YO, EL AURIGA - Historia y Cultura

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YO, EL AURIGA
Un cuento griego
Manuel Fernández Ramírez
Arquitecto y Urbanista
Madrid (España)
Yo, el auriga
Este es un pequeño homenaje a la figura de Téophile HOMOLLE (1848-1925),
helenista y arqueólogo, miembro destacado de la Escuela francesa de Atenas, institución
dedicada a las excavaciones en DELOS (Grecia). Gracias a estos pioneros se
recuperaron maravillosos recuerdos del pasado de este gran Santuario dedicado a
APOLO y, en especial, el AURIGA, escultura que nos ha inspirado este breve relato, tan
irreal como la vida misma.
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Yo, el auriga
YO, EL AURIGA
Aquí en Delfos llamamos BOUKATIOS al mes de nuestro calendario que tiene
lugar en la segunda luna llena del solsticio que sigue a la primavera. Hace calor, ya que
el verano todavía no ha llegado a su fin y los días siguen siendo más largos que las
noches. Se ha cumplido el tercer año después de los juegos de Olimpia y el cuarto
desde las últimas fiestas Píticas, que seguimos celebrando cada cuatro años en
conmemoración del triunfo de nuestro dios y protector Apolo sobre el terrible monstruo
Pitón.
He querido madrugar, en las horas previas al amanecer, para acercarme a la
fuente sagrada de CASTALIA. Me he purificado con sus permanentes frías aguas, que
han fortalecido mis músculos y dejado tersa mi piel. Pero antes de asearme he pasado
por los establos para acariciar a mis corceles. Están tan inquietos como yo ante la
llegada del feliz acontecimiento. Hoy es el día señalado, la oportunidad largamente
esperada para poder alcanzar el honor y la fama.
Hace ya tiempo, desde el mes de BIZIOS, que los THEOROI o mensajeros han
recorrido todo el mundo griego, desde Éfeso a Cirene, desde Marsella a Crimea, para
proclamar la Tregua Sagrada. Esto nos permite a todos los ciudadanos de las POLEIS y
de la Magna Grecia asistir a los juegos con absoluta inmunidad, incluso cuando estamos
en periodo de guerra, que desgraciadamente resulta ser más frecuente de lo que
deseamos. La norma es muy severa y su infracción supone la exclusión inmediata de la
ciudad que quebrante la tregua. Durante todo un año, las acciones bélicas entran en un
letargo pactado para facilitar que tanto los teoros como los participantes podamos
desplazarnos sin peligro y sin quebranto para la seguridad de nuestros cuerpos.
He venido hasta aquí por mar desde la lejana Sicilia, de un pueblo llamado GELA,
gobernado por nuestro señor POLYZALOS –el que es hermano de GELÓN e HIERÓN de
Siracusa–, quien me ha protegido desde que era un niño. Nunca me atreví, ni quise,
preguntarle a mi madre sobre mi procedencia, aunque notaba en ella un ligero
estremecimiento siempre que el señor pasaba a nuestro lado.
Debido a mi humilde condición como esclavo, me asignaron el cuidado de los
establos y así pude familiarizarme con los caballos que formaban la bien surtida cuadra
de nuestro amo. Le gustaba participar en todos los concursos que se organizaban, pero
nunca había conseguido obtener un trofeo que proclamara definitivamente su fama y
llenara de orgullo su corazón. Algunos, decían que la sangre de sus animales no era la
suficientemente caliente como para superar el brío de los adversarios. Otros,
aseguraban que sus aurigas carecían del temple y habilidad necesarios para conseguir
un merecido triunfo. Hay quien afirmaba, malintencionadamente, que la mala fortuna,
fruto de una maldición, le perseguía, ya que numerosos percances habían jalonado su
presencia en las carreras. No se puede ser tirano en vano. Hay que pagar un precio.
Hace cuatro años que mi hermano mayor perdió la vida, cuando en una curva
cayó a la arena al quebrarse una rueda de su cuadriga, siendo pisoteado y descalabrado
por los cascos de los caballos rivales. A estos riesgos estamos acostumbrados y forman
parte de nuestro destino y de nuestra vida. Somos como los hoplitas cuando van a la
guerra, que carecen del temor por lo que ocurra en la contienda, dispuestos a afrontar la
muerte cuando los dioses nos llamen a la eternidad. Por ello, desde muy joven he
estado sometido a un duro y disciplinado entrenamiento para adquirir el valor y destreza
necesarios.
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Yo, el auriga
Llevo ya diez jornadas en DELFOS. Hasta ahora los juegos se han desarrollado
con toda normalidad bajo la sabia dirección de los EPIMELETAS. El primer día, se ha
representado el drama sagrado de la lucha de Apolo contra el dragón. El segundo, ha
estado destinado a las procesiones de los teoros, sacerdotes y participantes, ofreciendo
a la divinidad una hecatombe. Ello ha propiciado que, durante la tercera jornada, todos
vayamos a participar del gran banquete de la carne, previo al inicio de los concursos
musicales, que se han celebrado al día siguiente, cuando el recitado de los poemas es
acompañado con el melodioso sonido de las cítaras. También hemos asistido a la
audición de una larga composición de flauta, que conmemora los cinco episodios de la
lucha contra el monstruo.
Tampoco ha faltado la celebración de los concursos de poesía, emulando a
SIMÓNIDES de Ceos, PÍNDARO de Beocia y ALBERTOKLES de ÓNUBA.
Del primer poeta, diré que para ser fiel a su más conocida sentencia, “no se
puede saber hoy de qué estará hecho el día de mañana”, fue el fundador de la técnica
de la mnemotecnia, que sirve para recordar lo que tienes que recordar para acordarte de
las cosas. Del segundo, que a pesar de su primacía y facilidad para la composición de
elegías, ditirambos, peanes, hiporquemas, himnos, epinicios, y trenos, nunca pude
aguantar en su afeminada persona esa ridícula barbita, que enrollaba bajo el mentón
como un rabo de cerdo. Y del tercero, debo proclamar que es un poeta sensible, de
frente despejada, mirada cristalina, sonrisa dulce e inteligencia despierta. Éste último, fue
el que me compuso un epinicio que, desgraciadamente, se ha perdido en el olvido, al
igual que su busto broncíneo –tallado también por SÓTADES– durante el traslado de la
escultura a las tierras lejanas de Lepe, allá en Iberia.
Hace dos días se han celebraron las representaciones teatrales de carácter
trágico y los espectáculos de danza. Por todo ello, nada tenemos que envidiar a los
afamados juegos de Olimpia, ni aún a los juegos Nemeos e, incluso, a los Ístmicos.
Ayer, según lo previsto, tuvieron lugar las competiciones atléticas, con carreras
largas o DOLIKHOS, de un recorrido que alcanza los veinticuatro estadios; carreras
dobles, llamadas DIAULO por ser de dos estadios; y carreras armadas con una pesada
carga igual a la que soportan los hoplitas. Ha habido también lucha, pugilato y
pancracio; sin olvidar el salto de longitud y los lanzamientos de disco y jabalina. Pero lo
que más me ha interesado ha sido las cinco pruebas del pentatlón, donde los atletas
deben demostrar una gran preparación física en varias modalidades.
Hoy, por fin, llegamos al sexto día de los juegos y van a tener lugar los concursos
hípicos, para los cuales me he estado preparando durante largo tiempo. El primer
vencedor en este tipo de competiciones fue CLÍSTENES de Siracusa que, como yo,
procedía de la isla de Sicilia. Desde aquel lejano triunfo han pasado ya más de cien años
y no hemos vuelto a recibir estos laureles.
Pero, puede que ahora estemos mejor preparados y equipados que en años
anteriores. Nuestros caballos son los mejores, puesto que proceden de las tierras
lejanas de Iberia, en cuyo lugar Heracles separó las columnas, cerca de la misteriosa
región de TARTESSOS. Es un país donde se desconocen los distingos tribales y la
solidaridad impera a pesar de los variados dialectos y lenguas con los que se
comunican. Sus corceles pasan por ser de una sangre pura, no contaminada por otras
razas, y superan en fuerza y vigor a los que proceden de Italia y hasta de África. A los
tres años los comenzamos a entrenar y a los cinco ya han estado listos para competir.
Los vamos a enjalbegar con todo tipo de adornos, ya que pueden alcanzar tanta fama
como nuestro señor POLYZALOS.
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Yo, el auriga
Yo también me he preparado, al igual que ellos, para la carrera. Dice el maestro
gramático de GELA que “el hombre es un auriga que conduce un carro tirado por
dos briosos caballos: el placer y el deber. El arte del auriga consiste en templar la
fogosidad del corcel negro, que es placer, y acompasarlo con el blanco, que es el
deber, para correr sin perder el equilibrio”. Este hombre sabio me ha recordado
siempre que una excelente preparación física no sirve de mucho si no va arropada con
una elevación del espíritu y un reposo del alma.
Porque la conquista personal supera a todas las victorias, y es más valiente el
que controla sus bajos instintos que quien vence a sus enemigos. Sólo así podré
convertirme de palafrenero en caballero. Sólo así abandonaré la condición de esclavo y
llegaré a ser mi dueño y señor. Mi modesta procedencia no debe ser un obstáculo para
alcanzar la fama; como lo consiguió el hispánico DIOCLES, ganador en mil carreras;
como THALO y FORTUNATO y otros pocos más.
Algunos aurigas, suelen vestirse para la carrera cubriéndose con un pesado
casco para resguardarse de los golpes; lucen, además, una túnica corta para facilitar la
movilidad de su cuerpo, con los colores de su equipo –que nuestros más ilustres
plagiadores, los romanos, lo llamarán FACTIO-; las piernas las protegen con vendas de
paño cuidadosamente ceñidas; se arman con un puñal para cortar las riendas que
anudan a su cintura y así librarse de ellas en caso de caída.
Sin embargo, sus atributos viriles gustan llevarlos al aire bajo el reducido chitón,
acusando durante la carrera un balanceo muy característico y algunas veces hasta
espectacular. Yo he preferido ir más ligero, pero sin alardes de este tipo. Me rodearé la
frente con una taenia, cinta primorosamente bordada por mi madre y adornada con un
meandro de plata. Así, evitaré que los abundantes rizos de mi pelo, al moverse con el
viento, me dificulten la visión.
Luciré en mi cabeza un delicado peinado, que mi hermana ha dispuesto con
paciente laboriosidad para acusar la esfericidad de mi cráneo. Me ruborizo cuando me
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Yo, el auriga
dice cariñosamente que mi figura es como la del dios Apolo, y que mis pestañas
abanican el aire destacando sobremanera bajo el perfil curvilíneo de las cejas.
Me cubriré el cuerpo íntegramente con un chitón talar, una túnica nueva de gran
caída vertical que, después de sujetarla con firmeza a la cintura, casi alcanzará hasta los
tobillos; formará menudos pliegues alrededor del torso, tanto por las costuras de las
mangas como por el analabos que cruza la espalda y la ciñe estrechamente bajo las
axilas, para así impedir la agitación del tejido producida por el viento durante la carrera.
No llevaré calzado, a la manera espartana. Prefiero que mis pies desnudos
sientan directamente las vibraciones del carro. Todavía no se han deformado como los
de los Guerreros de RIACE; aunque acusan una dura estructura ósea, con potentes
tendones, con venas resaltadas y hasta alguna que otra prominencia.
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Yo, el auriga
Tampoco llevaré cuchillo para liberarme de ataduras ni látigo para azuzar a mis
caballos. No quiero más prendas y útiles de los precisos. Prefiero morir si fracaso y
nunca azotaré a mis corceles. Quiero que me sientan como si yo fuera ellos y ellos
fueran yo. Nos compenetramos. Por eso, no necesito hostigarlos porque la fuerza de mi
palabra es más que suficiente para llevarlos hasta la meta. No podría ser de otra manera;
tengo los ojos tan oscuros como ellos, que son tan humanos como yo, y yo tan caballo
como ellos.
Ha llegado el momento.
Después del aviso del toque de trompeta y esperando que el señuelo se pose
sobre la arena, he vaciado mi mente de todo lo superfluo, concentrando la mirada en un
punto muy lejano, tan lejano como el infinito.
Estoy preparado.
Mi mano izquierda pegada al cuerpo; la derecha sosteniendo levemente las
riendas, como si éstas fueran las aguas de una fuente que mana suave y cristalina sobre
mis dedos.
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Yo, el auriga
Mi cuerpo ha adoptado una posición vertical y equilibrada, que se recorta y perfila
de manera cilíndrica con los pliegues homogéneos de la túnica.
Oigo respirar a los corceles, esperando que les trasmita la orden de partida. He
conseguido que mi corazón deje de latir, como si fuera una figura donde el escultor
hubiera congelado mi cuerpo para la eternidad. Hay una absoluta primacía del todo
sobre las partes, manifestándose mi figura de manera erguida y pasiva sobre el carro,
pero agitada silenciosamente por un dinamismo que fluye de mi interior.
Espero, pues, inmóvil el instante de la salida, aislado del mundo que me rodea,
ignorando a esos siete mil espectadores que ocupan las gradas del estadio; estoy tan
estático y severo como una estatua de bronce.
Silencio.
¡AHORA!
Mi mano derecha se ha movido como un destello, como un escalofrío, al igual
que una chispa de fuego al
prender la yesca seca. He
transmitido así a mis caballos,
a través del cuero de las
riendas, la señal esperada de
salida.
Ha sido un estruendo
liberador de toda la furia y
energía contenidas en los
cuatros largos años de dura y
sacrificada preparación.
Hemos salido cortando
el viento, disparados, al igual
que una saeta lanzada por el
más potente arquero, como un
relámpago que precede al
estallido del trueno, y levantando una gran polvareda con el herraje de los cascos.
Ha empezado la carrera.
LOS CABALLOS
Desde el primer momento es necesario concentrarse para ocupar el lugar preciso
antes de la primera vuelta. Si las otras cuadrigas te cierran demasiado la maniobra, se
origina un radio tan pequeño que el giro es peligroso y podemos volcar fácilmente. Si
por el contrario nos abrimos en exceso, el camino a recorrer es mayor y damos ventaja
al contrincante.
Por ello, los dos corceles del centro son yeguas y van uncidas con un yugo,
trabajando al unísono para mantener sin titubeo, con su habilidad demostrada, la
dirección del carruaje y acompasando además sus galopadas sin establecer
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Yo, el auriga
competencia entre ellas. A la derecha, he situado al macho más veloz, responsable de
que durante las curvas recorra exteriormente la mayor distancia en el mismo tiempo que
los otros tres. Y, a la izquierda, está el mejor de mis caballos, un pura raza lleno de
temple y vigor, que está adiestrado para frenar en un instante con su gran potencia la
entrada a las curvas peligrosas, actuando como un firme pivote, sujetando
momentáneamente a sus compañeros para lanzarlos de nuevo y con fuerza a la carrera.
Son doce vueltas al estadio.
Veinticuatro largos y cuarenta y ocho peligrosos giros de ciento ochenta grados.
Compito contra otros doce briosos corceles y tres aurigas experimentados, a los que es
muy difícil vencer. Uno de ellos, me seguía muy de cerca y ha caído en el último giro por
la rotura del eje de su cuadriga.
Mala suerte, compañero.
EL TRIUNFO
Han vencido mis caballos.
Hemos vencido.
He vencido.
Mi señor Polyzalos me espera gozoso en la meta, pero ha evitado mirarme a los
ojos; al igual que esta mañana cuando le sorprendí saliendo de las cuadras.
He recibido como recompensa algo tan afortunado como una rama de laurel y los
vítores de los espectadores. Esta planta representa a la ninfa Dafne que estuvo al
servicio de la diosa Artemisa. Es una historia de amor triste y desgraciada, como
consecuencia de las dos flechas lanzadas por el irascible Eros. Nuestro dios Apolo
recibió en el corazón un dardo de oro que inflamó la pasión hacia Dafne, que, sin
embargo, fue saeteada por otro de hierro que provocó el aborrecimiento hacia él. Dicen
los filósofos que fue un enfrentamiento entre la lujuria –los deseos carnales- y la virtud o
castidad. Y, al final, el único escape posible ante el acoso a que era sometida la ninfa fue
su metamorfosis en el árbol de laurel, que Apolo con sus poderes hizo que
permaneciera siempre verde.
Cosas de enamorados.
EL SILENCIO
Tuve una gloria efímera.
Mi triunfo tan solo fue reconocido durante los primeros cien años.
Luego, vino el desastre y la destrucción por las fuerzas naturales de la tierra, o
por la maldición de los dioses que no podían soportar tanta soberbia de los hombres. O,
quizás, fuera la venganza sobre algún hecho indigno; o, incluso, fruto del quebranto
hacia un juramento sagrado.
Quede sepultado y desterrado de la memoria de los dioses y de los hombres.
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Yo, el auriga
Siempre me quedará la sospecha de lo ocurrido aquella mañana cuando
competimos y la cara de contrariedad que mi señor Polyzalos me dedicó cuando le
sorprendí saliendo de las cuadras. No quise darme cuenta de las manchas de grasa que
llevaba en sus manos y de la manipulación que advertí en el eje de la cuadriga de mi
más destacado adversario. Pero, pudo ser una mera especulación, o un error de mi
entendimiento, motivado por el nerviosismo previo a la carrera.
Tampoco quiero dar importancia al oráculo de la pitonisa que el día anterior mi
amo había solicitado y que nos transmitió el sacerdote que hacía de intermediario. “De
las entrañas de Poseidón llegará el castigo hacia la fama inmerecida”. Es bien cierto, que
los honores materiales deben ser medidos con la grandeza de la humildad y que la sibila
consideraba que únicamente los dioses deben ser tratados como divinos. “Recuerda
que eres solo un hombre”, nos repetían al coronarnos la frente con el laurel destinado al
vencedor.
OSCURIDAD
Han sido 2.269 años bastante aburridos.
He estado oculto y cubierto de tierra desde aquel año del terrible seísmo, cuando
Poseidón hizo estallar su cólera para que las rocas se desprendieran del Monte Parnaso,
destruyendo esta ciudad de los juegos Píticos y ocultándola en las tinieblas por los
siglos de los siglos.
Desde entonces he permanecido en el olvido.
Mi hazaña y mi gloria quedaron sepultadas por una gruesa capa de tierra rellena
de cascotes, donde se mezclaban los sillares de excelsos edificios, con las piedras
arrancadas de las entrañas de este lugar y con las ofrendas y tributos de todos los
pueblos de la Hélade.
A veces, he sentido cómo los buscadores de tesoros revolvían y hurgaban muy
cerca de mi cuerpo. Tan cerca, que las figuras que reproducían los cuatro caballos, y
hasta la cuadriga, fueron expoliadas por los saqueadores para recuperar el bronce que
el escultor SOTADES de THESPIAI tan primorosamente había moldeado y ensamblado
de manera imperceptible. El trabajo de este notable artista empezó a valorarse desde
que realizara un monumento a Polyzalos. Estampó su firma en el pedestal que lo
sostenía; cosa que olvidó realizar con mi figura. Quiero que no se confunda a este ilustre
escultor con su homónimo Sótades, considerado como el primer poeta pornográfico de
Grecia –ya se sabe que los griegos inventamos todo–, y que tuvo el dudoso
reconocimiento de popularizar algo tan insólito como el verso tetrámetro jónico mayor
braquicataléctico.
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Yo, el auriga
LA LUZ
Hasta que un día, aprecié cómo mi
cara era descubierta y pude ver y sentir otra
vez la luz de Delfos. Un cielo que seguía
siendo tan claro y diáfano como lo
recordaba.
Renací gracias al empeño del francés
THÉOPHILE HOMOLLE y de sus eficaces
ayudantes, que me liberaron de tanto tiempo
de ostracismo. Hablaban una lengua
desconocida para mí y me miraban tan
fijamente como yo a ellos. En mi caso, con
una
petrificación
permanente,
pero
transmitiendo una sensación de calma y
serenidad que contrastaba con una no muy
disimulada tensión en el brillo de mis vítreos
ojos. En sus rostros, con una expresión
circunstancial, una vez pasado el asombro
del descubrimiento, hasta que gritaron con
entusiasmo un vocablo ininteligible para mí:
¡Merveilleux!
Gracias a él –a Théophile– sentí como
mi cara y mi cuerpo fueron durante las
semanas siguientes suave y primorosamente
rascados, limpiados y recompuestos, devolviendo la dignidad perdida a una
reproducción de mi persona que tenía la rara y sorprendente particularidad de conservar
íntegramente los dos ojos.
Ellos han contribuido,
más que otro detalle, a dar
vida y realismo a mi figura.
Están hechos con cristal
coloreado, conformando una
pasta vítrea que rellena las
dos cuencas oculares. Son
ojos húmedos sin que haya
lágrimas, ojos casi tristes
que invitan a la ternura, a la
protección, como si de un
cachorrillo se tratara. Con un
fondo de iris que se abre a
un espacio insondable.
Aparento un ligero
bizqueo, que nunca pude
corregir y que el artista quiso
reflejar con realismo, por considerar que esta pequeña anomalía física encajaba en el
ideal artístico de las asimetrías.
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Yo, el auriga
Al escultor Sótades –que era de Beocia pero que trabajaba en Sicilia– le gustaba
mezclar detalles reales –como mis cabellos– con otros idealizados. Debo decir en honor
a la verdad que yo nunca tuve esa nariz tan hermosa que se perfila casi en línea recta
con la frente. No la tuve yo, ni la vi reflejada en ninguno de mis compañeros o
conocidos. Pero, el artista quiso reflejar así el prototipo de la belleza griega, ideal y
perfecta, mejorando considerablemente mi aspecto.
De lo que sí estoy muy orgulloso es de la carnosidad de mis labios –recubiertos
inicialmente por una fina lámina de cobre-, de los lóbulos de la nariz y de los abultados
pómulos. Ellos me ayudan a componer una actitud serena, de geometría perfecta, donde
el escultor ha preferido expresar la seriedad antes que la sonrisa, realzando de esta
manera la verdadera belleza que reside en la razón. La perfección del hombre ha de
estar dirigida siempre por el entendimiento. Con todo ello, se evidencia que mi personaje
no es ni un dios, ni un héroe, sino que representa sencillamente a un joven auriga cuyo
oficio es guiar los carros de su señor, pero de ninguna manera se confunde con éste u
otro prohombre distinguido por la fortuna.
En todo este largo trance de recuperación perdí, no obstante, para siempre mi
brazo izquierdo y lo más destacado de aquel maravilloso grupo escultórico. Me convertí
en un auriga mutilado, sin caballos, sin carro y sin palafrenero. Un auriga manco. Inútil.
Pero, mi mirada ha sido suficiente para reflejar todo lo que perdí, y todo lo que
gané. Para que lo comprenda quien sepa interpretarla. Va dirigida a aquéllos que saben
ver con el corazón y con los sentimientos, a los amantes de la belleza, a los sensibles
hacia las obras imperecederas, a ti, anónimo visitante, que te emocionaste al verme…
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Yo, el auriga
Vuelvo a ser auriga. El auriga
ganador. El auriga de Delfos. He
tenido la fortuna de ser uno de los
escasos personajes que el paso del
tiempo ha respetado, manteniendo mi
presencia corpórea y esos ojos
limpios que me caracterizan.
Pero no puedo olvidar a esos
otros mitos del arte griego que, al
igual que yo, fueron recuperados del
olvido.
Como
ese
majestuoso
Poseidón del cabo ARTEMISION,
como los dos fornidos Guerreros de
RIACE y como el delicado Efebo de
ANTICITEREA.
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Yo, el auriga
Todos tenemos el corazón de bronce. Algunos, fuimos primero moldeados y
luego fundidos en piezas independientes, para ser luego ensamblados con una
técnica de soldadura que, por haber sido olvidada, ahora es desconocida.
Actualmente y después de 117 años de mi renacimiento, resido en el Museo
de Delfos, muy cerca de donde conseguí la victoria hace ya casi veinticinco siglos.
Permanezco aislado en el centro de una sala exclusiva para mí. La domino y
lleno de tal manera que cualquier visitante, vaya donde vaya, se mueva como se
mueva, es alcanzado por la energía que fluye de mi cuerpo, y por el misterio y
profundidad que despido.
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Yo, el auriga
MENTIRA
Pero, no quiero seguir engañándome y dar la espalda a la verdad.
Porque el silencio también puede ser culpable.
Sé muy bien que mi señor hizo trampa, que yo lo oculté cobardemente,
haciéndome así su cómplice, y que falté a mi juramento atlético... nunca fui
merecedor de aquella victoria.
¿Me podréis perdonar?
FIN
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