Contra el mero epigonismo y la momificación del pensamiento

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ENSAYÍSTICA KOSICIANA
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Contra el mero
epigonismo
y la momificación
del pensamiento
estetológico
A partir de la revista Arturo. Publicado en La Nación, el domingo 1 de
octubre de 1989.
Por Gyula Kosice
a historia cultural argentina registra con
minuciosidad los dos tipos de fenómenos:
la creación de revistas de gran envergadura y larga tradición, capaces de marcar con
fuerza el estilo de una época, y el élan intelectual de varias generaciones, como ocurrió con
“Nosotros” y “Sur”, o la sorprendente aparición
de fulgurantes proyectos revisteriles que no superaron su provocativo primer número (o un reducidísimo número de ediciones, en el mejor
de los casos), pero que, sin embargo, actuaron
como decisivos factores de renovación e, inclusive, de duradera conmoción ideológica o
estética en el no siempre receptivo panorama
de la realidad cultural de nuestras latitudes, como terminó por ocurrir, entre otros casos significativos, con los ejemplos de “El Mercurio de
América”, “Proa”, “Canto”, etcétera.
A este segundo género de fenómenos pertenece, por derecho propio, la revista “Arturo”, cuyo mítico número fundacional de 1944 (el único
que alcanzó a conocer los beneficios y notoriedades de la circulación) puede ser considerado
como el acta de nacimiento, entre nosotros, de
la vanguardia que propiciaba un arte de no representación, superador de las viejas recetas
estéticas, que se habían escalonado desde el
L
impresionismo francés hasta los propios umbrales de la década del '40, con su repertorio
nostálgico de dogmas figurativos y su apego
poskantiano a las diferentes maneras de la
sensibilidad neorromántica, idealista, expresionista y psicologista.
Aparecida en Buenos Aires durante el verano
de 1944, “Arturo” prolongará su influencia a lo
largo de la década como esos rizomas que
emergen subterráneamente a distancia de la
planta original, provocando floraciones imprevistas y muchas veces impensadas, como lo
fueron, durante el '40 y el '50, las distintas ramificaciones, cismas, y heterodoxias derivadas
de aquella “revista de artes visuales” que habíamos fundado con Rothfuss, Quin, Maldonado
y Bayley.
En lo esencial, y vale la pena aclararlo pues la
revista ya es una codiciada rareza bibliográfica,
el sumario de “Arturo” contenía textos de artistas y poetas a los que considerábamos cercanos, como Joaquín Torres García, Vicente Huidobro y Murillo Méndez, reproducciones del
primero y de Kandinsky y Pier Mondrian, junto
a materiales teóricos que nos pertenecían, como el decisivo “El marco: un problema de la
plástica actual”, de Rothfuss, poemas de Bayley,
Arden Quin y míos, dibujos y viñetas de Lidi
Prati, etc. La tapa de la revista -y aquí afloraba
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en cierto modo una inconsecuencia conceptual
que tendría que ver con la porosidad estética
de ese momento y con ulteriores caminos artísticos y personales- había sido impresa en los
Talleres Gráficos de Domingo F. Rocco sobre
un taco original de Tomás Maldonado, cuyo
automatismo contrastaba visiblemente con la
propuesta de un arte que se ubicaba, precisamente, en las antípodas de todo figurativismo
o automatismo.
“El hombre no ha de terminar”
Ese urgido y cautivante umbral de los años '40
nos ofrecía seducciones poderosas y nos reclamaba respuestas, aunque éstas fueran incipientes e inclusive contradictorias. En un ambiente no siempre comprensivo, que podía llegar a la hostilidad y la ironía cuando se rebasaban ciertas fronteras perceptivas consagradas,
nosotros discutíamos con apasionamiento y tenacidad las viejas y las nuevas teorías y cosmovisiones que nos llegaban de Europa, desde
el futurismo italiano y el cubismo, hasta las exploraciones del neoplasticismo, la Bauhaus y el
concretismo todavía en cierne.
Las polémicas reuniones del café “Rubí”, de
Once, y de “La Fragata”, de la calle Corrientes,
a las que concurrían entre otros Elías Piterbarg,
Clément Moreau, el polaco Witold Gombrowicz
y el compositor Juan Carlos Paz, nos planteaban constantemente la necesidad de revisar teorías y de problematizar ese epigonismo que
advertíamos en el apasionamiento y la turbulenta argumentación de muchos de nuestros
interlocutores, aunque compartiésemos con
ellos admiraciones y la certeza de un tiempo de
profundos replanteos en los terrenos de la estética, la producción artística, las relaciones
sociales y la propia percepción de la vida cotidiana. Los polemistas del café Rubí éramos
plenamente conscientes de que una realidad
avasalladora estaba irrumpiendo en las artes
visuales, una realidad que replanteaba (o proponía por primera vez) interdependencias deslumbrantes con otras disciplinas estéticas y
técnico-científicas, y por eso hablábamos de
una armonía polidimensional de la obra con autonomía propia, libre de cualquier justificación
referencial, y nos oponíamos al onirismo y al
surrealismo en cualquiera de sus eventuales
manifestaciones, en busca de una nueva opción estética y técnica que tomase en cuenta
articulaciones inventivas y concretas dotadas
de plena autonomía, frente a las demandas de
una vida social que comenzaba a derivar hacia
nuevos planteos existenciales y comunitarios.
En mi caso particular -en esa etapa predecesora de los satélites y los vuelos espacialeshabía anunciado en “Arturo” que “el hombre no
ha de terminar en la Tierra”, y estaba empeñado en las experiencias e investigaciones iniciales con la escultura articulada y móvil, antecedente del cinetismo, junto con la puesta a punto de las por entonces complejas estructuras
lumínicas de gas de neón, que también tendrían
un carácter precursor, como lo reconocerían
más tarde Lucio Fontana, Córdova Iturburu,
Osiris Chiérico, Jorge Romero Brest, Rafael
Squirru, Guillermo Whitelow, Juan Jacobo Bajarlía, Romualdo Bruschetti y otros críticos e historiadores internacionales del arte contemporáneo.
“Arturo” en su constelación
No estuvimos solos, desde luego, en este primer
embate fervoroso contra el mero epigonismo y
la momificación del pensamiento estetológico.
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Nos relacionamos por entonces con figuras
que habían captado lo esencial del mensaje renovador propuesto en las páginas de “Arturo”,
como el poeta Alberto Hidalgo, el Dr. Ramón
Melgar y el psicoanalista Enrique Pichon-Ri vière, quienes de un modo u otro aportaron
una voz de aliento y estímulo en una Argentina
todavía insensible a los aportes implícitos en
las pinturas con marco estructurado de Rothfuss, las poesías de Bayley y mis primeras esculturas cinéticas.
El nombre “Arturo”, que por entonces podía
sonar ambiguo o excesivamente ambicioso,
terminó por resultar ajustado al espíritu de
aquellos jóvenes que se proponían fundar una
línea de pensamiento autónomo y claramente
discernible en su especificidad histórica.
Cuando estábamos en esa búsqueda azarosa
-nombrar siempre lo es- propuse el nombre
propio “Arturo”, que designa a una de las veinte estrellas más brillantes del universo: Arturo
o el Guardián de la Osa, según la etimología
astronómica griega, en referencia a la bella y
luminosa estrella de primera magnitud que
completa la constelación boreal de Boyero.
Sostengo que el primitivo impulso nominalista
resultó afortunadamente apropiado, porque la
propuesta “invencionista” de Arturo -que se diferenciaba nítidamente de los paradigmas europeos a la moda, en beneficio en todo caso,
de una lectura rioplatense del racionalismo, el
concretismo y el constructivismo- encontraría
nuevas formas de reformulación en tres o cuatro eventos que capitalizarían con rapidez los
desarrollos, los logros y las líneas de fractura
de la incipiente vanguardia argentina. El primer
evento de la serie, en enero de 1945, fue la
aparición de la plaqueta “Invención”, en la que
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me explayaba sobre los perfiles “invencionistas” de la nueva tendencia.
Nueve meses más tarde, en octubre de 1945,
la casa de Enrique Pichon-Rivière en la calle
Santa Fe alberga la primera exposición de lo
que denominamos Arte Concreto-Invención.
Hacia fines de 1945, la casa de la fotógrafa
Grete Stern sirve a su vez como marco para la
segunda muestra de lo que ya designábamos
Movimiento de Arte Concreto-Invención, en
este caso con un despliegue interdisciplinario
más nutrido que el que habíamos exhibido en
la primitiva muestra de Pichon-Rivière.
Los otros caminos
El año siguiente -1946- será, en cambio, el año
del cisma y de las grandes querellas. Una fracción del núcleo arturista realizará su muestra
colectiva en la galería Peuser bajo el nombre
de Asociación de Arte Concreto-Invención. La
otra fracción ya se identifica, cuando termino
de redactar el Manifiesto, como Arte Madí, cuya primera exposición se realiza en el Instituto
Francés de Estudios Superiores (Galería Van
Riel, agosto de 1946). La segunda tendrá lugar
en octubre del mismo año en el salón de la Escuela Libre de Artes Plásticas Altamira, en la
que enseñaban, entre otros, Lucio Fontana,
uno de los artistas que percibió con mayor claridad el nuevo sesgo y la auténtica originalidad
de las propuestas de Madí. La tercera muestra
del Movimiento Madí, en noviembre de 1946,
se alojará en el viejo Bohemian Club de las Galerías Pacífico(1).
A partir de “Arturo”, en suma, como hito inaugural, se puede hablar en la Argentina de un arte
y una poesía que incursionan por primera vez
en otras dimensiones de la reflexión estética y
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la práctica artística, reelaborando con un perfil
y un estilo de notable autonomía las propuestas renovadoras de Kandinsky, Mondrian, Gabo, Pevsner, Moholy-Nagy, Huidobro, etc. La
historia del arte argentino contemporáneo ya
ha registrado, con mayor o menor información
y espíritu partidista, la existencia de episodios,
fenómenos y movimientos como Madí, la Asociación de Arte Concreto-Invención, el Espacialismo de Fontana, los ocho números de la
revista Arte Madí Universal, Perceptismo, el
Salón des Réalités Nouvelles, en París (1948),
histórico en más de un sentido, pues se trata
de la primera muestra de conjunto de la vanguardia argentina en Europa, junto con otros
jalones que testimonian la fecunda y polémica
existencia de las nuevas escuelas entre 1940 y
1950.
De Madí, en particular, se puede afirmar que
aportó y desarrolló no pocas ideas-fuerzas en
un campo que a la distancia podemos reconocer como ambicioso y singularmente creativo,
conscientes de la importancia de que nuestro
Museo Nacional de Bellas Artes cuente con
una pequeña sala dedicada al primer movimiento que exportó arte argentino al exterior.
Basta recordar, por ejemplo, para ordenar la
memoria de las cosas, el marco recortado y estructurado, precursor del shaped canvas de
muchos artistas norteamericanos y europeos;
la introducción de elementos cinéticos en la
escultura, como la rotación, la traslación y la
transformación (Royi, de 1944), plexiglas, la pintura articulada con planos y colores móviles, el
uso del gas neón y específicamente el agua,
como elementos constructivos o mi propuesta
de una arquitectura trasladable y suspendida
(plasmada en la hipótesis integrativa de la Ciu-
dad Hidroespacial) entre otros aportes que la
crítica ha reconocido como anticipatorios y que
en más de un terreno ejerció su influencia en el
plano internacional(2).
“Arturo”, en síntesis, con su incipiencia y su
corta vida cumplió, sin embargo, un papel fermental y decisivo en ese proceso metabólico
que alimenta los secretos e imprevisibles mecanismos de la creación, abriendo unas puertas por las que se colaba el incitante espejo del
futuro y de la aventura humana. En 1944 (época negra por las atrocidades de la Segunda
Guerra Mundial) ciertas postulaciones sonaban
a mera utopía poetizante, inclusive para nuestro desvelado entusiasmo juvenil (3).
Hoy, estas nuevas coordenadas, que son la
afirmación del ser hacia el siglo XXI, sobrevuelan las posiciones de la transvanguardia y otras
poluciones como el juego de la banalidad y la
simulación. Con los datos al alcance de la mano, parece insoslayable aquella luminosa y a la
vez turbadora intuición en el texto de “Arturo”:
“El hombre -seguramente- no ha de terminar
en la Tierra”. Esa estrella ilumina todavía los
horizontes y otras fronteras.
NOTAS
1) Jorge B. Rivera. Madí y la vanguardia argentina. Tapa de Grete Stern. Ediciones Paidós,
Buenos Aires, 1976.
2) Osiris Chierico. Reportaje a una anticipación.
Ediciones Gaglianone, Buenos Aires, 1979.
3) G. Kosice. Arte Madí. Ediciones Gaglianone,
Buenos Aires, 1982. Documenta gráficamente
los hechos sobresalientes de ese período.
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