USTEDES ME PERDONARÁN, PERO ¡DEPENDE!1 No voy a decir lo que pensaba, porque creo que no estamos de veras debatiendo. Desde esta mañana que oigo decir o bien que hay que traducir siempre en función del lector meta o –y ello a despecho de la sólida argumentación de Jean.René- que hay que hacerlo siempre en función del texto original, que la alteridad y las ambigüedades deben ser invariablemente respetadas. Se nos ha llegado a decir que, al menos en lo que respecta a la Biblia, es preciso contar las conjunciones copulativas y reproducirlas luego. ¡Me han explicado que eso es cosa del discurso, mientras que yo, intérprete, solo me ocupo de la lengua! Yo reprocharía a ciertos traductores literarios lo que Berlioz recriminaba a su amigo Mendelssohn: Ama demasiado a los muertos. Por mi parte, soy a la vez traductor literario y pragmático, pero también soy intérprete. Y la interpretación me ha enseñado una cosa fundamental: el habla muerta no existe. En materia de traducción no tengo, pues, nada de necrófilo; como todos los seres humanos – incluidos los traductores literarios cuando condescienden a comprender y hablar como los demás mortales-, vivo inmerso en el habla viva. Diré más; no solo que el habla muerta no existe, sino que no puede existir, Desde el momento que es comprendida, el habla, incluida el habla de los muertos, vuelve a vivir. Creo que demasiados traductores, literarios y no, se encierran en sus "textos" como si se tratara de objetos en sí, como si entrañasen un sentido inmanente, cuando no son sino prueba circunstancial de un querer decir para hacerse comprender de determinada manera artificialmente "inmovilizado" por la escritura. Digo "artificial" en el sentido más estricto. La escritura no es, en realidad, sino un artificio, una invención gloriosa que permite un hiato entre el momento de la producción del habla y el de su comprensión y, por tanto, la multiplicidad de momentos de comprensión, en el espacio y en el tiempo. Las consecuencias son enormes, ya que el habla se comprende siempre en situación, y como la situación de la producción se hace cada vez más irrecuperable, la interpretación del querer decir original va tornándose cada vez más aproximada, cuando no hipotética. Por eso la traducción, siempre e indefectiblemente, es la verbalización de una lectura entre otras. En última instancia, el sentido del texto es el que el lector –cada lector cada vez- comprende, incluido ese lector por más visible más responsable que es el traductor. Reelaboración (pasada a un francés decoroso) de lo que dije en un seminario organizado por la Universidad Católica de París en homenaje a uno de los grandes de nuestra disciplina, JeanRené Ladmiral. JRL es el pergeñador de los términos "sourcière" ("fuentista") y "cibliste" ("metista") que aplica a la traducción "aferrada al original" y la "aferrada a la cultura/lector meta". En nuestros de debates se ven clarito las dos posiciones antagónicas. Quienes afirman que el traductor debe decir lo que dice el original, todo lo que dice el original, nada más que lo que dice el original y, si Dios quiere y la Virgen lo permite, como lo dice el original son "sourcières". Los que dicen que lo que importa más son los intereses y criterios de aceptabilidad del nuevo lector, los hábitos de la nueva cultura, son "ciblistes". En rigor, son los extremos de un continuum, como las nociones de traducción semántica y comunicativa de Newmark. 1 2 El problema, entonces, no se plantea a la hora de escribir sino a la de comprender. La traducción, como toda actividad humana, siempre tiene un propósito: en su caso, la comprensión. Lo que cuenta, en otras palabras, no es lo que el traductor -o el propio autor- ha escrito, sino la comprensión que va a suscitar en cada lector empírico, quien, a su vez, puede no ser como el autor o el traductor lo imaginaban, Esta comprensión, además, puede dividirse en dos niveles sin duda interdependientes, pero que no son idénticos: la comprensión del contenido proposicional (ideacional, que le dicen a veces) y, luego, sus efectos "cualitativos", es decir, afectivos o emocionales. Hablamos, escribimos y traducimos para que el lector comprenda a) lo que es preciso o conveniente que comprenda b) como es preciso o conveniente que los comprenda. Este "qué" y este "cómo" dependen, desde luego, del que habla, pero dependen también del que comprende, y, claro, del que comprende para luego hablar como traductor. Sujeto a la vez de la comprensión y de la (re)producción del habla de otro, al traductor no le basta preguntarse quién era el autor y qué quería decir; debe preguntarse también quién será el nuevo lector y qué es lo que querrá comprender: No hay puentes entre una ribera y la nada. Yo les hablo en un francés más bien vergonzoso. Si ustedes fueran los jurados y yo el acusado, y si no comprendieran mi habla, querrían sin duda alguna que el intérprete reprodujese toda mi torpeza, mis vacilaciones más nimias. Para ustedes (para ustedes, ¡pero seguro que no para mí!), todos mis errores serian pertinentes, porque les tocaría decidir creerme o no, En muchos aspectos decisivos, la interpretación que a más les convendría a ustedes es la que menos me convendría a mí. Pero como asistentes a este coloquio, lo que les interesa es lo que tengo que decirles. ¿No esperarían, entonces, que, frente al mismo texto del mismo orador, el mismo intérprete les ofreciese una versión más inteligible, más clara y hasta más entretenida que la mía? ¿Por qué no? ¿Quién saldría perdiendo? ¡Ni ustedes, ni yo, ni mucho menos el intérprete! ¿Hay que traducir aferrándose al original? ¿Hay que traducir en función del nuevo lector? Pues bien, como vemos, ¡depende! Así, un traductor al que le hayan pedido la traducción del manual de instrucciones de un aparato para que el usuario aprenda a manejarlo deberá pensar casi exclusivamente en el nuevo lector. Pero si le hacen juicio al fabricante, la función de la traducción ya no es enseñar al usuario a manejar el aparato, sino "mostrar" al juez y al jurado la manera como enseña el original, con lo que el mismo traductor tendrá que producir una traducción lo más ajustada posible al este. ¿Quiere decir, entonces, que la traducción jurídica debe imitar la forma del texto original? Pues no: en las Naciones Unidas, por ejemplo, cuando se traducen textos de valor internacional, se procura, justamente, ajustarlos lo más posible a los hábitos del nuevo lector. Otra vez, ¡depende! Y depende asimismo en el caso de la traducción literaria (ante todo porque los textos literarios también pueden ser traducidos de forma pragmática, como es cada vez más el caso de la traducción de textos literarios con fines comerciales). Y no depende de otra cosa que de la situación social concreta, de los fines metacomunicativos de la comunicación, de lo que los interlocutores –todos o, más bien, cada uno- busquen al 3 hablarse y comprenderse por intermedio del traductor. Ahora bien, estos fines jamás son totalmente complementarios ni coincidentes. Así es como, tras Nida y los funcionalistas como Reiss y Vermeer, creo que en ningún lugar está escrito que el traductor deba hacer invariablemente suyos los fines del autor, ni que la funcionalidad del texto traducido deba ser por fuerza idéntica a la del original. Una vez más, ¡depende! Está el autor, sin duda, pero también están el cliente, la editorial y, evidentemente, el lector modelo. Porque uno no habla ni escribe ni traduce urbi et orbi ni per sécula seculorum. Uno siempre tiene en mente un lector bien concreto, con su propia capacidad hermenéutica e intereses, motivación –o resistencia- y criterios de aceptabilidad, que pueden no tener nada que ver con la capacidad heurística, los intereses y motivación –o reticencia- del autor, ni con el tipo de lector que imaginaba. Y, además del autor, el cliente, la editorial y el lector modelo, está sobre todo el propio traductor. Él es el que, como cualquier hablante, por muy a sueldo que esté, decide qué va a decir, cómo y para qué. Una cosa es traducir la Biblia para teólogos y otra para evangelizar esquimales; una para mantener el status quo o colonizar pueblos y otra para propagar la "teología de la liberación". Sí, el original permanece "inmutable" (¡curioso sinónimo de "muerto"!); pero las diferentes lecturas –realizadas a partir de ideologías diferentes y con fines diferentes- llevan necesariamente a traducciones diferentes, cuando no antitéticas, que no solo son producto de lecturas diferentes, sino también de propósitos diferentes. ¿Quién puede decir, a priori, que tal o cual lectura o fin no es válido? ¡Depende! Mi experiencia de traductor de la poseía de Pushkin y de Shakespeare me lleva a la convicción de que el traductor literario tradicional traduce por amor, y que su afán, consciente o inconsciente, es casi siempre hacer que su lector comprenda lo que él, el traductor, ha comprendido y, a menudo, que sienta efectos similares a los que él, el traductor, ha experimentado. A veces el traductor procede como Nabókov, buscando "mostrar" el original (un poco como se traduce al reo frente al juez, ¿no?). Otras procura "reescribirlo" para que la traducción lo "sustituya" como original en la literatura meta (un poco como la traducción del manual de instrucciones, ¿no?). Otras busca un "toma y daca" entre Escila y Caribdis. Como sea, no se trata de otra cosa que de los propósitos concretos que los traductores concretos han tenido en circunstancias históricas, sociales e individuales concretas. Nada autoriza a extraer conclusiones universales. Me parece, además, particularmente peligroso extrapolar automáticamente a la traducción profesional los dogmas individuales de traductores que normalmente no están sometidos a los imperativos del mercado y que raramente tienen que vérselas con plazos perentorios ni con instrucciones de clientes casi siempre ignorantes y necios. La traducción literaria y filosófica es, sin duda, la más noble. Pero precisamente por ello es la menos representativa. Mucho me temo que a los estudiantes que nos escuchan en esta sala, que nunca tendrán que traducir por plata un soneto de Shelley, nuestro debate les resulte magníficamente inútil. [¡Se imaginarán la salva de aplausos en este punto!] 4 Termino diciendo que, a mi ver, el verdadero debate debiera versar, justamente, sobre los fenómenos fundamentales: ¿De qué depende y por qué, cuál sería una tipología de las situaciones y propósitos de las traducciones (y no únicamente de los textos originales) posibles o, al menos, más frecuentes; cuáles serían las estrategias y consecuentes tácticas aconsejables o desaconsejables y por qué; qué propósitos serían deontológicamente "legítimos" y por qué; y, por último, quién lo decide y con qué derecho? En definitiva, nos plantearíamos y trataríamos de resolver esta cuestión decisiva: ¿Qué relación debe existir entre el querer decir original y la comprensión final? Ello nos llevará a otras interrogantes: ¿Es siempre preciso que el nuevo lector entienda todo? Más aún, ¿debe comprender siempre de la manera como (imaginamos o suponemos que) el autor quería hacerse comprender? ¿Por qué? ¿Por qué no? ¿En qué casos? ¿Hasta qué punto? No es sino tras haber formulado y respondido estas preguntas que tiene sentido plantearse ¿y ahora cómo hago para lograrlo? He ahí la verdadera misión de una teoría de la traducción como práctica traductora. O, si se prefiere, de una teoría de la traducción que sirva para traducir. Quien traduce huérfano de ella, quien se pone a contar conjunciones o a hojear desesperadamente el diccionario sin haberse hecho estas preguntas fundamentales, quien, en otras palabras, se pone a traducir sin una teoría clara y coherente, se lanza a la mar con mapa pero sin brújula.