Pablo Sendon

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Modos de pensamiento *
Godfrey Lienhardt
Ninguno de quienes estudiamos las sociedades salvajes diría, hoy en día, que existen
modos de pensamiento confinados a los pueblos primitivos. Ocurre, más bien, que
nosotros mismos poseemos modos especializados de aprehender la realidad. Los
disertantes en esta serie de conferencias, es cierto, tal vez hayan descripto nociones
que nosotros no damos por probadas tan fácilmente, y, sin embargo, son un lugar
común entre muchos pueblos que carecen de nuestra ciencia y nuestra tecnología.
No obstante, cualquier sentido de proporción histórica —y el pensamiento histórico
o el sentido de las relatividades son una de nuestras características distintivas—
nos recuerda que son algunos de nuestros hábitos de pensamiento los que resultan
recientes y poco comunes. Somos prácticamente los únicos, por ejemplo, que no
tomamos seriamente la brujería, o el parentesco lejano; y nuestra indiferencia ante
tales asuntos nos distancia tanto de los salvajes como de aquellas antiguas culturas
cuya civilización, en otros aspectos, estamos orgullosos de continuar.
Más aún, desde el siglo XVIII, por lo menos, hemos estado más bien
dispuestos a olvidar que una representación satisfactoria de la realidad debe buscarse
en más de un sentido, que el razonamiento no es el único modo de pensar, y que
existe un lugar para el pensamiento meditativo e imaginativo.
Nuestro pensamiento, en algunos aspectos, ha roto el molde tradicional.
El lamento por una perdida integridad de pensamiento y sentimiento, que parecía
formar parte de la experiencia primitiva, llevó a hombres tales como D. H. Lawrence
o Gauguin a describir un salvaje gnóstico, instintivamente consciente de una armonía ausente en la vida humana moderna: un salvaje vigoroso, activo, irreflexivo. Tal
vez, muchos de quienes hemos vivido en compañía de los primitivos llegamos a
percibir lo singular que resulta que la mente se vuelva directamente hacia aquello
que busca saber, sin preocuparse por ella misma en tanto objeto de conocimiento.
Éste era el tema de los comentarios que William James hiciera sobre el neopaganismo
de Walt Whitman, cuando escribió acerca del poeta y su “orgullo consciente al
*
La presente forma parte de un conjunto de conferencias que E. E. Evans-Pritchard, R. Firth, E.
R. Leach, J. G. Peristiany, J. Layard, M. Gluckman, M. Fortes, y G. Lienhardt dieran para la BBC
bajo el título “Los valores de la sociedad primitiva”.
Publicado en E. E. Evans-Pritchard (et al.), The Institutions of primitive society, Oxford, Basil
Blackwell, 1954, pp. 95-107. [N. del T.]
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verse libre de flexiones y contracciones, que vuestro genuino pagano nunca
conocería”, y lo contrastó con “la integridad de las reacciones instintivas” y “el
verse libre de toda sofistería e impostura moral” que, según James, “da una dignidad
conmovedora a los antiguos sentimientos paganos”.
Éstas son, con todo, impresiones de la falta de autoconciencia del pensamiento primitivo. Los antropólogos buscamos, antes bien, conocer su contenido.
Cuando vivimos con los salvajes y hablamos sus lenguas, cuando aprendemos a
representarnos su experiencia a su manera, llegamos a pensar como ellos, tanto
como es posible sin dejar de ser nosotros mismos. Eventualmente, tratamos de
representar sus concepciones, de un modo sistemático, por medio de nuestras
construcciones lógicas; y esperamos, cuanto mucho, reconciliar de este modo lo
que puede expresarse en sus lenguajes con lo que puede expresarse en el nuestro.
Establecemos una mediación entre sus hábitos de pensamiento, que hemos adquirido
junto a ellos, y aquellos otros de nuestra propia sociedad; al hacer esto, finalmente,
no nos encontramos explorando alguna misteriosa “filosofía primitiva”, sino las
potencialidades de nuestro propio lenguaje y nuestro propio pensamiento.
El problema de describir a otras personas cómo piensan los miembros de
una tribu remota, entonces, comienza a aparecer más bien como un problema de
traducción; se trata de producir la coherencia que el pensamiento primitivo posee
en los lenguajes en los que realmente vive, dentro de nuestro propio lenguaje y tan
claramente como sea posible. Para esta suerte de traducción, los diccionarios, con
sus simples equivalencias, no resultan demasiado útiles. Si, por ejemplo, expongo
sin más comentarios que algunos hombres primitivos hablan de los pelícanos como
si fueran sus medio-hermanos, no hago más que ofrecer al lector una frase que, tal
como aparece en inglés, sugiere la atmósfera del cuento de hadas o de la tontería.
Por supuesto, gracias a diversos escritos sobre los salvajes, entendemos que tales
situaciones existen; pero una vez afirmado esto, no podemos decir que los hayamos
entendido adecuadamente y tal como son. La gente que relaciona de este modo a
los hombres con aves o bestias asume, sin embargo, esa asociación con naturalidad,
suponiendo que tal tipo de cosas es posible y dando por sentado en qué sentido lo
es; todo lo cual elude la simple traducción literal. Para hacer esto comprensible en
inglés, sería necesario ofrecer una muestra completa de las visiones acerca de las
relaciones entre humanos y no-humanos, las cuales son bastante distintas de las que
nosotros mantenemos; pero no, por eso, necesariamente menos razonables.
Cuando intentamos circunscribir el pensamiento de una sociedad primitiva
en nuestro lenguaje y categorías, y sin modificarlas para recibirlo, es cuando ese
pensamiento comienza, en parte, a perder el sentido que parecía poseer. Muchas
veces me dijeron, en el Sudán, que algunos hombres se convierten en leones; de
hecho, hay leones que existen también bajo un aspecto humano. Enunciada de este
modo, la afirmación parece curiosa y supersticiosa, ya que pensamos en un hombre
y un león como dos seres necesariamente distintos. No se nos ocurre que puedan
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representar dos formas de ver a un mismo ser. En seguida surge la cuestión de si una
criatura es “realmente” un hombre, o “realmente” un león, pues no nos es dado
pensar en ninguna criatura que exista en más de una manera. Esto es, sin embargo,
lo que se afirma en partes del Sudán, cuando se dice que algunos hombres son
bestias de algún tipo.
Nos vemos inclinados, además, a traducir esta equivalencia entre hombres
y leones como un símil o una metáfora, o a buscar las razones por las cuales esta
“confusión”, como tal vez estemos tentados de llamarla, pudo haber tenido lugar.
Pero la misma gente no confunde a los hombres con las bestias; simplemente, no
distingue todos los hombres de todas las bestias del mismo modo que lo hacemos
nosotros. Parecen sugerir que la naturaleza animal y la naturaleza humana pueden
estar presentes en un mismo ser.
Como antropólogos, debemos dar al menos un asentimiento temporario a
estos modos de pensamiento. Con esto quiero decir, tan sólo, que debemos estar
preparados para aceptarlos en la mente sin intentar racionalizarlos desde el primer
momento, con el fin de, por decirlo de algún modo, encajarlos en un lugar preparado
de antemano para otras ideas más familiares. Sólo mediante esta suspensión de la
crítica es posible aprender, gradualmente, cómo un pensamiento de este tipo, en su
contexto, resulta una representación de una experiencia que, al menos, no es
autocontradictoria, y la cual puede dejar satisfechos a hombres no menos racionales
—si menos racionalizantes— que nosotros. Marcamos una clara distinción entre la
metáfora y el hecho, y somos llevados a asumir que la afirmación “algunos hombres
son leones” es de un tipo o del otro, según se acepte figurativa o literalmente. Debemos aprender que muchas veces, al traducir lenguas primitivas, no es posible realizar
este tipo de distinción entre lo literal y lo metafórico; debemos contentarnos con
reconocer que, en realidad, no puede decirse que tales afirmaciones realizadas por
los primitivos sean de un tipo o del otro. Reposan entre estas categorías, y sin
encajar de manera inevitable en ninguna.
¿Cómo puede un europeo, por ejemplo, prestar asentimiento al pensamiento
africano en cuanto a la brujería? No es cuestión, pienso, de sostener prematuros
argumentos contra la brujería en tanto realidad existencial, sino de intentar ver, ante
todo, lo que su creencia representa para una sociedad particular. El más completo
estudio que poseemos sobre la brujería en África es el libro del profesor EvansPritchard, Wichtcraft, Oracles and Magic among the Azande;1 y, puesto que la
brujería parece encontrarse tan distante de nuestro pensamiento como cualquier
noción de los pueblos primitivos, me gustaría sugerir, en referencia a los azande,
qué es lo que hacemos cuando estudiamos los modos primitivos del pensamiento.
1
Edward E. Evans-Pritchard, Witchcraft, Oracles and Magic among the Azande, London, The
Clarendon Press, Oxford University, 1937. [En castellano: Brujería, magia y oráculos entre los
Azande, Barcelona, Anagrama, 1976.]
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Los azande son un pueblo sumamente inteligente del sur del Sudán y el
Congo belga. Si buscáramos comprender lo que la brujería significa para ellos,
deberíamos comenzar, como hacemos al asentir con el pensamiento de cualquiera,
formulando una o dos de las presunciones que ellos mismos aceptan. Debemos
asumir que la muerte o la desgracia de un hombre requieren una explicación específica; debemos asumir que los seres humanos, sin realizar acto físico alguno, pueden
dañarse unos a otros; y debemos suponer que una posible forma de explicar la
muerte o el sufrimiento es afirmando que alguien, algún brujo humano, es
responsable por ellos. Además, debemos aceptar que es posible que los oráculos
revelen la verdad cuando otros medios fallan.
Al formular estas presunciones puede parecer que nos separamos de los
azande; pero quizá nos encontremos más cerca de ellos si entendemos que también
reconocen lo que debiéramos llamar las causas naturales de la muerte y la desgracia,
de acuerdo a su conocimiento científico —el cual es, por supuesto, defectuoso en
comparación con el nuestro—. No están satisfechos, sin embargo, con sostener
que las causas naturales son las únicas; desde este punto de vista, su razonamiento
acerca de las causas es más inquisitivo que el nuestro. Usualmente, nosotros nos
damos por satisfechos, en los casos de muerte o desgracias, con hablar de
“accidentes”, asumiendo con frecuencia que otras preguntas resultan inútiles.
Pero los azande realizan esa otra pregunta: ¿por qué debe ocurrir que un hombre
particular, en un momento particular, se enferme o encuentre la muerte? En teoría,
otro hombre pudo igualmente sufrir en su lugar, o el accidente pudo no haber
sucedido. ¿Qué ha puesto, entonces, a ese hombre en las circunstancias que lo
llevaron a la muerte?
Si formuláramos estas preguntas, generalmente contestaríamos a ellas
alegando que se ha tratado de la Providencia, la fortuna, o la coincidencia. No
podemos, sin embargo, actuar contra ellas. En cambio, los azande, frente a la
desgracia, buscan alguna explicación que les ofrezca la oportunidad de actuar.
Buscan, para evitar posteriores sufrimientos, enfrentar al problema en su misma
fuente. Sostienen entonces que los brujos son responsables por algunas desgracias;
e intentan averiguar quiénes los han dañado, presentando a un oráculo impersonal
los nombres de quienes resulten sospechosos de anhelar ese daño.
Este sistema muestra ciertas afinidades entre el pensamiento azande y el
nuestro, en una situación que es, por otro lado, muy lejana a cualquier otra que
conozcamos. Suministran un veneno especial a las aves, y luego realizan, a este
veneno oracular que se halla dentro de ellas, las preguntas que desean responder.
Dicen al veneno que, si el caso es tal o cual, debe matar al ave, mientras que si es
cierto lo contrario, el ave debe vivir. Si ésta sobrevive a la primera pregunta, entonces
debe morir cuando ésta se reformule en forma negativa con el objeto de confirmar
la primera respuesta.
Con frecuencia, en una misma sesión se exponen varias de estas cuestiones
frente a los oráculos. Si éstos se contradicen en una o dos preguntas, se sospecha la
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interferencia de algún brujo, y las preguntas en cuestión son relegadas para otro
día. Si el veneno mata a todas las aves, se lo llama un veneno tonto, y si ninguna de
éstas muere, se lo llama un veneno débil. Cuando se sospecha de un veneno, se lo
examina mediante una pregunta deliberadamente absurda; por ejemplo:
“Oráculo del veneno, dile a la gallina acerca de estas dos lanzas. Estoy por
subir al cielo: si voy a atravesar a la luna con ellas, mata al ave. Si no voy a
atravesar a la luna, veneno del oráculo, perdona al ave”.
Queda claro que el objeto de la consulta es descubrir ciertas clases de verdad a las
que no se puede acceder de otro modo; pero resulta interesante observar que, al
administrar veneno a las gallinas, los azande muestran incluso cierta afinidad con
nuestros más rigurosos procedimientos para determinar la verdad. Intentan probar
una hipótesis de forma positiva y negativa, y utilizan la prueba del absurdo en casos
extremos.
Sin embargo, entre los azande no se advierte el énfasis que nosotros
ponemos en la amplitud crítica y en las pruebas experimentales. Ellos no intentan
generalizar su experiencia de la brujería y los oráculos en una teoría singular y
autoconsistente; por otra parte, no hubieran podido hacerlo, ya que la confianza en
sus nociones es sostenida, no por la relación lógica entre ellas en un plano abstracto,
sino por su precisión para explicar situaciones particulares y aisladas. Así, la teoría
del antropólogo sobre la brujería azande no destruiría la creencia de estas gentes en
la realidad de sus brujos; antes bien, les proveería una comprensión teórica y crítica
de la materia, que serviría para suplementar sus experiencias prácticas.
Esto no ocurre de este modo porque el antropólogo se halle comprometido
con una creencia en la brujería tal como la comprenden los azande. Él la ve desde
un ángulo muy diferente. Al referirse a la brujería, los azande explican ciertas clases
de desgracias y muertes; el antropólogo no busca explicar estos problemas mediante
su teoría, sino explicar qué ocurre cuando se las atribuye a la brujería y no, como
entre nosotros, a otras causas.
Hay otro rasgo de la brujería que también debiera mencionar: generalmente,
las personas sospechan que ésta es obra de aquellos que, según creen, los odian, o
bien de quienes ellos mismos odian. Como análisis psicológico de la situación,
entendemos esto perfectamente; sabemos que atribuimos malas intenciones a aquellos hacia quienes no sentimos una buena disposición. Pero esta misma situación
puede parecer bastante extraña cuando lo que vemos como las maquinaciones
internas de malos sentimientos son externalizadas, cuando se piensa que éstas
pueden provocar un daño real, y de un tipo que atribuimos tan sólo a los agentes
físicos. En Zande, en lugar de preguntarnos qué gente posee una inclinación a
dañarnos, preguntamos al oráculo cuál de las personas que conocemos está intentando embrujarnos.
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Existen otros ejemplos, provenientes de los pueblos primitivos, en los
cuales lo que para nosotros proviene del interior de la mente —acaso un estado de
conciencia— es representado como algo exterior a ella, una fuerza que actúa sobre
ella desde fuera y sin ser producida por ella. Lo que aquí en Inglaterra, por ejemplo,
describiríamos como un desarreglo nervioso o psicológico, en las sociedades primitivas podría ser visto como la posesión de un espíritu o un demonio. De igual modo,
las figuras que aparecen en los sueños con frecuencia son distinguidas con claridad
de quien sueña y se las encuentra; éstas vienen hacia él, y no, como lo vemos
nosotros, de su mente. En un sentido, nosostros distinguimos con menor claridad
que los pueblos primitivos entre el yo como sujeto de la experiencia y lo que no es
el yo como sujeto de ésta. Cada vez más, parece que entendemos que es la mente
humana la que crea, de algún modo, lo que, entonces, procede a conocer.
En resumen, he venido hablando de lo que se dice que los pueblos primitivos “creen”; en general, lo que puede ser visto como su fe ha recibido más publicidad
que su escepticismo. Aun así, el escepticismo y el reconocimiento irónico de las
ambigüedades de la experiencia y el conocimiento humanos se encuentran, sin duda
alguna, entre ellos. He conocido muchos individuos cuyo aparente agnosticismo
sobre cuestiones con las cuales, sin embargo, asentían de algún modo, sorprendería
a aquellos que entienden que la duda inteligente es un logro europeo reciente. Algunos primitivos pueden cuestionar, tras reflexionarlo, la misma religión que practican,
señalando la improbabilidad o incluso la estupidez de algunas de las situaciones
míticas sobre las que ésta se basa. Muchos acontecimientos improbables, acerca de
los cuales habla la sabiduría tradicional de la sociedad, claramente les parecen a
ellos tan extraños como a nosotros; pero, a diferencia nuestra, ellos no toman estos
acontecimientos como imposibles tan sólo porque parezcan improbables. En
cualquier caso, un mito es “lo que dicen los hombres”; no es algo sobre lo cual
resulte posible adquirir esa experiencia directa que podemos llamar conocimiento.
En algunas sociedades primitivas, al menos, nadie pretendería saber si la historia
de los orígenes humanos es, ella misma, verdadera. Las personas saben sobre aquello
sobre lo cual les han hablado, y eso es suficiente. A menudo reconocen también que
otros pueblos poseen tradiciones diferentes; pero no se sienten obligados, por ello,
a buscar una consistencia en las distintas historias, ni a afirmar dogmáticamente la
verdad de una antes que la verdad de otra. Los mismos hombres pueden, de este
modo, aceptar en su mente distintos relatos del mismo evento mítico, sin “creer” en
uno antes que en el otro, y aun sin mirar a ninguno como ficticio. Cuando los primeros
viajeros escriben, entonces, que un pueblo primitivo “cree” esto o lo otro, a menudo
crean una impresión injustificada de la credulidad salvaje. Al tomar demasiado
literalmente algún relato contado por la gente que estudiaban, muchos antropólogos
han recibido burlas por su propia credulidad. Es como si, al escuchar decir en
Inglaterra que existen hombres en la luna, un extranjero procediera a hablar con los
ingleses como si éstos creyeran tal cosa.
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Uno puede escuchar, por ejemplo, que los animales son capaces de hablar
como hombres, y que los hombres y los animales forman una sola sociedad. Nuestra
reacción frente a este tipo de historias es preguntar si la gente las acepta como
afirmaciones referidas a hechos históricos, ya que esto significa “creer” para nosotros.
Pronto nos damos cuenta de que no hacen nada parecido y que, como ocurre con
nuestra ficción, es para ellos irrelevante si las historias son, por decirlo así,
objetivamente verdaderas. Carecen de nuestra tradición de discernimiento crítico
entre hecho y ficción en el estudio científico de la historia, y, por lo tanto, no equiparan
la verdad con el hecho, como nosotros acostumbramos hacer. Aun así, en muchas
sociedades primitivas hay algo de la distinción que realizamos entre mito e historia,
ya que los hechos del pasado reciente son entendidos de otro modo que aquellos del
tiempo remoto y original, el cual, al estar ubicado en el inicio, en realidad trasciende
el tiempo histórico, la secuencia y la probabilidad. Como resultado, se tiene una
impresión bastante errónea de lo que pueden pensar los pueblos primitivos si se
supone que sus mitos poseen, para ellos, el mismo tipo de validez que nuestra historia
tiene para nosotros.
Fue Lévy-Bruhl quien fundó el estudio del pensamiento primitivo. Fue él
el primero en ver claramente que, con frecuencia, al estudiarlo es necesario buscar
la naturaleza de su coherencia fuera de los principios lógicos de nuestro pensamiento
formal. Por desgracia, al hacerlo creó una “mentalidad primitiva” teórica, con una
estructura y orientación muy diferentes de la nuestra. Mediante lo que él mismo
admitió como una distorsión consciente, presentó a un salvaje cuyo pensamiento
consistía casi por completo en la fusión de lo que nosotros vemos como las cualidades
y propiedades de las cosas, y cuyo lenguaje era a menudo una representación apenas
transformada de la experiencia sensible directa. Algunos autores recientes han
intentado refinar sus nociones, afirmando que para los primitivos la distancia entre
sujeto y objeto, conocedor y conocido, resulta menor que la que existe entre nosotros.
Estos intentos representan un compromiso entre las antiguas interpretaciones literales,
que a menudo presentan a los salvajes como infantiles e irracionales, y el retrato de
algún modo impresionista que hace Lévy-Bruhl de los pueblos primitivos como
“totalmente místicos” a la hora de aprehender la realidad. No es cierto, desde luego,
que los pueblos primitivos sean menos prácticos o lógicos que nosotros en el curso
ordinario de la vida cotidiana. Todos valoran el conocimiento empírico, y ejercitan
la habilidad, la previsión y el sentido común; y en este campo entendemos su razonamiento sin ningún esfuerzo. No debemos, entonces, suponer que todo pensamiento busca devenir como el nuestro, tal como éste aparece cuando reflexionamos
sobre él en tanto “pensamiento” —es decir, o bien preocupado por la demostración
lógica de la verdad y el error, o bien meditativo e imaginativo—. Si suponemos esto,
introducimos en el pensamiento primitivo distinciones a las que hemos llegado por
medio de una reflexión sistemática y elaborada acerca del nuestro. Y no lo vemos tal
como es.
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El estudio del pensamiento primitivo, entonces, nos recuerda que no siempre
es apropiado suponer que las interpretaciones metafóricas y literales de la experiencia son, en la misma naturaleza del pensar, diferentes; es tan sólo cuando nosotros, a diferencia de la mayoría de los pueblos primitivos, pensamos acerca del
pensamiento, que comenzamos a realizar este tipo de distinciones. Buena parte del
pensamiento no científico parece reposar en la aprehensión de las analogías; como,
por ejemplo, decir que el cielo es a la tierra como Dios es al hombre, la lluvia a los
granos, lo alto a lo bajo, etc. Tales sistemas de analogía varían de una sociedad a
otra, y son accesibles al estudio antropológico. Es tan sólo cuando los tomamos
como algo distinto de lo que son —cuando afirmamos la identidad de la lluvia y
Dios, por ejemplo, y no una relación analógica entre ambos—, que comenzamos a
preguntarnos cómo es posible que seres razonables hayan llegado a “creer” en
ellos.
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