Pietas en la adoración de los ancestros * Meyer Fortes I Se supone que la Conferencia Henry Myers debe dirigirse a una audiencia mixta de antropólogos y de no-antropólogos de intereses variados. Esto la transforma en una tentadora oportunidad para abandonar los caminos rectos y angostos de la especialidad profesional y vagar por los verdes prados de la especulación —de la cual, usualmente, uno aparta su mirada—. Si acaso he sido aventurado al ceder a esta tentación, confío en no incurrir en una falta de respeto hacia el fundador de estas conferencias. Cuando comencé mi trabajo de campo entre los tallensi, en 1934, la controversia en torno a la aproximación de Malinowski a la hipótesis freudiana del complejo de Edipo estaba en pleno auge. Aunque él mismo estaba en una fase de rebelión conductista en contra del psicoanálisis, sus ideas tempranas mantuvieron su influencia como desafío a la teoría psicoanalítica y, a la vez, como un estímulo para los antropólogos en el campo. Lo que constituía el objeto de una viva discusión era, en lo que respecta a este tipo de problemas, qué tipo de investigación de campo estaba al alcance de los antropólogos. En 1932, mediante su característica claridad e imparcialidad, Seligman había dilucidado las principales cuestiones teóricas en su Conferencia Huxley. Lo único cierto, no obstante, era que el principal campo social donde se suponía que el drama edípico podía manifestarse en costumbres y en conductas era el de la familia y el parentesco. La cuestión consistía en qué inferencias podían ser legítimamente hechas, a partir del comportamiento tradicional, acerca de las motivaciones y fantasías ocultas identificadas por el psicoanálisis; el problema, con todo, fue dejado sin respuesta, y, en gran medida, todavía así permanece.1 Y sin embargo, tal como las monografías etnográficas y los estudios de los treinta y los cuarenta nos muestran, surgió entonces una orientación * Henry Myers Lecture de 1960; reimpresa en Journal of the Royal Anthropological Institute, 91, Parte 2, 1961. Publicado en Meyer Fortes, Time and Social Structure and Other Essays, The Athlone Press, London School of Economics (Monographs on Social Anthropology, nº 40), Londres, 1970, pp. 164-200 [N. del T.] 1 Véase por ejemplo E. Leach, “Magical hair”, Journal of the Royal Anthropological Institute, nº 88, 1958, p. 147 y ss. [ 73 ] 1 característica hacia el trabajo de campo y la teoría. Entiendo que esta tendencia se conformó en torno a tres reglas básicas: la primera, aprendida de Malinowski, era que una costumbre o cuerpo de costumbres, cualquiera que haya sido su fuente histórica, es significativo en la vida contemporánea de la gente; la tarea esencial del antropólogo es, en consecuencia, investigar este hecho. La segunda, enseñada por Radcliffe-Brown, postulaba que cada costumbre se encuentra incrustada en la estructura social, y por ende es significativa a la luz de las relaciones que ésta presupone. La tercera, debida al clima de pensamiento psicológico imperante, establecía que una costumbre es la expresión tolerable de motivaciones, sentimientos y disposiciones que no siempre son conscientes y que pueden incluir, a la vez, elementos potencialmente constructivos y destructivos. II Entre los tallensi, el parentesco y el culto a los ancestros son tan manifiestos en los hogares y las unidades domésticas, las metas económicas y la rutina de las relaciones sociales, que me encontré obligado a familiarizarme con ellos desde el comienzo mismo de mi trabajo de campo. Llegué hacia la mitad de la estación seca. Y ésta es justo la época del año en que son celebrados los funerales. El tiempo lo permite, se dispone de abundante grano para la bebida. Además, la agobiante tarea del cultivo permite a los tallensi un respiro para el ocio. Por las mismas razones, también resulta la estación preferida para la mayoría de los rituales domésticos. De esta manera, lejos de estar en una posición que me permitiera demostrar mi buena voluntad interesándome en temas neutrales como las figuras de hilo (que no tienen otra significación que la de un juego para niños), la cultura material, los cultivos o los mercados, fui arrastrado hacia la adivinación, las ceremonias funerarias, los sacrificios domésticos y los festivales de la cosecha y de la siembra. Y rápidamente se hizo evidente que era imposible comprender estas actividades rituales y ceremoniales sin un conocimiento cabal del parentesco, la familia y la estructura de descendencia. Y es que los tallensi, como la mayoría de los pueblos africanos con un sistema altamente desarrollado de adoración de los ancestros vinculado a sus grupos de descendencia y sus instituciones, encajaban bastante bien en el paradigma de la comunidad religiosa en sus “primeras etapas”, tal cual la esbozara de manera magistral Robertson-Smith.2 Me refiero a su observación de que la religión se origina “no en un miedo vago respecto a poderes desconocidos, sino en una amororosa reverencia por dioses conocidos, vinculados a sus adoradores mediante fuertes lazos de parentesco” (p. 54). A Robertson-Smith lo deslumbraban las características parentales de las divinidades semíticas arcaicas, y relacionaba esto con la invariable composición de la comunidad de sus adoradores en “círculos de parentela” cuyo 2 2 W. Robertson-Smith, W. (1899), The Religion of the Semites, 3ª edición, Cambridge, 1938. más grande pariente era el dios venerado: “El lazo indisoluble que unía a los hombres con su dios —concluye— es del mismo tipo que el lazo de sangre y camaradería (...) es el vínculo moral entre cada hombre y su par, y el principio sagrado de la obligación moral” (p. 53). Particularmente digno de atención con relación a mi tema de hoy, resulta su comentario de que “los sentimientos avivados cuando la deidad era concebida como un padre” eran de una índole más austera que cuando se hallaban dirigidos a una deidad materna, y ello se debía al reclamo del padre de ser “honrado y servido por su hijo” (p. 58). Robertson-Smith, con todo, no ha sido el único estudioso de su generación que ha percibido la conexión entre las instituciones de parentesco y las creencias y prácticas religiosas. De hecho, fue anticipado en un cuarto de siglo por otro inspirado precursor de nuestras ideas actuales, Fustel de Coulanges, con quien me hallo particularmente en deuda. Pero para él la relación era exactamente la inversa: mientras Robertson-Smith suponía que el parentesco era el estrato que subyacía a la adoración de los semitas, Fustel argumentaba que era el ancestral culto de los romanos el que se imponía a su parentesco agnaticio (libro II, cap. V).3 “La fuente del parentesco —nos dice— no era el hecho material de su nacimiento; era el culto religioso”;4 y continúa demostrando de manera brillante cómo la sucesión y la herencia se relacionan mutuamente con el culto doméstico a los ancestros (cap. VII). Cito: “El hombre muere pero el culto sigue (...) Mientras la religión doméstica continúa, la ley de propiedad debe continuar con ella”. Más adelante, en relación con la sucesión: “...ya que la religión doméstica es hereditaria (...) de varón a varón, la propiedad también lo es (...) lo que hace al hijo heredero no es la voluntad personal del padre (...) el hijo hereda en forma de pleno derecho (...) la continuación de la propiedad, así como la del culto, es una obligación para él tanto como un derecho. Deséela o no, caerá sobre él”. El punto esencial, en su razonamiento, es que en el arcaico derecho griego y romano era exclusivamente la descendencia por vía masculina la que determinaba el derecho a heredar la propiedad y el status del padre. Pero era ésta, primariamente, una relación religiosa. De allí que un hijo que ha sido excluido del culto paterno por su emancipación, fuese igualmente separado de su herencia, en tanto un completo extraño que hubiera sido hecho miembro del culto familiar por adopción devendría en hijo con derecho a heredar la adoración y la propiedad. Robertson-Smith no era inmune a las falacias de su tiempo y ha sido criticado justificadamente por ello;5 algunos estudiosos clásicos, según creo, acusan también 3 Fustel de Coulanges (1864): La Cité Antique, Paris. [En castellano: Numa D. Fustel de Coulanges, La ciudad antigua, Emecé, Buenos Aires, 1945.] 4 Ésta es mi traducción de la siguiente fórmula: “Le principe de la parenté n’etait pas l’acte matériel de la naissance, c’etait le culte”. 5 Por ejemplo, las notas de Stanley A. Cook a la 3ª edición del libro de Robertson-Smith. 3 a Fustel de subordinar indebidamente la erudición a la conjetura. Como sea, no podemos sino admirar su perspicacia en dirigir la atención hacia la matriz social del tipo de instituciones religiosas que estaban tratando, ya que en su tiempo la aproximación ortodoxa a las religiones primitivas era a través de sus contenidos de creencia manifiestos. Desde el pináculo de la rectitud intelectual, la mayoría de los estudiosos no veían en ellas, desde sus teorías preconcebidas, más que una falsa lógica, una cosmología errónea o un cúmulo de supersticiones emocionalmente distorsionadas. Era éste el tipo de enfoques cuyos intereses radicaban en lo que Robertson-Smith llamaba “la naturaleza de los dioses”, y frente a los cuales contrastaba su propio método (cf. p.8). Ésta es la tradición de Tylor, Frazer, Marett y de las huestes de sus seguidores, ampliadores y expositores, demasiado numerosos para nombrarlos —y además, ahora, algo obsoletos—. Y, aunque purificada de sus mayores prejuicios, también es, fundamentalmente, la tradición de Malinowski y Lévy-Bruhl, así como la de célebres etnógrafos de África como Rattray, Junod, Westermann y Edwin Smith. No haré alarde aquí de haber estado al tanto, mientras estuve en el campo, del valor de las teorías de Robertson-Smith y de Fustel para las instituciones religiosas de los tallensi. Eso vino mucho después. Simplemente sucedía que la adoración de los ancestros era demasiado evidente para ser ignorada, y que el marco de lazos y divisiones genealógicas era un aspecto del ritual hacia el cual los participantes y los comentaristas llamaban libremente la atención. Pero, dada la orientación general que he descripto, lo que comenzó a hacerme pensar acerca de la veneración de los ancestros fue una observación casual recogida en el libro que despertó originalmente en mí el interés por los tallensi. En 1932 apareció la primera encuesta y etnografía sistemática de las tribus del norte de Ghana: Tribes of the Ashanti Hinterland, de R. S. Rattray.6 Es, de hecho, una compilación algo inconexa de las observaciones del propio autor y de algunos textos de informantes. Pero, con su misteriosa destreza para la investigación de campo, y al perseguir ciertas costumbres de parentesco de los nankanse —vecinos cuya lengua y cultura difieren apenas de sus homólogas tallensi—, Rattray descubrió una regla que documenta en estos términos (p. 263): “Entre los nankanse, como entre muchas otras tribus, le está prohibido al primogénito (ya sea hombre o mujer) hacer uso de cualquier propiedad personal que pertenezca a sus progenitores; por ejemplo, tocar las armas de su padre, usar su gorra o su manto de piel, mirar dentro de su granero o en su tapo —bolsa de cuero—, o, en caso de una mujer, curiosear en el kumpio de su madre. ‘Los padres no quieren a su primogénito y es difícil que éste último viva con ellos’. Pienso [comenta Rattray] que la idea es que éste espera, como diríamos nosotros, calzar los zapatos de su difunto padre.” 6 4 R. S. Rattray, Tribes of the Ashanti Hinterland, Oxford, 1932. Que los padres y sus hijos aparezcan frecuentemente como contrarios y antagonistas es harto sabido; es, de hecho, un tema común a varias novelas y obras europeas. Los antropólogos se han familiarizado hace ya tiempo con sus paralelos en las sociedades primitivas. Pero su importancia capital en la vida social era apenas comprendida en 1932, en parte debido a la entrada en escena del psicoanálisis,7 pero, en especial, por los estudios de parentesco de Malinowski y Radcliffe-Brown. El revolucionario escrito de este último acerca del hermano de la madre, nos ha hecho notar la significación del respeto y las interdicciones en tanto expresiones de la autoridad de los padres sobre sus hijos en una estructura familiar patrilineal,8 y Malinowski9 ha revelado los conflictos bajo la superficie de las normas de parentesco matrilineal.10 La costumbre nankanse parecía revelar una franca hostilidad entre progenitores e hijos del mismo sexo, relacionada con la abierta admisión del deseo de la muerte del pariente; resultaba curiosa, también, al señalar específicamente al primogénito. Ningún antropólogo alerta a las controversias en torno al parentesco y la estructura familiar podía dejar de estar intrigado. III Entre los tallensi pude observar con frecuencia las interdicciones entre los primogénitos y sus progenitores del mismo sexo. Como he descripto anteriormente, no son éstas sólo una materia de conocimiento común, sino que manifiestan una importancia crítica para la estructura social, tanto dentro como más allá del dominio doméstico en el que son fundamentalmente operativas.11 Las interdicciones personales de los primogénitos entre los namoo son obligaciones públicas y morales, y la adherencia a ellas es el símbolo de la pertenencia a un clan. No sorprende entonces que los primogénitos usualmente hablen de su situación en un tono de 7 El libro pionero de J. C. Flugel, The Psychoanalytic study of the family, merece un agradecido reconocimiento por su influencia, ya que ha relacionado la teoría psicoanalítica y la investigación etnológica en los estudios de parentesco [Flugel, The psychoanalytic study of the family, Londres, 1921]. 8 A. R. Radcliffe-Brown, “The Mother’s Brother in South Africa”, en South African Journal of Science, nº 21, 1924, pp. 542-555. [En castellano: “El hermano de la madre en África del Sur”, en A. R. Radcliffe-Brown, Estructura y función en la sociedad primitiva, Barcelona, Planeta-Agostini, 1986, pp. 25-41.] 9 Bronislaw Malinowski, The father in primitive psychology, Londres, 1927. [En castellano: “El padre en la psicología primitiva”, en B. Malinowski, Estudios de psiciología primitiva, Barcelona, Paidós, 1982, pp. 83-140.] 10 Meyer Fortes, “Malinowski and the study of kinship”, en Raymond Firth (ed.) Man and culture: an evaluation of the works of Bronislaw Malinowski, Londres, 1957. [En castellano: “Malinowski y el estudio del parentesco”, en R. Firth et al., Hombre y cultura. La obra de Bronislaw Malinowski, Madrid, Siglo XXI, 1974, pp. 161-200.] 11 Meyer Fortes, The Dynamics of Clanship among the Tallensi, Oxford, 1945; The Web of kinship among the Tallensi, Londres, 1949; Oedipus and Job in West African Religion, Cambridge, 1959. 5 orgullo, aunque ésta parezca ser, para el forastero, irracionalmente opresiva y cargada de humillación y de rechazo. Por supuesto que los primogénitos están, en las instancias rituales, y desde el principio de su infancia, habituados a estas incapacidades inviolables y absolutas que comporta su status. Pero a lo que un hijo mayor es así acostumbrado, parece, para el observador externo, un mero quite con tintes de amenaza. Desde la temprana infancia no debe comer del mismo plato que su padre; tampoco puede rozar con sus dedos la mano del pariente. Los tallensi dicen que, si esto sucediese, causaría infortunio y acaso también la muerte del padre. Pero el hijo mayor ve cómo, por el contrario, sus hermanos menores comparten el plato de su padre con total impunidad. Y si ellos rascan su mano, nada sucede. Lo mismo pasa respecto a otras observancias (la prohibición de usar las ropas del padre y su arco, o respecto a mirar dentro de su granero). Aun así, los primogénitos no hablan de su situación con resentimiento; la aceptan con ecuanimidad, con gracia y a menudo, como ya he dicho, incluso con una suerte de orgullo. Es, simplemente y desde su punto de vista, una regla de vida —en su lengua, un tabú ancestral (kyiher)—, nunca una norma arbitraria e irracional. Esto es de importancia capital. Y se puede dar cuenta de ello en términos de un interpretación racional de la relación social y psicológica entre padres e hijos; una exégesis que tiene sentido tanto desde el punto de vista de la estructura social y los valores de los tallensi como desde la teoría antropológica del parentesco. Para ver cuán apropiado resulta, uno debe recordar que los padres tallensi aman a sus niños y que sus costumbres no les impide mostrarles afecto y cariño. El cuadro que el profesor Carstairs ofrece acerca de las actitudes y relaciones entre padres e hijos entre los hindúes de Rajhastan, horrorizaría sin duda a los tallensi.12 Y aunque insisten en que a los padres se les debe respeto y obediencia, ni siquiera aceptarían sin reservas la máxima “Un hombre debe acatar siempre, sin pensarlo, la palabra de su padre”. Carstairs enfatiza demasiado la indiferencia, la falta de espontaneidad, calidez e intimidad en las relaciones padre-hijo, y conecta esto con las estrictas observancias que existen de ambos lados. Los tallensi no son tan severos. A diferencia de estos hindúes, no idealizan al padre como un modelo temido y remoto de austeridad y autocontrol, en cuya presencia todo lo asociado al placer, la frivolidad y la vida sexual se halla prohibido. Para ellos, también, el desastre total, a cuyo lado la muerte misma resulta insignificante, es morir sin haber dejado un hijo que celebre sus ceremonias funerarias y continúe su línea de descendencia. Pero, careciendo de una noción de vida ultraterrena correpondiente al infierno y al nirvana, no podrían nunca aprehender aquella máxima en sánscrito citada por Carstairs (p. 222): “Es un hijo aquel que rescata a un hombre del infierno” (y le asegura, así, el logro del nirvana). Para los tallensi, como veremos, tener un hijo es asegurar la propia 12 6 G. Morris Carstairs, The twice-born, Londres, 1957. ascendencia; ésa es toda la inmortalidad a la que uno aspira. Con sus ideas nebulosas acerca del modo de existencia de sus ancestros, los tallensi no poseen creencias que aseguren que éste pueda ser influenciado por las acciones de su progenie y su descendencia. He citado las observaciones de Carstairs a fin de dar cuenta de las actitudes relativamente racionales y el compromiso amistoso entre padres e hijos que, en sus aspectos manifiestos y públicos, predominan en las costumbres de los tallensi (enfocando en particular la relación padre-primogénito). Como he demostrado en otro lugar, esto encaja en el sistema de linaje, la organización doméstica y las ampliamente ramificadas redes de parentesco que conforman, en su unidad, la base de la estructura social de los Tallensi.13 Como en todas las sociedades en las que la descendencia patrilineal es el principio clave de la estructura social, la relación entre padres e hijos constituye el elemento nuclear del sistema social. La oposición y la interdependencia, para usar términos algo evasivos, se entremezclan en su conducta tradicional. Pero lo que resulta de particular interés para mi presente tema es que los tallensi reconocen con franqueza —y no sin alguna ironía— que la oposición entre padres e hijos surge de su rivalidad misma. Más aún, entienden dicha rivalidad como inherente a la naturaleza misma de la relación. Si poseyeran la palabra, dirían que es instintiva. Perciben en particular que las prohibiciones a las que los primogénitos están sujetos no sólo otorgan su legitimidad y su expresión tradicional a este hecho, sino que también sirven como medio para canalizar y lidiar con los peligros potenciales que ven en él. Y también están al tanto de los factores económicos, jurídicos y morales de la situación.14 Ayudará a teñir de verosimilitud este breve sumario, así como a llegar a la próxima etapa de mi argumento, un ejemplo típico de mis registros de campo. Saa de Kpata’ar, un hombre de alrededor de 42 años, estaba cierto día mostrándome su granja; me contaba mientras tanto que hasta cinco años atrás él había vivido y trabajado con su padre. “Entonces —dijo—, mi padre me pidió que viniera y construyera una casa para mí y mis mujeres y mis niños en esta tierra, donde mi abuelo había vivido anteriormente, y me dijo que trabajase y proveyese allí a mi familia. Ahora, él vive en su casa y mi hermano menor y su propio hermano menor viven y trabajan con él. [Luego, con un un destello de humor en sus ojos y una media sonrisa, continuó.] Verá usted, yo soy el hijo mayor de mi padre. En mi país, para todos nosotros, y seamos talis o namoos, éste es nuestro tabú. 13 Meyer Fortes, The Web of kinship among the Tallensi, Londres, 1949. M. Fortes, The Web of kinship among the Tallensi, Londres, 1949; M. Fortes, Oedipus and Job in West African Religion, Cambridge, 1959. 14 7 Cuando nuestro hijo mayor alcanza la madurez, se va a vivir solo o bien separa su propio territorio en el terreno de su padre. Si mi padre y yo permaneciéramos juntos no sería bueno. Nos lastimaría. Me haría daño, y ¿no sería eso también dañino para mi padre?” Ahora bien, conocía yo lo suficiente al padre de Saa, y a la vez lo había visto en numerosas ocasiones en su casa, asistiendo y brindando consejo en asuntos de linaje y de familia. Su relación pública me parecía ser tan amistosa y su lealtad mutua tan firme como la de cualquier padre anciano y sus hijos maduros. Y entonces presioné a Saa aún más, preguntándole cómo se podía concebir que él y su padre pudiesen dañarse mutuamente sólo por vivir en la misma casa —o por trabajar juntos en la misma granja—. Respondió con el mismo aire de obviedad en el que previamente me había suministrado detalles sobre el trabajo en la granja: “Es así [dijo.] Si permanecemos juntos, nuestros destinos lucharían entre sí. Mi destino pelea para que él no viva y su destino pelea para que yo no lo haga. ¿No lo ve? Allí se sienta mi padre y tiene sus altares para los ancestros; si muriera hoy, sería yo quien los tendría. Por ello es que mi destino lucha para que muera; entonces podré tomar sus altares y añadirlos a mi destino. Su destino pelea para que yo muera; de esa manera, él mantendrá su altar para ofrecerles sacrificios a los ancestros. [Hablaba como si estuviera describiendo las acciones de fuerzas externas que no tenían nada que ver con su propia voluntad y sus propios deseos. Yo indiqué que esto sugería una enemistad manifiesta entre él y su padre. Saa respondió en un tono de voz más personal, aunque todavía filosófico.] Claro, no nos gusta un hijo mayor, queremos los hijos más jóvenes. En lo que a mi padre respecta, claro que estoy ligado con él. Si él estuviese por morir hoy, yo pasaría un mal rato. Sus hermanos menores tomarían posesión de la casa familiar. Yo sólo soy un personaje menor. Es porque mi padre es la cabeza de la familia que, en su nombre, he construido una casa propia y poseo esta granja. Si fuese a morir, su hermano más próximo heredaría la propiedad familiar y eso incluye todo lo que yo tengo. Hoy día, si un gran sacrificio es celebrado, mi padre obtiene su parte y me da algo de ella; su hermano, en cambio, no tendría por qué hacerlo. Actualmente actúo en el nombre de mi padre en los asuntos públicos; cuando él muera, seré un don nadie. [Señalé que parecía estar contradiciéndose; entonces respondió.] Cuando mi padre y yo vivíamos juntos, él no solía hacer caso a lo que yo decía. Si había una disputa él escuchaba a los demás, jamás a mí. Ahora que no me ve todos los días y que él tiene su casa y yo la mía, su alma se volcó hacia mí. Es verdad, sólo hace poco lo dejé. Y es porque antes no estaba preparado para hacerlo. Mientras trabajaba con él era mi derecho que él pagase el precio de cualquier esposa con la que yo me uniera. 8 Una vez que me consiguiera la esposa que yo quisiese, estaría listo para establecerme por mi cuenta. Mis hermanos menores permanecen en la granja con él. Ellos no pueden heredar los altares de los ancestros cuando él muera, así que sus destinos no tienen por qué pelear con el suyo.” Esta confesión reveladora sintetiza la concepción normal y tradicional de las relaciones entre hombres e hijos entre los tallensi. Muchas declaraciones similares, apoyadas por observaciones de actitudes y comportamientos en una multitud de situaciones, confirman su precisión y su sinceridad. Lo que Saa nos dice es que existe un antagonismo latente, a lo largo de sus vidas, entre un hombre y su primogénito. Durante la juventud del niño no se manifiesta en la asociación diaria y la cooperación amistosa necesaria para el trabajo u otras tareas hogareñas. Pero cuando el hijo se casa —y entonces deviene a su vez padre por derecho propio, responsable del mantenimiento de su mujer e hijos—, su crecimiento posterior y maduración personal comienzan a ser sentidos por su padre como una amenaza. El antagonismo inconsciente se torna rivalidad potencial. Es evidente lo que está en juego. Es el status de la paternidad. Y ésta se materializa en la posesión de derechos sobre la propiedad familiar y, más significativamente, es conferida y legitimada mediante el mantenimiento de los altares ancestrales. Pero lo que más importa es que ella constituye un status único: en un sistema de linaje patrilineal, sólo puede haber un padre de familia, persona que nuclea y simboliza la autoridad suprema de la familia. Y es sólo de una única manera que este status puede ser conseguido: por sucesión. En efecto, la sucesión que, hemos visto —y para tomar prestado el útil concepto del doctor Goody que da cuenta de la transitoriedad de tal status—, presupone e implica la muerte de quien ostenta dichos poderes con anterioridad.15 Es éste, precisamente, el punto crítico. El nudo del problema radica en salvaguardar a quien ocupa por derecho dicho status de las aspiraciones competitivas de sus potenciales —y por otra parte legítimos— herederos. El problema es presentado como un tema impersonal, como un hecho dado de la naturaleza. Y esto encaja a la perfección en la manera mediante la cual se soluciona: el cuasi-impersonal imperativo del tabú. Lo que éste logra, de hecho, es separar a los protagonistas, respetando las dos esferas fundamentales donde se pone en juego la autoridad paterna: el control sobre la propiedad y la familia por un lado, y el monopolio de los derechos sobre la adoración a los ancestros por el otro. Como Saa sostiene, manifestar sentimientos comunes es evitar problemas en el campo de las relaciones personales de buena voluntad y afecto. Así se comprenden los cuidados de un padre por su hijo durante su infancia. Y podemos entonces comprender por qué las interdicciones son impuestas en esta etapa. En el sistema 15 Jack Goody, “The Mother’s Brother and Sister’s Son in West Africa”, en Journal of the Royal Anthropological Institute, nº 89, 1959. 9 familiar patrilineal y patrilocal de los tallensi, los padres deben mantener, criar y educar a sus hijos para que sigan sus huellas y los sucedan. Un hijo no puede ser social y materialmente segregado en su infancia. La estructura social y la economía de los tallensi descarta la posibilidad de enviar un niño al exterior para ser criado por su parentela materna, como sucede, por ejemplo, entre los dagomba; tampoco contempla los pueblos de edad explotados por los nyakusa, utilizados para separar a las generaciones sucesivas.16 Si no fuese mediante la exclusión de las actividades y relaciones que le harían anhelar el status de su padre, ¿cómo podría el hijo mayor, designado por la ley y la costumbre ritual para ser su sucesor, ser sometido a la autoridad paterna durante su infancia? ¿Cómo puede el hijo ser instruido para sentir y percibir la separación obligatoria de su padre? ¿Cómo puede hacérsele entender claramente que no es todavía su igual y que por ende no debe codiciar su posición? Si se descarta la separación física, la respuesta debe ser hallada en el plano de las observancias simbólicas antes mencionadas. En estas circunstancias, éstas deben ser todavía más explícitas y categóricas que otras reglas de etiqueta similares mediante las cuales se logra el respeto por los mayores en otras sociedades africanas; por ejemplo entre los thonga, donde la situación del primogénito es muy similar a la de los tallensi.17 Lo que se exige es más que simple respeto, pero, a la vez, menos que el extremo aislamiento espacial y político-ritual de los hijos respecto a la generación de sus padres que encontramos en otros pueblos centroafricanos (he ejemplificado con los nyakusa, pero la costumbre está ampliamente extendida en toda África central). Lo que se simboliza es que un primogénito no debe pretender ser un igual de su padre en tanto cabeza económica de su hogar (de allí el tabú del granero), ni tampoco en relación con sus esposas (de allí el tabú de comer junto al padre, ya que una de las tareas fundamentales de la mujer es cocinar para él), ni tampoco en su status de adulto maduro, persona ritual o jurídica independiente y, finalmente, en tanto individuo único (de allí la interdicción respecto a las ropas del padre; recordemos, para concluir, el tabú sobre su arco y sus flechas). Como enfatizaré una vez más, todos estos derechos serán sólo alcanzados por el primer hijo a la hora de la muerte de su progenitor. Todas las observancias deben ser estrictamente acatadas —y puedo dar fe de que en efecto lo son—, so pena de destruir la calidez personal y la confianza que resultan esenciales en la relación de un padre con su hijo. Todo se aclarará si nos detenemos y advertimos que lo que he dicho antes acerca de la herencia y la sucesión era, en cierto modo, elíptico. Debí haber señalado que un padre de familia posee dos elementos distintos de status. Es el padre de sus 16 Monica Wilson, “Nyakusa age villages”, en Journal of the Royal Anthropological Institute, nº 81, 1951. 17 H. Junod, The Life of a South African tribe, 2 vols., London, 1927, p. 441 y ss. 10 hijos, como dicen los tallensi, por haberlos engendrado; de esta manera los hijos son, durante su vida, meras extensiones o partes de sí mismo. Ellos no tienen un status jurídico por derecho propio; ni siquiera si son económicamente independientes, e incluso tampoco viviendo solos. Es ésta una norma básica en la estructura social tallensi. Pude experimentarlo vívidamente cuando un joven que yo había empleado acudió a mí con una mezcla de enojo y resignación. Se había casado con una jovencita que había raptado; sus regalos de conciliación, con todo, habían sido aceptados. Pero su padre se había rehusado a completar las formalidades, bajo el pretexto de que no podía pagar el precio de la novia en ganado. Y, sin embargo, mi joven amigo había ahorrado lo suficiente para adquirir dos vacas, que hubieran conformado una aceptable primera cuota del precio de la amada. ¿Pero entonces por qué —le pregunté— no había entregado personalmente los animales a su suegro? Me contestó que hubiera sido indignante y ofensivo, aun si la parentela de la novia fuese tan inescrupulosa como para aceptarlo. Uno no puede pagar el precio de su novia por sí mismo mientras su padre esté vivo; tampoco —siquiera— si alguno de sus hermanos lo estuviera. Me explicó que ello significaría ponerse a la altura de su padre, considerarse su igual. En ese caso pelearían, su padre lo maldeciría y rehusaría practicar sacrificios en su favor. La estatura de su padre, evidentemente, lo sobrepasaba. Su única esperanza consistía en que yo persuadiera a su padre de ceder. Pero notemos un importante corolario: mi informante no hubiese estado jurídicamente mejor facultado para tomar mujer ni siquiera si ya hubiese tenido una —e incluso hijos—. Y es que un hombre no goza de la autonomía jurídica para actuar independientemente por sus propios medios (ni siquiera en relación con sus propios hijos) hasta que su padre muera. El segundo aspecto del status del padre de familia es, por otro lado, que encabeza el segmento del linaje que constituye el núcleo de la familia. Obtiene esta facultad, no por tener hijos o al heredar a su propio padre a través del derecho de filiación, sino al sucederlo por su antigüedad en el linaje. Bajo este principio, los hermanos de linaje heredan antes que los hijos; desde ya, todos los hermanos sobrevivientes pueden suceder al padre. Por ende, la paternidad entre los tallensi se adecua al postulado de Maine según el cual “...el poder patriarcal no es sólo doméstico sino político”.18 Al tomar la paternidad como un status en el campo político-jurídico, en el que las relaciones entre quien detenta un rol y quien aspira a él se modelan sobre el patrón de la hermandad, vemos que no existen observancias rituales o seculares entre un hombre y su presunto sucesor en el linaje: los hermanos se prestan las vestimentas y pueden heredar mutuamente sus viudas. En tanto cabeza de su linaje, un hombre no puede frustrar a su hermano o a su sobrino de 18 Sir Henry Maine, Ancient Law, Londres, 1861, cap. VII. 11 manera tan arbitraria como puede hacerlo un padre; tampoco puede negarse a ofrecer sacrificios al ancestro común sin una causa que lo justifique. Debemos concluir entonces que las interdicciones a las que se someten los primogénitos deben comprenderse estrictamente en referencia al padre natural y a su propio status filial en el campo doméstico durante la vida de éste. Es un punto ineludible, que explica por qué los tallensi dan cuenta de la oposición padreprimogénito, prescripta por la costumbre, en términos que son espirituales más que jurídicos o económicos. En efecto, el quebrantamiento del tabú sería una afrenta al alma del padre (sii) y a su destino (yin). Y es que se considera que el alma de un hombre está en su granero y su vitalidad, en sus ropas y sus armas —ya que se hallan cubiertas de su transpiración y suciedad corporales—. Esto es vivido aún más intensamente entre los clanes que no imponen interdicciones entre el padre y su primogénito en forma de tabúes, quienes, sin embargo, ponen en práctica la oposición en cuanto a las razones y las causas de la propiedad. Entre ellos, un primogénito puede ser enviado por su padre a buscar semillas en el granero. Pero cuando el padre muere, sus arco, sus flechas y su morral son colgados en el granero por los ancianos. Desde ese día, hasta las exequias finales —que bien pueden tener lugar dos o tres años después—, el hijo mayor no debe mirar más su interior. Si lo hiciera, vería a su difunto padre y moriría. Su hermano menor, sin embargo, puede ingresar al granero con total impunidad. Jamás se topará con el muerto. En los funerales definitivos, finalmente, los artículos ocultos ven la luz y son eventualmente entregados al primogénito para que los deposite en el huerto sagrado de los ancestros. De inmediato hereda entonces el status paterno, que lo hace dueño del granero y de todo lo que contenga. Me estoy concentrando exclusivamente en el primogénito, pero dos consideraciones deben ser añadidas al respecto. En primer lugar, los tallensi señalan claramente que el hijo mayor se halla en una posición singular en virtud, por así decirlo, de su posición en el grupo de hermanos. En segundo lugar, las hijas primogénitas son sometidas a observancias similares en relación con sus madres, y, hasta cierto punto, también con respecto a sus padres. Esto demuestra, más allá de su sexo, cuán crítica es la posición del primogénito. Como dicen los tallensi, es precisamente el nacimiento del primer nacido el que transforma a una pareja en “padres” de una vez y para siempre. Pero temo estar trazando una impresión de tensión y de antagonismo penetrante en las relaciones entre los padres y sus primogénitos, hijos cuyo destino es quedar a la espera de la sucesión de la paternidad. Quiero dejar claro, una vez más, que no se advierte nada de esto en las normales relaciones y la conducta cotidiana de padres e hijos. Los primeros hablan con orgullo, afecto y confianza de sus hijos mayores. En forma algo desconcertante, con frecuencia los padres terminan un elogio de su hijo mayor diciendo algo así como: “Por supuesto, él es mi primogénito y, aunque es todavía muy joven, no le importaría si yo muriese hoy mismo. Sólo 12 está esperando para tomar mi lugar”. Como ya he dejado claro, los hijos mayores, de la misma manera, se hallan muy vinculados con sus padres y les son muy leales. Los tallensi critican duramente a los hijos que abandonan su asentamiento natal para trabajar por muchos años en el exterior. Les horrorizaría la idea de que un hijo recurra a la violencia, o incluso al parricidio, para hacer valer sus derechos por sobre los de su padre —tal como se ha documentado entre los bagisu—.19 Los tallensi, por el contrario, jamás dejan de enfatizar y observar fielmente la tarea de lo que he llamado piedad filial.20 La actitud del joven cuyo padre se negaba a pagar el precio de su novia es ilustrativa al respecto. Pero, además, los casos similares son cotidianos. Por ejemplo, conocí a Toghalberigu justo antes de que sostuviera una discusión tormentosa con su padre, quien lo acusó de descuidar la granja familiar en beneficio de su propia boda y su posterior establecimiento. Quejándose ante mí, con más pena que enojo, concluyó: “¿Es correcta la manera en que me trata? Y sin embargo, ¿cómo puedo yo dejarlo, dado que casi está ciego y apenas puede valerse por sí mismo? ¿No morirá de hambre? ¿Puede uno abandonar a su propio padre? ¿No es acaso él quien me engendró?”. Y aquí está el meollo del asunto. La piedad filial es un derecho inalienable e incuestionable del padre porque lo ha engendrado a uno; o, en el caso de la madre, porque lo ha traído al mundo. El carácter y la conducta no tienen nada que ver con ello; los malos padres son tan merecedores de piedad filial como los buenos. Es un imperativo moral absoluto. Y no es unidireccional, pues constituye una regla moral de igual valor —seguida fielmente según mis propias observaciones— que un padre no pueda rechazar a su niño, por más que éste se comporte de mala manera. La piedad, de hecho, es una relación recíproca, compuesta de sentimientos, lazos y tareas mutuas. Y su fuente (aunque no su raison d’être) es el hecho irreductible de la procreación: es ella la que confiere la paternidad en el sentido más elemental en el que una persona puede hacerse acreedora a ella, independientemente de su pertenencia a un linaje. Lo que llamo piedad, por consiguiente, es un complejo de conducta y sentimientos exhibidos par excellence en las relaciones entre un hombre y su hijo mayor, que es sentida —además— como un imperativo moral absoluto. Satura e invade la totalidad de las relaciones que ambos mantienen, formando una sociedad curiosa e interdependiente de crecimiento y desarrollo de por vida. Y sin embargo, cuando los tallensi hablan acerca de estas relaciones, dicen que el acto supremo de piedad que se requiere de cualquier hombre es aquel que debe asumir a la hora de la muerte de su padre. En efecto, la tarea de hacerse responsable por los ritos funerarios del progenitor es propia del primogénito. Si le resulta imposible al hijo mayor, recae 19 Jean La Fontaine, “Homicide and suicide among the Gisu”, en Paul Bohannan (ed.), African Homicide, Princeton, 1960. 20 Meyer, Fortes, The Web of kinship among the Tallensi, Londres, 1949, cap. VI. 13 en el hijo que le sigue. Estoy traduciendo la frase tallensi naal u ba koor, ya que en la actualidad la elaborada secuencia de estos ritos es supervisada y ejecutada por miembros del linaje del difunto, ayudados por miembros representativos de otros linajes y también por parentelas aliadas. Los niños, las viudas y los nietos, mientras tanto, padecen los ritos y observan los tabúes. Ellos no ofician. De cualquier manera, los ritos esenciales no pueden, por derecho, ser celebrados sin la presencia y el liderato del hijo mayor. Y se ocupe o no éste de tomar los recaudos necesarios, todo cae dentro de la esfera de su propia responsabilidad. No se le puede infligir ninguna sanción jurídica o material. Si lo desea, puede incluso hacer oídos sordos a la opinión pública —impaciente mientras el difunto espera sin que haya un sucesor— hasta que sean celebradas las exequias finales. Y un hermano más joven tampoco puede hacer nada. Eso sería visto como una usurpación, contraria a las reglas de prioridad de edad y de generación en el grupo de hermanos y el linaje. No sólo eso, sino que, aun habiendo sido el favorito del padre difunto, sería también un acto contrario a la piedad que le es debida. Los tallensi afirman que constituye una cuestión de conciencia entre el hijo responsable y sus ancestros: si retrasa el funeral injustificadamente, éstos lo tomarán como una ofensa y le provocarán sufrimientos. Y es que los funerales son con frecuencia postergados debido a la carencia del ganado o el grano requerido para celebrarlos, pero también a veces por motivos que los tallensi interpretan como perversos o egoístas. Cuando Nindoghat retrasó el funeral de su padre, algunos de los motivos que se le atribuían eran la arrogancia y la malicia, debidas a la hostilidad entre su linaje y el del potencial sucesor al status de su padre. No es entonces infrecuente que los adivinos anuncien que ciertas enfermedades y muertes se deben a la ira de los ancestros, ofendidos por la demora de un funeral. Los ritos mortuorios y funerarios de los tallensi son elaborados y varían localmente, pero aquí me interesa sólo el más importante de aquellos relativos a la participación —idealmente obligatoria— del primogénito; digo “idealmente” porque los tallensi son gente práctica y en circunstancias excepcionales el linaje puede llegar a actuar sin que él esté presente. En primer lugar, tenemos los ritos mediante los cuales el difunto es establecido entre sus antepasados, y por ende transformado de persona en ancestro. En segundo lugar, y en consecuencia, se celebran los ritos mediante los que se le confiere al hijo el status de su padre o, simplemente, mediante los cuales se le habilita para ello. Significativamente, es el primogénito quien debe dar vueltas alrededor de los altares ancestrales que antes custodiaba su padre, y, mediante las libaciones acostumbradas, informarles de su muerte. Luego asiste a la sesión adivinatoria en la que el agente ancestral de su padre es determinado; también debe presenciar el veredicto correspondiente, ya que la tarea de apaciguar a los ancestros y reconciliarlos con los vivos es ahora su entera responsabilidad. Por último, y acompañado en general por su hermana de mayor edad, el hijo es el actor principal de los ritos que lo habilitarán para hacer todas aquellas cosas que le estaban 14 previamente prohibidas en vida de su padre (o, en algunos clanes, durante el período en que el status de su padre estaba suspendido desde su muerte). Ninguna muestra de pena es permitida en los ritos; un silencio estricto reina entre quienes los celebran solemnemente. Quisiera detenerme un momento para considerar algunas consecuencias de estas prácticas rituales. Debemos recordar que, entre los tallensi, los ancestros constituyen el tribunal y la autoridad supremas en las cuestiones de vida y de muerte. Cada muerte normal es obra suya: se cree que el difunto ha sido llamado por ellos, siempre debido a la retribución de alguna falta (por ejemplo, que el desgraciado haya roto una promesa que les había hecho, dejado de cumplir alguna tarea que les debía o, frecuentemente, debido a alguna negligencia ritual).21 Recordemos que, jurídicamente hablando, en vida de su padre, el hijo es un menor de edad. Y, como tal, no pesa en las cuestiones relativas a los ancestros, y —por ende— tampoco debe interactuar con ellos más que en algunas actividades rituales de escasa importancia. De esta forma, cuando el hijo les informa que su padre ha muerto, está, a la vez, presentándose como el candidato a sucederle en las tareas rituales que les conciernen. En tanto heredero, debe aceptar entonces la penalidad que los antepasados le impondrán para reparar la falta que desencadenó la muerte de su padre. Aunque él provee el animal que será sacrificado, no puede celebrar todavía el rito. El status de su padre no se ha desarrollado en él en forma suficiente. Y por eso uno de sus hermanos menores actúa transitoriamente como delegado de su padre. Y lo mismo sucede en cuanto a los ritos de silencio, mimesis de la comida y bebida con el padre que le estaban hasta entonces vedadas al hijo. Debe el primogénito, en efecto, ser habilitado para hacerlo en el futuro, ya que si quiere ofrecer sacrificios a su padre-ancestro deberá compartir su comida con éste. Entre los talis, para concluir el funeral, el hijo toma el arco y el carcaj de flechas del padre de su granero tabuado y las lleva hacia el exterior. Allí entrega todo a los recién congregados miembros del linaje, para que depositen las cosas entre las de los otros antepasados con quienes el difunto ahora se ha reunido. Entre los namoos, el primogénito se pone al revés la túnica de su padre y se pertrecha con réplicas de sus armas, y es luego llevado, solemnemente y mediante gestos que simbolizan que los ancianos del linaje le obligan a ello, hacia el interior del granero hasta ese entonces prohibido.22 Debe notarse que las armas son réplicas especialmente hechas para la ocasión, y que, por lo tanto, no son indispensables. En este punto, el hijo deja de ser el heredero y sucede a su padre; dentro de las obligaciones del linaje, es ahora su propio amo, jurídico, económico y, en particular, ritual. Asume su autoridad sobre quienes pasan a depender de él y sobre la propiedad familiar, así como también los 21 22 Meyer Fortes, Oedipus and Job in West African Religion, Cambridge, 1949. Meyer Fortes, The Web of kinship among the Tallensi, Londres, 1949, cap. VIII. 15 derechos a ofrecer sacrificios en los altares de los ancestros de los que ha devenido en custodio. Pero jamás le será permitido olvidar que asume su status sólo en virtud de su condición de heredero y sucesor. Y es que, tanto en la prosperidad como en el infortunio, todos dependerán de la voluntad de los antepasados, sobre los cuales sólo se puede influir mediante la piadosa atención y el servicio ritual —que no podrán ser llevados a cabo apropiadamente sino por intermedio del difunto padre—. Es pertinente añadir, en este punto, que las variadas ofrendas de animales y bebidas hechas a los muertos son realizadas durante los funerales y que suelen ser acompañadas por abstenciones sistemáticas. El oficiante siempre convoca por su nombre a los muertos para que acepten las ofrendas y, en comunidad con sus mayores, prodiguen entre los vivos la salud, la paz, la fertilidad, la abundancia del ganado y el crecimiento de los niños. El clímax de la piedad filial se alcanza, entonces, cuando el primogénito despacha apropiadamente a su padre a la comunidad de los ancestros, donde se transformará en uno de ellos, y hereda su posición y su status. Acaso no deje de ser razonable ni lógico que se crea que los antepasados, expulsados de la sociedad por la crueldad inevitable de la naturaleza, gocen de una existencia mística. Y tampoco que se crea que encarnan la autoridad definitiva, teniendo en cuenta el dolor y el infortunio que, de tanto en tanto, causan a su descendencia. No interesa que los tallensi declaren que es más arduo servir y honrar piadosamente a los ancestros que hacerlo con los vivos. Tampoco importa que, a la vez, deban encontrar consuelo en la creencia de que los antecesores son siempre justos.23 La sucesión filial, en el terreno doméstico, se relaciona así con el status paterno. Jamás he escuchado a un heredero expresar gratificación por ello. De hecho, esta actitud de espera por el status del padre se parece más a la resignación y la sumisión al curso natural de las cosas. Pero un sucesor de linaje puede, y de hecho debe, estar orgulloso de serlo. Resulta arduo, tal como he insinuado al comenzar mi conferencia, especular acerca de los motivos subyacentes del comportamiento tradicional. Pero no creo ir demasiado lejos, no obstante, si advierto una conexión entre estas actitudes, las interdicciones entre padre e hijo y la igualdad de los hermanos de linaje. En efecto, en un sistema de linajes como el tallensi, el status paternal se funde con una gerontocracia, justamente debido a que las relaciones que surgen de la filiación se transforman en relaciones de descendencia común en las generaciones próximas. Ello provee el marco apropiado para que la piedad filial trascienda el nivel doméstico hacia el de linajes. Se encuentra, de hecho, mediatizada por la subordinación del padre —ahora un antepasado— a la comunión de todos los antepasados ancestrales, simbólicamente accesibles mediante el altar que les es dedicado de manera colectiva. 23 M. Fortes, Oedipus and Job in West African Religion, Cambridge, 1959. 16 IV Resta todavía la cuestión crítica, la cual, si por lo pronto he evadido, debe no obstante ser enfrentada: ¿por qué la piedad? O, en términos que pueden sonar hoy día un tanto pasados de moda, ¿cuál es la función de la piedad en el ámbito del parentesco y las instituciones religiosas que he descripto? Piedad es un término cargado de ambigüedad, y que, para nosotros, no se halla totalmente exento de asociaciones despectivas. Si, como leemos en el Oxford English Dictionary, significa por lo general “obediencia y reverencia habitual hacia Dios (o los dioses)” o, asimismo, “fidelidad a las tareas debidas a los parientes, etc.”, también evoca ciertas ideas de hipocresía y, para citar el mismo diccionario, de “fraude y prácticas similares hechas en nombre de la religión”. Esta ambigüedad es comprensible en una cultura que juzga la piedad como especialmente meritoria en relación con determinadas formas de comportamiento que son emparejadas a ciertos estados internos de sentimiento y creencia. Pero el engaño y la hipocresía no se limitan, sin embargo, a nuestra civilización. Gente de buena reputación, entre los tallensi, habla de estas prácticas con desdén. Al mismo tiempo, hay poco o ningún cuestionamiento hacia la sinceridad de esta conducta externa. Se discierne la moralidad en la conducta y la acción de la persona, y es juzgada como producto de su genuina voluntad, sentimientos y creencias. Ello es precisamente lo que se asume en las prácticas rituales y las costumbres religiosas de los tallensi, tal como parece haberlo sido también en las culturas a las que a continuación me referiré: la Roma arcaica y la China tradicional. Para evitar el sabor de la conformidad mojigata evocado por el término inglés, me aventuraré en esta conferencia a utilizar su antecesor latino, pietas, aunque no sin que ello me suscite algunas dudas. ¿No es esto sugestivo para muchos de nosotros, que hemos lidiado largas horas con los tediosos asuntos de Eneas el piadoso? Incluso el gran estudioso de Virgilio, John Conington, quien escribía en tiempos más piadosos que los nuestros, confiesa que “estamos hastiados de que se nos llame constantemente la atención sobre su piedad”.24 Y, significativamente, Conington añade luego que quizás ello se deba, en parte, a una mala interpretación del epíteto, ya que la piedad de Eneas “no es puramente nominal; lo muestra en sí mismo en la plenitud de sus sentimientos y conductas hacia los dioses, su padre y su hijo”. Lo que contribuye a nuestra comprensión del “desgraciado epíteto”, como otro comentarista lo califica,25 es que observamos que jamás es aplicado a Eneas en el cuarto libro, mientras es amante de Dido. Y, sin embargo, se le restituye cuando, para citar a su comentarista, “la pietas ha conquistado su ser” y abandona la amada 24 25 John Conington, Virgil: a commentary, Londres, 1972, vol. II, p. 11. A. I. Irvine (ed.), The fourth book of Virgil’s Aeneid, Oxford, 1924, p. 103. 17 para inspeccionar su flota.26 Esto marca lo que Warde Fowler describe como “la domesticación de su individualismo” en aras de los intereses del estado: “la pietas es el nombre que Virgilio otorga a la religión, y ésta (y no el conocimiento, la razón o el placer) es la sanción a la conducta de Eneas”.27 Los tallensi no poseen un concepto para el complejo de atenciones reverentes, normas morales, observancias rituales y tareas materiales que se establece entre un padre y su hijo (más precisamente, por parte del hijo con relación a su progenitor, y tanto durante su vida como con posterioridad a su muerte): esto es, precisamente, lo que he denominado pietas. Pero los tallensi sí comprenderían, ciertamente, el ideal romano al que alude la apología de Eneas por parte de Conington. Una autoridad reciente contrasta pietas en tanto “relacionada con los círculos familiares y de parentesco” con fides, que “da cuenta de lo extrafamiliar”, el aspecto político de la vida romana. Originariamente, se nos dice, significaba “el cumplimiento concienzudo de todas las tareas que los di parentes demandaban”. Sólo más tarde pasó a significar, tanto la tarea del cumplimiento de las obligaciones de culto debidas a los miembros divinos del “grupo de parentesco”, como la “reverencia y la consideración hacia los seres humanos vivos”.28 Una historia apócrifa, que muestra a la Antigüedad como momento de piedad superlativa, y que fuera documentada por varios escritores y citada por la gran mayoría de los comentaristas, relata cómo una hija mantuvo vivo a su anciano padre en prisión dándole leche de sus propios senos29. El episodio chocaría a los tallensi por lo bizarro, mas no por lo fantástico. Seguramente elogiarían la implícita alabanza en el “desafortunado epíteto” del amor filial de Eneas y comprenderían la definición de pietas como “conducta debida a los dioses, parientes, benefactores o la patria”.30 Y aprobarían también una de sus consecuencias significativas: en efecto, ella pertenece al ámbito del parentesco, y no al del casamiento o al de la vida sexual. Esto no debe necesariamente sorprendernos: si consideramos la teoría de Fustel y ponemos entre paréntesis las diferencias debidas al mayor grado de 26 La referencia es a la Eneida (IV, verso 393 y ss): At pius Aeneas, quamquam lenire dolentem Solando cupit et dictis avertere curas, Multa gemens magnoque animum labefactus amore Iussa tamen divum exsequitur classemque revisit. La traducción de Loeb dice así: “Pero el buen Eneas, aunque añore mitigar y aliviar su pena y, mediante sus palabras, dejar de lado su dolor, entre muchos suspiros, su alma golpeada por su amor poderoso, cumple sin embargo el mandato del cielo y retorna a su flota.” 27 W. Warde Fowler, The Religious Experience of the Roman People, Londres, 1911, cap. XVII. 28 A. F. Pauly, Real-Encyclopaedie der Klassischen Altertumswissenschaft (s.v. Pietas), Stuttgart, 1950. 29 W. H. Roscher, Lexikon der Griechischen und Römischen Mythologie (s.v. Pietas), Leipzig, 1902-1909. 30 Charlton Lewis y Charles Short, Latin-English Dictionary, Oxford, 1945. 18 complejidad de la civilización romana, podemos advertir que la descendencia patrilineal y el sistema de patriarcado familiar, en íntima relación con el culto de los ancestros, ofrecen paralelos notables con sus homólogos en ciertos pueblos africanos (como los tallensi, yoruba, thonga, etc.). En efecto, estos grupos también constan de sistemas de linajes patrilineales y de estructuras familiares patriarcales, conectadas indisolublemente a los cultos de los antepasados. Y es que el elemento capital en todos estos sistemas es siempre el mismo fenómeno: la interdependencia ambivalente entre el padre y su hijo, nucleada en torno a los nexos de autoridad versus subordinación, identificación por descendencia versus división por filiación y, finalmente, posesión transitoria del status paternal versus la inevitable y obligatoria herencia por parte del sucesor filial. Todo apunta a que la patria potestas del padre romano, en el terreno doméstico, manifestaba caracteres más absolutos que la de los tallensi o cualquier otro padre patrilineal africano.31 La edad, como lo demuestra el ejemplo de Anquises en la Eneida, no producía ninguna diferencia. Fowler advierte que es el “típico padre romano”, que mantiene su autoridad hasta el final de sus días, “y a quien incluso su hijo ya maduro —ya padre a su vez— debe reverencia y obediencia”.32 No sé si los hijos de los romanos eran sometidos a prohibiciones respecto a su padre, pero sí que, si la actitud de Cicerón en De Officiis es representativa, sugiere una timidez y una formalidad considerables en sus relaciones personales.33 Resulta difícil creer que no hubiera cierto antagonismo latente en las relaciones entre padres e hijos. El castigo salvaje que la tradición prescribía en el caso del parricidio y las historias de padres que han sacrificado a sus hijos por el bienestar público le dan color a esta inferencia y encajan, por otra parte, con las rigurosas sanciones jurídicas en las que se basaba la autoridad paternal.34 Es comprensible, por consiguiente, por qué el derecho de la sucesión filial no sólo se hallaba muy estrictamente arraigado, sino también en parte reforzado como una obligación ineludible de la familia en la ley y de las deidades ancestrales en el ritual. Uno puede imaginar 31 Esto es claro en el análisis de Maine acerca del poder patriarcal y la discusión de Fustel sobre la autoridad en la familia. Baso entonces mis presentes comentarios en ambas autoridades, aunque los estudios más recientes de derecho romano confirman sus hallazgos: por ejemplo, C. W. Westrup, Introduction to Early Roman Law, 5 vols., Cambridge, 1939-1944. 32 W. Warde Fowler, The Religious Experience of the Roman People, Londres, 1911, p. 414. Westrup, por su parte (op. cit., vol. III, parte IV, p. 255), señala que los hijos no podían “fundar sus propios sacra o celebrar los sacrificios de muerte por sus propios medios” mientras su padre estuviera vivo. 33 Por ejemplo en De Officiis, I, XXXV, p. 129: “Es nuestra costumbre que los hijos maduros no se bañen junto a sus padres, ni los yernos con sus suegros” (traducción Loeb). 34 Le debo al señor L. P. Wilkinson, del King’s College de Cambridge, la siguiente nota: “La antigua pena romana para el parricidio era ser encerrado y cosido en un saco junto a un gallo, un mono y un perro (...) y ser luego arrojado al Tíber. Resulta notable que en el 55 a.C. Pompeyo 19 fácilmente la constricción y la compulsión moral requerida para ligar a un hijo con su padre hasta el momento en que, en palabras de Maine, el poder paternal se extinguía con su muerte. Hasta entonces, no era el hijo un ser jurídicamente adulto y autónomo, lo que significa ipso facto que, como Eneas en el libro quinto de la Eneida, no poseía la capacidad para celebrar los ritos religiosos en conmemoración de su difunto padre. Tampoco carece de relevancia que precisamente éstos costituyeran su primer acto religioso de importancia. Si se me permite hacerle lugar al refinamiento y la elaboración acumulados en el trabajo literario de los especialistas y los estudiosos, veremos que, de la misma manera, las normas tallensi de pietas recuerdan a las establecidas por la ética de Confucio en China.35 Los tallensi aceptarían el ideal de Confucio de la pietas como consistente en “el servicio a sus parientes vivos de acuerdo al decoro y la conveniencia, en su entierro apropiado a la hora de su muerte y en los sacrificios de acuerdo a lo establecido”, tal como reza la traducción de Douglas,36 o “según el ritual”, tal como leemos en la de los Analects de Waley.37 Y es que tanto el rito como el decoro y la conveniencia son también, entre los tallensi, categorías ubicuas: ya hemos visto cómo los namoo definen las interdicciones de los primogénitos como tabúes, mientras que los tali dicen que éstos no las observan apropiadamente. Esto es típico de muchas de sus creencias y prácticas. La base común consiste en las similitudes básicas entre el grupo de descendencia patrilineal tallensi, su organización familiar y su proyección religiosa en el culto de los ancestros y, por otro lado, sus homólogos chinos. Dadas las diferencias de rango y escala debidas a la mayor complejidad de una sociedad letrada, económica y socialmente diferenciada, y tecnológicamente sofisticada, las similitudes son merecedoras de atención. Los trabajos de campo de sociólogos y antropólogos contemporáneos hacen eco de los tratados clásicos acerca de la ética decretara una ley contra el parricidio, que lo hacía punible, en algunos casos, hasta con el exilio (aunque “parricidio”, en este caso, significaba el asesinato de cualquier pariente)”. El señor Wilkinson también me recuerda la historia de Brutus, quien mató a sus hijos por conjurar en aras de la restauración de los tarquinos, a quienes él mismo había expulsado. Virgilio recuerda la historia en la Eneida, VI (versos 815 y ss), donde habla de Brutus como de un “infelix, utcumque ferent ea facta minores” (infeliz aunque la posteridad lo alabe por su tarea, ya que el amor por la patria debe prevalecer). 35 Resultará evidente que ha servido de gran estímulo al siguiente análisis el famoso estudio de Max Weber, The Religion of China, Glencoe, 1951. Allí la piedad filial es discutida passim con su característica perspicacia y erudición. Pero me ha parecido apropiado acudir a observaciones originales y a fuentes, más que citar a Weber en detalle [En castellano: M. Weber, Ensayos sobre sociología de la religión, I, Taurus, Madrid, 1984.] 36 R. K. Douglas, Confucianism and Taoism, Londres, 1911, p. 19. 37 A. Waley, The Analects of Confucius, Londres, 1938, p. 89. 20 y el ceremonial.38 Todos testifican la veneración china de la pietas (hsiao) en tanto virtud suprema en la relación entre hijos y padres —especialmente por parte de los primeros respecto de los últimos—, tanto en vida de éstos como tras su elevación al status de ancestros. En la moderna comunidad china descripta por Hsu,39 se considera a la piedad filial como “piedra fundacional” de la organización social, y le es dado exactamente el mismo sentido que en mi cita de los Analects. Pero lo que resulta especialmente relevante es el énfasis que han hecho los nuevos estudiosos, de nuevo acordando con los tratados clásicos, en el peso que el sistema patrilineal tiene en la familia y el sistema de descendencia chinos: “La base del parentesco es la patrilinealidad” —señala Hsu (p. 58)— “y la relación más importante es la de un padre con su hijo. Los padres poseen autoridad de por vida sobre sus hijos; éstos deben reverenciarlos y apoyarlos. El duelo y la adoración luego de la muerte del padre constituyen parte integral de la responsabilidad de un hijo”.40 Aunque los padres entre los tale no gozan de una autoridad irrestricta en vida y muerte sobre sus hijos, esta fórmula, sin embargo, sería aceptable, con algunos reparos, para los tallensi. E incluso más: pareciera que en China, aunque el primogénito no estuviera aparentemente sujeto a interdicciones, poseía también un lugar único en la secuencia de las generaciones sucesivas. De este modo, aparentemente, en tiempos antiguos “el hijo mayor, siendo el sucesor directo de la línea paterna, era el único con derecho a ofrecerles sacrificios a sus difuntos ancestros. Esto se relacionaba con los derechos preeminentes de herencia en relación con la propiedad y los antepasados”.41 Y, a juzgar por las referencias a la primogenitura en la literatura reciente, la regla permanece.42 La fascinante historia que de un linaje chino ha legado el doctor Lin nos enseña que el hijo mayor tiene un “derecho legal a una porción extra de la propiedad 38 R. K. Douglas, Confucianism and Taoism, Londres, 1911; A. Waley, The Analects of Confucius, Londres, 1938; Wilhelm Grube, Religion und Kultus der Chinesen, Berlin, 1910; J. J. M. De Groot, The Religion of the Chinese, Nueva York, 1910. 39 F. L. K. Hsu, Under the Ancestor’s Shadow, Londres, 1949, p. 207; véase también M. Freedman, Lineage Organization in Southeastern China, London School of Economics, Monographs on Social Anthropology nº 18, Londres, 1958. Me aventuro tímidamente a añadir que aun la lectura más superficial de las traducciones de Legge de tratados como el I Li o el Li Ki (del Sacred Books of the East) basta para advertir cómo la idea de pietas ha invadido la vida y el pensamiento chino desde tiempos inmemoriales. Véanse por ejemplo las discusiones acerca de este tema en Waley, The Analects of Confucius, Londres, 1938. 40 F. L. K. Hsu, Under the Ancestor’s Shadow, Londres, 1949. 41 Sing Ging Su, The Chinese Family System, (tesis de doctorado), Universidad de Columbia, Nueva York, 1922, p. 37. 42 M. Freedman, Lineage Organization in Southeastern China, London School of Economics, Monographs on Social Anthropology nº 18, Londres, 1958, p. 82. 21 comunal como reconocimiento especial a su primogenitura”, e, incidentalmente, que esto podía dar lugar a serias disputas en el seno de la familia.43 La impresión general que uno se forma es que los padres trataban a sus hijos con afecto e indulgencia durante la infancia, aunque con autoridad y formalidad crecientes en tanto crecían y maduraban. La emancipación a través de la mayoría jurídica, la independencia económica y la autonomía ritual demostrada en el derecho a celebrar sacrificios en honor a los ancestros (como en la antigua Roma), se consigue, como Hsu lo señala específicamente, sólo después de la muerte del padre.44 Esto coincide con el establecimiento del difunto padre como ancestro, y vale la pena notar que las lápidas dedicadas a los antepasados se disponen de forma tal que las de los padres y las de sus hijos se opongan, situadas en lados diferentes del panteón familiar. Las generaciones sucesivas (padre e hijo) son mantenidas aparte incluso después de la muerte, tal como fueran divididas en vida; las generaciones alternas (abuelo y nieto), en cambio, se agrupaban juntas a partir del principio bien conocido de la identidad de las generaciones alternadas.45 Con estas disgresiones me he apartado de África para echar una breve mirada, que temo resultará un tanto superficial a ojo de los expertos, a las dos civilizaciones más reconocidas por su exaltación del lugar otorgado a la regla de la pietas en sus sistemas de valores religiosos y morales. Éstos son casos paradigmáticos, frecuentemente discutidos por los estudiosos.46 Ellos poseen la ventaja de que pueden examinar doctrinas más o menos formuladas para ver lo que el término pietas usualmente significa. Pero lo que resulta especialmente instructivo al comparar estas instituciones paradigmáticas con sus relativamente amorfas contrapartes tallensi —y, con las africanas en general, según creo—, es considerar las razones de su indudable eficacia entre estos pueblos, más allá de cuán explícita sea su doctrina. Es innecesario ir mucho más allá para proponer algunas hipótesis. Incluso si quisiera explorar los datos africanos más profundamente, no encontraríamos demasiado beneficio en ello. Y es que conozco sólo un estudio moderno de un sistema religioso africano en el que la observancia o no de la pietas haya sido objeto de una atención particular: es el impresionante trabajo del doctor John Middleton sobre la adoración de los ancestros lugbara.47 43 Yueh-Hwa Lin, The Golden Wing: A Sociological Study of Chinese Familism, Londres. 1948, cap. XII. 44 F. L. K. Hsu, Under the Ancestor’s Shadow, Londres, 1949, p. 209. 45 A mi parecer, Granet enfatiza demasiado esta regla. Véase M. Granet, La Religion des Chinois, 2ª ed., París, 1951, p. 86 y ss. 46 Por ejemplo en el admirable artículo s.v. “Piedad”, en la Hasting’s Encyclopaedia of Religion and Ethics. 47 John Middleton, Lugbara Religion, Londres, 1960. 22 Entre los lugbara, como entre los tallensi, los romanos, los chinos y todos los demás pueblos adoradores de antepasados, un hombre se transforma en ancestro cuando muere, pero no porque esté muerto, sino porque deja un hijo, o, más precisamente, un sucesor filial legítimo;48 de hecho, será un ancestro solamente en tanto sus legítimos herederos sobrevivan. Esto concuerda con la norma que reza que los antepasados poseen poder sólo en relación con sus descendientes; y no, por ejemplo, sobre su parentesco colateral. Por otro lado, si un hombre carece de ancestros, no posee autoridad sobre su familia y su linaje —cualquiera sea su poder, influencia o prestigio— hasta que adquiera el status que le permita celebrar el culto a los antepasados comunes. Ya que, como el doctor Middleton demuestra acabadamente, la autoridad no proviene de la delegación por parte de aquellos sobre quien es ejercida, sino de su transmisión —y posterior devolución— por parte de los ancestros. Ésa es la razón por la que, en estos sistemas, la autoridad jurídica puede ser sólo adquirida en sucesión. Pero permítasenos considerar las paradojas de estas exigencias. Para transformarse en ancestro, un hombre debe tener hijos —de allí el valor atribuido a la fertilidad masculina—; los Tallensi suelen decir que un hombre que muere sin descendencia ha desperdiciado su vida, y los chinos, de acuerdo a Hsu, lo comparan con un árbol sin raíces.49 Podríamos preguntar qué motivaciones subyacen a este deseo profundo de descendencia, pero ello nos embarcaría en una digresión incierta. Todo lo que debemos notar es que los hijos son anhelados y necesitados para que la apoteosis de los ancestros pueda ser posible. Y ésta se logrará sólo mediante los niños que, eventualmente, lo suplantarán a uno. Por el otro lado, el status en la familia, el linaje y la comunidad solamente puede ser adquirido mediante una prosapia legítima, aunque la autonomía jurídica, fuente de la autoridad y el poder incluso en el terreno doméstico, puede ser lograda únicamente asumiendo el rol del padre a la hora de su muerte. Pero éste no es el fin. El doctor Middleton observa con agudeza que, considerado puramente en cuanto a lo descriptivo, un hombre, como padre de familia o en tanto miembro mayor del linaje, detenta su autoridad en el nombre de los antepasados; se halla, por ese mismo medio, sujeto a la autoridad de éstos —y, en última instancia, sujeto sólo a ella—. Pero éste no es el mismo tipo de autoridad que la que él ejerce sobre sus dependientes, ya que a los antepasados se les atribuye todos los sucesos que acontezcan. 48 Esta fórmula general incluiría a los hijos de la hermana en los sistemas matrilineales en los que los ancestros son tales sólo en tanto sus descendientes matrilineales vivan. Con todo, no estoy considerando estos sistemas en el presente análisis. 49 F. L. K. Hsu, Under the Ancestor’s Shadow, Londres, 1949, p. 77. 23 Tenemos entonces la paradoja de que un hombre desea que se le asigne la responsabilidad hacia sus ancestros, no obstante las desgracias que ello pueda comportarles a él y a su familia, ya que esto evidencia a ojos de todos que él se halla directamente en contacto con la autoridad ancestral y que —por este medio— resulta un ser jurídicamente autónomo. Por ende, se halla habilitado para ejecutar la autoridad secular en asuntos familiares, de linaje y en la celebración de servicios rituales en honor de los antepasados. V Ante la tentación de explayarme más sobre este punto, debo volver a la cuestión: ¿por qué la pietas? Comenzaré entonces con una proposición que aquí debe ser establecida un tanto dogmáticamente, aunque, para justificarla, exista una amplia casuística en la literatura que he citado. En el tipo de sistema social que estamos discutiendo, y, en cualquier caso, en los ámbitos del parentesco y en los grupos de descendencia, la autonomía jurídica y la autoridad son altamente estimadas; incluso diría que constituyen las más altas capacidades a las que un hombre puede aspirar —dado que no puede acceder a la madurez sino por medio de ellas—. En cierto sentido, son bienes escasos, ya que se hallan circunscriptos a exclusivas posiciones genealógicas dentro del grupo de descendencia. Pero la autoridad jurídica también resulta indispensable a la organización de la sociedad; de hecho, es el corazón mismo del sistema social. Y ésta debe de ser la razón por la que la autoridad jamás muere —ni debe permitirse que muera—, aunque quienes eventualmente la encarnen sí lo hagan, debido a las leyes invariables de la naturaleza. Sugiero entonces que la autonomía jurídica y la autoridad son atributos de la paternidad; pues, en este tipo de sistema social, dependen sólo del status paterno. Notamos esto en todos los niveles de la estructura social: en los ancianos que encabezan cada linaje, por ejemplo, está modelado e implícito el status paternal. Cuando los tallensi aseveran que la cabeza de un clan o un linaje es el padre de todo el grupo, no se trata de una metáfora vacía. Y este status paterno no es sólo el corazón de la estructura social en los sistemas patrilineales; se encuentra, entre los tallensi, profundamente encarnado en la experiencia vital de cada persona, a través de la crianza y el diario reconocimiento de su accionar. Por consiguiente, cuando decimos que la autoridad jurídica nunca muere, así como tampoco le debe ser permitido morir, podemos traducirlo en este sentido: la paternidad nunca muere —ni puede hacerlo—, aunque los padres que la encarnan y personifican deban necesariamente hacerlo. En una estructura social cuyo principio rector es la patrilinealidad, la persistencia de ésta, advertimos por supuesto, es índice de una sensatez muy tangible. Ya que mientras perdure la descendencia de un hombre, su lugar en la sociedad y su posición en las relaciones sociales son medidos en referencia a su desempeño paternal. En rigor, sus descendientes son él mismo, reproducido por la selección social así como por la continuidad física. Sin embargo, aquí me interesan solamente las representaciones morales y religiosas de este hecho. Desde esta perspectiva, y más allá de la muerte de los eventuales padres, los ancestros son padres devenidos inmortales. En otras palabras, es la autoridad paterna, por sobre todo, la que se vuelve inmortal y transmisible, más allá de la finitud de quienes eventualmente la encarnen. Pero esta paternidad, que confiere la capacidad para ejercer la autoridad, es inútil sin su antítesis, constituida por y en sus hijos; esta descendencia no significa nada, a la vez, de no ser por su potencial en tanto heredera legítima del codiciado status paterno. Vemos entonces al padre y al hijo, ligados mutuamente en una inevitable dependencia recíproca —podríamos decir incluso en una confabulación tácita— para mantener un valor precioso, y, sin embargo, como los tallensi reconocen, a la vez enfrentados por su posesión eventual. En esta relación los hijos se hallan en desventaja, al estar bajo la autoridad que deben apoyar y, aún más, contenidos por la premisa de la amistad de parentesco, la cual regula la rivalidad entre parientes.50 Tampoco debemos olvidar que los padres aman y estiman a sus hijos, y más a los primogénitos, tal como se evidencia en la pena inmensa de un padre si un hijo muere antes que él. Tanto los chinos como los tallensi, en suma, tratan bien —incluso abiertamente— a sus hijos durante los años de formación; y, entre los tallensi, también luego, tras la fachada de las interdicciones, cuando su propia situación en la vida y sus creencias acerca de la naturaleza humana les impulsarían a defenderse de sus primogénitos. A la vez, ¿pueden los hijos hacer otra cosa que procurar responder a la devoción paterna aun cuando, acaso inarticuladamente, codician su status? El problema consiste en cómo reconciliar el imperativo moral de la amistad de parentesco con la rivalidad de intereses entre las generaciones o, para verlo en términos de experiencia de vida y motivación individual, cómo preservar la confianza y el afecto de por vida, engendrados por la reciprocidad entre el cuidado paterno y la dependencia filial, contra la puja de mutuos antagonimos subyacentes generados en esta misma relación de crianza. En una palabra, se trata, en los sistemas de descendencia unilinealmente organizados que estamos considerando, de resolver la ambivalencia construida en las relaciones de generaciones sucesivas. Debemos tener en cuenta que la única posibilidad de una evasión completa de las estructuras familiares y de linaje es un corte tajante de todos los lazos con el parentesco y la comunidad, con el subsiguiente abandono de todo derecho y reclamo en relación con fuentes de subsistencia, status jurídico, seguridad ritual y protección política. Tradicionalmente, en una sociedad como la tallensi, uno no podría vivir en una comunidad a menos que sea un miembro legítimo de una familia y un linaje, o un esclavo sin parentesco y derechos atado a una familia o linaje, apto para sobrevivir 50 M. Fortes, The Web of Kinship among the Tallensi, Londres, 1949. sólo en virtud de haberle sido conferido un cuasi-status de parentesco. Hay buenas razones estructurales, en consecuencia, para que los mecanismos institucionales y los valores culturales regulen el cisma potencial entre las generaciones sucesivas. Y la adoración de los ancestros provee el medio mediante el cual esto es logrado: representa no sólo la apoteosis de la autoridad paternal, sino también su inmortalización mediante su incorporación al dominio eterno y universal del linaje y los ancestros del clan. Cuán sutilmente las creencias y las prácticas rituales de la adoración de los ancestros se prestan a sí mismas a regular la oposición entre las generaciones sucesivas, puede ser apreciado en la manera en que los tallensi lo racionalizan recurriendo al concepto de Destino.51 Ello les posibilita externalizar el conflicto latente en una forma simbólica y, al mismo tiempo, reconocerlo sin destruir la relación a la que se refiere. Con todo, la asimetría de poder y autoridad no se ve por ello eliminada; aceptarla implica más que un mero reconocimiento simbólico de sus características. Y aquí la pietas entra en juego. La pietas, como ya he enfatizado, tiene sus raíces en las relaciones entre los padres vivos y sus hijos. Prescribe, por parte de los hijos, obediencia y respeto hacia los padres, la sumisión de la voluntad y los deseos personales a su disciplina, servicio económico en su beneficio y la aceptación de la minoridad jurídica. La recompensa tangible por mantener las reglas es la gratificación de los padres y la parentela, así como la difusa aprobación de la sociedad. También hay una recompensa moral, ya que la pietas hacia los vivos es eo ipso pietas hacia los ancestros, y está destinada a atraer su benevolencia Debemos reconocer la pietas, entonces, como la renuncia temporaria al interés individual, en aras del mantenimiento de las relaciones sociales indispensables. Pero yo evitaría las conjeturas y diría solamente que la conformidad a estas normas constituye una declaración de consentimiento con el poder y la autoridad paternales. El resultado es que los hijos que podrían ser tentados a rebelarse, así como los padres cuya paciencia se agota, son ambos mantenidos en jaque. Con todo, no elimina por entero las ocasiones de aspereza y discordia entre ellos; los tallensi dirían que así es la naturaleza humana. Hay gente que no tolera la autoridad, que evade el comportamiento tradicionalmente pautado o que infringe los preceptos religiosos. Las sanciones son entonces necesarias, pero no se las cree invariables y sin fallas. Así son las cosas y así sucede incluso en el caso de reglas que obligan emocional y jurídicamente como las interdicciones de los primogénitos. Los tallensi perciben, ciertamente, cómo estas observancias separan las esferas del padre y del hijo; cómo les posibilitan interpretar la relación de forma que se reduzca la fricción y se suprima la oposición abierta, especialmente en cuanto a los derechos vitales 51 M. Fortes, Oedipus and Job in West African Religion, Cambridge, 1959. 26 sobre las personas y la propiedad. Pero aunque el quebrantamiento de los tabúes de la primogenitura es virtualmente desconocido, los tallensi aseguran que la adherencia fiel hacia ellos se debe al tipo de corrección y de moralidad que he denominado pietas, y no resulta, por ende, una cuestión de miedo ciego. Y donde no existe la pietas, en contra de los sentimientos y la religión, los hijos pueden volverse en contra de sus padres y parientes, así como estos últimos pueden repudiar a sus hijos. He documentado estas instancias en otra ocasión y, como podemos imaginarnos, se trata por lo general de los primogénitos maduros de padres ya muy ancianos, quienes se rebelan y se fugan.52 Pero jamás he oído de casos en los que la sanción de la pietas no haya prevalecido. Mi experiencia marca que cuando el padre muere, su hijo debe invariablemente volver a celebrar el funeral y asumir entonces su herencia. El trágico destino de Kologo era citado con frecuencia como caso ejemplar: se peleó con su padre y partió para establecerse en el exterior; pero cuando los mensajeros le dijeron que su padre había muerto, volvió apresuradamente y supervisó el funeral. Apenas había tomado posesión de su patrimonio cuando se sintió enfermo y murió. La creencia generalizada era que su muerte se debió a una retribución, sufrida por haber sido incapaz de reconciliarse con su padre. Cuando volvió a casa para el funeral rindió homenaje a los ancianos del linaje; ellos habían persuadido a la hermana de su padre para que revocase la maldición paterna. Pero, como su muerte probó, esto no resultó suficiente. El adivino reveló que su padre, ahora entre los ancestros, todavía penaba y se enfurecía por su deserción, y que se quejaba ante ellos por su falta de piedad. En consecuencia, ellos le habían castigado. Es la pietas, entonces, la que hace aceptable la autoridad en vida. Y traducida en términos rituales, se transforma en la pietas hacia los antepasados —la esencia de su veneración—. Esto se corresponde con la continuidad entre los vivos y los ancestros, encarnada en cada grupo de descendencia. Existe una base tangible para esta transformación de una costumbre mundana en creencia y práctica religiosa. Entre los tallensi, al igual que entre los chinos —aunque acaso en forma más notoria y familiar— los ancestros, lejos de ser divinidades remotas, son parte de la vida diaria de sus descendientes: sus altares reciben al grupo doméstico, sus tumbas están cercanas y sus nombres están cada día presentes en las transacciones sociales cotidianas. En efecto: cuando los tallensi hablan de un padre o un abuelo, es frecuentemente imposible decir si se refieren a una persona viva o a un ancestro. En una familia extendida de tamaño considerable no transcurre una semana sin que se celebre algún sacrificio o libación en honor de los antepasados. Y la actitud del celebrante en estos ritos domésticos no es más que una versión de las relaciones con los parientes vivos. 52 M. Fortes, The Web of kinship among the Tallensi, Londres, 1949. 27 En compañía de jefes de familia, he presenciado muchas veces ritos que parecían tan informales que apenas merecían el nombre de adoraciones religiosas. En vísperas de la estación de la siembra, por ejemplo, cada jefe de familia circunvala el hogar y la granja familiar, derramando en los altares de los ancestros una libación que consiste en harina de mijo mezclada con agua, para informarles así las tareas que quedan por delante. Se dirige a ellos con deferencia e implora por salud, fertilidad y bienestar, así como por la protección de todos contra los accidentes. Pero un observador externo puede malinterpretar fácilmente su accionar, obvio y convencional, y perder de vista su significado religioso. De forma característica, cuando encontraba que uno de mis amigos supervisaba la siembra en su granja, explicaba que había comenzado tarde porque, como dijo uno de ellos, “tuve que explicarle a mi padre primero”. Como yo sabía que su padre estaba todavía vivo, le pregunté si quería decir que le había informado primero. “Sí, por supuesto que le he informado —aseguró—; uno no puede hacer algo tan importante sin comentarlo con su padre. Pero no me refería a él. Me refiero a mi ancestro, el padre que se transformó en mi Destino”. La pietas hacia los antepasados consiste, en consecuencia, en una atención ritual y en servicios en forma de libaciones, sacrificios y observancias, cuando quiera que sean demandadas. Los paralelos con la pietas debida a los vivos se advierten, entre los tallensi, en su descripción del sacrificio como un acto de dar bebida y alimentos a los ancestros, aunque dejan claro que no lo dicen en un sentido material. En retribución, sostienen, los ancestros “cubren” (dol) a sus descendientes. No obstante, el aspecto de la veneración de los ancestros en el que deseo detenerme es el de su capacidad de resolver la oposición, estructural e interpersonal, entre las generaciones sucesivas. Dadas las premisas de su valor y de la creencia en ella, se asume que la muerte se lleva a los padres; no se cree, sin embargo, que extinga con ello la paternidad. Por el contrario, sienta las condiciones para elevarla por encima de las exigencias y los compromisos mundanos. E, incluso, provee la ocasión para que la sociedad logre que los hijos acepten su triunfo como una necesidad moral. También permite que se encuentren a la altura de las circunstancias, al cumplir debidamente las exigencias rituales que posibilitan la metamorfosis de los padres en ancestros. Resulta reconfortante para un hijo, en efecto, saber que es mediante su piadoso cumplimiento del ritual que su padre se establecerá, para la eternidad, entre los ancestros. Y déjenme advertir que no debemos engañarnos al asumir que todos los ritos funerarios se celebran necesariamente para transformar un muerto en ancestro; y, por ende, en base a lo que vulgarmente llamaríamos razones supersticiosas. Ritos similares son celebrados en honor de hombres vivos, para conferirles su rol y su status. La institución de los ancestros es, de hecho, un status en una estructura de descendencia, tal como demostrasen Van Gennep53 y los estudiosos de las religiones 53 A. Van Gennep, The Rites of Passage, París, 1909. 28 africanas —como nuestro anterior presidente, el señor Edwin Smith. 54 El establecimiento ritual de los ancestros define el ámbito de eventos y relaciones sociales en el que se cree que actúan el poder y la autoridad de los antepasados. Para volver a lo que he venido exponiendo, debería quedar claro que la muerte es legitimada en tanto que es causada por los antepasados. Son ellos mismos, las cabezas de la autoridad y la sanción final de la pietas, quienes se llevan a los padres y, así, le abren paso a los hijos que les sucederán. Que se lleven a los padres en retribución de alguna conducta que consideran impía resulta entonces coherente con su status. ¿Existe acaso una manera más efectiva de asegurar el poder y la autoridad que imputándoselos y castigando las desobediencias? Puede observarse que, en estos sistemas, una persona jamás puede escapar de la autoridad. La autoridad jurídica del padre vivo se transforma en la aún más formidable autoridad mística del padre-ancestro, sostenida por la jerarquía entera de los antepasados. Y es que se hereda el status paterno por gracia de los ancestros. Y aunque tenga sus beneficios, no resulta un oficio simple, ya que implica no sólo responsabilidades materiales por los dependientes, sino también responsabilidades rituales —más onerosas— debidas a los ancestros. La sucesión, en este sentido, no debe ser simplemente interpretada como una sucesión del padre, sino como la herencia y la continuidad de un oficio que ha sido conferido temporariamente. Es una sumisión a la tarea, y ello exime al heredero de culpa, ya que la oposición entre las generaciones sucesivas no concluye, sino que es llevada a un nuevo nivel. Algunas veces resulta ser incluso más aguda, ya que el infortunio, la enfermedad y la muerte son patrimonio de la humanidad y, además, imprevisibles. Estas eventualidades son interpretadas, en la filosofía de los tallensi, como manifestaciones de la insatisfacción de los antepasados. Quien ostenta el status paterno se enfrenta constantemente con las imprevisibles demandas de los ancestros. El derecho a celebrar en su honor los sacrificios le otorga poder y autoridad jurídica y económica sobre sus dependientes vivos; pero también le impone la carga de la responsabilidad por la atención y el servicio debidos a los antepasados. Y, a diferencia de las tareas en relación con los parientes vivos, uno nunca puede estar seguro de que esté satisfaciendo plenamente estas obligaciones.55 La gracia salvadora es la pietas. Si uno conduce su vida de la mejor manera posible, y de acuerdo con los dictados de la pietas, puede tener fe en la justicia de los ancestros. Y lo que es más: uno puede aceptar la autoridad que emana de ellos sin remordimientos; el espíritu de sumisión a su autoridad, de hecho, no puede ser cuestionado. Con todo, la esperanza permanece, ya que la expiación y la reconciliación están siempre disponibles. Y ello no va más allá de admitir que uno ha 54 Edwin W. Smith, “African Symbolism”, Journal of the Royal Anthropological Institute, nº 82, 1952, pp. 13-37. 55 M. Fortes, Oedipus and Job in West African Religion, Cambridge, 1959. 29 fallado, como lo hacen los humanos, en relación con la pietas, y los medios institucionales de rehabilitación quedan a disposición. Dar a los ancestros lo que demandan en sacrificio, servicio y observancias, significa someterse a su disciplina y recuperar la pietas. No creo haber exagerado los hechos etnográficos. En lo que a los tallensi respecta, el padre-ancestro de un hombre, como he dicho, se encuentra próximo todo el tiempo, accesible ritualmente en los altares que se le han dedicado. Y esto no es una ficción supersticiosa. Uno siente íntimamente su autoridad, no menos protectora que disciplinaria, en cada intersticio de la vida cotidiana, tal como se topa con sus parientes vivos. Esto me recuerda una ocasión en que el Tongraana discutía con los ancianos acerca de una disputa entre dos jefes de clan, sobre la cual se suponía debía opinar en su carácter de autoridad en las costumbres nativas. Explicaba entonces cómo se había sentido obligado a refutar las exigencias de uno de los bandos aunque hubieran sido parientes suyos. “Él estaba mintiendo [dijo el Tongraana] y las mentiras sólo traen problemas. Odio el fraude. Cueste lo que cueste, no diré mentiras. Si un hombre ha sido criado por su padre como corresponde no será un mentiroso. Cuando yo era pequeño, mi padre me golpeaba y me golpeaba si lo desilusionaba o le mentía; por ello yo no miento. Mi padre no lo permitirá.” El “padre” en cuestión había muerto hacía ya tiempo, pero los modales, los gestos y el apasionado tono de voz hacían patente que estaba en el cuarto, a su lado. Y he experimentado con frecuencia lo mismo entre los tallensi. Otro ejemplo: Teezien trataba pacientemente de hacerme entender el sentido de los ritos de los últimos frutos, celebrados en el boghar exterior hacia el final de la estación seca. “Los abastecemos a ellos (los ancestros) [dijo] y suplicamos por las cosechas. Le damos comida (refiriéndose al boghar como a la colectividad personificada de todos los ancestros) para que pueda alimentarse y, en contrapartida, nos conceda algo. Si nos negáramos, no nos proveería ni donaría nada, ni siquiera a las mujeres y a los niños. Es él quien nos gobierna y nos posibilita vivir. Suponga usted que está cultivando su granja y las cosechas se arruinan, ¿no diría que es su padre quien dejó que ello suceda? Si está criando ganado y muere, ¿no diría que su padre lo ha permitido? ¿Si usted no le da nada, acaso él le dará algo? Él es el señor de todo. Elaboramos cerveza para él y le sacrificamos aves para que se alimente satisfactoriamente, y para que, de esta manera, nos asegure nuestro maíz y nuestro mijo.” “[Los ancestros —protesté— están muertos; ¿cómo pueden ejecutar acciones tan materiales como alimentarse o arruinar los cultivos? Respondió 30 imperturbable.] Es exactamente igual a las personas vivas. Si usted tiene un hijo y lo cría, y él se niega a trabajar, usted se lo reprochará. Le dirá con aflicción que lo crió; si ahora él se niega a trabajar, ¿con qué se alimentarán? Si no trabaja en la granja y se consigue una esposa, ¿cómo podrá tener hijos? Y si alguien le hace un favor, ¿no se lo agradecería? Y si usted le hace un favor a alguien y esta persona se lo agradece, aunque sea mediante una pequeña muestra, ¿no le haría un favor nuevamente?” He reproducido exactamente lo que documenté en aquel tiempo: reflexiones acerca de los padres y los ancestros de dos de los más estimados, sagaces e informados jefes clánicos con quienes he tenido el privilegio de conversar en Talelandia. Debe añadirse que los tallensi pueden, instantáneamente, convocar y hacerles ofrendas a los ancestros dondequiera que estén, y ello aunque, idealmente, el lugar apropiado para hacerlo sea en los altares del asentamiento doméstico. Si se está lejos de casa y se debe ofrecer un sacrificio a los ancestros, uno se dirige a una encrucijada y, para hacerlo, simplemente se acuclilla en dirección al hogar de la familia. Y es que los antepasados se encuentran siempre disponibles. Podemos ver que los padres son tenidos en cuenta como si jamás hubieran muerto. Y la imagen que de ellos se retiene acentúa la autoridad y la disciplina que ejercieran. Son recordados con gratitud piadosa debido a los escrúpulos morales que inculcasen y a la obediencia que inspirasen en vida; pero también con afecto, por la benevolencia que mostraran a sus hijos leales. Esto resulta aun más revelador si recordamos, como ya he notado, que los padres tallensi, en realidad, recurren en raras ocasiones al castigo corporal, y que, en general, mantienen relaciones tolerantes y amenas con sus hijos que maduran. De esta manera, el concepto de la institución de los ancestros, así como las instituciones religiosas en las que ésta se materializa ritual y socialmente, sirven como intermediarios que le posibilitan al individuo el mantenimiento de la relación con su padre más allá incluso de la muerte de éste. Y, podríamos agregar, incluso como si fuera parte de sí mismo: el padre que controlaba su conducta durante su vida, al transformarse en un ancestro, deviene un censor interno de su comportamiento. Y este control es eficaz, porque el pariente ancestral se halla, a la vez, disponible externamente en cuanto a la imputación de autoridad y de poder absoluto, así como también en ocasión de su eventual apaciguamiento. Ello provee una base que parece racional y objetiva a los rituales de solicitud, por medio de los cuales un hombre puede esperar controlar, o al menos influenciar y ciertamente negociar, las fortunas cambiantes de la vida. La pietas es el puente entre la presencia interna y la externa santidad de la autoridad y el poder paternos. 31 VI Para anticiparme a cualquier crítica inevitable y justificada, debo admitir que, deliberadamente, he enfocado mi tema en forma acotada. He tratado de concentrarme en el núcleo de la adoración de los ancestros, en un tipo de sistema social, y, más particularmente, en un espécimen único de este tipo. He ignorado las ramificaciones y las sustituciones mediante las cuales los principios elementales de la veneración de los antepasados se extienden a través del sistema religioso entero de un pueblo como el tallensi. Por ejemplo, no he prestado demasiada atención a la actuación —extremadamente importante— de los ancestros maternales en los sistemas patrilineales de culto a los antepasados. También he restringido la evidencia comparativa al mínimo requerido por mi argumento. Hubiese deseado que me hubiera sido posible examinar sistemas de descendencia matrilineales con cultos a los ancestros. Sólo mencionaré que diversos estudios, tales como los del doctor Colson o la doctora Gough, parecieran confirmar mi tesis principal.56 Nuevamente, los sistemas morales y religiosos de costumbres y creencias polinesios —especialmente los de Tikopia, sobre los cuales disponemos ahora de un material tan rico y espléndido—, echan luz y claridad sobre la naturaleza de la autoridad paterna y su apoteosis. Teniendo en cuenta las diferencias en los respectivos valores y creencias religiosas, existe un patrón básico común, en este sentido, entre los tikopia y los tallensi. Las relaciones entre padres e hijos en Tikopia son característicamente patrilineales y semejan, de modo notable, a sus homólogas tallensi.57 De toda maneras, me incliné por el curso que he seguido en la creencia de que la mejor forma de arribar a hipótesis claras es aislar para el análisis lo que generalmente es consensuado como la institución nuclear de la adoración de los antepasados; la veneración de los ancestros es primariamente, por ende, el culto religioso a los parientes muertos. Pero no sólo eso, ya que presupone el reconocimiento de los ancestros y sus descendencias en cuestiones jurídicas, económicas y sociales. La adoración de los ancestros se encuentra arraigada en una antítesis entre, por un lado, los lazos ineludibles de la dependencia en cuanto a la subsistencia, la protección contra el peligro y la muerte, el status o el desarrollo personal y de los hijos respecto a sus padres; y, por el otro, la tensión inherente entre las generaciones sucesivas. La ambivalencia que surge de esta antítesis se debe al hecho de que un hijo no puede obtener la autonomía jurídica hasta que muera su padre —y pueda entonces sucederlo legítimamente—. El culto a los ancestros permite 56 E. Colson, “Ancestral Spirits and Social Structure among the Plateau Tonga”, Int. Arch. of Ethnogr., 47, parte I, 1954, pág. 21; E. Kathleen Gough, “Cults of the Dead among the Nayar”, Journal of American Folklore, nº 71, 1958, p. 281. 57 R. Firth, We, the Tikopia, Londres, George Allen & Unwin, 1936. 32 que esta ambivalencia sea resuelta, y que la sucesión se efectúe de forma tal que la autoridad misma, en tanto norma y principio del orden social, no sea nunca trastornada. Y es que de otra manera resulta difícil, si no intolerable, aceptar la coerción de la autoridad de por vida, primero en tanto menor jurídico y luego en la sumisión ritual, sin pérdida de respeto, afecto y confianza hacia las personas e instituciones que la encarnan en aras del orden social. Aquí, precisamente, es donde el ideal de pietas entra en acción, como una directiva de conducta a la vez reguladora y suavizante. He dicho que he evadido las comparaciones amplias. Pero no puedo contenerme y debo señalar una instancia notoriamente negativa para mi argumento, aunque estoy seguro de que, por otra parte, su valor es más circunstancial que concluyente. El brillante análisis del doctor Stenning, acerca del ciclo de desarrollo de la familia entre los wodaabe fulani, nos presenta un cuadro de relaciones económicas y jurídicas entre generaciones patrifiliales sucesivas que ofrece un contraste radical al que yo he descripto.58 Los padres renuncian paso a paso al control de las manadas y a la autoridad sobre las personas en beneficio de sus hijos durante el crecimiento y el desarrollo social de éstos. El proceso comienza cuando el primer hijo de un hombre nace, y culmina con la entrega de lo que resta del ganado y de la autoridad paternal cuando el último hijo contrae matrimonio. El padre se retira entonces física, económica y jurídicamente, deviene dependiente de sus hijos y queda, en palabras del doctor Stenning, muerto socialmente desde todos los puntos de vista. Un proceso paralelo tiene lugar en relación con las mujeres. Con todo ello, se suele asociar progresivamente la habilidad creciente y la responsabilidad en el cuidado del ganado de los muchachos. También, simultáneamente, el camino hacia el casamiento iniciado por los compromisos entre niños de ambos sexos durante su infancia temprana, así como un patrón de cooperación complementaria entre ambos sexos y los distintos grupos etarios; todo ello regula y modera la coerción de la autoridad paterna. Por último, los grupos de descendencia wodaabe poseen una profundidad genealógica de no más de tres o cuatro generaciones. En este contexto de la estructura social, donde un hombre no tiene la necesidad de esperar ocupar los zapatos de su padre para acceder a la autonomía jurídica y la emancipación económica, las tensiones entre las generaciones sucesivas, tan características de los sistemas patrilineales que he venido describiendo, no parecen desarrollarse plenamente. ¿Acaso esto señala la ausencia de culto paterno entre los wodaabe? ¿O se debe a su adopción del islamismo?59 El doctor Stenning 58 D. J. Stenning, “Household Viability among the Pastoral Fulani”, en Jack Goody (ed.) Cambridge Papers in Social Anthropology, nº I Cambridge, 1959. 59 Comunicación privada del doctor Stenning, quien no discute esta cuestión en su libro. 33 no opina que se deba a esta última causa; por mi parte, me encuentro naturalmente atraído por esta conclusión, ya que apoya la tesis principal de esta conferencia. Una ultima pregunta: ¿se halla la pietas ligada exclusivamente con la adoración de los ancestros, o acaso refleja un factor general de las relaciones entre las generaciones sucesivas, que sólo entra en acción —en una variante de grado y de forma— en la veneración de los antepasados? ¿Aceptan o no esta noción los wodaabe fulani? No puedo intentar responder esta cuestión aquí.60 Pero, sin embargo, recuerdo una de las más delicadas descripciones de la piedad filial que conozco. Ella tiene lugar en Barchester Towers de Anthony Trollope, una verdadera obra maestra de la etnoficción. Acaso recuerden ustedes la escena. Un anciano obispo (“quien por años ocupó su cargo con apacible autoridad”) está muriendo. Su hijo, el archidiácono Grantly, se encuentra a su lado; la cuestión que está en la mente de todos también le preocupa a él. ¿Morirá su padre antes de que el actual gobierno caiga? Si ello ocurriese, indudablemente, él —para citar al narrador— podría “revertir la autoridad”. Si no, seguramente otro sería el elegido. Clara y compasivamente, como alguien a quien este tipo de eventos y estas emociones no le son ajenas, Trollope describe los momentos finales del anciano y los sentimientos y pensamientos del hijo. “Trataba infructuosamente de apartar su mente del tema”, remarca el cronista. “La carrera estaba muy próxima y los riesgos eran demasiado altos”. Se demora algunos minutos junto a la cama y luego continúa: “Mientras estaba allí, sentado, sus emociones no eran de ninguna manera fáciles de sobrellevar. Sabía que debía ser entonces o nunca. Había pasado ya los cincuenta años y tenía pocas oportunidades de que sus amigos, que abandonaban poco a poco el oficio, volvieran a él. Ningún otro primer ministro británico excepto el actual —que, por otra parte, sería pronto removido— hubiera pensado en hacerlo obispo. Así, meditó larga y tristemente en profundo silencio; luego observó el rostro aún vivo, y sólo entonces se atrevió a preguntarse a sí mismo si anhelaba realmente la muerte de su padre.” “El esfuerzo era saludable, y la cuestión fue resuelta en un instante. Aquel hombre de mundo, tan orgulloso y voluntarioso, se postró de rodillas a la vera del lecho y, tomando la mano del obispo entre las suyas, rezó ardientemente para que sus pecados le fueran perdonados.” No preciso citar más para demostrar que los trollopianos se hallaban profundamente imbuidos de los sentimientos y hábitos de la pietas. No puede ser una coincidencia que un observador tan agudo como el narrador de esta historia haya tenido que 60 Un estudio de las prácticas y los valores en la religión japonesa sería particularmente rico desde esta perspectiva, ya que no parecen poseer un culto a los ancestros, aunque tienen prácticas que semejan la adoración de los antepasados. 34 trazar las emociones del archidiácono mediante el recurso a un hijo maduro, compungido por su ambición semiencubierta de reemplazar a su padre en el cargo. De ninguna manera, tampoco, resulta casual que el archidiácono rece para que sus faltas le sean perdonadas, y no para que su padre alcanzase una —por otra parte improbable— recuperación. Del mismo modo, en una era de audacia teconológica sin precedentes, la pietas no es desconocida: días atrás, en efecto, leíamos en The Times (14 de abril de 1961) cómo el primer cosmonauta se preparaba para su espectacular empresa. Se nos informa, en efecto, que “el mayor Gagarin llegó a Moscú apenas antes del vuelo, y se dirigió al mausoleo de Lenin en la Plaza Roja, buscando reunir fuerzas para el cumplimiento de su inusual tarea”. Y, más cercana a nosotros todavía, ¿no es acaso la celebración del Día del Fundador, en instituciones tales como mi propio college en Cambridge, un acto de pietas no muy distante del espíritu de algunos de los ritos y las actitudes que hemos estado dicutiendo? 35