El aforismo: algunas precisiones y una hipótesis tal vez improbable

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ENCUENTROS EN VERINES 2014
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
El aforismo: algunas precisiones y una hipótesis tal vez
improbable
José Ramón González
La
aparente
inasibilidad
conceptual
del
aforismo,
su
resistencia dejarse atrapar en la malla de una taxonomía precisa e
inequívoca, es sin duda consecuencia de su posición liminar
(intersticial) en el territorio de las formas breves y a su proximidad a
modalidades de discurso claramente reconocibles y ampliamente
prestigiadas en nuestra tradición –el discurso poético, el religioso, el
moral o el ético (discursos autorizantes, como los denomina
Dominique Maingeneau)- a las que se asimila parcialmente, pero sin
llegar a reconocerse tampoco plenamente en ellas. Su condición
desaforada –lejos de todo fuero, norma o ley reconocida y
reconocible- (y me permito aquí un pequeño guiño a la obra de Juan
Varo, uno de nuestros más destacados aforistas) ha convertido en
un reto y en un problema su definición. De hecho, podríamos decir
que el aforismo, en cuanto fórmula genérica, admite numerosas
variantes según se aproxime a las modalidades de discurso
señaladas o/y entre en resonancia con otros géneros breves. Y esto
es algo que refleja indirectamente el hecho de que muchos autores
busquen su propia denominación, en un enloquecedor barajar de
etiquetas diferentes (diferencia nominal que no siempre corresponde
a una diferencia real y conviene también señalarlo).
En cualquier caso, se han venido destacado en numerosos
trabajos críticos varias características particulares sobre las que
parece existir un cierto consenso –brevedad, densidad semántica,
condensación, capacidad expansiva y proyectiva, la pointe o
agudeza, entre otras varias- que servirían para delimitar de manera
lata el territorio del aforismo (y más en particular del aforismo
moderno, que se carga de subjetivismo y bascula hacia variantes
líricas). Este esfuerzo, sin duda importante, está abierto a sucesivas
matizaciones y precisiones que pueden contribuir a un mejor
conocimiento de la especie, pero que seguramente tampoco
lograrán agotar por completo las concreciones del género y los
estudiosos se verán obligados en la práctica a aceptar numerosas
excepciones y casos límite (es como si la definición intensional
desvelara aquí su propia fragilidad epistemológica). Ese esfuerzo,
sin embargo, no es en vano, ya que nos permite al menos aquilatar
la riqueza y complejidad del aforismo moderno. Además, aunque los
nuevos enfoques no resuelvan de una vez por todas las dificultades
planteadas, pueden arrojar nueva luz sobre el fenómeno. Así sucede
por ejemplo con la teorización de Dominique Maingueneau, que en
su libro Les Phrases sans texte (2012), propone hablar de
enunciación aforizante para describir un proceso lingüístico que da
como resultado –produce- cierto tipo de frases que parecen existir al
margen de lo que consideramos habitualmente un texto en sentido
pleno:
L’enonciation aphorisante obéit à une otre économie que celle du
texte. Alors que le texte resiste à l’appropiation par une mémoire,
l’enonciation aphorisante se donne d’emblée comme memorable et
memorizable. Ce n’est pas l’articulacion de pensées d’un o plusieurs
locuteurs à travers divers modes d’organisation textuelle, mais
l’expression d’une conviction, posée absolutement: ni résponse, ni
argumentation, ni narration…, mais pensé, thèse, proposition,
affirmation, sentence… (23)
Ese tipo de frases a las que alude el teórico francés englobaría
multitud de fórmulas que han sido estudiadas bajo enfoques
conceptuales diferentes: algunas de las ya mencionadas, como
sentencias, aforismos, máximas, pensamientos, o lo que los
franceses denominan las “pequeñas frases”… pero también
eslóganes –políticos o comerciales- o simples frases hechas que
circulan a través del tejido social como material compartido y
mostrenco. A su vez, y en todos los casos, estas frases pueden ser
el resultado de aforizaciones primarias o secundarias (es decir,
concebidas de partida como enunciados aislados y autosuficientes o
extraídas de un texto base –constituyendo así una variante de la
cita). Seguramente esta propuesta, que no puedo resumir ahora con
el detalle que merece, aporta una visión novedosa, y nos obliga a
replantearnos el aforismo desde una perspectiva diferente, pero
tiene también sin duda sus propios límites y por momentos parece el
resultado de un esfuerzo casi literario (o romántico) por alcanzar la
originalidad crítica a toda costa.
Ahora bien, en el párrafo transcrito se subraya un aspecto
sobre el que creo que merece la pena reflexionar, aunque sea
brevemente, porque no siempre se le ha prestado la necesaria
atención. Maingueneau señala que la enunciación aforizante es
“memorizable” y “memorable”. El primer adjetivo, equivalente a “fácil
de memorizar o retener en la memoria”, apunta a la naturaleza de la
frase, a su estructura verbal, que respondería a una arquitectura lo
suficientemente breve y rígida (trabada) para ser almacenada en la
memoria sin grandes dificultades. Esto que en apariencia es un
asunto menor, reviste, a poco que se reflexione sobre ello, una cierta
importancia. Por una parte, porque nos traslada al territorio de lo que
algunos expertos –Lázaro Carreter en su momento, por ejemplo, en
la estela de Jakobson- han denominado el lenguaje literal, es decir,
aquel que está concebido para ser reproducido en sus propios
términos y sin modificaciones ni alteraciones (sustanciales). Esta
propiedad, la “literalidad”, si se me permite la expresión, no es
exclusiva del aforismo y es más bien transversal. Se da en la poesía,
que sería un ejemplo de lenguaje literal, pero también en fórmulas
tan alejadas de lo poético como el epitafio, el refrán o el eslogan. En
cualquier caso, esa condición explica que ante un aforismo logrado –
como ante un buen verso o ante un eslogan de impacto- sintamos
que no se puede modificar sin traicionarlo. Ha nacido para ser
recordado y reproducido en sus propios términos (aunque en la
práctica admita leves modificaciones, especialmente si estas no
alteran su estructura rítmica de base). Por otra parte, porque la
condición “memorizable” parece remitir a la propia estructura
fisiológica
del
cerebro
humano.
No
pretendo
perderme
en
elucubraciones científicas ni antropológicas, pero hay que recordar
que el ser humano ha vivido miles de años ajeno a la escritura, una
tecnología que, en términos de tiempo histórico absoluto, es una
innovación relativamente reciente. El hombre ha recurrido a la
memoria
para
almacenar
información
importante
(social
o
individualmente) y en todas las culturas primitivas, en las que no
existe una escritura desarrollada y esa tecnología no se ha
generalizado, se ha recurrido –y se recurre- a fórmulas más o menos
estables (rígidas) que facilitan el almacenamiento de la información.
Su estructura, bien trabada, como una cápsula verbal, las hace
fáciles de recordar y de repetir. Y cabe aludir aquí a una de las más
conocidas teorías sobre el origen de la épica, que la vincula en todas
las sociedades con una tradición oral y formulaica.
Esta argumentación parece alejarnos vertiginosamente del
territorio del aforismo para llevarnos al de las elucubraciones seudo
científicas y seudo antropológicas, que añaden muy poco o nada a la
comprensión del género. Y es cierto –no pretendo hablar con el rigor
de un neurólogo y se trata de un salto lógico arriesgado- pero esto
serviría quizá para explicar el interés del ser humano por ese tipo de
fórmulas que parecen apelar a lo que sería un atavismo primitivo. El
hombre sentiría placer ante un tipo de uso lingüístico que activa lo
que podríamos considerar casi como un gesto reflejo. De ahí que
ese tipo de fórmulas hayan permanecido vivas a lo largo de la
historia y bajo una u otra variante hayan existido desde tiempos
remotos.
Por otra parte, plantearnos este tipo de cuestiones de alcance
muy general nos ayuda a acercarnos al aforismo –y a otras formas
breves- desde la otra vertiente, desde el lado del lector (y no
necesariamente del creador). Si es un género vivo, vigente, lo es
porque los lectores encuentran el él algo que les interesa y les atrae.
Y esta constatación que cae en la obviedad nos lleva casi sin querer
al segundo de los adjetivos empleados por Maingueneau. El
aforismo –y otros subgéneros afines- es/son “memorables”. Esto es,
y según el diccionario de la RAE, “dignos de ser recordados”. Y,
cabe preguntarse, ¿no nos sitúa esto precisamente en el territorio
del receptor? ¿No es al fin y al cabo su juicio el que decide que algo
–una frase más o menos compleja- es digna de ser recordada? Por
eso no resulta impertinente abordar el aforismo desde esta otra
perspectiva. Asumimos que es un género vivo y de plena vigencia –
así lo demuestra su éxito editorial y su difusión en las redes- y
convendría preguntarse tal vez por la razón de su éxito. ¿Qué
necesidades satisface? ¿Qué tipo de placeres de orden intelectual
produce que lo hacen atractivo para los lectores? Estas preguntas
suponen ir más allá de lo estrictamente memorable, porque hay
otras muchas dimensiones involucradas en el replanteamiento de la
cuestión, pero creo que la reflexión de Maingueneau tiene la virtud
de abrir las puertas hacia un abordaje distinto del aforismo y de otras
fórmulas afines. Más que intentar pensar lo que el aforismo es,
podríamos plantearnos que es lo que hace en el lector, qué es lo que
lo vuelve atractivo para él. Y si conseguimos una respuesta más o
menos razonable estaríamos a la vez en camino de explicar algunas
de las razones de su éxito y su vigencia.
Claro está que para alcanzar resultados significativos
tendríamos que realizar una investigación empírica y preguntar a un
amplio número de lectores. Sin embargo, a modo tentativo e
hipotético, en un ejercicio exploratorio y sin pretensiones de alcanzar
una verdad definitiva, podemos servirnos de nuestra propia
experiencia de lectores. De esa forma reconducimos la pregunta
desde un general “qué hace” (el aforismo) a un muy particular “qué
hace para mí”. La posible validez (generalización) de la respuesta
será en todo caso un problema posterior que queda por el momento
abierto.
Si pienso pues en mi experiencia personal como lector de
aforismos y otras formas afines, encuentro que los enunciados
aforísticos
satisfacen/activan
varias
recompensas
de
orden
intelectual y psicológico. En primer lugar, y sin que esto suponga
ninguna prelación, porque satisfacen nuestra inclinación por la
sorpresa y la novedad. Un buen aforismo ofrece siempre algo nuevo,
añade algo a lo ya conocido y lo hace imprevisiblemente, esto es,
alterando el orden esperable/esperado (hay novedades previsibles,
pero estas no interesan tanto). Esa novedad no corresponde tanto al
plano de la información pura, como al de la visión. Y esto conecta
con la idea de que el aforismo es una expresión pura de lo que los
formalistas
rusos,
con
Sklovski
a
la
cabeza,
denominaron
“desautomatizaciòn”. Recordemos las palabras del teórico ruso:
La percepción devora los objetos, los hábitos, la mujer y el
miedo a la guerra. “Si la vida compleja de tanta gente se
desenvuelve inconscientemente, es como si esa vida no hubiese
existido”. Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para
percibir que la piedra es piedra, existe eso que se llama arte. La
finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no
como reconocimiento; los procedimientos del arte son los de la
singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la
forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción. El
acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. El
arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya
está “realizado” no interesa para el arte.
Con los matices propios de escuela es lo mismo que en estas
latitudes y casi por las mismas fechas, Pérez de Ayala denominaba
el “ver por primera vez”. El fin del arte es ese, mostrarnos la realidad
sorprendida como haciéndose/formándose ante nuestros ojos, y esto
es algo que el buen aforismo cumple de manera sobresaliente,
ayudándonos a despojarnos de las rutinas perceptivas. Y el lector
sabe que el aforismo va a ofrecerle esa experiencia, de ahí que se
acerque a él con la sensación de una inminecia, de que algo
importante –un desvelamiento, una epifanía- puede ocurrir –va a
ocurrir- en la lectura.
Por otra parte, el aforismo y las formas breves en general
satisfacen un principio firmemente arraigado en la psique humana y
que podríamos denominar, a falta de mejores palabras, principio de
economía. El hecho de que toda esta operación se realice con el
menor número de palabras potencia la sensación de retribución en el
lector. La brevedad, y en especial la brevedad extrema, requiere un
esfuerzo añadido por parte del lector, pero por otra parte le otorga la
satisfacción de sentir que se le entrega más de lo que parece, que
se le está ofreciendo más por menos. Y eso está también
relacionado con la idea de plenitud, esto es, algo que está completo
y lleno a la vez.
Por otra parte, el aforismo tiene una cualidad impregnante.
Logra permanecer en la conciencia, dejando un poso. Sería el
concepto de regusto (“sabor que queda de la comida o de la bebida”,
según el DRAE) trasladado a una dimensión intelectiva. El aforismo
deja algo y tras la lectura permanece como una leve huella, como un
leve depósito de sentido. Además, su carácter elusivo y reticente nos
reta como lectores y nos obliga a jugar, poniendo en movimiento
nuestra capacidad constructiva/creativa. El buen aforismo no es para
ser leído una sola vez, sino para volver sobre él, para extraer todo su
jugo en sucesivas relecturas. Y en este sentido activa una vez más
nuestra sensación de retribución –un principio primitivo de economía
psíquica: obtenemos a cambio de nuestro esfuerzo más que lo que
aparentemente se nos ofrecía. El lenguaje, las palabras, nos dan
más de lo esperado en condiciones normales de uso. Como es fácil
de
entender,
todas
estas
recompensas
están
íntimamente
relacionadas entre sí y conforman una constelación que actúa en
una misma dirección potenciándose mutuamente. Esa conjunción
explica además una de las características del aforismo que
ya
mencioné más arriba y a la que vuelvo en este tramo final. Me refiero
a su fuerza impresiva, su facilidad para ser retenido y evocado una y
otra vez. Es un enunciado que no está concebido para ser
almacenado/alojado sólo en el papel, sino para incorporarse a la
conciencia del receptor, para permanecer en la memoria. Son las
características solidarias de memorizable y memorable a las que
aludía Mangueneau, que activan ciertos automatismos psíquicos.
Pero esta vez quiero volver a ellas para plantear desde lo que ellas
me sugieren y como cierre una propuesta controvertida, ciertamente
dudosa, y sin duda arriesgada, que atañe no sólo al aforismo, sino al
conjunto de las formas breves, que tanto auge han alcanzado en los
últimos años. La propuesta puede enunciarse como una pregunta
con respuesta abierta. ¿Podríamos vincular el éxito de las formas
breves con el surgimiento de una nueva oralidad? ¿Está vinculado a
una cultura en la que predominan formas de comunicación que se
aproximan cada vez más a la expresión oral? Ya sé que el postular
que vivimos en una nueva oralidad parece ir en contra de toda
evidencia. Nunca en una sociedad como la nuestra ha habido una
mayor alfabetización y la escritura se generalizado hasta extremos
desconocidos en otras épocas. Pero no deberíamos dejarnos llevar
por las apariencias: lo oral predomina sobre la escritura. Pero no
solamente porque los nuevos medios de comunicación masiva –tv,
cine, radio, vídeo- son predominantemente orales y visuales, sino
porque en aquellos otros en los que no sucede así y la escritura
sigue teniendo un gran peso –pienso en internet, por ejemplo- lo
escrito se asimila cada vez más a lo oral. O, dicho de otra forma, lo
oral coloniza la escritura y condiciona su forma y su función. Entre
otras cosas, destruyendo el concepto de texto, desmembrándolo y
atomizándolo. Convirtiéndolo en una sucesión de secuencias
relativamente autónomas, sin complejas relaciones de subordinación
y jerarquización. No estoy haciendo un juicio de valor –sería absurdo
negar valor a la cultura oral-, sino señalando que el auge de las
formas breves tal vez tenga algo que ver con las formas de
pensamiento y expresión que propicia esta nueva oralidad. Y esto no
es ni malo ni bueno; simplemente es. O al menos a mí me lo parece
y creo que merece la pena reflexionar sobre ello.
José Ramón González
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