La especie elegida.

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La especie elegida.
L
anza Veloz se hallaba apostado en la falda de la colina,
oculto, atrincherado tras una oportuna roca, junto a Cuerno
Roto, que desde su más tierna infancia era su amigo más
cercano, y más que amigo, era su hermano de sangre, su hermano
de armas y, ahora, su hermano de caza. Su corazón latía desbocado,
sus fornidas piernas temblaban de excitación, mientras el suelo
retumbaba con un ensordecedor rugido, delatando la proximidad de
los cuernograndes. Era su momento, la hora de dejar atrás la niñez
para convertirse en un hombre. Todos los varones del Clan del Valle
del Viento atravesaban el mismo rito: enfrentarse en soledad a la
Gran Manada y lograr abatir a uno de los enormes bóvidos que
componían la muchedumbre arrolladora que pronto atronaría sus
cabezas. Prudentemente agazapados, Lanza Veloz y su amigo
esperaban el momento oportuno para atacar. En realidad, Cuerno
Roto ya se había sometido al mismo rito la pasada primavera, pero
estaba junto a él para asegurarse que su hermano de sangre no
cometiera ninguna temeridad, pues Lanza Veloz se había ganado
merecida fama por su volátil audacia. Efectivamente, el joven
imberbe, tensó la espalda como si un resorte en su espinazo hubiese
estallado, cuando vio los primeros ejemplares de los velludos
cuadrúpedos, venciendo la loma vecina, recortándose contra el azul
del cielo.
Necesitaba probar su valía, mostrar a la aldea el asta de un
cuernogrande cazado para que el resto de miembros del clan se
dirigiesen a él como Hermano Cazador. Desde hacía tiempo, unas
dos generaciones, el Clan del Valle del Viento había descubierto
cómo sacar fruto de la tierra, cómo abrir sus entrañas para sembrar
semillas que producían alimentos. Pese a todo, en lo referente a la
iniciación de los jóvenes varones, todavía permanecía en el clan un
tributo a su pasado cazador. Aunque la carne ya no fuese el
principal sustento de la tribu, un verdadero hombre sólo podía
llamarse así cuando se le daba el título de Hermano Cazador y
lograba abatir a una presa respetable, como un cuernogrande. Sólo
así, con la consideración de adulto, podría reclamar a su amada
Brisa Alada, la muchacha más bella de todo el Valle del Viento.
Lanza Veloz confiaba en que la Madre Tierra le fuese propicia, ya
que ella era la Gran Diosa que alimentaba a todos sus hijos. La
noche anterior, se había reunido con Piedra Lunar, la Hechicera
Madre del clan, que le había enseñado los rezos propiciatorios en el
corazón de la Gran Caverna, el santuario más sagrado de la tribu.
Allí, bajo las bellas pinturas rupestres, que representaban decenas
de cuernograndes ora corriendo, ora embistiendo, todos llenos de
una inusitada vida, el joven cazador se embadurnó la cara con el
barro del propio suelo de la cueva, recitó los versos aprendidos y
clavó su lanza en el techo de piedra, justo en la panza del
cuernogrande pintado. Todo con la esperanza de que la caza
simbólica del animal representado aparejara el éxito en la caza del
animal real.
Varios bóvidos pasaron delante suyo. Lanza Veloz permanecía
acurrucado tras la roca, a la espera del momento oportuno. De su
templanza dependería el éxito de su misión y su futuro en el clan.
Lanzarse de lleno en medio de la manada era un suicidio. Había que
esperar a que algún miembro distraído del grupo se alejara de los
demás. En lo alto de la colina, se recortaba contra el sol la erguida
figura de su tío Viento Alegre, uno de los más reputados cazadores
de la aldea, que oteaba el horizonte ante la posibilidad de que
apareciera alguna tribu enemiga, pues se hallaban peligrosamente
cerca del territorio del Clan de la Colina. El propio Viento Alegre
había insistido ante los miembros del clan para que se le permitiera
a Lanza Veloz realizar el rito de iniciación pese a su juventud, así
que su reputación estaba en juego.
Tras el paso del grueso principal de cuernograndes, un
pequeño grupo rezagado parecía tener dificultades para seguir el
ritmo de los adalides que guiaban la manada. Lanza Veloz se asomó
ligeramente por el borde de la roca y vio a un macho joven un tanto
desorientado que se había alejado del grupo. Era la presa perfecta.
Con una gracia felina, saltó sobre la roca tras la que se apostaba y,
haciendo honor a su nombre, colocó con gran rapidez su lanza sobre
el propulsor de asta que acrecentaría la fuerza de su brazo; apuntó
con precisión y soltó un potente latigazo, que precipitó el afilado
dardo sobre la ijada derecha del animal. Éste dio un respingo
mientras la afilada hoja de sílex se hundía en sus entrañas, y terminó
trastabillando, provocando que su mole se desplomara sobre la
hierba. Presa de la excitación, Lanza Veloz preparó una segunda
lanza en el propulsor y volvió a arrojarla con gran velocidad,
atinando más en este segundo tiro, pues la presa se hallaba inmóvil,
acertándole en su robusto cuello. Embriagado por su éxito,
descendió de la seguridad de la roca mientras corría hacia el
aparentemente vencido animal.
-¡No! –gritó Cuerno Roto. –¡Todavía no está abatido!
Pero el aviso llegó tarde. El animal se incorporó con
asombrosa celeridad y, resoplando de furia, giró con vehemencia su
voluminosa testuz en busca de su atacante. Lanza Veloz frenó en
seco su carrera y comenzó a retroceder lentamente con la esperanza
de que la conocida falta de agudeza visual de los cuernograndes no
le percibiera. Esperanza baldía. En cuanto el animal le divisó, se
abalanzó sobre él. Dándose la vuelta, el cazador rompió a correr
hacia la roca. Ahora, él era la presa. El bóvido le recortaba distancia
fácilmente, y estaba a punto de embestirle con toda su masa en
movimiento, pero, en el último momento, cuando ya podía sentir los
resoplidos del animal sobre su cogote, el muchacho realizó una finta
hacia un lateral, salvando la recia peña. El cuernogrande, cegado por
la rabia propia del animal herido, no vio el enorme obstáculo que
tenía delante y se abalanzó sobre el peñasco recibiendo tan fuerte
impacto que el golpe retumbó en todo el valle como si de un trueno
se tratase. El animal, conmocionado, apenas se tenía en pie. El joven
cazador asió un hacha bifaz de sílex de su fajín de piel y acuchilló
con fuerza el cuello de la criatura, alcanzándole en la yugular y
provocando que un torrente de espesa sangre se precipitara a
chorros sobre la húmeda hierba. El animal comenzó a trastabillar de
nuevo e hizo un amago de comenzar a trotar, alejándose de su
atacante, pero cuanto más se movía, más sangre perdía. Con
inestables bamboleos, apenas avanzó unos metros, se detuvo, y, de
pronto, con un terrible mugido como agónico estertor, se desplomó
cadáver.
-¡Por la Gran Madre! –dijo Cuerno Roto, asomando tras el
parapeto cómplice que había sentenciado la caza. -¿Por qué has
elegido un ejemplar tan poderoso?
-No te quejes tanto, Cuerno –repuso su compañero, sonriendo
mientras con una de sus manos intentaba mesar su desordenada
melena pajiza. -En realidad, no lo elegí yo, fue el destino. De alguna
forma, sentí que debía atacar a ese ejemplar. No sabría explicarlo.
Cuerno Roto se quedó mirando al animal abatido, con una
media sonrisa que se traslucía detrás de su incipiente barba.
Asiendo una voluminosa piedra, y con gran habilidad, la precipitó
sobre la cornamenta del cuernogrande, provocando que uno de
dichos apéndices se rompiera. Cuerno Roto lo recogió y se lo tendió
a Lanza Veloz:
-Bueno, hermano de sangre, toma tu cuerno. Te lo has ganado.
Ahora ya eres un hombre.
Lanza Veloz tomó el asta de su amigo y lo miró con deleite.
Estaba realmente satisfecho. Ahora, la tribu le consideraría un
Hermano Cazador y podría mostrarle a Brisa Alada todo su afecto
sin que ésta le viese todavía como un simple muchacho. Se hallaba
aún disfrutando del momento en medio de la ensoñación, mientras
Cuerno Roto comenzaba a cortar varios pedazos de carne de la ijada
del animal cazado, cuando unos gritos resonaron en el valle. Ambos
jóvenes alzaron la vista y descubrieron a Viento Alegre bajando la
colina a grandes zancadas.
-¡El Clan de la Colina! –dijo el veterano cazador, resollando sin
aliento. –Al menos una veintena de hombres vienen hacia aquí,
siguiendo la ruta de la manada de cuernograndes.
-¡Malditos sean! –escupió Cuerno Roto. –Estamos muy cerca
de su zona de caza. Si nos ven aquí, pueden hacer valer la Ley del
Valle y atacarnos por invadir su territorio.
-Vámonos, ¡rápido! –ordenó Viento Alegre mientras recogía
precipitadamente algunos de los tajos de carne cortados por Cuerno
Roto. Los dos jóvenes comenzaron a cortar y recoger cuantos trozos
podían, pues era inaceptable desperdiciar una pieza de caza tan
suculenta.
Los tres cazadores estaban prestos a irse cuando unas figuras
simiescas aparecieron sobre la colina. A Lanza Veloz se le aceleró el
corazón. Como había dicho su tío, eran al menos unos veinte o más.
Todos armados con hachas, piedras y lanzas muy rudimentarias, y
prácticamente desnudos. Los habitantes del Clan de la Colina eran
individuos muy diferentes a los del Clan del Valle del Viento. Su
apariencia era menos que humana, y más tenían aspecto de simios
desarrollados que de hombres. Sus cuerpos, rechonchos y de piernas
cortas, se hallaban cubiertos de un ensortijado vello parduzco. Sus
cabezas, de frente aplanada, destacaban por las prominencias
superciliares de sus cuencas oculares, por sus caras prognatas y por
sus tremendas y sobresalientes mandíbulas. Lanza Veloz dudaba, si
quiera, que tuviesen un lenguaje articulado. Sus útiles eran
rudimentarios y toscos, nada que ver con la finura y elegancia de las
piezas talladas por los maestros del Clan del Valle del Viento. Su
mera presencia le repugnaba, pero los tres cazadores debían de
tener mucho cuidado de no provocarlos, pues la paz entre ambas
tribus se hallaba en un equilibrio precario, y los guerreros de la
Colina podían ser feroces enemigos, dotados tal vez de un menor
intelecto, pero de una fuerza física descomunal.
Con un torpe ademán y un gruñido simiesco, el que parecía el
líder del grupo, ordenó a sus subordinados que descendieran la
colina en dirección al cadáver del animal. Éstos, con gritos
animalescos, obedecieron al momento y rompieron a correr ladera
abajo, agitando amenazadoramente unas toscas mazas de piedra.
Los tres cazadores del Valle del Viento, cargados con los trozos de
carne más apetitosos, comenzaron a alejarse en dirección opuesta,
con decisión pero con un ligero trote. Sabían de sobra que las cortas
y pesadas piernas de los habitantes de la Colina no podían alcanzar
la velocidad de los esbeltos y fibrosos hombres del Valle del Viento.
Lanza Veloz miró hacia atrás mientras se alejaba con sus dos
compañeros y observó que, como sospechaba, los hombres de la
Colina no tenían la menor intención de perseguirlos y sólo lanzaban
gritos incoherentes, mientras rodeaban la presa abatida y se
disponían a despedazarla. Los tres cazadores continuaron en
dirección a su hogar.
-¡Eso ha sido una temeridad! –bramó Roca Gris, el jefe del
Clan del Valle del Viento. –Lo último que necesitamos ahora es
provocar a los salvajes de la Colina y enfrentar a las tribus. Nuestra
prioridad es abastecernos para el invierno y no alimentar las
rencillas entre nosotros. Ya tenemos bastantes problemas en la
región de los pantanos como para buscarnos más.
Lanza Veloz, Cuerno Roto y Viento Alegre, éste último más
adelantado, se hallaban ante su jefe, frente al gran círculo de
monolitos que actuaba de epicentro de poder del clan y donde Roca
Gris realizaba asambleas y reflexionaba sobre los asuntos
importantes de la tribu. Detrás suyo se hallaba la poderosa figura de
Hacha Negra, lugarteniente del jefe y el cazador más respetado de la
aldea. A su lado, la bella Brisa Alada, hija de Roca Gris, que sonreía
pícaramente a Lanza Veloz, pues intuía por qué el muchacho tenía
tanta prisa por querer ser aceptado como Hermano Cazador.
-Pido perdón, honorable Jefe –dijo humildemente Viento
Alegre, mientras inclinaba la cabeza.
Roca Gris le miraba con severidad, insatisfecho todavía, a la
espera de una explicación convincente por parte del veterano
cazador.
-Desde el Cerro del Sol divisé la manada de cuernograndes y
su dirección. Sabía que pasaría cerca de la Colina, pero era la única
oportunidad que teníamos para que este muchacho cumpliera con
su iniciación -añadió Viento Alegre mientras señalaba a su sobrino.
-El rito de un muchacho no vale una guerra tribal –protestó
Hacha Negra con cierta displicencia, mientras el Jefe asentía con
anuencia su intervención.
-Si los hombres de la Colina exigen una reparación –añadió
Roca Gris con una mirada sombría, –será tu cabeza lo que les
ofrezca, pues te hago responsable de lo que ocurra.
Y dicho esto, se dio la vuelta con desprecio y penetró en su
cabaña, la más grande e imponente del poblado. Hacha Negra le
siguió y sólo Brisa Alada permaneció brevemente en el lugar,
mirando al trío que había sido amonestado, antes de entrar también
en la cabaña, tras la llamada imperativa de su padre. Lanza Veloz
era consciente de que no gozaba del aprecio de Roca Gris pues
rondaba demasiadas veces alrededor de su hija y sabía que, en el
fondo, a la muchacha le gustaba el joven imberbe. Pero si no gozaba
de la simpatía del jefe, lo cierto es que se había granjeado el odio de
su lugarteniente, Hacha Negra. Roca Gris había prometido al mejor
guerrero y cazador del Clan del Valle del Viento el poder
emparejarse con su hija, y Hacha Negra era el que más cerca estaba
de ese ambicioso objetivo, pese a la más que evidente actitud
esquiva de la moza. El amenazante hombretón era el cazador más
reputado del clan: había cazado más cuernograndes que nadie, sabía
dirigir a los grupos de hermanos en las cazas invernales contra los
gigantescos truenoandantes, había combatido y matado a varios
hombres de la Colina, e incluso, se rumoreaba que se había
enfrentado a un colmillolargo, el más temible depredador de los
valles. Lanza Veloz sabía que, si quería superar semejante historial,
debía realizar algún tipo de gesta heroica para la tribu.
-¡Este Roca Gris es un boñigo de cuernogrande! –tronó
indignado Cuerno Roto. –Cualquiera diría que nos tiene manía, por
la Gran Madre.
-¡Cállate! –le interrumpió Viento Alegre, –no hables así de
nuestro honorable Jefe. Prefiero mil veces a Roca Gris como líder
que a ese pedrusco de Hacha Negra que aspira a su sucesión. Roca
Gris está preocupado por los rumores que llegan de los pantanos,
nada más.
Los tres amigos se hallaban sentados al abrigo de una pequeña
cueva, alrededor de un fuego, disfrutando de una deliciosa leche de
cabra recién ordeñada, y cubiertos por el negro manto de la noche
estrellada. Lanza Veloz tenía la mirada perdida, fija en el sinuoso e
hipnótico serpenteo de las llamas. No dejaba de pensar en que, para
poder ser feliz junto a Brisa Alada debía ganarse el respeto del jefe
Roca Gris.
-Dime, tío Viento, -le preguntó al viejo cazador. -¿Qué sabes de
lo que está pasando en los pantanos?
-Nada bueno, sobrino, te lo aseguro –contestó Viento Alegre,
con aire sombrío. Dio un ligero sorbo al cuenco con leche de cabra y
se quedó unos segundos saboreando el pálido líquido, para añadir:
-Parece que algunas mujeres han ido desapareciendo de la
aldea. Todas se adentraron en el Río Rojo para buscar agua. Ya sabes
que su rivera discurre cerca de la región de los pantanos. Por allí,
suelen cazar los hombres del Clan de la Colina, así que es de
suponer que capturarían a algunas, la Diosa Madre sabrá por qué.
-¿Pero esas bestias pueden aparearse con nuestras mujeres? –
protestó Cuerno Roto. -¡Si ni siquiera son humanos!
-No creo que sea el apareamiento lo que quieren –contestó
Viento Alegre, con gravedad. –Un par de cazadores fueron a
explorar por allí, Mano Firme y Fuego Ventoso. Fueron en busca de
las mujeres, pero también desaparecieron. Pero, esta mañana,
mientras tú te preparabas para la iniciación, Fuego Ventoso apareció
en medio de la aldea, lleno de sangre, con los ojos desorbitados y
diciendo cosas sobre demonios que echaban fuego y espíritus de la
muerte.
-¡Qué estupidez! –espetó Cuerno Roto. -¡Demonios y espíritus!
¿Estás seguro que Fuego Ventoso no le dio un par de mordiscos a
las setas negras que crecen en los pantanos? Con un par de esas,
hasta yo veo espíritus, ja, ja.
-¡Cierra la boca, muchacho imprudente! –le corrigió con
dureza el anciano, –suceden cosas más allá del valle que superan tu
entendimiento.
-Ya he tenido bastantes historias por hoy, me voy a dormir –
refunfuñó Cuerno Roto.
Y dicho esto, se levantó y, despidiéndose de Lanza Veloz, se
alejó en dirección al conjunto de pequeñas chozas de adobe y pieles
que reposaban a los pies del macizo rocoso que servía de abrigo a la
aldea. Lanza Veloz le siguió unos segundos con la mirada y, luego,
volvió la vista hacia su tío.
-No me imagino a un veterano como Fuego Ventoso
inventándose esas historias –le dijo al anciano cazador.
-Yo tampoco, sobrino, yo tampoco –dijo Viento Alegre, y tras
una pequeña pausa, añadió:
-Si le hubieras visto la cara cuando regresó a la aldea. Nunca
había visto tanto horror en los ojos de un hombre.
Los dos se quedaron callados durante unos segundos,
mientras las llamas de la hoguera crepitaban caprichosamente,
ajenas a todo. El anciano se incorporó lentamente y se despidió de
su sobrino.
-Buenas noches, muchacho, mis viejos huesos necesitan
descanso.
-Buenas noches, tío –respondió el joven.
Mientras se alejaba de la hoguera, Viento Alegre se giró hacia
Lanza Veloz una última vez y, esbozando una sonrisa, le dijo:
-Si quieres saber más de lo que sucedió ve con Piedra Lunar.
La Hechicera Madre atendió a Fuego Ventoso cuando éste regresó.
Y dicho esto, su figura se perdió en las sombras de la noche, en
dirección a las chozas del poblado, dejando a un Lanza Veloz
pensativo. El muchacho era consciente de que descubrir y resolver el
enigma de los pantanos podría granjearle el respeto del jefe Roca
Gris y, definitivamente, el de todo el clan. Ello le pondría en una
situación inmejorable para poder acceder a Brisa Alada y a su
felicidad.
Con ese pensamiento esperanzador en mente, se incorporó
rápidamente, estiró sus cansadas extremidades para desentumecer
los músculos, y se dirigió, bajo la luz de la atenta Luna, hacia la
Gran Caverna, enclave sacrosanto del Clan del Valle del Viento, y
lugar de residencia de la venerable Piedra Lunar.
Cuando entró en la Gran Caverna se fijó en las pinturas que
decoraban sus irregulares paredes. A la luz trémula de los pequeños
fuegos que ardían en puntos estratégicos de la caverna, las figuras
parecían cobrar vida. En una esquina, un par de truenoandantes
movían sus gigantescos cuerpos huyendo de figuras humanas que
portaban antorchas para ahuyentarlos y dirigirlos a una trampa en
forma de fosa. En la esquina opuesta, unas figuras femeninas
horadaban la tierra y depositaban semillas en su interior. En uno de
los murales del fondo, una de las piezas más realistas, mostraba a un
temible colmillolargo acechando a unos cazadores. Pero, sin duda, la
verdadera maravilla de la caverna lo componían las casi dos
docenas de cuernograndes que decoraban el techo de piedra,
mostrando a los poderosos bóvidos en todo tipo de actitudes:
embistiendo, corriendo, luchando entre ellos, o huyendo de las
lanzas de los cazadores. La hábil mezcla de barros y tierras había
conseguido una policromía extraordinaria y el uso de los propios
salientes de la roca acentuaba la sensación de tridimensionalidad.
Parecía que, en cualquier momento, una de aquellas criaturas iba a
saltar sobre el muchacho. La belleza de las imágenes le mantenía
hipnotizado, pese a que ya había estado varias veces en el interior
de la Gran Caverna.
Un coscorrón con una vara de madera le sacó de su
ensoñación. El muchacho, instintivamente, se llevó la mano a la
cabeza y se giró con gesto de fastidio cuando vio a la pequeña
anciana, enfrente de él, sosteniendo la vara de madera con sus
frágiles manos y mirándole con aire de reproche.
-¿No tienes nada mejor que hacer que venir, en mitad de la
noche, a interrumpir a una pobre vieja cuando está rezando a los
dioses? –le echó en cara Piedra Lunar, aunque pronto, su ceño
fruncido se relajó e incluso esbozó una media sonrisa cómplice.
-¿Por qué no estás durmiendo, muchacho?
-Venerable Piedra Lunar –comenzó a decir el joven cazador,
mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto, –no es mi intención
perturbar tu retiro espiritual…
-¡Oh, cállate! –le interrumpió la anciana, dándole un suave
golpe con la vara en un hombro. –Los halagos no sirven con los
viejos. Has venido aquí por una razón: quieres averiguar lo que me
ha contado Fuego Ventoso sobre su exploración en los pantanos.
-¿Cómo has sabido…?
-¡Oh, vamos! –volvió a interrumpir la hechicera; –soy vieja
pero no idiota. Me imagino que, como tantos otros imprudentes,
quieres solucionar el enigma de los pantanos para ganarte una
reputación en el clan. Está bien, jovenzuelo temerario, si quieres
morir, sea.
Piedra Lunar se sentó sobre un pequeño saliente que parecía
hecho a su medida. Lanza Veloz hizo lo propio en el suelo, mientras
de reojo miraba el cuerpo exhausto de Fuego Ventoso, que dormía
en una yacija de paja cubierta con una piel de truenoandante, y que
parecía debatirse en sueños con enemigos invisibles. A su lado,
había depositados unos cuencos de cerámica con algún extraño
brebaje que, probablemente, la Hechicera Madre le habría ofrecido
para que pudiese conciliar el sueño. A lo largo del cuerpo del
veterano cazador aparecían extrañas marcas de heridas y
quemaduras que Lanza Veloz nunca había visto.
-Verás –comenzó a decir la anciana, -ese zoquete que ves
durmiendo al fondo de la cueva, salió con su compañero Mano
Firme en busca de algunas muchachas que habían desaparecido
cerca del Río Rojo, desde hace algunas lunas, como ya sabrás.
Cuando llegaron al río, tomaron la temeraria decisión de cruzarlo y
adentrarse en la región de los pantanos. La Gran Diosa sabrá porque
hicieron esa estupidez. Lo cierto es que, una vez allí, se toparon con
un grupo de brutos de esos de la Colina que, al parecer, estaban
atando a una de las muchachas a una gran estaca de madera que
estaba clavada en medio del pantano. Todo hacía suponer que
estaban ofreciendo a alguna oscura divinidad una especie de
sacrificio ritual.
-¡Un sacrificio humano! –interrumpió el joven, -¿cómo pueden
ser tan bárbaros?
-¡Cierra el pico, mozo insolente! –le espetó la anciana, mientras
le daba un nuevo coscorrón en la cabeza con su vara de madera, –
¡no interrumpas a una vieja que cuenta una historia!
Tragándose el dolor del bastonazo, Lanza Veloz agachó la
cabeza en señal de sumisión y prestó atención a la Hechicera Madre,
que siguió con su relato:
-Cuando los hombres de la Colina vieron a nuestros dos
cazadores, se lanzaron a por ellos. Mano Firme y Fuego Ventoso
eran dos de nuestros más aguerridos guerreros pero les superaban
en número así que, empezaron a retroceder, mientras se adentraban
más en los pantanos. Según contó Fuego Ventoso, su compañero
halló la muerte a manos de los simios. Cuando él mismo se prestaba
a enfrentarse a la misma suerte, rodeado por sus atacantes, éstos,
repentinamente, rompieron a gritar y se alejaron de él a toda prisa.
Al girarse y encararse a lo que se levantaba a su espalda descubrió a
la más extraña criatura que hubiese visto jamás.
Llegado a este punto, Piedra Lunar interrumpió su relato, a
modo de pausa melodramática. Se quedó mirando fijamente a Lanza
Veloz, que estuvo tentado de preguntarle qué vio, pero recordando
la alegría con la que la vieja repartía coscorrones a diestro y
siniestro, se lo pensó mejor y se reprimió. Como si adivinase sus
intenciones y hubiese superado una prueba, la anciana sonrió
maliciosamente y continuó:
-Según sus propias palabras, frente a él se erguía una criatura
de piedra brillante, que le miraba fijamente con el único ojo que
brillaba en medio de su minúscula cabeza. Dominando el terror ante
el demonio que la Madre Tierra había permitido salir de sus
entrañas más profundas, siguió sus instintos de cazador, y arrojó su
lanza con todo su brío hacia la terrible aparición. Pero, para su
sorpresa, descubrió con horror que la lanza se quebraba como una
ramita conforme impactó sobre lo que parecía el pecho de la
criatura. En ese momento, y según cuenta Fuego, el ojo de la criatura
empezó a brillar intensamente con la fuerza del Padre Sol, y una luz
cegadora surgió de él. Una fuerza sobrecogedora lanzó a Fuego
contra el suelo, sintiendo que algo le golpeaba el hombro, pero se
levantó y, presa del pánico salió corriendo, ignorando el dolor. Aún
así, todavía tuvo el coraje de mirar hacia atrás mientras huía y,
según cuenta, tras el demonio surgió una figura fantasmal blanca,
de pies a cabeza, que se acercaba de forma siniestra a la muchacha
que, al ver lo que sucedía, no paraba de gritar. Delirando y con el
hombro herido, así llegó Fuego Ventoso a la aldea. Cuando lo
trajeron a la Gran Caverna para que le curara, me di cuenta que
tenía una profunda quemadura en el hombro herido, como si le
hubiesen golpeado con un tizón ardiendo. Le he tenido que dar
tanta adormidera, para calmar su dolor, que hubiese tumbado a un
truenoandante.
Lanza Veloz se quedó atónito, mirando a la anciana. Si no
fuera porque la historia que había contado había salido de los labios
de la Hechicera Madre, hubiese creído que se burlaba de él.
¿Demonios de piedra que echan fuego?, ¿espíritus de la muerte que
raptan muchachas? Nada de eso tenía sentido para el joven cazador,
pero Fuego Ventoso era uno de los guerreros más reputados del
clan. Creer que mentía -¡y vaya mentira!- no era posible.
-Venerable Madre –empezó a decir el muchacho, -¿no puede
ser que Fuego Ventoso abusara de la seta negra?
-No –respondió la anciana –cuando me lo trajeron estaba como
loco, pero cuando se toma la seta negra, uno hecha espumarajos por
la boca y las pupilas crecen como la Madre Luna. Nada de esto le
sucedía.
Hubo un incómodo silencio, que rompió la anciana con un
tono un tanto socarrón:
-Dime, jovenzuelo ¿todavía quieres ser el héroe de la aldea?
Lanza Veloz se despertó con los primeros rayos del Sol. Como
si de un ritual se tratase, asió su lanza y su propulsor, se colocó su
hacha bifaz de sílex en el fajín de piel de su cintura y se cubrió la
espalda con un manto espeso de cuernogrande. Estaba decidido. El
Clan del Valle del Viento se hallaba en peligro y él hallaría la
respuesta al misterio de la región de los pantanos; encontraría a las
muchachas raptadas y obtendría el reconocimiento a su valor por
parte de toda la tribu, Roca Gris incluido.
El joven cazador comenzó a descender el valle, sin mirar hacia
atrás, en dirección al cauce del Río Rojo. Era consciente del peligro
que entrañaba su viaje y de las amenazas que parecían hallarse en
los pantanos. Por instinto, se llevó la mano al pequeño amuleto que
pendía de su cuello y que le regalara su tío, Viento Alegre. Creía en
los dioses. Admitía que el Padre Sol era la fuente de toda vida, y que
la Madre Tierra ofrecía sus dones a los hombres. También admitía
que los dioses podían llegar a mostrar una violenta furia, tal y como
sucedía cuando el cielo levantaba poderosos vientos o inundaba la
tierra con espesas lluvias. Había visto muy de cerca cómo
estremecedores rayos golpeaban árboles en noches tormentosas,
pero jamás había visto demonios ultraterrenos ni seres del más allá.
¿Qué había en el más allá? ¿Qué le ocurría a un hombre cuando la
luz de la vida se apagaba en sus ojos? La venerable Piedra Lunar
afirmaba que su espíritu se fundía con la tierra y se volvía uno con
la Naturaleza.
Reflexionando sobre todo ello, el muchacho se dio cuenta que,
tras unas horas de caminata, había salido ya de los márgenes del
Valle del Viento y se hallaba sobre una de las colinas limítrofes del
territorio de caza de la tribu. El Sol se hallaba en el cenit, castigando
con sus calurosos rayos la cabeza del joven cazador. Apoyándose en
una voluminosa roca, divisó en lontananza una manada de
espléndidos truenoandantes que caminaban con parsimonia
bordeando el risco de un profundo cañón, en dirección al Norte,
buscando los gélidos parajes que tanto gustaban habitar. En esos
tiempos era extraño ver a esas enormes criaturas, ya que Lanza
Veloz sabía que cada invierno era menos frío que el anterior y cada
verano más caluroso, y los truenoandantes eran animales
habituados a las nieves perpetuas. Descansó un rato mientras
miraba embelesado la hilera oscura formada por los gigantescos y
velludos paquidermos que migraban fuera del Valle del Viento.
Lanza Veloz observó el sinuoso discurrir del Río Rojo, que se
hallaba, ahora, a sus pies, en la base de la alta colina donde decidió
hacer un alto en el camino. De repente, oyó unos pasos detrás suyo.
Eran pasos ligeros, de alguien que quería pasar desapercibido pero
el oído de un cazador es muy fino y nadie podía pillarlo por
sorpresa. Lanza Veloz giró ligeramente la cabeza pero sólo veía
unos inofensivos arbustos. Sin embargo, sabía que allí había alguien
más, oculto entre los matorrales. Fingiendo indiferencia, el
muchacho comenzó a rodear, lentamente, el peñasco en el que
descansaba, como si pretendiera encontrar un nuevo punto de vista
del paisaje. En cuanto se vio fuera del ángulo de visión de su
perseguidor, agarró con decisión su hacha de sílex y se agazapó tras
la roca, a la espera de lo que pudiera suceder. Por su mente cruzó
fugazmente el pensamiento de que tal vez se tratara de algún
simiesco hombre de la Colina, que pretendía atacarle, creyéndolo
indefenso.
Una sombra empezó a bordear el peñasco y Lanza Veloz sintió
como las venas de su cuello empezaban a latir con más fuerza. Se
agachó lentamente para tomar impulso y cuando vio una lanza que
comenzaba a sobresalir del borde del lado oculto de la roca se
precipitó como un gato, asiendo la lanza de su perseguidor, tirando
con fuerza de ella para desarmarlo y abalanzándose con todo su
peso contra su contrincante para desequilibrarlo y tirarle al suelo.
Comenzó a rodar y forcejear con su perseguidor hasta que, ganando
la posición sobre él, alzó su hacha para descargar un golpe feroz.
-¿Qué haces, Lanza? –gritó desesperado su presa. -¡Para, para!,
que soy yo, hombre.
Cuando la ofuscación del momento se disipó, Lanza Veloz se
dio cuenta de que se hallaba sobre su hermano de sangre, Cuerno
Roto, que agitaba sus manos con pavor ante la agresividad del
muchacho de pelo pajizo. Ambos se miraron con perplejidad.
-¿Pero qué haces aquí? –protestó Lanza Veloz mientras se
incorporaba y tendía la mano a su hermano para ayudarle a
levantarlo, –casi te abro la cabeza.
-¿Qué hago yo aquí? ¿Y qué se supone que haces tú? –le
increpó Cuerno Roto mientras se levantaba y se sacudía la tierra de
sus pieles. –Cuando me desperté esta mañana, te vi escapando a
hurtadillas de la aldea, sin decir nada; así que te seguí hasta aquí. ¿A
dónde crees que vas?
-Me dirijo a los pantanos –le contestó Lanza Veloz con
decisión.
-¡A los pantanos! –gritó su compañero, -¿es que te has vuelto
loco? ¿No has oído lo que se cuenta en la aldea sobre lo que ocurre
allí?
-No creo en los demonios ni en esas historias de viejas –
respondió altivo el muchacho.
-No se si serán historias de viejas, zagal, pero el peligro es muy
real. Fuego Ventoso es uno de nuestros mejores guerreros y mira
cómo acabó.
-Cuerno, hermano –comenzó a decir Lanza Veloz –voy a ir a
los pantanos y descubrir qué es lo que está pasando. No intentes
detenerme.
-No pensaba hacerlo –dijo el cazador, mientras se rascaba con
indiferencia la cabeza. –Te conozco y sé que cuando se te mete algo
en la mollera no se te puede hacer cambiar de opinión. Así que voy
contigo. Me necesitarás para sacarte de los líos en los que te vas a
meter.
Y dicho esto, Cuerno Roto soltó una risotada mientras daba
una sonora palmada en el hombro a su compañero. Lanza Veloz
esbozó una sonrisa. Tendría que haber supuesto esto desde el
principio. Su hermano de sangre nunca se separaría de él. El
muchacho se quedó mirando al joven guerrero de incipiente barba
parda, dando las gracias a la Madre Tierra por tener a un amigo tan
fiel a su lado. Sintió cómo un aire cálido de esperanza inundaba su
corazón. Sus bríos se hallaban redoblados. Con alegría, los dos
jóvenes comenzaron a descender la ladera hacia el cauce del Río
Rojo.
Cruzado el río, los dos aguerridos cazadores comenzaron a
adentrarse en los pantanos. La humedad pegajosa del ambiente se
les adhería a la piel como una garrapata y la mezcla de lodos,
musgos y plantas acuáticas descompuestas en el suelo dificultaba
enormemente el avance. Pero compensaban de sobra estas
penalidades con la firmeza de su espíritu y con su carácter
resolutivo. Conforme penetraban más en la espesura del humedal, el
calor aumentaba notoriamente, y Lanza Veloz se vio forzado a
despojarse de su manto de piel de cuernogrande. Caminaron un
largo trecho, mientras el Sol comenzaba a ocultarse tras una cercana
montaña y el cielo parecía cubrirse con un manto rojizo. De repente,
oyeron a lo lejos unos horribles gritos femeninos que retumbaban en
medio del silencio del pantano.
-¿Oyes eso? –preguntó Cuerno Roto.
Sin necesidad de intercambiar más diálogo, los dos jóvenes, al
unísono, comenzaron a correr en dirección a los alaridos
desesperados, esquivando árboles acuáticos, salientes rocosos y
arenas movedizas. No tardaron en llegar a un pequeño claro donde
descubrieron, con horror, a una muchacha del Clan de la Colina
atada a un poste de madera. Un trío de congéneres masculinos la
rodeaban balbuceando lo que parecía algún tipo de canción ritual.
Dos de ellos, prácticamente desnudos, iban armados con las
habituales mazas romas y toscas propias de su primitiva cultura, y
el tercero, aparentemente de mayor edad, iba ataviado con pieles y
un tocado óseo que asemejaba parte del cráneo de
un
cuernogrande. Ninguno parecía percatarse de la presencia de los
dos cazadores del Valle del Viento.
-¡Qué bárbaros! –susurró indignado Cuerno Roto al oído de su
compañero. -¿Por qué hacen eso con su propia gente?
Justo tras pronunciar estas palabras, uno de los guerreros del
Clan de la Colina se dio la vuelta y alertó a sus dos compañeros de
la presencia de los dos jóvenes cazadores. El de mayor edad, que
parecía un chamán, dio un gruñido gutural, ladrando una orden que
fue obedecida inmediatamente por los dos simiescos hombretones
armados. Ambos se lanzaron a correr en dirección a los dos
muchachos, con sus mazas ondeando de forma amenazante, y
emitiendo grotescos gruñidos. Pese a su corpulencia, a los hombres
de la Colina les costaba correr en el cenagal puesto que su
morfología de primate les castigaba con piernas más cortas y
pesadas que las de los esbeltos jóvenes del Valle del Viento.
Como si de una coreografía ensayada se tratase, Lanza Veloz
se colocó delante de su Hermano Cazador, mientras éste preparaba
a escondidas su honda de piel, cargando un canto rodado sobre ella.
Tapando dicha maniobra, y haciendo honor a su nombre, colocó su
lanza en el propulsor y soltó tal latigazo con su brazo que el dardo
zumbó en medio del aire como una flecha, acertando a uno de los
hombres de la Colina en un muslo. Inmediatamente después,
Cuerno Roto, asomándose desde detrás de su hermano de sangre y
haciendo girar su honda con rapidez, lanzó una certera pedrada al
inmovilizado contrincante en medio de la testa que hizo que se
desplomara como un tronco sobre el cenagal. Su simiesco
compañero, al ver abatido a su congénere, lanzó un grito de guerra
y se abalanzó con determinación hacia sus dos enemigos. Lanza
Veloz tuvo el tiempo justo para sacar su hacha bifaz y saltar sobre su
enemigo.
El encontronazo fue muy violento. El robusto hombre de la
Colina se desembarazó del joven de un manotazo que lo lanzó
varios metros hacia un lado, donde un inoportuno árbol le golpeó
en la cabeza. Cuerno Roto, con celeridad blandió su lanza y logró
clavarle su letal punta de sílex en el hombro al cuasi primate. Éste,
sin embargo, de un golpe de maza, rompió la lanza y de un potente
revés tumbó a Cuerno Roto. De suerte para el joven cazador, le
acertó solamente de refilón, pero la fuerza del simio era tal que
bastó para que se precipitara de espaldas al suelo. Lanza Veloz,
entretanto, se levantó aturdido todavía por el golpe recibido y
viendo que el hombre de la Colina se precipitaba sobre Cuerno Roto
para rematarle, sacó fuerzas de flaqueza y dando zancadas entre el
lodo, que le llegaba casi hasta las rodillas, se abalanzó sobre su
enemigo, deteniendo el golpe fatal. El muchacho trepó a la
descomunal espalda del primitivo guerrero e intentó ahorcarle con
su brazo. En ese instante, Cuerno Roto, que empezaba a recuperar el
sentido, desenfundó el hacha bifaz que ocultaba en su fajín de piel y,
todavía con la mirada un poco borrosa por el golpe recibido, clavó el
artefacto de sílex en el pecho de su corpulento enemigo. Las
poderosas mandíbulas del guerrero de la Colina se abrieron para
lanzar un horrendo estertor y se desplomó sobre la ciénaga, todavía
con Lanza Veloz asido a su espalda.
Los dos jóvenes se incorporaron, todavía un tanto aturdidos,
cuando el chamán comenzó a soltar imprecaciones hacia los cielos y
proferir todo tipo de maldiciones en una lengua gutural e
incomprensible. Con el ceño fruncido sobre sus dos sobresalientes
arcos superciliares, el hombre-brujo señalaba a la víctima sacrificial
que seguía atada al poste y parloteaba como intentando explicar a
los dos jóvenes, el sentido del macabro rito. Haciendo caso omiso
del chamán, al que evidentemente no entendían, los cazadores se
acercaron con precaución al poste con la intención de liberar a la
muchacha. Ésta no se parecía ni de lejos a las mujeres del Valle del
Viento. Como toda su especie, la joven de la Colina tenía los mismos
rasgos simiescos que el resto de sus congéneres, con su rostro
prognato y su aspecto de mono superdesarrollado, aunque, tal vez
por ser hembra, esas características se hallaban más suavizadas.
Justo en el momento en que Lanza Veloz cortaba las ataduras
de piel de la joven, un rugido aterrador bramó como un trueno en el
cenagal. Todos los presentes se miraron con estupor entre ellos. El
potente rugido resonó de nuevo, pero en esta ocasión con más
potencia, como si su emisor se acercase peligrosamente a su
posición.
-¡Por la Madre Tierra! –comenzó a jurar Cuerno Roto. –
Reconozco ese rugido en cualquier sitio…
-…un
colmillolargo
–completó
Lanza
Veloz
entrecortadamente.
Nada más decir esto, los dos cazadores vieron con horror,
cómo una silueta poderosa y amenazante asomaba por detrás de
uno de los árboles acuáticos del pantano. Posiblemente, la batalla
encarnizada y los gritos de los hombres le habían atraído con la
promesa de una suculenta comida. El descomunal felino caminaba
con una inusual ligereza pese a su tamaño, pisando con prudencia
las tierras movedizas de la ciénaga. Sus ojos de fuego miraban con
deleite los cuatro pedazos de carne que tenía ante él, mientras una
áspera lengua relamía su ancho hocico. Su poderosa cabeza se alzó a
la vez que olisqueaba el ambiente y analizaba a sus potenciales
presas, mientras que dos enormes colmillos sobresalían de forma
ostensible a cada lado de sus fauces a modo de terribles puñales,
aún cuando sus mandíbulas estaban cerradas. El temible animal
hacía honor a su nombre.
Presa del pánico, la muchacha de la Colina, recién liberada de
sus ataduras, rompió a correr, con la vana esperanza de escapar de
la bestia. Craso error. El felino juzgó, por su actitud, que era la presa
más fácil, y plegando sus poderosos músculos pareció agacharse
para, de súbito, comenzar una carrera tan veloz que tomó a todos
desprevenidos. Lanza Veloz retrocedió hasta el cadáver del primer
hombre de la Colina para recuperar su lanza, mientras Cuerno Roto
preparaba su honda. El chamán permanecía inmóvil, paralizado por
el terror, y la muchacha de la Colina continuó con su inútil huida.
En cuestión de segundos, el colmillolargo se abalanzó sobre la
desdichada y de una cruenta dentellada le cercenó la cabeza. Acto
seguido, con una celeridad sobrenatural, el gargantuesco felino se
dio la vuelta y encaró al aterrorizado brujo con la evidente intención
de convertirle en su segunda víctima. En ese momento,
aprovechando la distracción del depredador, Cuerno Roto lanzó una
certera pedrada con su honda, con la suerte de acertar al felino en la
sien derecha. Sin embargo, lejos de hacerle la menor mella, el animal
se giró enfurecido hacia el cazador y con un rugido aterrador se
lanzó a por él. En los instantes previos a la acometida, Lanza Veloz
había logrado preparar su lanza en el propulsor y justo cuando el
animal se abalanzaba sobre Cuerno Roto, acertó a clavar el proyectil
en su ijada derecha.
El animal aulló de dolor pero eso no le impidió tumbar a
Cuerno Roto de un golpe y abrirle el cuello de un zarpazo. Lanza
Veloz observó con horror como su amado Hermano Cazador era
abatido y se convulsionaba por la violencia del golpe, mientras
perdía sangre a borbotones. Gritando de rabia, blandió su afilada
hacha y se dispuso a encararse al felino. Éste, plegando sus potentes
patas traseras, se impulsó con un enorme salto hacia el joven, pero
Lanza Veloz, que ya había analizado los ataques instintivos de la
bestia, supo prever la situación y con una ágil cinta, se hizo a un
lado mientras lograba clavar su hoja en el vientre de la bestia. Esto
no impidió sin embargo que el depredador le desgarrara la espalda
con sus terribles zarpas, y le propulsara con violencia contra el
suelo. En la caída, el joven cazador se golpeó con una piedra y
quedó aturdido. Cuando se dio la vuelta, dolorido y sangrando
profusamente por la espalda, vio la enorme silueta del felino
abriendo sus potentes fauces. Prácticamente tenía su poderosa
cabeza sobre él y sentía su fétido aliento en la cara. Pensó que era el
fin. Nunca volvería a ver a Brisa Alada.
En ese momento, comenzó a resonar en la ciénaga un grave y
rítmico sonido como las pisadas de un ser gigante. El joven cazador
percibió por el rabillo del ojo como el chamán gritaba algo
ininteligible y se alejaba corriendo de la escena. El enorme felino,
que permanecía sobre él, alzó su voluminosa testa y gruñó hacia
algo desconocido, que el joven no podía ver, pues se hallaba detrás
suyo. Los rítmicos pasos se hicieron cada vez más audibles y Lanza
Veloz pudo oír un extraño sonido que jamás había oído, como un
vibrante zumbido. El depredador se quedó quieto durante un
instante, calibrando al nuevo y extravagante ser que había entrado
en escena. Finalmente decidió seguir sus instintos y, haciendo caso
omiso al herido cazador, se abalanzó sobre su nueva presa.
-Observación: riesgo de amenaza potencial clase 3 –dijo la
extraña criatura. –Solicitud de actuación: eliminación de amenaza.
Cumplimiento de parámetros principales: protección de perímetro.
Lanza Veloz oía la reverberante voz que resonaba aguda a su
alrededor, pero no era capaz de entender nada de su lenguaje.
Entonces oyó un chasquido y un extraño zumbido, y toda la ciénaga
se llenó con un sobrenatural destello. Tras el fogonazo, el muchacho
oyó el gemido estertóreo del felino y un golpe seco que implicaba
que el animal había resultado decididamente abatido. Haciendo
acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, Lanza Veloz intentó
darse la vuelta lentamente y, desde el suelo, arrastrarse ligeramente
para poder encarar la situación y descubrir la identidad del
misterioso personaje. Lo que vio le heló el corazón, pues por
primera vez en su vida, comprendió que existían cosas más allá de
su entendimiento y que, tal vez, las leyendas sobre el pantano y sus
demoníacos habitantes eran ciertas.
Una enorme criatura humanoide, aparentemente pétrea, se
erguía en medio del cenagal. No se parecía a nada que hubiese visto
antes. Pareciera que todo su cuerpo estuviese cubierto por una
sustancia grisácea pero extrañamente brillante que Lanza Veloz no
podía identificar. El joven se dio cuenta de que aquello no era
ninguna piedra que él conociera, pues ninguna brillaba con esa
intensidad plateada, así que tal vez se trataba de otro material
ignoto. La cabeza del gigante tenía un solo ojo, de color rojizo,
localizado en el centro de la misma, que parecía humear
ligeramente. De alguna forma, el muchacho comprendió que el
destello y el zumbido que había oído había surgido de ese ojo, que
era capaz de crear algún tipo de fuego, pues el felino yacía muerto a
sus pies con una profunda perforación que le atravesaba de costado
a costado, y con muestras inequívocas de quemaduras alrededor de
la herida.
Pero si extraña era la criatura plateada, no menos extraña fue
el ser que apareció detrás de la anterior. Un personaje que podría ser
humano por forma y tamaño si no fuese por su insólita
indumentaria. Vestía de pies a cabeza unas imposibles pieles
blancas, que le cubrían totalmente, aunque Lanza Veloz jamás había
visto pieles como esas, finas y relucientes. Su cabeza estaba
coronada con un extravagante tocado cilíndrico de color amarillo y
se podía vislumbrar ligeramente el rostro del individuo a través de
una placa de un material transparente como el agua, parecido al
cristal. El atuendo tenía, a la altura del pecho, lo que parecía un
curioso trébol negro dibujado. Los misteriosos personajes
comenzaron a hablar entre ellos, sin que Lanza Veloz pudiese
comprender ni una palabra de su ininteligible lenguaje.
-Perímetro seguro –dijo el pétreo cíclope. –Parámetros
establecidos: recogida de muestras biológicas viables.
-X59, recoge a ese espécimen de ahí –ordenó el hombre de
blanco, señalando el cuerpo inerte de Cuerno Roto.
Lanza Veloz observó como el gigante se acercaba a su amigo
fallecido y decidió permanecer tirado en el suelo como un cadáver,
con la esperanza de que no se fijasen en él. Estaba agotado y sin
fuerzas y lo último que podía permitirse ahora era un
enfrentamiento con estos dos demonios, máxime cuando el gigante
había podido abatir tan fácilmente a un colmillolargo. La enorme
criatura abrazó el cuerpo sin vida de Cuerno Roto y, como si fuera
un fardo, se lo cargó al hombro. Pero conforme empezó a caminar
de nuevo, unas chispas comenzaron a crepitar en uno de sus codos.
-Observación: la juntura braquial derecha se halla dañada por
el ataque del smilodon –comenzó a decir, –situación articular
precaria. Solicitud: se requiere reparación inmediata.
-Muy bien, X59 –respondió su interlocutor, -volvamos a la
base. Ya cogeremos más adelante a los otros homínidos y al dientes
de sable.
Lanza Veloz observó atónito como las dos figuras se alejaban
por la ciénaga hasta desaparecer de la vista entre los árboles y la
incipiente bruma nocturna. El Sol se había ocultado y comenzaba a
descender la temperatura. Por mucho que le doliese la herida y la
pérdida de su hermano, no podía seguir allí. Se incorporó entre
punzadas de terrible dolor. La herida de las garras del colmillolargo
era profunda pero limpia. Afortunadamente, encontró una planta en
los alrededores cuyo nombre desconocía pero que, según recordaba,
Brisa Alada le había enseñado en una ocasión que servía para
cicatrizar heridas. Se metió varias hojas en la boca y empezó a
masticarlas. Tras unos segundos había logrado formar, con las hojas
y su saliva, una especie de pasta vegetal que comenzó a aplicarse a
sí mismo en la espalda. Escocía, pero detuvo la pérdida de sangre y,
tras unos minutos, sintió algo de alivio.
Se sentó un momento sobre un grueso tronco y se dispuso a
reflexionar sobre lo que había vivido. Desconocía qué tipo de
monstruos podían existir en el inframundo, pero estaba claro que
aquellas criaturas debían de haber salido del más remoto rincón del
más allá. Todavía le costaba creer todo lo que había visto: el ataque
del colmillolargo, la muerte de Cuerno Roto, el rapto de su cuerpo,
el demonio brillante lanza-fuego, el fantasma blanco y, sobre todo,
el extraño interés que tenían esos seres por raptarles. Tal vez, los
seres del inframundo se alimentaban de sus almas. Había muchas
cosas que Lanza Veloz no entendía, pero estaba dispuesto a
descubrirlo. Su vida ya no volvería a ser como antes. Había perdido
a su hermano de sangre, había visto cosas que jamás hubiese
sospechado que existiesen. Si regresaba al poblado con esta historia
nadie le creería y le tomarían por loco, como al desdichado Fuego
Ventoso. No. Tenía que llegar hasta el final. Y si podía, tenía que
recuperar el cuerpo de Cuerno Roto, para darle el entierro que un
Hermano Cazador merecía.
Con sus bríos recuperados, Lanza Veloz se levantó, estiró un
poco la espalda y comprobó con alivio que no le dolía. Su cabeza ya
no daba vueltas por la pérdida de sangre. Cortó con su hacha un
trozo de carne del colmillolargo muerto, para poder comérselo por
el camino y recuperar fuerzas, y se dispuso a seguir las huellas de
las extrañas criaturas. Él era un cazador; no le sería difícil seguir su
rastro.
Con decisión, Lanza Veloz se adentró en la espesura del
pantano.
Durante horas, en mitad de la noche, el Hermano Cazador
siguió el rastro de sus precursores. Afortunadamente, una enorme
Luna llena iluminaba en su cenit el húmedo cenagal, lo que
facilitaba el seguimiento de aquellos que habían robado el cadáver
de su hermano Cuerno Roto. Su empresa se hubiese tornado
imposible sin la presencia de la Madre Luna, ya que Lanza Veloz
carecía de pedernal para hacer un fuego por lo que la luz lunar era
su única aliada. Pese al cansancio, el muchacho había encontrado la
rabia y la determinación para seguir adelante. Sin fuego para poder
cocinar la carne del colmillo largo, no le quedó más remedio que
soltar unas cuantas dentelladas al sanguinolento trozo crudo que
guardaba en su fajín de piel, lo que le hizo sentir como un salvaje,
como un hombre de la Colina.
Poco a poco, se fue dando cuenta cómo el paisaje cambiaba
lentamente, y la sempiterna humedad de la ciénaga parecía ir
desapareciendo. Las plantas acuáticas se reducían y el lodo y el
musgo se iban convirtiendo en tierra más firme y en vegetación más
arbustiva. Parecía que por fin salía de los pantanos. Esto, en parte
dificultaba el rastreo puesto que las huellas quedaban claramente
marcadas en el barro, sobre todo las del pesado gigante de piedra
brillante y, a partir de ahora, tendría que ser más meticuloso y
observador para seguir la pistas de los dos demonios raptores. No
obstante, Lanza Veloz se dio cuenta que, pese a todo, el voluminoso
titán dejaba un rastro evidente, pues arrasaba con la vegetación a su
paso.
En poco tiempo, cuando la Luna todavía no había empezado a
descender por el Oeste, Lanza Veloz se encontró, repentinamente
con un gran macizo de piedra frente a él, atravesado por una
estrecha degollada. El lugar parecía seco y la vegetación escaseaba.
La formación rocosa comunicaba con un pequeño cañón con un
cauce desertizado por el que, posiblemente, habría discurrido un río
en otro tiempo. A medio camino entre la intuición y su capacidad
como rastreador, el joven se dio cuenta que el rastro se terminaba en
una pequeña hondonada en la que se apreciaba una pequeña cueva.
Sin pensárselo dos veces, se adentró en la oquedad.
Una vez en su interior, se encontró con un espectáculo
inesperado, aunque a estas alturas, ya no se sorprendía de nada de
lo que pudiese descubrir en su extraño periplo. La caverna resultaba
bastante más amplia por dentro de lo que parecía por fuera y, frente
a él, se alzaba una enorme losa cuadrada del mismo extraño
material del que estaba compuesto el gigante de un solo ojo. Lanza
Veloz no había visto nunca ningún objeto metálico, pero se dio
cuenta de que aquella losa era más dura que cualquier lanza y que
cualquier hacha bifaz. Pese a su tamaño insólito, el muchacho se dio
cuenta de que muy posiblemente podría ser una puerta, aunque
estaba acostumbrado a los pequeños entramados de paja de las
chozas de la aldea, y no a semejante bloque que le duplicaba la
altura.
-Por la Madre Tierra -dijo el joven, sin darse cuenta que
hablaba en voz alta –he encontrado las puertas mismas del
Inframundo.
Daba la impresión que la losa tenía una juntura que discurría
en vertical a lo largo de la puerta, pero no parecía posible abrirla. En
uno de los extremos, Lanza Veloz se fijó en un extraño objeto que
asemejaba un pequeño monolito con pintorescos dibujos cuyo
significado se le escapaba. Ensimismado como estaba ante todo
aquello, le pilló por sorpresa un ruido rítmico y pesado que se
aproximaba desde el exterior de la gruta. Rápido como un felino, el
cazador se escondió tras un pequeño saliente pétreo.
De repente, recortándose contra la pequeña oquedad de la
entrada de la cueva, apareció la inconfundible figura del gigante
pétreo, que se acercaba a la puerta. Lanza Veloz, que era muy
observador, se dio cuenta, sin embargo, que no se trataba del mismo
titán que había visto antes puesto que el símbolo que lucía en su
pecho difería del anterior, pese a no saber qué significaba. El titán
no se percató de su presencia y se acercó al pequeño monolito con
extraños símbolos del extremo de la gran losa. La criatura comenzó
a tocar con sus torpes dedos algunos de esos símbolos siguiendo un
incomprensible ritual. En ese momento, se oyó una voz,
aparentemente humana.
-Identificación –dijo la cavernosa voz.
Lanza Veloz no se esperaba esto y dio un respingo,
maldiciéndose a sí mismo por su estupidez pues no pudo evitar un
ligero ruido al desprender, sin querer, algunas piedrecitas de la
pared. El gigante giró su cabeza y pareció quedar expectante.
-Detección: potencial amenaza –comenzó a decir, en su
incomprensible lengua. –Análisis: iniciando escaneado.
De repente, de su ojo surgió un fino haz de luz roja que
comenzó a realizar un barrido por la estancia. Lanza Veloz, controló
su pánico y logró acurrucarse aún más tras el providencial saliente
de tal forma que la luz no le tocara. Tras unos segundos que
parecieron eternos, el cíclope apagó el haz.
-¡Identificación! –exigía la voz tras la puerta.
-Unidad X55 informando –respondió la temible criatura. –
Completada vigilancia de perímetro exterior. Solicitud: rutina de
cambio de guardia.
-Muy bien, adelante –respondió la voz que surgía de la nada.
Para asombro de Lanza Veloz, la enorme puerta comenzó a
crujir y crepitar y unos potentes engranajes activaron el mecanismo
de apertura. Las puertas se desplazaron lateralmente haciendo luz
sobre la fisura que el cazador detectara cuando descubrió la losa.
Con sus pesados andares, el voluminoso ser penetró en la abertura.
Escasos segundos después, la puerta comenzó a cerrarse de nuevo.
Lanza Veloz se dio cuenta de que tenía que pasar ahora o nunca. No
sabía lo que depararía el destino; posiblemente, se lanzaba
directamente hacia la muerte, pero una fuerza superior a él, una
innata curiosidad y la necesidad de encontrar el cadáver de su
hermano le impelió a hacer algo que cualquier otro habitante del
Valle del Viento hubiese juzgado como locura. Armándose de valor,
se escabulló entré la juntura de la puerta antes de que ésta se
cerrara.
Al otro lado de la puerta, lo misterioso dio paso a lo
descabellado. Lanza Veloz jamás se había visto en una estancia
semejante. Las paredes y el suelo no eran como los de la cueva, con
sus aleatorias y redondeadas formas naturales. Toda la estancia era
de líneas perfectamente rectas, mucho más geométricas que las
chozas de la aldea. Las paredes tenían pegadas extrañas placas de lo
que parecía cerámica muy pulida. En dichas placas se abrían
pequeños agujeros circulares. El suelo, por el contrario, pese a ser
duro como una piedra, no era pétreo, sino de una sustancia grisácea
uniforme que jamás había visto. El gigante estaba delante suyo,
dándole la espalda, así que, antes de que se percatara de su
presencia, el muchacho decidió encaramarse a un saliente que
pendía de una de las paredes. Vio una abertura en el saliente pero
estaba protegida por un extraño entramado metálico. Con decisión,
aferró la rejilla y la arrancó de cuajo. Justo cuando se introducía por,
lo que el joven cazador ignoraba, era un conducto de ventilación, se
oyó de nuevo la voz ubicua.
-Iniciando proceso de descontaminación.
Unos géiseres comenzaron a salir a presión de los pequeños
agujeros circulares de las paredes. Ante toda esta locura, Lanza
Veloz comenzó a reptar por el minúsculo túnel de ventilación, que
era lo suficientemente ancho para que cupiese por él. Al principio le
costó poder avanzar por esa extraña superficie reflectante, pero poco
a poco se fue acostumbrando y recordó cuando cazaba saltarbustos
con su tío y tenían que estar acechándoles durante horas en
posiciones aún más incómodas. Por ese extraño túnel circulaba una
corriente de aire cálido que le incomodaba, así que optó por irse
despojando, como buenamente pudo, de sus pieles, quedándose
prácticamente desnudo salvo por su taparrabos y, por supuesto, por
su hacha bifaz.
Tras arrastrase durante varias decenas de metros y sortear
extrañas mazas giratorias que creaban aire, oyó una voz humana
que provenía de alguna estancia con la que, posiblemente,
comunicaba el estrecho túnel. Avanzó un poco más hasta que
alcanzó a ver una abertura con entramado como por la que se había
colado. Se asomó ligeramente y se dio cuenta que el conducto
pasaba a nivel del techo de dicha habitación. En ella vio a un
hombre. ¡Un hombre! A fin de cuentas, no todo eran demonios en el
Inframundo. Eso sí, a Lanza Veloz el individuo le parecía vestido de
forma muy extraña, con una especie de manto de piel que no era
piel, de color blanco y que se abría por delante para dejar entrever
más extrañas vestimentas. Sobre su nariz pendían unos cristales y
estaba afanado manejando un irreconocible instrumento sobre el
que colocaba sus ojos. El hombre parecía anciano, y una perilla
blanca le cubría la barbilla. La estancia estaba llena de imposibles
artefactos y muebles irreconocibles.
Pero lo que realmente le horrorizó fue ver a su hermano
Cuerno Roto, muerto colocado sobre una especie de plancha de
madera. ¡Su cuerpo estaba mutilado! Eso era intolerable. Lanza
Veloz reprimió el instinto de salir de su escondrijo y matar al
anciano por semejante profanación. Observó con rabia como habían
abierto a Cuerno Roto por la mitad y sus vísceras parecían recogidas
en recipientes de cristal. El anciano de blanco seguía parloteando en
una lengua que no entendía, pero lo curioso es que no había nadie
más en la estancia. Tal vez estaba loco o había alguien más al que no
veía. Todo era muy extraño.
-…como bien demuestra la autopsia –seguía comentando el
doctor- no hay tejidos necróticos y sus funciones orgánicas parece
que se desarrollaban con total normalidad antes del exitus. El
análisis de sangre muestra una forma de resistencia de anticuerpos
que como bien ha deducido la Doctora Simonson es la causante de
que los habitantes del exterior hayan podido sobrevivir a La Plaga.
Está por ver si seremos capaces de sintetizar el anticuerpo para
poder crear una vacuna contra La Plaga, lo que permitiría a la
Colonia salir del búnker y poder llevar una vida en el exterior…
-¡Doctor Jansen! –gritó alguien.
En ese momento, entró una mujer joven ataviada de la misma
forma que el anciano. A Lanza Veloz le pareció realmente hermosa,
aunque se hallaba muy alterada, y agitaba las manos con
nerviosismo.
-Doctora Simonson –saludó tranquilamente el anciano, –pensé
que se había ido a descansar.
-¡Doctor, ha habido una brecha de seguridad! –dijo la bióloga
jadeando, pues había venido corriendo a lo largo de todo el pasillo.
–¡El sistema ha detectado una alarma biológica! La Plaga ha entrado
en el complejo.
-¡Eso es imposible! –le espetó el aciano. –La cámara de
descontaminación elimina hasta la más mínima espora que puedan
introducir los exploradores o los androides. Y el sistema de
ventilación está esterilizado. Será una falsa alarma.
Dicho esto, el doctor comenzó a teclear en una consola
cercana. Lanza Veloz observaba detenidamente su comportamiento.
Aunque no entendía lo que estaba haciendo el anciano ni su
conversación con la mujer, de forma intuitiva se dio cuenta de que,
posiblemente, habían descubierto que había un intruso en su
extraña cueva. Un escalofrío recorrió su espalda. El anciano siguió
con su ritual incomprensible y entonces, de la pared comenzaron a
surgir imágenes. Lanza Veloz no pudo evitar un resoplido de
sorpresa cuando vio semejante brujería. Las imágenes no eran como
las pinturas de cuernograndes de la Gran Caverna de Piedra Lunar.
¡Estas pinturas se movían! Observó atónito como en la pared se
reflejaba la imagen de la estancia por la que había entrado junto al
gigante pétreo. Pero además ¡se vio a sí mismo! Lanza Veloz dio un
respingo involuntario e inevitablemente se golpeó la cabeza contra
el techo del estrecho túnel. Las imágenes mostraban como se había
colado por el túnel de ventilación en los momentos previos a la
descontaminación.
-¡Dios mío! –exclamó el anciano. -¡Un externo ha entrado en el
búnker! Todo el complejo está comprometido.
Entretanto, la mujer se dirigió a un armario en una de las
esquinas del laboratorio y extrajo uno de los trajes de aislamiento
biológico. Lanza Veloz descubrió que ese era el extraño atuendo que
llevaba uno de los fantasmas de la ciénaga. Como sospechaba, no
eran más que hombres y mujeres disfrazados con extrañas pieles, y
no demonios ni espíritus.
-Debe de andar por el conducto de ventilación –dijo el Doctor
Jansen mientras volvía a teclear una serie de órdenes en la consola.
Inmediatamente, unos pequeños chorros comenzaron a salir
con fuerza de unos diminutos agujeros en los laterales del conducto
de ventilación. Lanza Veloz sintió la presión del gas caliente que le
quemaba la piel desnuda. Con desesperación golpeó la rejilla que
comunicaba con la estancia del laboratorio. La débil tapa cedió y el
muchacho se precipitó desde lo alto de la pared hasta el suelo,
cayendo ágilmente sobre sus fornidas piernas como un gato.
Permaneció quieto, con una postura amenazante pero prudente ante
las dos figuras atónitas que le observaban con la boca abierta.
-¡Es un salvaje del exterior! –dijo la mujer. –¡Doctor Jansen,
llame a los androides!
-Eso no es posible –respondió el anciano. -Ya sabe que los
androides no pueden entrar en el laboratorio. Va en contra de su
programación.
-Rápido, póngase el traje de aislamiento, doctor.
-No servirá de nada –alegó el hombre con resignación. -¿No se
da cuenta? Estamos todos condenados. El externo ha campado a sus
anchas por los conductos todo este tiempo y el propio sistema de
ventilación ha acelerado la expansión de La Plaga por todo el
complejo. El traje le dará unas pocas horas más, pero toda la
estación está infectada.
La doctora, presa del pánico, comenzó a gritar de forma
histérica al darse cuenta de la catastrófica e ineludible situación. Se
dio la vuelta y comenzó a correr como loca hacia la puerta. Ésta se
abrió automáticamente y la mujer desapareció de la vista.
El Doctor Jansen se quedó mirando un rato a Lanza Veloz, que
se había incorporado ligeramente hasta enderezarse. A éste le había
sorprendido la huida acelerada de la mujer, pero ante la actitud
resignada e inofensiva del anciano, decidió adoptar él también una
postura menos amenazante. Comenzó a observar detenidamente
todo lo que le rodeaba, las paredes enlucidas de azulejo, la extraña
maquinaria, el mobiliario, los artilugios sobre las mesas. Todo era
extraño y desconocido para él. También se fijó en el cadáver
diseccionado de Cuerno Roto y un gesto de desaprobación se
tradujo en su rostro.
-¿Era conocido tuyo? –dijo el doctor leyendo el disgusto en la
cara de Lanza Veloz. –Lo siento, pero era necesario estudiarlo para
saber cómo los habitantes del exterior habéis desarrollado de forma
natural la inmunidad contra La Plaga. Seguro que te pareceremos
monstruos.
Lanza Veloz siguió mirando y analizando al anciano, sin
entender su extraño lenguaje, pese a que deducía que, por el tono de
voz, no suponía ninguna amenaza para él.
-Supongo que te preguntarás qué es todo esto y por qué
hacemos lo que hacemos.
El joven cazador miraba con ojos atónitos al doctor, sin decir
nada.
-No tienes ni idea de lo que te estoy diciendo ¿verdad? –
preguntó el anciano, esbozando una amarga sonrisa. –No importa,
te lo contaré de igual forma. Todos moriremos en cuestión de horas.
Y como decía Oscar Wilde “no es el confesor, sino la confesión lo
que nos da la absolución”.
El Doctor Jansen se ajustó ligeramente las gafas, asió una de
las sillas próxima a la mesa de autopsias, y se sentó cabizbajo,
suspirando. Se llevó la mano a uno de los bolsillos de la bata médica
y extrajo una pipa de madera de roble. Como si de un sagrado ritual
se tratara, ante los ojos de Lanza Veloz que no perdía detalle, sacó
un pequeño paquetito de tabaco y espolvoreó parte de su contenido,
parsimoniosamente, en el recipiente de la pipa. Rebuscó entre los
bolsillos de sus pantalones unos segundos y, finalmente, extrajo un
mechero. Lo encendió de un golpe de pulgar, lo que provocó un
cierto asombro en el joven cazador, y prendió la hierba. Acto
seguido, dio un buen par de profundas bocanadas, que dibujaron en
su rostro una mueca de evidente placer, ante la mirada perpleja del
muchacho.
-Verás, pequeño salvaje –comenzó a decir –el mundo no
siempre ha sido como lo has conocido. Hace mucho tiempo,
probablemente un par de siglos, aunque es difícil saberlo ya que se
perdieron las cronologías oficiales, la civilización humana había
llegado al cenit de su progreso tecnológico y social, al menos en los
países más desarrollados. Sin embargo, un buen día, apareció La
Plaga. Nadie estaba seguro de cómo había surgido, aunque algunos
registros que conservamos de aquella época hablan de un posible
origen extraterrestre, traído en algún meteorito. La Plaga lo cambió
todo. Ningún ser humano ni animal podía resistirla. Era un agente
bacteriológico de tal virulencia que todo el que lo contraía moría en
cuestión de horas. Pero lo peor es que su infectividad era enorme y,
desde el aire contagiaba a cualquiera, como demuestra el hecho de
que tu presencia aquí nos haya condenado a todos.
El doctor hizo una breve pausa, y dio un par de caladas más a
la pipa, antes de continuar:
-En pocos días, el Apocalipsis se había extendido por todo el
planeta y ante la inoperancia de las investigaciones y de la falta de
tiempo, los gobiernos de los países poderosos echaron mano del
último recurso: el aislamiento total. Los mejores científicos,
investigadores y, cómo no, algún ricachón y algún político con
influencia, se recluyeron en antiguos búnkeres que se habían
construido décadas antes, ante la posibilidad de una eventualidad
como esta o similar. Todo este complejo es uno de esos búnkeres.
Mientras la vida en la Tierra desaparecía, o al menos eso creíamos,
unos pocos privilegiados, cientos de entre millones, sobrevivían bajo
tierra. Lo cierto es que la situación de aislamiento fue tal que
durante varias generaciones, los humanos vivimos ajenos al exterior,
intentando buscar una cura. Yo mismo, que tengo ochenta años, nací
en el búnker, igual que mi madre y la madre de mi madre.
En ese momento, las puertas se abrieron y aparecieron un par
de individuos vestidos con trajes anticontaminación y portando lo
que parecían una especie de pistolas.
-¡Doctor Jansen, aléjese del neanderthal! –dijo uno de ellos
apuntando el peligroso artefacto hacia Lanza Veloz.
El muchacho, pese a que nunca había visto una pistola,
entendió a la perfección la amenaza y sacó su hacha bifaz,
adoptando una posición defensiva y amenazadora.
-¿Pero qué hace, imbécil? –le increpó el doctor. –¡Baje ese arma
ahora mismo! Este sujeto es un hombre perfectamente desarrollado,
como el de la mesa de autopsias ¿no lo ve?
-Pero…pero, doctor –empezó a balbucear el de gatillo fácil, -¿y
su traje de aislamiento?
-Ya es muy tarde para mí, para todos –respondió el anciano.
-Pero, tal vez podamos llegar al otro complejo, al CA24 –alegó
su interlocutor.
-Son más de 200 kilómetros hasta allí, suponiendo que no les
haya pasado nada, claro. Yo me quedo. Estoy viejo y no aguantaría
el viaje.
-Pero, doctor…
-¡Demonios, cállese ya y no pierdan tiempo! –le echó en cara el
doctor Jansen. –Los trajes no van a durarles mucho, así que más vale
que se larguen de una vez.
Los dos individuos se dieron la vuelta rápidamente y, sin
mediar palabra, desaparecieron por la puerta, tal y como habían
venido. Ante su estampida, Lanza Veloz se relajó de nuevo y prestó
atención al anciano.
-Pobres diablos –dijo el doctor; –no saben que desde hace un
par de semanas perdí la comunicación con la estación CA24.
Probablemente estén muertos. Pero, en fin, hay que darles algo de
esperanza ¿verdad?
De nuevo, el viejo doctor dio una nueva bocanada de su pipa y
siguió con su disertación:
-Como iba diciendo, pequeño salvaje, todos los humanos
actuales nacimos, vivimos y morimos en estos complejos. Esto ha
sido nuestra vida durante, probablemente, los dos últimos siglos.
Creíamos que la Tierra era un yermo muerto. Pero, un buen día,
hará ya casi un año, fuimos capaces de perfeccionar el sistema de
autoprotección descontaminante y permitimos la salida al exterior
de una de nuestras unidades robóticas, a la que adosamos una
rudimentaria cámara. ¡Cuál no fue nuestra sorpresa cuando
descubrimos que la vida había prosperado en la Tierra! No obstante,
haciendo análisis del aire observamos que la espora de La Plaga
continuaba en la atmósfera, sólo que, de alguna forma, la vida sobre
la superficie se había adaptado. ¡Adaptado! Tu eres un buen ejemplo
de ello ¿lo entiendes?... ah, claro que no, no lo entiendes, ¿cómo vas
a poder entenderlo, pobre salvaje?
Llegado a este punto, al doctor le entró una violenta tos que le
obligó a soltar la pipa. Lanza Veloz, no sabía si por compasión, pues
intuía que el anciano estaba en la antesala de la muerte o por respeto
a la ancianidad, se agachó y recogió la pipa, dándosela de nuevo al
viejo investigador.
-Gracias –le dijo con una sonrisa triste; –dicen que fumar es
malo, pero no creo que sea el tabaco lo que vaya a acabar conmigo
¿sabes?, ja, ja…
Tras esto, volvió a toser, aunque se recompuso rápidamente.
-Creo que no me queda mucho –siguió diciendo; –la Plaga es
implacable con los viejos como yo. Verás, cuando analizamos las
imágenes del androide nos dimos cuenta de que en el exterior no
sólo la vida se había adaptado sino que, además, se había producido
un grado de retroceso involutivo. Varias especies animales,
vegetales y homínidos, se habían retrotraído a un estado evolutivo
más primitivo. Pero eso parecía absurdo, pues habían pasado
escasamente dos siglos y en tiempo biológico, eso es un suspiro. Así
que llegamos a la conclusión de que la Plaga había mutado de forma
espontánea a las especies que habían sobrevivido. Es como si el
propio virus entregase a los supervivientes una forma de combatirle
mediante versiones más resistentes de sí mismos procedentes de
eras geológicas anteriores. ¡Que ironía! Pero lo cierto es que todo ser
vivo que camina sobre la Tierra es inmune a la Plaga.
Tras esto, se puso a toser de forma más violenta que antes. En
una de sus convulsiones, el anciano expelió un esputo
sanguinoliento. Comenzó a respirar de forma jadeante, como si le
faltara el aire y sonoras sibilancias escapaban de sus pulmones.
Lanza Veloz le observaba piadosamente. No era biólogo ni médico
pero sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo. El anciano se
moría. Llevándose la mano al pecho, el doctor continuó,
entrecortadamente:
-Intentábamos… intentábamos estudiar especímenes del
exterior para aislar la cepa… y encontrar una vacuna para nosotros
pero… pero, creo que, ahora mismo… yo soy la especie en
extinción… el futuro te pertenece… ¡vive tu vida, hombre salvaje!...
en la Nueva Tierra, en el nuevo principio…tú…eres… eres la
especie dominante… eres… la especie elegida…
Terminando estas palabras, el anciano se desplomó inerte
sobre el suelo de hormigón. Lanza Veloz se quedó observándolo
durante un rato. No había entendido absolutamente nada de lo que
le había dicho el hombre que yacía tumbado a sus pies. Su lengua
era tan desconocida como todos los objetos que había en su guarida.
Cuando había llegado a la extraña cueva y había visto el cadáver
profanado de su hermano, sintió rabia y dolor, y había deseado
matar a estos hombres que se refugiaban tras gigantes y rayos de
luz. Ahora, solo sentía compasión ante unos hombres que parecían
asustados de su propio destino. Tomó la pipa, el paquete de tabaco
y las gafas del anciano. Cuando regresase al Valle del Viento,
enseñaría los extraños objetos al resto del clan, para que creyesen su
peregrina historia.
Se dio la vuelta y asió el cuerpo de su hermano Cuerno Roto.
Se lo cargó al hombro y se propuso salir de allí. Durante un buen
rato, vagó por pasillos vacíos, totalmente perdido. Parecía que el
resto de los habitantes de la cueva se habían ido. Los gigantes,
afortunadamente, también. El laberíntico refugio resultaba caótico
para Lanza Veloz que, además, no entendía ninguno de los extraños
símbolos que adornaban las paredes. Para colmo de males, todo el
lugar estaba imbuido por una extraña luz roja parpadeante y por un
aullido persistente y monótono. De repente, por casualidad, vio un
dibujo que sí pudo interpretar. En una pequeña placa, sobre la
pared, vio representada una figura humana, en blanco sobre fondo
verde, que parecía correr hacia lo que parecía un cuadrado ¿tal vez
una puerta? Una lanza, o eso le pareció al muchacho, señalaba una
dirección. El joven cazador siguió la indicación, con su hermano
sobre sus hombros, y alcanzó la estancia por la que había entrado,
aquélla en la que salían vapores de las paredes. Pronto vio la
enorme puerta de la entrada, que se hallaba abierta. Salió
rápidamente y cuando se quiso dar cuenta, estaba en el exterior de
la cueva, respirando el aire limpio de la libertad y atisbando las
primeras luces del amanecer.
Ayudándose de una piedra plana, cavó una pequeña fosa y
depositó a su hermano en decúbito supino. Se quitó el amuleto que
le había regalado su tío Viento Alegre, y se lo colocó al cadáver
sobre el pecho. Puso su honda, que tanto apreciara Cuerno Roto, en
su mano izquierda y su hacha bifaz en la derecha, como
correspondía a un guerrero. Como le había enseñado Piedra Lunar,
amasó una porción de barro húmedo y le pintó unos símbolos sobre
la cara, para que en el más allá le reconocieran por su bravura. Tapó
el agujero con tierra y levantó un discreto túmulo con pequeñas
piedras.
-Adiós, hermano, que la Madre Tierra te acoja en su vientre.
Lanza Veloz se quedó allí un rato, viendo el amanecer. El
Padre Sol mostraba su esplendor rojizo sobre el horizonte, como
promesa de un mejor mañana, de un futuro esperanzador. Pronto
regresaría al Valle del Viento, a la tierra de sus antepasados.
Contaría su hazaña, se emparejaría con la dulce Brisa Alada y viviría
la vida que le había tocado vivir.
Porque él era la especie elegida.
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