El origen del yo poético femenino: la escritura de Rosa Chacel

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Origen del yo poético femenino: la escritura de Rosa Chacel
Diana Sanz Roig
Universidad de Barcelona
La idea de que la experiencia humana podía aprehenderse de la introspección
individual animó a las mujeres lectoras a identificarse con la empresa romántica como
sujetos activos de la búsqueda del “yo”. El legado del “alma sensible” y sus rasgos
contrarios a las convenciones sociales traspasaron las fronteras del romanticismo y
conquistaron las pretensiones de la novela realista que tradujo sus conflictos en una
sugestiva imagen de un alma superior, y en lucha constante por alcanzar su
independencia. A partir de estas premisas, el presente artículo intentará coadyuvar en el
análisis de uno de los aspectos más relevantes de la escritura chaceliana: el origen del
yo poético femenino. En estos términos radica precisamente la esencia de su escritura,
actividad que transitó casi en su totalidad el espacio autobiográfico. Así es como de un
modo u otro se hizo efectiva la presencia del “yo” que diseminado en los dominios de la
ficción transfería las reflexiones más hondas de la escritora. En una carta al pintor
Gregorio Prieto, recogida en el volumen de artículos La lectura es secreto, escribe: “Si
nos ponemos a recordar... Confieso que yo, por mi parte, es lo único que sé hacer”
(Chacel, 1989: 282). En Novelas antes de tiempo también reparaba en este diálogo
interior como la expresión más apropiada para sus objetivos. Desde la descripción y el
análisis de los universos interiores podemos rastrear en ella signos heredados de Henry
James. Ambos, ninguneados por la crítica, se prestan a escasas concesiones que ofrecen
como resultado una obra difícil y compleja que exige necesariamente la participación
del lector. Como se ha señalado, “Rosa Chacel es una narradora realista para la cuál lo
que suele llamarse realidad apenas tiene importancia” (Villena, 1988: 41).
Con una visible actitud erótico-estética, y en la línea de lo apolíneo, Rosa Chacel
se nutrirá de la melancolía y del recuerdo en su comprensión del hombre y de los
fenómenos humanos. Siguiendo a Ortega, Chacel utiliza como instrumento la doctrina
platoniana del origen erótico del conocimiento. En las Meditaciones del Quijote, Ortega
lo definía de este modo: “Literalmente exacta es la opinión platónica de que no miramos
con los ojos, sino al través o por medio de los ojos; miramos con los conceptos” (Ortega
y Gasset, 1983: I, 358). Cabe precisar, sin embargo, que la concepción sumamente
estética e intelectual de la autora propiciaron que, a excepción de sus Diarios, reprobara
la confesión y la confidencia como recurso o estrategia literaria. Influida por Henri
Bergson, Rosa Chacel se adentró en la idea del tiempo explorando el problema de la
existencia humana al trasluz de un mundo caleidoscópico y fragmentado. El élan vital
de sus personajes se despliega gracias al flujo y reflujo de sus sensaciones,
cicunstancias y experiencias interiores, vehiculadas a través del monólogo interior y al
bies de las infinitas posibilidades que le ofrecía el descubrimiento de la novela de Joyce.
A este respecto, Rosa Chacel no pudo aceptar el juicio sartriano acerca de la memoria
porque para ella, supeditada a los dictados de Mnemósine, “la memoria es una fluyente
y permanente potencia maternal, genitriz de formas y voces diversas del espíritu”.
(Obra Completa, Chacel, 1989, II: 239).
La rebelión “femenina” de Rosa Chacel -y nos referimos con este término al
alegato de rebeldía contra el mundo que aniquilaba las inquietudes intelectuales y
artísticas de la mujer-, se encuadra en la tradición romántica que enaltecía el cultivo de
la introspección como medio que afirmaba los impulsos del alma. El carácter singular
de la feminidad había representado para la mujer lo que Prometeo significó para el
hombre romántico. La independencia del “yo”, expresada en forma de “libertad de
conciencia”, afloró en el espíritu femenino que reclamó, sin ambages, su autonomía
intelectual y moral. Las reivindicaciones de Virginia Woolf, Djuna Barnes, Simone de
Beauvoir, Sylvia Plath o Rosa Chacel se alzaron contra los corsés morales que impedían
su expansión como mujer pero fundamentalmente como artista. A este respecto, cabe
constatar las notables similitudes que unieron las trayectorias vitales y estéticas de Rosa
Chacel y Djuna Barnes. Coétaneas en el tiempo compartieron el gusto por el
inconsciente, la transgresión de la moral burguesa, de la política y las convenciones, o el
uso del humor a medio camino entre la crueldad y el cinismo. Siguiendo el magisterio
de Dostoievsky, Joyce, Proust, o sus respectivos mentores -Ortega y Eliot- reformaron
el quehacer novelesco, entreverando en él los versos, lo sublime, la filosofía o la miseria
de la experiencia humana. Sus digresiones, ligadas a un elogio encendido de la belleza,
conformaron una aparente solidaridad que, como en el caso de las románticas, rayó en
un acusado erotismo que se ocupaba de la mujer como tema recurrente.
Pese a todo, Rosa Chacel nunca concibió ni postuló el feminismo. En realidad,
lejos de una posición feminista que persiguiera la separación, Chacel propugnó ya desde
su primera conferencia, leída en el Ateneo de Madrid en 1918, “la identidad de la pareja
humana: la identidad en eso que es su humanidad, su mismidad” (Los títulos, Chacel,
1981: 218). En este sentido, no parecen aventuradas sus opiniones sobre las mujeres que
frente al hombre buscaban la diferencia, y no los puntos de semejanza. En detrimento de
lo que postulaba Virginia Woolf en Una habitación propia o Simone de Beauvoir, la
escritora vallisoletana promueve un tipo de mujer que debe escribir y vivir como los
hombres. Es así como exhibe una crítica despiadada de Le deuxième Sexe de Simone de
Beauvoir y, en cambio, glosa con benevolencia su novela La invitada. Refiriéndose a
este libro escribe: “esas páginas sólo una mujer pudo escribirlas, porque sólo una mujer
pudo tener los datos necesarios para ello, pero están pensadas eliminando toda
subjetividad, como las pensaría un hombre, esto es, bien pensadas” (Chacel, 1981: 152).
En esta línea, Anna Caballé señalaba la influencia de la escritora francesa sobre la
trayectoria literaria de Rosa Chacel. En palabras de Caballé, Saturnal, uno de sus más
célebres ensayos, “es su personal réplica a Le deuxième Sexe, obra pionera del
pensamiento feminista (y del que, dicho sea de paso, Rosa Chacel ha pretendido
distanciarse siempre)” (Anthropos, Caballé, 1988: 62). A este respecto, quizás
convendría hablar de “los feminismos”, y no “del pensamiento feminista”, entendiendo
este movimiento como una serie de ramificaciones, no siempre unívocas, que se
desarrollan de forma distinta.
En la obra chaceliana no hallamos un estilo literario implícitamente femenino, ni
tampoco una temática estrictamente femenina si bien la mayoría de sus personajes están
encarnados por mujeres. El feminismo de Rosa Chacel (término que por otra parte le
desagradaba sobremanera) aspira a la belleza masculina; y a realizarse intelectualmente
como él, es decir, a ocupar unos espacios públicos que hasta entonces eran sólo
transitados por los hombres. Así es como la protagonista de Memorias de Leticia Valle
es en lo esencial Rosa Chacel. Al margen de la anécdota, Leticia, como Rosa, acepta la
femineidad controlada, inteligente y madura, repudiando la sensiblería y la imagen
tradicional de la “buena esposa”. La forma de la frase, así como las imágenes que en
ella se expresan, se acercan a una escritura neutral por cuanto asume el punto de vista
masculino en el empleo del lenguaje y en todos los órdenes de la cultura. Para Chacel,
considerar que la frase de hombre es inadecuada para las necesidades de su género
resulta un disparate. Seguramente también por eso entendía como un desacierto separar
de la literatura la llamada “literatura femenina”. Su condición aparte rechaza la
feminización de la mujer, sobre todo en la esfera del espíritu. Por ello, se muestra
intolerante contra quienes defienden un modelo de educación feminista que acentúa la
“exquisita feminidad” de la mujer, para incrementar las diferencias respecto al hombre.
Así, en el artículo “La mujer en el siglo XX. Comentario a un libro histórico” escribe:
“La mujer que trate de cultivar en su obra su exquisita feminidad es un ser impotente y
más exactamente, necio...” (Chacel, 1989: 267). Paralelamente, refuta las teorías
historicistas y psicologistas que excluyen a la mujer de la cultura y del entendimiento.
Es destacada, sobre todo, su enjundia contra las ideas de Simmel acerca de la
“varonilidad diferencial”, y su desacuerdo contra las explicaciones de Jung sobre la
“opinión inconsciente”. Si la oposición entre el hombre y la mujer es inexistente no
cabe hablar de un “yo” específico tal y como Simmel lo plantea. En el Esquema de los
problemas prácticos y actuales del amor afirma: “lo que perseguimos, es precisamente
aquello que les aúna y confunde, aquello que, aun produciéndose en las almas más
diversas y opuestas, es en esencia un solo fenómeno” (Chacel, 1931: 179-80)
Saturnal encierra la más extensa reflexión sobre la mujer y la feminización de
nuestra época. Tomando como referentes L´Amour et l´Occident, de Denis de
Rougemont; y Eros y civilización, de Herbert Marcuse, Chacel analiza las relaciones
entre la pareja humana, la feminidad en oposición al afeminamiento, la virilidad, o la
construcción de un discurso de género1. La escritura chaceliana rompe con este ideal
doméstico femenino que excluía la posibilidad de asumir los aspectos prometeicos del
“yo”. Aliada o enemiga, la mujer se proclama como la vida misma. Esta idea se refuerza
en Desde el amanecer, la autobiografía de sus diez primeros años. En ella, afirma su
autora: “Siento el principio de mi vida como voluntad” (Chacel, 1981: 9). A modo de
inciso, cabe recordar que la poesía romántica identificaba la mujer con la otridad, con el
no yo que confrontaba la subjetividad del poeta mediante la representación de la
naturaleza como fuerza femenina. A este respecto, las mujeres que cuestionaban el
carácter sexuado del sujeto lírico tenían que acceder a algún tipo de antidiscurso. Uno
En torno a este tema también se pronunciará en “Volviendo al punto de partida” (Revista de Occidente,
segunda época, núm. 17, 1964, pp. 203-225); “Comentario tardío sobre Simone de Beauvoir” y “La mujer
en galeras”, todos ellos recogidos en el volumen Los títulos.
1
de estos resortes fue el fortalecimiento de la diferenciación sexual2. El punto central de
esta protesta no se ocupaba tanto de los derechos políticos como de su derecho a la
actividad intelecual y a la creación literaria. Varios escritores actuaron como mentores o
padrinos intelectuales de las jóvenes escritoras. El apoyo de Hartzenbusch a Carolina
Coronado, de Ortega a Rosa Chacel, o de Eliot a Dyuna Barnes son un clásico ejemplo.
En el artículo “Respuesta a Ortega. (La novela no escrita)” Rosa recordará así a su
maestro:
“El hecho Ortega era una cuestión personal de toda mi generación”. Porque Ortega no
sólo fue «el español arquetipo», sino también «el intelectual arquetipo», pues
“estableció esa especie de casta -no hay que asustarse con la palabra- intelectual que
consiste, estrictamente, en vivir poniendo el honor en la misión de pensar”. “Pertenecer
a la casta intelectual es estar comprometido en la causa de la verdad”3.
Su malestar sin nombre, que tradicionalmente se había llamado “romanticismo”
provenía por supuesto de sus inquietudes intelectuales. Rosa Chacel nunca pudo
conciliar el tedio de la domesticidad con sus ansias de artista y escritora. Chacel no tenía
un cuarto para ella misma, su “A room´s one own” como diría Virginia Woolf.
Tampoco tenía los medios económicos suficientes para buscar su independencia ni
poseía la autonomía suficiente para superar la abnegación que le habían impuesto. Al
hilo de estas consideraciones, también Carmen Baroja revelaba en sus Recuerdos la
tristeza, el desengaño y la frustración que sintió durante gran parte de su vida, causada
evidentemente por su deseo de vivir como los hombres, con libertad y sin “las labores
de su sexo” como único fin de su existencia. Asimismo, Carmen de Burgos, en La
mujer moderna y sus derechos (1927), manifiestaba su denuncia contra la mujer
burguesa por someterse al patriarcado masculino. En las siguientes declaraciones
advertimos su carácter proteico:
“Mi vida es compleja; varío de fases muchas veces; tantas, que me parece haber vivido
en muchas generaciones diferentes [...] y yo también he cambiado de ideas ... de
pensamientos... ¡Qué sé yo!... Me río de la unidad del yo, porque llevo dentro muchos
2
El modelo de diferencia femenina, surgido en los discursos del siglo XVIII y en los planteamientos
rousseaunianos de lo natural y lo social, instauró una nueva imagen de la mujer burguesa. Emile refleja la
diferencia sexual presentando los instintos femeninos en una mujer restringida a los deberes de la
maternidad, y al bienestar físico y moral de la familia. La separación entre un ámbito privado y un
dominio público fomentó la tendencia de que todo individuo albergaba un “yo” íntimo que no tenía
cabida en el mundo exterior.
3
Sobre el magisterio de Ortega también se pronunciará en “Rumbo poético de Rafael Alberti”, Los
títulos: 101-02; “Ortega a otra distancia” y “Revisión de un largo camino”, La lectura es secreto: 146155, 156-172, y en las páginas de La confesión. Una síntesis chaceliana de su figura también puede
rastrearse en el personaje de Manolo, figura que habita el microcosmos narrativo de Barrio de Maravillas
y Acrópolis. El espíritu de Unamuno queda ampliamente analizado en La sinrazón.
yoes, hombres, mujeres, chiquillos... viejos ... se pelearían si discutes con alguno... pero
les dejo que venza el que más pueda...” (Mangini, 2001: 68).
Palas Atenea había de representar para la mujer lo que Prometeo significó para
el hombre romántico. En este sentido, Rosa Chacel se alzó como la Palas Atenea de su
tiempo, una heroína romántica que reclamó para la mujer, y sobre todo para la escritora,
lo mismo que para el hombre. Palas Atenea es la diosa de las artes. La actividad artística
lleva aneja la capacidad creadora que los autores proclaman durante el Romanticismo y
que les eleva a un nivel divino, que en el caso chaceliano se transforma en un cartesiano
narcisismo. Atenea caracteriza la rebelión de la mujer romántica, la mujer escritora que
busca un modo de trascender sus limitaciones. A estos efectos, Rosa Chacel identifica lo
femenino con el objeto del poder creador4. Manifiestas son las similitudes con el
Prometeo de Goethe, y con la estructura subyacente del “yo” romántico. Se conciben
tres arquetipos: el transgresor prometeico de las barreras del deseo, el individuo superior
y alienado, y la conciencia autodividida.
Este tránsito por los dominios de lo autobiográfico contrasta sin embargo con un
deseo profundo de preservar su vida y su obra frente a las hostilidades de la realidad.
Rosa Chacel vivió en una burbuja de cristal donde fabricaba literatura elitista muy
intelectual -que no intelectualizada-, y en la que todo parecía estar gobernado por lo
mental, lo intelectual y lo apolíneo. Conocida es por los chacelianos la fascinación que
sentía ante una estatua griega que adornaba la entrada de la Academia de Artes de
Madrid. La escritura chaceliana intentó esculpir una estatua griega impecable; postular
un intelectualismo idealista que reprobara todo lo indigno y manchado. Así lo recuerda
en Desde el amanecer: “la visión del Apolo en el rincón oscuro... presidió y presidirá mi
vida todo lo que dure”5. (Chacel, 1981: 154). Rosa sería siempre fiel a la imagen de
Apolo. Su sentido extremo de la belleza y sus ideales estéticos se alzaban por encima de
todas las cosas. En este sentido, no debe olvidarse que su primera vocación fue la
escultura y, como tal, el culto a la forma y a los cuerpos. Como se ha remarcado, el
trasvase entre las artes plásticas y la literatura fue una ejercicio muy común entre los
jóvenes de su generación. Ortega y Gasset dispondría su forma teórica al definir en La
4
La mujer escritora era incapaz de identificarse plenamente ni con el sujeto creador masculino ni con el
objeto femenino. Las manifestaciones chauvinistas de Schiller, para quien la mujer debe aspirar a
obedecer, y Goethe, para quien la mujer debe aprender a servir, enfatizan este sentimiento extendido de
integrar los anhelos femeninos en la cultura escrita pero con restricciones. En Inglaterra, John Stuart Mill;
o en España, Adolfo Posada o incluso Pi i Maragall replantearían estas formulaciones.
5
Esta experiencia también queda relatada en un poema de sus Versos prohibidos titulado “Apolo”.
deshumanización del arte “la identidad de sentido artístico”. Elena, la protagonista de
Barrio de maravillas, trasluce la estética apolínea que envuelve la poética de Rosa
Chacel:
“El cuerpo humano en el dolor tiene su forma o, más bien, la forma sublime de la
belleza, el cuerpo en su ser, en su modo de ser, el modo en que se ha inscrito, esa
palabra que es el cuerpo, esa armonía, esa plenitud de mundo que el alma, el yo, el
sujeto, el quien, el cada uno lleva como un Atlante glorioso, doloroso..., esa forma, en
el dolor, es la forma del dolor, sin dejar de ser la forma de la belleza”. (Barrio de
maravillas, Chacel, 1976: 172-73).
Rosa Chacel fue una esteta empedernida, una novelista anímica, esencial. Lo
único que le importaba era el sentido de la belleza y la obra de arte. En este sentido, la
mayoría de los pintores también adoraron la belleza física y suponemos que este
entendimiento en una concepción similar del arte fue uno de los motivos que
propiciaron la continuidad, al menos en apariencia, de su relación con el pintor Timoteo
Pérez Rubio. En una entrevista a Ana María Moix, la escritora catalana recordaba una
de sus conversaciones: “¿Te acuerdas del cuerpo tan precioso que tenía Timoteo?inquirió Rosa”. Pero Ana María Moix nunca había llegado a conocerle. Rosa abandonó
la habitación y regresó con una fotografía en las manos. “Mira -le dijo”. Ana contempló
el cuerpo desnudo de un hombre. “Es Timo -contestó Rosa”. Hacía unos años le habían
encargado un Cristo para una iglesia de Madrid y él mismo se tomó como modelo al
considerar que su cuerpo era el que más se asemejaba a Jesucristo.6 Así es como Rosa
Chacel realizó un juramento a la belleza formal. El fin del arte no es la verdad sino la
belleza. Chacel, influida por la teoría del arte por el arte de Óscar Wilde, comulga con
las bases de su esteticismo formal: “El artista debe crear cosas bellas; pero sin poner en
ellas nada de su propia vida. Vivimos en una época en la que los hombres tratan el arte
como si no fuera otra cosa que una forma de autobiografía. Hemos perdido el sentido
abstracto de la belleza.” (El retrato de Dorian Gray, Wilde, 1998: 33). La teoría de
Wilde niega la posibilidad de criticar una obra de arte desde un punto de vista ético. La
realidad no debe contaminar el arte.
En Rosa Chacel confluyen, por tanto, la rebeldía y la pasión del romanticismo, y
la perfección del espíritu griego. Su exilio romántico se rebela como una experiencia
que más allá de la causa política se convierte en una actitud ante la vida. Esta actitud
Esta líneas reproducen aproximadamente una conversación entre Rosa Chacel y Ana María Moix,
mantenida en Madrid a la muerte de Timoteo Pérez Rubio.
6
dandística que desdeñaba la mediocridad del mundo se manifiestó no tanto en un
sentido físico como en un sentido espiritual. Se trasluce el deseo constante de habitar un
mundo distinto, de sentirse desclasada, aparte, extraña. Rosa tenía el rigor de la
impertinencia, del desplante, la altivez y la arrogancia. Pesimista, esteta, alienada,
impasible y rebelde, repudió las convenciones y la miseria de la vida. Frente a ello,
encumbrará el amor, la plenitud y lo vital, siempre bajo el credo estético idealista. Luis
Antonio de Villena, describiendo la rebeldía del dandy en Luis Cernuda, afirmaba: “El
dandy postula la individualidad, el hombre que se sabe a sí mismo, frente al gregarismo
y a la sociedad colectivizada que achata al individuo. […] El dandy categoriza lo bello,
lo improductivo, lo inútil, lo suntuario, frente a los valores reputados como serios o
productivos […]. Junto a una transgresión social se observa una transgresión moral.”
(Villena, 2002: 32). Este talante disidente se vierte de modo similar en la compleja
personalidad de Rosa Chacel que comparte con el poeta cordobés su rebeldía y la
nostalgia de un mundo pleno, otro, que se construye a caballo entre el romanticismo y
los ideales del paganismo helénico. Rosa perseguía el modelo más puro del amor
griego, un amor intelectual que aniquilara el vacío y el cúmulo de veneno y de vida
estancada. Su relación con mujeres más jóvenes -que no adolescentes- adquiere también
un sentido helenístico: “...la juventud es la única cosa que vale la pena de ser deseada.
[...] La belleza es una de las formas del genio; más alta, en verdad, que el genio, ya que
no necesita explicación.[...] Es una soberanía de derecho divino. Hace príncipes a
quienes la poseen.” (Alcancía Ida, Chacel, 1982: 45).
Las amistades femeninas de Rosa Chacel han sido objeto de algunas suspicacias
- tal vez mal entendidas- que han extendido la sospecha, quizá no realizada con un
criterio exacto, de su homosexualidad o, más certeramente, bisexualidad. Matriarca del
grupo, Rosa Chacel provocó verdadera adoración entre sus discípulas. Son numerosos
los pasajes y versos dedicados a mujeres que, por un motivo u otro, aparecieron en su
vida: Elisabeth Calipigia, Concha de Albornoz, Clara Janés, Ana María Moix, Lolo
Rico o Victoria Kent. Desde el romanticismo, la idea de que las mujeres escritoras, a
diferencia del hombre, se sentían solidarias más que rivales se había convertido en un
elemento esencial de la personalidad literaria femenina. Una explicación social de esta
solidaridad reside en la convicción de que debían aunar sus esfuerzos para defenderse
de los prejuicios y prohibiciones que acosaban a su sexo. Esta aparente solidaridad raya
un erotismo que, en algunos casos, ha podido confundirse con cierto grado de
homosexualidad. Estas sospechas se incrementaron en las páginas de Saturnal, páginas
en las que sus ideas sobre el amor no presentan barreras de tipo sexual. Como explica
acertadamente Clara Janés en el prólogo a Los títulos, “Si Freud distinguía entre lo
sexual y lo genital, para Rosa hay una tercera potencia, más bien primera y principal totalitaria- que es el eros” (IX).
Por tanto, y por cuestiones que nada tienen que ver con la literatura, este tipo de
actitudes fueron en los tiempos y en los círculos de Rosa Chacel, reprobadas y
socialmente censuradas. La brecha que inauguró Gide tras la publicación de Si les
grains ne meurs no encuentra parangón en el ámbito de lo femenino. Esta ausencia de
un estandarte que reivindicara y ostentara con libertad y orgullo su condición sexual fue
probablemente lo que propició el ocultamiento de estas prácticas7. Lo que se ha
insinuado hasta ahora puede entonces resumirse de este modo: su concepción de la vida
se desarrolló en un clima femenino exaltando el amor como la única fuerza que nos
excluía de la poquedad del mundo. Rosa Chacel rayó en el homoerotismo no sólo a
nivel físico sino en tanto que le proporcionaba un enriquecimiento interior que
acompañaba su idealismo intelectual: la vida es amor y pedagogía.
Como escribe Villena: “no somos las estatuas marmóreas que el porvenir o la
fama tienden a hacer de nosotros. Somos varios, esquinados -unos y otros- múltiples
veces, mezquinos y grandes [...]. Por ello importan tanto las buenas memorias y las
biografías verídicas [...] Ojalá nuestro pudor hodierno se titulase algún día nuestra
tolerancia.” (Villena, 2002: 113). En este sentido -en el de las biografías y la
tolerancia- gira un halo de cierto misterio entorno a la biografía de Rosa Chacel,
posiblemente porque ella misma mantuvo a lo largo de toda su vida una exacerbada
fobia al sentimentalismo. Consideraba que en la literatura no había confesión y que, en
todo caso, sólo podíamos hallarla en la obra de San Agustín. Cabría preguntarse
entonces cuál es exactamente la importancia del hecho biográfico. Si en la línea del
estructuralismo algunos detalles de una biografía carecen de importancia, siguiendo los
En sus Diarios, en las páginas correspondientes al relato de su estancia en Nueva York, se insinúa una
posible relación homoerótica. Vicente Aleixandre evocaba sin ambages lo que Luis Cernuda le había
referido: “Luis Cernuda tuvo dos grandes amigas en aquella época: Rosa Chacel y Concha de Albornoz,
muy amigas entre sí, además. [...] ambas sostenían también una relación lésbica. Rosa no veía así aquella
antigua y fértil amistad. Rosa Chacel creyó enormemente en las amistades femeninas pero no negaba que
Concha (hija del político y embajador republicano Álvaro de Albornoz) fuera lesbiana”. Vid. Luis
Antonio de Villena, Luis Cernuda, p. 32, Vidas Literarias, Omega, Madrid.
7
postulados de la semiología, nos parece acertado precisar que el elemento biográfico
adquiere mayor o menor relevancia a la luz de uno u otro autor. Así, sería harto más
difícil comprender la obra de escritores como Wilde, Cernuda o Virginia Woolf sin
conocer algunos acontecimientos de su vida que fueron decisivos en su obra y que, en
ocasiones, como sucede en el caso de Rosa Chacel, se intercalaron en un mismo código
estético. Acerca de su persona, y ya para terminar, muy conocidas son unas palabras que
Juan Ramón escribe en Españoles de tres mundos: “El recuerdo de Rosa Chacel me
llega siempre acompañado del olor y el sabor. Perfume fresco, libre, de jardín con
huerto o de huerto donde hubiera algún rincón en flor. Calidad de flor en el continente,
con contenido rico, sustancioso, secreto, de fruto” (Jiménez, 1969: 219-20). Menos
sinestésica, pero también muy certera, fue la definición de Pere Gimferrer: “Rosa
Chacel es una conciencia puesta en pie” (Gimferrer: 1988).
BIBLIOGRAFÍA
CABALLÉ, Anna (1988): “Desde entonces”, Anthropos, Barcelona, nº 85, junio.
CHACEL, Rosa (1931): Esquema de los problemas prácticos y actuales del amor, nº 92,
febrero, Madrid, Revista de Occidente.
CHACEL, Rosa (1976): Barrio de maravillas, Barcelona, Seix-Barral.
CHACEL, Rosa (1981): Los títulos, Barcelona, Edhasa.
CHACEL, Rosa (1981): Desde el amanecer, Barcelona, Bruguera.
CHACEL, Rosa (1982): Alcancía Ida, Barcelona, Seix-Barral
CHACEL, Rosa (1989): La lectura es secreto, Madrid, Ediciones Júcar.
CHACEL, Rosa (1989): Saturanal. En Obras Completas, t. II, Valladolid, Excma.
Diputación Provincial de Valladolid.
GIMFERRER, Pere (1988): “Una conciencia puesta en pie hasta el fin”, ABC, 3 de junio.
JIMÉNEZ, Juan Ramón Jiménez (1969): Españoles de tres mundos, Madrid, Aguilar.
MANGINI, Shirley (2001): Las Modernas de Madrid, Barcelona, Península.
ORTEGA Y GASSET, José (1983): Obras Completas, t. I, Revista de Occidente, Madrid.
VILLENA, Luis Antonio de (2002): Luis Cernuda, Vidas Literarias, Omega.
VILLENA, Luis Antonio de (2002): Rebeldía, Clasicismo y Crisis, Valencia, Pre-Textos.
WILDE, Óscar (1998): El retrato de Dorian Gray, Barcelona, Losada Oceano.
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