La especie elegida. L anza Veloz se hallaba apostado en la falda de la colina, oculto, atrincherado tras una oportuna roca, junto a Cuerno Roto, que desde su más tierna infancia era su amigo más cercano, y más que amigo, era su hermano de sangre, su hermano de armas y, ahora, su hermano de caza. Su corazón latía desbocado, sus fornidas piernas temblaban de excitación, mientras el suelo retumbaba con un ensordecedor rugido, delatando la proximidad de los cuernograndes. Era su momento, la hora de dejar atrás la niñez para convertirse en un hombre. Todos los varones del Clan del Valle del Viento atravesaban el mismo rito: enfrentarse en soledad a la Gran Manada y lograr abatir a uno de los enormes bóvidos que componían la muchedumbre arrolladora que pronto atronaría sus cabezas. Prudentemente agazapados, Lanza Veloz y su amigo esperaban el momento oportuno para atacar. En realidad, Cuerno Roto ya se había sometido al mismo rito la pasada primavera, pero estaba junto a él para asegurarse que su hermano de sangre no cometiera ninguna temeridad, pues Lanza Veloz se había ganado merecida fama por su volátil audacia. Efectivamente, el joven imberbe, tensó la espalda como si un resorte en su espinazo hubiese estallado, cuando vio los primeros ejemplares de los velludos cuadrúpedos, venciendo la loma vecina, recortándose contra el azul del cielo. Necesitaba probar su valía, mostrar a la aldea el asta de un cuernogrande cazado para que el resto de miembros del clan se dirigiesen a él como Hermano Cazador. Desde hacía tiempo, unas dos generaciones, el Clan del Valle del Viento había descubierto cómo sacar fruto de la tierra, cómo abrir sus entrañas para sembrar semillas que producían alimentos. Pese a todo, en lo referente a la iniciación de los jóvenes varones, todavía permanecía en el clan un tributo a su pasado cazador. Aunque la carne ya no fuese el principal sustento de la tribu, un verdadero hombre sólo podía llamarse así cuando se le daba el título de Hermano Cazador y lograba abatir a una presa respetable, como un cuernogrande. Sólo así, con la consideración de adulto, podría reclamar a su amada Brisa Alada, la muchacha más bella de todo el Valle del Viento. Lanza Veloz confiaba en que la Madre Tierra le fuese propicia, ya que ella era la Gran Diosa que alimentaba a todos sus hijos. La noche anterior, se había reunido con Piedra Lunar, la Hechicera Madre del clan, que le había enseñado los rezos propiciatorios en el corazón de la Gran Caverna, el santuario más sagrado de la tribu. Allí, bajo las bellas pinturas rupestres, que representaban decenas de cuernograndes ora corriendo, ora embistiendo, todos llenos de una inusitada vida, el joven cazador se embadurnó la cara con el barro del propio suelo de la cueva, recitó los versos aprendidos y clavó su lanza en el techo de piedra, justo en la panza del cuernogrande pintado. Todo con la esperanza de que la caza simbólica del animal representado aparejara el éxito en la caza del animal real. Varios bóvidos pasaron delante suyo. Lanza Veloz permanecía acurrucado tras la roca, a la espera del momento oportuno. De su templanza dependería el éxito de su misión y su futuro en el clan. Lanzarse de lleno en medio de la manada era un suicidio. Había que esperar a que algún miembro distraído del grupo se alejara de los demás. En lo alto de la colina, se recortaba contra el sol la erguida figura de su tío Viento Alegre, uno de los más reputados cazadores de la aldea, que oteaba el horizonte ante la posibilidad de que apareciera alguna tribu enemiga, pues se hallaban peligrosamente cerca del territorio del Clan de la Colina. El propio Viento Alegre había insistido ante los miembros del clan para que se le permitiera a Lanza Veloz realizar el rito de iniciación pese a su juventud, así que su reputación estaba en juego. Tras el paso del grueso principal de cuernograndes, un pequeño grupo rezagado parecía tener dificultades para seguir el ritmo de los adalides que guiaban la manada. Lanza Veloz se asomó ligeramente por el borde de la roca y vio a un macho joven un tanto desorientado que se había alejado del grupo. Era la presa perfecta. Con una gracia felina, saltó sobre la roca tras la que se apostaba y, haciendo honor a su nombre, colocó con gran rapidez su lanza sobre el propulsor de asta que acrecentaría la fuerza de su brazo; apuntó con precisión y soltó un potente latigazo, que precipitó el afilado dardo sobre la ijada derecha del animal. Éste dio un respingo mientras la afilada hoja de sílex se hundía en sus entrañas, y terminó trastabillando, provocando que su mole se desplomara sobre la hierba. Presa de la excitación, Lanza Veloz preparó una segunda lanza en el propulsor y volvió a arrojarla con gran velocidad, atinando más en este segundo tiro, pues la presa se hallaba inmóvil, acertándole en su robusto cuello. Embriagado por su éxito, descendió de la seguridad de la roca mientras corría hacia el aparentemente vencido animal. -¡No! –gritó Cuerno Roto. –¡Todavía no está abatido! Pero el aviso llegó tarde. El animal se incorporó con asombrosa celeridad y, resoplando de furia, giró con vehemencia su voluminosa testuz en busca de su atacante. Lanza Veloz frenó en seco su carrera y comenzó a retroceder lentamente con la esperanza de que la conocida falta de agudeza visual de los cuernograndes no le percibiera. Esperanza baldía. En cuanto el animal le divisó, se abalanzó sobre él. Dándose la vuelta, el cazador rompió a correr hacia la roca. Ahora, él era la presa. El bóvido le recortaba distancia fácilmente, y estaba a punto de embestirle con toda su masa en movimiento, pero, en el último momento, cuando ya podía sentir los resoplidos del animal sobre su cogote, el muchacho realizó una finta hacia un lateral, salvando la recia peña. El cuernogrande, cegado por la rabia propia del animal herido, no vio el enorme obstáculo que tenía delante y se abalanzó sobre el peñasco recibiendo tan fuerte impacto que el golpe retumbó en todo el valle como si de un trueno se tratase. El animal, conmocionado, apenas se tenía en pie. El joven cazador asió un hacha bifaz de sílex de su fajín de piel y acuchilló con fuerza el cuello de la criatura, alcanzándole en la yugular y provocando que un torrente de espesa sangre se precipitara a chorros sobre la húmeda hierba. El animal comenzó a trastabillar de nuevo e hizo un amago de comenzar a trotar, alejándose de su atacante, pero cuanto más se movía, más sangre perdía. Con inestables bamboleos, apenas avanzó unos metros, se detuvo, y, de pronto, con un terrible mugido como agónico estertor, se desplomó cadáver. -¡Por la Gran Madre! –dijo Cuerno Roto, asomando tras el parapeto cómplice que había sentenciado la caza. -¿Por qué has elegido un ejemplar tan poderoso? -No te quejes tanto, Cuerno –repuso su compañero, sonriendo mientras con una de sus manos intentaba mesar su desordenada melena pajiza. -En realidad, no lo elegí yo, fue el destino. De alguna forma, sentí que debía atacar a ese ejemplar. No sabría explicarlo. Cuerno Roto se quedó mirando al animal abatido, con una media sonrisa que se traslucía detrás de su incipiente barba. Asiendo una voluminosa piedra, y con gran habilidad, la precipitó sobre la cornamenta del cuernogrande, provocando que uno de dichos apéndices se rompiera. Cuerno Roto lo recogió y se lo tendió a Lanza Veloz: -Bueno, hermano de sangre, toma tu cuerno. Te lo has ganado. Ahora ya eres un hombre. Lanza Veloz tomó el asta de su amigo y lo miró con deleite. Estaba realmente satisfecho. Ahora, la tribu le consideraría un Hermano Cazador y podría mostrarle a Brisa Alada todo su afecto sin que ésta le viese todavía como un simple muchacho. Se hallaba aún disfrutando del momento en medio de la ensoñación, mientras Cuerno Roto comenzaba a cortar varios pedazos de carne de la ijada del animal cazado, cuando unos gritos resonaron en el valle. Ambos jóvenes alzaron la vista y descubrieron a Viento Alegre bajando la colina a grandes zancadas. -¡El Clan de la Colina! –dijo el veterano cazador, resollando sin aliento. –Al menos una veintena de hombres vienen hacia aquí, siguiendo la ruta de la manada de cuernograndes. -¡Malditos sean! –escupió Cuerno Roto. –Estamos muy cerca de su zona de caza. Si nos ven aquí, pueden hacer valer la Ley del Valle y atacarnos por invadir su territorio. -Vámonos, ¡rápido! –ordenó Viento Alegre mientras recogía precipitadamente algunos de los tajos de carne cortados por Cuerno Roto. Los dos jóvenes comenzaron a cortar y recoger cuantos trozos podían, pues era inaceptable desperdiciar una pieza de caza tan suculenta. Los tres cazadores estaban prestos a irse cuando unas figuras simiescas aparecieron sobre la colina. A Lanza Veloz se le aceleró el corazón. Como había dicho su tío, eran al menos unos veinte o más. Todos armados con hachas, piedras y lanzas muy rudimentarias, y prácticamente desnudos. Los habitantes del Clan de la Colina eran individuos muy diferentes a los del Clan del Valle del Viento. Su apariencia era menos que humana, y más tenían aspecto de simios desarrollados que de hombres. Sus cuerpos, rechonchos y de piernas cortas, se hallaban cubiertos de un ensortijado vello parduzco. Sus cabezas, de frente aplanada, destacaban por las prominencias superciliares de sus cuencas oculares, por sus caras prognatas y por sus tremendas y sobresalientes mandíbulas. Lanza Veloz dudaba, si quiera, que tuviesen un lenguaje articulado. Sus útiles eran rudimentarios y toscos, nada que ver con la finura y elegancia de las piezas talladas por los maestros del Clan del Valle del Viento. Su mera presencia le repugnaba, pero los tres cazadores debían de tener mucho cuidado de no provocarlos, pues la paz entre ambas tribus se hallaba en un equilibrio precario, y los guerreros de la Colina podían ser feroces enemigos, dotados tal vez de un menor intelecto, pero de una fuerza física descomunal. Con un torpe ademán y un gruñido simiesco, el que parecía el líder del grupo, ordenó a sus subordinados que descendieran la colina en dirección al cadáver del animal. Éstos, con gritos animalescos, obedecieron al momento y rompieron a correr ladera abajo, agitando amenazadoramente unas toscas mazas de piedra. Los tres cazadores del Valle del Viento, cargados con los trozos de carne más apetitosos, comenzaron a alejarse en dirección opuesta, con decisión pero con un ligero trote. Sabían de sobra que las cortas y pesadas piernas de los habitantes de la Colina no podían alcanzar la velocidad de los esbeltos y fibrosos hombres del Valle del Viento. Lanza Veloz miró hacia atrás mientras se alejaba con sus dos compañeros y observó que, como sospechaba, los hombres de la Colina no tenían la menor intención de perseguirlos y sólo lanzaban gritos incoherentes, mientras rodeaban la presa abatida y se disponían a despedazarla. Los tres cazadores continuaron en dirección a su hogar. -¡Eso ha sido una temeridad! –bramó Roca Gris, el jefe del Clan del Valle del Viento. –Lo último que necesitamos ahora es provocar a los salvajes de la Colina y enfrentar a las tribus. Nuestra prioridad es abastecernos para el invierno y no alimentar las rencillas entre nosotros. Ya tenemos bastantes problemas en la región de los pantanos como para buscarnos más. Lanza Veloz, Cuerno Roto y Viento Alegre, éste último más adelantado, se hallaban ante su jefe, frente al gran círculo de monolitos que actuaba de epicentro de poder del clan y donde Roca Gris realizaba asambleas y reflexionaba sobre los asuntos importantes de la tribu. Detrás suyo se hallaba la poderosa figura de Hacha Negra, lugarteniente del jefe y el cazador más respetado de la aldea. A su lado, la bella Brisa Alada, hija de Roca Gris, que sonreía pícaramente a Lanza Veloz, pues intuía por qué el muchacho tenía tanta prisa por querer ser aceptado como Hermano Cazador. -Pido perdón, honorable Jefe –dijo humildemente Viento Alegre, mientras inclinaba la cabeza. Roca Gris le miraba con severidad, insatisfecho todavía, a la espera de una explicación convincente por parte del veterano cazador. -Desde el Cerro del Sol divisé la manada de cuernograndes y su dirección. Sabía que pasaría cerca de la Colina, pero era la única oportunidad que teníamos para que este muchacho cumpliera con su iniciación -añadió Viento Alegre mientras señalaba a su sobrino. -El rito de un muchacho no vale una guerra tribal –protestó Hacha Negra con cierta displicencia, mientras el Jefe asentía con anuencia su intervención. -Si los hombres de la Colina exigen una reparación –añadió Roca Gris con una mirada sombría, –será tu cabeza lo que les ofrezca, pues te hago responsable de lo que ocurra. Y dicho esto, se dio la vuelta con desprecio y penetró en su cabaña, la más grande e imponente del poblado. Hacha Negra le siguió y sólo Brisa Alada permaneció brevemente en el lugar, mirando al trío que había sido amonestado, antes de entrar también en la cabaña, tras la llamada imperativa de su padre. Lanza Veloz era consciente de que no gozaba del aprecio de Roca Gris pues rondaba demasiadas veces alrededor de su hija y sabía que, en el fondo, a la muchacha le gustaba el joven imberbe. Pero si no gozaba de la simpatía del jefe, lo cierto es que se había granjeado el odio de su lugarteniente, Hacha Negra. Roca Gris había prometido al mejor guerrero y cazador del Clan del Valle del Viento el poder emparejarse con su hija, y Hacha Negra era el que más cerca estaba de ese ambicioso objetivo, pese a la más que evidente actitud esquiva de la moza. El amenazante hombretón era el cazador más reputado del clan: había cazado más cuernograndes que nadie, sabía dirigir a los grupos de hermanos en las cazas invernales contra los gigantescos truenoandantes, había combatido y matado a varios hombres de la Colina, e incluso, se rumoreaba que se había enfrentado a un colmillolargo, el más temible depredador de los valles. Lanza Veloz sabía que, si quería superar semejante historial, debía realizar algún tipo de gesta heroica para la tribu. -¡Este Roca Gris es un boñigo de cuernogrande! –tronó indignado Cuerno Roto. –Cualquiera diría que nos tiene manía, por la Gran Madre. -¡Cállate! –le interrumpió Viento Alegre, –no hables así de nuestro honorable Jefe. Prefiero mil veces a Roca Gris como líder que a ese pedrusco de Hacha Negra que aspira a su sucesión. Roca Gris está preocupado por los rumores que llegan de los pantanos, nada más. Los tres amigos se hallaban sentados al abrigo de una pequeña cueva, alrededor de un fuego, disfrutando de una deliciosa leche de cabra recién ordeñada, y cubiertos por el negro manto de la noche estrellada. Lanza Veloz tenía la mirada perdida, fija en el sinuoso e hipnótico serpenteo de las llamas. No dejaba de pensar en que, para poder ser feliz junto a Brisa Alada debía ganarse el respeto del jefe Roca Gris. -Dime, tío Viento, -le preguntó al viejo cazador. -¿Qué sabes de lo que está pasando en los pantanos? -Nada bueno, sobrino, te lo aseguro –contestó Viento Alegre, con aire sombrío. Dio un ligero sorbo al cuenco con leche de cabra y se quedó unos segundos saboreando el pálido líquido, para añadir: -Parece que algunas mujeres han ido desapareciendo de la aldea. Todas se adentraron en el Río Rojo para buscar agua. Ya sabes que su rivera discurre cerca de la región de los pantanos. Por allí, suelen cazar los hombres del Clan de la Colina, así que es de suponer que capturarían a algunas, la Diosa Madre sabrá por qué. -¿Pero esas bestias pueden aparearse con nuestras mujeres? – protestó Cuerno Roto. -¡Si ni siquiera son humanos! -No creo que sea el apareamiento lo que quieren –contestó Viento Alegre, con gravedad. –Un par de cazadores fueron a explorar por allí, Mano Firme y Fuego Ventoso. Fueron en busca de las mujeres, pero también desaparecieron. Pero, esta mañana, mientras tú te preparabas para la iniciación, Fuego Ventoso apareció en medio de la aldea, lleno de sangre, con los ojos desorbitados y diciendo cosas sobre demonios que echaban fuego y espíritus de la muerte. -¡Qué estupidez! –espetó Cuerno Roto. -¡Demonios y espíritus! ¿Estás seguro que Fuego Ventoso no le dio un par de mordiscos a las setas negras que crecen en los pantanos? Con un par de esas, hasta yo veo espíritus, ja, ja. -¡Cierra la boca, muchacho imprudente! –le corrigió con dureza el anciano, –suceden cosas más allá del valle que superan tu entendimiento. -Ya he tenido bastantes historias por hoy, me voy a dormir – refunfuñó Cuerno Roto. Y dicho esto, se levantó y, despidiéndose de Lanza Veloz, se alejó en dirección al conjunto de pequeñas chozas de adobe y pieles que reposaban a los pies del macizo rocoso que servía de abrigo a la aldea. Lanza Veloz le siguió unos segundos con la mirada y, luego, volvió la vista hacia su tío. -No me imagino a un veterano como Fuego Ventoso inventándose esas historias –le dijo al anciano cazador. -Yo tampoco, sobrino, yo tampoco –dijo Viento Alegre, y tras una pequeña pausa, añadió: -Si le hubieras visto la cara cuando regresó a la aldea. Nunca había visto tanto horror en los ojos de un hombre. Los dos se quedaron callados durante unos segundos, mientras las llamas de la hoguera crepitaban caprichosamente, ajenas a todo. El anciano se incorporó lentamente y se despidió de su sobrino. -Buenas noches, muchacho, mis viejos huesos necesitan descanso. -Buenas noches, tío –respondió el joven. Mientras se alejaba de la hoguera, Viento Alegre se giró hacia Lanza Veloz una última vez y, esbozando una sonrisa, le dijo: -Si quieres saber más de lo que sucedió ve con Piedra Lunar. La Hechicera Madre atendió a Fuego Ventoso cuando éste regresó. Y dicho esto, su figura se perdió en las sombras de la noche, en dirección a las chozas del poblado, dejando a un Lanza Veloz pensativo. El muchacho era consciente de que descubrir y resolver el enigma de los pantanos podría granjearle el respeto del jefe Roca Gris y, definitivamente, el de todo el clan. Ello le pondría en una situación inmejorable para poder acceder a Brisa Alada y a su felicidad. Con ese pensamiento esperanzador en mente, se incorporó rápidamente, estiró sus cansadas extremidades para desentumecer los músculos, y se dirigió, bajo la luz de la atenta Luna, hacia la Gran Caverna, enclave sacrosanto del Clan del Valle del Viento, y lugar de residencia de la venerable Piedra Lunar. Cuando entró en la Gran Caverna se fijó en las pinturas que decoraban sus irregulares paredes. A la luz trémula de los pequeños fuegos que ardían en puntos estratégicos de la caverna, las figuras parecían cobrar vida. En una esquina, un par de truenoandantes movían sus gigantescos cuerpos huyendo de figuras humanas que portaban antorchas para ahuyentarlos y dirigirlos a una trampa en forma de fosa. En la esquina opuesta, unas figuras femeninas horadaban la tierra y depositaban semillas en su interior. En uno de los murales del fondo, una de las piezas más realistas, mostraba a un temible colmillolargo acechando a unos cazadores. Pero, sin duda, la verdadera maravilla de la caverna lo componían las casi dos docenas de cuernograndes que decoraban el techo de piedra, mostrando a los poderosos bóvidos en todo tipo de actitudes: embistiendo, corriendo, luchando entre ellos, o huyendo de las lanzas de los cazadores. La hábil mezcla de barros y tierras había conseguido una policromía extraordinaria y el uso de los propios salientes de la roca acentuaba la sensación de tridimensionalidad. Parecía que, en cualquier momento, una de aquellas criaturas iba a saltar sobre el muchacho. La belleza de las imágenes le mantenía hipnotizado, pese a que ya había estado varias veces en el interior de la Gran Caverna. Un coscorrón con una vara de madera le sacó de su ensoñación. El muchacho, instintivamente, se llevó la mano a la cabeza y se giró con gesto de fastidio cuando vio a la pequeña anciana, enfrente de él, sosteniendo la vara de madera con sus frágiles manos y mirándole con aire de reproche. -¿No tienes nada mejor que hacer que venir, en mitad de la noche, a interrumpir a una pobre vieja cuando está rezando a los dioses? –le echó en cara Piedra Lunar, aunque pronto, su ceño fruncido se relajó e incluso esbozó una media sonrisa cómplice. -¿Por qué no estás durmiendo, muchacho? -Venerable Piedra Lunar –comenzó a decir el joven cazador, mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto, –no es mi intención perturbar tu retiro espiritual… -¡Oh, cállate! –le interrumpió la anciana, dándole un suave golpe con la vara en un hombro. –Los halagos no sirven con los viejos. Has venido aquí por una razón: quieres averiguar lo que me ha contado Fuego Ventoso sobre su exploración en los pantanos. -¿Cómo has sabido…? -¡Oh, vamos! –volvió a interrumpir la hechicera; –soy vieja pero no idiota. Me imagino que, como tantos otros imprudentes, quieres solucionar el enigma de los pantanos para ganarte una reputación en el clan. Está bien, jovenzuelo temerario, si quieres morir, sea. Piedra Lunar se sentó sobre un pequeño saliente que parecía hecho a su medida. Lanza Veloz hizo lo propio en el suelo, mientras de reojo miraba el cuerpo exhausto de Fuego Ventoso, que dormía en una yacija de paja cubierta con una piel de truenoandante, y que parecía debatirse en sueños con enemigos invisibles. A su lado, había depositados unos cuencos de cerámica con algún extraño brebaje que, probablemente, la Hechicera Madre le habría ofrecido para que pudiese conciliar el sueño. A lo largo del cuerpo del veterano cazador aparecían extrañas marcas de heridas y quemaduras que Lanza Veloz nunca había visto. -Verás –comenzó a decir la anciana, -ese zoquete que ves durmiendo al fondo de la cueva, salió con su compañero Mano Firme en busca de algunas muchachas que habían desaparecido cerca del Río Rojo, desde hace algunas lunas, como ya sabrás. Cuando llegaron al río, tomaron la temeraria decisión de cruzarlo y adentrarse en la región de los pantanos. La Gran Diosa sabrá porque hicieron esa estupidez. Lo cierto es que, una vez allí, se toparon con un grupo de brutos de esos de la Colina que, al parecer, estaban atando a una de las muchachas a una gran estaca de madera que estaba clavada en medio del pantano. Todo hacía suponer que estaban ofreciendo a alguna oscura divinidad una especie de sacrificio ritual. -¡Un sacrificio humano! –interrumpió el joven, -¿cómo pueden ser tan bárbaros? -¡Cierra el pico, mozo insolente! –le espetó la anciana, mientras le daba un nuevo coscorrón en la cabeza con su vara de madera, – ¡no interrumpas a una vieja que cuenta una historia! Tragándose el dolor del bastonazo, Lanza Veloz agachó la cabeza en señal de sumisión y prestó atención a la Hechicera Madre, que siguió con su relato: -Cuando los hombres de la Colina vieron a nuestros dos cazadores, se lanzaron a por ellos. Mano Firme y Fuego Ventoso eran dos de nuestros más aguerridos guerreros pero les superaban en número así que, empezaron a retroceder, mientras se adentraban más en los pantanos. Según contó Fuego Ventoso, su compañero halló la muerte a manos de los simios. Cuando él mismo se prestaba a enfrentarse a la misma suerte, rodeado por sus atacantes, éstos, repentinamente, rompieron a gritar y se alejaron de él a toda prisa. Al girarse y encararse a lo que se levantaba a su espalda descubrió a la más extraña criatura que hubiese visto jamás. Llegado a este punto, Piedra Lunar interrumpió su relato, a modo de pausa melodramática. Se quedó mirando fijamente a Lanza Veloz, que estuvo tentado de preguntarle qué vio, pero recordando la alegría con la que la vieja repartía coscorrones a diestro y siniestro, se lo pensó mejor y se reprimió. Como si adivinase sus intenciones y hubiese superado una prueba, la anciana sonrió maliciosamente y continuó: -Según sus propias palabras, frente a él se erguía una criatura de piedra brillante, que le miraba fijamente con el único ojo que brillaba en medio de su minúscula cabeza. Dominando el terror ante el demonio que la Madre Tierra había permitido salir de sus entrañas más profundas, siguió sus instintos de cazador, y arrojó su lanza con todo su brío hacia la terrible aparición. Pero, para su sorpresa, descubrió con horror que la lanza se quebraba como una ramita conforme impactó sobre lo que parecía el pecho de la criatura. En ese momento, y según cuenta Fuego, el ojo de la criatura empezó a brillar intensamente con la fuerza del Padre Sol, y una luz cegadora surgió de él. Una fuerza sobrecogedora lanzó a Fuego contra el suelo, sintiendo que algo le golpeaba el hombro, pero se levantó y, presa del pánico salió corriendo, ignorando el dolor. Aún así, todavía tuvo el coraje de mirar hacia atrás mientras huía y, según cuenta, tras el demonio surgió una figura fantasmal blanca, de pies a cabeza, que se acercaba de forma siniestra a la muchacha que, al ver lo que sucedía, no paraba de gritar. Delirando y con el hombro herido, así llegó Fuego Ventoso a la aldea. Cuando lo trajeron a la Gran Caverna para que le curara, me di cuenta que tenía una profunda quemadura en el hombro herido, como si le hubiesen golpeado con un tizón ardiendo. Le he tenido que dar tanta adormidera, para calmar su dolor, que hubiese tumbado a un truenoandante. Lanza Veloz se quedó atónito, mirando a la anciana. Si no fuera porque la historia que había contado había salido de los labios de la Hechicera Madre, hubiese creído que se burlaba de él. ¿Demonios de piedra que echan fuego?, ¿espíritus de la muerte que raptan muchachas? Nada de eso tenía sentido para el joven cazador, pero Fuego Ventoso era uno de los guerreros más reputados del clan. Creer que mentía -¡y vaya mentira!- no era posible. -Venerable Madre –empezó a decir el muchacho, -¿no puede ser que Fuego Ventoso abusara de la seta negra? -No –respondió la anciana –cuando me lo trajeron estaba como loco, pero cuando se toma la seta negra, uno hecha espumarajos por la boca y las pupilas crecen como la Madre Luna. Nada de esto le sucedía. Hubo un incómodo silencio, que rompió la anciana con un tono un tanto socarrón: -Dime, jovenzuelo ¿todavía quieres ser el héroe de la aldea? Lanza Veloz se despertó con los primeros rayos del Sol. Como si de un ritual se tratase, asió su lanza y su propulsor, se colocó su hacha bifaz de sílex en el fajín de piel de su cintura y se cubrió la espalda con un manto espeso de cuernogrande. Estaba decidido. El Clan del Valle del Viento se hallaba en peligro y él hallaría la respuesta al misterio de la región de los pantanos; encontraría a las muchachas raptadas y obtendría el reconocimiento a su valor por parte de toda la tribu, Roca Gris incluido. El joven cazador comenzó a descender el valle, sin mirar hacia atrás, en dirección al cauce del Río Rojo. Era consciente del peligro que entrañaba su viaje y de las amenazas que parecían hallarse en los pantanos. Por instinto, se llevó la mano al pequeño amuleto que pendía de su cuello y que le regalara su tío, Viento Alegre. Creía en los dioses. Admitía que el Padre Sol era la fuente de toda vida, y que la Madre Tierra ofrecía sus dones a los hombres. También admitía que los dioses podían llegar a mostrar una violenta furia, tal y como sucedía cuando el cielo levantaba poderosos vientos o inundaba la tierra con espesas lluvias. Había visto muy de cerca cómo estremecedores rayos golpeaban árboles en noches tormentosas, pero jamás había visto demonios ultraterrenos ni seres del más allá. ¿Qué había en el más allá? ¿Qué le ocurría a un hombre cuando la luz de la vida se apagaba en sus ojos? La venerable Piedra Lunar afirmaba que su espíritu se fundía con la tierra y se volvía uno con la Naturaleza. Reflexionando sobre todo ello, el muchacho se dio cuenta que, tras unas horas de caminata, había salido ya de los márgenes del Valle del Viento y se hallaba sobre una de las colinas limítrofes del territorio de caza de la tribu. El Sol se hallaba en el cenit, castigando con sus calurosos rayos la cabeza del joven cazador. Apoyándose en una voluminosa roca, divisó en lontananza una manada de espléndidos truenoandantes que caminaban con parsimonia bordeando el risco de un profundo cañón, en dirección al Norte, buscando los gélidos parajes que tanto gustaban habitar. En esos tiempos era extraño ver a esas enormes criaturas, ya que Lanza Veloz sabía que cada invierno era menos frío que el anterior y cada verano más caluroso, y los truenoandantes eran animales habituados a las nieves perpetuas. Descansó un rato mientras miraba embelesado la hilera oscura formada por los gigantescos y velludos paquidermos que migraban fuera del Valle del Viento. Lanza Veloz observó el sinuoso discurrir del Río Rojo, que se hallaba, ahora, a sus pies, en la base de la alta colina donde decidió hacer un alto en el camino. De repente, oyó unos pasos detrás suyo. Eran pasos ligeros, de alguien que quería pasar desapercibido pero el oído de un cazador es muy fino y nadie podía pillarlo por sorpresa. Lanza Veloz giró ligeramente la cabeza pero sólo veía unos inofensivos arbustos. Sin embargo, sabía que allí había alguien más, oculto entre los matorrales. Fingiendo indiferencia, el muchacho comenzó a rodear, lentamente, el peñasco en el que descansaba, como si pretendiera encontrar un nuevo punto de vista del paisaje. En cuanto se vio fuera del ángulo de visión de su perseguidor, agarró con decisión su hacha de sílex y se agazapó tras la roca, a la espera de lo que pudiera suceder. Por su mente cruzó fugazmente el pensamiento de que tal vez se tratara de algún simiesco hombre de la Colina, que pretendía atacarle, creyéndolo indefenso. Una sombra empezó a bordear el peñasco y Lanza Veloz sintió como las venas de su cuello empezaban a latir con más fuerza. Se agachó lentamente para tomar impulso y cuando vio una lanza que comenzaba a sobresalir del borde del lado oculto de la roca se precipitó como un gato, asiendo la lanza de su perseguidor, tirando con fuerza de ella para desarmarlo y abalanzándose con todo su peso contra su contrincante para desequilibrarlo y tirarle al suelo. Comenzó a rodar y forcejear con su perseguidor hasta que, ganando la posición sobre él, alzó su hacha para descargar un golpe feroz. -¿Qué haces, Lanza? –gritó desesperado su presa. -¡Para, para!, que soy yo, hombre. Cuando la ofuscación del momento se disipó, Lanza Veloz se dio cuenta de que se hallaba sobre su hermano de sangre, Cuerno Roto, que agitaba sus manos con pavor ante la agresividad del muchacho de pelo pajizo. Ambos se miraron con perplejidad. -¿Pero qué haces aquí? –protestó Lanza Veloz mientras se incorporaba y tendía la mano a su hermano para ayudarle a levantarlo, –casi te abro la cabeza. -¿Qué hago yo aquí? ¿Y qué se supone que haces tú? –le increpó Cuerno Roto mientras se levantaba y se sacudía la tierra de sus pieles. –Cuando me desperté esta mañana, te vi escapando a hurtadillas de la aldea, sin decir nada; así que te seguí hasta aquí. ¿A dónde crees que vas? -Me dirijo a los pantanos –le contestó Lanza Veloz con decisión. -¡A los pantanos! –gritó su compañero, -¿es que te has vuelto loco? ¿No has oído lo que se cuenta en la aldea sobre lo que ocurre allí? -No creo en los demonios ni en esas historias de viejas – respondió altivo el muchacho. -No se si serán historias de viejas, zagal, pero el peligro es muy real. Fuego Ventoso es uno de nuestros mejores guerreros y mira cómo acabó. -Cuerno, hermano –comenzó a decir Lanza Veloz –voy a ir a los pantanos y descubrir qué es lo que está pasando. No intentes detenerme. -No pensaba hacerlo –dijo el cazador, mientras se rascaba con indiferencia la cabeza. –Te conozco y sé que cuando se te mete algo en la mollera no se te puede hacer cambiar de opinión. Así que voy contigo. Me necesitarás para sacarte de los líos en los que te vas a meter. Y dicho esto, Cuerno Roto soltó una risotada mientras daba una sonora palmada en el hombro a su compañero. Lanza Veloz esbozó una sonrisa. Tendría que haber supuesto esto desde el principio. Su hermano de sangre nunca se separaría de él. El muchacho se quedó mirando al joven guerrero de incipiente barba parda, dando las gracias a la Madre Tierra por tener a un amigo tan fiel a su lado. Sintió cómo un aire cálido de esperanza inundaba su corazón. Sus bríos se hallaban redoblados. Con alegría, los dos jóvenes comenzaron a descender la ladera hacia el cauce del Río Rojo. Cruzado el río, los dos aguerridos cazadores comenzaron a adentrarse en los pantanos. La humedad pegajosa del ambiente se les adhería a la piel como una garrapata y la mezcla de lodos, musgos y plantas acuáticas descompuestas en el suelo dificultaba enormemente el avance. Pero compensaban de sobra estas penalidades con la firmeza de su espíritu y con su carácter resolutivo. Conforme penetraban más en la espesura del humedal, el calor aumentaba notoriamente, y Lanza Veloz se vio forzado a despojarse de su manto de piel de cuernogrande. Caminaron un largo trecho, mientras el Sol comenzaba a ocultarse tras una cercana montaña y el cielo parecía cubrirse con un manto rojizo. De repente, oyeron a lo lejos unos horribles gritos femeninos que retumbaban en medio del silencio del pantano. -¿Oyes eso? –preguntó Cuerno Roto. Sin necesidad de intercambiar más diálogo, los dos jóvenes, al unísono, comenzaron a correr en dirección a los alaridos desesperados, esquivando árboles acuáticos, salientes rocosos y arenas movedizas. No tardaron en llegar a un pequeño claro donde descubrieron, con horror, a una muchacha del Clan de la Colina atada a un poste de madera. Un trío de congéneres masculinos la rodeaban balbuceando lo que parecía algún tipo de canción ritual. Dos de ellos, prácticamente desnudos, iban armados con las habituales mazas romas y toscas propias de su primitiva cultura, y el tercero, aparentemente de mayor edad, iba ataviado con pieles y un tocado óseo que asemejaba parte del cráneo de un cuernogrande. Ninguno parecía percatarse de la presencia de los dos cazadores del Valle del Viento. -¡Qué bárbaros! –susurró indignado Cuerno Roto al oído de su compañero. -¿Por qué hacen eso con su propia gente? Justo tras pronunciar estas palabras, uno de los guerreros del Clan de la Colina se dio la vuelta y alertó a sus dos compañeros de la presencia de los dos jóvenes cazadores. El de mayor edad, que parecía un chamán, dio un gruñido gutural, ladrando una orden que fue obedecida inmediatamente por los dos simiescos hombretones armados. Ambos se lanzaron a correr en dirección a los dos muchachos, con sus mazas ondeando de forma amenazante, y emitiendo grotescos gruñidos. Pese a su corpulencia, a los hombres de la Colina les costaba correr en el cenagal puesto que su morfología de primate les castigaba con piernas más cortas y pesadas que las de los esbeltos jóvenes del Valle del Viento. Como si de una coreografía ensayada se tratase, Lanza Veloz se colocó delante de su Hermano Cazador, mientras éste preparaba a escondidas su honda de piel, cargando un canto rodado sobre ella. Tapando dicha maniobra, y haciendo honor a su nombre, colocó su lanza en el propulsor y soltó tal latigazo con su brazo que el dardo zumbó en medio del aire como una flecha, acertando a uno de los hombres de la Colina en un muslo. Inmediatamente después, Cuerno Roto, asomándose desde detrás de su hermano de sangre y haciendo girar su honda con rapidez, lanzó una certera pedrada al inmovilizado contrincante en medio de la testa que hizo que se desplomara como un tronco sobre el cenagal. Su simiesco compañero, al ver abatido a su congénere, lanzó un grito de guerra y se abalanzó con determinación hacia sus dos enemigos. Lanza Veloz tuvo el tiempo justo para sacar su hacha bifaz y saltar sobre su enemigo. El encontronazo fue muy violento. El robusto hombre de la Colina se desembarazó del joven de un manotazo que lo lanzó varios metros hacia un lado, donde un inoportuno árbol le golpeó en la cabeza. Cuerno Roto, con celeridad blandió su lanza y logró clavarle su letal punta de sílex en el hombro al cuasi primate. Éste, sin embargo, de un golpe de maza, rompió la lanza y de un potente revés tumbó a Cuerno Roto. De suerte para el joven cazador, le acertó solamente de refilón, pero la fuerza del simio era tal que bastó para que se precipitara de espaldas al suelo. Lanza Veloz, entretanto, se levantó aturdido todavía por el golpe recibido y viendo que el hombre de la Colina se precipitaba sobre Cuerno Roto para rematarle, sacó fuerzas de flaqueza y dando zancadas entre el lodo, que le llegaba casi hasta las rodillas, se abalanzó sobre su enemigo, deteniendo el golpe fatal. El muchacho trepó a la descomunal espalda del primitivo guerrero e intentó ahorcarle con su brazo. En ese instante, Cuerno Roto, que empezaba a recuperar el sentido, desenfundó el hacha bifaz que ocultaba en su fajín de piel y, todavía con la mirada un poco borrosa por el golpe recibido, clavó el artefacto de sílex en el pecho de su corpulento enemigo. Las poderosas mandíbulas del guerrero de la Colina se abrieron para lanzar un horrendo estertor y se desplomó sobre la ciénaga, todavía con Lanza Veloz asido a su espalda. Los dos jóvenes se incorporaron, todavía un tanto aturdidos, cuando el chamán comenzó a soltar imprecaciones hacia los cielos y proferir todo tipo de maldiciones en una lengua gutural e incomprensible. Con el ceño fruncido sobre sus dos sobresalientes arcos superciliares, el hombre-brujo señalaba a la víctima sacrificial que seguía atada al poste y parloteaba como intentando explicar a los dos jóvenes, el sentido del macabro rito. Haciendo caso omiso del chamán, al que evidentemente no entendían, los cazadores se acercaron con precaución al poste con la intención de liberar a la muchacha. Ésta no se parecía ni de lejos a las mujeres del Valle del Viento. Como toda su especie, la joven de la Colina tenía los mismos rasgos simiescos que el resto de sus congéneres, con su rostro prognato y su aspecto de mono superdesarrollado, aunque, tal vez por ser hembra, esas características se hallaban más suavizadas. Justo en el momento en que Lanza Veloz cortaba las ataduras de piel de la joven, un rugido aterrador bramó como un trueno en el cenagal. Todos los presentes se miraron con estupor entre ellos. El potente rugido resonó de nuevo, pero en esta ocasión con más potencia, como si su emisor se acercase peligrosamente a su posición. -¡Por la Madre Tierra! –comenzó a jurar Cuerno Roto. – Reconozco ese rugido en cualquier sitio… -…un colmillolargo –completó Lanza Veloz entrecortadamente. Nada más decir esto, los dos cazadores vieron con horror, cómo una silueta poderosa y amenazante asomaba por detrás de uno de los árboles acuáticos del pantano. Posiblemente, la batalla encarnizada y los gritos de los hombres le habían atraído con la promesa de una suculenta comida. El descomunal felino caminaba con una inusual ligereza pese a su tamaño, pisando con prudencia las tierras movedizas de la ciénaga. Sus ojos de fuego miraban con deleite los cuatro pedazos de carne que tenía ante él, mientras una áspera lengua relamía su ancho hocico. Su poderosa cabeza se alzó a la vez que olisqueaba el ambiente y analizaba a sus potenciales presas, mientras que dos enormes colmillos sobresalían de forma ostensible a cada lado de sus fauces a modo de terribles puñales, aún cuando sus mandíbulas estaban cerradas. El temible animal hacía honor a su nombre. Presa del pánico, la muchacha de la Colina, recién liberada de sus ataduras, rompió a correr, con la vana esperanza de escapar de la bestia. Craso error. El felino juzgó, por su actitud, que era la presa más fácil, y plegando sus poderosos músculos pareció agacharse para, de súbito, comenzar una carrera tan veloz que tomó a todos desprevenidos. Lanza Veloz retrocedió hasta el cadáver del primer hombre de la Colina para recuperar su lanza, mientras Cuerno Roto preparaba su honda. El chamán permanecía inmóvil, paralizado por el terror, y la muchacha de la Colina continuó con su inútil huida. En cuestión de segundos, el colmillolargo se abalanzó sobre la desdichada y de una cruenta dentellada le cercenó la cabeza. Acto seguido, con una celeridad sobrenatural, el gargantuesco felino se dio la vuelta y encaró al aterrorizado brujo con la evidente intención de convertirle en su segunda víctima. En ese momento, aprovechando la distracción del depredador, Cuerno Roto lanzó una certera pedrada con su honda, con la suerte de acertar al felino en la sien derecha. Sin embargo, lejos de hacerle la menor mella, el animal se giró enfurecido hacia el cazador y con un rugido aterrador se lanzó a por él. En los instantes previos a la acometida, Lanza Veloz había logrado preparar su lanza en el propulsor y justo cuando el animal se abalanzaba sobre Cuerno Roto, acertó a clavar el proyectil en su ijada derecha. El animal aulló de dolor pero eso no le impidió tumbar a Cuerno Roto de un golpe y abrirle el cuello de un zarpazo. Lanza Veloz observó con horror como su amado Hermano Cazador era abatido y se convulsionaba por la violencia del golpe, mientras perdía sangre a borbotones. Gritando de rabia, blandió su afilada hacha y se dispuso a encararse al felino. Éste, plegando sus potentes patas traseras, se impulsó con un enorme salto hacia el joven, pero Lanza Veloz, que ya había analizado los ataques instintivos de la bestia, supo prever la situación y con una ágil cinta, se hizo a un lado mientras lograba clavar su hoja en el vientre de la bestia. Esto no impidió sin embargo que el depredador le desgarrara la espalda con sus terribles zarpas, y le propulsara con violencia contra el suelo. En la caída, el joven cazador se golpeó con una piedra y quedó aturdido. Cuando se dio la vuelta, dolorido y sangrando profusamente por la espalda, vio la enorme silueta del felino abriendo sus potentes fauces. Prácticamente tenía su poderosa cabeza sobre él y sentía su fétido aliento en la cara. Pensó que era el fin. Nunca volvería a ver a Brisa Alada. En ese momento, comenzó a resonar en la ciénaga un grave y rítmico sonido como las pisadas de un ser gigante. El joven cazador percibió por el rabillo del ojo como el chamán gritaba algo ininteligible y se alejaba corriendo de la escena. El enorme felino, que permanecía sobre él, alzó su voluminosa testa y gruñó hacia algo desconocido, que el joven no podía ver, pues se hallaba detrás suyo. Los rítmicos pasos se hicieron cada vez más audibles y Lanza Veloz pudo oír un extraño sonido que jamás había oído, como un vibrante zumbido. El depredador se quedó quieto durante un instante, calibrando al nuevo y extravagante ser que había entrado en escena. Finalmente decidió seguir sus instintos y, haciendo caso omiso al herido cazador, se abalanzó sobre su nueva presa. -Observación: riesgo de amenaza potencial clase 3 –dijo la extraña criatura. –Solicitud de actuación: eliminación de amenaza. Cumplimiento de parámetros principales: protección de perímetro. Lanza Veloz oía la reverberante voz que resonaba aguda a su alrededor, pero no era capaz de entender nada de su lenguaje. Entonces oyó un chasquido y un extraño zumbido, y toda la ciénaga se llenó con un sobrenatural destello. Tras el fogonazo, el muchacho oyó el gemido estertóreo del felino y un golpe seco que implicaba que el animal había resultado decididamente abatido. Haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, Lanza Veloz intentó darse la vuelta lentamente y, desde el suelo, arrastrarse ligeramente para poder encarar la situación y descubrir la identidad del misterioso personaje. Lo que vio le heló el corazón, pues por primera vez en su vida, comprendió que existían cosas más allá de su entendimiento y que, tal vez, las leyendas sobre el pantano y sus demoníacos habitantes eran ciertas. Una enorme criatura humanoide, aparentemente pétrea, se erguía en medio del cenagal. No se parecía a nada que hubiese visto antes. Pareciera que todo su cuerpo estuviese cubierto por una sustancia grisácea pero extrañamente brillante que Lanza Veloz no podía identificar. El joven se dio cuenta de que aquello no era ninguna piedra que él conociera, pues ninguna brillaba con esa intensidad plateada, así que tal vez se trataba de otro material ignoto. La cabeza del gigante tenía un solo ojo, de color rojizo, localizado en el centro de la misma, que parecía humear ligeramente. De alguna forma, el muchacho comprendió que el destello y el zumbido que había oído había surgido de ese ojo, que era capaz de crear algún tipo de fuego, pues el felino yacía muerto a sus pies con una profunda perforación que le atravesaba de costado a costado, y con muestras inequívocas de quemaduras alrededor de la herida. Pero si extraña era la criatura plateada, no menos extraña fue el ser que apareció detrás de la anterior. Un personaje que podría ser humano por forma y tamaño si no fuese por su insólita indumentaria. Vestía de pies a cabeza unas imposibles pieles blancas, que le cubrían totalmente, aunque Lanza Veloz jamás había visto pieles como esas, finas y relucientes. Su cabeza estaba coronada con un extravagante tocado cilíndrico de color amarillo y se podía vislumbrar ligeramente el rostro del individuo a través de una placa de un material transparente como el agua, parecido al cristal. El atuendo tenía, a la altura del pecho, lo que parecía un curioso trébol negro dibujado. Los misteriosos personajes comenzaron a hablar entre ellos, sin que Lanza Veloz pudiese comprender ni una palabra de su ininteligible lenguaje. -Perímetro seguro –dijo el pétreo cíclope. –Parámetros establecidos: recogida de muestras biológicas viables. -X59, recoge a ese espécimen de ahí –ordenó el hombre de blanco, señalando el cuerpo inerte de Cuerno Roto. Lanza Veloz observó como el gigante se acercaba a su amigo fallecido y decidió permanecer tirado en el suelo como un cadáver, con la esperanza de que no se fijasen en él. Estaba agotado y sin fuerzas y lo último que podía permitirse ahora era un enfrentamiento con estos dos demonios, máxime cuando el gigante había podido abatir tan fácilmente a un colmillolargo. La enorme criatura abrazó el cuerpo sin vida de Cuerno Roto y, como si fuera un fardo, se lo cargó al hombro. Pero conforme empezó a caminar de nuevo, unas chispas comenzaron a crepitar en uno de sus codos. -Observación: la juntura braquial derecha se halla dañada por el ataque del smilodon –comenzó a decir, –situación articular precaria. Solicitud: se requiere reparación inmediata. -Muy bien, X59 –respondió su interlocutor, -volvamos a la base. Ya cogeremos más adelante a los otros homínidos y al dientes de sable. Lanza Veloz observó atónito como las dos figuras se alejaban por la ciénaga hasta desaparecer de la vista entre los árboles y la incipiente bruma nocturna. El Sol se había ocultado y comenzaba a descender la temperatura. Por mucho que le doliese la herida y la pérdida de su hermano, no podía seguir allí. Se incorporó entre punzadas de terrible dolor. La herida de las garras del colmillolargo era profunda pero limpia. Afortunadamente, encontró una planta en los alrededores cuyo nombre desconocía pero que, según recordaba, Brisa Alada le había enseñado en una ocasión que servía para cicatrizar heridas. Se metió varias hojas en la boca y empezó a masticarlas. Tras unos segundos había logrado formar, con las hojas y su saliva, una especie de pasta vegetal que comenzó a aplicarse a sí mismo en la espalda. Escocía, pero detuvo la pérdida de sangre y, tras unos minutos, sintió algo de alivio. Se sentó un momento sobre un grueso tronco y se dispuso a reflexionar sobre lo que había vivido. Desconocía qué tipo de monstruos podían existir en el inframundo, pero estaba claro que aquellas criaturas debían de haber salido del más remoto rincón del más allá. Todavía le costaba creer todo lo que había visto: el ataque del colmillolargo, la muerte de Cuerno Roto, el rapto de su cuerpo, el demonio brillante lanza-fuego, el fantasma blanco y, sobre todo, el extraño interés que tenían esos seres por raptarles. Tal vez, los seres del inframundo se alimentaban de sus almas. Había muchas cosas que Lanza Veloz no entendía, pero estaba dispuesto a descubrirlo. Su vida ya no volvería a ser como antes. Había perdido a su hermano de sangre, había visto cosas que jamás hubiese sospechado que existiesen. Si regresaba al poblado con esta historia nadie le creería y le tomarían por loco, como al desdichado Fuego Ventoso. No. Tenía que llegar hasta el final. Y si podía, tenía que recuperar el cuerpo de Cuerno Roto, para darle el entierro que un Hermano Cazador merecía. Con sus bríos recuperados, Lanza Veloz se levantó, estiró un poco la espalda y comprobó con alivio que no le dolía. Su cabeza ya no daba vueltas por la pérdida de sangre. Cortó con su hacha un trozo de carne del colmillolargo muerto, para poder comérselo por el camino y recuperar fuerzas, y se dispuso a seguir las huellas de las extrañas criaturas. Él era un cazador; no le sería difícil seguir su rastro. Con decisión, Lanza Veloz se adentró en la espesura del pantano. Durante horas, en mitad de la noche, el Hermano Cazador siguió el rastro de sus precursores. Afortunadamente, una enorme Luna llena iluminaba en su cenit el húmedo cenagal, lo que facilitaba el seguimiento de aquellos que habían robado el cadáver de su hermano Cuerno Roto. Su empresa se hubiese tornado imposible sin la presencia de la Madre Luna, ya que Lanza Veloz carecía de pedernal para hacer un fuego por lo que la luz lunar era su única aliada. Pese al cansancio, el muchacho había encontrado la rabia y la determinación para seguir adelante. Sin fuego para poder cocinar la carne del colmillo largo, no le quedó más remedio que soltar unas cuantas dentelladas al sanguinolento trozo crudo que guardaba en su fajín de piel, lo que le hizo sentir como un salvaje, como un hombre de la Colina. Poco a poco, se fue dando cuenta cómo el paisaje cambiaba lentamente, y la sempiterna humedad de la ciénaga parecía ir desapareciendo. Las plantas acuáticas se reducían y el lodo y el musgo se iban convirtiendo en tierra más firme y en vegetación más arbustiva. Parecía que por fin salía de los pantanos. Esto, en parte dificultaba el rastreo puesto que las huellas quedaban claramente marcadas en el barro, sobre todo las del pesado gigante de piedra brillante y, a partir de ahora, tendría que ser más meticuloso y observador para seguir la pistas de los dos demonios raptores. No obstante, Lanza Veloz se dio cuenta que, pese a todo, el voluminoso titán dejaba un rastro evidente, pues arrasaba con la vegetación a su paso. En poco tiempo, cuando la Luna todavía no había empezado a descender por el Oeste, Lanza Veloz se encontró, repentinamente con un gran macizo de piedra frente a él, atravesado por una estrecha degollada. El lugar parecía seco y la vegetación escaseaba. La formación rocosa comunicaba con un pequeño cañón con un cauce desertizado por el que, posiblemente, habría discurrido un río en otro tiempo. A medio camino entre la intuición y su capacidad como rastreador, el joven se dio cuenta que el rastro se terminaba en una pequeña hondonada en la que se apreciaba una pequeña cueva. Sin pensárselo dos veces, se adentró en la oquedad. Una vez en su interior, se encontró con un espectáculo inesperado, aunque a estas alturas, ya no se sorprendía de nada de lo que pudiese descubrir en su extraño periplo. La caverna resultaba bastante más amplia por dentro de lo que parecía por fuera y, frente a él, se alzaba una enorme losa cuadrada del mismo extraño material del que estaba compuesto el gigante de un solo ojo. Lanza Veloz no había visto nunca ningún objeto metálico, pero se dio cuenta de que aquella losa era más dura que cualquier lanza y que cualquier hacha bifaz. Pese a su tamaño insólito, el muchacho se dio cuenta de que muy posiblemente podría ser una puerta, aunque estaba acostumbrado a los pequeños entramados de paja de las chozas de la aldea, y no a semejante bloque que le duplicaba la altura. -Por la Madre Tierra -dijo el joven, sin darse cuenta que hablaba en voz alta –he encontrado las puertas mismas del Inframundo. Daba la impresión que la losa tenía una juntura que discurría en vertical a lo largo de la puerta, pero no parecía posible abrirla. En uno de los extremos, Lanza Veloz se fijó en un extraño objeto que asemejaba un pequeño monolito con pintorescos dibujos cuyo significado se le escapaba. Ensimismado como estaba ante todo aquello, le pilló por sorpresa un ruido rítmico y pesado que se aproximaba desde el exterior de la gruta. Rápido como un felino, el cazador se escondió tras un pequeño saliente pétreo. De repente, recortándose contra la pequeña oquedad de la entrada de la cueva, apareció la inconfundible figura del gigante pétreo, que se acercaba a la puerta. Lanza Veloz, que era muy observador, se dio cuenta, sin embargo, que no se trataba del mismo titán que había visto antes puesto que el símbolo que lucía en su pecho difería del anterior, pese a no saber qué significaba. El titán no se percató de su presencia y se acercó al pequeño monolito con extraños símbolos del extremo de la gran losa. La criatura comenzó a tocar con sus torpes dedos algunos de esos símbolos siguiendo un incomprensible ritual. En ese momento, se oyó una voz, aparentemente humana. -Identificación –dijo la cavernosa voz. Lanza Veloz no se esperaba esto y dio un respingo, maldiciéndose a sí mismo por su estupidez pues no pudo evitar un ligero ruido al desprender, sin querer, algunas piedrecitas de la pared. El gigante giró su cabeza y pareció quedar expectante. -Detección: potencial amenaza –comenzó a decir, en su incomprensible lengua. –Análisis: iniciando escaneado. De repente, de su ojo surgió un fino haz de luz roja que comenzó a realizar un barrido por la estancia. Lanza Veloz, controló su pánico y logró acurrucarse aún más tras el providencial saliente de tal forma que la luz no le tocara. Tras unos segundos que parecieron eternos, el cíclope apagó el haz. -¡Identificación! –exigía la voz tras la puerta. -Unidad X55 informando –respondió la temible criatura. – Completada vigilancia de perímetro exterior. Solicitud: rutina de cambio de guardia. -Muy bien, adelante –respondió la voz que surgía de la nada. Para asombro de Lanza Veloz, la enorme puerta comenzó a crujir y crepitar y unos potentes engranajes activaron el mecanismo de apertura. Las puertas se desplazaron lateralmente haciendo luz sobre la fisura que el cazador detectara cuando descubrió la losa. Con sus pesados andares, el voluminoso ser penetró en la abertura. Escasos segundos después, la puerta comenzó a cerrarse de nuevo. Lanza Veloz se dio cuenta de que tenía que pasar ahora o nunca. No sabía lo que depararía el destino; posiblemente, se lanzaba directamente hacia la muerte, pero una fuerza superior a él, una innata curiosidad y la necesidad de encontrar el cadáver de su hermano le impelió a hacer algo que cualquier otro habitante del Valle del Viento hubiese juzgado como locura. Armándose de valor, se escabulló entré la juntura de la puerta antes de que ésta se cerrara. Al otro lado de la puerta, lo misterioso dio paso a lo descabellado. Lanza Veloz jamás se había visto en una estancia semejante. Las paredes y el suelo no eran como los de la cueva, con sus aleatorias y redondeadas formas naturales. Toda la estancia era de líneas perfectamente rectas, mucho más geométricas que las chozas de la aldea. Las paredes tenían pegadas extrañas placas de lo que parecía cerámica muy pulida. En dichas placas se abrían pequeños agujeros circulares. El suelo, por el contrario, pese a ser duro como una piedra, no era pétreo, sino de una sustancia grisácea uniforme que jamás había visto. El gigante estaba delante suyo, dándole la espalda, así que, antes de que se percatara de su presencia, el muchacho decidió encaramarse a un saliente que pendía de una de las paredes. Vio una abertura en el saliente pero estaba protegida por un extraño entramado metálico. Con decisión, aferró la rejilla y la arrancó de cuajo. Justo cuando se introducía por, lo que el joven cazador ignoraba, era un conducto de ventilación, se oyó de nuevo la voz ubicua. -Iniciando proceso de descontaminación. Unos géiseres comenzaron a salir a presión de los pequeños agujeros circulares de las paredes. Ante toda esta locura, Lanza Veloz comenzó a reptar por el minúsculo túnel de ventilación, que era lo suficientemente ancho para que cupiese por él. Al principio le costó poder avanzar por esa extraña superficie reflectante, pero poco a poco se fue acostumbrando y recordó cuando cazaba saltarbustos con su tío y tenían que estar acechándoles durante horas en posiciones aún más incómodas. Por ese extraño túnel circulaba una corriente de aire cálido que le incomodaba, así que optó por irse despojando, como buenamente pudo, de sus pieles, quedándose prácticamente desnudo salvo por su taparrabos y, por supuesto, por su hacha bifaz. Tras arrastrase durante varias decenas de metros y sortear extrañas mazas giratorias que creaban aire, oyó una voz humana que provenía de alguna estancia con la que, posiblemente, comunicaba el estrecho túnel. Avanzó un poco más hasta que alcanzó a ver una abertura con entramado como por la que se había colado. Se asomó ligeramente y se dio cuenta que el conducto pasaba a nivel del techo de dicha habitación. En ella vio a un hombre. ¡Un hombre! A fin de cuentas, no todo eran demonios en el Inframundo. Eso sí, a Lanza Veloz el individuo le parecía vestido de forma muy extraña, con una especie de manto de piel que no era piel, de color blanco y que se abría por delante para dejar entrever más extrañas vestimentas. Sobre su nariz pendían unos cristales y estaba afanado manejando un irreconocible instrumento sobre el que colocaba sus ojos. El hombre parecía anciano, y una perilla blanca le cubría la barbilla. La estancia estaba llena de imposibles artefactos y muebles irreconocibles. Pero lo que realmente le horrorizó fue ver a su hermano Cuerno Roto, muerto colocado sobre una especie de plancha de madera. ¡Su cuerpo estaba mutilado! Eso era intolerable. Lanza Veloz reprimió el instinto de salir de su escondrijo y matar al anciano por semejante profanación. Observó con rabia como habían abierto a Cuerno Roto por la mitad y sus vísceras parecían recogidas en recipientes de cristal. El anciano de blanco seguía parloteando en una lengua que no entendía, pero lo curioso es que no había nadie más en la estancia. Tal vez estaba loco o había alguien más al que no veía. Todo era muy extraño. -…como bien demuestra la autopsia –seguía comentando el doctor- no hay tejidos necróticos y sus funciones orgánicas parece que se desarrollaban con total normalidad antes del exitus. El análisis de sangre muestra una forma de resistencia de anticuerpos que como bien ha deducido la Doctora Simonson es la causante de que los habitantes del exterior hayan podido sobrevivir a La Plaga. Está por ver si seremos capaces de sintetizar el anticuerpo para poder crear una vacuna contra La Plaga, lo que permitiría a la Colonia salir del búnker y poder llevar una vida en el exterior… -¡Doctor Jansen! –gritó alguien. En ese momento, entró una mujer joven ataviada de la misma forma que el anciano. A Lanza Veloz le pareció realmente hermosa, aunque se hallaba muy alterada, y agitaba las manos con nerviosismo. -Doctora Simonson –saludó tranquilamente el anciano, –pensé que se había ido a descansar. -¡Doctor, ha habido una brecha de seguridad! –dijo la bióloga jadeando, pues había venido corriendo a lo largo de todo el pasillo. –¡El sistema ha detectado una alarma biológica! La Plaga ha entrado en el complejo. -¡Eso es imposible! –le espetó el aciano. –La cámara de descontaminación elimina hasta la más mínima espora que puedan introducir los exploradores o los androides. Y el sistema de ventilación está esterilizado. Será una falsa alarma. Dicho esto, el doctor comenzó a teclear en una consola cercana. Lanza Veloz observaba detenidamente su comportamiento. Aunque no entendía lo que estaba haciendo el anciano ni su conversación con la mujer, de forma intuitiva se dio cuenta de que, posiblemente, habían descubierto que había un intruso en su extraña cueva. Un escalofrío recorrió su espalda. El anciano siguió con su ritual incomprensible y entonces, de la pared comenzaron a surgir imágenes. Lanza Veloz no pudo evitar un resoplido de sorpresa cuando vio semejante brujería. Las imágenes no eran como las pinturas de cuernograndes de la Gran Caverna de Piedra Lunar. ¡Estas pinturas se movían! Observó atónito como en la pared se reflejaba la imagen de la estancia por la que había entrado junto al gigante pétreo. Pero además ¡se vio a sí mismo! Lanza Veloz dio un respingo involuntario e inevitablemente se golpeó la cabeza contra el techo del estrecho túnel. Las imágenes mostraban como se había colado por el túnel de ventilación en los momentos previos a la descontaminación. -¡Dios mío! –exclamó el anciano. -¡Un externo ha entrado en el búnker! Todo el complejo está comprometido. Entretanto, la mujer se dirigió a un armario en una de las esquinas del laboratorio y extrajo uno de los trajes de aislamiento biológico. Lanza Veloz descubrió que ese era el extraño atuendo que llevaba uno de los fantasmas de la ciénaga. Como sospechaba, no eran más que hombres y mujeres disfrazados con extrañas pieles, y no demonios ni espíritus. -Debe de andar por el conducto de ventilación –dijo el Doctor Jansen mientras volvía a teclear una serie de órdenes en la consola. Inmediatamente, unos pequeños chorros comenzaron a salir con fuerza de unos diminutos agujeros en los laterales del conducto de ventilación. Lanza Veloz sintió la presión del gas caliente que le quemaba la piel desnuda. Con desesperación golpeó la rejilla que comunicaba con la estancia del laboratorio. La débil tapa cedió y el muchacho se precipitó desde lo alto de la pared hasta el suelo, cayendo ágilmente sobre sus fornidas piernas como un gato. Permaneció quieto, con una postura amenazante pero prudente ante las dos figuras atónitas que le observaban con la boca abierta. -¡Es un salvaje del exterior! –dijo la mujer. –¡Doctor Jansen, llame a los androides! -Eso no es posible –respondió el anciano. -Ya sabe que los androides no pueden entrar en el laboratorio. Va en contra de su programación. -Rápido, póngase el traje de aislamiento, doctor. -No servirá de nada –alegó el hombre con resignación. -¿No se da cuenta? Estamos todos condenados. El externo ha campado a sus anchas por los conductos todo este tiempo y el propio sistema de ventilación ha acelerado la expansión de La Plaga por todo el complejo. El traje le dará unas pocas horas más, pero toda la estación está infectada. La doctora, presa del pánico, comenzó a gritar de forma histérica al darse cuenta de la catastrófica e ineludible situación. Se dio la vuelta y comenzó a correr como loca hacia la puerta. Ésta se abrió automáticamente y la mujer desapareció de la vista. El Doctor Jansen se quedó mirando un rato a Lanza Veloz, que se había incorporado ligeramente hasta enderezarse. A éste le había sorprendido la huida acelerada de la mujer, pero ante la actitud resignada e inofensiva del anciano, decidió adoptar él también una postura menos amenazante. Comenzó a observar detenidamente todo lo que le rodeaba, las paredes enlucidas de azulejo, la extraña maquinaria, el mobiliario, los artilugios sobre las mesas. Todo era extraño y desconocido para él. También se fijó en el cadáver diseccionado de Cuerno Roto y un gesto de desaprobación se tradujo en su rostro. -¿Era conocido tuyo? –dijo el doctor leyendo el disgusto en la cara de Lanza Veloz. –Lo siento, pero era necesario estudiarlo para saber cómo los habitantes del exterior habéis desarrollado de forma natural la inmunidad contra La Plaga. Seguro que te pareceremos monstruos. Lanza Veloz siguió mirando y analizando al anciano, sin entender su extraño lenguaje, pese a que deducía que, por el tono de voz, no suponía ninguna amenaza para él. -Supongo que te preguntarás qué es todo esto y por qué hacemos lo que hacemos. El joven cazador miraba con ojos atónitos al doctor, sin decir nada. -No tienes ni idea de lo que te estoy diciendo ¿verdad? – preguntó el anciano, esbozando una amarga sonrisa. –No importa, te lo contaré de igual forma. Todos moriremos en cuestión de horas. Y como decía Oscar Wilde “no es el confesor, sino la confesión lo que nos da la absolución”. El Doctor Jansen se ajustó ligeramente las gafas, asió una de las sillas próxima a la mesa de autopsias, y se sentó cabizbajo, suspirando. Se llevó la mano a uno de los bolsillos de la bata médica y extrajo una pipa de madera de roble. Como si de un sagrado ritual se tratara, ante los ojos de Lanza Veloz que no perdía detalle, sacó un pequeño paquetito de tabaco y espolvoreó parte de su contenido, parsimoniosamente, en el recipiente de la pipa. Rebuscó entre los bolsillos de sus pantalones unos segundos y, finalmente, extrajo un mechero. Lo encendió de un golpe de pulgar, lo que provocó un cierto asombro en el joven cazador, y prendió la hierba. Acto seguido, dio un buen par de profundas bocanadas, que dibujaron en su rostro una mueca de evidente placer, ante la mirada perpleja del muchacho. -Verás, pequeño salvaje –comenzó a decir –el mundo no siempre ha sido como lo has conocido. Hace mucho tiempo, probablemente un par de siglos, aunque es difícil saberlo ya que se perdieron las cronologías oficiales, la civilización humana había llegado al cenit de su progreso tecnológico y social, al menos en los países más desarrollados. Sin embargo, un buen día, apareció La Plaga. Nadie estaba seguro de cómo había surgido, aunque algunos registros que conservamos de aquella época hablan de un posible origen extraterrestre, traído en algún meteorito. La Plaga lo cambió todo. Ningún ser humano ni animal podía resistirla. Era un agente bacteriológico de tal virulencia que todo el que lo contraía moría en cuestión de horas. Pero lo peor es que su infectividad era enorme y, desde el aire contagiaba a cualquiera, como demuestra el hecho de que tu presencia aquí nos haya condenado a todos. El doctor hizo una breve pausa, y dio un par de caladas más a la pipa, antes de continuar: -En pocos días, el Apocalipsis se había extendido por todo el planeta y ante la inoperancia de las investigaciones y de la falta de tiempo, los gobiernos de los países poderosos echaron mano del último recurso: el aislamiento total. Los mejores científicos, investigadores y, cómo no, algún ricachón y algún político con influencia, se recluyeron en antiguos búnkeres que se habían construido décadas antes, ante la posibilidad de una eventualidad como esta o similar. Todo este complejo es uno de esos búnkeres. Mientras la vida en la Tierra desaparecía, o al menos eso creíamos, unos pocos privilegiados, cientos de entre millones, sobrevivían bajo tierra. Lo cierto es que la situación de aislamiento fue tal que durante varias generaciones, los humanos vivimos ajenos al exterior, intentando buscar una cura. Yo mismo, que tengo ochenta años, nací en el búnker, igual que mi madre y la madre de mi madre. En ese momento, las puertas se abrieron y aparecieron un par de individuos vestidos con trajes anticontaminación y portando lo que parecían una especie de pistolas. -¡Doctor Jansen, aléjese del neanderthal! –dijo uno de ellos apuntando el peligroso artefacto hacia Lanza Veloz. El muchacho, pese a que nunca había visto una pistola, entendió a la perfección la amenaza y sacó su hacha bifaz, adoptando una posición defensiva y amenazadora. -¿Pero qué hace, imbécil? –le increpó el doctor. –¡Baje ese arma ahora mismo! Este sujeto es un hombre perfectamente desarrollado, como el de la mesa de autopsias ¿no lo ve? -Pero…pero, doctor –empezó a balbucear el de gatillo fácil, -¿y su traje de aislamiento? -Ya es muy tarde para mí, para todos –respondió el anciano. -Pero, tal vez podamos llegar al otro complejo, al CA24 –alegó su interlocutor. -Son más de 200 kilómetros hasta allí, suponiendo que no les haya pasado nada, claro. Yo me quedo. Estoy viejo y no aguantaría el viaje. -Pero, doctor… -¡Demonios, cállese ya y no pierdan tiempo! –le echó en cara el doctor Jansen. –Los trajes no van a durarles mucho, así que más vale que se larguen de una vez. Los dos individuos se dieron la vuelta rápidamente y, sin mediar palabra, desaparecieron por la puerta, tal y como habían venido. Ante su estampida, Lanza Veloz se relajó de nuevo y prestó atención al anciano. -Pobres diablos –dijo el doctor; –no saben que desde hace un par de semanas perdí la comunicación con la estación CA24. Probablemente estén muertos. Pero, en fin, hay que darles algo de esperanza ¿verdad? De nuevo, el viejo doctor dio una nueva bocanada de su pipa y siguió con su disertación: -Como iba diciendo, pequeño salvaje, todos los humanos actuales nacimos, vivimos y morimos en estos complejos. Esto ha sido nuestra vida durante, probablemente, los dos últimos siglos. Creíamos que la Tierra era un yermo muerto. Pero, un buen día, hará ya casi un año, fuimos capaces de perfeccionar el sistema de autoprotección descontaminante y permitimos la salida al exterior de una de nuestras unidades robóticas, a la que adosamos una rudimentaria cámara. ¡Cuál no fue nuestra sorpresa cuando descubrimos que la vida había prosperado en la Tierra! No obstante, haciendo análisis del aire observamos que la espora de La Plaga continuaba en la atmósfera, sólo que, de alguna forma, la vida sobre la superficie se había adaptado. ¡Adaptado! Tu eres un buen ejemplo de ello ¿lo entiendes?... ah, claro que no, no lo entiendes, ¿cómo vas a poder entenderlo, pobre salvaje? Llegado a este punto, al doctor le entró una violenta tos que le obligó a soltar la pipa. Lanza Veloz, no sabía si por compasión, pues intuía que el anciano estaba en la antesala de la muerte o por respeto a la ancianidad, se agachó y recogió la pipa, dándosela de nuevo al viejo investigador. -Gracias –le dijo con una sonrisa triste; –dicen que fumar es malo, pero no creo que sea el tabaco lo que vaya a acabar conmigo ¿sabes?, ja, ja… Tras esto, volvió a toser, aunque se recompuso rápidamente. -Creo que no me queda mucho –siguió diciendo; –la Plaga es implacable con los viejos como yo. Verás, cuando analizamos las imágenes del androide nos dimos cuenta de que en el exterior no sólo la vida se había adaptado sino que, además, se había producido un grado de retroceso involutivo. Varias especies animales, vegetales y homínidos, se habían retrotraído a un estado evolutivo más primitivo. Pero eso parecía absurdo, pues habían pasado escasamente dos siglos y en tiempo biológico, eso es un suspiro. Así que llegamos a la conclusión de que la Plaga había mutado de forma espontánea a las especies que habían sobrevivido. Es como si el propio virus entregase a los supervivientes una forma de combatirle mediante versiones más resistentes de sí mismos procedentes de eras geológicas anteriores. ¡Que ironía! Pero lo cierto es que todo ser vivo que camina sobre la Tierra es inmune a la Plaga. Tras esto, se puso a toser de forma más violenta que antes. En una de sus convulsiones, el anciano expelió un esputo sanguinoliento. Comenzó a respirar de forma jadeante, como si le faltara el aire y sonoras sibilancias escapaban de sus pulmones. Lanza Veloz le observaba piadosamente. No era biólogo ni médico pero sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo. El anciano se moría. Llevándose la mano al pecho, el doctor continuó, entrecortadamente: -Intentábamos… intentábamos estudiar especímenes del exterior para aislar la cepa… y encontrar una vacuna para nosotros pero… pero, creo que, ahora mismo… yo soy la especie en extinción… el futuro te pertenece… ¡vive tu vida, hombre salvaje!... en la Nueva Tierra, en el nuevo principio…tú…eres… eres la especie dominante… eres… la especie elegida… Terminando estas palabras, el anciano se desplomó inerte sobre el suelo de hormigón. Lanza Veloz se quedó observándolo durante un rato. No había entendido absolutamente nada de lo que le había dicho el hombre que yacía tumbado a sus pies. Su lengua era tan desconocida como todos los objetos que había en su guarida. Cuando había llegado a la extraña cueva y había visto el cadáver profanado de su hermano, sintió rabia y dolor, y había deseado matar a estos hombres que se refugiaban tras gigantes y rayos de luz. Ahora, solo sentía compasión ante unos hombres que parecían asustados de su propio destino. Tomó la pipa, el paquete de tabaco y las gafas del anciano. Cuando regresase al Valle del Viento, enseñaría los extraños objetos al resto del clan, para que creyesen su peregrina historia. Se dio la vuelta y asió el cuerpo de su hermano Cuerno Roto. Se lo cargó al hombro y se propuso salir de allí. Durante un buen rato, vagó por pasillos vacíos, totalmente perdido. Parecía que el resto de los habitantes de la cueva se habían ido. Los gigantes, afortunadamente, también. El laberíntico refugio resultaba caótico para Lanza Veloz que, además, no entendía ninguno de los extraños símbolos que adornaban las paredes. Para colmo de males, todo el lugar estaba imbuido por una extraña luz roja parpadeante y por un aullido persistente y monótono. De repente, por casualidad, vio un dibujo que sí pudo interpretar. En una pequeña placa, sobre la pared, vio representada una figura humana, en blanco sobre fondo verde, que parecía correr hacia lo que parecía un cuadrado ¿tal vez una puerta? Una lanza, o eso le pareció al muchacho, señalaba una dirección. El joven cazador siguió la indicación, con su hermano sobre sus hombros, y alcanzó la estancia por la que había entrado, aquélla en la que salían vapores de las paredes. Pronto vio la enorme puerta de la entrada, que se hallaba abierta. Salió rápidamente y cuando se quiso dar cuenta, estaba en el exterior de la cueva, respirando el aire limpio de la libertad y atisbando las primeras luces del amanecer. Ayudándose de una piedra plana, cavó una pequeña fosa y depositó a su hermano en decúbito supino. Se quitó el amuleto que le había regalado su tío Viento Alegre, y se lo colocó al cadáver sobre el pecho. Puso su honda, que tanto apreciara Cuerno Roto, en su mano izquierda y su hacha bifaz en la derecha, como correspondía a un guerrero. Como le había enseñado Piedra Lunar, amasó una porción de barro húmedo y le pintó unos símbolos sobre la cara, para que en el más allá le reconocieran por su bravura. Tapó el agujero con tierra y levantó un discreto túmulo con pequeñas piedras. -Adiós, hermano, que la Madre Tierra te acoja en su vientre. Lanza Veloz se quedó allí un rato, viendo el amanecer. El Padre Sol mostraba su esplendor rojizo sobre el horizonte, como promesa de un mejor mañana, de un futuro esperanzador. Pronto regresaría al Valle del Viento, a la tierra de sus antepasados. Contaría su hazaña, se emparejaría con la dulce Brisa Alada y viviría la vida que le había tocado vivir. Porque él era la especie elegida.