificación por sexos y edades a la vez que puntualizando los
niveles diferenciados del aprendizaje.
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Junto a los rincones del atrio -en una tipología que con variantes de tratamiento y calidad se expandiría
por toda América— se alzaban las capillas posas que constituían los elementos ordenadores del espacio.
Estas capillas posas tendían a señalar los puntos de reunión perimetral para la evangelización de
hombres y mujeres, niñas y niños. Junto a esta función cotidiana las posas servían para significar el recorrido
procesional dentro del atrio y constituían el estilo preciso del «aposentamiento» o «posada» de las imágenes
trasladadas en andas por la muchedumbre de catecúmenos.
Las «estaciones» representadas arquitectónicamente por las posas proyectaban no solo un jalón
simbólico sino también una presencia funcional en el ordenamiento del espacio externo en su uso ceremonial.
Las pequeñas capillas-posas, ubicadas generalmente en los rincones, formaban parte de la muralla que
cercaba al atrio, pero en ejemplos sudamericanos se proyectaron inclusive en el exterior del mismo ocupando
extremos de plazas de pueblo (que pasan a funcionar como atrios) o inclusive a confundirse con oratorios
localizados a las salidas de los caminos en consonancia con los puntos cardinales.
En definitiva ello es posible por la valoración de los espacios míticos, las necesidades de referencias
posibles para ordenar el cosmos y sentir la presencia dinámica del hombre sobre la naturaleza. En todo ello, las
creencias paganas del indígena y las ideas del cristianismo confluyen en un proceso de simbiosis cultural y de
sincretismo religioso que se va decantando de los antiguos usos mediante las «extirpaciones de idolatrías» pero
se va insertando en la reconversión de contenidos simbólicos de esta arquitectura que va caracterizando a
América.
El atrio contendrá también a veces «cruceros» de piedra que recogiendo antiguas tradiciones
europeas de sacralizaci6n de espacios públicos adquieren significados renovados.
Estas cruces de piedra pueden también localizarse en claustros internos y en plazas mostrando un
gradiente de funciones de diversa escala y variados destinatarios.
Es frecuente encontrar en estas cruces, ubicadas sobre escalinatas, elementos que señalan la
participación del indígena, entre ellos las incrustaciones de obsidiana y la decoración geometrista. En el caso de
Acolman el recuso escenográfico de colocar en la cruz sólo la cabeza de Cristo, sin el cuerpo, le confiere un
hondo dramatismo ajeno a la sensibilidad artística figurativa del arte europeo.
El atrio es pues en su conjunto un elemento esencial de esta arquitectura religiosa del XVI mexicano y
no meramente una estructura arquitectónica subsidiaria del templo tal cual era habitual en el viejo continente.
Las capillas abiertas
Tanto Palm como Antonio Bonet Correa han señalado los antecedentes europeos de las capilla abiertas
americanas y el sentido de extroversión del culto.
La mayoría de los ejemplos aparece vinculada a las posibilidades de realizar los oficios desde templos
ubicados junto a ferias, mercados o lugares comerciales que suelen ser muy concurridos los domingos y fiestas.
Este tipo de capillas abiertas utilizadas en el México del XVI nacen de requerimientos funcionales
amplios y con una riqueza tipológica que supera vastamente los templos europeos conocidos.
Las causales pueden rastrearse ya sea en las respuestas espontáneas y precarias, en tiempos en que se
construían los templos, la necesidad de albergar a multitudes que no cabían en las iglesias, el recurso de la libre y
la presunta claustrofobia (temor al espacio cerrado) de los indígenas desacostumbrados a las vastas superficies
cubiertas. En algunas zonas los propios presbiterios de los templos actuaron «capilla abierta» provisional hasta la
culminación de las obras.
Todas ellas confluyen complementariamente y permiten ratificar una tipología americana pues sin duda
la estructura templaria indígena expresaba lo esencial de una capilla abierta.
La utilización del espacio en forma jerárquica para españoles, indígenas principales, hombres y mujeres
diferenciadamente, puede arrancar de las prácticas de uso de los espacios externos y su progresiva inserción en
los templos, a la vez que de remotas variables de las tradiciones judeo-cristianas.
La riqueza de este proceso de síntesis cultural que obliga generar nuevas respuestas arquitectónicas,
señala la distancia entre la experiencia mexicana y la transferencia lineal del periodo antillano.
En la capilla abierta y el «teocalli» indígena el sacerdote que oficia el culto es el único que está a cubierto,
mientras los fieles están en el exterior. Es probable que ello pudiera originarse, como las capillas posas, en
«ramadas» provisorias que permitirían este contacto más directo y precariamente jerarquizado, pero no es
menos cierto que en tal caso el éxito de la relación funcional motivó notables respuestas arquitectónicas.
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La capilla abierta consolidada mas allá del espontaneismo inicial o la traslación directa del teocalli,
genera en México tipologías de sumo interés que han sido analizadas en detalle por Toussaint, Mc Gregor, Mc
Andrews, Kubler, etc.
Las clasificaciones tipológicas de Toussaint afectan quizás más a lo aspectos formales que a los
funcionales, pero definen la variedad de alternativas que pudieron lograrse a partir de un elemento arquitectónico
que además no podía ser autónomo del conjunto en el cual se insertaba.
Las opciones más frecuentes son las de la capilla abierta conformada como un espacio al que se accede
por un gran arco, ubicada al fondo del atrio, junto al templo, en forma similar a los accesos de las porterías de
convento. Se ubicaba allí un altar con gradas y el conjunto se mantenía al mismo nivel del atrio. El espacio
estaba cerrado en tres partes y abierto en el frente que daba hacia el atrio semejando el presbiterio del templo.
Es esta en definitiva una traslación de la idea tradicional de la capilla mayor que se prolonga hacia el
atrio cual un templo inconcluso.(...)
En la inserción de la capilla abierta en el conjunto tiene también relación la disposición de éste respecto
del atrio que a veces es tangencial y desplazado, en otros tangencial y central e inclusive hay casos donde está
ubicado en el centro del espacio abierto, ya sea compartimentándolo nítidamente y generando un «atrio» del
templo y un atrio de reunión o fragmentando un espacio integral. En otros ejemplos el atrio parece adquirir
autonomía avanzando las capillas posas y «cerrando» virtualmente el espacio previo al conjunto templario
mientras que en oportunidades el conjunto edilicio se desgrana en construcciones que abandonando el núcleo
compacto se derraman en el espacio abierto.
Como puede apreciarse estas variables y otras muchas señalan la capacidad creativa, la sensibilidad de
adaptación al medio topográfico, la intencionalidad del arquitecto y la evolución de los partidos arquitectónicos a
partir del programa común.
No debe extrañarnos, pues, que a partir de aquella incipiente capilla de la «ramada», o de la concreta
realidad del «presbiterio» exteriorizado surjan propuestas más complejas, como las de organización de naves
perpendiculares al eje del templo con presbiterio central.
Esta tipología permitía incorporar a cubierto no solo al oficiante sino a una parte jerarquizada del
cacicazgo indígena y acostumbraba paulatinamente a la conciencia del espacio cubierto de mayor envergadura.
Existe también el sistema de capilla cubierta-abierta (con techo de gran tamaño) y apertura al frente con
siete naves profundas que alcanzará su culminación en la capilla Real de Cholula con 9 naves cubiertas con 63
cúpulas autónomas.
Estos espacios de reiterada dimensión, soportes y cubierta, generan la noción de indelimitación
ambiental que nos aproxima a la experiencia del espacio árabe con diversas lecturas de una gran riqueza de sensaciones.La concepción de estos espacios de tipo «salón» no se compaginaba muy claramente con la función
direccional del templo cristiano y la jerarquización del altar mayor, y es probable que se haya llegado a ellos más
bien por la necesidad de albergar cantidades ingentes de neófitos indígenas y al a vez protegerlos de rigores
climáticos.
Menos frecuente es la alternativa del templo cristiano basilical abierto en su cabecera y donde la
utilización del área cubierta se haría jerárquicamente en un gradiente de españoles a indios de diverso nivel
desde el altar mayor al atrio abierto.
Las capillas abiertas en el resto del territorio americano son menos espectaculares y en general adoptan
la forma de un balcón abierto sobre la plaza o atrio al que se accede desde el coro o por escalinata independiente.
Pero al igual que las posas podemos hoy señalar con absoluta certeza que fue esta una respuesta homogénea en
todo el territorio a los requerimientos funcionales de la catequización del indígena americano.
Cabe señalar como otro elemento vital incorporado al atrio el de la fuente o pilón de agua que constituía
el abastecimiento básico para la comunidad religiosa y los indígenas e inclusive la pileta de bautizo para
catecúmenos.
Muchas de estas fuentes se integraron a la vida urbana aprovechando antiguos manantiales con acequias
y tajamares que transformaron la fisonomía de los poblados.
Los programas tradicionales
El templo y el convento
El partido arquitectónico definido por los benedictinos en la baja Edad Media incluía los elementos
esenciales de la organización en torno a los patios enclaustrados, un sistema de vida y economía autosuficiente y
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una tarea recoleta o itinerante mendicante que servia para la propagación de la fe. El paulatino afianzamiento del
convento como centro de irradiación cultural (biblioteca, talleres artesanales, botica-enfermería) fue generando
las pautas de su complejidad de funciones.
En México como en el resto de América la alternativa de estos centros se enfatiza en el sentido misional
y de evangelización vinculado a la acción pobladora y organizadora del territorio que tienen a su cargo las
órdenes religiosas y fundamentalmente entre ellas, las de San Francisco, San Agustín y Santo Domingo.
Entre 1570 y 1620 estas órdenes erigieron cerca de 250 conventos en territorio mexicano rivalizando en
la envergadura y calidad de sus edificios a pesar de las reglas propias sobre la pobreza de recursos y las
disposiciones reales al respecto.
Es cierto que las dimensiones habituales eran insuficientes y que los partidos arquitectónicos reflejan los
cambios de programa, pero no menos cierto es que el grado de refinamiento ornamental, la prestancia
volumétrica y la minuciosidad tecnológica señalan notables facetas de estas obras. En las portadas de los templos
y porterías vuelven a presentarse los motivos decorativos del gótico isabelino, del plateresco y de otras vertientes
renacentistas, sin olvidar, ya desde fines del XVI la intensa circulación de los tratadistas como Vitrubio, Alberti,
Serlio y Vignola, además de Sagredo.
Si los espacios extremos (atrio, fuentes, capillas posas, capillas abiertas) constituían la expresión de la
inserción del mundo indígena en la reformulación de un programa cargo arquitectónico cristiano, la permanencia
del templo y el claustro señalaba también la vigencia del mundo europeo transculturado.
Las iglesias reiteran la tipología del templo gótico de una nave profunda, bóvedas de crucería y cabecera
poligonal con contrafuertes. Los claustros del convento también mostraban en general dimensiones reducidas
que tendían a hacer compactas las habituales construcciones. Los templos se integraban en el conjunto edilicio,
organizado por los claustros, trabándose con las incorporaciones de espacios (sacristías, contrasacristías, accesos
a púlpitos y coro, depósitos, etcétera.) que perteneciendo a su uso definían estructuras arquitectónicas del
convento.
En general la pared lateral de la Iglesia y ocupaba un lado del claustro principal, aunque no faltarán
casos en que entre dicha pared lateral y el claustro se ubiquen los recintos anexos al templo ya mencionados o
inclusive capillas adicionales.
Los espacios internos del convento, celdas, oficinas, talleres, refectorio, salón de profundis, cocinas,
alacenas, portería, biblioteca, sanitarios, se distribuían alrededor del claustro, que tenía una o dos plantas.
Los condicionantes culturales y teológicos
Es evidente que la increíble realización de obras de arquitectura que caracteriza al siglo XVI mexicano no
pudo efectuarse sin una imprescindible participación masiva del indígena.
La valoración de esta participación ha originado, sin embargo, en la historiografía duras polémicas en
concordancia con el énfasis americano o europeo del analista. La revaloración de esta arquitectura a partir de
sus propias circunstancias parece un requisito obvio, pero durante años los esfuerzos han tendido más a
incluir las obras en la comparación con un contexto metropolitano que a realizar el esfuerzo de entenderlas en
sí mismas para luego valorar los aportes. Quizás el cambio de acento en la preocupación analítica hubiera
ahorrado la defensa de la decisiva presencia indígena.
Los cronistas españoles son ambivalentes en su valoración de las calidades artesana- les del indio mexicano,
como lo serían de las de los nativos de otros lugares de América (los guaraníes por ejemplo). Suelen ponderar
su habilidad para aprender y para copiar y a la vez señalan reiterativamente la carencia de creatividad e
iniciativa.
Debe tenerse en cuenta que no todos los segmentos del mundo mexicano del XVI tenían el desarrollo cultural
y la experiencia constructiva del Valle de México y quizás esto relativice los juicios de valor en función de
las regiones y parcialidades analizadas.
También es necesario recordar que aztecas e incas tenían un sistema vertical de organización que tendía a
especializar y a radicar en sitios comunes a artesanos de la misma disciplina. Los códices mexicano y los
cronistas, como el inca Garcilaso e inclusive los «visitadores» españoles verificaron esta situación.
Como señala Chanfón «Texcoco era famoso por sus albañiles, carpinteros, pintores y talladores de madera,
Coatepec y Chalco por sus ladrilleros, caleros y herreros, Coyoacan por sus canteros y carpinteros pero esta
realidad requería modificarse para adecuarse a una política extensiva de ocupación del espacio y ello obligará
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a los religiosos a impulsar los talleres artesanales en sus conventos rurales, a movilizar los insuficientes
maestros de obras y artífices españoles o a concentrar indígenas en las ciudades para su capacitación y
especialización en escuelas como la que fundara fray Pedro de Gante.
La habilidad manual del indígena se vislumbra en la capacidad de asimilación de técnicas tan dispares
como las de las bóvedas de crucería góticas, la finura de las portadas platerescas o los lazos de la carpintería
mudéjar.
Por supuesto que el alcance masivo de las transformaciones tecnológicas estuvo vinculado a la
introducción de un instrumental adecuado y fundamentalmente de la rueda y las herramientas metálicas que facilitaron el trabajo de cantería. Todo el equipo que facultaba la realización de los artesonados mudéjares debió ser
incorporado al mundo cultural del indígena.
A las experiencias de manejo de las piedras tradicionales mexicanas, como el tezontle, se unió –al igual
que en el Perú— la reutilización de las piedras labradas de antiguos monumentos prehispánicos.
Por el contrario la abusiva utilización de la madera en la construcción de iglesias de tres naves, con pies
derechos, alfarjes, retablos, y entablonados, limitó las posibilidades de utilización de este recurso desde
mediados del XVII en virtud de la devastación efectuada. Las canteras y caleras tuvieron una más racional
explotación, aunque la cal fue el material más costoso en virtud de su escasez. Los indígenas continuaron
utilizando en este caso el barro mejorado como aglomerante, debiendo señalarse que conocían prácticamente
todas las técnicas de alfarería que usaba el español a excepción de la tapia, de origen árabe.
La incorporación tecnológica de la bóveda -más allá de los sistemas de hiladas avanzadas— constituyó absoluta
novedad para el indígena y su transferencia fue decisivamente pragmática ya que los tratadistas sobre el tema
sólo alcanzaron divulgación en el siglo XVII. Aquí es donde podemos ver tanto la eficacia de transmisión de
conocimientos como la capacidad de aprendizaje ya mencionada. Junto a las experiencias tecnológicas y de
adiestramiento aparecen los problemas de sensibilidad expresiva ya sea en la forma de trabajo, en la
representación icónica de los modelos europeos o en la propia temática.
En el primer caso ya se ha señalado la tendencia indígena de trabajar la piedra en bisel y chata
generando, por falta de «bulto» o cuerpo realzado, un sentido planista que provendría de una visión
bidimensional del indígena, (...) evidencia la interpretación local de un programa europeo como una de las
variantes de esta integración cultural.
Otra variante es la reelaboración icónica del modelo que ha generado la conocida interpretación de José
Moreno Villa sobre la existencia de un arte tributario «Tequitqui» que alcanzaría la validez que tiene el mudéjar
(morisco sometido al español) en la península Ibérica.
El análisis de las cruces de los atrios conventuales o en los caminos, la libertad compositiva de los
elementos (flores de lis en los maderos, inexistencia del Cristo, reducción del Cristo a la cabeza, presencia de
donantes, etc.) señalan aspectos cuya procedencia podría quizás rastrearse en antecedentes europeos.
Por último la incorporación de elementos de la flora y fauna local, manifiestan el arraigo contextualista
en un entorno que no es indiferente.
América continúa integrando, como le sucedió al propio mundo español, los aportes culturales de
diversas procedencias, pero a la vez va creando su propio léxico. Al México del XVI no sólo llegó la experiencia
pragmática del maestro español, arribaron también los trabajos de los flamencos y alemanes, los conceptos
eruditos de los tratadistas renacentistas, y los productos culturales del oriente de Filipinas o la China cuyos
galeones incorporaron por Acapulco conceptos y formas de aquel remoto origen. En definitiva era una
arquitectura insertada en la escala imperial de Carlos V y Felipe II que unta a los valores establecidos por el
español La propia cosmovisión indígena en los grados de independencia y creatividad que los programas
arquitectónicos, sus disponibilidades tecnológicas, el control y su misma experiencia le permitían.
GÓTICO TARDÍO Y PLATERESCO EN LA ARQUITECTURA MEXICANA DEL XVI
Una breve mención cabe hacer finalmente a los «tiempos» de la arquitectura mexicana en relación con
los movimientos de los ideas europeas.
La persistencia de formas arquitectónicas está vinculada a la transferencia pragmática de criterios
constructivos, a la reiteración de los resultados positivos y a la renuncia de buscar nuevos programas una vez
consolidados eficientemente los existentes.
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Por otra parte es obvio que el indígena no define el programa y el maestro español mantiene relativo
contacto con la metrópoli una vez que se incorpora al mundo americano. Sólo el tratado de arquitectura y los
elementos grabados son la fuente de realimentación que trasciende lo conocido por el propio artesano.
Quizás donde la concentración de los esfuerzos estéticos y simbólicos puede medirse con mayor nitidez
es en las portadas conventuales, antesalas de la Casa de Dios y nexo entre lo sacro y lo profano.
La tendencia definida como invariante por chueca, de concentrar la ornamentación, caracteriza a la
arquitectura española y se vincula perfectamente con las posibilidades y usos de los frailes españoles afianzando
a la vez la fuerza masiva que los indígenas valoraban en la obra conventual.
La sensibilidad planista del indígena encontró un cauce mas próximo en los léxicos formales del gótico
tardío y el mudejarismo, el uso del alfiz como elemento de encuadre, aún resuelto con pilares goticistas,
introducía un elemento de orden y creaba un marco para la decoración concentrada que el «horror vacui»
indígena expresara superlativamente en varios ejemplos.
Encontraremos en las portadas confluencias gótico-mudéjar, léxico renacentista, rasgos platerescos, del
gótico tardío isabelino (heráldica, perlas, pinjantes en bulbo del intradós, etc.) y del plateresco.
LAS GRANDES CATEDRALES MEXICANAS
El planteo general de las catedrales del XVI parece derivarse de la traza rectangular con cabecera plana
que definió Andrés de Vandelvira para la catedral de Jaén hacia 1540 retornando al esquema de iglesia-salón que
exhibía la catedral de Sevilla.
Sobre este esquema se realizarán las catedrales de Puebla, México, Guadalajara, Mérida y Oaxaca.
Capítulo 3
España y el imperio incaico: espina dorsal de sudamérica
Articulado en un proceso de paulatino englobamiento de antiguas culturas y vertebrado en el macizo
andino, el imperio incaico constituía un mundo organizado sobre las bases económicas y políticas estables, con
fironteras pacificadas aunque siempre en proyecto de expansión.
Lafuerza del medio natural andino había moldeado la personalidad indígena y habría de dejar su
impronta en el español. La estructuración transversal de imperio integraba la costa; la sierra y la ceja de selva en
una organización económica y social complementada, algo que el español no aceptaría plenamente, desarticulando parcialmente el aparato productivo incaico.
La simple erradicación del inca implicó la modificación de la cúpula del poder político manteniendo —
ahora en manos del español— el control de la pirámide social del imperio.
Apoyados en la increíble infraestructura de puentes y caminos incaicos, en el equipamiento de los
tambos, pósitos y graneros (colcas), en la organización social y cultural de los ayllus indígenas, los conquistadores se hicieron cargo de una máquina que una vez domesticada aseguraba la autosuficiencia de mantenimiento. En rigor, si la ambición de riquezas no hubiera guiado la tarea del conquistador, la potenciación de las
capacidades con su tecnología hubiera asegurado un salto cuantitativo notable en la producción racional que
habían desarrollado los incas.
Pero la explotación de la minería exigía concentrar y movilizar indígenas y llevó a la multiplicación
irracional de la antigua mita incaica, mientras los indios encomendados eran reducidos a las más lamentables
condiciones de vida por una actividad esclavista que motivó quejas de religiosos y algunas medidas parciales de
autoridades, en general más preocupadas de la eficacia de la recaudación tributaria que de la defensa de los
derechos indígenas.
Si el núcleo del imperio incaico estaba en el Perú, en realidad se prolongaba desde el Ecuador hasta el
noroeste argentino, quedando como áreas marginales hacia el norte, Colombia y Venezuela, y hacia el sur la
región del río de la Plata y el área guaranítica.
El análisis de estas regiones permitirá comprender las formas de asentamiento español de
Sudamérica.
Ecuador
Sobre los límites del imperio incaico, en medio del macizo andino, Sebastián de Belalcázar habría de
fundar el asentamiento de San Francisco de Quito al pie del volcán Pichincha, en diciembre de 1534.
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El trasplante español se realizó sobre sitios cuyo carácter no les impuso serios condicionantes por
asentamientos preexistentes, aunque en algunos casos debieron adaptarse a un medio y formas d e producción
que fueron determinantes. Como en Nueva Granada, los españoles no encontraron contextos culturales tan
fuertes como para variar sus tradiciones tecnológicas o introducir un proceso de reelaboración, por lo menos en
el período fundacional del siglo XVI. Ello no significa que los cañaris u otros grupos que estuvieran integrados
en el imperio incaico desconocieran las técnicas de cantería que harían famosos a los indígenas andinos, ya que
vestigios cuencanos o en la propia Hacienda de Callo cercana a Quito evidencian la calidad de su edificaciones.
El español a la vez se miraba en un paisaje que lo anonadaba: la montaña, los valles inconmensurables,
la riqueza minera y la fertilidad de la tierra se unían a la distancia de la metrópoli para llevarlo a recrear su
experiencia anterior para adaptarla a su nueva circunstancia.
Los mundos espirituales también eran diferentes y si el conquistador traía sus conjuntos de creencias
asentadas ahora en el racionalismo renacentista, el indígena tenía la omnipresencia del escenario natural donde
anidaban las deidades de su cosmos mágico. Si la conquista material fue acompañada por la acción misional no
cabe duda que la expresión predominante del arte religioso en el periodo hispánico está expresando no sólo la
capacidad de potenciar las aptitudes del indígena en los valores simbólicos, sino también los requerimientos de
una acción didáctica que no pocas veces debió dirigirse a los propios españoles teñida de reivindicación
humanista en la defensa del indígena.
Es sobre el mundo devastado del indígena donde actuarían casi dialécticamente los objetivos de una
conquista políticoeconómica y de otra espiritual que con encuentros y desencuentros trataron de incorporar a los
indígenas vencidos a su nuevo sistema.
Las antiguas huacas en territorio ecuatoriano fueron asoladas en la extirpación de la idolatría y en la
búsqueda de riquezas y sus testimonios no habrían de condicionar la generación de los nuevos asentamientos.
Quito presenta un emplazamiento topográficamente complejo que debía aprovechar los intersticios entre
antiguas quebradas de vertientes que bajaban del Pichincha. La tarea de formar la ciudad aparecía así
condicionada y la generación de espacios públicos estuvo vinculada no sólo a la extensión de los edificios
singulares, como los atrios de los templos, sino dirigidos a regularizar y salvar las vallas de la topografía
irregular.
El Perú. Bolivia
La caída de Atahualpa en Cajamarca y la ocupación del Cusco, capital incaica, señala el comienzo del
dominio español sobre las tierras peruanas.
La increíble conquista del territorio se sustanció el hábil manejo de los conflictos internos del incanato y
en la intrepidez notable del español. La ocupación del espacio plantea desde un comienzo un horizonte nuevo,
cual era la vinculación con la metrópoli, privilegiando así el asentamiento costero.
La fundación de Lima en 1535 como puerto y nexo cambió el epicentro del nuevo orden político y
económico, relegando la antigua vertebración serrana. Sin embargo la concentración poblacional y la estructura
de producción instalada convertía al Cusco, sus valles y el altiplano en el área de mayor rendimiento.
La proyección fundacional española con la conformación de las ciudades de La Plata (Sucre, 1539),
Huamanga (Ayacucho, 1539), Arequipa (1540), Chuquiabo (La Paz, 1549), etcétera, señala la tendencia a
respetar una realidad concreta que se afianzará aún más a partir del auge de Potosí como principal centro
productor de minería en la segunda mitad del XVII.
Las condiciones del medio físico costero y serrano modeló dos formas de desarrollo, impuso tecnologías
y modos de vida distintivos y prolongó el tradicional problema de integración de dos realidades diferentes bajo
un poder centralizado.
La estabilidad político-económica del virreinato del Perú se alcanzará en el último tercio del siglo XVI
cuando se superan los conflictos con el indígena con el apresamiento del último inca en Vilcabamba y se
desvanecen las frecuentes rebeliones y guerras civiles entre españoles. El desarrollo de las ciudades presenta
características peculiares y en cierta forma autónomas, aunque los movimientos sísmicos de los siglos XVII y
XVIII obligaron a rápidas reposiciones edilicias. En Lima los ejemplos que perfilan el ocaso del gótico tardío
son reducidos.
Una de las características notables de la región es la movilidad de los maestros de obras ya que varios de
ellos actúan sucesivamente en Lima Cusco, La Paz y Sucre señalando a articulación profesional de la producción
arquitectónica.
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Esto explica la transferencia de técnicas y conocimientos así como el desarrollo de formas expresivas
que no hubieran aflorado naturalmente si no hubiera existido esta movilidad interna.
Los artesonados mudéjares de Potosí —a 4.000 metros de altura— expresan la vigencia de esta realidad
capaz de movilizar recursos y materia prima desde puntos lejanos en aras de afianzar rasgos culturales.
El proceso de síntesis de lo español en América es ratificado en el caso del Perú donde nos es fácil
identificar formas expresivas de la transculturación. Una arquitectura española instalada en América puede
encontrarse en Lima, una superposición de lo español sobre lo indígena puede verse en el Cusco y un proceso de
síntesis renovadora identifica la arquitectura de la región arequipeña y del Altiplano desde fines del XVII.
El caso de Cusco es notorio en la afirmación de condicionamientos de una realidad preexistente. La traza
de la ciudad, la localizaci6n de los edificios-símbolos, la ocupación de las áreas y unidades residenciales e
inclusive la expansión sobre las andenerías o zonas de producción agrícola, están señalando los límites de la
teoría al posible modelo urbano español.
Este a su vez modifica también esta realidad, varía la escala de la plaza incaica (Huacaypata) colocando
casas con pórticos y generando los espacios fragmentados de la plaza de Armas y la del Regocijo (Tianguez) a la
vez que cubre parcialmente la presencia del río Guatanay y mediante puentes más frecuentes busca integrar las
barriadas.
La ciudad crece desmontando andenes; los edificios se construyen utilizando las piedras de los antiguos
monumentos incaicos.
En las casas, los vanos trapezoidales y muros ciclópeos de las antiguas canchas se mantuvieron en uso
aunque los índices de ocupación del área central cusqueña por el español señala la baja densidad y la expulsión
de la población indígena hacia los barrios periféricos mientras se trasplantan tipologías de viviendas españolas.
El terremoto de 1650 que asoló la ciudad de Cusco determinó la reedificación de buena parte de los
antiguos conventos y templos, que a su vez volvieron a sufrir notorios daños en un nuevo sismo del año 1950.
Muros incaicos o de transición, portadas residenciales platerescas, artesonados mudéjares expresan sin
embargo los notables ejemplos de una arquitectura que se prolonga hasta mediados del XVII.
En el altiplano, el área del Collao constituye el epicentro del desarrollo de comunidades de pastores que
reflejan la notable capacidad de adaptación del indígena a los duros condicionantes de un medio físico hostil.
En torno al lago Titicaca y a 4.000 metros de altura sobre la base de antiguas doctrinas dominicas y las
reducciones encaradas desde 1572 por el virrey Toledo se formó una constelación de poblados.
En la mitad del siglo XVI se erigieron increíbles templos con el aporte de mano de obra indígena y la
acción de maestro de obra españoles.
En estos templos vemos nuevamente la convergencia entre los planteos goticistas (cabecera ochavada,
arcos apuntados), lo mudéjar (cubierta de madera, nave estrecha y prolongada), lo renacentista (portadas
principales). Pero a ellos debemos sumar los emplazamientos que ocupan alturas y zonas de antiguas huacas
indígenas, trazados que respetan formas urbanas incaicas y la persistencia de formas de estructuración social del
poblado.Las capillas abiertas elevadas y los focos de predicación al aire libre en espaciosos atrios, donde
inclusive se dividía a los indígenas según su procedencia e idioma, muestran en la labor de los jesuitas de Juli la
acumulación de las experiencias doctrinales novohispanas.
Las cruces procesionales, las capillas posas y la ubicación dominante del templo proyectan la imagen de
sacralización del espacio externo que se entronca perfectamente con la cosmovisión y valoración simbólica del
paisaje que realiza el indígena.
La comprensión de esta arquitectura debe analizarse en el contexto de esta realidad socio-cultural donde
el español introduce la temática de su contenido religioso, apela al repertorio formal que materializa sus
experiencias, pero a la vez acepta e incorpora otras valoraciones complementarias que les permiten ensamblar las
variables culturales que el indígena asigna a estas formas.
La rápida proyección de la fachada retablo hacia el exterior nos habla de esa extroversión necesaria para
captar el pensamiento mítico del indígena cuyas deidades se alojan en la naturaleza. El sentido de dominio pero a
la vez de respeto, hacia ese medio explicita la ambivalencia de aquello que es necesario pero a la vez se
reverencia. En el pensamiento indígena lo esencial no es la eficacia, ni su tarea se presenta como búsqueda
constante de construir la historia sino en la obtención de una compatibilización sabia entre necesidades y
requerimientos con la obtención de recursos posibles. Su relación con el medio es casi mecánica y aspira
esencialmente a la obtención cotidiana de ese equilibrio.
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En este cuadro, el templo, la casa de Dios era una de las tantas respuestas, ofrendas que tendían a
apaciguar a la deidad dominante a la vez que a sacralizar la totalidad de las funciones vitales de la comunidad, ya
que al tener un sentido mítico de la vida, el indígena no concibe ninguna actividad como meramente secular.
Sus valores simbólicos aparecen en los fetos de llama que se entierran —aún hoy— en los cimientos de
las construcciones; en las imágenes de los monos ubicados en los tramos inferiores de las portadas o en los zafacruces que señalan la culminación compartida de una obra.
Nuestro problema es entender esta arquitectura en la perspectiva integrada de la cultura atendiendo no
meramente a las propuestas formales o estilísticas, sino captando las modalidades culturales o simbólicas que
ellas encierran.
La arquitectura de los valles cusqueños y del altiplano se prolonga sin solución de continuidad hacia el
territorio boliviano.
Las iglesias de artesonados mudéjares y par y nudillo continúan en Sucre, Potosí, Santiago de Chile
hasta San Francisco de santa Fe en territorio argentino y ya avanzado el siglo XVII.
Avanzando desde la zona altiplánica, desde La Paz hacia Oruro vuelven a aparecer con frecuencia los
partidos arquitectónicos de los pueblos de indios, amplios atrios, posas en las plazas, dobles plazas, plazas
perpendiculares, etc.
Esta tendencia tipológica se proyectará regionalmente aunque con menores calidades tecnológicas y
expresivas —habida cuenta del carácter marginal del área— hacia el noroeste argentino donde se ubican templos
con atrios y posas (Susques, Coranzulí, Casabindo), torres exentas en el atrio (Uquía) y capilla abierta-balcón
(Molinos). En Chile, los frecuentes terremotos dejaron muy poco del siglo XVI y XVII en pie.
La proyección de las tendencias goticistas de las bóvedas nervadas, unidas a los diseños renacentistas
alcanzan su límite en Bolivia, donde hemos visto que la catedral de Sucre se unifica a fines del XVII con
bóvedas de crucería. Superponiéndose e integrándose en el tiempo los criterios estilísticos europeos dan
respuestas insólitas que algunos han considerado «anacrónicas».
Es posible que sean «anacrónicas» en virtud de un criterio de valoración que parte de la cronología de
centro emisor, pero es perfectamente sincrónico con la realidad cultural del mundo americano que parte de ese
proceso de reelaboración e integración de conceptos y formas y se apropia de ellas utilizándolas libremente.
Si tomamos dos obras «renacentistas» como las catedrales de Lima y Cusco, comenzadas a fines del
siglo XVI con una visión historiográfica limitativa descubriremos notorios rasgos «arcaizantes» porque no se
valoran partiendo de su propia circunstancia sino con ojos y coordenadas europeas.
En ambas obras aparece la mano del extremeño Francisco Becerra junto a artesanos indígenas, quien en
1584 hizo los diseños, que aunque fueron objeto de ajuste, se respetaron en lo sustancial. La idea de la planta
rectangular de tres naves y dos de capillas laterales y sin cabecera nos aproximan a las propuestas de las
«iglesias-salón»; los parentescos con las catedrales de Jaén v Sevilla en España, y con las de Puebla, y México,
diseño del mismo Becerra, han sido señalados por Angulo Iñiguez y Marco Dorta.
Capítulo 5
La expansión urbana de América
Transferencia de experiencias y primeras fundaciones
La ocupación de un territorio tan amplio y variado como el americano habría de suponer para el español
una de las aventuras creativas más notables de la cultura occidental.
Las experiencias urbanas transferibles, desde la Península, no sólo no eran homogéneas, sino hasta
contradictorias, acumulando estructuras planificadas como los antiguos «castrum» romanos, de desarrollo
orgánico medieval e inclusive de nítida traza morisca en el sur andaluz.
Como sucederá con la arquitectura, el español se proyecta a América como síntesis y ante la magnitud de
la empresa, genera una respuesta que incorpora algunas variables y experiencias, descarta otras y crea un modelo
ordenador capaz de dar unidad formal y estructural a la ocupación territorial.
Pero la nueva política poblacional no sólo se alimentará de la experiencia previa del conquistador, sino
que confluirán en ella los modelos teóricos del renacimiento, las antiguas tradiciones romanas (Vitrubio), los
principios de la ciudad ideal cristiana (Santo Tomas, Eximenic) y la propia praxis fundacional en América
reelaborada y transferida a normativa.
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El período que transcurre entre 1492 y 1573 (oportunidad en que Felipe II sanciona las ordenanzas de
población) constituye el laboratorio en el cual se verifican las experiencias para generar una respuesta unitaria al
problema.
Las recomendaciones sobre las calidades requeridas en los asentamientos en cuanto al emplazamiento de
las ciudades, accesibilidad, defensa, abastecimiento de sustento y mano de obra, etc., retoman las exigencias
vitrubianas, pero no obstan para verificar los continuos traslados de los primeros núcleos por carecerse de ciertas
condiciones básicas.
La experiencia acumulada parece, pues, tener mayor gravitación que la conciencia teórica en la acción
pragmática de la conquista.
Por su connotación de inmediatez temporal el campamento de los Reyes Católicos frente a Granada,
estructurado en 1491 bajo el nombre de la Santa Fe, ha sido considerado por diversos autores como el modelo
preciso para el «nuevo orden urbano» americano. Santa Fe retoma el diseño de los «castrum» con sus ejes
cruzados, las cuatro puertas de acceso y un trazado ordenado de amanzanamiento rectangular, es decir elementos
físicos que habrán, genéricamente de estar presentes en el modelo indiano.
Las calidades de la ciudad concebida «a priori» con un modelo de referencia era algo absolutamente
ajeno a las prácticas de diseño urbano, basadas en la espontaneidad del crecimiento a partir de los núcleos
generadores (iglesia, castillo, plaza del mercado, etc.).
La calle era la consecuencia de la integración de las viviendas y no el eje ordenador de las mismas. La
plaza era un espacio provisto por la conjugación de actividades comunes, pero su forma y localización estaba
subordinada a las características de los edificios dominantes. Las plazoletas eran espacios residuales donde no
pocas veces se habrían alzado edificaciones que debieron ser demolidas para generar la necesaria obra funcional.
miento.
En este marco los primeros asentamientos americanos atendieron más a los condicionantes del propio
medio que a las teorías y experiencias urbanas peninsulares, aunque es cierto que lo realizado responde a la vez
al bagaje de su previo consentimiento.
De todos modos las calidades del emplazamiento (portuario, mediterráneo), de la topografía del terreno,
de los requerimientos de defensa (natural y construida) marcaron fuertemente los primeros ejemplos , urbanos
del nuevo mundo.
Las ordenanzas de población (1573) y el modelo americano
Hemos insistido en que las ordenanzas de población vienen a ratificar las experiencias urbanas españolas
y americanas a la vez que introducen la planificación homogeneizada para los nuevos conjuntos urbanos.
Las raíces teóricas renacentistas están presentes en la idea del diseño previo y en la presencia de la plaza
como núcleo generador del cual parten las calles sistematizadas. Sin embargo los diseños americanos nada
tendrán que ver con las ciudades ideales de Filarete u otros pensadores donde el sistema radial predomina
nítidamente.
Quizás en la traza de las fortificaciones de cierre podamos encontrar mayor parentesco con el diseño
renacentista aunque tampoco utilizado en un estado puro.
Mejor suerte tuvo Vitrubio rescatado como clásico del pensamiento arquitectónico renacentista y cuyas
máximas sobre asentamientos son utilizadas en versión tomista en las ordenanzas de 1573. Pero estas
disposiciones aparecerán condicionadas, a la vez, por la experiencia de la ocupación de las bahías con
fondeaderos naturales, que las fundaciones del periodo antillano (Portobelo, La Habana, Santa Marta, Cartagena,
Santo Domingo, etc.) habrían inducido.
No podemos afirmar con certeza que el uso del espacio público que predomina nítidamente en los
núcleos de las culturas precolombinas haya influido en la formulación del nuevo diseño, pero sin duda las
calidades y amplitudes de éstos superan la previa realidad española, como puede verse en las primeras representaciones cartográficas.
Es probable también que el cambio de escala que significa la noción del espacio sin límites americano
favoreció una política más generosa de distribución del suelo y facilitó la amplitud de ciertos elementos de la
estructura urbana.
En cuanto a las funciones, la organización urbana tiene claramente asignado un papel de centro de
servicios para una actividad predominantemente rural (agrícola y/o ganadera) de tal manera que su escasa
complejidad sólo se manifiesta en la intensidad de las funciones burocráticas administrativas que le son inherentes según el rango y función en el contexto colonial.
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Estas «complejidades» constituían el valor agregado a cada poblado y por ende no era preciso
diferenciar los trazados de cada uno de los poblados. Más compleja habría de resultar la tarea cuando se abordasen los fenómenos de superposición sobre antiguas trazas indígenas.
Hay casos de reutilización directa de la ciudad indígena, como sucede en las grandes capitales imperiales
inca y azteca: Cusco y México.
En estos casos la alternativa es clara y presupone en lo físico la adopción de la morfología
urbana existente, pero en lo funcional la expulsión del núcleo de población indígena del área central y
la readaptación edilicia.
En casos como en el Cusco se llega a la fragmentación del propio espacio de la plaza Huaynapata cuyas
dimensiones de escala superaban ampliamente la experiencia hispana.
La segregación estratificada de españoles e indígenas es clara en estos casos, tanto para las cuatro
«calpullis» o barrios indígenas mexicanos como para el cordón perimetral de parroquias indígenas cusqueñas.
Pero esta segregación se reiterará en otros trazados de ciudades donde los núcleos indígenas
preexistentes o forasteros son localizados en agrupamientos específicos.
Esta división inicial fue perdiéndose en el proceso de integración social y cultural que se observa desde
la segunda mitad dei siglo XVII. También se irían diluyendo en las grandes ciudades los valores simbólicos y
metafísicos que precedían en el mundo indígena las estructuras urbanas y les daban coherencia. Los
ordenamientos cósmicos y astrológicos del Cusco incaico, ombligo del mundo, capital del Tahuantisuyo,
coordenada de los rumbos cardinales, están más allá de las variables de su traza. Lo mismo sucedía con las
estructuras de relación de parentesco de los ayllus indígenas y sus modelos estructurales de Hanan y Hucin (Alto
y Bajo) que dividían simbólica —y a veces físicamente— la organización del poblado.
Todos estos elementos que constituyen el trasfondo cultural de América prehispana no tienen vigencia
en el modelo fundacional indiano que de esta manera actúa a la vez como elemento aculturalizador que hace
tabla rasa de las singularidades de valores y creencias para uniformarlos arbitrariamente en todo el continente.
Sin embargo la fuerza de estas concepciones posibilitará una reelaboración de muchos de ellos y su adaptación al
nuevo modelo.
Las ordenanzas de población vienen a la vez a ratificar la tendencia «reduccionista» que postulaba la
concentración de indígenas en poblados orgánicos con el fin de facilitar el cobro del tributo y la tarea de
evangelización.
La imagen física de «la ciudad» debía cumplir a la vez con un carácter didáctico, capaz de generar el
sistema de comprensión. Por ello se estipulaba que las casas debían estar de forma tal «que cuando los indios la
vean les cause admiración y entiendan que los españoles pueblan allí de asiento y les teman y respeten para
desear su amistad y no los ofender.»
A la vez, la noción de ciudad equivalía a un área más amplia que la del nuevo núcleo urbanizado,
proyectándose en la idea de ciudad-territorio en una lata jurisdicción que se iba reduciendo a la par que nuevas
fundaciones le recortaban sus atribuciones.
Los «términos» de la ciudad tenían dimensiones geográficas amplísimas que muchas veces no se
alcanzaron a explorar. Por el contrario los repartos y mercedes de tierras en las zonas adyacentes configuraron la
estructura del paisaje rural y su necesaria continuidad con el núcleo urbano.
Dehesas para el ganado, chacras, mercedes agrícolas y tierras de propios o del «común» daban adecuado
marco, en concéntrico esquema, a la traza urbana y su ejido, concebido este último como área de expansión
potencial de la ciudad. La fundación urbana constituía pues una huella de ordenamiento territorial a partir del
núcleo que organizaba el espacio físico integralmente. En la práctica sin embargo la endeblez demográfica y
funcional de muchos de estos asentamientos convirtió en utopía esta proyección amplificada.
En lo que circunscribía al núcleo urbano la «planta» de la ciudad quedaba definida por la plaza, calles y
manzanas con sus respectivas divisiones en solares.
El diseño geométrico tendía tanto a simplificar la tarea del tracista como a jerarquizar la idea de la
ciudad «ideal» concebida a priori.
La concepción de flexibilidad y dinámica se manifiesta en la voluntad de que las ciudades se puedan
siempre proseguir y dilatar «en la misma forma» con lo que el diseño no sólo regía sobre el presente sino que
apuntalaba a condicionar el futuro. Es obvio que estas predicciones estaban a su vez condicionadas por la
situación del emplazamiento topográfico y la existencia o no de murallas defensivas.
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133
En ciertos casos, Lima por ejemplo, las murallas englobaban áreas de cultivo de chacras y quintas
destinadas a asegurar la vida y abastecimiento de la ciudad en caso de sitio prolongado. Estos espacios fueron
rápidamente ocupados en las expansiones urbanas del XVIII al controlarse la acción belicista.
De todos modos en los asentamientos del siglo XVI está siempre presente el control que para algunos
explica y determina el trazado en damero —y no pocas ciudades nacerían de «casas-fuerte» u otros reductos
defensivos localizados en zonas portuarias.
Es notable constatar que sin embargo las Ordenanzas de Población, incorporadas a las leyes de Indias en
su primera edición de 1681, no son seguidas, sin embargo, más que conceptualmente y esto de la sólo en
aquellos núcleos originados en fundaciones expresas.
Este es uno de los aspectos mas interesantes que reitera a nuestro juicio el proceso de reelaboración
americana, aun en mandatos donde sus componentes capitalizaban la propia experiencia americana.
Nuestras ciudades responden en esencia a lo conceptual, pero tienden a simplificarlo, ciudades así la
plaza no tendrá las proporciones rectangulares que se le asignan taxativamente, sino que será cuadrada, de la
misma dimensión de las demás manzanas.
Tampoco las calles llegaron (salvo casos excepcionales) al centro de la plaza sino que arrancarán
perimetralmente a la misma por sus vértices.
De esta forma frente al modelo de leyes de Indias aparece otro modelo empírico que es el que realmente
se aplica con sistematización en las nuevas fundaciones americanas, con consentimiento —no tanto de la letra
escrita— sino de las más eficaces reglas de practicidad.
Parecería que en la escala de la planificación urbana los americanos hubieran ensayado la simple
estrategia del sistema de ensayo-error-corrección.
Las tipologías alternativas
Desde el punto de vista morfológico son variados los ejemplos que se apartan del modelo y que por ello
enunciaremos brevemente.
Ciudades irregulares
Se deben a dos causas principales; o se trata de aquellas cuya génesis es anterior a las ordenanzas y por
ende recogen la tradición morisca de los asentamientos peninsulares, o se vinculan a las formas de producción y
tipo de emplazamiento.
En el primer caso son ciudades que han sufrido en su mayoría procesos de adaptación posterior en los
siglos XVIII y XIX tendientes a su acomodamiento a la cuadrícula, tal cual sucedió en Asunci6n del Paraguay.
La otra alternativa parece haber sido frecuente en los poblados mineros donde la proximidad con las bocas de
producción y 1a movilidad rotativa de la población indígena forjaban una imagen cercana al «campamento» en
buena parte del conjunto.
El caso más notorio es el de Potosí, cuya población superó los 150.000 habitantes en el siglo XVII y
cuyas legendarias riquezas argentíferas atraían aventureros y conquistadores que organizaron a 4.000 metros de
altura una increíble ciudad que descansaba sobre el empuje de los millares de mitayos indígenas transportados
para las duras faenas de los socavones e ingenios.
Potosí comienza luego un ciclo decadente y la ciudad tiende a ordenarse perdiendo el espontaneismo de
su primer siglo, pero vaciándose a la vez de la vitalidad y la riqueza que la convirtieron en emporio del
Virreinato peruano.
Ciudades semirregulares
Se trata de aquellas que cualifican los ejemplos precursores de las ordenanzas de 1573. Las ciudades
donde comienzan a verificarse las pautas de ordenamiento urbano con calles quebradas y rectilíneas aún cuando
las manzanas no guarden consonancia en sus dimensiones. Santo Domingo, Cartagena de Indias, Quito y La
Habana ejemplifican estas trazas de plazas arrinconadas, compases pequeños, atrios reducidos formados por
recortes de manzanas y otras formas urbanas que demuestran los cambios y persistencias respecto del urbanismo
español contemporáneo.
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Ciudades superpuestas
Nos referimos aquí a las ciudades que tienden a estructurarse sobre antiguos asientos urbanos y rurales
indígenas. Hemos mencionado el caso de Cusco y México, pero la experiencia se traslada a numerosos pueblos
de indios.
En las antiguas capitales imperiales existe un cierto ordenamiento físico de la traza, condicionada por la
propia superestructura simbólico-institucional y la realidad topográfica (canales, calzadas y chinampas en
Tenochtitlan y desarrollo entre los ríos en el Cusco).
La superposición es utilizada unas veces como elemento de rescate de la traza y otras como excusa para
la destrucción parcial de la misma (extirpaciones de idolatrías), lo que hace más dificultoso el estudio de las
correlaciones.
En el caso cusqueño es evidente que la ampliación de la ciudad española sobre las áreas de andenería de
cultivo incaico se hace según los propios modelos de amanzanamiento y reparto de solares urbanos y rurales,
atendiendo exclusivamente a los elementos físicos preexistentes, pero no a la secuencia y forma de distribución
de las antiguas canchas indígenas que les eran ad yacentes. Es decir verificamos nuevamente el pragmatismo:
aprovechar como ésta lo que existe, construir como se sabe lo nuevo.
En estos casos como en muchos otros la definición de términos, jurisdicciones y alcances de las
fundaciones españolas superpuestas alteró la vertebración interna de las relaciones sociales y culturales de las
antiguas comunidades modificando incluso su propia base de sustento económico integrado.
Ciudades fortificadas
La estructura de estas ciudades puede ser regular, pero es verificable un condicionamiento expreso a sus
posibilidades de expansión, desarrollo y la propia estructura en atención a sus características defensivas.
Las murallas y bastiones constituían de por sí una limitación clara al crecimiento, una necesaria
adecuación de las manzanas de los bordes y un control en las alturas de edificación por las necesidades de la
artillería.Es cierto que la imagen de la ciudad militar era la que mas se aproximaba a la experiencia europea de
regularidad, pues al convertirse su diseño en «ciencia de la fortificación» las matemáticas y la geometría
campeaban en su fundamento.
Las ciudades espontáneas
Buena parte de la realidad urbana de América no se generó en la acción concertada y planificada por los
conquistadores para la ocupación, dominio y evangelización de los nativos.
Por ello muchas ciudades nacieron sin acta explícita de fundación, sin ayuntamiento, rollo y reparto de
solares, es más, sin siquiera la traza inicial.
Obviamente, estos ejemplos prescindieron también de las disposiciones específicas y su génesis no fue
un acto explícito de un día, sino un lento proceso evolutivo a partir de un núcleo generador.
Muchas de estas formaciones urbanas espontáneas recogen con el tiempo la experiencia de la legislación
indiana y se adscribieron a ella.
Otras lo harán sólo parcialmente condicionadas por los propios elementos urbanos que ya habían
generado y en fin en otros ejemplos nunca tendrán vigencia las disposiciones reales, sobre todo en los formados
en la periferia rural.
Su origen fue una humilde capilla capaz de congregar a un vecindario rural disperso o un complejo
edilicio rural que alcanzó relieve por su estratégica ubicación productiva o comercial.
Lo que caracteriza a estos asentamientos es pues el elemento generador con independencia de la
respuesta morfológica que pueda alcanzar posteriormente el núcleo y que en muchos casos está sumamente
condicionada por la realidad geográfica.
Los podemos clasificar en: pueblos que nacen de capillas; pueblos que nacen de fuertes, poblados que nacen de
estancias o haciendas, poblados que surgen de tambos y postas.
La estructura interna de la ciudad colonial
La división funcional de la ciudad-territorio definía, como hemos visto, un gradiente de articulación de
lo rural con lo urbano.
Esta visión esquemática, sin embargo, se proyectaba en la realidad física de los poblados, pues a
diferencia del villorrio español, aquí la vegetación penetra sin solución de continuidad sin generar ruptura alguna.
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La estructura del núcleo poblado en sí mismo presenta también características de gradiente desde el área
central a la periferia suburbana.
El área central se estructura siempre en torno a la plaza mayor, donde se localizaban los principales
edificios públicos, cuya concentración dependía de la calidad y complejidad del núcleo urbano.
En la distribución de los solares la proximidad con la plaza señalaba el nivel jerárquico del propietario.
La correlación de estos sectores sociales con los ingresos económicos más altos posibilitó las residencias de
mayor nivel tecnológico y en altura, enfatizando a la vez la cisura jerárquica con las áreas inmediatas.
En general, en estas áreas centrales se albergaban solamente españoles o criollos aventajados por lo cual
la relación de proximidad residencial con la plaza era a la vez un medidor del control social-racial, aún cuando,
paradójicamente, los indígenas «vivían» en la plaza más tiempo que el propio español.
En la ocupación española del Cusco la ancha franja central en torno a la fragmentada plaza incaica
(ahora convertida en Plaza Mayor + Plaza del Regocijo) y su prolongación sobre antiguas áreas de cultivo,
significó de hecho la expulsión de la antigua nobleza incaica y otros sectores indígenas.
En las ciudades portuarias la forma del área central se veía alterada por el desplazamiento de la plaza
sobre la costa, protegida a la vez por un fuerte (como sucedía, por ejemplo, en Buenos Aires) lo cual limitaba la
expansión residencial de esta zona.
Como formando un cinturón concéntrico se estructuraba una zona urbana de carácter intermedio que no
presentaba ruptura espacial dentro de la ciudad con el área central, pero si se diferenciaba en cuanto a la calidad
de usos del suelo y tipologías arquitectónicas.
Los elementos estructuradores de esta zona intermedia solían ser los conventos y monasterios cuyas
presencias definían el nomenclador de la estructura barrial urbana. Los conventos prestaban cantidad de servicios a la comunidad, desde las imprescindibles pilas de agua y fuentes, hasta la escuela y botica, que hacían
converger un micromundo urbano en torno a sus actividades, fiestas y rituales.
En otras oportunidades las parroquias de indios (Potosí tenía 14 de ellas y el Cusco 8) definían los
límites jurisdiccionales y el apelativo de los barrios.
La trama urbana se iba cualificando desde los principales conventos (generalmente franciscanos,
dominicos, jesuitas y agustinos) y monasterios (clarisas, carmelitas y dominicas) hasta pasar por los hospitales
(juandedianos, y betlemitas), hospicios de clérigos (San Felipe Neri) y diversas categorías de beaterios, casas de
ejercicios, colegios y seminarios para arribar en la periferia a la localización de las ermitas votivas. A ellos cabe
adicionar los edificios públicos oficiales: aduanas, factorías de tabaco, consulados, casa de moneda, etc.
El tejido que acompañaba a estas obras «relevantes» estaba constituido por el núcleo residencial de
viviendas y comercios. Algunos espacios abiertos como prolongación de los templos y la comunicación con los
amplios claustros (cuando no había expresa clausura) señalaban el cambio de escala frente al patio familiar.
Un tercer sector dentro de esta estructura estaba definido por el suburbio o periferia del núcleo urbano.
La trama tiende a hacerse menos densa, predominan los desarrollos desarticulados junto a los caminos de salida
y acceso donde se localizan los tambos o posadas.
También se concentran allí las formas primarias de producción artesanal-industrial, las ollerías y
ladrillerías, que como las curtiembres buscan la proximidad de las áreas costeras, los molinos de viento o agua y
hasta las tahonas, los «rastros» (mataderos) y carnicerías, los chorrillos de pequeña producción textil doméstica y
eventuales hornos de cal y canteras.
Desgranando las áreas residenciales, las trojes y bodegas, se iban formando las zonas de chacras y
quintas, los corrales del «común» y las rancherías indígenas o de pardos, es decir de los estratos de clase baja
que servían de yanaconas tanto para tareas urbanas como para faenas rurales.
Los suburbios carecían en general de hitos relevantes en la conciencia urbana salvo los «arcos» de
acceso, alguna ermita o la estructura industrial.
Los elementos urbanos
Los principales elementos públicos que configuran el paisaje urbano son las plazas y las calles y- dentro
de una perspectiva cultural, el uso que la población hace de los mismos.
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La plaza
Las ordenanzas indianas definen el valor de la plaza como núcleo generador, modificando por ende la
antigua tradición urbana española, al asumir en un mismo espacio las dos vertientes esenciales de la conquista, el
poder político y la presencia religiosa.
En efecto, las plazas hispanas solían diferenciar su carácter administrativo municipal (ayuntamiento) y la
connotación del espacio público religioso (plazoleta, atrio, etcétera), pero en América, el mismo proceso
integrador que hemos señalado como eje de su arquitectura y urbanismo, se manifiesta en el uso de las plazas.
La plaza mayor americana es, pues, el escenario donde se concentran las actividades esenciales de la
comunidad, tanto en el orden cívico, religioso o recreativo y comercial. Retoma en este sentido la idea del
«centro cívico» renacentista unido a la experiencia medieval del mercado y el «ámbito de vida» externa indígena. La definición de estas funciones no sólo es imperativa en virtud de la localización de los edificios
correspondientes de iglesia mayor y cabildo, sino también porque las ordenanzas indican explícitamente que allí
se fabriquen «tiendas para propios» y se la define como la más adecuada «para las fiestas de a caballo y otros».
Hemos señalado cómo en el caso de superposiciones, el Cusco por ejemplo, el esquema unitario de la
plaza es alterado en razón de la escala espacial, generándose por un lado la plaza de armas, donde se concentran
las actividades institucionales y religiosas y la Plaza del Regocijo, donde se efectúa el mercado indígena
cotidiano (tianguez) y las fiestas de corridas de toros, cañas, etc.
La calle
Palm señalaba la importancia de la variación renacentista del diseño urbano previo, donde «las calles
dejan de ser vías de fuerza centrípetas que en su confluencia crean las plazas» sino que ahora pasaban a ser
fuerzas centrífugas que irradiaban inexorablemente de la plaza que era su núcleo generador.
A la inversa la ocupación espacial parecía acotada aun cuando la fuerza de los caminos y articulaciones
con el medio rural privilegiase en su entronque las arterias internas de la ciudad.
La calle definía el carácter del paisaje urbano y es quizás su unidad rectilínea, fruto del cordel, lo que ha
forjado la imagen de monotonía que muchos autores suelen adjudicar a las ciudades americanas.
La calle y sus historias constituyen la memoria tradicional de cada ciudad, la integración de lo cotidiano
con lo fáctico, la prolongación de la vida familiar. En sociedades donde la vida pública al exterior siempre ha
tenido gran valor, la puerta de calle es el punto de comunicación primaria de la sociedad vecinal.
En cuanto a las dimensiones, se respetó el sabio criterio de las ordenanzas de Felipe II de que en lugares
cálidos las calles fueran estrechas para dar sombra y en lugares fríos anchas para que penetrara el sol.
Capítulo 6
EL DESARROLLO DE LA ARQUITECTURA BARROCA EN MÉXICO, CENTROAMÉRICA Y EL
CARIBE
Desde mediados del siglo XVII es evidente que la composición social y cultural de América ha ido
variando en términos de una consolidación de ciertas estructuras, una definición en la distribución del trabajo,
una conformación de los núcleos urbanos y su relación con las áreas rurales; en definitiva: el surgimiento
paulatino de un sector criollo americano y el proceso de integración del indígena.
El sistema colonial ha perfeccionado sus métodos de control, ha definido con mayor claridad los roles de
los diferentes estamentos sociales y ha perfilado los grados de autonomía institucional y jurídica así como las
zonas que constituirán centro y aquellas que serán periferia.
Frente a esta realidad «consolidada» se yergue la superestructura de las tensiones de la psicología social
española y americana, de la presencia de la afirmación del eje religioso y social por la contrarreforma, de la
búsqueda de los conceptos esenciales de participación y persuasión a través del barroco.
La vida ritual y festiva, el mundo de lo ilusorio y ficticio, que es más «real» que la realidad misma, la
escenografía necesaria para «el teatro de la vida». Las tensiones sociales y la marginalidad económica, que se
encubren en la «participación» ocasional o la construcción de una sociedad evasiva, son también reflejo de este
siglo vital de la expresión americana.
Rigidez y flexibilidad coexisten en una actitud dialéctica comprensiva que articula los polos
justificándose alternativamente.
En el relajamiento de los sistemas de control de lo cotidiano el mundo subyacente, raigal, de América
comienza a expresarse como síntesis, como elaboración propia de la experiencia de lo vivido.
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Bajo los artificios de tanta obra efímera de túmulos y arcos triunfales, de actos sacramentales y
cohetería, de procesiones y regocijos se va constituyendo silenciosamente el basamento tangible de una
expresión cultural que constituye la piedra angular de la propia identidad americana.
La síntesis del XVI, como acumulación ysumatoria de experiencias diversas: góticas, platerescas,
mudéjares, renacentistas o prehispánicas, comienza a variar en un proceso diferente. Ya no será acumulación
sino integración. Los límites se desdibujan, lo subalterno pasa a ser emergente, la capacidad de apropiarse de
ideas, conceptos o formas, no será lineal, sino envolvente, creativa, generadora de nuevas respuestas.
Un mundo acotado, «consolidado», pero a la vez flexible, con límites móviles, con «bordes» imprecisos,
donde la realidad y la irrealidad son casi una misma cosa, donde la apariencia juega tanto como el ser. Este era
un mundo propicio para que las reprimidas formas de expresión de los sectores postergados afloraran en todo su
vigor.Y así fue.
En América —nuestra América—, estratificada jerárquicamente. el punto de confluencia no fue el
Estado, lejano en sus niveles reales de decisión y demasiado cercano para la represión, el punto de confluencia
fue la Iglesia.
El idioma y la religión constituyeron his tóricamente los elementos de unificación cultural americana y
alrededor de la Iglesia florecían las artes, la literatura, la filosofía y la propia arquitectura. Alrededor del templo
como espacio físico concreto se formaron los caseríos y a la vez ese templo era la expresión sublimada de esa
misma población.
También a su alrededor se alinearon hermandades, gremios y cofradías, expresión de la base social y
asistencial de la población.
La arquitectura barroca americana, por su origen ideológico, por su sustrato común, por la proximidad
con las formas del ser, por la búsqueda del trascender, esta indisolublemente unida a la temática de la
arquitectura religiosa y de allí se permeabiliza por un proceso de absorción y de socialización de lo sacral a las
áreas de la arquitectura popular y la «oficial».
El barroco mexicano y las categorías del análisis
El proceso de síntesis cultural fue implicando la creciente participación del indígena en un mundo que le
era ajeno. Significaba para él el dominio del espacio interno que vitalmente no había conocido en su cultura,
pero que a través de un siglo de aculturación había aprendido a vivir, andar e incluso a crear.
La extensión territorial, la política de ocupación de áreas abiertas, el desarrollo de una economía
múltiple con variadas formas de producción fueron dando un creciente papel protagónico al indígena en la toma
de decisiones, sobre todo en áreas marginales; por ello no será extraño que el surgimiento de las expresiones
barrocas encuentre una amplia aceptación en las zonas rurales de Nueva España.
La renovación del cuerpo profesional a cargo de las tareas de concretar la arquitectura, donde criollos e
indígenas desplazaron a los antiguos maestros españoles «europeos», fue dando pie a la vertiginosa adopción de
criterios menos eruditos, pero más «vitales».
En la flexibilidad de los límites, en la libertad creativa frente a la antigua normativa, en la ascendente
expresión de su hora cultural los americanos no vacilaron en utilizar los conceptos barrocos como «manifiestos»
de su propia identidad.
La dicotomía entre lo urbano y lo rural, se expresará también entre un presunto barroco «académico» (si
aceptamos tal contradicción) y un barroco popular. Aquél, más ligado a la continuidad histórica como evolución
del tardío manierismo y vinculado a las expresiones y tensiones metropolitanas y éste, expresión de lo
incontenido e incontenible, lo casuístico, asistematizable y notablementc creativo e imaginativo, que se dará en
las regiones donde el control urbano se diluye y predomina la población indígena.
Sin embargo, es necesario enfatizar que los propios criollos «españoles americanos», son propulsores de
una búsqueda de síntesis cultural que, si bien desean les permita participar del sistema, a la vez intentar prestigiar
e incorporar los acontecimientos del mundo prehispánico como propios, agudizando la tensión del ser (o no ser
plenamente) «europeos». Sus obras se insertarán así en la corriente universal pero resaltando a la vez su
«diferencia».
En el desarrollo de la arquitectura religiosa la estructura de los obispados de México, Puebla,
Michoacán, Guadalajara, Durango, Oaxaca y Yucatán es importante para comprender las características regionales de las obras.
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En este sentido las «escuelas regionales» mantienen prioridades peculiares en su forma de expresión
como sucede con las yeserías en Oaxaca, con las piedras de chiluca y tezontle en México, con la azulejería en
Puebla, etc.
Estas características nos aproximan a uno de los problemas centrales del barroco americano: las
categorías de análisis. Recientemente Paolo Portoghesi reconocía en el simposio realizado por el Instituto
Italolatinoamericano en Roma (1980) que los sistemas de análisis aplicados en Europa no le parecían válidos
para explicar el barroco americano.
Los intentos realizados por Gasparini para demostrar una transferencia casi lineal de los modelos
europeos se basó siempre en la escasa innovación de los trazados de las plantas, de lo cual extrae una suerte de
determinismo espacial que es intrínsecamente falso.
La caja muraria no define por si el espacio, máxime cuando el tratamiento decorativo altera las
condiciones de textura, color, luz y secuencia del mismo.
Los templos mexicanos del XVI comienzan a incorporar, por ejemplo, las cúpulas y esta variación de
cubierta altera decisivamente los espacios.
La utilización del «tezontle», piedra casi aterciopelada de color carmín, y la «chiluca» amarillenta son
claramente expresivas del medio que las produce, y su combinación manifiesta una realidad estética propia no
reintegrable; como pueden hacerlo la piedra porosa de La Habana o el sillar arequipeño.
La tendencia española a modificar antiguos edificios con adiciones barrocas (Trasparente de Toledo) no
es la misma que la que da origen a cientos de edificios integramente barrocos en América, que siguen integrando
como lo hicieran desde un comienzo técnicas y rasgos de otros periodos históricos.
El error ha nacido de plantear el problema en la perspectiva de un análisis formal emergente de los
sistemas de valoración propios de una concepción reduccionista de la historia del arte. La obra no se ha
comprendido en su contexto social y cultural, en su dimensión de relación entre requerimientos y posibilidades,
en definitiva, en una visión más profunda que permite que un edificio cuya traza pueda ser renacentista, e
inclusive basilical o central sea esencialmente barroca por la concepción de su espacio integral, su función y uso,
su proyección en el medio urbano o rural, o sea su relación con el entono.
Cuando se ha tomado conciencia de que la decoración modifica el espacio, han surgido otras voces que
han tratado de acotar la misma proyección del fenómeno. Surgió así la idea del «banoco decorativo» y el
esfuerzo de clasificar las obras según elementos.
Como antes se hacia la abstracción de la decoración para ver sólo las plantas, ahora se abstraen los
conceptos funcionales y la integración de las partes para analizar exclusivamente portadas o columnas y se
intentan clasificaciones rigidas de períodos en virtud de formas decorativas. El estípite mexicano definió así
elásticamente, según su forma, profusión o calidad tectónica, etapas y periodos que si no se proyectan en una
visión más amplia adquieren la categoría de respuestas evasivas frente al problema central.
La adopción del estípite, en cualquiera de sus variantes, solamente puede explicarse y comprenderse en
el contexto de la definición de un espacio y funciones para una obra integral. A la vez esa obra sólo puede
explicarse por su relación con el contexto social y cultural que la posibilita y en una visión formal y funcional
con el propio contexto urbano o rural en que se inserta.
Al cambiar la escala del análisis deben variar las categorías de valoración extrernas y «universales» para
colocar el acento en las propias y contextuales que son en definitiva las únicas que pueden no sólo explicar la
obra sino descubrir sus calidades de coherencia intrínseca.
¿De qué nos serviría una obra que respondiera precisamente a todas las normativas del «modelo»
europeo si no cumpliese con los requisitos del funcionamiento local? ¿Sería así una buena obra de arquitectura?
Podemos sin duda encontrar relaciones entre las yeserías de Andalucía y las de Puebla, en lo que hace a
la técnica y a los materiales. ¿Pero acaso los programas no son diferentes, su densidad de aplicación y policromía
no han variado? ¿Acaso la resultante espacial es similar en los templos de Sevilla y el Tonantzintla o Acatepec?
A estas alturas deberíamos preguntamos si es lícito analizar una obra meramente por estos rasgos
peculiares y si no nos está sucediendo que de tanto utilizar el artificio del análisis de las partes hemos perdido la
visión del todo.
El barroco mexicano es de aquellos movimientos unitarios y a la vez múltiples que pueden trascender en
cantidad y calidad a los propios ejemplos españoles. No se trata aquí de realizar un registro de precedencia, sino
meramente señalar lo absurdo de querer sujetar culturalmente lo mexicano a lo español. Chueca Goitía lo vio y
entendió cuando dijo que era «un mismo mundo latiendo al unísono» pero teniendo cada uno de sus fragmentos
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con su propia peculiaridad v sobre todo sin el afán por las precedencias o las demasías que parecen hacer furor
entre los historiadores del arte.
LA ARQUITECTURA RESIDENCIAL MEXICANA
Ciertas condiciones tecnológicas frente a suelo cenagoso de México o en las áreas sísmicas se
mantendrían desde el siglo XVI, aun cuando aparezcan otras, como el uso del sistema de azotea en cubiertas, que
desplazará a los antiguos terrados.
Además de la casa urbana y la cara de hacienda, el XVIII mexicano ve surgir la casa de recreo «suburbana»
precursora de las «quintas» decimonónicas.
Abandonada la antigua imagen de «palacio-fortaleza»; las viviendas urbanas de La aristocracia y
nobleza mexicana se aproximan a las residencias cortesanas, incorporando el entresuelo clásico de la zona de
Cádiz y desarrollándose en tomo a espaciosos patios a los que se accede por enormes portadas.
Los blasones y heráldicas preanuncian los títulos del propietario y generan el código de diferenciación e
identificación social. La división funcional era ahora esencialmente estratificada.
En la planta baja el patio con el sitio de las cocheras, porterías, caballerizas, bodegas y depósitos de
aperos. El equipamiento del patio estaba vinculado al uso de carruajes y cabalgaduras y al pie de la escalera el
«tinajero» con los filtros de piedra para el agua fresca.
El entresuelo consútuiría un nivel intermedio al cual se accedía por una escalera de reducidas
dimensiones y su uso reemplazaba a los antiguos escritorios a la calle del propietario. Al trasladar las oficinas al
entresuelo los espacios a la calle quedaron aptos para tiendas que solían arrendarse.El entresuelo facilitaba
además el albergue para huéspedes, las habitaciones para el mayordomo de la hacienda, contaduría, escritorios,
etc.
A la planta alta se accedía por una escalera de gran empaque que habilitaba el acceso a los corredores
que vinculaban las habitaciones. De principal importancia eran el oratorio y el gabinete o lugar de trabajo y
recibo del dueño de casa. Antesalas, salón de estrados o «tribuna» (lugar principal de recepción de la casa
ubicado sobre la fachada), recámaras, tocadores, dormitorios y comedor, que tenía comunicación al traspatio de
servicio con cocinas, despensa, etc. constituían el resto de los espacios.
El interior de la sala tenía sus muros recubiertos de damascos, guadamecíes y cortinados con dosel,
papeles pintados, imágenes y lienzos de temas sacros y seculares. Mobiliario de calidad, instrumentos musicales
(piano, monocordio), biombos, braceros, arañas, tinajones de origen oriental, candeleros y objetos de plata o
alfarería local complementaban la conformación de los microespacios dentro de los ámbitos mayores.
Una dependencia denominada «la asistencia» tenía el uso flexible de lugar de estar cotidiano, zona de
juegos de salón, visitas familiares y armado de los «nacimientos» a fines de diciembre de cada año.
El gusto por la escenografía barroca se va adueñando de patios y fachadas. Las escaleras tienden a
asumir dimensiones heroicas y las arquerías a utilizar vanos mixtilíneos, a eliminar los soportes o retomar las
formas conopiales.
Las fuentes crecen en dimensiones y ornamentaciones ocupando físicamente el eje del ordenamiento
circulatorio del patio. Las fachadas ven ampliarse los vanos, proyectarse delicados balones con peanas y
guardapolvos, moverse el comisamiento, recargarse las portadas y utilizar la policromía (tezontle-chiluca) e
inclusive el azulejado o la yesería para engalanar su prestancia.
La escenografía urbana se enriquece así de sensaciones visuales y texturas. Las casas tienden a remarcar
sus líneas volumétricas con pretiles, balaustres, cornisones, botaguas, tímpanos y festones.
La portada de la casa adquiere, en su escala, la relevancia de la portada del templo, incorporando las
primicias del estípite, de los vanos poligonales o el simulacro de cortinados.
Los ángulos ven formarse hornacinas esquineras que perpetuan el proceso de «sacralización» del
contexto urbano.
CAPÍTLO 7
Arquitectura en sudamérica durante los siglos XVII-XVIII
Las situaciones geopolíticas, el agotamiento de los antiguos centros de producción y la alteración de los
circuitos de comercialización del imperio español en América, determinaron las modificaciones de relación de
las áreas centrales y periféricas en el siglo XVIII. Regiones marginales se incorporaron como mercados
potenciales v otras áreas, antes desiertas, serán ahora territorios ocupados por la evangelización o la producción.
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En los extremos del continente, Venezuela y el río de la Plata fueron de esas regiones que tomaron creciente
importancia bajo el reinado de la Casa de Borbón en España, bien que por motivos diferenciados. Las creaciones
del virreinato de Nueva Granada con sede en Bogotá y el virreinato del río de la Plata (1776) con sede en Buenos
Aires, responderían a la realidad de un vasto continente cuya compleja relación regional y las distancias hacían
imposible de manejar desde la sede del virreinato peruano. A esta misma política responderá la creación de las
intendencias a fines del XVIII y el afianzamiento de las Capitanías, Audiencias y otras estructuras que pudieran
ejercer efectiva acción de gobierno, control o justicia en aquel vasto territorio.
PERÚ
El Perú mantiene en el desarrollo de su arquitectura características geográficas y culturales que han
señalado claramente tres áreas diferenciadas en el país: la costa, la sierra y la selva. Durante el periodo colonial
las dos primeras de ellas constituyen el teatro esencial de los acontecimientos, mientras que la selva tiene un
proceso de ocupación más tardío que ha alcanzado vigor en las últimas décadas.
Las localizaciones geográficas son determinantes en cuanto a la disponibilidad de recursos materiales y
condicionan por ello la propia evolución tecnológica de cada región. En la costa la piedra es escasa y por ello
predominarán las arquitecturas de tierra cruda o cocida. En la sierra abunda la piedra pero —sobre todo en las
mesetas altiplánicas— falta la madera y se recurrirá también al uso del adobe y ladrillo.
Las respuestas frente al común desafío sísmico fueron diversas; en la costa re adoptaron sistemas
livianos y flexibles con estructura de madera y entramado de cañas, barro y estuco que se denominó «quincha».
Su uso se proyectó inclusive a áreas del altiplano.
En la sierra la respuesta fue rígida, maciza: acumular piedra y trabarla adecuadamente para resistir el
movimiento. También el adobe, de reconocidas condiciones frente a los temblores, siempre que esté bien
realizado y trabado, es usado por los sectores de menores ingresos, aquí, en ambas regiones.
La valoración del barroco peruano, como la del americano en general, se ha venido haciendo sobre la
base de que es un arte esencialmente decorativo. No dudamos que ésta pueda ser una aseveración válida para
ciertos y circunscritos ejemplos regionales, pero es indudable que las obras de arquitectura no pueden comprenderse sino en forma integral porque no hay decoración sin soporte, como no puede evaluarse una obra
meramente por el soporte.
Pero esto es lo que hace a los aspectos formales del problema; a nosotros nos debe preocupar
esencialmente el «clima» cultural que generan estas obras como respuestas a sus demandas y aquí aparecen nítidas las dos variables: la de la ciudad, Lima, que aspiraba a remedar las formas de vida de la corte, con sus títulos
de nobleza, heráldicas, obras efímeras, boato virreinal, etc. y la del mundo indígena y mestizo que incorporaba
los valores esenciales de su propia cultura y los vertía en formas externas de ritual popular.
Sobre un mismo trasfondo o ideología barroca las respuestas serán diversas porque la forma de valorarlo
o sentirlo, las disponibilidades de recursos y tecnologías serán distintas. Si ello sucede así, en un mismo país, en
dos regiones próximas, cabe preguntarse ¿Por qué continuamos pretendiendo que una arquitectura, para ser
barroca, deba tener columnas salomónicas y plantas curvas borrominescas?
Creemos que es momento de concluir con los complejos de inferioridad que se van fomentando desde
fuera y dentro por decenas de años (¿siglos?). La arquitectura barroca iberoamericana expresa una situación
cultural en un determinado momento histórico, sus productos son relevantes, en un primer plano como rasgos de
identidad, en un segundo porque constituyen manifestaciones artísticas, sociales y culturales de primer orden.
La arquitectura del Perú aparece además ritmada por las fatídicas acciones de los terremotos que jalonan
las etapas de la evolución arquitectónica al obligar a las permanentes reposiciones edilicias.
Los terremotos de 1607, 1655 y 1746 en Lima, de 1650 en el Cusco y de 1583 y 1867 en Arequipa,
señalan hitos evidentes para las ciudades.
La arquitectura en el cono sur americano
Chile
La arquitectura chilena del XVII y XVIII sufrirá el mismo ciclo de catastrofes sísmicas que en un área
marginal del virreinado peruano la afectaron con más notoriedad por las dificultades para obtener recursos y
encarar la reposición edilicia.
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Estos recursos, por otra parte, se concentraban en la concreción de las necesarias obras de fortificación
en la otra frontera sur, de tal manera que los sismos de Santiago de Chile de 1647 y 1730 asumen características
dramáticas, aunque quedan algunos testimonios del XVIII de importancia.
La impronta que los jesuitas dejaron en la arquitectura chilena del periodo ha sido enfatizada por
diversos autores. Por gestión imcial del padre Bitterich y luego de Haymaussen pasaron en 1748 a Chiloe
40jezuitas, coadjutores y artesanos canacitados en los más diversos oficios que fueron quienes formaron las
escuelas en la Capitanía General.
Argentina
El cono sur constituyó un área marginal dentro del imperio español en América hasta que el avance
portugués sobre el río de la Plata primero y los intentos de invasiones inglesas después, persuadieron a la corona
española de la importancia geográfica de la región.
Ello motivó en 1776 la creación del virreinato del río de la Plata con sede en Buenos Aires que se
desgajó del antiguo virreinato del Perú y las ordenanzas de libre comercio en 1778 que vinieron a reconocer la
vigencia de un flujo comercial que actuaba a través del contrabando.
La ocupación territorial de la Argentina se fue realizando por distintos centros emisores y ello
contribuyó a enfatizar no sólo las influencias sino también la propia ver-tebración económica y social con los
polos de desarrollo económico que estaban más allá de su territorio.
La corriente colonizadora del Perú se encontró en el noroeste con las estnbaciones del sistema incaico y
la mayor densidad y desarrollo de la población indígena. La gravitación de esta región fue principalísima hasta
que la creación de virreinato privilegia otras zonas del país.
En el noroeste se concentran los más importantes centros urbanos del interior: Santiago del Estero,
Tucuman, Salta, JuJuy, que se vinculan con la zona central: Córdoba, La Rioja, y- en una organización más
amplia articulan su sistema producttvo conectado a las demandas del emporio económico minero del Potosí.
El desarrollo de una economia de subsistencia a escala regional encontró en el intercambio con Potosí la
fuente de renovación de recursos y complementación generando una industria artesanal textil con chorrillos
domésticos y una movilidad de recursos naturales con la crianza, engorde y formación de las recuas de mulas
que eran necesarias en el Alto Perú y aun en el Cusco.
El trajín de estos convoyes de arrieros y mulas facilitó la penetración de las corrientes culturales del
Aitiplano en el noroeste argentino donde las pinturas cusqueñas y potosinas pueden encontrarse con frecuencia a
la vez que los artesanos se intercambiaron en función de la vigencia de la relación centro-periferia que habría de
variar según el polo estuviera en Lima o en Buenos Aires.
No debe pues extrañar la continuidad de los programas de la arquitectura de los poblados indígenas:
iglesias con atrio y posas los hay en Casabindo, Coranzulí y Susques, torres exentas en el atrio (Uquía), capillas
balcón-abiertas (Molinos), pinturas murales (Santo Domingo de Oro, Seclantás), cruces catoquísticas (Tafna,
Cobres) todo, por supuesto, en una escala más modesta que los templos peruanos y alto peruanos en consonancia
con las disponibilidades de recursos y densidad de la población.
Estas capillas de poblados indígenas u oratorios rurales van jalonando las líneas de penetración de las
rutas del noroeste. Junto a ellos se ubicarán los tambos o postas y marcarán las pautas esenciales de referencia
arquitectónica. Ejemplos como Fiambalá (1770) en Catamarca señalan los límites de penetración rural de la
pintura cusqueña y San Isidro de la Sierra de Minas en la Rioja reitera en pintura mural sobre adobe Ios retablos
indígenas del arte «mestizo». E1 ejemplo más relevante es la capilla y hacienda de Yavi (Juguy) sede del
marquesado de Tojo donde la familia Campero, residente en Cusco, manejaba sus vastas posesiones
altoperuanas.
Entre las ciudades del noroeste, Salta (1582) se caracteriza por su empuje, la ca- Iidad de su desarrollo
agrícola, y sobre todo ganadero, así como la instalación de los primeros ingenios azucareros que encontraran
rápido eco en Tucumán. Siendo la actividad predominante de carácter rural, las ciudades se consuituían en
centros de servicios complementarios, donde en casos extremos casi no residia la gente más que en los fines de
semana, festividades y mercados o ferias. Salta es sin duda la cindad que logra un mayor clima «urbano» con
obras de envergadura arquitectónica y sobre todo notables residencias que señalan la presencia continua de un
núcleo permanente de españoles y criollos.
Hacia el centro, la cindad de Córdoba constituyó el eje de desarrollo del cornercio entre el noroeste,
Cuyo y el litoral argentino Desde aquí los jesuitas organizaron sus estancias que habían de mantener los colegios
urbanos e impulsaron la formación de la Univenidad (la primera del pais), Seminario y Colegio Convictorio.
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Sus arquitectos desplegaron una intensa actividad rotando en las obras de la orden y en cuanto edificio público
de importancia hubo.
Hacia el litoral la comunicación de Córdoba se realizó predominantemente con Santa Fe cuyo
contacto hacia el norte era la ciudad de Corrientes. San Juan de Vera de las Siete Corrientes fue
fundada en 1588 y pertenece al conjunto de poblaciones originadas en los emprendimientos de los
«mancebos de la tierra» provenientes de Asunción.
Hasta la creación del virreinato del Río de la Plata la influencia asunceña fue notoria dadas las
características del medio natural y la disponibilidad de materiales que genera la arquitectuta maderera típica de
área guaranítica.
EL ÁREA GUARANÍTICA
Así como la región del Altiplano tiene una unidad geográfica que posibilitó una actitud cultural común
frente al paisaje, respuestas tecnológicas y valoraciones de la arquitectura frente al entorno muy nítidas, el área
guaranítica ofrece también. a su manera, respuestas coherentes v diferenciadas obviamente de aquellas.
Configurada como una región unitaria que abarca desde el oriente boliviano (Santa Cruz de la Sierra,
Chiquitania y el Beni), el Paraguay y el litoral argentino (Misiones, Corrientes, parte de Santa Fe y Entre Ríos),
el epicentro generador estuvo localizado en Asunción, fundada en 1537.
Desde esta ciudad capital del Paraguay habrían de salir las expediciones que for- maron las ciudades de
Corrientes, Santa Fe, Buenos Aires, Santa Cruz de la Sierra seña- lando la apertura territorial. (11545-1588).
Las misiones jesuíticas
Los jesuitas al fundar, a partir de 1609, sus misiones de indios guaraníes demostraron una actitud abierta
y pragmática para incorporar las experiencias evangelizadoras y las respuestas culturales aplicadas a la región.
Integraron por una parte toda la vivencia que habían adquirido al impartir su primera doctrina en Juli (Perú)
desde 1576, donde constataron el deterioro que causaba la proximidad con el circuito comercial, el servicio de la
mita a que estaban sujetos los indios y lo negativo del rechazo de sus pautas de creencias en bloque. Juli,
convertida en Seminario de Lenguas, para que los predicadores conocieran el idioma y las costumbres indígenas,
fue el laboratono ideal para proyectarse en las misiones de guaraníes.
Junto a ello los esfuerzos realizados por los franciscanos y miembros del clero secular en la organización
de los pueblos de indígenas originarios del Paraguay e inclusive en pueblos de negros, mostraban la viabilidad de
la capacitación en oficios artesanales, el sentido religjoso y ritual de la vida que exhibía el guaraní, a la vez que
las carencias notorias de ciertos hábitos de su subsistencia (cazadores nómadas) los introducían en una visión
absolutamente coyunturalista sin posibilidades aparentes de organización sistemática.
Los jesuitas obtuvieron para su 30 pueblos la excepción del servicio de encomiendas a la vez que se
comprometieron a pagar el tributo equivalente, para lo cual debieron implementar un circuito de
comercialización de la yerba fuera de las misiones a través de las Procuradurías ubicadas junto a sus colegios
urbanos.Atendieron también a la estructura sociopolítica del indígena respetando los rasgos de su cacicazgo,
integrando a sus jefes en la organización del cabilho local y contando con su colaboración esencial para la
estructuración de la productividad.
Las 30 misiones d e Paraquay afianzaron su idea de «naciòn»; a traves de una conducción política
planificada. Sus economías eran complementarías y tendían en conjunto a producir lo necesario actuar mediante
trueque entre ellas y obtener un excedente comercializable fuera del circuito misionero para pagar el tributo. La
base de la economía era mixta con tierras propias de cada unidad familiar (cuya producción aseguraba la
subistencia) y tierras del común trabajadas por el conjunto. El carácter asiistencial para viudas, huérfanos e
impedidos, la organización y complementación del trabajo para quienes desempeñaban oficios rtesanales,
cuidaban las estancias, etc., muestra los índices más avanzados de planificación a que se llegó en Sudamérica.
Aquí también confluían los marcos teóricos de los tratadistas de arquitectura, los co- nocimientos erudito
s del humanismo renacentista, el trasfondo bíblico y las simples experiencias del indigena y su mundo.
Misiones cuyas poblaciones superaban a las ciudades más importantes de la región y que eran
administradas y conducidas por sólo dos religiosos son testimonio elocuente de una capacidad organizativa excepcional, de la ductilidad del indígena y del acierto del sistema de incorporación social y cultural.
Las bondades del sistema lo hacian obviamente riesgoso y las misiones fueron atacadas no sólo por los
bandeirantes paulistas que destruyeron varias de ellas para apoderarse de los indígenas como esclavos, sino
también por los propios vecinos españoles y criollos que veían sustraerse del mercado de mano de obra cerca de
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100.000 indígenas. Intrigas, presiones, reducciones de los cupos de producción de yerba mate y exportación
fueron algunas de las vicisitudes que debieron soportar los jesuitas antes de su expulsión en 1767.
Hasta ese momento habían estabilizado 30 pueblos cuyos vestigios hoy se localizan en territorios del
Paraguay (8), Brasil (7) y Argentina (15) y además otros tantos distri- buidos en las misiones de Mojos y
Chiquitos (hoy Bolivia) cuya instalación comenzó a fines del XVII.
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HISTORIA GENERAL DEL ARTE MEXICANO
Época colonial
Pedro Rojas
Editorial Hermes, S. A.
México – Buenos Aires, 1963
Primera parte
Las artes en el ámbito de los indios
El punto de partida
Habiéndose concedido a los franciscanos, dominicos y agustinos el privilegio de administrar a los indios
la religión y la política españolas, su ministerio produce una alteración muy importante en el seno mismo de las
poblaciones donde se asientan. Generalmente por iniciativa de los frailes y en ocasiones a petición de los indios,
aquéllos edifican sus conventos en el centro de las congregaciones existentes. En menos de un siglo de
desempeñar el encargo y bajo su dirección los nativos levantan unos doscientos setenta y dos edificios entre
grandes y chicos. La presencia de estas fábricas generalmente ciclópeas, algunas veces pequeñas y delicadas y en
algunos casos solamente respuesta a las necesidades mas apremiantes, es indicio seguro de que en el sitio existía,
antes de la llegada de los españoles, un pueblo de indios con sus adoratorios y su organización urbana; revela en
que medida se habían desarrollado los indios libres y emprendedores, capaces de realizar grandes esfuerzos aun
bajo la opresión y las calamidades que ésta les atrajo. La invariable conducta de los invasores ante las
construcciones en uso de los centros ceremoniales que formaban como el meollo artificial de las comunidades,
no era otra que la de derribar los ídolos y plantar una cruz en su lugar. Una vez dominados los indios
desmontaban los edificios para construir con sus materiales los centros de evangelización. Cuando el conjunto
monumental indígena podía dar albergue, entonces los frailes ocupaban las crujías mientras alistaban las celdas
que habían de habitar. Con frecuencia achataban las grandes pirámides truncadas que servían de base a los
adoratorios y levantaban sobre ellas un templo o todo un conjunto conventual. Así se cimentaron el templo de
Santa Elena en Yucatán y los conventos de la Asunción de Tlaxcala y de San Luis Obispo en Huexotla, ambos
en el altiplano central de México. Los casos más notables, aunque tardíos, corresponden a la capilla del Rosario
construida sobre la gran pirámide de Cholula y la iglesia de Mitla desplantada dentro de un edificio prehispánico
a la manera como se levantaron las catedrales de Córdoba dentro de la gran mezquita.
Los frailes ordenaban un amplio recinto para el convento y trazaban unas cuantas calles con el modelo
de cuadrícula. Prevenían espacios para la plaza y el cementerio y dejaban que a poco andar se extendieran las
parcelas de los indios, a la vera de los caminos, que así en los aledaños se transformaban en callejuelas. En la
inmensa mayoría de esos pueblos, el vigor increíble de frailes y de indios sumisos fraguó en las gigantescas
estructuras de los conventos y tuvo menos cuidado para el resto de las congregaciones. Sin embargo, en lugares
como Cholula y Tepoztlán además de los respectivos conventos se atendieron con primor las plazas, las calles y
los barrios sufragáneos, descollando entre los caseríos sus templecitos particulares.
El convento poseía una serie de dependencias correspondientes a los modelos europeos y algunas más
impuestas por la peculiar misión evangelizadora. La principal era el atrio y no el claustro, cosa ésta,
americanísima, dado que las necesidades de los nuevos rebaños eran muy grandes y para atenderlas los frailes no
se encerraban intramuros sino que desempeñaban en espacios abiertos las múltiples actividades que se
impusieron en su ministerio. Por otra parte vivían deambulando por los campos en que se encontraban diseminadas las repúblicas de naturales, las que visitaban pueblecito tras pueblecito, en los pequeños edificios
religiosos que construían en sustitución de los adoratorios idolátricos. Estos edificios fueron las visitas de los
conventos, que generalmente estaban regadas en áreas de unos treinta kilómetros a la redonda.
Un convento debía tener surtidor de agua, atrio, capilla de indios, capillas posas, templo, claustro y gran
huerto bardeado. Los cuatro primeros son elementos de inspiración local. Los restantes, secuela de las casas
europeas de religiosos.
En la Nueva España los religiosos eran monjes de la legua que, a semejanza de Mahoma, iban a la
montaña si ésta no venía a ellos y se las ingeniaban para inventar procedimientos que les permitieran adoctrinar a
los indios. Es así como dieron a los atrios funciones insospechadas y para templos crearon las ingeniosas y
originalísimas capillas de indios.
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LOS SURTIDORES DE AGUA
Los frailes compartieron con los indios las aguas que utilizaban para beber y para usos domésticos. Dada
esa especie de petrificación de los usos que suele producirse en algunos sitios, es que se conservan hasta hoy las
viejas obras hechas por ellos y los indios para repartir el agua, y con las obras las prácticas relativas.
LOS ATRIOS
Bajo el signo de la vida cristiana, los atrios eran propiamente la casa espiritual de los indios. Excepción
hecha de los que pertenecieran a los conventos de Atotonilco el Grande, Huejutla y Tlaquiltenango en que se
colocaron a un costado del templo conventual, siempre iban hacia el frente del macizo arquitectónico formado
por el templo y el convento, y con cierta frecuencia se prolongaban por el lado libre del templo; es por eso que
aparecían los edificios monacales en el fondo de los atrios. Su forma era cuadrangular y sus dimensiones muy
variables, marcándose con el tamaño la importancia de los conjuntos según pertenecieran a las visitas o a los
conventos propiamente dichos. Los cuadrángulos resultantes tienen entre 80 y 110 metros por lado. Rodeados de
altos muros que con frecuencia presentan el erizado aspecto almenado de fortaleza, que era usual imponer a los
conventos, el patio servía en los días de fiesta para congregar y retener durante muchas horas a las multitudes.
Los muros de los atrios, de unos dos metros de espesor, se abrían por dos o tres lados formando las llamadas
arcadas reales. En su concepción no siempre se siguió un mismo modelo que consistiría en disponer una arcada
en cada lado. En este aspecto como en todos los restantes, se dejó sentir la libertad y la ingenuidad de los frailes
constructores, verdaderos arquitectos improvisados de quienes maravilla su ingenio y sus inusitadas
composiciones edificativas y ornamentales. Casi todos eran artistas populares, aprendices en los escasos textos y
dibujos de que se disponía y memoristas de lo que habían hecho o visto en España, Italia y Portugal.
LAS CRUCES DE LOS ATRIOS
Es sabido que en la España medieval se acostumbró elevar cruces monumentales por los caminos, las
calles y las plazas. La costumbre necesariamente tenía que reproducirse en el Nuevo Mundo y así sucedió. Sólo
que se inició el trasplante bajo circunstancias muy especiales.
Con la feliz idea de dar lecciones rápidas a los indios sobre la verdadera fe y lo deleznable de sus
creencias idolátricas, no bien pisan los invasores un adoratorio indígena cuando ya están plantando una cruz o
pegando en la pared una estampa de grabado de las que venían surtidos. En seguida se las ingenian para que se
realice algún prodigio y si no, por lo menos les dirigen sesudos discursos persuasivos. Una vez consumada la
conquista dicha práctica se generaliza con la elevación de cruces lo mismo dominando los atrios que los
claustros o las plazas públicas. Esta costumbre tiene como una de sus manifestaciones más importantes, la
formación de Calvarios en toda población colonial. Los franciscanos apenas toman su definitivo asiento
conventual (1525) a las orillas occidentales de la pequeña y nueva ciudad de México, traen un altísimo tronco
del bosque de Chapultepec, le colocan el brazo horizontal y lo plantan en el gran atrio de su convento. Los
viajeros durante muchos años pudieron divisar la cruz desde muy lejos y confortarse con ello.
Entre las cruces labradas para los diferentes usos, las del atrio conventual del siglo XVI tienen un
excepcional interés artístico e iconográfico.
LAS CAPILLAS PROCESIONALES
En las esquinas de los patios se desplantaban las capillas procesionales. En el interior de cada capilla se
fabricaba un altar vuelto en dirección de la avenida por la que debía llegar la formación procesional;
exactamente lo mismo que se hacía en los ángulos de los corredores inferiores de los claustros. Las capillas eran
tan obligadas como los atrios pero no así el modelo adoptado. Generalmente son unos cubos abiertos por dos
lados y cubiertos con bóvedas. Las excepciones son pocas.
LAS CAPILLAS DE INDIOS
Algo insólito en la historia del arte cristiano ocurre en el Nuevo Mundo cuando los indios innumerables
se someten a la religión de sus opresores. Se tienen que crear soluciones nuevas para problemas sin precedentes.
El dar doctrina y sacramentos a las muchedumbres es motivo para la creación de grandes capillas o de extensos
patios con pequeñas capillas abiertas hacia ellos. Esta segunda solución elevada a categoría arquitectónica, es la
aportación más original que hace a las artes el vigor creativo de los españoles del Nuevo Mundo.
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Las «enramadas» y los grandes atrios son el principio de la nueva creación arquitectónica, ciertamente
susceptible de surgir en el seno de cualesquiera de los grandes conglomerados indígenas, pero que sólo por
excepción se registra en la América del Sur y en cambio nace con un vigor formidable en la Nueva España. La
capilla de indios es una genial y ágil conjugación de las grandes plazas ceremoniales prehispánicas con las
capillas abiertas que los europeos construían para peregrinos o mercaderes, o si se quiere simplemente para
cobijar imágenes de veneración pública. Los frailes evangelizadores tenían que hacer accesible el culto a
muchedumbres rápidamente convertidas a la nueva religión y para las cuales cualquier templo hubiera sido
insuficiente. También tenían que hacerlas dentro de un ambiente que fuera familiar a las masas, aireado y
fastuoso, gigantesco teatro al aire libre para solemnidades y fiestas.
Dentro de los atrios inmensos se levantan las «enramadas» a que los indios eran muy afectos para cobijar
en ellas por breve tiempo a personajes o deidades y que vienen a servir como un primer recurso, para decir la
misa. El siguiente paso es la improvisación de un ábside abierto hacia el atrio y que de ser posible se acompañe
de construcciones complementarias. Otra solución que se presenta es la de construir grandes salones, capaces de
contener a miles de creyentes. En Yucatán algunas capillas llegan a convertirse en templos con sólo que se
agreguen muros y cubierta al ábside que forman; cuando esto no ocurre permanecen como capillas de indios a un
lado del conjunto conventual y siempre con «enramadas» complementarias.
Hijas de la improvisación, la libertad reina para concebirlas y ubicarlas. Nada impide que se proyecten
amplias o estrechas, con múltiples dependencias o con el nicho sólo. Estilísticamente, cualquier cosa es aplicable
y buena. Lo mismo sirve la forma de la hornacina, que la de una galería de tipo italiano o la de un salón de tipo
mezquita. En cuanto a ubicarlas, ni siquiera la mística colocación hacia el Oriente es imprescindible; pueden
quedar por cualquier lado y estar a cualquier altura, pegadas o separadas de la masa del convento. Incluso
pueden hacerse sin necesidad de construir en sus inmediaciones la casa conventual. El programa arquitectónico
puede desarrollarse al máximo o con restricciones. Lo ideal es que haya el testero para el altar, lugares para
músicos y coro, púlpito, sacristía y hasta celda para el fraile guardián. De lo que no se puede prescindir es del
ábside, o de un espacio que haga sus veces.
Por los tempranos 1536-1541 el fraile Motolinía ya las describe. Dice: «...En esta tierra los patios son
muy grandes y muy gentiles, porque la gente es mucha y no caben en las iglesias, y por eso tienen su capilla
fuera en los patios porque todos oyan misa todos los domingos y fiestas, y las iglesias sirven para entre semana»
(Historia de los indios de la Nueva España, pág. 69). Al describirlas tiene presentes las muchas capillas de
indios que rápidamente se iban levantando aderezadas con el arte de la arquitectura. En cambio, los templos
propiamente dichos, tardaron muchos años en construirse pues los frailes preferían levantar primero sus
aposentos y guardar el Sacramento mientras tanto en alguna sala de sus conventos. Así lo atestiguan el padre
Ponce y sus acompañantes en la visita que hicieron a las provincias franciscanas de la Nueva España entre los
años de 1584 y 1589. (...)
Por su ubicación pueden distinguirse en capillas aisladas de todo convento, capillas edificadas a un lado
de los conventos pero sin formar parte de sus edificios y capillas incorporadas a los macizos conventuales.
Si se atiende al nivel que alcanza el piso de las capillas las hay que están colocadas en el mismo plano
que el atrio, otras que forman una especie de estrado y otras más que se hallan a la altura del coro del templo o
bien de la segunda planta del convento. La mayor parte de estas últimas capillas altas están situadas en el frente
del convento y sólo dos se encuentran en un costado del templo.
Por su forma las capillas pueden clasificarse del modo siguiente:
1°. de ábside solo
2°. de ábside y galería simple
3°. de ábside y galería doble
4°. de galería simple sin ábside
5°. de galería doble sin ábside, y
6°. de múltiples galerías, formando especie de mezquita.
LOS TEMPLOS DE LOS CONVENTOS
Si en los atrios y en todo lo relacionado con ellos los frailes hacen algo con acentuado sabor indiano,
insólito en el desarrollo orgánico de la plástica occidental, no ocurre lo mismo en las demás partes de sus
establecimientos. Los monasterios reproducen los modelos adoptados por la tradición centenaria de los
benedictinos. El recinto debe comprender un templo unido a un claustro rodeado de crujías y éstas deben
obedecer a muy concretas necesidades de la pequeña república religiosa que albergan. En una planta la sacristía,
la sala de profundis, el refectorio, la cocina, las bodegas e incluso los macheros; en la otra planta las celdas
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profundis, el refectorio, la cocina, las bodegas e incluso los macheros; en la otra planta las celdas ordinarias y la
prioral, amén de ciertos lugares comunes como por ejemplo biblioteca o alguna gustosa loggia. A guisa de
complemento de este mundo clausurado era necesaria una huerta protegida por altos muros, a la que había que
guardar mediante perros y toros bravos.
Al levantar sus conventos las tres órdenes religiosas evangelizadoras se tomaron libertad para darles
amplitud variable, cambiar la colocación del claustro al norte o al sur del templo y en casos hasta para romper la
norma de situar el ábside hacia el oriente, cambiándolo hacia el sur o hacia el norte. Ante la posibilidad de
escapar a rígidas determinaciones, la decoración con mayor motivo se desenvolvió un tanto a la manera popular,
combinado ingenuamente diseños góticos, mudéjares, renacentistas tempranos (sobre todo en la modalidad
plateresca) y renacentistas clásicos. En este sentido, no hay unidad ornamental rigurosa, sólo la unidad del gusto
popular.
El primer paso para la erección de un convento se daba de cuatro maneras: para evangelizar a los
pueblos de indios que caían en encomienda de frailes o de laicos; a ruego de los propios indios para que los
religiosos los adoctrinasen; a moción de las autoridades para crear centros destinados a reducir a los naturales
dispersos de un área y finalmente, por razones de estrategia, en zonas pobladas por tribus belicosas. En las
primeras décadas de la dominación, la fundación o el sostenimiento de los conventos estuvieron limitados
únicamente por una razón: la falta de monjes y en los últimos años del siglo XVI, por dos razones: una la
disminución de los indios y consiguientemente la falta de recursos para sustentar a los religiosos, otra, la
transferencia de los oficios al clero secular, que no necesitaba de claustros. Los capítulos periódicos que celebraban los guardianes de los conventos para renovar las autoridades de las provincias religiosas y tratar los
problemas que se suscitaban, servían para disponer la apertura o la clausura de las casas.
Los establecimientos se fabricaban de manera provisional para llenar las funciones litúrgicas y las de
habitación de los religiosos y ya sobre la marcha se construían los edificios definitivos. Algunos de éstos
tardaron treinta, cuarenta y más años en terminarse.
La mayor parte de los templos son de una nave, con planta cuadrangular y ábside de planta trapezoidal,
cuadrada o semicircular. Unos cuantos se proyectan en forma de basílica y otros pocos con plantas cruciformes.
En ninguno se deja de marcar la zona del crucero ni de hacer el coro hacia el imafronte. Los muros son siempre
espesos y con tendencia a omitir los claros de luz, aligerados en pocas ocasiones mediante arquerías colocadas
en las bandas laterales, cegadas hacia afuera por muros corridos.
Las cubiertas son de gruesa mampostería o bien de alfarje o de terrado. En los sotocoros y cubiertas
cuando no se emplea la madera o la tosca bóveda de medio cañón se introduce la de crucería, en este caso
dividiendo en tramos cuadrangulares el espacio disponible. En los templos de construcción muy tosca se procura
que por lo menos el presbiterio lleve alfarje o bóveda nervada para señalar la dignidad del lugar. Por lo general
la nave desemboca abiertamente en el ábside y las dos zonas se separan por el rico arco toral y sus soportes
especiales. En ciertos casos, no raros, la solución de continuidad se consigue a la manera de los primeros
templos cristianos, haciendo desembocar la nave hacia una especie de portada del presbiterio, que entonces suele
ser menos anchuroso que la otra parte.
Las dimensiones de estos recintos casi siempre son colosales, sobre todo si se toma en cuenta que eran
para monasterios que contaban apenas con pocos monjes, de dos a seis, y una grey escasa en los días que se
usaba el templo, puesto que los domingos y otros días festivos se aprovechaban los atrios y las capillas de indios.
Sus dimensiones varían entre los 35 y 50 metros de fondo, entre los 10 y 16 de anchura y los 12 y 18 de
elevación. Los muros tienen un espesor aproximado de 2 metros y las bóvedas, excepcionalmente, menos de un
metro y cuarto.
Al exterior, frecuentemente aparecen erizados de almenas y hasta garitones coronando los estribos que
refuerzan a las paredes y unas cuantas veces el sólido y militar aspecto se hace más imponente por los pasos de
ronda que circundan el edificio o por lo menos guardan el frente. No presentan este aspecto los edificios
construidos en lugares donde no se temía la rebelión de los indios. Una o dos esbeltas torrecillas de tipo
campanil medieval italiano suelen colocarse a los lados del frente y en algunos lugares se construyen en vez de
ellas grandes torres únicas, no menos medievales, de amplísimos y sórdidos recintos interiores.
LAS PORTADAS
Los accesos de los templos cristianos de la época de la conquista se conciben como prenuncio de las
puertas del cielo y predisponen a que los constructores quieran infundirles cuando no un espíritu piadoso y
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ejemplar representando de modo tangible a las eminencias del cristianismo, por lo menos una gran dignidad
arquitectónica, recurriendo a las formas monumentales de los pórticos grecorromanos.
Uno de los capítulos más sugestivos en el estudio de la arquitectura del siglo XVI lo constituye sin duda
el que se refiere a las portadas. Para decorar, ningún otro elemento puso en juego tanta emulación ni se hicieron
confluir tantos estilos como en ellas. Las más suntuosas correspondieron obviamente a las fachadas exteriores de
los templos, pero el refinamiento o la evocación de los estilos de ultramar no se concretó sólo a labrar dignos
accesos a los recintos sagrados. Aparece el regusto por las portadas en los vanos de paso y en los de luz de los
conventos y también, según se ha visto, en las capillas de los atrios. Todo ahuecamiento de los muros, hasta los
de hornacina, se prestaba para una aplicación y así se hizo en infinidad de casos.
Al concebir las portadas, los frailes-alarife, es decir, los que entendían de arquitectura, casi siempre se
inclinaron no por una sino por varias posibilidades y de acuerdo con ellas se tomaron unas u otras de las formas
estilísticas concretas disponibles.
En términos generales puede decirse que las soluciones para las portadas oscilaron entre dos extremos: el
trabajo casi plano y la obra abultada. Los diversos estilos se podían acomodar a cualquiera de las dos tendencias,
pero indudablemente ciertas formas románico góticas y otras del repertorio mudéjar se plegaban más fácilmente
a las soluciones de poco relieve. Los grandes sillares y dovelas con algunas aplicaciones fito y zoomórficas
hechas de bulto, se asociaban muy bien a las portadas reminiscentes de la época gótica. La composición de
jambas y arco de la puerta coronado por un alfiz, evocaba por su parte, el arte de los árabes. Las estructuras
renacentistas de tipo arco de triunfo romano se prestaban idealmente para portadas de obra abultada.
LOS CLAUSTROS
Los indios hacían casa y templo a los frailes, aunque solamente contaran con la visita muy espaciada de
éstos; no reparaban en el enorme esfuerzo propio de esclavos, que les significaba levantarlas. En el proceso de
desarrollo de las obras de los conjuntos conventuales, después de la parte dedicada a los indios —el atrio, su
capilla y las capillas posas— lo que seguía era la construcción del claustro que se hacía de manera provisional,
con adobes y cubierta de morillos y zacate, entre tanto podía levantarse el edificio definitivo. El templo del
convento venía el último. Al finalizar el siglo y agonizar la misión de adoctrinamiento, el impulso constructivo
que animó estas empresas cesó por completo. Unas obras habían quedado terminadas y otras suspendidas para
siempre.
Hay que imaginar el ambiente de las casas para frailes, situadas por los campos o en algún rellano de las
montañas, casi siempre a una jornada de distancia unos de los otros en las zonas densamente pobladas por los
indios, o más distantes en aquellas en que escaseaban; comunicadas unas y otras por senderos de los propios
indios, elevándose como sólidas fortalezas de grandes muros apenas si clareados por la portería, alguna amplía
ventana o galería, especialmente la ventana prioral, y por las pequeñas de las celdas. Las imponentes
construcciones albergan dos, tres y hasta seis frailes y muchas veces quedan desamparadas por largo tiempo o en
definitiva a falta de mínimo grupo de monjes. Eran edificios dominantes en el día, como un reto a la naturaleza y
a los naturales, clausurados y llenos de tiniebla en la noche con arañazos de luz de las candelas, las oraciones y
la paz de los solitarios extranjeros, rasgados sus silenciosos aires interiores por el vuelo disparado de los murciélagos, hijos perpetuos de las hendeduras.
La disposición general de los conventos es hacia el lado sur de los templos con excepción de algunos
pertenecientes a la provincia franciscana de Yucatán y al área del actual Estado de Morelos, lugares en que
aparecen colocados hacia el norte. La razón es que tuvieran clima más benigno aprovechando el sol o evitándolo.
Sobre poco más o menos esas casas tuvieron las mismas dependencias y distribuciones, variando más
bien en tamaño y acabado. Casi todas se proyectaron de dos plantas, comunicadas por monumentales escaleras y
desplantadas alrededor de un patio cuadrado. Entre las pequeñas casas de las visitas se faltó a esa regla pues a
veces lo modesto de los poblados indígenas sólo permitía la construcción de casas de una planta o de plano no se
hacía la casa. Las salas y celdas se hacían concurrir a corredores que rodeaban el patio. En algunas ocasiones lo
soberbio de los edificios daba lugar a que paralelos a los corredores del claustro alto transcurrieran otros,
interiores, hacia los que comunicaban las celdas (de esta manera está dotado el convento agustiniano de
Actopan). En torno del claustro o patio se desplantaban las galerías, las que aparte de cumplir con la función de
comunicar a las estancias, llenaban la de caminos procesionales, por lo que en sus cabeceras era frecuente que se
hicieran hornacinas, luciendo en sus paneles pinturas con historias sagradas, las que sólo se conservan en el
primero. Las dependencias principales eran, en la parte baja, la sala de Profundis, la sala capitular (cementerio
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de los religiosos), la biblioteca, el refectorio, la cocina, la despensa, las caballerizas y las bodegas. En la parte
alta las celdas para los monjes, una de ellas la prioral.
Los edificios aparecen generalmente alineados con la fachada principal del templo contiguo,
absorbiendo en su masa a la portería, pero en algunos casos se ven rezagados, cediendo lugar al desarrollo de un
largo portal de peregrinos que es algo así como una prolongación de la natural portería. En otras ocasiones se
desarrolla dicho portal llevando en la parte superior las celdas de los monjes.
En la fabricación de las casas fue determinante la obra de mampostería para muros y bóvedas, de ladrillo
en ocasiones. La piedra labrada se usó en portadas y arquerías y la viguería se aprovechó ocasionalmente para
formar cubiertas de terrado a los corredores y a las celdas de la segunda planta.
La comparación entre las diversas estructuras que presentan los conventos así como los datos que
proporcionan los cronistas de la época, permiten suponer que los más antiguos son aquéllos que se hicieron a
base de mampostería combinada con espléndidas vigas y los más recientes aquéllos que presentan obra de
cantería, muy especialmente en las fachadas que dan hacia el claustro. Esto quiere decir que durante las primeras
tres décadas de la Colonia, faltando maestros y operarios duchos en el arte de trazar y ejecutar obras de piedra
labrada, los proyectos se ejecutaron en gruesos muros con perforaciones, ya fueran estas las equivalentes a las
arquerías o bien las puertas y las ventanas. A mediados del siglo XVI la situación iba variando en este sentido y
se podía recurrir al montaje de sillares, columnas y arcos de dovelas.
De la comparación también salta a la vista que ninguna de las tres órdenes religiosas limitaron sus
aspiraciones a las modestas necesidades de cada lugar. Los franciscanos debían reducirse a fabricar casas que no
tuvieran más de seis celdas y ni ellos, los humildes por excelencia, se apegaron a sus prescripciones (Estatutos de
la Provincia del Santo Evangelio, ratificados en Roma en 1541). Los dominicos construyeron grandes
monasterios en la región mixteca de Oaxaca. Los agustinos se excedieron aún más en algunas de sus casas (por
ejemplo Actopan). Esto por lo que se refiere a los edificios más importantes, pero en general puede decirse que
se sigue la misma tendencia en los de tipo medio y en los reducidos al mínimo.
En el acabado de las estructuras se destacan las influencias de los estilos gótico, plateresco y renacentista
depurado, raras veces algún apunte de origen mudéjar. Cuando las cubiertas no son de terrado se forman con
bóvedas de mampostería que suelen reforzarse con estructuras de crucería gótica. En las obras de esta segunda
clase, las de mampostería, es muy frecuente que se evoque al medievo exornando las bóvedas con trazos de
nervaduras que no cumplen con ningún papel estructural. Las presentan especialmente las de los corredores de
los claustros y en forma tal, que si no aparecen a todo lo largo, distribuidas en secciones, por lo menos se
introducen en las esquinas, esto último en el claustro alto. El convento de Actopan representa el primer caso. Los
cubos de las grandes escaleras suelen llevar un adorno semejante, y así también algunas sacristías (Actopan).
Para atenuar la monotonía de las bóvedas de medio cañón que no llevan dicho adorno, los frailes por lo menos
las pintan, a veces simulando los trazos de las nervaduras góticas y en otras ocasiones remedando la complicada
labor de los artesonados renacentistas. En algunas estancias del convento de Actopan hay ejemplos del primer
tipo de pintura. Se llegó a dar un caso, el del refectorio de Actopan, en que se horadó la bóveda para representar
con más realismo la imitación de artesonado, luciendo en tercera dimensión los casetones.
Las fachadas exteriores de las galerías de los claustros son la parte de los edificios que dan mayor
oportunidad al lucimiento de diseños de grandes proporciones. Para ellas, los maestros consiguen cuajar obras
más o menos felices y lo hacen ante tres posibilidades: la de masas voluminosas en la parte baja y en la alta, la
de masas solamente en la baja o bien eliminándolas en las dos partes a cambio del mínimo de columnas y arcos.
Una variedad dentro de este cuadro la representan las estructuras de pilarones con columnas adosadas y los finos
arcos que corresponden a estas últimas, las cuales se producen por igual para las partes baja y alta
LA ESCULTURA Y LA PINTURA
En nada como en la escultura se manifestó categóricamente la hibridación de la cultura europea en la
mentalidad y en las facultades manuales de los indios. No fue haciendo la inmensa labor que implicó labrar
cantería para los edificios como se patentizó la fisonomía del proceso de transculturación que se iba operando,
sino que se manifestó refulgente al esculpir los temas ornamentales. Muchas de las portadas de los templos son
furiosamente mestizas: diseños de ultramar y ejecución paisana. Los follajes góticos, la lírica fantasía figurativa
de los estilos gótico y renacentista, la simbólica imaginería del cristianismo de los años quinientos, las generosas
inspiraciones mudéjares, se vierten profusas en las portadas.
Dada la inventiva fecundísima de los indios, toda proporción guardada puede decirse que habían
intentado por su cuenta cuanto hay, aunque tuvieron sus preferencias según grupos y épocas. De esta suerte fue
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que los nahuas para su lapidaria optaron por el relieve anguloso y plano. De tajante cincelado son las
monumentales piedra del Sol y piedra de Tizoc. Y con esta preferencia abordaron las tareas impuestas por los
españoles. Además de las portadas y otros elementos ornamentales de los edificios, los indios esculpieron las
cruces de atrio, los púlpitos, las pilas bautismales y las de agua bendita. Los púlpitos se ejecutan con gran apego
a los diseños europeos: gótico purísimo, sobriamente románico renacentista o a veces rompe con el apego al
diseño y se labra con la rudeza del tajante cincelado indígena donde los ángeles con que se decoran los paneles
remiten a la bárbara sinceridad de sus ejecutantes. Las pilas bautismales y las de agua bendita reviven,
incontenibles, las viejas concepciones globales de los vasos de corazones, los cuauhxicallis, grandes piezas
monolíticas a las que en los nuevos tiempos, olvidando las significaciones idolátricas, se impone la impronta del
cristianismo con sus relieves de historias sagradas, con góticas leyendas indescifrables y con orlas del
franciscano cordón. Algunas de ellas ostentan motivos fitomórficos con un sí es no es, de goticismo o de
Renacimiento.
La pintura mural
Debido a las encarnizadas luchas civiles registradas en la época del México independiente entre las
fuerzas de la Iglesia y las de los gobiernos liberales de México, los templos y los conventos fueron desamparados por los eclesiásticos quedando abandonados o destinados a usos civiles o militares. Por esta razón la
inmensa obra muralista realizada en el siglo XVI en unos casos se arruinó y en otros se cubrió con encalados.
Sin embargo, algunos ejemplares conservados o rescatados evidencian el gran aliento religioso con que se
pintaronSiloslas
muros.
casas de los religiosos que tuvieron a su cargo la evangelización se concibieron de grandes
dimensiones ante los atrios de los indios, si para edificarlas se ensayaron los mejores diseños disponibles, el
acabado final de las superficies lógicamente no podía quedar en el enjarrado de los materiales de construcción o
en la textura de la cantera. Había necesidad de iluminarlas con figuras que atendieran a las exigencias litúrgicas
pero sobre todo aquéllas que hablaran de la historia cristiana y que indicaran a ojos vistas el supremo significado
de la fe. Por lo demás para los frailes y los laicos españoles esto tenía que ser un medio de confortar el espíritu,
tan apartados como estaban del ambiente de la cultura natal. La tarea concebida con grandiosas proporciones, fue
realizada básicamente por los religiosos y por los indios, quienes habían coincidido en tener tradiciones vivas de
la pintura al fresco.
Los temas de las pinturas provenían de dos fuentes. Una de éstas, los grabados que circulaban en libros y
estampas sueltas, así como en telas y láminas traídas de España, Alemania, Italia y Flandes. La otra, la inventiva
de los frailes para relatar pictóricamente la doctrina o los episodios históricos más impresionantes de la
evangelización.
Durante el siglo de la conquista las más elementales necesidades rituales y de ambientación se
transformaron en réplica de la suntuaria medieval y renacentista que se complacía en invadir las superficies con
tableros y frisos dedicados a exaltar alegorías, lecciones e historias sagradas.
Las perspectivas para el dibujo y la pintura eran amplísimas. A los indios les fascinaba engalanar las
cosas y hacer tangibles o visibles sus ideas, que los estados emocionales no se adormecieran sino los
conmocionaran, los poseyeran, no importando la magnitud de los trabajos que tuvieran que realizar con tal de
conseguirlo. Les era necesario hacer cosas importantes para que la vida tuviera importancia. Vivían desde siempre alucinados por grandes dosis de estupefacientes mentales que les suministraban su propia inventiva y los
mecanismos de predominio social elaborados por sus magos y caciques. Y con la conquista todo pasó menos que
se hubiera acabado esa historia, por principio sólo se dobló la página.
Revelador de lo duchos que eran en el arte de la pintura al fresco, es el relato del fraile Motolinía, de que
por el año de 1539, los indios de Tlaxcala habían terminado su capilla del atrio, la que llamaban de Bethlem
(seguramente por su forma de portal que evocaría el de la Natividad), y que para estrenarla la pintaron al fresco
dedicando los tableros a representar el uno, los tres primeros días de la Creación del mundo, el otro, la misma
Creación de los siguientes días, y los demás la vara de Jesé con la generación de María, el seráfico San Francisco
y por último potestades eclesiásticas y seculares.
Conocedores viejos de la técnica muralista y de la pintura en telas, pieles y papeles vegetales, los
dibujantes y coloristas indios radicados en las comunidades de nativos y aquellos otros que deambulaban por los
pueblos de españoles, tenían de sobra quehacer en grandes y pequeña obras. Y cuando no se les encomendaban
murales, lo que hacían eran códices o pinturas ideográficas que servían de memoriales, de matrículas de tributos,
etc. Al principio fueron los amos del oficio, pero con los años se les fue desplazando hasta quedar relegados en
sus congregaciones reducidos a la condición de meros artistas populares, enlechadores de paredes.
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Para asegurar la corrección de los trabajos, el primer Concilio Mexicano reunido en 1555, acordó que
ningún pintor español o indio pudiera hacer imágenes o retablos sin ser examinados por los provisores de la
Iglesia. Dos años después, los del oficio conseguían ordenanzas de pintores y doradores que establecían el
gremio y los múltiples requisitos y prerrogativas para sus miembros. De acuerdo con ellas los pintores se
dividían en imagineros, doradores, fresquistas y sargueros, debiendo demostrar tener conocimientos sobre
pintura al fresco y al óleo, sobre dibujo del modelo desnudo y vestido, perspectiva, arreglo de paños y pintura de
romano.
El muralismo abarcó los interiores y buena parte de los exteriores. Huellas de esto quedaron en muchos
lugares, y existen a pesar del tiempo y de las circunstancias. Cuando un paramento exterior no tenía escudos,
medallones y frisos labrados en el material, entonces se les representaba echando mano de la indígena
combinación del rojo sobre cal al fresco. Hasta figuras humanas se podían incluir entre las representadas. Las
superficies interiores con mayor razón se pintaban como sitios ideales que eran para contener imágenes
aisladas o conjuntos historiados, marcos de romano e imitaciones de artesonados.
Las concepciones urbanísticas
El primer proyecto urbanístico de los españoles en tierras mexicanas se realizó en una llanura no lejana
del gran centro ceremonial de Cempoala, como a cien kilómetros al norte de la isla que llegaría a ser puerto y
fortaleza de San Juan de Ulúa. Corresponde a la fundación de la primera Villa Rica de la Veracruz, muy próxima
al poblado indígena de Quiahuistlán, y se hace trazando iglesia, plaza y atarazanas, «y todas las cosas que
convenían para parecer villa» (Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la nueva España,
T.I., Cap. XLVIII). En adelante, la traza de los centros urbanos se hizo pensando en un tablero de ajedrez, a la
antigua manera romana, tirando las calles a compás y cordel. Lo fundamental es formarlas a partir de una plaza a
la que den los edificios principales: la iglesia, las casas reales, la casa de los naturales, la del cura y, en los
solares vecinos, las residencias de los conquistadores. Entre las previsiones se incluyen terrenos para el atrio de
la iglesia y para el cementerio. En la plaza se han de levantar la horca y la picota como símbolos de la autoridad
del soberano y una cruz de humilladero. Una fuente para surtir de agua a la población es el complemento del
cuadro. Ese patrón urbanístico es una especie de constante para trazar las ciudades del área de los españoles y
para modificar la disposición de las poblaciones del área de los indios. Las necesidades surgidas con la práctica
dieron lugar a que se introdujeran algunas variantes de importancia.
En ocasiones no era posible trazar de la manera básica y entonces se buscaba conservar los elementos
fundamentales distribuyéndolos a lo largo de una o dos calles que formaban las principales arterias del poblado.
Esto ocurre en los reales de minas establecidos por necesidad en las laderas de las montañas. Los ejemplos más
demostrativos los ofrecen las ciudades de Guanajuato, Pachuca, Tasco y Zacatecas.
En otras ocasiones un poblado se forma paulatinamente y cuando adquiere importancia ya no es fácil
dotarlo de la distribución clásica, presentando entonces el aspecto de un agregado informe de callejuelas,
plazuelas, edificios y viviendas. Hay muchos ejemplos de éstos, susceptibles de revelar a los arqueólogos las
circunstancias de su especial desarrollo.
Como recurso surgido de la necesidad suelen construirse fortificaciones que modifican el carácter
abierto de las poblaciones. Esto se hace tierras adentro del país, buscando ampararlas contra el ataque de los
indios. Las fortificaciones se colocan a lo largo de las imprecisas fronteras entre los dominios de los españoles y
los lugares dominados por los indios nómadas y belicosos del centro y el norte de la Nueva España. Las ventas o
lugares de paso hacen todavía más necesarias las obras de defensa puesto que en ellas se resguardan los viajeros
y las conductas o recuas de mulas cargadas de metales. Los presidios son también una expresión de esa
necesidad, constituidos como pequeñas fortalezas dotadas de guarniciones militares. Otro carácter tienen las
atarazanas o fuertes, que mandó construir Cortés para cuidado de la ciudad de México por el lado que daba hacia
el lago de Texcoco, puesto que obedecieron a una mera precaución que no se justificó andando los años.
Los enemigos exteriores también indujeron a realizar obras de fortificación., murallas tiradas entre
baluartes a fin de protegerlas de las incursiones de los piratas. Los puertos tienen que ser protegidos mediante
fuertes capaces de muchas bocas de fuego y de habilitamientos para largos sitios.
La fundación y traza de ciudades se dirige principalmente a satisfacer las necesidades de los españoles
pero también se pone en práctica para reunir o reducir grupos dispersos de indios. Esta clase de fundaciones se
concibió para todos aquellos lugares en que los indios resultaban incontrolables e inaprovechables para
autoridades, encomenderos y eclesiásticos.
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En muchos de los poblados indígenas que hallaron los españoles se había realizado la urbanización con
tal sentido común que únicamente se sustituyeron los adoratorios con los templos cristianos. Estos edificios
religiosos continúan funcionando como centros de las poblaciones. Y obviamente, dada la sustitución de los
adoratorios por los templos, se hizo necesario que habitaran clérigos o frailes españoles entre los pobladores
indígenas. A los demás españoles les estuvo prohibido avecindarse en esas comunidades y por tanto en ellas no
pudieron desarrollarse los procesos urbanísticos ni de cualquier otra especie, regidos por las necesidades de los
blancos. En ocasiones fue preciso crear centros de población española en áreas ocupadas por los naturales y esto
se hizo fundándolas en las proximidades y dándoles el mismo nombre de las congregaciones ya existentes.
Del mismo modo que la presencia de los edificios religiosos cristianos, colocados en el corazón de los poblados
indígenas, acusan la presencia de la Colonia en medio de un cuadro material y espiritual que conserva mucho de
la antigua vida libre, la presencia de las casas de los naturales o del tecpan (palacio de los gobernantes indígenas)
en los pueblos de los españoles, delata la coexistencia de los dos órdenes y dos razas que forman el armazón
principal de la sociedad. Esa coexistencia es tan importante y definida que, de hecho, aun no se borra por
completo. En aquellas casas los caciques atienden los negocios de los miembros de sus organizaciones
supervivientes, tanto de los señores como de los macehuales (servidores), o bien, las relaciones que se hubieron
de guardar con las autoridades españolas.
Cortés, en sus cartas al Emperador, le informó sobre la construcción de las atarazanas (1521-1524) que
darían seguridad a los vecinos de la ciudad de México, tan importantes en su concepto, que hasta no irlas
levantando se abstuvo de hacer el trazo de la urbe (1522). Las piedras del centro ceremonial y residencial de la
arrasada Tenochtitlan sirvieron para construir los nuevos edificios. Muchos de los monolitos basálticos que
representaban a las deidades mexicas fueron aprovechados para labrar sillares o pilares, mientras que otros
quedaron sumergidos en el lodo y los escombros.
Los nuevos edificios se revistieron con los sillarejos de cantera desmontados de los antiguos y
adquirieron así un aspecto prehispánico muy característico. Los pilares de la primera catedral se labraron
echando mano de grandes bloques esculpidos. Tenochtitlan había sido una gran ciudad palafítica con un centro
monumental rodeado de barrios o calpullis. Se había ganado espacio a la laguna de Texcoco haciendo chinampas, esto es, parcelas resguardadas por cercados de morillos clavados en el lodo. Fuera de cuatro calzadas anchas
y rectas, las calles eran muy angostas y a ellas daban los frentes de las casas, sin que se necesitara mayor
amplitud dado que el tráfico se realizaba por los canales que pasaban a las espaldas de los patios y huertos de las
casas. El tránsito se hacía principalmente en canoas (acallis, casas del agua) que se impulsaban a remo o con
pértigas, permitiendo la expedita navegación por la ciudad y mucho más allá, a los pueblos distantes hasta una
jornada, ribereños de las lagunas de Texcoco, Xochimilco y Chalco.
La ciudad estuvo dividida en cuatro barrios a su vez subdivididos en otros menores, teniendo núcleos religiosos
cada uno de ellos, de tamaño proporcional a su categoría. Se ha dicho que la ciudad de Tenochtitlan estaba
formada por cuatro Campan (barrios grandes), cada uno de estos por varios Calpulli (barrios), subdivididos cada
uno en varios Tlaxilacalli (calles entre casas o barrios chicos) formado cada uno por varios Chinampa (parcelas
familiares). (Arturo Monzón, El Calpulli en la organización social de los Tenochca, p. 31).
La traza de la ciudad de México fue encargada por Cortés al xumétrico Alonso García Bravo, que vino
con él a la conquista. Este concibió para México calles formando retícula que se extenderían simétricamente y
conforme a los puntos cardinales, a partir de la Plaza Mayor, en cuyo costado norte se situarían las catedrales.
Estos edificios tendrían el eje longitudinal de oriente a poniente con la fachada principal hacia una plazuela
especial anexa a la Plaza Mayor. Los solares se destinan para los edificios públicos de españoles e indios y para
las casas particulares de los conquistadores y los eclesiásticos. La traza de la ciudad de México no se hace en
cuadras o manzanas cuadradas sino formando cuadrángulos de unos 200 por 100 metros.
El complemento de la traza de la ciudad de México lo impuso la necesidad de convivir con los indios.
Desde un principio y con el buen sentido de servirse de ellos, Cortés procuró que no se ahuyentaran sino que por
lo contrario volvieran a los terrenos de la ciudad destruida y para lograrlo mantuvo el orden que en ella había
existido para mercados y contrataciones, dándoles de complemento político, libertades y exenciones. A esto se
debió que la ciudad quedara marcada con un fuerte sello indígena. De lo que fuera el antiguo y gran centro
ceremonial de Tenochtitlan se hacen solares que quedan hacia el norte de la nueva Plaza Mayor, pero de su sitio
se vuelven a desprender las viejas avenidas que comunican con diversos poblados en dirección de tres puntos
cardinales: al norte con la reducción de indios o pueblo de Tepeyac, haciendo parte del camino que hacia el
noroeste iba tierra adentro y hacia al noreste a Veracruz; al poniente con el de Tacuba; al sur con el fuerte prehispánico de Xóloc, lugar en que se bifurca hacia Chutubusco e Ixtapalapa.
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El recuerdo de los cuatro grandes barrios precortesianos también subsiste. Cada uno de ellos fue dotado
de un templo cristiano a manera de núcleo y siguiendo la costumbre adoptada de manera general por los
conquistadores españoles, se le llamó con el nombre del santo patrono del barrio, antepuesto al viejo apelativo
indígena.El viejo aspecto lacustre subsiste incluso en el corazón de la nueva ciudad. Los canales siguen corriendo
por todos lados, domados en unos casos para darles paralelismo con las calles, en otros tan caprichosos como los
habían improvisado los antiguos pobladores de las orillas de Tenochtitlan. Excelentes medios de comunicación,
las mercaderías entran y salen en canoas por sus aguas y son utilísimos para el drenaje de las casas. Por muchos
años, hasta pleno siglo XVIII, un canal con sus puentecillos se conservó a todo lo largo de la banda sur de la
Plaza Mayor, pasando frente al edificio del Ayuntamiento de la ciudad, que ocupaba poco menos de la mitad, y
al portal perteneciente a los Guerrero, que llenaba el resto. Más de un siglo después, una parte de ese canal
siguió en servicio pasando a un costado del palacio virreinal y dando a la vecina plazuela del Colegio Real (la
Universidad).
Con esa traza inicial la capital del virreinato se fue ensanchando. Se ha calculado que para fines del siglo
XVIII tenía ciento cuarenta mil habitantes y contaba con sesenta y cuatro iglesias y cincuenta capillas, cincuenta
y dos conventos, diecisiete colegios y trece hospitales.
Los monumentos catedralicios
Su introducción en el siglo XVI
A mediados del siglo XVI, habiendo aún poquísimos habitantes españoles en las ciudades, se iban
constituyendo las sedes episcopales y se hacía preciso edificar las catedrales correspondientes. Primero provisionales, pero capaces de riqueza y gran uso como la primitiva de México, que fue basílica de tres naves,
portadas platerescas, alfarje central mudéjar y viguerías laterales por cubiertas. Con el tiempo se convirtieron
en sólidos edificios hermanados con los de España.
La arquitectura de los conventos y las iglesias
Es sabido que una de las perspectivas vitales en el mundo español corresponde a la vida monástica. Tal
hecho tenía que reproducirse en la Nueva España. Lo corrobora la notable multiplicación de las casas de
religiosos y si a esto se agrega la progresiva erección de santuarios, parroquias y capillas a las que asiste el clero
secular, el cuadro muestra la magnitud social del hecho.
Las expresiones artísticas que servían para atender a este género de vida se definieron casi siempre de manera
bien caracterizada en los aspectos básicos, de modo que según fuera la especie de vida así serían las
estructuras y los demás recursos de ambientación artificial. Las aspiraciones a la originalidad se reservaron y
con muchos ímpetus, para los aspectos complementarios del ambiente. Es por ello que, a partir del siglo
XVII, se puede notar que la evolución de las artes se realiza en dos sentidos que son: uno, el conservador que
se sigue en la traza, la distribución y el alzado o montea correspondientes a cada especie de edificios y otro, el
renovador, aplicado a los ornatos, accesiones y mobiliarios cuyas posibilidades estilísticas en evolución se
ofrecen atractivas por igual a religiosos y devotos.
LOS CONVENTOS DE MONJES
Habiendo sido los franciscanos los primeros en llegar a la Nueva España, obtuvieron en la capital virreinal
solares contiguos a la Plaza Mayor que recién se trazaba, pero ellos muy cuerdamente los cedieron para las
obras de la catedral y se establecieron hacia las orillas, sobre la calle que fuera de los plateros (actualmente
Av. Madero), sobre los terrenos que habían sido de la Casa de las Fieras, perteneciente al Palacio de
Moctezuma, en la colindancia de la naciente ciudad con la que se llamó parcialidad de indios de San Juan.
Elegido un solar de más de 30.000 metros, intramuros construyeron su república al estilo regular, con atrio,
templo, capilla de indios, claustro, huerto y cementerio. Pasado el tiempo, el claustro se duplicó para atender
las múltiples necesidades que concentraba como cabecera de Provincia, las capillas crecieron en número
agregadas al templo principal o desperdigadas por las dependencias y la propia iglesia mayor se hizo mejor al
tornarse a reconstruir.(...)
En sus obras, los religiosos adoptaron ciertas direcciones especificas conforme a las cuales fueron
logrados los edificios que aún subsisten. De acuerdo con esas direcciones las casas de los religiosos que tuvieron
a su cargo doctrinas de indios se asemejan en general a las construidas en el ámbito de los españoles. Sin
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embargo, los edificios vinieron a diferir unos de otros por cuanto al excederse de las normas que se establecían y
desentenderse de las censuras que se les dirigían, los frailes de por sí rivalizaban en afanes de suntuosidad y por
lo demás aceptaban donaciones y patrocinios que en proporción a la esplendidez les permitían disponer de obras
variadas y dispendiosas.
Otro motivo de diferencias se originaba en los destinos concretos de los edificios y de sus partes. De este
modo, un convento de cabecera de Provincia tenía que ser más amplio con relación a un subordinado y también a
un reclusorio para enfermos, para colegiales o para religiosos pasajeros.
Los conventos de monjas
Se ha dicho que en los conventos de monjas importa más la arquitectura del encierro que la mínima
ostensible abierta al público, puesto que las religiosas, para vivir su mundo aparte necesitaron sólo un lugar en el
recinto sagrado y a partir de éste, de numerosos espacios comunes y de locales reservados.
La primera organización de religiosas establecida en la Nueva España es de concepcionistas, que
fundaron un beaterio hacia 1540 e hicieron una casa provisional que se transformaría en obra definitiva en 1655.
Con aquélla se inicia una serie interminable de fundaciones, algunas a capricho y vanidad de las propias monjas.
En la ciudad de México, por el año de 1697 era posible contar veintidós beaterías de este género. Estas casas
eran para recogimiento de mujeres blancas sin que se hiciese excepción de ello sino hasta el siglo XVIII en que
se funda el convento capuchino de Corpus Christi, para indias hijas de caciques, al que se hace una buena y
original casa, planeada por el afamado arquitecto Pedro de Arrieta (terminada en 1729).
Al construir las iglesias adjuntas a los conventos se previenen en ellas espacios adecuados hasta los cuales pueda
llegar la clausura. Estos espacios son de tres clases: los coros bajos, los coros altos y las tribunas. Los separan
del resto de la iglesia mediante dobles enrejados además de cortinajes o cribas. Estás últimas son especiales para
la defensa de los coros bajos; las rejas y cortinas para ocultar los coros altos y las celosías o enrejados para
disimular las tribunas que utilizaban las madres superioras. El contacto del mundo clausurado con el mundo
exterior se establecía descorriendo las cortinas altas a modo de permitir a las monjas contemplar el Santísimo
Sacramento. La confesión se efectuaba de singular manera; los confesionarios estaban dispuestos como sillones
de tú y yo empotrados en los muros dando un lado hacia lo zona de clausura y el otro hacia la zona pública del
templo. También se establecía contacto a través de una puerta que se abría a un lado de la reja del coro bajo y se
destinaba para el ingreso de novicias. Finalmente, la relación del sacerdote con las internas para impartirles la
comunión, se hacía a través de una cratícula o comulgatorio que se abría del lado opuesto al de la puerta de
ingreso de novicias, bien enmarcada y pasando el muro por un hueco abocinado que terminaba del lado de la
clausura en una pequeña puertecita. La mayor parte de las iglesias se erigen a modo de que dispongan de coros
muy amplios y bajo el inferior una bóveda para cementerio de las monjas.
Siempre buscando la suntuosidad, las fachadas de estas fronteras entre mundos excluyentes se enmarcan,
cuando menos, con buena obra de cantería y se entrecierran con las férreas rejas que hacia las bóvedas se suplen
por un sutil muro separador formado por un bello abanico de herrería o una gran tela pintada. La puertecilla y
sobre todo la cratícula se arreglan con igual intención, haciendo algunas de éstas labradas para especial regalo de
la vista.
Tras las rejas de los coros la arquitectura monacal se desenvuelve en dos plantas siguiendo dos variantes
que corresponden una a las capuchinas y las carmelitas y otra al resto de las órdenes. Para las primeras se
dispuso únicamente de enfermería, locutorio, refectorio, celdas y sala de entierros, situados alrededor del
claustro. Para las segundas se incluyen esas dependencias a más de jardines plazuelillas, calles, ermitas,
cementerios, etc., advirtiendo que las celdas frecuentemente se componían de recámara, cuarto de criados y
cocina, acondicionadas de manera especial por los arquitectos para alojar a damas ricas y exigentes.
Los claustros aparecen rodeados, por arquerías de adopción general, salvo casos excepcionales, en que
siguiendo la usanza jesuítica se reservan para la parte baja y se cubre de muros con ventanas la parte alta.
Las iglesias de estos conventos son características. Se alinean hacia uno de los costados del claustro, con
el eje longitudinal paralelo al de la calle, quedando dos y hasta tres de los lados absorbidos por los edificios. Si
es éste el estilo general de la disposición algunas veces se cambian los planos y el templo se hace de tres naves, o
se coloca el imafronte hacia la calle dejando la envoltura para las otras tres fachadas. Una torre o una espadaña
hacia la calle son suficientes para hospedar las campanas de repique. El acceso público se efectúa a través de dos
puertas más o menos contiguas, teológicamente dedicadas a la Virgen y a San José, situadas de la mitad hacia
atrás de la nave. Las bóvedas siguen la corriente arquitectónica general de fabricarlas de aristas o de lunetos y la
cúpula tan frecuentemente se omite como se incluye.
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LAS PARROQUIAS Y LAS CAPILLAS
Las expresiones más populares mexicanas del recinto eclesiástico, son la parroquia como especie mayor
y la capilla como menor. La primera equivalente de la catedral, como centro religioso de una circunscripción
urbana y la segunda en muchos casos es una dependencia de la primera. La capilla ciertamente puede construirse
anexa a una parroquia como también a un templo conventual, comunicándose directamente una con otra.
También puede construirse por separado dentro de los terrenos asignados a una parroquia o a un conjunto
conventual y finalmente en un lugar alejado de cualquiera de estos dos. Los donantes o patronos abundan, bien
se trate de comunidades populares, cofradías o simples particulares, y si con sus aportaciones se hacen obras
mayores con mayor razón capillas y sus dotaciones de objetos litúrgicos.
La iglesia parroquial mexicana define su tipo y afina sus rasgos desde el siglo XVII. La planta favorita
es de cruz latina y le sigue en orden de preferencia la rectangular; excepcionalmente se realizan fábricas de tres
naves. A veces se construyen capillas para cada barrio, a veces pequeñitas pero con todos los elementos: plantita
de cruz latina, ábside, coro, portada de estructura arquitectónica, una o dos torres y cúpula, además de decorosos
colaterales, pinturas sagradas y mobiliario.
Lo descollante de las iglesias
Las cúpulas
El airoso remate del crucero, la luz para aliviar las sombrías de las naves, no se intenta en la Nueva
España hasta fines del siglo XVI. Toussaint llama protocupulares a las primeras bóvedas combas desarrolladas
en la sección central de los cruceros, derramadas inmediatamente sobre los arcos fajones. No las pudo haber con
anterioridad porque se trazaron las naves sin cruzamientos y corriendo las bóvedas a todo lo largo de las
recintos, el crucero señalado sólo con pilastras y arcos de especial categoría formal. Y en muchas iglesias no las
hubo por cubrirlas alfarjes en cuyo desarrollo fueron incompatibles, o por llevar torres de madera y plomada en
vez de cúpulas.
En el siglo XVII y de manera desbordante en el XVIII, los templos del ámbito español se edifican o se
reconstruyen adoptando generalmente el tipo de planta de cruz latina o el cuadrangular, llevan sólidas cubiertas
de bóveda de aristas, prominentes lucernarios en los cruceros y torres para muchas campanas. Por otra parte, las
parroquias y capillas que se levantan por esos siglos en las cabeceras de población y en los barrios de los indios,
se proyectan fuera de las limitaciones regulares que habían regido para los templos conventuales construidos en
su ámbito durante el siglo XVI y vienen a imitar a los modelos de las ciudades. En todas partes el gusto por estas
linternas es tal, que de ser posible se introducen en la zona del crucero, haya o no naves que se entrecrucen, y
también en otras secciones de las naves.
La expresión clásica de la cúpula: tambor, casquete esférico, y cupulín se realiza de manera generalizada
en las grandes construcciones del siglo XVII, planeadas por entonces o con anterioridad (es el caso de la catedral
de México). Se continúa el uso durante el siglo XVIII, conservándose bien definidos los elementos de su
estructura, una interpretación a base de masa consolidada, y un gusto alegre y discreto puesto en el acabado. De
ese modo son todas hasta no llegar la época del neoclasicismo en que, diseñadas con inusitados alientos
artepuristas de arquitectura de sillares y de órdenes clásicos, en adelante se propagan así. La innovación se
registra en la propia catedral de México cuyo primitivo y pesado cimborrio de los seiscientos (1666) fue
sustituido por el ligero, neoclásico y afrancesado, que proyectó Manuel Tolsá.
La solución novohispánica dada a las cúpulas puede caracterizarse como de una obra compacta de
materiales de albañilería y no como una construcción armada de piezas para estructurar columnas, arquitrabes y
bóvedas. En ese plan de concepción y ejecución muy del país, las cúpulas forman una sólida estructura de
tambores y medias naranjas cuyo aspecto de gravedad se rompe gracias al cupulín.
Esta manera de proyectarlas se explica por una tradición que sacrifica los recursos de la mecánica de las
estructuras de piedra, de tipo gótico o renacentista, en favor de una solidez arcaizante. Conforme al sistema de
masas de mampostería o de ladrillo se hacen la mayor parte de las cubiertas correspondientes a los edificios del
siglo XVI y las obras ulteriores vienen a ser una especie de prolongación de las mismas. Por lo demás, es
explicable que se hicieran así, dado que extensas zonas del suelo mexicano resienten frecuentes temblores de
tierra y el sistema masivo ofrece mayores garantías de resistencia. Para corroborar esta suposición basta observar
con cuánta frecuencia se rebajan los tambores y las bóvedas o se apuntalan los conjuntos mediante arbotantes o
contrafuertes.
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Ante esa perspectiva histórico-práctica, los arquitectos se contentaron con dotar a sus obras de ventanas
o claraboyas que habrían de funcionar en lugar de las fórmulas clásicas concebidas para eliminar los muros, es
decir, como meras horadaciones de estos últimos, más o menos atrevidas. Enfrentándose pues a las
circunstancias, consiguen cuajar un tipo de cúpula muy mexicano. Y como complemento de la concepción
general, desarrollan modalidades muy singulares para la conformación de las masas, de los perfiles de los vanos
y tambores y de los adornos de rematamiento. Algo notable es que esta tendencia no se cumple en muchas obras
y en cambio sí se aparenta. De acuerdo con el gusto barroco por el alargamiento vertical, los casquetes debían
peraltarse y así se construyen en muchos casos, pero se les hace arrancar dentro del tambor, o detrás de los
marcos de los vanos que los perforan y con ello se les resta la apariencia de esbeltez.
El rasgo fisonómico más peculiar del mexicanismo de estas cubiertas reside, por consecuencia, en la
enfatización del rebajamiento que sugiere la simulación externa del tambor, la cual se complementa con otros
vistosos artificios. La imitación se logra formando una elevada corona que arranca del anillo de sustentación del
casquete esférico o de los gajos de la bóveda. Una variante de ese juego artificioso, en que el tambor apenas si
esbozado se une en tangente y hacia la base con la cubierta, es la bóveda perforada en cuatro direcciones, o en
ocho, con grandes portadas o marcos independientes para cada ventana o claraboya. Dichos marcos de las
ventanas con sólo ligarse entre sí, mediante arquitos complementarios, forman fácilmente un seudo tambor. Por
lo demás, esas estructuras siempre se rematan con graciosos cupulines que van a morir en un globo o en una cruz
de forja, sino es que en una peana y una imagen de escultura. El conjunto siempre guarda semejanza con la
forma de una sopera o de una azucarera. La obra del falso tambor o de los marcos de ventanas, se gusta de
adornar con esbozos de frontones, remates tales como ánforas, figuras de piedra o de cerámica, perillones o
pirámides, buscando alegrar y mover las siluetas.
Además del mexicanismo de esa composición, otros aspectos hacen característicos a la semicúpula y a la
cúpula misma, así como al chapitel. Las superficies de los casquetes en general se adornan cuando no de ladrillo,
de ladrillo y azulejo o exclusivamente de azulejo. Esto último con azulejería policromada y haciéndolo de
manera total, a fajas o en zonas. El tapiz puede ser una simple cuadrícula o bien esta misma con intercalaciones
de grandes estrellas estilizadas.
LAS TORRES Y LOS CAMPANARIOS
Muy útiles para la vigilancia en los primeros tiempos de la Colonia, las torres de tipo campanil medieval
construidas en el ámbito de los indios, andando el tiempo se convirtieron en triunfales campanarios. Anchurosas
o esbeltas, las del siglo XVI destacaban de las grandes masas conventuales y dominaban a lontananza. Pocas
campanas podían llevar en sus alturas, sólo las indispensables para llamar a las devociones y a otros menesteres.
En el ámbito español de la Colonia las medievales torres de los primeros decenios desaparecen dando
cabida a las estructuras de tipo moderno, herrerianas, barrocas o neoclásicas. Compuestas por cubos casi ciegos
y por campanarios de múltiples ojos, con estas características son un factor muy importante de la estabilidad de
los imafrontes de los templos y se desarrollan simultáneamente como parte de las estructuras, como campanarios
para más y más timbres y como motivos de suntuosidad. Se aprovechan para enfatizar la creciente altura barroca
de los recintos, de los accesos, de las portadas y de los piñones que suelen rematar a las fachadas. Con las
cúpulas o semicúpulas que junto con ellas vienen a ser imprescindibles, se forman tríos de apuntamientos, de
expresiones de ascencionalidad. Todas esas funciones se llenan con perfección en los templos del clero secular y
no tanto en los de otros orígenes puesto que aquellos edificios se conciben en redondo, como obras autónomas, y
en cambio en los templos anexos a los conventos de varones o de mujeres las estructuras se supeditan a las
necesidades particulares de los mismos y tienen que integrarse y equilibrarse con ellas. Los templos a cargo de
monjes llevan los imafrontes paralelos a los frentes de las casas de retiro mientras que los pertenecientes a
monjas en general carecen del imafronte y corren paralelos a una de las alas del edificio dando a la calle el otro
de sus costados. Por consecuencia los templos de la primera clase generalmente llevan una o dos torres y los de
la segunda, una o ninguna, aquélla dispuesta a los pies del templo y al lado de la calle.
La función del campanario fue extraordinaria. Y es que si hubo algo intenso durante la Colonia, al grado
de supervivir hasta nuestros días como costumbre provinciana, es el gusto por las celebraciones ruidosas, las
fastas y las nefastas. Con los enfloramientos de las portadas, los toldos callejeros de hilos de juncia y de papel
picado multicolor, con las cadenas policromas de papel de china, el estallido de los cohetes y la vocinglería de
las campanas, el alma mexicana aprendió a ponerse fuera de sí. El tañer de esquilas y esquilones, de campanas
mayores, menores y de queda, de las indicadas para cada caso y de todas con ser posible, doblando solemnes o
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repicando al vuelo, era y sigue siendo como una voz de la conciencia pública, señal de las horas, timbre de los
acontecimientos.
Como corroboración de su importancia, nada hay más indicativo que este hecho: apenas terminado el
primer cuerpo del campanil oriental de la catedral de México, el virrey en persona se ocupó de conseguir las
veintiún campanas que podía albergar en sus veinte arquillos y bajo su bóveda.
Contra lo que ocurrió con los compactos y austeros campaniles medievales que se adoptaron en el siglo
XVI, los campanarios de la época barroca tienden a crecer y a engalanarse descollando sobre los caseríos, más
arriba de las cúpulas, con uno, dos y hasta tres cuerpos afianzados en los cubos. Estos últimos se elevan hasta el
nivel de las bóvedas de los templos de que forman parte y sobre ellos los arquitectos ven el cielo abierto. Pueden
crecer mas o menos atrevidos y todavía prolongarse en los cupulines que se alargan con tamborcillos y
chapiteles tras los cuales siguen aún remates de globos o de cruces. Mantienen durante cerca de dos siglos una
barroca y parsimoniosa fastuosidad que afecta a sus estructuras y ornamentos. La ceden únicamente ante la
aparición del neoclasicismo.
LAS PORTADAS
En el proceso histórico que se desarrolla en el correr de los siglos XVII y XVIII y durante los cuales se
consolidan el régimen colonial y las drásticas divisiones de clases sociales, el barroco se presta a maravilla para
expresar esas condiciones de vida. Inalterables los estamentos, asumen toda iniciativa las clases privilegiadas: el
clero y los hombres de fortuna hacen gala del poder con los valores del honor, de la riqueza y del arte. Al boato,
a la ostentación, responden los amplios y expresivos recursos del barroco y se adoptan tal y como se aborda en
general a la vida, por lo más ostensible o representativo, sin preocupaciones de fondo. De otra manera no se
explica que participando en los vuelos del barroco los hombres de la Nueva España hayan respetado las fórmulas
arquitectónicas básicas del Renacimiento, y de más atrás, y se hayan dedicado a transformar únicamente las
partes de mayor exposición. Coincide con la manera de vivir toda, de una sociedad cimentada en el trabajo de un
gran número de esclavos negros, de castas serviles y de indios tributarios, toda esta gente sustentada en un
régimen sin perspectivas de ningún género y explotada por una minoría blanca dueña de vidas y haciendas y lo
que es más, del presente y del futuro. El barroco colonial es la expresión de un lucimiento cifrado en la vanidad,
en la aplicación de grandes energías al afianzamiento del prestigio mundano y sobre todo, a los medios
disponibles para eternizar las posiciones privilegiadas en el más allá religioso. Los estratos populares no se
libran de esos destinos, puesto que en aquello que tienen que crear para atender a sus propias necesidades se
desliza algo de esa manera de ser y arraiga en ellas del modo popular, y esto ocurre porque ellas hacen la parte
obrera de muchas de las cosas e incluso por natural simbiosis.
Toda una cosmovisión, un régimen social y una tendencia histórica se cristalizan de la manera más
indicativa en las portadas y los retablos de las iglesias de los siglos XVII y XVIII. Los maestros crean sucesivos
modelos bajo el acicate de exigencias virtuosistas. Lo virtual va supliendo a lo racional. Dos caminos tienen para
realizarlo: el de las formas arquitectónicas y el del tratamiento litúrgico de las composiciones. Creen siempre que
están haciendo obra moderna y no cesan hasta que la reacción academista los sacude y los barre expresándose
con horror de sus fantasías. Nunca olvidan los símbolos religiosos de la imaginería, aunque los sometan a
subordinaciones y supresiones impuestas por el afán de hacer apoteosis de los cuerpos, de los adornos
esteticistas.
En el ámbito español de la Colonia, la historia de las portadas barrocas se inicia con la introducción del
estilo llamado postherreriano y se continúa con la evolución que va rebuscando progresivamente en las
potencialidades de las formas hasta ir a dar en el estilo de Rivera y los Churriguera. Por los caminos del barroco
se tiende a lograr una lujuriosa combinación de viejos y nuevos motivos ornamentales que por igual llegan a
abarcar los del Renacimiento y los del rococó. Y tras del agotamiento de posibilidades tan ensanchadas, viene el
derrumbe y la salida por el neoclasicismo. El recorrido, conforme se desglosa en modalidades, adquiere
características regionales y aún las personales de celebridades en el oficio. Empero, lo dominante en el trayecto
creativo es que se mantiene una especie de emulación dentro de la similitud, entre las portadas y los retablos, tan
importante que cuando no se llega al extremo de la asimilación casi completa que se registra por ejemplo, bajo
los dictados de la modalidad churrigueresca, por lo menos produce aproximaciones de la índole de las portadas
con relieve central que se inspiraron en los retablos de ascendencia góticoplateresca. Al contrario de lo que se
registra en la evolución del retablo, la portada refleja con más constancia el paso de los estilos. Su punto de
partida es la estructura clasicista del arco de triunfo romano y si se quiere ver más escuetamente, de la
composición de columnas y entablamento que es propia del pórtico griego. Su desarrollo se cifra en la violación
de los cánones clásicos y en la hibridación con otros estilos, siempre en pos de riqueza, efectismo y movimiento.
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Mucho se ha dicho acerca del incremento de las libertades barrocas que exacerbadas llegan a delirios de
plasticidad. Nada más exacto. Empero, lo que se va creando es un espacioso acicalamiento dentro de un orden
lógico indeclinable. Las libertades dichas se producen sobre un esqueleto perenne al cual puede afligirse con
todas las extorsiones, contorsiones y distorsiones imaginables, pero nunca disolverse en volúmenes informes ni
tampoco suprimírsele. Por ello en las composiciones siempre se aprecia en alguna medida la construcción de
soportes y entablamentos, incluso en aquellas barrocas extremadas que parecen selváticas marañas de follajes,
recorte de cartonería o cuerpos sólidos reduplicados.
En el ámbito de los indios la vida decae sensiblemente tras el siglo de la evangelización, pero surgen
nuevas edificaciones y en ellas se reflejan los gustos del ámbito de los españoles.
Puede decirse que a partir de 1615 en que se concluyen las portadas traseras de la catedral de México en
el estilo clásico herreriano, durante los siglos XVII y XVIII las que se diseñan son barrocas. Cesan de serlo a
fines del siglo XVIII con la introducción del movimiento neoclásico.
A tres clases pueden reducirse las portadas eclesiásticas de la constelación barroca. La primera
corresponde a las tendencias generales para el diseño de las portadas. La segunda, a las elaboradas por algunos
maestros que acusan una personalidad artística capaz de hacer escuela y de repercutir más allá, combinando
formas barrocas con elementos de otras filiaciones, estilizando y acoplando una y otras para lograr su propio
estilo. La tercera a las portadas de tipo regional que, haciendo eco a modelos afamados y frecuentemente
matizados por motivos secundarios de origen popular o realizadas con materiales igualmente populares, logran
destacar por su originalidad.
Las portadas de la primera clase se distinguen por el empleo de los órdenes a base de pares o tercios de columnas
que sirven para enmarcar en uno, dos y hasta en tres cuerpos los sucesivos vanos de las fachadas. En ocasiones
se evita el volumen de las portadas mediante símiles formados por pilastras y entablamentos adosados, de escaso
relieve. En las primeras que se labran de este modo se incluyen el frontón y los perillones de remate, mientras
que en las ulteriores se rompe aquél para encajar entre sus brazos el gran escudo de la realeza. Las columnas o
sus equivalentes, inicialmente son clásicas en sus más austera expresión, cambiando a salomónicas estilizadas
conforme el barroco se desarrolla y luego a pilares estípite. Los intercolumnios a veces no son excesivamente
estrechos y entonces sirven para alojar nichos y esculturas, a la manera renacentista. La entrecalle central se
aprovecha para ubicar de arriba a abajo, vanos o nichos, pero especialmente relieves historiados que se
ennoblecen con marcos que replican a los de entalladura de madera.
El máximo recurso decorativo opcional de estas portadas es el dicho relieve central. Se toma de los
retablos renacentistas y se le saca a la calle. El relieve representa una historia sagrada o la imagen de un santo
dignificando el conjunto estético, integrado valores diversos, humanísimos. Indica la preferencia por la luz
sobrenatural que habla directamente a la conciencia humana posponiendo la luz natural que en todo caso es obra
de Dios y no la imagen divina en sus episodios terrenales. Es el recurso artístico que compagina inteligentemente
las posibilidades de las composiciones clasicistas en que se perdía el sentido escenográfico tan caro a la Iglesia
medieval, con las prodigiosas representaciones de los tiempos pretéritos. Es sin duda un nuevo desplante logrado
para mantener en la actualidad creadora algo que parecía haberse olvidado, esforzándose por vencer la
imposibilidad de volver hacia atrás y repetirlo. Después de los frontones griegos, de los áticos romanos, de los
tímpanos romanicogóticos y de las enjutas platerescas, la necesidad de plasmar las eternas enseñanzas en el
lenguaje de la plástica, se corrobora así y se logra en esta especie de telas trasladadas al relieve, puestas ante el
mundo, apretadas por un marco espléndido.
El tipo de portada de inspiración clasicista, incluyendo uno o más relieves o prescindiendo de ellos, fue
el favorito en la Nueva España, dejándose sentir tanto en las composiciones más simplificadas como en sus
opuestas, las que llevarían el rebuscamiento del diseño hasta el extremo. Su esqueleto de columnas y
entablamentos se maneja con progresivos movimientos y rupturas. Es por ello que en el avance del gusto por el
barroco encajan de maravilla la columna salomónica y más tarde el pilar estípite churrigueresco para suplir a la
columna clásica.
Las obras de la segunda clase en el grupo de tres, son aquéllas en que los diseñadores españoles o
criollos catalizan de modo personal el momento histórico y las condiciones del país en que se hallan viviendo y
les confieren su marca. A éstas pertenecen las obras maestras de la Colonia puesto que, aun inspirándose en
ejemplos de ultramar, el resultado toma un definido cariz de la tierra. Y más que por la manera hábil de seguir
las corrientes generales y los usos paisanos, en ellos se admira la forma de recomponer y de mezclar incluyendo
recursos que están fuera de la corriente ordinaria; su capacidad de aprovechar motivos pertenecientes a terrenos
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abandonados o extranjeros. No siempre se sabe quienes fueron los autores pero la maestría de las obras apunta
muy claramente hacia personalidades imaginativas y bien informadas.
LOS TRABAJOS EN ESTUCO
De la labor estética de ornamentación que se desarrolla durante el siglo XVI en las bóvedas de crucería o
de casetones, en las techumbres de alfarjes y en los muros recubiertos de pintura historiada, durante los dos
siglos siguientes se pasa a la de estucos adheridos y a la de retablos adosados, sin que ello fuera obstáculo para
que subsistiera por algún tiempo el gusto original por los encasetonamientos y por la carpintería en blanco.
El estuco sirve como ningún otro material para ennoblecer muros y cubiertas, tan presto en un plan de
grandes pretensiones europeas en el diseño y en el oficio artesanal como en un plan modesto de copias
ingenuas, de estilizaciones que forman tradiciones regionales, de arreglos libres francamente populares. Con
ese material en general se replican los motivos del grutesco y de la cartonería renacentistas, así como el
alicatado de origen morisco y aún, la arquitectura decorativa y la estatuaria barroca.
El estuco, el barro cocido, la mezcla que los poblanos llaman pegoste, permite atender a la necesidad
decorativista de la época barroca. Aquél se maneja por doquier y el segundo sólo en el área de Texcoco. Todos
contribuyen a dar suntuosidad a las casas divinas y humanas. Y lo que es más, de la introducción de las labores
en estuco se hace arrancar el proceso artístico del barroco decorativo. Como punto de partida y como fuente de
generación de la gran eclosión, es pues un hecho muy importante.
Se supone que los primeros estucadores vinieron de España por la cuarta década del siglo XVII,
radicándose en Puebla de los Angeles y desplazándose desde allí a Oaxaca. Es indudable que a una causa de esta
naturaleza pueda atribuirse el hecho de que en el área poblana haya resplandecido esa artesanía como en ninguna
otra. Con estuco se revisten bóvedas, pechinas y pilastras del interior de los templos, las fachadas de algunos de
éstos, los exteriores de ciertas galerías conventuales, de muchas de las torres y también de los casquetes
cupulares. En el área están las obras maestras de la Nueva España. Al éxito y primor del trabajo de los
estucadores debe atribuirse que se adopte ese tipo de emplastamientos o de réplicas en piedra para decorar
fachadas.
LOS RETABLOS BARROCOS
Un paralelismo obsesivo dominó el diseño de la arquitectura de portadas y retablos durante los siglos
XVII y XVIII. Esto es tan notorio que aún rebasada la época barroca y adentrada la neoclásica, la portada se
sigue diseñando como retablo y el retablo como portada. En verdad, el retablo es lo que se traspone a la calle,
con su gran esqueleto reticular si es barroco y porticado si es neoclásico. Bajo el imperio del barroco únicamente
se sustituye al Tabernáculo por la puerta y la obra de madera, los estofados y las telas, por las pétreas estructuras,
las imágenes de bulto redondo o en altorrelieve y las historias sagradas en relieve. La transposición, más que
obedecer a una intención de propaganda de la fe o de enseñorear los lugares públicos, es una manifestación
catalizadora de los valore actuantes en las mentes eclesiásticas y laicas de los hombres de la Colonia.
Para el cristianismo que echa sus raíces españolas en el Nuevo Mundo, los retablos son una necesidad
litúrgica y a la vez la expresión de un anhelo por dar tangibilidad o presencia a las sublimes ideas de su
cosmovisión. Obras de operarios indígenas o de maestros inmigrados, para mediados del siglo XVI muchas
iglesias del ámbito de los indios y del ámbito de los españoles, ya los lucen. Se da principio a la tarea de
conformarlos desde el momento en que una estampa presidía un altar rodeada de la fastuosa pero efímera
composición de un indígena marco de flores o de plumas multicolores; se da un paso más en cuanto se pasa a
representar un verdadero retablo mediante pintura sobre la pared y finalmente se llega a tenerlos con construcción en madera o en piedra, de esta clase de marcos o montantes de imágenes.
Para el hombre colonial la presencia del retablo era indispensable y si de algo se preciaban los
eclesiásticos era del número y la riqueza de los que poseían en iglesias, oratorios, capillas y hasta en sencillas
hornacinas Para los laicos eran motivo de lucimiento por cuanto podían donarlos y si eran pobres por lo menos
dotarlos de alguna tela o imagen pagada de sus peculios. A nadie importaba sobrecargar los espacios de las
iglesias con la abundancia de estas obras y tampoco interesaba que unos nuevos desentonaran en estilo ni
proporciones con otros anteriores.
La función del retablo es la de servir de fondo ilustrativo y a la vez de señal de dedicación al altar que
acompaña. En la práctica colonial el retablo evoluciona, tanto por lo que se refiere a la retícula arquitectónica,
como a la imaginería que se monta en ella. Una idea lo domina siempre y es la de exaltar la santidad bajo el
dominio de Dios Padre. Esto hace que en cualquier momento de su desarrollo aparezca como un desplegado
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piadoso, unas veces circunscrito a honrar a una imagen, otras a una historia de santidad, algunas más a un
conjunto de imágenes de santos y en casos extremados a la representación simultánea de historias y de imágenes.
En los que pueden considerarse como ejemplares maestros, pertenecientes a la cauda del Renacimiento, la calle
central es la que hospeda los motivos más importantes: bajo el busto del Padre que bendice en lo alto con una
mano y lleva la bola del orbe en la otra, lo usual es que se represente la escena del Calvario, tras de ésta, algún
pasaje de la historia del santo al que se dedica el retablo y en un cuerpo más bajo, alguna imagen de la Virgen.
Siempre hay unidad lógica en el programa de representaciones que se planea para cada retablo. Puede alterarse la
regla general pero no la coherencia entre las figuras o la unidad de los motivos alusivos del tema dominante.
El trabajo material del retablo es muy complejo pues implica la colaboración de diseñadores, carpinteros,
entalladores, ensambladores, enyesadores y doradores, amén de los pintores e imagineros. Hubo casos en que
por labrarse en piedra, la labor se simplificó un tanto quedando a cargo de escultores y doradores.
En su evolución los retablos registran cambios muy notables, por prestarse más que ninguna otra cosa a
que se hiciera gala de lucimiento acentuando las potencialidades de los distintos recursos estilísticos. Y como
complemento podían dorarse y sobre el dorado policromarse, aplicando colores nobles y preciosos. Los retablos
dorados son el índice más claro y terminante del sentido de orgullosa ostentación con que los nuevos ricos del
Nuevo Mundo abordaban la vida.
LA CASA COLONIAL
Los conquistadores triunfantes, como lo hicieran los frailes algunas veces, mientras construyen sus casas
habitan las residencias que la muerte y la dispersión por la lucha de conquista deja vacías. Se ordena la traza
de las nuevas ciudades sobre las ruinas y el arrasamiento de las anteriores. Las manifestaciones de las culturas
originales y milenarias tienen que ser destruidas. La tierra y el olvido deben tragarse fatalmente a los
inauditos esfuerzos materializados en las cosas y con ellos el caudal de alucinaciones con que abordaban y
hacían su vida los naturales.
La erección de ciudades y fincas rurales españolas es una necesidad generatriz de la Nueva España, del
Nuevo Mundo.
Para construir las casas se principia por el reparto de solares en las ciudades de nueva fundación, hecho
por los Cabildos en proporción a los méritos de los conquistadores, subsistiendo en adelante esta costumbre. De
acuerdo con esa norma se conceden también mercedes de tierras que formarán las estancias de los españoles en
el campo, entre las posesiones reconocidas de los indios, independientes de las encomiendas que implicaban
solamente la prestación de servicios y tributos.
En el suelo de escombros de Tenochtitlan son para Hernán Cortés los principales solares que dan hacia
la Plaza Mayor, o Plaza de Armas, trazada por Alonso García Bravo, y los contiguos capitanes de la conquista
tales como los Guerrero, los Avila, Gonzalo de Salazar, Gómez Dávila, en fin, una serie que menciona el
cronista Cervantes de Salazar en sus Diálogos. Para las necesidades edificatorias del común no se previnieron
solares suficientes originando problemas a las instituciones civiles o eclesiásticas de ulterior radicación, los que
tuvieron que resolverse con la compra de casas y predios de los que fueron asignados a los primeros vecinos. Los
grupos rotatorios de indios encomendados que enviaban los pueblos fueron los encargados de edificar sobre los
solares. Con el paso de los tiempos las casas se multiplican para dueños y arrendatarios, creándose al parejo
residencias y vecindades. Surgen conventos para hombres y mujeres, hospitales, colegios, hospederías y casas
para instituciones públicas. Los estilos se suceden no sólo reflejando las concepciones sociales de la vida pública
y privada sino siguiendo las modas españolas.
En las construcciones urbanas del siglo XVI hay mucho de medievalismo, aunque se guste de la
suntuosidad renacentista. En los edificios se revela el ambiente de expectación entonces reinante o por mejor
decir de desconfianza y hasta de belicosa defensividad, por ser semiclausurados al exterior, abiertos con
franqueza al interior. Contribuyen a ello no sólo los masivo de las construcciones sino la escasez de vanos en las
fachadas, y los torreones y almenas que las coronan. Algunos muestran galerías en lo alto, buenas para el solaz
de los moradores, sin que representaran ningún peligro debido a su propia altura. Durante el siglo XVII las
construcciones fueron cediendo en hermetismo, aunque se conserven huellas de retraimiento al dejarse para los
pisos bajos los portones macizos y las claraboyas y para los altos los balcones y ventanas pequeños y muy
espaciados. En el siglo XVIII la transformación se extrema creándose una arquitectura reveladora de gran
prosperidad y de confianza sociales. Se establece un equilibrio en la vida civil de tal manera que puede reflejarse
por igual a fuera y adentro de las residencias. Se clarean las fachadas con grandes puertas, ventanas y balcones,
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siendo estos últimos definitivamente importantes pues por su disposición se puede estar en la calle sin dejar las
casas; se pueden presenciar los desfiles y procesiones haciendo ostentación de riqueza al engalanarlos con
lujosas colgaduras o guardamalletas.
El asentamiento, la estabilidad de la vida colonial que llega a reflejarse en la arquitectura es más
evidente por los grandes bríos con que se construyen o renuevan ciudades y villas. Los mineros afortunados, los
comerciantes, los dueños de obrajes, los hacendados y los clérigos ponen sus mansiones a tono con los tiempos
que van corriendo. No se quedan atrás en el afán por la suntuaria que se persigue para los conventos, las iglesias
y los colegios. Si por sus riquezas eran capaces de hacer munificentes legados para obras pías, con mayor razón
podían disponer de larguezas para sus moradas. Por ello no hay ciudad colonial sin huellas de opulencia. En su
visita a la de México, a mediados del siglo XIX, el sorprendido viajero inglés Charles Joseph Latrobe hubo de
llamarla Ciudad de los Palacios. Esto da idea de lo que era a ojos vistas. El cuadro debe completarse sin
embargo, con la mención de las casas de campo, las huertas y los jardines que les servían para el deleite privado,
de los paseos, los teatros, las plazas de toros y los palenques de gallos en que hallaban la sociabilidad y el
esparcimiento, finalmente las fincas que construían para haciendas de campo o de beneficio de metales.
La casa colonial es ante todo una organización de salas, corredores y portales que se trazan alrededor de
un gran patio cuadrangular. Un segundo patio suele complementar al primero descargándolo de las servidumbres
domésticas y de las bestias. Los diversos programas constructivos encuentran solución sobre esas bases y se
desarrollan en una planta, en dos o en dos más entresuelo. Si las casas se construyen adaptadas a las estrecheces
topográficas de los reales de minas los patios se acortan, pero cumplen la misma función. Los edificios de
carácter social obedecen a principios análogos, distinguiéndose sólo por la mayor o menor amplitud de los
programas, que se traduce en la multiplicación de la unidad básica. Las casas de vecindad, grandes
abigarramientos de habitaciones y cocinas, convergen también en los patios y resuelven en éstos las necesidades
de servicios comunes y de actividades colectivas.
A la calle las fachadas son ostentosas, de acuerdo con la calidad y esplendidez de los dueños. Cuando
éstos no son acaudalados las dotan, por lo menos, de un cierto aspecto de dignidad. Las del siglo XVI presentan
dos tipos de solución, el uno de hacerlas mostrando en el nivel de la calle el gran portón de acceso y las
reducidas puertas de las accesorias rentables, siguiendo hacia arriba las ventanas, balcones y galerías; el otro, de
edificarlas con portales al frente, haciendo avanzar las estancias superiores hasta el paño exterior. Los vanos se
clausuran con sólidas hojas de madera y a las ventanas se les asegura con rejas de forja. Para cerrar el paso del
aire en las claraboyas, es frecuente el empleo de hojas de traslúcida y veteada piedra poblana de tecali que
matiza la luz con delicados tintes verdosos y ambarinos. Los hierros que se emplean para dar seguridad a
puertas, ventanas y balcones, llegan a ser modelos de dibujo barroco.
VISIÓN DE LAS CIUDADES EN EL SIGLO XVI
Observando en los dibujos existentes cómo era la ciudad de México por los años del medio siglo, en el
centro y muy en especial sobre la Plaza de Armas, se ven una serie de edificios de aspecto medieval atenuado
por galerías de inspiración renacentista italiana y por portadas y columnatas de la especie estilística del
plateresco. Alternan con las construcciones religiosas y están rodeados por los caseríos del pueblo indígena, a los
que siguen las aguas de la laguna de Texcoco.
Las portadas de las principales casas de la ciudad son como las que se crean paralelamente en otras
ciudades, realizadas a base de anchas jambas y dinteles, estos últimos dovelados o monolíticos, sobre los que se
apoyan cornisas de donde arrancan, a veces, balcones rematados por amplios antepechos blasonados o bien se
siguen paramentos esculpidos con escudos: a un nivel superior ventanas diminutas, análogas a las usuales en los
conventos, incluso con su marco de piedra cerrado por el favorito arco conopial.
Hacia el noroeste de la Plaza está la primitiva catedral, pequeña, de tres naves, la que muestra portadas
platerescas y hacia el oriente de la misma se ven los terrenos en que se excavan las cepas para los cimientos de la
que habrá de ser gran catedral.
Fuera de la ciudad de alargadas calles, lejos de casas y conventos, de campanarios, terrazas y torreones, las
calzadas y vericuetos en aquellos tiempos llevan a ermitas y poblados de indios, que blanquean aquí y allá el
paisaje hermosísimo del valle de México. El paisaje es impresionante por sus montañas de nieves perpetuas, de
faldas cubiertas por bosques; por sus lagos, tres de aguas dulces y uno de saladas, y sobre todo por la nitidez
fulgente de sus aires.
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LAS CASAS DE LA ÉPOCA BARROCA
Con el paso de los años, las construcciones se renuevan perdurando sólo algunas. Las obras de adobe se
cambian por otras de mampostería durante la segunda mitad del siglo XVI. Se sustituyen los primitivos terrados
permeables de las cubiertas por otros impermeables de vigas, tierra y enladrillado. En la ciudad de México la
necesidad de hacer cambios es más aguda porque todo se desquebraja debido a las malas condiciones del suelo
pantanoso. Siempre se busca la durabilidad pero contribuye a destruirla lo cenagoso del terreno y ya no se diga
los frecuentes temblores de tierra. Se ensaya la cimentación prehispánica de las chinampas formando
empalizadas hundidas en el lodo para retener el deslizamiento al recibir la carga de los edificios, y si no, se
construye sin cimientos para aligerar el peso de las estructuras. Sin embargo, todo acaba por desquebrajarse o
bien por flexionarse, ondulándose horizontalmente los edificios. Por causas históricas o naturales el hecho es que
cambia la fisonomía de las ciudades y que la transformación asume características regionales muy definidas sin
que esto sea obstáculo para que se refleje en todas partes la evolución general de la vida social y el deseo de
adoptar las innovaciones estilísticas. El ambiente interior de la casa colonial se crea con dispendio y lo que se
hace en la gran residencia se imita en la modesta. Toda proporción guardada, el pobre gusta y gasta como el rico.
Por igual se saben apreciar las estancias grandes, los amplios patios, las fuentes o los pozos, los muebles, las
imágenes devotas, los tapices y paisajes de adorno, las vajillas, las joyas, las telas de vestir y los guisos. Todo es
cuestión de fino o corriente, de caro o barato. Las mestizas de Tehuantepec y las indias de Papantla, en nuestros
días, aun son admiradas por la riqueza de su atuendo, aquéllas con sus fabulosos ropajes, tocados y piezas de oro
que llevan como aderezo y se ponen hasta en los dientes; éstas con sus blancos vestidos y mantillas orlados de
amplísimos encajes y el adorno de flores, cintas y prendedores para el tocado de lo más barroco imaginable. Y
por lo menos distinguiéndose el pueblo todo, con su riquísima cocina.
LAS RESIDENCIAS URBANAS
El ambiente de las residencias se forma ante todo con numerosas dependencias jerarquizadas que
obedecen a la posición económica y social de los propietarios. La casa que en el año de 1763 manda construir al
maestro Lorenzo Rodríguez el segundo Conde de San Bartolomé de Xala, don Antonio Rodríguez de Pedroso y
Soria, dando hacia la calle del Convento de Señoras Religiosas Capuchinas (Venustiano Carranza No. 73)
presenta una fachada de dos pisos y entresuelo, zaguán y junto a él puerta cochera, ventanas para los dos
primeros niveles y balcones para el tercero, pilastras para dividir la planta baja, grandes antepechos sobre los
portones y marcos para cada vano de los restantes. Las enjutas de los dinteles de los accesos estaban ornamentadas con relieves, la una de cartela para el blasón de la casa y la otra del característico adorno de colgadura o guardamalleta, hecho en grandes dimensiones. A la usanza del tiempo, en los entrepaños de la parte alta
ostentaba un relieve sobre el tezontle, con el monograma de María y muestra aún otro con una cruz y su apoyo.
En la planta baja se distribuían dando hacia la calle la cochera para las estufas de gala, al interior la portería,
bodegas, caballerizas con tapancos y cochera abierta destinada a guardar carrozas de cortina y hasta el viroche o
birlocho tan útiles en los infames y polvorientos caminos reales como en los de las haciendas, un total de siete
carruajes más unas sillas de manos (según inventario hecho en el año de 1784).
El entresuelo se repartía entre un departamento para huéspedes, al que se llegaba por una escalerilla
especial, y estancias para el despacho y contaduría más una habitación para los lacayos o para el administrador
de la hacienda de campo durante sus visitas, teniendo acceso por el descanso obligado entre los dos tramos en
que para comodidad se dividía la escalera de honor.
La planta alta se hallaba comunicada por tres corredores que daban al patio, amén de intercomunicación
entre las piezas. Al desembocar de la escalera, dos amplios corredores conducían el uno solamente al gabinete
mientras el otro al oratorio, al pasillo de servicios y al corredor, al que desembocaban las puertas-vidriera de las
estancias interiores. A un lado de la escalera estaba el tinajero donde reposaba el agua en las tinajas. La antesala
daba paso al salón del estrado, el principal de la casa, al que correspondían los dos balcones centrales de la
fachada, situado entre la sala del dosel y una recámara, que eran los otros dos que tenían balcón a la calle. Por la
antesala también se entraba al gabinete y de éste a una serie de piezas que eran una recámara, el tocador, otra
recámara, la asistencia y el comedor. Este último comunicaba a un traspatio hacia el que se disponían la
repostería, la cocina y el cuarto de la servidumbre.
El salón del estrado, dotado de un conjunto de muebles costosos y que recibía ese nombre por destinarse
a recibir visitas de cumplimiento, se decoraba con tapices de damasco que eran tan apreciados como para
hacerlos aparecer en biombos y cortinajes de recoger. En contraste con esa decoración el resto de las
habitaciones de los dueños llevaba papeles de china guarnecidos de moldura dorada al agua, con aplicaciones
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de recortes de otros papeles en forma de flores, pájaros, mariposas, soles, lunas y estrellas. Presidía el estrado un
crucifijo de marfil con cruz de ébano y cantoneras de plata, colocado bajo baldaquín de damasco y bajo éste un
canapé de caoba con respaldo calado. En el resto del salón se distribuían por las paredes cuatro grandes espejos
con marcos dorados, colocados sobre sendas consolas y unas cornucopias haciendo juego con las lunas; por los
lados, taburetes, sillas y biombos, sin faltar un gran reloj. Pendientes de la viguería, dos arañas o candiles con
doce arbotantes y florones de vidrios azogados.
La sala del dosel era un homenaje al monarca. Los Títulos de Castilla tenían el privilegio de entronizar
su retrato y el Conde de San Bartolomé de Xala lo hizo con el de Carlos III.
La asistencia era una especie de estancia familiar que se aprovechaba también para visitas informales,
juegos de salón y para montar el Nacimiento. Este último una evocación de las historias de la Natividad realizada
con figuras de juguete en paisajes que creaban el piadoso ensueño.
El mobiliario comprendía algún buen instrumento musical como el monocordio, y biombos, mesas y
sillas para distintos usos, camas, cómodas, cómodas escritorio, roperos, baúles, baulitos y cajas,
complementándose con esculturas de marfil, de cera y de estofado, así como con relojes de mesa, tibores,
escribanías, vajillas y cristalería. La decoración de las estancias se complementaba con pinturas piadosas y el
comedor con bodegones o lienzos de cocina y Trofeos de guerra. Buena parte de los objetos eran de procedencia
china, otra parte procedían del país y el resto venía de Europa. Así, por ejemplo, la porcelana china se apreciaba
de diversos modos, en la mesa las vajillas por su delicadeza, en los corredores los tibores de tamaño medio para
macetas y en los escondrijos los más recios de esos tibores para atesorar el oro. Las piezas de orfebrería del país,
para mil usos, uno de ellos el de servicios ordinarios de la mesa, puesto que era más fácil tener piezas de plata
que de porcelana. La alfarería policromada de Puebla, llamada de Talavera, o las de Oaxaca, México, San
Miguel el Grande (de Allende) y otros lugares, surtían de múltiples piezas a las cocinas, comedores y recámaras.
Era tan útil y apreciada que producía lo mismo sólidas tazas de noche que bacías de barberos, pilas de agua
bendita y aguamaniles, y no se diga la mayor parte de los azulejos que se prodigaban en cúpulas, muros,
lambrines, pisos, fuentes y tantos lugares más. Los alfareros producían en acabado de puro barro, grandes y
gruesas tinas para los baños e inmensas vasijas de cocinar o de fregar para las cocinas. Ciertos cuadros y sobre
todo los relojes, unos eran de origen holandés y otros de procedencia inglesa.
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SOCIEDAD Y ARQUITECTURA COLONIAL SUDAMERICANA
Una lectura polémica
Damián Bayón
Colección Arquitectura y Crítica
Editorial Gustavo Gili, S.A.España
HACIA UNA NUEVA HISTORIA DEL ARTE COLONIAL HISPANOAMERICANO
Es ya casi un lugar común decir que la historia del arte debe ser reescrita cada veinte años. En el caso de
Sudamérica esa afirmación es tanto más cierta si se piensa que, comparada con la historia de Europa o la de los
Estados Unidos, la nuestra soporta el peso de un considerable retraso.
El argumento que voy a desarrollar podría enunciarse en pocas palabras más o menos así: después de la
desestima del arte colonial en el siglo XIX, parecería que los historiadores de estos últimos cincuenta años,
interesados en demostrar la importancia de ese arte olvidaran que, en última instancia, el fenómeno artístico no
es sino un episodio de la más vasta historia general de la cultura.
O, para decirlo aún de otra manera: ya es hora de reincorporar la materia estudiada por los especialistas
al dominio de la comprensión global de ese lugar del mundo que se llama la América del Sur a lo largo de los
cuatro siglos de su historia colonial. Los pioneros hicieron ya su trabajo de revaloración; los investigadores
serios el suyo, que se traduce en una serie de monografías; el gran tratado existe desde hace más de quince años.
Son necesarios ahora los artículos y libros (de los cuales ya hay, por cierto, algunos excelentes ejemplos) que se
embarquen en la vía pluridisciplinaria: es decir que sean capaces de insertar la obra de arte "total" (arquitectura,
pintura, escultura, decoración) dentro de las otras actividades políticas, religiosas, sociales, económicas, etc. que
constituyen la historia como conjunto, y que no es nunca la mera yuxtaposición de una serie de detalles
estudiados minuciosamente.
La era de la incomprensión fue, en cierto modo, fatal. Se destruyeron infinidad de monumentos, se
"mejoraron" otros, en el más triste sentido de la palabra: muy pocos edificios se libraron de la deformación
ignorante o del resentimiento acumulado. Una lista implacable de monumentos definitivamente mutilados o
arruinados se impone. A veces, por fortuna, el mal se refiere sólo al interior de las iglesias o a sus fachadas, los
dos puntos más sensibles en la apreciación superficial de un edificio. Sus plantas, aunque muchas veces
"disfrazadas"146 recuerdan, en general todavía lo que fueron en su origen: su masa estructural, sus contrafuertes,
su cúpula también. Y es que resulta más fácil alterar algo aplicándole una simple máscara de quita y pon que
cambiar radicalmente los huesos del cuerpo de edificación una vez que está realizada.(...)
Volvamos cincuenta años atrás. La élite descubrió los valores del arte colonial, del mismo modo que
Europa descubría el arte negro, polinesio y en general el arte de salvajes, primitivos e ingenuos. Por un movimiento pendular —conocido en historia— íbamos a pasar del desprecio más total a la sobrevaloración exagerada. Ya es hora de que revisemos serenamente todos esos conceptos.
Los que he llamado los pioneros fueron, en general, nacionalistas en el mejor sentido del término. A
veces lo eran sin siquiera darse cuenta, lo que es bastante peligroso de por sí. Resultaban también, con la misma
ingenuidad, teorizadores o generalizadores de una materia especialmente compleja y rica. No seamos demasiado
rigurosos con ellos. Se trataba en realidad de autodidactas. Hace medio siglo, apenas si podían leerse en el
mundo un puñado de libros renovadores de esos que parecen cambiarnos de cuajo las ideas . Esos autores de los
que hablamos, más curiosos que el resto pero menos bien preparados al manejo de las ideas puras que los
especialistas, realizaban rápidamente y como sobre la marcha, unas pseudosíntesis que a nosotros, hoy, nos dejan
totalmente insatisfechos.
Seamos, sin embargo, justos. Esos autores tienen sobre todo la importancia de haber sido los primeros
que se atrevieron a romper lanzas con el sentir general de apatía o de destrucción de todo aquello que recordara
la colonia. Lo español tuvo hasta 1920 o 1930 mala prensa en Sudamérica, especialmente en la Argentina y más
aún en Buenos Aires (Salta o Córdoba, por ejemplo, siempre han sido más "hispanizantes"). La primera
146
Mario J. Buschiazzo, Exposición de planos y fotografías de monumentos históricos, Buenos Aires, 1939, establecía la lista de los
principales monumentos desaparecidos de la época colonial en la Argentina.
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impresión que ese hecho nos causa se relaciona con el infaltable rencor de toda antigua colonia para con su
metrópoli respectiva: es lo que pasa hoy en la India con el Imperio Británico o en Argelia con Francia.147
Lo cierto es que, en la Argentina por lo menos, se seguían modelos franceses o ingleses. Lo que venía de
España era considerado obligatoriamente pobre, vergonzoso, indigno. En una palabra, para los argentinos de las
clases dirigentes lo español "no estaba de moda". El primero en atreverse a romper el esquema fue,
precisamente, un representante de esa minoría culta que, a la larga, terminan por imitar las masas: el novelista
Enrique Larreta. Apenas empezado el siglo XX, Larreta publicaba un libro, La gloria de Don Ramiro que, bajo
forma novelesca, constituía un verdadero ensayo de recreación de la vida española en tiempos de Felipe II. En lo
que respecta a la plástica colonial, tres hombres iban a desempeñar un papel equivalente: Juan Kronfuss, Martín
Noel y Angel Guido (desde Córdoba, Buenos Aires y Rosario, respectivamente}. El primero por ser profesor
alemán—o sea europeo y culto—, los otros por ser arquitecto e ingeniero respectivamente, resultaron figuras
providenciales. Kronfuss investiga y dibuja; Noel—amigo de Larreta— ha estudiado arquitectura en París;
Guido, al igual que los otros dos, es hombre de lecturas. Entre los tres, digamos, ''descubren" la arquitectura
colonial y la proclaman con entusiasmo en artículos y libros a partir de 1920. Fueron ellos los primeros en
relevar los planos, dibujar los detalles de lo que aun existía, hacer fotografiar los monumentos no sólo argentinos
sino sudamericanos en general. Para ello tuvieron que viajar, desplazarse, y algunos como Noel llegaron a
formar colecciones de arte local que hoy, afortunadamente, forman parte del patrimonio colectivo argentino. Si
muchas de sus nociones nos parecen hoy superadas o encontramos espúreos algunos de sus planteos, no
podemos con todo dejar de reconocer que son ellos los que pusieron en marcha esta máquina de la investigación
del arte La
plástico
segunda
colonial
ola, sudamericano.
la de los investigadores puros se superpone como siempre en estos casos, a la que
acabamos de mencionar. Sus límites son imprecisos. No hay duda de que un historiador como el jesuita peruano
Rubén Vargus Ugarte, por la generación a la que pertenece debe ser considerado también un precursor, un
precursor que poseía todas las virtudes del perfecto científico. Dos arquitectos estudiosos peruanos están en ese
mismo caso aunque sean más jóvenes que el P. Vargas Ugarte. Me refiero a Emilio Harth-Terré y a Héctor
Velarde. Lo mismo podría decirse del ya desaparecido historiador ecuatoriano José Gabriel Navarro.
Este nuevo tipo de historiador, más erudito y menos nacionalista en general que el pionero que se sentía
descubridor, no parte ya de lecturas o de viajes sino que trata de apoyarse en documentos concretos. Desde 1930
hasta nuestros días puede decirse que un puñado de hombres valiosos en todos los países sudamericanos y
también en el resto del continente y en Europa ha estado trabajando en todos los dominios: explorando archivos,
publicando textos y planos, determinando autores y fechas, en una palabra, dándose al ejercicio científico que
supone la práctica de la historia concebida como una disciplina formativa y seria.
Ya sabemos, sin embargo, que "los árboles del bosque impiden ver el bosque", y que muchas veces esos
investigadores se limitan a elucidar algunos problemas de detalle, persiguiendo incansablemente lo que
constituye una de las plagas modernas: el juego—a menudo gratuito—de las atribuciones, y la búsqueda
insaciable de los prototipos. Y ya sabemos que siempre hay un prototipo... si lo sabemos buscar. A condición
también de que distingamos entre prototipos vistos y prototipos mentales que son casi ideas platónicas que
alguien ha tratado de concretizar.
Sin despreciar esa clase de estudios, completamente indispensable por otra parte, lo que hay que
preconizar hoy en la historia del arte sudamericano es una serie de ensayos o de libros en que el mismo monumento—una vez elegido por su calidad, interés, estado de conservación—sea sometido a todos los niveles de
significación, o sea que se lo vea alternada o simultáneamente no sólo como obra de arte sino como realización
religiosa, como problema constructivo, económico, social, etc.
No se tratará tampoco de hablar en abstracto sino de comparar una serie de obras concretas entre sí.
Estudiar indefinidamente un solo y mismo objeto puede llevar y lleva, de hecho, al inmovilismo más completo.
No es verdad que podamos pasar la vida estudiando, por ejemplo, un monumento. Llegaríamos quizá a saberlo
todo de él sin haberlo por eso mismo realmente profundizado. No lo entenderíamos mejor; al contrario,
terminaríamos por no entenderlo en absoluto.
Es decir que nos hacen falta, de un lado, especialistas aún más "especializados" si así puede decirse; y de
otro, hombres con una mentalidad capaz de trazarnos un cuadro de conjunto en el cual los hechos estudiados
147
J. L. Romero, "L'Amérique latine et l'idée d'Europe", Diogène, París, n°47, 1964, pág. 86: "La emancipación aceleró la evolución de
las ideas. España fue el pasado, y Europa —que representaba la libertad de conciencia, el pensamiento racional, la ciencia moderna, el
desarrollo técnico, la libertad de comercio— fue el presente y el futuro. La imagen de una Europa sin España, es decir, sin el
tradicionalismo conservador, se arraigó entre los grupos predominantes. Fue entonces cuando se empezó a dar un juicio positivo sobre lo
que era europeo mientras que lo que era español se hacía definitivamente negativo''. (Traduzco del texto francés.)
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encuentren su sitio dentro de la realidad tangible sin caer jamás en las generalizaciones demasiado vagas. El
papel del historiador ideal contemporáneo es difícil, justamente en razón de la cantidad de hilos que debe tener
en la mano antes de lanzarse a explicitar su versión del arte de una época. Sin embargo, si esa labor está
destinada a acrecentar y mejorar nuestro conocimiento, ella debe forzosamente operar sobre la totalidad de la
significación y no ya contentarse con la parcial iluminación de un problema aunque sea mediante el despliegue
de la mayor erudición.
Veamos un poco cuáles podrían ser las condiciones previas de esa historia del arte colonial que postulo.
Por comenzar creo que habrá que practicar un balance severo que puede revelarse eminentemente sano.
Superando cualquier noción de nacionalismo a la escala local o continental, no habrá que dar meramente curso a
una admiración beata que evite las comparaciones para no salir malparada. Sí, en vez de tratar de contentar a
todo el mundo yo diría, casi como una provocación, que hay que decir toda la verdad a riesgo de resultar
desagradable.
¿Cuáles son, por último estas verdades que yo creo que estamos obligados a decir a fondo y lo más
pronto posible? Vayamos directamente a algunas de las cuestiones fundamentales. La primera podría enunciarse
brutalmente más o menos así: "En Sudamérica el arte colonial cuenta apenas con un puñado de obras
maestras"148. Ya sé que esta afirmación que parece temeraria corre el riesgo de hacer temblar de indignación a
más de uno. Sobre todo a esos bien pensantes que no se atreven a plantearse cara a cara los problemas y prefieren vivir toda la vida en el limbo de la autosatisfacción.
En efecto, la primera cosa que choca al hipotético historiador "ingenuo"—si ese monstruo realmente
existe—es que, del inmenso territorio poblado por los españoles en la América del Sur entre los siglos XVI y
XIX sólo algunos pocos países, los más ricos entonces, y apenas unas cuantas ciudades, sean capaces de ofrecer
un interés artístico a la escala europea. Al lado de la insolente riqueza de Europa en ese tiempo hay que convenir
que la gigantesca América del Sur hace irremediablemente el papel de parienta pobre. El Ecuador, Bolivia, el
Perú y el Brasil son —para no entrar en detalles— los únicos países actuales que merecen la atención de aquellos
que buscan obras de arte verdaderamente superiores.
Eso en lo que respecta a la primera limitación. Ahora bien, si el número de las obras "posibles" resulta
así, de entrada, terriblemente limitado, nuestra selección tendrá que ir aún más lejos, ya que sólo podremos
retener en nuestro estudio aquellas obras que están en pie y que siguen intactas o han sido convenientemente
restauradas.
Se plantearán, sin duda, problemas de inventario. La simple lista de los monumentos no puede
satisfacernos y, de hecho, ya ha sido establecida suficientemente. Lo que debería guiarnos ahora será una
tipología en la que tratemos de distinguir los encabezamientos y las series que, fatalmente, les siguen149. Otros
tratamientos inteligentes de la misma materia150 serían, por ejemplo, la clasificación por programas, y la
clasificación por actitudes.
Me explico. En vez de la convencional división de la Arquitectura en civil y religiosa151, me parece más
justo considerar los distintos programas dividiendo, si es necesario, el edificio en sus partes. Tomadas así las
obras sudamericanas parecen entrar cómodamente en tres apartados: iglesias, edificios colectivos utilitarios (que
pueden ser civiles, religiosos o mixtos, como los hospitales) y, en fin, casas que, a su vez, se reparten en rurales
y urbanas. Salta a la vista que, bajo este aspecto, no hay duda de que es el rubro iglesias (que comprenderá, bien
entendido, catedrales, iglesias conventuales y parroquiales, capillas) el que concentra mayor potencial artístico
en una historia, como la sudamericana, marcada fuertemente por la evangelización. Hay, pues, tres historias más
o menos paralelas por realizar: la del templo, la del palacio o edificio público (en el que se incluyan las
148
En 1967 me permití hacer una pequeña encuesta entre algunos especialistas sobre las obras que consideraban fundamentales en
Sudaménca. Casi todos coincidieron en los mismos monumentos —con pequeñas variantes. El número es relativamente restringido, a
veces hay una sola iglesia o edificio considerado importante en ciudades de primera categoría.
149
Yo, personalmente, no creo mucho en los llamados "estilos" ni "escuelas''. Si hay que clasificar una materia confusa me parece mejor
hacerlo de acuerdo a una grille concreta e irrefutable: en una de las coordenadas irán los lugares geográficos, en la otra las fechas. En vez
de preguntarse dónde habrá que colocar a la catedral de Puno como "estilo", anotar simplemente sus medtdas, su material constructivo y
procedimiento, la altura sobre el nivel del mar, el clima de la región, la fecha de 1757 y el nombre de su presunto autor. Todos datos
concretos y controlables.
150
G. Gasparini, en una carta particular me decía que no creía mucho en la utilidad de aplicar la noción de encabezamiento y de serie en
América, porque "la arquitectura colonial es la extensión del sentir arquitectónico europeo, una actividad esencialmente repetitiva y
propia de las manifestaciones provinciales". Yo me refiero aquí a series, particularmente sudamericanas.
151
Vicente Lampérez y Romea llamó a sus obras respectivamente: Arquitectura civil española y Arquitectura cristiana española. En mi
tesis de doctorado publicada con el nombre de L'architecture en Castille au XVIe siècle, París, 1967 ya traté de justificar la mezcla
deliberada de lo "civil" y lo "religloso" en obras mixtas como los colegios, hospitales, etc.
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fortificaciones), y la de la habitación privada que se confunde, en el caso de la hacienda o estancia, con el
desarrollo rural, y en el caso de la vivienda común, con el desarrollo urbanístico.
Conste —antes de seguir más adelante— que no pretendo con lo ya dicho y con lo por decir, erigirme en
juez y proponer mi sistema como el único o el mejor. Nada de eso. No hago aquí sino exteriorizar mis deseos:
por una parte, lo que quisiera poder yo mismo realizar, y por otra, lo que me produciría satisfacción encontrar en
la obra ajena de otros especialistas.
Sigo, pues, con mi hipótesis. El historiador francés Victor Duruy, criticaba la historia de su tiempo a la
que llamaba telegráficamente la historia-batalla. Del mismo modo, creo que nosotros hemos sacrificado ya
demasiado tiempo a la historia-monumento; es hora de reaccionar, sometiendo a la materia histórica a toda clase
de tratamientos.
Utilizando estrictamente las obras que figuran en sus museos, los organizadores europeos de
exposiciones han logrado presentar de cien maneras diversas y didácticas el mismo material. Una vez, por
ejemplo, se trata de la Naturaleza muerta a través de los siglos; otras, en cambio, la selección se llama La
pintura italiana en el siglo XVI (o XVII o XVIII); otras, en fin, el enfoque se realiza en torno a la pintura
española, francesa, flamenca, holandesa, etc. El espectador asiduo tiene la sorpresa de encontrarse varias veces
con los mismos cuadros: en efecto, lo que varía en cada caso es el contexto en que esos cuadros se muestran, lo
que los organizadores han intentado demostrar o probar. En ocasiones se tratará de la variedad y la evolución de
un género pictórico, en otras de la complejidad de un medio cultural; en otras, por último, de algún aspecto
particular de la cuestión. Las obras se podrían así —casi indefinidamente— confrontar y oponer teniendo en
cuenta esos u otros esquemas mentales: la calidad, la materia, el tema, etc.
Y vuelvo a lo nuestro: mutatis mutandis, aun dentro de nuestro mismo repertorio limitado de edificios
coloniales interesantes y bien conservados, debemos aún "jugar" mucho, mucho más de lo que se ha hecho hasta
ahora en que puede decirse sólo hemos preparado su ficha histórica. Y todos los juegos que no sean gratuitos o
antojadizos están permitidos. O sea, que lo que propongo es una liberación del marco de la historia tradicional
que no puede consistir solamente en la acumulación de nuevos datos o en la discusión incansable de las fuentes.
De este modo, el mismo plantel de obras válidas podrá ser sometido, en distinta ocasión, a otro tipo de
análisis o de clasificación; un ejemplo sería la útil dicotomía en arquitectura culta y arquitectura popular o
espontánea. Y digo dicotomía suponiendo que la materia tratada entre naturalmente en ese esquema, cuando en
realidad me sospecho que más de una iglesia importante no encajará exactamente en el casillero que le
preparamos. Mejor así; eso nos confirmará en la idea de hasta qué punto no hay una fórmula que sirva para todos
los casos ni que sea capaz de abarcar un conjunto heterogéneo.
Es éste sólo otro enfoque más. De todas maneras se les puede reprochar a los autores tradicionales el no
haber subrayado bastante enérgicamente la fundamental diferencia que opone una actitud culta a la actitud
espontánea, no tanto al nivel del principio que las informa sino, sobre todo, al nivel de los resultados que esas
mismas actitudes provocan. Estos esfuerzos de ordenar nuestro material de base de distintas maneras resulta en
seguida remunerativo: apenas separamos los monumentos en esos dos o más grupos, comprendemos que las
catedrales obedecen casi siempre al esquema culto, mientras que las iglesias conventuales se inscriben
preferentemente en el otro bando, el de la espontaneidad. Nadie mejor que los propios religiosos para saber
cuáles son sus necesidades y cómo quieren expresarlas en su arquitectura. Terceros en discordia: nos
preguntaremos si los jesuitas entran en el esquema espontáneo. Leyendo a los cronistas152 vemos cómo, a veces,
algún padre traía desde Roma —casi como un fetiche— la planta del Gesù para hacerla copiar en América. ¿La
copiaban efectivamente como creen J. G. Navarro o E Marco Dorta? Quizá la copiaran en un sentido mental,
como una abstracción. De la misma manera que puede decirse Diego Siloe había copiado, en la Capilla Circular
de la catedral de Granada, la imagen que los hombres del Quinientos se hacían del Santo Sepulcro de Jerusalén,
sin haberlo naturalmente nunca visto. Estamos en un caso análogo al de la "imitación de la naturaleza", de
Platón, que tanto ha envenenado el pensamiento estético durante siglos, y eso en razón de un desdichado
malentendido, puesto que por último ''imitación" no quería decir lo mismo para el filósofo que para nosotros.
Cosa parecida ocurre con el término ''copia".
Vayamos ahora ya a otro punto que me parece hay también que superar: la idea de tratar por separado la
envoltura arquitectónica y la decoración que encierra, vale decir el continente y el contenido de sillerías,
152
R. Vargas Ugarte, S.J., Historia del Colegio y Universidad del Cuzco, copia la crónica anónima que continúa la Historia e enarración,
del P. Vega. El autor desconocido nos cuenta la llegada de ese documento —la planta del Gesù— y la importancia que se dio al
acontecimiento.
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retablos, imágenes, cuadros. Entendámonos. Al nivel didáctico es por supuesto perfectamente válido enfocar
ambos aspectos de la cuestión de manera alternada. Lo que me parece erróneo es el de querer mantenerlos
separados en el momento de la comprensión total de la obra153.
En efecto, una iglesia colonial sudamericana debe ser siempre para nosotros un complejo significante.
No podemos separar —artificialmente para mí— la arquitectura de la decoración que ella reclama y que la
justifica. Hay que pensar que esa decoración pintada, esculpida o ambas cosas a la vez (como en el caso de los
suntuosos retablos), constituye muchas veces lo más logrado dentro de la perfección compositiva y de la
expresividad de todo el llamado estilo colonial.
Es peligroso, por lo tanto, no ver que en América del Sur —más que en ninguna otra parte del mundo
occidental— sólo poseemos "conjuntos" que no podemos descomponer, bajo ningún pretexto, en meras piezas
sueltas. Los conceptos de la Gestalt nos han familiarizado con la idea de un todo, de una totalidad operatoria. Se
diría que en razón misma de la calidad menos sostenida o del carácter algo más rudo del arte colonial, cualquiera
de sus monumentos tendrá que ser visto como un esfuerzo "colectivo" de todos sus elementos juntos puestos a
significar. Es decir que una forma debe reforzar a su vecina, y que los aportes no se limitarán a la vista sino que
irán más lejos, hasta el sonido de la música y las campanas, hasta el perfume del incienso que llena las naves y
produce el rapto de los sentidos.
Una iglesia en esas condiciones vale por su exterior —masa, decoración esculpida de su fachada— ,
tanto como por su interior donde se descubren en una penumbra propicia los retablos dorados y policromados,
las sillerías del coro o los confesonarios tallados en maderas preciosas, los sombríos lienzos a veces gigantescos
cuyo fin perseguido no es tanto el puramente artístico sino más bien el moralizador, exactamente como un gran
libro piadoso abierto ante los ojos de los analfabetos. Y no olvidemos tampoco en este complejo que debe
significar al mismo tiempo muchas cosas, el son de las campanas que llaman a la distancia, que puntúan la
jornada, la música del órgano que invade el espacio y retumba bajo las bóvedas, los prestigios de la luz de los
cirios, del humo del incienso, de la riqueza de los ornamentos sagrados. El abad Suger conocía ya, en pleno siglo
XII, el partido que podía sacarse de una iglesia, verdadera "máquina de orar" en el sentido en que Le Corbusier,
en nuestro tiempo, hablaba de la casa como una "máquina de habitar".
La iglesia católica, sobre todo en esos países y en esos tiempos posteriores al Concilio de Trento y a la
Contrarreforma, debía ser siempre y antes que nada un teatro de calidad. Intimo, sombrío, propicio al
recogimiento y la confesión durante la larga jornada; teatro "total", gran espectáculo que debía edificar, deslumbrando. A los españoles, cristianos de siempre para confirmarlos en su fe que corría el riesgo de entibiarse en
las tentaciones sudamericanas. Pero que pretendía edificar sobre todo a los indios recién convertidos,
decidiéndolos a aceptar un sincretismo fácil que los misioneros les proponían: el de su vieja fe reinterpretada a la
luz de una religión muy civilizada como el cristianismo, que justamente a fuerza de ser compleja resultaba lo
bastante "abierta" y "ambigua" como para prestarse a multitud de interpretaciones.
Hasta ahora no han aparecido entre mis propuestas ninguna que tenga directa relación con "escuelas" ni
con "estilos", y es que si desconfío de ellas aplicadas a Europa me parecen completamente inutilizables
tratándose de Sudamérica. Me explico: no es que sean nociones falsas en sí mismas, pero se prestan
terriblemente a las peores confusiones. Yo comprendo, por ejemplo, que la idea de "estilo" es cómoda porque
representa una abreviatura para calificar una manera de sentir e interpretar las formas; a condición de que el
tiempo en que ese estilo se genera sea un tiempo "homogéneo", un tiempo civilizado. El caso de Europa con sus
grandes ciclos o el del arte extremo oriental pueden prestarse a la interpretación estilística. América del Sur o el
153
Copio aquí un texto del malogrado Carlos Arbeláez Camacho que figuraba en una exposición del musco de Bogotá en diciembre de
1968 y que ilustraban magnificas fotos de ese gran fotógrafo que es el arquitecto colombiano Germán Téllez. Ese texto —que ignoro si
existe en forma de libro o artículo— dice así: "Se juzga invariablemente la arquitectura colonial con el enfoque y la escala de valores
correspondientes a las artes plásticas, y a esto se añade la confusión de suponer que, cuanto más decoración posea un templo o una casa,
más importante será su arquitectura.
"La decoración no interviene en los conceptos básicos que guían la creación arquitectónica en la colonia. Opera como un modificativo "a
posteriori" sobre una obra pensada con implacable sencillez y claridad volumétrica. Es posible por ello juzgar los dos fenómenos
independientemente, el decorativo y el arquitectónico, puesto que su ejecución artesanal es, asimismo, aislada en uno y otro caso. Así, por
ejemplo, se evita el error crítico de tildar de "barroca" una arquitectura que, espacialmente, es ajena a tal actitud estilística pero que
incluye, a manera de complemento, es decir, de modo adjetivo, decoración tallada o pintada dentro del repertorio formal barroco.
"La convivencia formal de la arquitectura y la decoración coloniales es notable, en razón de la mesura y discreción de la primera que
acepta y recibe sin debate los acentos ambientales que proveen las artes plásticas aplicadas. Pero sería inútil buscar una "integración de las
artes" en este caso. Se trata más bien de una feliz coexistencia artística."
Agrego yo que no estoy de acuerdo con esta manera de enfocar el asunto, lo que discuto más adelante en este mismo libro.
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Africa en sus relaciones con una cultura más antigua y más evolucionada como la europea no pueden entrar, sin
violencia, en esquema semejante. Pasado a otro tiempo mental y a otras circunstancias históricas el estilo resulta
así una trampa porque se vacía de su contenido y no quiere decir nada.
Es decir, cuando entramos en otra cultura hay que cambiar también de sistema de referencias; hay que
dar otra vez las cartas. Los "cuadros históricos" en forma de coordenadas se hacen, justamente, para mostrar que
cuando en el siglo XII la Europa occidental "vivía" el románico y el gótico, el continente americano, el asiático o
el africano estaban en tal o cual momento de su propio devenir. Las exploraciones antiguas por tierras incógnitas
suponían no sólo aventurarse por un espacio desconocido sino también penetrar en un tiempo histórico
fundamentalmente distinto del que "llevaban" los conquistadores, tiempo que atrasaba con respecto a su hora
intelectual. Esos exploradores viajaban para atrás en el tiempo, lo remontaban como un río, al revés del
personaje de H. G. Wells que viajaba para adelante, o sea en el futuro.
No es, repito que la noción de estilo sea falsa (ya he dicho que constituye, sobre todo, una comodidad de
expresión) sino que la considero prácticamente inaplicable al caso sudamericano. De todos modos, cuando no
hay digamos, más remedio que usarla yo diría que lo sano es usarla en su sentido más lato y sólo cronológico. O
sea, estrictamente como un episodio del devenir de las formas, barroco, si como manifestación del siglo XVIII, o
una de las manifestaciones de este siglo y que supone ciertas características de cargazón, retorcimiento,
ampulosidad, dinamismo. Nunca en todo caso como "categoría" recurrente ni como "eón dorsiano", es decir un
estado de espíritu que puede aparecer varias veces a lo largo de la historia.
Conste que si prefiero no usar la noción de estilo ni siquiera cuando hablo de arte europeo154, no es por
ninguna fobia particular sino porque sencillamente me parece un concepto tan manido que al igual que la
metáfora gastada ha perdido su cuño y es el refugio de los perezosos mentales. Tanto se ha abusado del cartel —
alarmante o elogioso— de barroco155 que por último no quiere ya decir casi nada para nosotros. Y conste que lo
que digo para el barroco lo pienso, pari passu, de clásico, manierista, primitivo, ingenuo. Se salvan quizá
expresiones como románico, gótico, renaciente porque designan inconfundiblemente un sistema de signos
"datable" en el tiempo y no tanto lo que se llama ahora una "mentalidad".
Habría que hablar en este punto de las largas descripciones que, en los libros tradicionales,
siguen abarcando una buena mitad de los textos, o sea, del espacio disponible. En una época visual como la
nuestra y en tiempos en que la imagen gráfica triunfa en todos los dominios y cambia el sentido de nuestra
civilización, es intolerable tener que seguir reclamando más y más ilustraciones. Será una lucha feroz con los
editores, pero habrá que incluir cada vez más mapas, planos en escala, diagramas de toda índole; tendremos que
publicar cada vez más fotos: en blanco y negro y en color. Todo lo que pueda ser visto y comprendido directamente por la imagen no deberá ser explicado con palabras cuyo alcance casi nadie entiende, ni siquiera los
especialistas fogueados.
En una palabra, ya estamos plenamente en la madurez científica del estudio de este arte y, más
allá de él, englobándolo, de esta cultura colonial sudamericana. Tiene que venir ahora el juego más atrevido de
las hipótesis a la luz de las cuales nuestro panorama tendrá forzosamente que cambiar. Un sólo libro importante,
una nueva interpretación del sentido general de la historia del continente, puede y debe llevarnos a reconsiderar
de nuevo todos los problemas. En ese sentido, hay que propiciar una actitud abierta, en continuo devenir, y no un
saber basado exclusivamente en los libros ya escritos y en los documentos de archivos. Las fuentes "no escritas"
de la historia —un cuadro, una iglesia— son tan probatorias como un contrato o un tratado comercial.
La historia es un territorio que se explora. Algunas aproximaciones me han parecido cuestionables y he
discutido su vigencia; otras, en cambio, que no quiero aquí detallar, se nos imponen como fundamentales y sin
dejar de citarlas haciendo justicia a su paternidad, deberán ser retomadas y desarrolladas por todos los que nos
ocupamos de estos asuntos. A lo largo de mis páginas espero ir tocándolas sistemáticamente todas: aquellas en
que creo y aquellas en que no creo, dando por supuesto, las buenas razones que me impulsan en un sentido o el
otro. No es cuestión aquí de un principio de autoridad ni de mero capricho. El historiador —como todo
investigador serio— debe estar dispuesto a reconocer sus errores y también comprometerse a no pasar en
silencio un punto del que disiente, por importante o respetable que el autor de la tesis sea.
154
Cf. D. Bayón, El Greco, Rubens (inéditos}, libros en que he tratado de no usar ni una vez la noción de estilo para elucidar la figura de
los respectivos pintores. Del primero está de moda decir que era un "manierista"; el segundo pasa por ser el "barroco" por antonomasia.
155
G. Kubler, The Shape of Time, New Haven, 1962, pág. 128 sqq analiza el problema extensamente, apoyándose justamente en la noción
de barroco El también parece estar contra la noción de "estilo".
Pierre Charpentrat, Le mirage baroque, París, 1967, logra a su vez desmistificar el término barroco, haciendo notar la proliferación
abusiva de sus sentidos, lo que equivale a su neutralización conceptual.
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Como siempre, en cuestiones de cultura, el camino está por hacerse. Mejor dicho se está haciendo bajo
nuestros propios pies a medida que avanzamos. Y somos nosotros mismos los obreros de ese camino que,
misteriosamente, sabemos apenas de donde sale pero que no sabemos en absoluto a donde lleva.
EL PAPEL DE LA DECORACIÓN EN LA ARQUITECTURA COLONIAL SUDAMERICANA
La arquitectura colonial sudamericana presenta siempre un doble aspecto: el exterior (del cual la fachada
constituye generalmente la parte privilegiada) y el interior, considerado como simple espacio cerrado y que sólo
alcanza su verdadero significado si se lo entiende como lo que es: casi una excusa para el despliegue de la
decoración. Los dos lados de la medalla se unen pues en la significación total del monumento, y es lo que me
temo no quede claro en los libros publicados hasta ahora sobre el tema156. En efecto, el exterior por su masa,
torres, cúpula, imafronte anuncia el templo en la ciudad, lo proclama y lo inserta en un tejido urbano homogéneo
aunque bastante indeterminado. El interior, por el contrario, habla más que nada a quien penetra en la iglesia en
busca de refugio, de paz, o de consuelo. La decoración acentúa y corrobora este efecto íntimo del edificio
religioso pero matizándolo: en la penumbra uno se encuentra mejor y puede dar rienda suelta a la expresión de
los propios sentimientos.
Más que un repertorio de formas (que ya vimos están muy mezcladas en América del Sur y no llegan por
orden cronológico, lo que constituye en si la noción misma de "estilo"), los españoles aportaron a sus colonias
una mentalidad religiosa, les impusieron la suya, que hace de la iglesia fundamentalmente una casa de oración.
Admitamos por otra parte que el hecho de separar los dos aspectos de la arquitectura eclesiástica
suponga un error. En efecto, no hay por una parte una "caja de muros" (bastante poco imaginativa por cierto) y,
por otra un "contenido" en la doble acepción del término. Parece haber pasado ya el momento de la consideración del espacio interno como aspecto dominante en el juicio arquitectónico global . No hay que exagerar: la
arquitectura es la doble experiencia del "juego de los volúmenes bajo la luz", como decía Le Corbusier, y
también y al mismo tiempo, la captación del espacio vivo limitado por unos muros y una cubierta sea cual fuere.
No nos engañemos: por último, quizá, los dos únicos pueblos que en Europa occidental han sido capaces de
construir soberbios monumentos con interiores tan válidos como sus exteriores son los italianos y franceses. Los
otros, en general si bien logran a veces hermosas "esculturas habitables", se contentan con vestir bellamente el
interior del espacio que esos mismos muros delimitan157.
En el caso particular que nos ocupa, si bien hay que reconocer que el espacio español o sudamericano
resulta casi siempre interesante y proporcionado, son raras sin embargo las obras capaces de resistir la
comparación con los grandes monumentos europeos. Entre los siglos XV y XVIII lo hispánico no cuenta muchas
veces en última instancia sino por la manera como los espacios desnudos son vestidos por una decoración no
adventicia pero si aplicada158.
En el gran arte el complejo arquitectura-decoración constituye o debe constituir un episodio único que
sólo mentalmente podemos desdoblar en dos instancias paralelas. No obstante, la gran arquitectura de interior
reclama una ausencia casi total de decoración, o mejor dicho: debe bastarse a sí misma. Es lo que ocurre en los
magníficos palacios italianos por lo menos hasta el siglo XVII. Los franceses, ingleses, holandeses han sabido,
en cambio, aliar quizá mejor que los propios italianos los interiores "arquitecturados" civiles, tratándolos con una
decoración proporcionada, refinada, supremamente habitable: virtud nórdica por antonomasia. La suya es lo que
podríamos llamar una "cultura de puertas adentro".
156
Cf. R. C. Smith, The Art of Portugal, Nueva York, 1968, divide su libro en ocho partes (sin contar la introducción, notas y
bibliografia): Arquitectura; el interior dorado de la iglesia; escultura; pintura; cerámica; orfebrería; mobiliario; textiles. Encuentro muy
equilibrada esta distribución de la materia estudiada. En espera del libro total vaya aquí este estudio mío sobre las condiciones del interior
dorado de la iglesia sudamericana.
157
Hay que reconocer sin embargo que los franceses —en los siglos XVII y XVIII— logran interiores de iglesia correctos sin duda pero
muy "frios". Lo mismo podría decirse de los monumentos ingleses de la época. El clasicismo de esos dos países no ha sabido cómo hacer
vivir un espacio religioso. Por el contrario, las otras comarcas que han estado bajo el signo del barroco y del rococó han sido siempre muy
hábiles para "animar por dentro" la caja de muros. No estoy confiriendo aquí premios a la buena aplicación de las reglas, más
modestamente trato de desentrañar la esencia de cada expresión. Vitral gótico y retablo dorado barroco —por distintos motivos— parecen
ser dos de los momentos más altos de la catolicidad plástico-litúrgica en el sentido de la autosignificación de los ámbitos.
158
En España, pienso como ejemplos de gran "arquitectura interior" en la iglesia del Escorial —que es del italiano Paciotto— ; en la
catedral de Granada, de Diego Siloe; en la catedral de Valladolid, obra de Juan de Herrera. En América del Sur los interiores eclesiásticos
''trabajados" podrían ser las catedrales gemelas de Lima y el Cuzco —ambas de Francisco Becerra— la iglesia de la Compañía, en el
Cuzco, del P. Egidiano, que era flamenco, etc. Se trata, en todos los casos, de lo que hemos llamado la corriente culta de la arquitectura
para distinguirla de la espontánea, que es sin embargo la más habitual.
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En el mundo hispánico el caso es aún distinto de los precedentes. Un interior —de iglesia, de palacio,
doméstico— cobra verdaderamente su significación sólo cuando está habitado por imágenes talladas, cuadros,
muebles y objetos. Ya sea por herencia morisca, ya sea por la propia dureza de la vida medieval, puede decirse
que los españoles entraron en la época moderna con una mentalidad sobria, aunque no por eso menos señorial.
Su ideal inconfesado es la dignidad, el decoro. A veces también y como subproducto, el lujo159, que cuenta no
sólo por la calidad de la obra sino también por la riqueza intrínseca en labor y en metal precioso.
Ahora bien, ese lujo resulta muchas veces simplemente algo "colgado", una alhaja de precio con la que
un personaje importante se adorna y proclama a los cuatro vientos su calidad. Es el caso —bien observado por
Chueca Goitia160 —de los artesonados mudéjares o renacientes, de ciertos frisos esculpidos y en general de toda
la decoración que prolifera en la parte superior de los muros. En las iglesias ese rasgo se completa con los
retablos, la sillería del coro, los púlpitos —y mucho más rara vez— con los confesionarios (remplazados por
desgracia a lo largo de los siglos como elementos móviles y, por ende, menos permanentes).
Dado que aquí nos ocupamos precisamente de arte religioso, veamos, a vuelo de pájaro, cómo esa
decoración fija o semi-móvil se presenta en América del Sur durante los tres siglos que nos interesan.
LAS CUBIERTAS
Varias clases de cubiertas son practicadas en América del Sur a partir del siglo XVI: las mudéjares (que
representan lo que entonces se llamaba "carpintería de lo blanco"161); los artesonados renacientes en la pura
tradición europea162; en fin, las bóvedas de varios tipos.
Se podría fácilmente dibujar el mapa de las techumbres con técnica mudéjar en América del Sur. Debía,
sin embargo, haber muchas más de las que encontramos hoy día, a pesar de ser todavía bastante numerosas. Los
terremotos, las reconstrucciones y —¿por qué no?— el cambio de gusto deben haber acabado con ellas en más
de un caso. De acuerdo a lo que se conserva hoy este mapa tendría vagamente la forma de una gran mancha que
tomara todo el norte y el centro-oeste del continente, es decir los virreinatos de Nueva Granada y del Perú. En la
grisalla general de esta mancha notaríamos algunas otras más oscuras que corresponderían a los puntos en que
las obras son más frecuentes y más bellas, o sea en las ciudades de Tunja, Bogotá, Quito, Lima, Ayacucho
(antigua Huamanga), Sucre y Potosí163.
Parece demostrado que muchos moriscos164 se encontraban entre las tropas españolas de la conquista.
Son ellos sin duda quienes a pedido de los maestros de obras empezaron a practicar esta forma útil y bella que
constituía una práctica ancestral de ese pueblo165. Es también muy posible que, gracias a la formación de
discípulos y a la divulgación del libro de López de Arenas, los artesonados de este tipo hayan sido realizados ya
en el siglo XVII por españoles puros, por indios o mestizos adiestrados en esta técnica. Por cierto que a
159
Cf al respecto el relato de Antonio de Lalaing (1480-1540), señor flamenco que acompañó a Felipe el Hermoso a España (publicado
por Gachard en Bruselas en 1876).
160
F. Chueca Goitia, Invariantes castizas de la arquitectura española, Madrid, 1950.
161
Cf D. López de Arenas, Carpintería de lo blanco, Sevilla, 1633 (edición moderna, Madrid, 1912). Este tratado científico permitió la
conservación de una técnica que, de otra manera, hubiera tenido tendencia a desaparecer.
162
E. Marco Dorta, in Angulo Iñiguez, Historia del arte hispano-americano, Barcelona, 1956, passim, encuentra que estos artesonados a
casetones salen, sobre todo, del tratado de Serlio quien da, en efecto, un repertorio muy variado y completo.
163
Los primeros —en orden cronológico y en calidad— son las techumbres que se encuentran todavía en nuestros días en Quito: catedral,
iglesia de San Francisco y de Santo Domingo. Inspirados sin duda en los de Quito y posteriores en unos años, encontramos en Tunja un
muy hermoso conjunto de cubiertas mudéjares en la pequeña iglesia de Santa Clara. Otro fragmento interesante puede verse en el
convento de San Francisco de la misma ciudad. Sin salir de la actual Colombia, sabemos que la catedral de Cartagena de Indias (hoy
espantosamente deformada) y la iglesia de Santo Toribio tenían también techumbres mudéjares que cubrían la nave central. En fin, la
iglesia de San Francisco, en pleno centro de la ciudad de Bogotá, conserva todavía hoy un artesonado del mismo género. Debió haberlos
en profusión en Lima pero los terremotos los hicieron desaparecer. Queda el techo circular sobre el descansillo de una escalinata en el
convento de San Francisco, estropeado en 1940 pero que últimamente ha sido restaurado con habilidad. En el Perú actual vemos un
soberbio ejemplo en el presbiterio del convento de Santa Clara, en Ayacucho. En Bolivia encontramos otro más modesto en la sacristía de
la iglesia de Santo Domingo en Potosí. En ese país no obstante, la ciudad más rica en esos artesonados mudéjares es Sucre, en donde se
encuentran algunos soberbios, sobre todo en las iglesias de San Francisco y San Miguel (1612-1620), perteneciente esta última a la
Compañía de Jesús.
164
E. Marco Donta, op.cit., tomo I, pág. 584: "El arte mudéjar tuvo una vida pletórica en Quito y es posible que en ello influyera alguna
causa histórica, pues parece ser que muchos musulmanes convertidos luchaban en las filas conquistadoras cuando estallaron las
desdichadas guerras pizarristas".
165
Resulta curioso comprobar que Harold E. Wethey en su ya clásico libro Colonial Architecture and Sculpture in Peru, Cambridge,
Mass., 1949, no los estudia aparte como hace con los púlpitos, retablos y sillerías del coro. Se limita apenas a mencionarlos cuando se
ocupa del interior de las iglestas (págs. 73-74).
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mediados del siglo precedente existían en América del Sur colegios de artes y oficios, tales como por ejemplo el
famoso Colegio de San Andrés de Quito, donde se formó una verdadera élite, no sólo de artesanos sino también,
sencillamente, de artistas de todo tipo166.
En general esta clase de techumbre asume la forma de una artesa (de ahí su nombre) que puede ser
cuadrada, rectangular, octogonal o en "media naranja". A partir de una base constructiva muy ingeniosa, el
carpintero —estamos tentados de tratarlo de ebanista, hasta tal punto su trabajo es fino— alcanza la belleza
expresiva gracias a los entrelazados geométricos, los polígonos estrellados que constituyen la trama misma del
artesonado, sin ningún elemento superpuesto ni extraño a la obra misma. De esa manera, el antiguo gusto árabe
por la riqueza y el lujo se encuentra —por uno de esos extraños avatares de la historia—transferido a la América
española167. La voluntad de "agregar lujo", raspo peninsular, quedará así expresada por esos baldaquinos en
marquetería de madera oscura que pueden, en ciertos casos, estar dotados de policromía, aunque siempre
apagada y que sólo el dorado anima.
Permítaseme una digresión. Para mí, la mentalidad de los primeros constructores europeos en América
del Sur parece obedecer a una consigna tácita: la de improvisar y contentarse con los medios a su alcance
tratando de realizar edificios sólidos y hermosos en la mayor brevedad posible de tiempo. Ante ese imperativo,
querer estudiar la historia del ante del Nuevo Mundo por "rebanadas de estilo" me parece un error, no tanto
metodológico, como un error desde el punto de vista de la historia de las ideas. No es, creo yo modestamente,
estudiando la recepción siempre más o menos tardía que entenderemos la arquitectura colonial sudamericana.
Pienso, por el contrario, que hay que dar completamente vuelta el argumento y preguntarse con humildad: ¿cómo
podía cubrirse, a fines del siglo XVI, una iglesia en las comarcas más civilizadas de América del Sur? Vayamos
por partes: se podía simplemente techar a dos aguas lo que permite tener al interior una cubierta ordinaria con
cerchas formadas por vigas y puntales (los más refinados se llamaban de par y nudillo) que no había
inconveniente en decorar. Es la solución más frecuente en los casos que llamo de arquitectura espontánea.
Dentro de un marco más culto y de mayor ambición, el constructor podía lanzarse a la ejecución de una bóveda
de medio punto, o sea de cañón corrido, realizada en piedra, en ladrillo y hasta en quincha, como ya hemos visto
en otro capítulo de este libro. En fin, llegando ya a lo que constituía un verdadero lujo —aun en España— , se
podía intentar una bóveda más complicada: de arista, con penetraciones, o volviendo atrás en el tiempo,
empleando la bóveda gótica de crucería. Por otro lado, recurriendo a lo tradicional, no era raro tampoco que se
optara por una techumbre rica en madera, lujoso expediente que no representa un gran peso muerto. Las dos
técnicas habituales eran en ese caso o la tradicional europea a casetones, o la más refinada mudéjar exclusiva de
la Península y anteriormente de todo el mundo árabe. Inútil decir que ambos tipos de cubierta tienen el
inconveniente de quemarse fácilmente, de ser destruidos por la intemperie, los terremotos, los insectos, etc.
Dejando de lado esa voluntad de hacer más rico el monumento hay que reconocer que de todos los
procedimientos mencionados, tanto las bóvedas de crucería como los artesonados de madera, parecen
adaptarse mejor a la realidad que cualquier otro de los sistemas. La bóveda gótica, con su retícula de
nervaduras, "absorbe" los movimientos que producen los temblores de tierra. Los techos de madera
166
E. Marco Dorta, op.cit., págs. 502-503 cita este texto: "En el circuito desta ciudad —escribía la audiencia en 1573— , dentro de un
quarto de legua de los arrabales della ay mill y quinientas casas de yndios anaconas [...] naturales y estrangeros que quedaron de las
guerras pasadas de quando estubo aqui Goncalo Piçarro contra el virrey Blasco Núñez Vela y antes y después sirviendo a españoles [...] se
hallan los tales unos muy buenos officiales canteros, albañiles, plateros, sastres, çapateros de todos officios..."
Otra prueba de que había indios entre estos antesanos la encontramos en P. Benjamín Gento Sanz, Historia de la orden constructiva de
San Francisco. Desde su fundación hasta nuestros días, Quito, 1942. Este pequeño libro, casi inutilizable, copia sin embargo textos
interesantes como el debido a Fr. Francisco M. Compte, Varones Ilustres de la Orden Seráfica en el Ecuador, tomo I, págs. 22-23
(Archivos del convento de San Francisco, Quito): "Y preguntando a George de la Cruz de dónde era natural respondió que era de un
pueblo grande llamado Guaclachiri del repartimiento de don Diego de Carvajal y que este pueblo está en el camino Real de una jornada
de la cordillera de Pariacaca yendo al valle de Xauxa y al Cuzco y al Potosí, y que su amo don Diego le trajo a Lima donde aprendió a
hacer cassas de los Españoles... "
Entre los antistas que se formaron en Quito citemos ante todo al P. Carlos de quien no sabemos nada, salvo que —según J. G. Navarro—
estaba activo entre 1620 y 1630 a su posible discípulo José Olmos más conocido con el sobrenombre de "Pampite". En el siglo siguiente
encontramos otros imagineros importantes entre los que figuran el célebre Bernardo de Legarda y su sucesor Manuel Chili, más conocido
con el nombre de "Caspicara".
167
Decir que los españoles han heredado la totalidad del gusto árabe sería ezagerar. Quizá en razón de su origen nomádico los arábes para
sentirse bien en su casa necesitaban una especie de "baldaquino" sobre sus cabezas y alfombras dispersas por el suelo, recuerdo por demás
obvio de la tienda improvisada y del "piso textil" que se extienda sobre la arena del desierto. Los españoles se contentaron con una rica
techumbre; en lo que concierne al suelo (de piedra, cerámica o madera) extendieron siempre sobre él esteras de paja trenzada o mullidas
alfombras.
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demuestran también a su manera una conveniencia basada en su misma ligereza y, en caso de destrucción,
por el hecho de ser fácilmente reemplazables.
Dentro de la técnica maderera, no hay duda de que los artesonados mudéjares o a casetones debían ser
más difíciles de realizar en América del Sur que en España. Lo cual no impide, sin embargo, que exista una
cantidad verdaderamente apreciable de ellos168. Los techos realizados en el gusto del renacimiento no eran
siempre de talla marcadamente tridimensional (como es el caso de los casetones); a veces llegan a parecer casi
bidimensionales, ya que en ellos lo que predomina es la calidad del diseño, siendo el efecto escultórico poco
importante en sí. De todas maneras tanto los artesonados a casetones como los otros más "dibujados" no suponen
verdaderos problemas constructivos. La armazón va recubierta interiormente por un sistema de planchas
''aplicadas" contra las vigas que ocultan el sistema de sostén propiamente dicho.
Los artesonados mudéjares, en cambio, obedecen a diferentes características: sin dejar de ser muy
hermosos responden a una técnica perfeccionada de la ebanistería. Técnica que no necesita de entalladores y que
puede ser utilizada siguiendo sólo las instrucciones de un libro. El éxito que tuvieron se debió, sin duda, a varias
razones. Desde el punto de vista constructivo como se emplean trozos de madera que no son demasiado grandes,
realizar uno de esos artesonados resultaba, más que nada, una cuestión de ingenio. Sin duda en la época, los
techos mudéjares eran relativamente baratos, puesto que para realizarlos no había necesidad de vigas de grandes
dimensiones siempre difíciles de encontrar y, por ello mismo, costosas. Prácticamente toda clase de madera
debía servir a este empleo y no sólo las más duras como en general ocurre en el caso de la construcción. No
olvidemos tampoco la noción de prestigio, a la que los españoles e hispanoamericanos han sido siempre tan
sensibles. Es decir, esos magníficos techos representaban entonces para el común de los mortales verdaderos
tours de force y debían constituir para quienes los encargaban y quienes los contemplaban una prueba de poder,
de lujo y de suprema dignidad siempre muy deseables en una colonia perdida del otro lado del océano.
En el siglo XVIII los artesonados mudéjares desaparecen. Se llegará a obtener un efecto plástico
equivalente por medio del empleo de planchas en madera tallada y dorada, como ya vimos fue el caso después
del incendio de San Francisco de Quito.
Hay también "contaminación" entre los techos dorados, policromados, y las bóvedas. En efecto, en
algunos casos se han tratado las falsas bóvedas (que son en ladrillo y a veces en quincha y están protegidas por
un techo de tejas} recubriendo su intradós con un sistema "a placas" muy decorativo. El diseño es "abstracto", es
decir geométrico, y parece salir directamente del tratado de Serlio que ya cité en varias ocasiones169. Algunas
veces (Guápulo, Quito: San Francisco, Lima} el fondo es rojo y los resaltos blancos. En casos más lujosos, si
bien se ha conservado el fondo rojo, se ha tratado todo el resto en oro (la Compañía, Quito). Como los retablos
son también rojo y oro, la primera impresión del espectador es la de que las bóvedas también deben ser de
madera o recubiertas por planchas curvas en talla lígnea. Se trata de un efecto suntuoso y que yo considero muy
original y positivo respecto a lo que se hacía entonces en el resto del mundo.
168
La lista de los artesonados renacientes es más corta que la de los techos mudéjares. Cito los principales: el de la capilla de Mancipe en
la catedral de Tunja (1598); el del locutorio en el convento de Santo Domingo, Lima (ambos copiados de modelos de Serlio, publicados
por el español Villalpando) y la antesacristía del convento de San Agustín, Lima (Marco Dorta, op.cit., tomo II, 147). En el siglo XVII
encontramos otros muy importantes y bellos: en el claustro del convento de San Agustín, Quito (este techo forma parte de un conjunto
que comprende un friso con cuadros pintados por el gran artista Migual de Santiago), el claustro fue realizado en 1641 y la decoración
terminada en 1660. Al lado, y siempre en la misma ciudad habría que citar aun otro claustro: el del convento de la Merced. En fin, en el
siglo XVIII, quizá la obra más importante sea la sala capitular del mismo citado convento de San Agustín que acabamos de mencionar a
propósito del claustro. Tiene la forma de una artesa: en sus partes inclinadas muestra cuadros enmarcados, mientras que el fondo
horizontal copia un modelo serliano. La sala posee un valor histórico, puesto que sirvió de marco a la proclamación de la independencia
del Ecuador. El artesonado data de 1741-1761.
169
Que el tratado de Serlio haya sido muy popular en América del Sur no quiere decir que sea un repertorio de calidad extraordinaria.
Hojeándolo objetivamente hoy día, tenemos la impresión de que se trata sobre todo de una recolección de "cosas vistas" o de invenciones
de puro diseño, más bien pensadas que sentidas. Su sola ventaja podría ser la de que es abundante y en él existen muchos ejemplos que
pueden ser seguidos de acuerdo a la mayor o menor capacidad del constructor.
Si hubiera que caracterizar esta decoración de las bóvedas se podría decir que la más "serena" es la de San Francisco en Lima. Viene
después la de Guápulo, en Quito, todavía "serliana". La Compañía de Quito es, a su vez, una mezcla de elementos mudéjares a base de
polígonos estrellados con entrelazados renacientes. Se puede decir, en su caso, que esos diseños en la parte inferior de los pilares van
tallados en la piedra en decoración planista (antes de ser pintados y dorados). Los mismos motivos tratados de manera idéntica continúan
en estuco por toda la bóveda. El espectador queda perplejo porque hay casos —la iglesia de la Compañía en Córdoba, Argentina— en que
la bóveda "en carena" está realizada en verdadera madera. En fin, la decoración más suelta y quizá también la más "salvaje" es la de la
bóveda de la Merced, en Quito. Hay que agregar que imita la de la Compañía en la misma ciudad.
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174
Se podría pretender que esos techos en madera o que esas falsas bóvedas en yeso —aun si van pintadas y
doradas— , forman en realidad parte de la "construcción" del edificio y no de su mera "decoración". Es una
cuestión de puntos de vista. En cuanto a mí, pienso que los constructores de conventos e iglesias en América del
Sur se encontraron frente a dos problemas distintos: uno, el de llegar a levantar edificios lo más grandes y nobles
posible; el otro, el de vestirlos de un manto rico y significativo aun si está constituido por elementos
heterogéneos. Sí, cada vez que encontramos refinamiento explícito, y de una manera u otra despliegue de lujo,
estamos en el campo no simplemente constructivo sino —lo que es más interesante— en el campo decorativo.
LOS RETABLOS
El problema del retablo es más complejo, sobre todo porque en su caso se trata de una forma decorativa
mixta situada entre la verdadera arquitectura y el mueble de proporción gigantesca. El origen del retablo hay que
buscarlo170 en los pequeños altares portátiles de la Edad Media. En un momento dado de la historia esta
construcción agrandada a la escala del muro de iglesia queda "atada", a su manera, a la mesa de los sacrificios,
alzándose tras el ara donde se celebra el rito católico. Se trata de un elemento vertical supremamente visible y
significativo que sirve de fondo a las ceremonias que se desarrollan a sus pies.
En España el procedimiento conoció un éxito fulgurante. A partir del momento en que el retablo aparece
tenemos dos versiones: una esculpida, otra pintada. Más tarde se llegará a una tercera solución en el retablo
mixto que combina estatuas o relieves tanto como cuadros enmarcados. La gran gloria de los retablos españoles
del siglo XVI es la de haber impuesto este arreglo basado sobre una estructura arquitectónica que le presta una
cierta unidad, al mismo tiempo que le confiere un carácter majestuoso.
En tiempos del románico y del gótico esta estructura arquitectónica pasaba mucho más desapercibida
puesto que se confundía insensiblemente con la escultura propiamente dicha. En el renacimiento, por el
contrario, un prurito de construcción correcta preside a la composición de esta "arquitectura figurativa" que va a
constituir el telón de fondo de todas las capillas, ya sean la del altar mayor o las otras subsidiarias. Uno de los
más grandes artistas del siglo XVI español, Alonso de Berruguete, no se contenta ya con realizar imágenes y
pinturas sino que se lanza también a la creación del retablo propiamente dicho, retablo que servirá de soporte a
sus propias obras figurativas en dos o tres dimensiones. En su caso particular, el resultado es, empero, algo
decepcionante. Ya que Berruguete no es capaz de instaurar un verdadero sistema más o menos lógico en la
disposición de las partes. La suya no pasa de ser una arquitectura, mal estructurada por definición, que
finalmente cuenta bastante poco en el conjunto, puesto que es siempre la parte escultórica la que domina y atrae
el ojo, en detrimento de columnas, entablamentos y aun sombrías pinturas, obras también suyas aunque muy
inferiores a su labor escultórica.
Hacia mediados del siglo XVI empezamos a ver los primeros grandes retablos renacientes en América
del Sur. Son todavía bastante chatos, en el sentido estricto de la palabra, es decir que se contentan, cuanto más,
de acompañar el muro de fondo para "vestirlo". Dije con cierto optimismo "empezamos a ver"; en realidad esos
retablos han desaparecido casi todos. Apenas si podemos hacernos una idea de lo que debían ser observando, por
ejemplo, los de las pequeñas iglesias de Huaro y de la Asunción, en Juli (cerca del Cuzco y del lago Titicaca
respectivamente). En el primero de estos casos tenemos una superposición de órdenes hecha con aplicación
aunque muy rudimentaria; en el segundo, un empleo mucho más "suelto" del mismo esquema. (...)
El verdadero triunfo y generalización del retablo datan, sin embargo, del siglo XVII171. ¿Por qué no
tenemos otros ejemplos del siglo XVI en América del Sur así como los hay tantos y tan buenos en México? Creo
distinguir dos razones fundamentales: los terremotos que siguen demoliendo esas obras válidas plásticamente
pero frágiles por definición; en segundo lugar: el cambio de gusto propio de cada época. La modestia casi
170
Cf. M. E. Gómez Moreno, Breve historia de la escultura española, Madrid, 1951.
En efecto, cuando se estudia con detalle esta forma de arte, tarde o temprano se llega a una conclusión sorprendente. Desde el punto de
vista puramente estadístico se consenvan pocas obras del siglo XVI, muchas del XVII correspondiendo la inmensa mayoría al siglo
XVIII. Ahora bien, las obras del siglo XVI han desaparecido casi todas: eran demasiado modestas o precarias. Lo que el hombre no
destruyó, más tarde la naturaleza se iba a encargar de hacerlo. El siglo XVII, en América del Sur, corresponde a una masa importante de
edificación y de retablos originales: los grandes sistemas creativos, las cabezas de serie son sobre todo de esta época. El XVIII, más rico y
perfecto, ha copiado sobre todo antiguos modelos, beneficiándose no solamente de la riqueza de las minas sino también de las ventajas de
la explotación agrícola y de un estilo de vida más fácil y civilizado. Mi investigación, sin embargo, no quiere quedar limitada a lo
cuantitativo sino más bien a lo cualitativo, por eso precisamente me siento obligado a buscar a cada instante obras válidas entre lo poco de
auténtico que nos queda. Esas obras tienen que ser no sólo hermosas, significativas, sino que deben encontrarse en un mínimo estado de
buena consenvación, sin lo cual es imposible teorizar sobre ellas sin caer en lo caprichoso y absurdo.
171
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175
obligatoria del primer momento va a ser reemplazada, poco a poco, por un programa más pretencioso. A
diferencia de lo que pasó siempre en Europa, en América del Sur no se mejora en general una obra ya existente
sino que se la guarda tal cual o se la suprime para comenzar de nuevo. Esas dos razones serían más que
suficientes para explicar la relativa indigencia en la que estamos para encontrar hoy día obras representativas de
esa época, tanto en el dominio de la pura arquitectura como en el más adventicio de la decoración aplicada. (...)
Poco a poco, los retablos van a dejar de ser meros ''muebles' 'para transformarse en verdaderas
"construcciones de interior", realizadas en una arquitectura de fantasía que no obedece ya a los imperativos de la
composición clásica ni a las exigencias de la estereotomía, sino que sigue sobre todo una estética que se había
desarrollado especialmente en ocasión de las celebraciones transitorias172. Las fiestas, las "entradas" en las
ciudades, las pompas fúnebres y los catafalcos habían aguzado el ingenio en la creación de arquitecturas de
ensueño que sólo perseguían un efecto teatral momentáneo. Ese "transitorio" que se hace "permanente" sería —
en el fondo— una de las más justas definiciones del barroco; lo que explica por qué los franceses del siglo XVII
y XVIII, tan fieles al racionalismo para todo lo que consideran definitivo, se dejen ir por la pendiente de lo
teatral y de lo fantástico sólo cuando quieren marcar un acontecimiento fugaz. Para decirlo en una sola frase: en
Francia, durante los siglos XVII y XVIII, hubo fiestas o duelos barrocos dentro de un marco clásico.
En América del Sur el retablo va a empezar a "salir a la calle" hacia mediados del siglo XVII. A
condición, sin embargo, de simplificarse y renunciar a mucho de lo que lo hacia pintoresco: el oro, la policromía,
la luz cambiante de los cirios173. Para viajar al exterior del templo no debe quedar del retablo sino lo
fundamental: la estructura, el esqueleto de esas construcciones aparentemente descabelladas. La experiencia de
las construcciones transitorias se impondrá, pues, como algo muy libre comparado con la arquitectura
preconizada en los tratados de Serlio, Viñola o Palladio. Se situará, en cambio, en un terreno más próximo a la
decoración propuesta en las planchas nórdicas de un Vredeman de Vries, de un Wendel Dietterlin y, más tarde y
ya en el siglo XVIII, de las propuestas de ese italiano delirante pero genial que fue el P. Andrea Pozzo174. (...)
Una palabra para terminar. A partir del centro de irradiación que es el virreinato del perú, puede decirse
que hubo un arte muy importante del retablo también en las actuales repúblicas de Bolivia y de Colombia. No he
hablado aquí de ese arte porque no se trataba de establecer el inventario exhaustivo del retablo sudamericano
sino de dar simplemente una idea sucinta de su desarrollo175.
El hecho principal sigue siendo que durante dos siglos —el XVII y XVIII— un enorme movimiento
barrió como una ola toda la América del Sur cubriendo de millares de altares centenares de iglesias con un
manto de retablos que expresan mejor que las habitualmente mediocres imágenes talladas, mejor aún que los
sombríos cuadros salpicados de oro, mucho mejor en fin que la propia arquitectura —arte madre en Europa— un
estado de espíritu, una voluntad de expresión y de comunicación. Delante de esos retablos que me esfuerzo en
estudiar desde un punto de vista estético y significativo, una población de millones de seres: blancos, mestizos,
indios y más tarde también negros, ha orado durante siglos. En la penumbra creada por las llamitas de los cirios
que flamean sobre el oro de las columnas recargadas, la fe se manifestó como un sentimiento profundo sensible,
trascendente. Es sin duda al nivel del retablo de iglesia en donde la América del Sur expresó mejor su necesidad
de "espiritualidad concreta" típica de la Contrarreforma. De todos los elementos que componen esta gramática
religiosa, el retablo es el que con el retroceso del tiempo y el deliberado abandono de todos nuestros prejuicios
—y sabe Dios si todos los tenemos de un modo o de otro— se afirma como privilegiado, o sea: es el que
acumula mayor suma de valores espirituales, en una palabra, el que es más significativo.
172
Cf V. L. Tapié, Baroque et classicisme, París, 1957, ha dejado establecida, me parece que definitivamente, esta idea que considero
fundamental.
173
En realidad, aun en los ejemplos más desatados del rococó en Europa central: Vierzehnheiligen, la Wiess, Ottobeuren, Einsideln, hay
que reconocer que el exterior del monumento es siempre mucho más severo que su contenido: la caja de muros no deja ni sospechar
siquiera la orgía de formas y colores que vamos a descubrir al interior.
174
Las fechas de aparición de los diferentes tratados son las siguientes: Serlio, Venecia, 1545; Viñola, Venecia, 1562; Palladio, Venecia,
1570; Pozzo, Roma, 1693. Los tratados no italianos se escalonan así: Vredeman de Vries, Amberes, 1581; Dietterlin, Nuremberg, 1598.
175
Sin contar esos "remplazos" de los cuales ya traté antes, hay que decir que en Venezuela, Chile y la Argentina los retablos han sido
siempre más modestos. No se debe olvidar que durante la colonia se trataba de zonas marginales. El Paraquay llegó a desarrollar un estilo
particular. Para todos estos países el único momento importante tiene lugar a partir de mediados del siglo XVIII.
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Listado de obras
Obras de Italia:
Miguel Ángel
1- Sacristía Nueva (Italia, Florencia, 1520-1534)
2- Biblioteca Laurenciana (Italia, Florencia, 1525)
3- Il Campidoglio (Italia, Roma, 1546)
Andrea Palladio
4- Iglesia Il Redentore (Italia, Venecia, 1576)
5-Villa Rotonda (Italia, Vicenza, 1566)
Giulio Romano
6- Palacio del Té (Italia, Mantua, 1525-1534)
Giacomo Vignola
7- Il Gesú, Iglesia y proyecto de fachada (Italia, Roma, 1568)
8- Villa Giulia (Italia, Roma, 1550)
9- Santa Andrea en Via Flaminia (Italia, Roma, 1554)
Jacopo Sansovino
10- Biblioteca Marciana (Italia, Venecia, 1588)
11- La Zeca (Italia, Venecia, 1547)
12- Palacio Ca Corner (Italia, Venecia, 1537)
Obras de España:
Juan de Herrera
13- Monasterio El escorial (España, Madrid, 1563-1582)
14- Catedral de Valladolid (España, 1585-1590)
Pedro Machuca
15- Palacio Carlos V en la Alhambra (España, Granada, 1527-1568)
Aprile- Sánchez
16- Casa de Pilatos (España, Sevilla, 1521-1533)
Obras de Iberoamérica:
17- Convento Fortaleza de San Nicolás (México, Actopán, 1563)
18- Catedral y Sagrario de México (México, 1563-1813)
19- Catedral de Cuzco (Perú, 1560-1664)
20- Basílica y Convento de San Francisco de Lima (Perú, Lima, 1657-1672)
21- Santuario de Copacabana (Bolivia, La Paz, 1610-1640)
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Bibliografía complementaria
AUTOR
1 ARGAN, GIULIO CARLO
EUROPA I
LIBRO
2 ARGAN, GIULIO CARLO
3 ACKERMAN, JAMES
4 ACKERMAN, JAMES
El concepto del espacio arquitectónico,
desde el barroco hasta nuestros días.
Summarios Nº 79, 86, 87. TIPOLOGIA
Palladio
La arquitectura de Miguel Ángel
5 BECKET, WENDY
6 BENEVOLO, LEONARDO
7 BENEVOLO, LEONARDO
Historia de la Pintura
La Arquitectura del Renacimiento
Introducción a la arquitectura
8 CHUECA GOITIA, F.
Historia de la Arquitectura Occidental V Manierismo.
DUBY, GEORGES - PHILIPPE
9 ARIÉS
Historia de la vida privada.
10 EDITORIAL TASCHEN
11 EDITORIAL AKAN
Palladio
Andrea Palladio. Los cuatro libros de arquitectura
12 FLETCHER
Historia de la arquitectura
13 GOMBRICH
La Historia del arte
14 HAUSER, ARNOLD
Historia Social de la Literatura y el Arte
15 KOSTOF, SPIRO
Historia de la Arquitectura, Vol. 2
16 LEPLAT, J
La Villa Giulia
17 MORRIS, A.
18 MUMFORD, LEWIS
19 NORBERG SCHULTZ, C.
Historia de la forma urbana. Desde sus orígenes hasta la Rev.
Industrial.
La ciudad en la historia
Editorial Aguilar
20 PATETTA, LUCIANO
21 PEVSNER, N.
22 PIJOAN
Historia de la Arquitectura (Antología crítica)
Esquema de la Arquitectura Europea
Historia del Arte
23
24
25
26
27
28
29
30
31
Proyectar un edificio. Ocho lecciones de arquitectura
Summarios Nº 113. Arquitectura e Ideología.
Manierismo y Arq. Moderna.
El lenguaje clásico de la arquitectura
Manierismo. Ediciones Xarait.
La Arquitectura del Humanismo
Arquitectura del Renacimiento
La Arquitectura en al Edad del Humanismo
Renacimiento y Barroco
QUARONI, LUDOVICO
ROCA, ORTIZ, DOBERTI
ROWE, C.
SUMMERSON, JOHN
SHEARMAN, J
TAFURI, MANFREDO
VISCONTEA, AGUILAR
WITTKOWER, RUDOLPH
WÖLFFLIN, HEINRICH
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AUTOR
EUROPA II: ESPAÑA
LIBRO
1 BEVAN, BERNARD
Arquitectura española
2 CASTRO, AMÉRICO
3 CHUECA GOITIA, FERNANDO
4 CHUECA GOITIA, FERNANDO
España en su historia. Cristianos, moros y judíos. Ed. Crítica
Invariantes castizos de la arquitectura española
Breve historia del urbanismo
5 DIAZ DEL CORRAL GRANICA, R.
6 DIAZ-PLAJA, FERNANDO
Arquitectura y mecenazgo. La imagen de Toledo en el Renacimiento
la vida cotidiana en la España del Sigl ode Oro. Ed EDAF
7 EDITORIAL KONEMANN
EL Barroco
8 FERNANDEZ ARENAS, JOSE
Renacimiento y Barroco en España. Ed Gustavo Gilli
9 GARCIA, SEBASTIÁN
Renacimiento e historia. Arte hispánico
10 HERNANDO, JAVIER
Arquitectura en España, 1770-1900. Ed Cátedra
11 LOPEZ GUZMÁN, RAFAEL
Arquitectura mudéjar
12 MARTINEZ NESPRAL, FERNANDO
13 MARTINEZ NESPRAL, FERNANDO
Imágenes del habitar en la España mudéjar
a través de lso relatos de viajeros
Viaje a la España mudéjar. Progrma Alarife, SICYT-FADU-UBA.
14 NIETO, MORALES Y CHECA
Arquitectura del Renacimiento en España, 1488-1599
15 PIJOAN
Historia del arte
16 SALVAT
Arquitectura Barroca
17 TAPIE, VICTOR
Barroco y Clasicismo
18 YARZA, JOAQUIN
Arte y Arquitectura en España 500-1250. Ed. Cátedra.
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179
AMERICA
AUTOR
LIBRO
1 ACADEMIA DE BELLAS ARTES
2 ARZANA Y VELA
Documentos de arte americano. Cuadernos I al XI.
Crónica de la villa imperial de Potosí
3 BAYÓN, DAMIÁN
4 BAYÓN, DAMIÁN
Historia del Arte colonial Sudamericano
Sociedad y arquitectura colonial sudamericana
5 BENEVOLO, LEONARDO
6 BUSCHIAZZO, M
Diseño de la ciudad 4
Historia de la arquitectura colonial en Iberoamérica
7 CAVERI, CLAUDIO
8 CESPEDES
9 CEDODAL
Los sistemas sociales a través de la arquitectura
Metal del diablo
Revistas DANA (Documentos de Arquitectura Nacional y Americana)
10 DE PAULA, ALBERTO
La ciudad de la Plata. Sus tierras y su arquitectura
11 EDICIONES SUMMA
12 EDITORIAL TAURUS
13 EDITORIAL GARRIDA
Documentos para una historia de la arquitectura argentina
Historia de la vida privada en la Argentina, de la colonia a 1870. Tomo 1
Arquitectura iberoamericana
14 FLORES MARINI
Casas virreinales en la ciudad de México
15
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17
18
19
Arquitectura andina
la arquitectura en el Paraguay
Arquitectura y urbanismo en Iberoamérica
Pueblos de Indios
Arquitectura de los Valles calchaquíes
GISBERT, TERESA
GIURIA, JUAN
GUTIERREZ, RAMÓN
GUTIERREZ, RAMÓN y otros
GUTIERREZ, RAMÓN
20 HARDOY, J
La urbanización en América Latina
21 IGLESIA, RAFAEL
INSTITUTO DE ARTE
22 AMERICANO
23 IÑIGUEZ, ANGULO
24 IÑIGUEZ, ANGULO
Arquitectura en el Altiplano jujeño
Anales del IAA
Historia de la arquitectura peruana
Historia de la arquitectura virreinal
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31
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33
Las cosas de la ciudad
De las viejas tapias y ladrillos
El arte de México virreinal
Historia general del arte mexicano
Latinoamérica, las ciudades y las ideas
La plaza de armas del Cuzco
Historia de la arquitectura peruana
Historia social y económica de España y América
Arquitectura virreinal en Bolivia
MORENO, CARLOS
MORENO, CARLOS
ORTIZ MACEDO
ROJAS, P
ROMERO, J
TEDESCHI
VELARDE
VICENT VIVES
WETHEY, HAROLD
HISTORIA II -ABOY
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