FILOSOFÍA-ANALÍTICA DE LA RELIGIÓN FILOSOFÍA Y RELIGIÓN

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FILOSOFÍA-ANALÍTICA DE LA RELIGIÓN
FILOSOFÍA Y RELIGIÓN EN WITTGENSTEIN
Javier Sádaba
(Manuel Fraijó, Filosofía de la Religión: Estudios y Textos, Trotta, Madrid, 1994, pp. 513-534)
Exponer la noción wittgensteiniana de religión es harto difícil por varias razones.
En primer lugar, su estilo es aforístico, sugestivo, ajeno a la narración habitual. Por otro lado, la
filosofía de Wittgenstein no es la exposición de una serie de tesis sino que se hace en diálogo con el
lector.
Wittgenstein no trasmite una doctrina. Quiere, por el contrario, que quien le escuche desarrolle
aquello que él mismo ya posee y que, por alguna extraña confusión, no acaba de entender. Por eso,
cuando afirma que en vez de pensar lo que hay que hacer es ver, lo que intenta indicarnos es que
no es lo más importante aquello que le dicen a uno sino reparar en lo que, poseído, no es
suficientemente comprendido.
En segundo lugar, existen claramente dos modos de hacer filosofía en la vida de Wittgenstein. En la
que se corresponde con su juventud es más fácil saber qué es lo que pensó que era la religión. Al
menos es más fácil saber qué no era la religión para él. Y es que si la religión, como todo lo valioso,
no puede ponerse en palabras semejantes a las que usamos para hablar de los hechos del mundo,
entonces sabemos ya que las pretendidas proposiciones que hablan de religión no son religión. La
segunda filosofía de Wittgenstein, por su parte, hace mucho más complicado conocer qué es (o que
mantuvo que era) la religión. Para algunos, Wittgenstein siguió considerando que la religión
pertenecía a lo valioso. Para otros, la religión se dispersaría en los muchos juegos de lenguaje que
componen la vida humana y, supuestamente, la relativizan. Por eso, y como en su momento
veremos, uno tropieza con mil problemas a la hora de establecer qué quiso decir Wittgenstein sobre
la religión, cuándo y cómo lo hizo.
Finalmente, las obras de Wittgenstein que directamente hablan de religión son pocas y situadas en
espacios de tiempo en los que su pensamiento va cambiando. De ahí que una cosa sea deducir lo
que pensó sobre la religión desde tales obras, generalmente menores, y otra derivar su pensamiento
en función de sus obras mayores. Añádase a esto lo que escribe un buen conocedor de Wittgenstein,
como es A. Kenny: para él la filosofía de la religión es lo más flojo de toda su filosofía y los filósofos
de la religión que en él se apoyan no suelen ser filósofos de primera línea. La opinión puede ser
exagerada pero señala un hecho evidente: Wittgenstein no dejó mucho escrito sobre religión y es
una labor fundamental reconstruir su pensamiento al respecto si queremos tener una idea
adecuada del problema.
Estando así las cosas, no hay más remedio que idear algún orden que nos posibilite dar con el
concepto wittgensteiniano de religión evitando perdernos en el bosque de sus escritos e
interpretaciones. Para ello, primero, y como es habitual, expondremos la concepción de la religión
que se sigue del Tractatus. Después, la que habría que obtener basándonos en la segunda parte de
sus escritos. En este punto nos fijaremos tanto en sus obras mayores como en lo que escribió sobre
la religión de una manera más directa. En tercer lugar, ofreceremos una clasificación siquiera
general, en lo que respecta a las filosofías de la religión que dicen apoyarse en el mismo
Wittgenstein. Finalmente, nos detendremos brevemente en las posibles relaciones de Wittgenstein
con la teología y en su situación dentro de la filosofía actual. Una observación adicional: evitaremos
remitir constantemente a los textos wittgensteinianos. No es tan decisivo y llegaría a hacerse
sumamente pesado.
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I. EL PRIMER WITTGENSTEIN
1. Lo valioso
En su primera obra, el Tractatus, Wittgenstein situó lo valioso fuera de lo que se puede decir. Lo
valioso comprendía la ética, la estética y la religión. La ética, la estética y la religión, a su vez, son lo
místico. Si lo místico no puede decirse es porque no puede ser representado. Es, así, una
consecuencia de la teoría de la representación del Tractatus; teoría que, de modo simple, elegante
y definitivo, quiso dar una solución completa a la relación entre lenguaje y realidad. Empecemos,
por tanto, descifrando lo que Wittgenstein entendió por valor, para pasar, después, a los supuestos
en los que se fundamenta tal doctrina.
Un valor no es un hecho. Un hecho se describe. Un hecho bueno, una silla buena, por ejemplo,
introduce un concepto que va más allá de la pura descripción. Así, en nuestro caso, se afirma que la
silla es mejor que otras o que incluso es la mejor. Es la mejor porque supera al resto de las sillas en
función de algún fin, como es, v. gr., estar cómodamente sentado. Dejemos la silla y pasemos a un
cuadro pintado. Las cosas se complican mucho más. Porque si en el caso de la silla las disensiones
son fáciles de solucionar recurriendo a criterios compartidos por todos, con el cuadro pintado no
sucede lo mismo. Quien afirme, por ejemplo, que Miró es mejor que Picasso puede seguir
manteniendo su preferencia sin ser tachado de irracionalidad. No existe un criterio objetivo como
ocurre con la silla. Hay, en consecuencia, una diferencia clara entre los valores estéticos y los
morales.
Dentro, no obstante, de la bondad referida a las acciones humanas, existe aún otra diferencia
importante. Algo puede ser bueno porque es un medio para obtener un determinado fin o puede
considerarse bueno sin más. Desde un punto de vista moral, los medios son relativos, prudenciales
y pertenecen al ámbito de la estricta razón. No a la razón moral en cuanto tal. ¿Qué es entonces la
razón estrictamente moral? ¿Aquélla que permitiría hablar de bienes que no son la simple aplicación
de un medio para lograr un fin? No hay forma de dar con dicho bien si no es en el campo del puro
deber. Algo debe hacerse y ahí acaba la cuestión. Tales deberes sólo se darían en las relaciones
recíprocas entre los seres humanos; relaciones que exigen algún criterio de forma que el
cumplimiento de la norma o deber no lesione la libertad de unos más que la libertad de otros.
Volvamos a Wittgenstein. Cuando habla de valores no se refiere a ninguno de los valores mentados.
Ni siquiera al valor más absoluto que se hace presente en la noción de deber. ¿Por qué? Porque
Wittgenstein habla de valores absolutos no sujetos a cambio alguno. En los casos anteriores, sin
embargo, incluso en el deber, el criterio podría cambiar. Una bondad absoluta, por el contrario, para
Wittgenstein, es tanto como señalar lo que nunca podría decirse porque nunca podríamos pensar
que tal valor fuera de otra manera. Lo que es absoluto no puede dejar de serlo, no es contingente,
no puede pensarse no siendo como es.
2. Lo místico
Es fácil ver ahora por qué llama Wittgenstein místico a lo valioso. Hay tres entradas en el Tractatus
en las que aparece la palabra místico (T. 644, 645 y 6522). En una síntesis de tales números
tendríamos lo siguiente. Lo místico no es cómo son las cosas sino que las cosas son. Lo místico es
sentir el mundo limitado como un todo. De ahí que lo místico no pueda expresarse en palabras sino
que sencillamente se muestre. Añadamos la escandalosa frase de Wittgenstein, según la cual «existe
lo inexpresable». Ahora bien, tal y como indicamos, la doctrina acerca de lo místico supone la teoría
de la representación del Tractatus.
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Conviene por tanto, que, antes de ir a la entraña de lo místico dediquemos alguna palabra a lo que
puede ser representado. No es cuestión de entrar en los detalles de dicha teoría. Digamos
simplemente lo que nos interesa para nuestro propósito.
Wittgenstein se plantea el viejo problema del enlace del pensamiento con la realidad. Si el
pensamiento no cae en el vacío sino que llega hasta el mundo, decimos que dicho pensamiento
tiene sentido. Para lograr tal enlace Wittgenstein recurre a la teoría de la pintura o representación.
Las proposiciones de nuestro lenguaje son como reglas que nos permiten llegar hasta los hechos (T,
311, 313). Ahora bien, para que la proyección sea posible, tanto la proposición como los hechos han
de compartir la misma forma lógica (T, 216, 2661). Así, por ejemplo, «el rector es blanco» es una
proposición compuesta de nombres y articulada de tal manera que es verdadera sólo si en la
realidad existe dicho hecho; el rector siendo blanco. Cuando las reglas no alcanzan hecho alguno, lo
que proferimos no tiene sentido (es unsinning o contrasentido, T, 332) como contrapuesto a lo
sinnlos o carente de sentido (T, 44611). En el primer caso, la proposición no tiene sentido porque
no es ni verdadera ni falsa. En el segundo, por decirlo de alguna forma, siempre sería verdadera. A
tal sinsentido o a tal carencia de sentido pertenece todo lo que no llega a ser verdadero-falso o todo
lo que superabundantemente sería verdadero. Desde aquí podemos comprender por qué no se
puede hablar de los valores. Porque el valor, en cualquiera de sus acepciones wittgensteinianas, no
pertenece al campo de las ciencias o del habla ordinaria. El valor, más bien, se sitúa en el
extrañamente iluminado campo del silencio.
3. La religión
Volvamos a la idea de valor. Y, de modo más concreto, a la religión. Del valor tenemos una visión o
un sentimiento (T, 645). No es, en consecuencia, un conocimiento. Dentro de lo místico o valioso
aparecerían las tres reacciones descritas: la estética, la ética y la religiosa. Las reacciones vienen
determinadas porque se choca contra un límite impuesto por el mismo lenguaje. Lo que caracteriza,
en suma, aquellas visiones o sentimientos es la consideración del mundo como un todo. Uno se
admira, o siente que, además de los hechos, se trasluce lo que posibilita tales hechos. No se trata,
naturalmente, de algún tipo de deducción, como sería, por ejemplo, ésta: dado que existe lo relativo
ha de existir lo absoluto. Lo que sugiere Wittgenstein, más bien, es que en los hechos se muestra
que algo, no un objeto —podría ser incluso la nada—, es el fondo de las cosas. (En T, 4022 se nos
dice que la proposición muestra su sentido. De modo similar, en el lenguaje sobre el mundo se
muestra lo que le trasciende.) A lo que no es un hecho sino que está «más alto» que los hechos sólo
podría llegar, de algún modo, nuestra voluntad.
En este punto nos podemos preguntar si Wittgenstein no es confuso, contradictorio o sencillamente
burlón. ¿Por qué habla de lo que no se puede hablar? ¿Qué valor que no fuera puramente
metafórico sería posible dar a lo valioso y, más concretamente, a la religión? Son muchas las
respuestas que se han intentado ofrecer. Desde las más comprensivas hasta las que rechazan tomar
en serio lo que Wittgenstein insinúa. Tal vez una respuesta adecuada huye de los extremos.
Fijémonos en la religión.
Wittgenstein sostendría que no hay creencias religiosas. No hay contenido empírico en lo que dice
—sin éxito— quien profiere una proposición sobre la religión. Es él mismo quien se hace presente
al hablar de religión. Y es que para Wittgenstein I el ser humano es un ser complejo. Es probable, en
este sentido, que tengan razón quienes sostienen que Schopenhauer le ofreció a Wittgenstein la
estructura que da forma a su filosofía. Ahora bien, en Schopenhauer, además del campo de la
representación, existen otros niveles que nos acercan a la esencia del mundo, a la voluntad ciega; a
la cual, precisamente, la representación no puede aproximarse. Así, las ideas, el arte o la música son
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momentos de dicha aproximación a la esencia de las cosas; a esa esencia que no toca lo que
habitualmente entendemos por conocimiento.
Algo semejante sucede con Wittgenstein. Por eso las críticas tempranas de B. Russell o las más
tópicas de un M. Black (por no hablar de la tantas veces citada y no muy bien interpretada frase de
Ramsey según la cual «lo que no podemos decir, no lo podemos decir y ni siquiera podemos
silbarlo») tienen su sitio en una crítica estrictamente lógico-lingüística a Wittgenstein. Pierden, sin
embargo, su fuerza si las colocamos fuera de dicho nivel. De ahí que yerren menos quienes
emparejan a Wittgenstein con Tolstoi y lo que éste entendió por acomodarse y «espíritu de Dios» o
armonía del sujeto con el mundo en cuanto tal. Y yerran muchísimo menos los que, como indicamos,
ven en la postura de Wittgenstein el intento de medir voluntad y mundo como totalidad. En dicho
encuentro aparece lo valioso.
4. Dios
A pesar de que dentro del valor no vive sola la religión (siempre habrá que recordar la citada carta
a su amigo von Ficker en donde escribe que «el sentido del libro es ético»), nos podemos preguntar
si, dentro que no se puede decir, podemos distinguir lo que es religioso. Y si además, lo religioso es
el compendio de lo que no se puede decir porque excede la capacidad depositada en el lenguaje.
Detengámonos, primero en lo que escribió Wittgenstein acerca de Dios.
Dios aparece en el Tractatus. Está, sin embargo, mucho más presente en los Diarios (por ejemplo,
en las entradas que datan de 15 de mayo, 8 de julio, 1 de agosto de 1916). Se ha solido afirmar que
Wittgenstein usa la palabra «Dios» con sentidos muy distintos. Así, unas veces se referiría con dicha
palabra a la vida espiritual en general, otras veces a nuestro yo más profundo y otras al mundo, en
fin, visto como totalidad. Wittgenstein, efectivamente, usó muchas metáforas para referirse a
aquello de lo que, directamente, no podemos hablar. Por otra parte, es propio utilizar este tipo de
expresiones cuando alguien está convencido de que cualquier tarea relacionada con el valor es
personal. Tarea construida desde experiencias internas que sólo se trasmitirían vitalmente y no por
medio de las proposiciones que utiliza la ciencia. En el Tractatus, por cierto, Dios se toma (T, 6372)
también como Hado. Sea como sea, las referencias a Dios en el Tractatus son accidentales y nos
dicen menos lo que Wittgenstein piensa sobre Dios que lo que él cree que la gente piensa en general.
Es en los Diarios, como indicamos, donde encontramos una idea más perfilada de lo que entendió
por Dios. Digamos, no obstante, que cuando Wittgenstein quiere expresarse religiosamente es
cuando usa la palabra Dios. Más aún, cuando habla de religión suele referirse a alguna religión
positiva concreta. ¿Qué es Dios para Wittgenstein? Dios es lo mismo que el sentido de la vida. Y el
sentido de la vida es idéntico al sentido del mundo (una de las confirmaciones de tal identidad puede
encontrarse también en T, 5621). Pero, ¿qué es el sentido de la vida o del mundo?
Sabemos que no es el sentido que poseen las proposiciones del lenguaje y que las posibilita, siendo
verdaderas o falsas, ser confirmadas por los hechos. Se trata, más bien, de un sentido total que, en
cuanto tal, no está en el lenguaje. Pertenece, por eso, a la voluntad. De ahí la provocativa sentencia
de los Diarios: «Hay dos deidades: el mundo y mi independiente "yo"» (la palabra que usa
Wittgenstein en alemán es Gottheit y podría traducirse tanto por «deidad» como por «divinidad».
Es probable que «deidad» recoja mejor que «divinidad» la idea de Wittgenstein). Y es que el mundo
me está dado independientemente de mi voluntad y mi voluntad, más allá de la representación de
los hechos, puede alejarse más o menos del mundo como un todo. Todo se juega entonces en ser
más o menos acorde con el mundo en su totalidad. La mejor palabra para denominar el mundo, así
considerado, es «Dios» puesto que resume la existencia en cuanto tal.
5. Religión y teología
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De lo dicho, se desprenden algunas consecuencias. La primera es que la religión —el sentido del
mundo que llamamos Dios— es, sin duda, trascendental. Pero trascendental también es la lógica.
Hay, sin embargo, una importante diferencia. La lógica es trascendental porque es condición
necesaria de la representación; es lo que comparten el lenguaje y los hechos del mundo. En este
sentido la lógica se muestra. Lo que sucede es que los valores —el arte, la acción moral o la
contemplación religiosa— se muestran de modo distinto. Se muestran, justamente, a través de la
voluntad humana. Y se muestran porque se ven, se sienten o se tiene una perspectiva de ellos. Se
viven, en suma, desde dentro.
La religión, como resumen de lo místico o intercambiándose con el arte y la moral, no es, por tanto,
una creencia. No es creencia puesto que la creencia comporta un contenido que, en principio, podría
ser verdadero o falso. La religión, en consecuencia, no sólo no es teología sino que es incompatible
con ella. Y lo que no es creencia, lo místico, no se identifica con nada concreto. Se podría objetar,
entonces, que cualquier experiencia puede ser mística o que sólo algunas alcanzan dicho rango dado
que no hay criterio objetivo alguno de delimitación. Dicha objeción no causaría dolores de cabeza a
Wittgenstein. Porque el asunto, repitámoslo una vez más, es de vivencias personales. Algunos, como
es el caso de Hintikka, detectan un cierto olor elitista en tal actitud. Y traducen la afirmación
wittgensteiniana de que el mundo de los felices es distinto del de los infelices (T, 643) en el sentido
de que los privilegiados tendrían la capacidad de sentir lo místico mientras que el resto no poseería
dicha capacidad. Esto, por sí mismo, no es una gran objeción. Lo místico es como es y ahí acaba la
cuestión.
De mayor relevancia es la pregunta sobre la importancia de lo místico —y al margen de sí la palabra
escogida por Wittgenstein es o no la más adecuada— para la religión. Importante si tenemos en
cuenta que en cualquier religión la experiencia mística juega un papel fundamental. O, para ser más
exactos, la vivencia mística, ya que, contra la opinión de algunos —entre los que se encontraría W.
James, quien, por cierto, ejercerá gran influencia en Wittgenstein II— no hay experiencias de algún
objeto trascendente sino vivencias y nada más.
Es bien conocida la eterna confrontación entre el místico y el teólogo. Para éste, aquél siempre está
al borde de la heterodoxia. Para aquél, éste habla del Dios de los filósofos, no del Dios de la religión.
Wittgenstein, así, entraría a formar parte de los místicos y no de los teólogos. Una leve filosofía de
la religión se ha esbozado desde la postura de Wittgenstein I recomendando una religiosidad
negativa, espiritualizada, lejos de la habladuría de los teólogos. Lo importante sería lo inefable. Más
certeros son quienes ven en el Tractatus un reflejo de la teología judía del tipo de Rosenzweig. EL
sujeto no está en el mundo. Y se enfrenta a Dios directamente. El yo, por lo demás, tendría su propio
tiempo y experiencia. Dios, en fin, no es un Dios presente sino ausente. No se le puede nombrar. Y
es un Dios que sustenta el mundo en vez de revelarse, concretamente, en él.
La primera filosofía de Wittgenstein, de cualquier forma, no es de mucha ayuda a una posible
filosofía de la religión. Es más fácil, como vimos, aprovecharla místicamente o encontrar en ella una
pequeña ayuda teológica. O, simplemente, admitir que la única filosofía que, desde Wittgenstein I,
se puede aplicar a la religión es aquella que, una vez que la delimita, prohíbe decir palabra alguna.
II EL SEGUNDO WITTGENSTEIN
1. Los juegos de lenguaje
La filosofía de Wittgenstein II, respecto a la religión, es ciertamente paradójica. Por un lado, y si
exceptuamos sus notas personales publicadas recientemente (de modo especial Vermischte
Bemerkungen/Culture Value) Wittgenstein no habla casi nada de religión. Es, sin embargo, a partir
de esta segunda filosofía como ha tomado cuerpo una poderosa filosofía de la religión. Además,
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mientras que en Wittgenstein I la religión era absoluta y se situaba —presidiendo tal vez— lo valioso,
la religión, en la filosofía posterior, podría ser una de las muchas manifestaciones de la vida humana
de forma que no sólo sería relativa sino parcial. ¿A qué se debe tal paradójica situación?
Fundamentalmente al cambio metodológico operado de Wittgenstein I a Wittgenstein II. Y es que,
así como la teoría de la representación es la piedra angular del Tractatus, «los juegos de lenguaje»
(con nociones asociadas tales como «formas de vida», «gramática profunda» o «reglas de uso»}
serán la clave en la que se asienta la filosofía tardía de Wittgenstein. Los «juegos de lenguaje» o
modos de usar las palabras según las diversas reglas que les dan vida, han posibilitado la explosión
de lo que se considera una nueva filosofía de la religión. El libro inspirador de tal desarrollo son las
Investigaciones filosóficas y el concepto fundamental, como indicamos, el de «juego de lenguaje».
Detengámonos en ello.
Para exponer la idea wittgensteiniana volvamos a la palabra «Dios». Dios no pertenecería al lenguaje
de la ciencia sino al de la religión (dejemos de lado si podría pertenecer también al de la ética).
«Átomo», por su parte, pertenece al lenguaje de la ciencia. Ahora bien, las reglas que determinan
el significado de una y otra palabra dependen de un contexto, una situación, de un juego de
lenguaje, en suma, que varía en cada caso. En lo que se refiere al átomo las reglas exigen que se
verifiquen empíricamente tales objetos, por pequeños que éstos sean.
Siempre habrá un lugar para ellos en el espacio y en el tiempo. En lo que se refiere a la religión, no
se exige la verificación de Dios por grande que éste sea. Y es que si en el Tractatus sólo unas reglas
—las de la forma lógica— llegaban hasta los hechos del mundo, existen ahora reglas para cada uno
de los juegos de lenguaje que componen la variedad humana y que dan significado a las palabras.
Confundir unas reglas con otras es grave peligro. De ahí que exigir las mismas reglas para «Dios» y
para «átomo» sea, más que un peligro, un error.
De lo dicho se desprende que las reglas son internas a todo juego de lenguaje. Se supone, por tanto,
que para conocerlas hay que practicarlas. Y se supone igualmente que la crítica, desde otro juego
de lenguaje, desde reglas externas, es inválida. Por otro lado, y en relación con lo anterior, el
lenguaje religioso es autónomo. O, lo que es lo mismo, no sería reducible a otras actividades y
dominios del discurso. El lenguaje religioso, en fin, no carecería de significado puesto que tiene el
que le otorgan las reglas propias. No es tampoco derivación de otro juego de lenguaje superior pues
tales derivaciones no existen, al igual que no existe jerarquización entre los juegos.
2. La crítica a los juegos de lenguaje
Las críticas a la interpretación anterior de la religión han sido muchas. Independientemente de las
que se pueden hacer a la misma noción de juego de lenguaje, hay una que se sigue de las mismas
creencias de, al menos, bastantes religiones. Porque éstas no sólo dicen conocer algo —algo que se
formula en sus dogmas— sino que intentan referir verdades universales, no limitadas a usos
particulares realizados en una situación concreta.
Podría hacerse una módica defensa, no obstante, de la idea de religión expuesta. En primer lugar,
una concepción de la religión en la que, por ejemplo, la inmortalidad no sería otra cosa que el juego
de lenguaje en el que se renuncia al egoísmo, cuadra bien con el fideísmo luterano. Dicho de otra
manera, se deja todo en manos de Dios, de un Dios que no se conoce o cuyo conocimiento sólo son
las relaciones de confianza y amor. Todo se explicaría mejor si consideráramos la religión como
preparación para dicha confianza y amor. En segundo lugar, se podría afirmar que a través de los
juegos de lenguaje no se describe, sin más, la religión sino que se da una nueva interpretación de lo
que es la religión. De modo similar a como la teología de la muerte de Dios es una interpretación no
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tradicional del cristianismo, en la teoría de los juegos de lenguaje se expondría lo que en rigor debe
ser la religión si se analiza, con detalle, el lenguaje del creyente.
Lo que acabamos de exponer, de cualquier forma, tanto en contra como a favor del uso de los juegos
de lenguaje en su elucidación de la religión, es bastante simple. Por varias razones. Antes de nada,
Wittgenstein nos indica con más precisión en otros escritos qué es lo que pensó que era la religión.
Por otro lado, podría ocurrir que en Wittgenstein II existiera una concepción de la religión más
universal y menos trivial que lo que aparece en una visión tan corta de los juegos de lenguaje.
Universal no implica, por cierto, que se trate de creencia alguna ya que podría ocurrir que la religión
fuese una reacción universal que, no obstante, no comporta conocimiento. Aunque algunos juegos
de lenguaje religioso expresen sin embargo la reacción de forma próxima al conocimiento con las
consecuencias que, en su momento, veremos. Merece la pena que demos un paso más y tratemos
de ofrecer una imagen más compleja e interesante de los juegos de lenguaje.
Volvamos al problema del valor. Parecería que, según lo visto, Wittgenstein II es un relativista.
Relativismos, por cierto, hay muchos y no es cuestión de pasarles revista. En nuestro caso,
Wittgenstein sería relativista si lo que es verdad en el juego de lenguaje A, en razón de las reglas de
A, puede ser falso en el juego de lenguaje B, en razón de las reglas de B. El relativismo es un área
filosófica llena de controversias. Señalemos, sin embargo, que el relativismo ha de pasar por una
aduana muy exigente. Más aún, el relativismo, habitualmente, es falaz. Y es que quien dice que lo
que es verdad en A no es verdad en B, está, justamente, estableciendo un criterio no relativo: el que
establece la no verdad en cuestión. Pero es que, además, cuando hablamos de algo absoluto como
opuesto al mero relativismo es necesario establecer con cierta precisión qué es lo que se quiere
decir.
Si X sostiene que no hay que matar, tal afirmación posee un carácter absoluto. Es absoluto en el
sentido de que quien lo expresa lo expresa absolutamente. No tendría mucho sentido decir que no
se puede matar a medias. «Absolutamente» es aquí un adverbio fundamental. No se trata de
ponerse en contacto con alguna realidad absoluta sino que se trata de dotar a la expresión de su
carácter de decisión total. Es eso lo absoluto. Obviamente, para quien, desde fuera, estudie el
enunciado moral anterior, las cosas podrían ser mucho más relativas. Pero se trata de otra persona
y no de la que profiere la afirmación en cuestión. La entraña de la ética, precisamente, consiste en
hacer que nuestros juicios sean siempre menos relativos en el sentido de aproximarse a una mayor
objetividad. Al mismo tiempo hay que recordar constantemente que quien actúa moralmente ha de
juzgar absolutamente o, lo que es lo mismo, ha de mostrarse absolutamente decidido a mantener
su afirmación.
Si la retira, al ser convencido, adoptará otra que, en principio, seguirá siendo absoluta pero más
acorde con las cosas. Hay una cierta analogía con el caso de la religión. El hombre religioso se
expresaría absolutamente no porque entre en contacto con el absoluto sino desde el momento en
que se expresa absolutamente. Es probable que tal interpretación sea fiel al espíritu de las
Investigaciones filosóficas. Más aún, en el resto de las obras wittgensteinianas en las que se habla
de religión, ésta aparece como lo valioso en el sentido de valer absolutamente. Naturalmente, dicha
interpretación plantea inmediatamente dos problemas. Qué tipo de creencia es una creencia que
es absoluta sin ser empírica, por un lado, y cómo un juego de lenguaje absoluto se relaciona con
otros que, ciertamente, no lo son. Procedamos por partes.
Respecto a lo primero, y como enseguida veremos, Wittgenstein se referirá a actitudes. En cuanto
a si, además, hay creencias, podría ocurrir que tales creencias se den en los sujetos. Los que no
compartan las creencias en cuestión se extrañarán por la falta de razones de las supuestas creencias
o simplemente no entenderán al que se autotitula creyente. Y respecto a lo segundo —que la
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religión sea un juego de lenguaje que se juega absolutamente— puede significar dos cosas. O que
sólo algunos lo juegan absolutamente o que todos los seres humanos son capaces de jugar el juego
(de manera análoga a como no todos los seres humanos ejercen las habilidades mentales aunque
todos, en potencia, las posean). Es probable que Wittgenstein pensara que la religión es universal
aunque, de hecho, sea vivida minoritariamente.
3. Las consecuencias de la crítica
Se sigue de lo expuesto que en Wittgenstein II las creencias religiosas no se fundamentan como se
fundamentan las hipótesis empíricas. Pongamos un ejemplo. Escribe Wittgenstein en Lecturas y
conversaciones...: «... Sea lo que sea la existencia de Dios, no... es algo que podamos confirmar o
encontrar medios para confirmar». En Sobre la certeza había escrito: «A nadie que creyera algo a
pesar de la evidencia científica llamaríamos razonable». Si tenemos en cuenta el escepticismo
wittgensteiniano en Sobre la certeza respecto a los tests de evidencia, podremos comprobar lo lejos
que está de acercar el juego de lenguaje religioso a cualquier otro juego de lenguaje. Más aún, en
la religión sobra cualquier evidencia. No es de extrañar que haya solido recordarse su respeto por
K. Barth. De lo dicho, sin embargo, no se sigue que el no creyente no entienda nada del significado
expresado por el creyente. Lo que no entiende es por qué le da el significado que le da y cómo se
atreve a ordenar toda su vida en función de aquellos significados.
El creyente, por lo demás, daría un significado especial a las palabras. Como escribe Wittgenstein,
«el modo según el cual usas la palabra «Dios» no nos muestra a quién te refieres sino él significado
que das». Dar significado es la función de las reglas de cada juego de lenguaje. Las reglas del lenguaje
religioso son, sin embargo, más complicadas. No porque el ser religioso sea un candidato a la locura.
Simplemente porque trata temas que tienen que ver con toda una vida. Conviene recordar lo que
dijimos en su momento a propósito del mundo como un todo. Podríamos decir ahora que la religión
es vernos, sentirnos o tomar la perspectiva de nosotros mismos considerados como un todo. En la
religión se expresa, así, el sentido total de la existencia. La religión, por eso, es una actitud que
cristaliza en todo un modo de ver las cosas y de actuar en cuanto tal:
La vida puede educarle a uno a creer en Dios. Y son también experiencias las que consiguen tales
cosas..., v. gr., sufrir de varias formas. Estas no nos muestran a Dios en el sentido en el que nos lo
mostraría un objeto, una impresión sensorial....
Precisamente una buena parte de las Lecciones y conversaciones… está dedicada a exponer tal forma
de vida; una vida que es una construcción sobre uno mismo casi artística. De ahí que el no creyente
entienda y no entienda al creyente. El creyente puede ser sumamente racional en su vida práctica y
desde el punto de vista religioso salirse de tales cánones habituales. Preguntado el filósofo católico
Dummet cuál sería su reacción si sus reflexiones le llevaran al ateísmo dio la siguiente respuesta:
«... Mi creencia religiosa me diría que debo haber cometido algún error en alguna parte».
Lo anterior nos lleva directamente a si es posible o no refutar al creyente o destruir su seguridad
(reparemos que no es lo mismo seguridad que expresar un juicio absolutamente). Escribe
Wittgenstein en VB/CV:
La esencia de Dios se supone que garantiza su existencia; lo que esto quiere decir realmente es
que lo que aquí está en cuestión es la existencia de algo.
La existencia, en suma, no se discute. Por eso «esto, en algún sentido, debe ser llamada la más firme
de las creencias puesto que el hombre arriesga cosas que no habría de arriesgar en otras
circunstancias que están mejor establecidas para él». Es una rara situación, observa Wittgenstein.
No se duda de algo que solamente se basa en experiencias personales medidas por la acción. Es
como si uno estuviera muy seguro suspendido en el aire. Por esta razón la refutación de un creyente
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no se ajusta a los métodos habituales. Porque su creencia no es una creencia como las demás. Está
construida sobre toda una vida. Y tiene como base fundamental la praxis. ¿Qué praxis?
En el Tractatus lo místico se mostraba en la acción, en la vida que uno lleva. Por eso las posibles
influencias o transformaciones deberían darse, en el caso de que se dieran, confrontando vidas y no
doctrinas. En el caso de la religión, tal como la considera Wittgenstein II, sucedería algo semejante.
Porque dicha creencia no es creencia en algo sin más. Y si es «algo» sólo puede captarse en la acción,
en la vida. Es esto lo que ha dado lugar a que algunos neowittgensteinianos, como más adelante
veremos, hayan reducido la religión a mera expresión práctica. Pero la palabra «creencia» nos
plantea de nuevo un problema de importancia.
4. Creencias y no creencias en la religión
¿Hay o no hay creencias en la religión? ¿No es muy confuso Wittgenstein en este punto? Tal vez la
respuesta que hace justicia a Wittgenstein es la siguiente. Una emoción religiosa (una visión o
Anschauung) puede pasar de ser una emoción a constituirse en un complejo juego de lenguaje.
Supongamos que ese juego de lenguaje religioso es el budismo. En principio «no se mostrará
mediante razonamientos... sino... regulando toda una vida». Lo que habría que decir, según
Wittgenstein, ante el budista en cuestión, es que no ha llegado al juego de lenguaje budista
razonando. Por otro lado, ha creado una manera nueva de ver el mundo. Y, en tercer lugar, que
dichos significados nuevos son válidos sólo para los que participen en dicho juego. De lo cual se
deduce que no estamos ante creencias habituales. Si por tales se tomaran, caeríamos en el profundo
error de la teología. Porque lo que en realidad está haciendo la gente —en este caso, el budista—
es dar un valor simbólico a sus experiencias más personales. Si, a pesar de todo, nos dijeran que
siguen creyendo en algo muy concreto y real Wittgenstein no les seguiría e intentaría señalarles su
confusión.
Merece la pena, finalmente, que dediquemos alguna atención a un breve escrito de Wittgenstein,
descubierto no hace mucho y que no ha recibido todavía la atención que se merece. En él se resume
mucho de lo que pensó a lo largo de toda su vida sobre la religión. Se trata de Observaciones a La
Rama Dorada de Frazer, que se publicaron por primera vez en 1967. El texto no es fácil puesto que
es recortado y está escrito en períodos de transición del pensamiento wittgensteiniano, por lo que
las palabras que usa pueden generar confusión. La religión, en cualquier caso, aparece, una vez más,
como no cognitiva y expresando anhelos profundos del ser humano. Detengámonos algo más en
ello.
Lo mágico-religioso (magia y religión los usará Wittgenstein como sinónimos, sólo que en el sentido
que él da a la magia y a la religión y no en el que éstas reciben habitualmente) es una reacción
expresiva que no nace de creencia teórica alguna. Ocurre, más bien, lo contrario. Lo que se presenta
como creencia no es sino una elaboración posterior de ciertas emociones. Tomemos el ejemplo de
la «majestad de la muerte».
Ante la muerte, el primitivo se conmueve. No es que crea en la majestad de la muerte como puede
creer que la lluvia moja. A la impresión (o visión, Anschauung) de la muerte carente de contenido
empírico, le da, sin embargo, un nombre. Se produce, por tanto, una sustitución de la emoción por
la palabra. No hay, por eso, creencia alguna. Que, después, y por confusión, las impresiones se
tornen en creencias es otra cuestión. Es una cuestión que tiene que ver con la labilidad de los seres
humanos.
A lo expuesto habría que hacer alguna observación. La primera es que, aunque hablemos del
primitivo y la magia, el análisis valdría, igualmente, en nuestros días. Más aún, podría ser más
necesario dada la absurda obsesión actual de querer explicarlo todo. Se piensa que el fenómeno
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religioso ha de subsumirse bajo ciertas hipótesis científicas. Y no tendría por qué ser así. La reacción
humana elemental ante la imperiosidad de la muerte, lo dramático de la vida o lo fascinante del
mundo, no cabe reducirlo a un dato que encontraría su adecuada explicación en la ciencia. Para
Wittgenstein, dicha actitud no es sólo un defecto teórico. Es, además, una enfermedad de la que se
seguirían muchos de los males sociales de nuestro tiempo.
La magia y la religión así entendidas, son, por tanto, expresivas y universales. Valen como expresión,
precisamente, de lo que sólo simbólicamente podemos señalar y que es al mismo tiempo lo más
importante: el sentido de la vida. Ahora bien, suele ofrecerse evidencia empírica de que las
religiones se presentan como creencias positivas mientras que la magia opera como técnica.
Wittgenstein replicaría que esto es un error. Dicho de otra manera: es tanto un error del
investigador pensar que la religión y la magia son esencialmente cuestión de creencia o técnica
respectivamente como es un error por parte de la persona religiosa caer en algún tipo de teología.
Dicha caída —al igual que quien diera a la magia el papel de un cierto conocimiento científico— es
muy humana. Y es que no somos muy capaces de mantenernos en las emociones o en los meros
símbolos.
Digamos finalmente que para entender el pensamiento de Wittgenstein sobre la religión convendría
relacionarlo con otras partes de su obra. Lo que escribió sobre el arte, los colores o los estados y
procesos psicológicos (recogidos estos últimos especialmente en sus escritos de psicología) arrojan
una luz considerable. Así, por ejemplo, ante el dolor distinguimos tres pasos o niveles. Primero nace
la pura expresión natural como es, v. gr., un grito. Después, el grito es sustituido por una palabra —
¡Ay!, v. gr.-—. Finalmente, es una oración la que recoge todo el proceso. Por ejemplo, «me duele la
cabeza». La aparente proposición final es contundente pues da a entender que un fenómeno
aislable dentro de mi cabeza puede conocerse como conozco que ahora estoy escribiendo a
máquina. Un tipo de confusiones semejantes es amenaza constante de la religión. Wittgenstein, en
suma, no cambió mucho en su idea de religión. Sí cambió su manera de hacer filosofía.
Estos cambios, no obstante, no modificaron su concepción básica de la religión. Es radicalmente
expresiva, universal y tratando de decir lo que, por valioso, no se puede decir.
III. LA RELIGIÓN DESDE WITTGENSTEIN
Han surgido diversos intentos, desde Wittgenstein II, de desarrollar una filosofía de la religión. En
realidad no se trata, sin más, de filosofía de la religión. Suele tratarse, más bien, de apropiaciones
de la filosofía wittgensteiniana con la finalidad de otorgar a la religión, acosada por la ciencia y el
cambio social, un estatuto de respetabilidad y racionalidad.
La pregunta es siempre la misma: ¿consiguen tales intentos su objetivo? Y es que podría ocurrir que,
en Wittgenstein, existan elementos suficientes para sostener una idea de religión agnóstica. Pero
no una religión positiva como podría ser, por ejemplo, la cristiana. Indiquemos, de cualquier forma,
qué es lo más relevante en la filosofía de la religión actual que se relaciona con Wittgenstein.
Desde el principio —desde la muerte de Wittgenstein— hubo aproximaciones a la religión basadas
en Wittgenstein II. Tal vez fueron enfoques un tanto triviales. Se estudiaba la gramática de las
expresiones religiosas de manera similar a como se estudia la gramática de otros tipos de lenguaje.
La situación fue cambiando. La filosofía analítica, en su versión más simple, ha ido desapareciendo
y, al mismo tiempo, se va conociendo mejor la obra completa de Wittgenstein. Desde ahí se podrían
distinguir, actualmente, dos posturas que, como dos polos, centran las discusiones en lo que atañe
a la idea wittgensteiniana de religión.
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La primera insiste en la importancia del lenguaje religioso, en cuanto tal, en Wittgenstein. La
segunda, en la importancia que da Wittgenstein a la práctica religiosa. Para los primeros,
Wittgenstein nos ha dado un exhaustivo análisis del funcionamiento del lenguaje del creyente. Para
los segundos, nos ha señalado una práctica, un modo de vida, un compromiso con uno mismo y con
el mundo. Un ejemplo de la primera postura podemos encontrarlo en Cyril Barret. Un ejemplo de la
segunda en D. Z. Phillips. No estará de más notar que los citados son católico y protestante,
respectivamente. Expliquemos brevemente sus puntos de vista.
Según Barret, Wittgenstein nos habría ofrecido un excelente y detallado estudio de lo que es dar
significado al lenguaje religioso. Wittgenstein no se plantearía qué es la religión. Lo que la religión
es sólo podríamos saberlo introduciéndonos en sus diversas formas de expresión lingüística.
Wittgenstein, de modo especial, nos coloca ante la cruz del creyente que trata de decir algo
difícilmente expresable y que ha de recurrir a todos los medios de expresión. El creyente busca decir
algo que raya con lo indecible. Wittgenstein, por cierto, no haría sino continuar, con otra óptica, lo
que tanto la patrística como buena parte de la teología enseñó respecto a la inefabilidad del
lenguaje religioso. Cyril Barret añade, además, algo de la máxima importancia. Wittgenstein, de esta
manera, no favorece ni al fideísmo ni al irracionalismo.
Simplemente quiere mostrar cómo funciona ese extraño —y valioso— lenguaje, el religioso. O cómo
se diferencia de otros lenguajes y, muy especialmente, del de la ciencia. Wittgenstein no añade que
el lenguaje religioso esté bien fundamentado o que sea, en sí mismo, recomendable.
Muy por el contrario, se sorprende y no ve razones para aceptarlo. La relación de lo simbólico con
lo religioso, no obstante, aparecerá siempre como una fundamental relación. Lo que se expresa en
el lenguaje religioso, y que es toda una vida, no puede usar los cánones habituales. O se calla o busca
otros modos de expresión.
Distinta es la postura de Phillips. Este parte del dicho wittgensteiniano recogido en las
Investigaciones filosóficas (I, 24) y según el cual la filosofía deja las cosas como están. Aplicado a
nuestro caso, significa que ha de permitirse a la religión que se manifieste tal y como es. Los
filósofos, siempre según Phillips, o niegan dogmáticamente que la religión es autónoma, una
actividad humana que se basta a sí misma o, apologéticamente, han entrado en el campo de batalla
defendiendo supuestas proposiciones teológicas como verdaderos soportes de la religión. Phillips,
en fin, afirma que Wittgenstein nos invita a mirar, con cuidado, la práctica de las personas religiosas.
Es eso y nada más la religión. Es una forma de vida que se agota en sí misma al margen de
proposiciones teóricas. La práctica, obviamente, es variada y se necesita agudeza y atención para
captarla. De ahí que Wittgenstein sea un guía ejemplar. Es como un espejo en el que debería mirarse
todo investigador. Porque el mismo creyente puede confundirse en la explicación de sus creencias
y necesita, por eso, un espejo. Un espejo tan bueno como Wittgenstein. No se trata, en fin, de que
cada uno pueda hacer y decir lo que le dé la gana. Se trata de descubrir la verdadera entraña de la
religión y que se resume en la práctica religiosa.
Un breve apunte a Phillips. Tal vez tuvo razón K. Nielsen cuando bautizó —con un bautismo que ha
llegado a ser popular— a Phillips y otros autores menos conocidos llamándoles «fideístas». Y es que
una cosa es sostener, como en su momento vimos, que la religión es expresiva —y que,
probablemente, es lo que mejor se acomoda con lo que pensó Wittgenstein— y otra reinterpretar
de tal modo la religión que ésta se convierte en fe. Wittgenstein habla a favor de la religión y en
contra de la teología. Phillips, por su parte, habla a favor de la fe y en contra de la teología. Es, al
menos, una sospecha que no acaba de disipar Phillips.
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Existen, finalmente, otros autores más moderados en sus posiciones. Autores que, por un lado,
consideran la aportación wittgensteiniana al conocimiento de la religión algo sumamente
importante. Pero que no se embarcan, sin embargo, en una interpretación cerrada de nuestro autor.
Así, por ejemplo, W. D. Hudson. Hudson se limita a exponer algo, no obstante, esclarecedor. Habría,
siempre según Hudson, dimensiones humanas claras, como son la ética y la científica, Pero habría
otras que, aunque menos claras, si desaparecieran podríamos pensar que el ser humano queda, de
alguna forma, mutilado. Una de ellas es la dimensión religiosa. Por eso se da una diferencia
relevante respecto a la noción de límite entre Wittgenstein I y Wittgenstein II. Y que ya insinuamos
antes. En el Tractatus el límite se establece entre lo que se puede decir y lo que, por valioso, es
inexpresable. En Wittgenstein II, por su parte, la religión delimitaría, en un juego de lenguaje
especial, un importantísimo espacio en nuestra vida.
IV. LA ORIGINALIDAD DE WITTGENSTEIN
Distintas teologías han intentado apropiarse de Wittgenstein. Es significativo, por ejemplo, el título
de Fergus Kerr, Theology after Wittgenstein. Tal vez sea más interesante señalar algo que ya antes
adelantamos. Se trata de la afinidad entre Wittgenstein y cierta tradición judía.
Así, la palabra es todo y es nada. Lo más importante en la religión es inexpresable por absconditus.
La revelación de lo que importa se da en la acción. Misterio y creación coinciden en raros y fugaces
encuentros. Se podría alargar la lista de temas que hacen eco al pensamiento hebreo y que de modo
más o menos explícito pueden encontrarse en Wittgenstein. No sólo en el Tractatus sino en toda su
obra. De la misma manera que uno podría encontrar semejanzas, a veces espectaculares, entre
Wittgenstein y un Kafka o un W. Benjamin. Quede simplemente indicado.
Wittgenstein es un filósofo original. Wittgenstein, ciertamente, da que pensar. De ahí que tenga
tantos imitadores y discípulos tan diversos, No es nada fácil encasillar a Wittgenstein. Por eso
también su aproximación a la religión es muy distinta a la habitual. Wittgenstein consigue, en sus
análisis, aunar respeto e inexorabilidad. Por otro lado, se aleja de toda una corriente ilustrada,
incluido el marxismo, que ha visto en la religión un desliz humano que algún día será curado por el
saber.
Para Wittgenstein la religión, independientemente de lo que tenga de protesta social, es un signo
del ser humano. El ser humano se expresa a través de ella. Y si damos a la palabra «hermenéutica»
el sentido amplio que hoy parece reclamar, se podría decir que Wittgenstein está más cerca de tal
actitud que de las viejas escuelas intelectualistas. De esta manera Wittgenstein invita, no menos, a
ejercitar una filosofía de la religión que, sin renunciar a ser crítica y distante, se aproxima con mimo
y hasta con cariño a esa religión que, cuando se pervierte, da a luz monstruos. Como todo lo
importante. Labor del filósofo es evitar, precisamente, sus malos usos.
13
TEXTOS
1.
¿Qué sé sobre Dios y la finalidad de la vida?
Sé que este mundo existe.
Que estoy situado en él como mi ojo en su campo visual
Que hay algo en él problemático que llamamos su sentido.
Que este sentido no radica en él sino fuera de él (cf. 641).
Que la vida es el mundo (cf. 5621).
Que mi voluntad penetra el mundo.
Que mi voluntad es buena o mala.
Que bueno y malo depende, por tanto, de algún modo, del sentido de la vida.
Que podemos llamar Dios al sentido de la vida, esto es, al sentido del mundo.
Y conectar con ello la comparación de Dios con un padre.
Pensar en el sentido de la vida es orar.
No puedo orientar los acontecimientos del mundo de acuerdo con mi voluntad, sino que soy
totalmente impotente.
Sólo renunciando a influir sobre los acontecimientos del mundo, podré independizarme de él —y,
en cierto sentido, dominarlo—.
(Diario filosófico, Barcelona, 1981, 126.)
2.
Creer en un Dios quiere decir comprender el sentido de la vida.
Creer en Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta.
Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido.
El mundo me viene dado, esto es, mi voluntad se allega al mundo enteramente desde fuera como
teniéndoselas que haber con algo acabado.
(Qué es mi voluntad, es cosa que todavía ignoro.)
De ahí que tengamos el sentimiento de depender de una voluntad extraña.
Sea como fuere, en algún sentido y en cualquier caso, somos dependientes, y a aquello de lo que
dependemos podemos llamarlo Dios. Dios sería en este sentido sencillamente el destino, o lo que
es igual: el mundo independiente de nuestra voluntad.
Del destino no puedo independizarme.
Hay dos divinidades: el mundo y mi yo independiente.
Soy feliz o desgraciado, eso es todo. Cabe decir: no existe lo bueno y lo malo.
Quien es feliz no debe sentir temor. Ni siquiera ante la muerte.
Sólo quien no vive en el tiempo, haciéndolo en el presente, es feliz.
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Para la vida en el presente no hay muerte.
La muerte no es un acontecimiento de la vida. No es un hecho del mundo (cf. 64311).
Si como eternidad no se entiende una duración temporal infinita sino atemporalidad, entonces,
puede decirse que vive eternamente quien vive en el presente (cf. 64311).
Para vivir feliz tengo que estar en concordancia con el mundo. Y a esto se llama «ser feliz».
Estoy entonces, por así decirlo, en concordancia con aquella voluntad ajena de la que parezco
dependiente. Esto es: «cumplo la voluntad de Dios».
El temor a la muerte es el mejor signo de una vida falsa, esto es, mala.
Si mi conciencia me desequilibra es que no estoy en concordancia con algo. Pero, ¿qué es ello? ¿Es
el mundo?
Por supuesto que es correcto decir: la conciencia es la voz de Dios.
Por ejemplo: me hace desgraciado pensar que he ofendido a éste o al otro. ¿Es esto mi conciencia?
Cabe decir: «Actúa de acuerdo con tu conciencia, sea ésta cual fuere».
¡Vive feliz!
(Diario filosófico, Barcelona, 1981, 128-129.)
3.
Forzado a hacer muchas cosas inhabituales. Necesito gran fuerza para soportar eso. A menudo estoy
cerca de la desesperación. Hace ya más de una semana que no he trabajado nada. ¡Y no tengo
tiempo! ¡Dios! Pero esto, desde luego, es natural, pues, cuando haya muerto, tampoco tendré
tiempo para trabajar. Ahora inspección. Mi alma se encoge. ¡Dios me ilumine! ¡Dios me ilumine!
¡Dios ilumine mi alma! (...)
La vida es una... tortura que sólo decrece a ratos, con el objeto de que permanezcamos sensibles
para ulteriores tormentos. Un horrible muestrario de tormentos. Una marcha agotadora, una noche
de tos, una compañía de borrachos, una compañía de tipos vulgares y tontos. Haz el bien y alégrate
de tu virtud. Estoy enfermo y mí vida es mala. Que Dios me ayude. Soy un pobre hombre desdichado.
¡Que Dios me redima y me conceda la paz! Amén. (...)
£n constante peligro de muerte. La noche transcurrió bien, por la gracia de Dios. De cuando en
cuando siento miedo. ¡Esta es la escuela de la falsa concepción de la vida! ¡Comprende a las
personas! Siempre que vayas a odiarlas, trata de comprenderlas. ¡Vive en paz interior! Mas, ¿cómo
llegar a la paz interior? ¡Sólo si llevo una vida grata a Dios! ¡Sólo así es posible soportar la vida! (...)
Por la gracia de Dios ahora me van muy bien las cosas. Trabajar es lo que no puedo, por desgracia.
¡Pero hágase tu voluntad! Amen. ¡¡Él no me abandonará en el peligro!! (...).
(Diarios secretos, Madrid., 1991 141,143, 149, 151.)
4.
Un general austríaco le dijo a alguien: «Pensaré en Vd. después de mi muerte, si eso fuera posible».
Podemos imaginar a un grupo de personas que encontrara absurda tal cosa y a otro grupo que no
la considerara así. [Durante la guerra, Wittgenstein vio llevar pan consagrado en recipientes de
acero cromado. Esto le impactó como algo absurdo.]
15
Supongan que alguien cree en el juicio Final y que yo no creo, ¿significa que yo creo lo opuesto a lo
que él cree, esto es, que no habrá tal cosa? Yo diría: «En modo alguno, o no siempre».
Supongan que yo digo que el cuerpo se pudrirá y alguien dijo: «No. Las partículas se reunirán dentro
de mil años y se producirá vuestra Resurrección».
Si alguien dijera: «Wittgenstein, ¿cree usted en esto? Yo diría: «No», «¿Contradice usted a esta
persona?». Yo diría: «No». (...)
Se ha dicho que el cristianismo descansa en una base histórica. Miles de veces han dicho personas
inteligentes que la indubirabilidad no es suficiente en este caso. Aún si existen tantas pruebas como
en el caso de Napoleón. Porque la indubitabilidad no seria, suficiente para hacerme cambiar toda
mi vida.
El cristianismo no descansa en una base histórica en el sentido en que la creencia corriente en los
hechos históricos podría servir de fundamento.
Tenemos aquí una creencia en hechos históricos que es diferente de una creencia en hechos
históricos corrientes. Incluso, no son tratadas como proposiciones históricas, empíricas.
Esas personas que tienen fe no aplican la duda que ordinariamente aplicarían a cualquiera de las
proposiciones históricas. Especialmente a las proposiciones relativas a un tiempo lejano, etc. (...)
La palabra «Dios» se encuentra entre las primeras que se aprenden: pinturas, catecismos, ere. Pero
estas no tienen las mismas consecuencias que los retratos de las rías. No se me mostró (lo que el
cuadro representaba).
La palabra se usa como una palabra que representa a una persona. Dios ve, recompensa, etc.
-Habiéndosele mostrado todas estas cosas, entendió lo que esta palabra significaba». Yo diría: «Si y
no. Aprendí lo que significaba. Me hice entender. Podría responder preguntas, entender preguntas
que me formularan de diferentes maneras y en ese sentido podría decirse que entiendo».
Si surge la cuestión de la existencia de un dios o de Dios, ella juega un papel enteramente distinto
al de la cuestión acerca de la existencia de cualquier persona u objeto de que pueda haber oído
hablar, alguna vez. Uno dijo, tenía que decir, que uno creía en la existencia, y si uno no creía, ello
era considerado como algo malo. Normalmente si yo no creo en la existencia de algo nadie pensaría
que hay en ello algo malo.
También, se da este uso extraordinario de la palabra «creer». Uno había de la palabra creer y al
mismo tiempo uno no usa «creer» como lo hace corrientemente. Ustedes podrían decir {en el uso
normal): «Usted sólo cree-está bien...». Aquí se la usa de manera enteramente distinta; por otra
parte, no se la usa como generalmente usamos la palabra «conocer».
Si recordara siquiera vagamente lo que se me enseñó acerca de Dios, podría decir: «Sea lo que fuere
creer en Dios, no puede ser creer en algo que podemos comprobar (test) o encomiar medios de
comprobar».
Ustedes podrían decir: «Esto carece de sentido, porque la gente dice que cree en base a elementos
de prueba o dice que cree en base a experiencias religiosas». Yo diría: «El mero hecho de que alguien
diga que cree en base a elementos de prueba no basta para autorizarme a decir ahora si puedo
afirmar de la oración «Dios existe» que vuestros elementos de prueba son insatisfactorios o
insuficientes...».
(Estética, psicoanálisis, religión, Buenos Aires, 1976, 129, 136-137, 140-141.)
16
5.
He de sumergirme siempre, una y otra vez, en el agua de la duda. La idea que Frazer se hace de las
visiones mágicas y religiosas de los hombres no es satisfactoria: presenta tales visiones como si
fuesen errores.
¿Estaba en el error san Agustín cuando invoca a Dios en cada página de las Confesiones?
Pero —se puede decir— si no estaba errado, tampoco lo estaría el santo budista —o cualquier
otro— cuya religión expresara visiones completamente distintas. Pues bien, ninguno de ellos estaba
en el error a no ser cuando pusieran en pie una teoría.
Ya la idea de querer explica una costumbre —la muerte del sacerdote- rey, por ejemplo— me parece
fuera de lugar. Todo lo que hace Frazer es reducirla a algo plausible a hombres que piensan como
él. Es del todo extraño que todas estas costumbres se expongan, por decirlo de alguna manera,
como tonterías. Cuando, por ejemplo, nos explica Frazer que el rey debe ser muerto en la flor de su
edad ya que, según las representaciones de los salvajes, en caso contrario su alma no se mantendría
fresca, lo único que se puede decir es esto: allí donde se dan juntas una costumbre y tales visiones,
las costumbres no nacen de las visiones sino que ambas están, sin más, ahí.
Puede ser, y esto ocurre con frecuencia, que un hombre abandone una costumbre después de haber
reconocido un error en el que se fundaba dicha costumbre. Pero este caso sólo se da donde es
suficiente hacer observar a los hombres tal error para disuadirles de su manera de actuar. En las
costumbres religiosas de un pueblo, sin embargo, no es este el caso y, por eso, no se trata aquí de
error alguno.
Dice Frazer que es muy difícil descubrir el error en la magia —de ahí que se mantenga tanto
tiempo— puesto que, por ejemplo, un conjuro para provocar la lluvia tarde o temprano se muestra
realmente eficaz.
Pero no deja, entonces, de ser extraño que los hombres no se hayan dado cuenta pronto de que,
tarde o temprano, lloverá sin más. Creo que el empeño en una explicación está descaminado dado
que lo que sólo se ha de hacer es conjuntar correctamente lo que uno sabe y no añadir nada más.
La satisfacción que se intentaba conseguir por medio de la explicación se obtiene por sí misma.
Y aquí no es, en modo alguno, la explicación la que proporciona la satisfacción. Cuando Frazer
comienza contándonos la historia del Rey del Bosque de Nemi lo hace en un tono que muestra que
ahí sucede algo sorprendente y terrible. Ahora bien, a la pregunta de «¿por qué ocurre esto?» se
responde, con propiedad, así: porque da miedo. Es decir, precisamente aquello que en este
acontecimiento, ocurre terroríficamente, extraordinariamente, de modo horrendo, trágico, etc., y
es cualquier cosa menos trivial e insignificante, eso es lo que da vida al conocimiento. (...)
Un símbolo religioso no se basa en creencia alguna. Y sólo donde hay una creencia hay error... Las
acciones religiosas o la vida religiosa del sacerdote rey no son de ninguna especie distinta de las
acciones verdaderamente religiosas de hoy, como puede ser, por ejemplo, la confesión de los
pecados. También ésta se puede «explicar» y no se puede explicar.
(Observaciones a La Rama Dorada de Frazer, Madrid, 1992.)
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