Una cinta de seda blanca Si digo que el tiempo del que hablo

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Una cinta de seda blanca
Si digo que el tiempo del que hablo todavía tenía embrujo es porque a cada
despertar le seguía una sensación de misterio por lo que habría de ser
descubierto.
Al abrir los ojos, mi mundo se presentaba todas las mañanas como un
desconocido presto a informarme de las últimas novedades.
Siempre había novedades.
No importaba que los ojos pesasen por la gravidez del último sueño ni
que el calor bajo las mantas obligara a acurrucarse una vez más, torpemente,
pues en estos recuerdos el invierno era una capa transparente de pintura
húmeda de fondo, capa que me aporta siempre un sabor agrio.
Mi mundo no era feliz, que ésa es una ñoñería impuesta por padres
opulentos, sospecho ahora cuando tengo motivos sobrados para ser
desconfiado con las relaciones causa / efecto; mi mundo era misterioso.
Si me satisfacía era por esto, bien a pesar de los sustos y de los miedos
que entonces iba aprendiendo.
Abrí los ojos, al fin. El arcón de la abuela estaba iluminado por una
lámina de luz cruda que se colaba por la rendija que dejaba la puerta de la
habitación. El abuelo roncaba en la otra cama y ella trajinaba en la cocina. Lo
demás, oscuro.
Soñar..., pero el sueño se había ido a dormir y el embozo de la sábana
se pegaba a mi rostro como una soldadura tibia de la que emanaba un aroma
de hierba jugosa, porque a pesar de la humedad casposa y persistente de
aquella casa humilde, mi abuela presumía de limpieza.
Agucé el oído, pero no se escuchaba la lluvia sobre el tejado, sólo los
pasos de ella y un tintineo cristalino de la cucharilla revolviendo en el tazón de
café... También oí un suspiro.
Cuando yo disolvía el azúcar en el tazón de leche, la cuchara rasgueaba
la porcelana y este sonido no transmitía alegría, más parecía un susurro. La
leche, densa y marfil, mostraba un reborde amarillo, grasa animal que
alimentaba, y yo aspiraba su olor tibio azucarado.
Luego salimos a la calle entre la lluvia y caminamos por caminos de
monte hasta que descendimos a una carretera por donde pasaban los tranvías.
Unos tranvías amarillos y embarrados que olían a grasa quemada, con
números rojos en sus frontales. De noche, los postes de luz iluminaban cercos
amarillentos, rielados por rayitas brillantes. En el interior el tranvía olía a
madera húmeda y temblaban los cristales, como si se fueran a romper. En
aquellas vidrieras las luces se descomponían en hilillos nerviosos que
serpeaban sobre un fondo de vaho. La luz de la madrugada era tan amarilla,
tan pálidamente amarilla, que dañaba los ojos.
El mar bronco rompía en la orilla de la playa. Habíamos llegado al
mediodía y la abuela inmediatamente se había recluido con sus hermanas en la
cocina de aquella casa plantada en la linde de un bosque de pinos. Desde el
porche se veía la entrada de la ría, verde, azul, negra, y el pequeño puerto
carbonero, abajo a la derecha. Se bajaba por un sendero embarrado, entre
helechos, por donde me escapé hasta dejarme salpicar por la espuma de las
olas. Buscaba a mis primos, pero me encontré a un barquero en un remanso
de la pequeña ensenada. El aire circulaba con fragancia de pescado y las
redes hedían a algas salitrosas.
La barca era de un azul luminoso y la regala estaba pintada de blanco.
La vi alejarse con los dos remos como aspas mohosas cortando rebanadas de
mar. El barquero me miraba y fumaba una colilla blanca. Luego apareció mi
prima con otro chico y corrimos hacia el muelle. Mi prima llevaba una trenza
con un lazo blanco de seda y me parecía extraordinario que no tuviese frío en
las piernas.
Buscábamos cangrejos entre los bloques cenagosos y resbalábamos
sobre el verdín: en esto consistía el juego. Las poleas de una grúa chirriaban;
también se escuchaban estruendos secos cuando el carbón caía en la bodega
del patache, cuya chimenea echaba humo gris y un vago olor a candela
húmeda. Los charcos que habían quedado con la lluvia eran negros en el
muelle y en ellos brillaba el lacito blanco que saltaba tras la espalda de mi
prima.
Por la tarde fuimos a coger manzanas; manzanas rojas y pequeñas y
amargas. Mordía una y mis dientes se ponían largos y salivaba mucho. Éramos
muchos primos y los amigos de algunos de mis primos, y los mayores nos
chillaban para que dejáramos de enredar. El padre de mi prima pescaba
anguilas en el pozo, eran negras y brillantes y mi prima lloró porque no quería
cogerlas; a mí me repugnaban, y la vi llorar y vi sus zapatos embarrados. Aquel
padre se comportaba de forma cruel, pero se reía y sus gafas relucían cuando
echaba hacia atrás la cabeza para burlarse del miedo de su hija.
Tenía las manos en los bolsillos y en mi mano derecha escondía la cinta
blanca de mi prima.
¿Por qué una pintura? Andara pensando en un barniz que impregnase
todas esas secuencias de un tiempo que debí haber vivido; secuencias que se
proyectan sin previa convocatoria, tal que si el proyector loco soltara las
imágenes con plena autonomía de decisión. Invierno y humedad; lluvia
continuada y, de repente, retazos luminosos de sol, de pleno en una cara, en
un paisaje, en los cristales de una galería que da a un maizal con fondo de
sauces y castaños que ocultan un río espumoso y de acero.
Lo de aquella cinta blanca... Ahora la podía ver extendida a todo lo largo
del cuerpo de una mujer. Llevaba un ligero vestido de algodón blanco, con
tirantes finos, algo escotado por delante y por detrás. Aquélla tenía una boca
amplia, capaz de absorber la resistencia de un hombre. El caso es que estaba
cenando frente a mí con algunos familiares, ésa fue la primera impresión que
me dio y no la iba a cambiar por cualquier duda juguetona, aquella tarde en la
que me había dejado seducir por los juegos de los recuerdos, falsos o
verdaderos; juegos románticos, recuerdos agradables en su mayoría, pintados
con colores vivos y mojados por la lluvia. No me iba a dejar apartar de mi
camino por una duda. Era joven y hermosa, dos cualidades añadidas y
fortuitas, que se ofrecía cortés a los otros comensales. El sol había caído hacía
un rato y el crepúsculo había tiznado de tonos pastel el trozo de bahía que
dominaba desde mi asiento a la mesa, hasta que se interpuso ella en aquel
paisaje de finales de julio; su vestido blanco blanqueado por los focos que
iluminaban la terraza del restaurante, su sonrisa, sus ojos en proporción a su
boca y el negro pelo rizado que le descendía hasta casi la cintura alargando su
cuerpo. Pensé que tenía que ser alemana; tampoco estaba dispuesto a
cambiar la primera impresión, aunque a la fuerza ahorcaran. Pero resultó ser
alemana.
Estaba acabando el postre cuando sucedió la aparición, así que la
curiosidad obligaba a alargar la cena; café, licor y un habano, entre cuyas
volutas seguí observándola. Desde el principio, evidentemente, ella se había
dado cuenta de mi curiosidad, no conozco mujer despabilada o torpe que no se
dé cuenta de cuando la miran, no se les escapa una. Juega a ser seductora,
pensé. Lo estaba consiguiendo con sus acompañantes, un par de matrimonios
y los padres de alguno de ellos. Sonreía atendiendo a todos, solicitando la
expectación del camarero, gobernando la comanda, influyendo en las
conversaciones que se me antojaron afluentes que desembocaban finalmente
en el río madre de su palabra. Nos cruzamos la mirada muchas veces durante
aquellos minutos en los que quemé el habano y repetí copa, sólo por el placer
de ser espectador.
Ni la curiosidad más salvaje obligará a una mujer a dar el primer paso,
eso pensaba. Acababa de llamar la atención del camarero para que me
cobrase cuando ella no tardó en levantarse de su asiento, avanzando hacia mí
con su amplia sonrisa, especialmente matizada por la inseguridad del paso que
acababa de comenzar; no dejaba de mirarme mientras se dirigía hacia mi
posición, manteníamos las miradas. "Me llamo Sabrina", dijo ante mí,
extendiéndome una mano delgada y firme, que obligó a que me levantara
atolondradamente. "Sí, señorita", creo que dije mientras arrastraba la silla.
—Sabrina. Soy una de sus alumnas del curso; claro que hoy es el primer
día y es imposible que se haya quedado con todas las caras—. Hablaba con
entonación, melodiosamente, segura de su situación de dominio.
—Lo siento.
—Veo que usted se va a marchar. En realidad me gustaría presentarle a
mis padres y hermana. Mi padre es de aquí. Estaríamos encantados de que
tomara un café con nosotros. Le ruego me disculpe la osadía.
Tomé café con ellos y me reafirmé en que las primeras impresiones son
las buenas. También me quedé insomne, pero no habría de importarme porque
conocía a Sabrina, entonces mi alumna del curso veraniego de Estética.
Era mi alumna de Estética y sería mi amante por una temporada, hasta
que desapareció tal cual había aparecido en mi vida una noche de verano al
borde del mar, con una sonrisa amplia y aquellos ojos ardientes que huían del
reproche. Me enseñó algunas cosas, dentro de la inconsistencia de la
influencia de las mujeres de mi vida, a las que he imposibilitado cualquier
relación maternal, con lo que he evitado que me ataran en corto y se pudiera
establecer al final del camino esa relación comercial en que deviene todo
matrimonio que merezca tal nombre. Pienso que en la relación con una mujer
acabas devorado por la rutina de la preservación de la especie. Así que con
Sabrina también intenté sumergirme en el misterio de la poesía, hasta que ella
decidió que bastaba ya de experimentos con voces y mundos del más allá, o
del más acá. Espero que saliera de la prueba sin más daños personales, pues
no he vuelto a saber de ella, por el momento. Salió sin despedirse; una risa
sincera es lo último que puedo recordar de ella, antes de que cerrara la puerta
de mi apartamento. Cuando volví a casa aquella noche ya no quedaba rastro
de su existencia conmigo, se había llevado la ropa y hasta el perfume de su
presencia, dejando una nota pegada en un azulejo de la cocina: Adiós. Sin
reproches. Te quiero, de alguna manera.
Mi prima, la del lacito, también intentó sujetarme, pero en un sentido
universal, quiero decir que ya desde tan temprana edad era un idealista
empedernido, incapaz de ver y aceptar el lado granítico de los hechos, así que
aquella encantadora jovencita de la cinta blanca, mucho más encantadora con
el tiempo que habría de pasar y que yo disfruté, pues se empeñaba en que no
fuera tal desastre, que atendiera a la realidad, eso decía, y yo comencé a
comprenderla con ese mismo tiempo que pasaba, sin esa realidad no habría
hijos, sin ellos no habría sociedad y sin ésta no habría mundo donde los poetas
pudiéramos volcar nuestras miserias. Mi prima era entonces puro raciocinio,
hoy lo sigue siendo con una combinación de sentimiento explosivo, que con su
pan se lo coma su marido, quien por estar en contacto con la realidad es nada
menos que ingeniero de caminos, hombre pedestre y eso sí, ilustrado. Mi prima
ejerce como maestra, así que la vocación le venía desde las primeras papillas,
por los resultados.
Con Sabrina gocé de la juventud, lo cual no tiene tanta importancia,
pese a ser admitido como valor en alza en esta miserable sociedad de las
imágenes, donde la apariencia es la esencia. Con ella gocé también de la
espontaneidad y del desinterés egoísta; mira que era dada a las causas
humanitarias, pero ahí no radicaba lo profundo del asunto, dado que era
desinteresada en los asuntos cotidianos, mismamente haciéndose cargo de
una colada o colocando en prioridad el pasar a limpio unos apuntes míos que
bien podrían haberse quedado tan sucios como los imaginé. En cuanto a la
espontaneidad, decía lo primero que se le venía a la lengua, al menos eso me
parecía a mí, pero con la reflexión posterior acababa por caer del árbol de la
ignorancia al darme cuenta que la tal afirmación espontánea era en realidad
una anticipación inexplicable, con lo cual o bien era adivina o más bien en
pocas jornadas me caló, conociéndome como si fuera una sosia de mí mismo.
Amaba la poesía como yo, pero como creo que la aman ellas, por estética,
obviando de algún modo lo filosófico, porque, yo me pregunto, cómo puede una
chica joven concebir la autodestrucción, bien porque el ser no es el que es,
bien porque la cazalla ataca directamente al hígado y al cerebro.
Que no la eché de menos sería mentir, y la mentira suena hueca en la
boca de un profesor de Estética que ha tenido que soportar la dictadura de los
energúmenos y ahora la del feísmo mediocre. La echo de menos, así que estoy
dispuesto a buscarla y lo único sensato que se me ha ocurrido para comenzar
el trabajo, que considero arduo, es el redactar estas notas llenas de nostalgia
por un vestido blanco de algodón, ligero y escotado, que me recordaba un lazo
de seda blanco.
Tuvo que ser mi prima quien me diera una vez una pista, sólo una y una
sola vez. Ya creo haber dicho que mi prima no tenía una cabeza de caballo
precisamente, no representaba las fuerzas de lo oscuro, eso creía hasta esa
vez. Ellas habían hecho buena relación fraternal mientras duró nuestra
relación, suele suceder con ellas si no hay pasión de por medio. Me dijo mi
prima: "Sabrina ha vuelto a Alemania". Con sus padres, los de Sabrina, no
tenía camino que andar, pues desde un principio habían desaprobado nuestra
relación y se habían opuesto a ella con todas las armas del matriarcado. El
padre me respeta porque soy un profesor respetable; la madre me odia porque
doblo con creces la edad de su hija, con todos los riesgos de viudedad e hijos
deformes que tal circunstancia puede acarrear si a la fogosidad espiritual se
une la pasión de cintura para abajo. Me repitió mi prima: "Está en Alemania",
pero desde entonces no ha vuelto a insistir en el tema ni me ha querido dar
detalles que, por mi cuenta, tampoco se los he pedido. Sabrina está en
Alemania, ya lo sé y estéticamente no es correcto correr a molestarla si ella se
fue con una sonrisa y me escribió que, de alguna forma, ella me quería. Sería
como estropear una buena comida con un mal postre, desproporcionado en
azúcar.
Hoy hace un mes que recibí un paquete de Alemania, remitido por
Sabrina. No lo he abierto. Descansa en el fondo del armario de mi dormitorio
desde su llegada, está pulcramente embalado con duro papel verde, así como
es pulcra su letra menuda con mi nombre y dirección, y los sellos son bonitos.
Mi prima me preguntó hace dos semanas, muy de pasada durante una
conversación sobre asuntos domésticos en la que estaba presente su
racionalista esposo, si no había recibido algo. Levanté los hombros y ella siguió
hablando de sus presuntos problemas en el instituto.
Hoy he podido soñar que en un lluvioso amanecer de noviembre me
monté en un tranvía amarillo y que al final de aquel pesado viaje que se
prolongó en un autobús gris me esperaba mi prima en una playa. La misma
ensoñación que tuve en un atardecer de julio, momentos antes de que Sabrina,
tan hermosa, se diera a conocer como una de mis alumnas de Estética,
dejándome intuir la estética de sus curvas y el goce de un cuerpo, el suyo, por
el que sentí pasión.
No puedo ser el poeta que pueda surgir del agua del mar después de
haberse ahogado, tirándome del pelo para escapar del infierno, y me conformo.
Me queda el recuerdo de su cuerpo joven y el aroma de sus efluvios, dado que
no quiso traspasar conmigo la barrera de la cordura y tratar de vivir en la otra
realidad que está por debajo, o por encima, de la banda media de la vida de
cada cual, en la que apreciamos los colores y los sabores tal cual, en la que
reímos y sufrimos frente a la pulsión inmediata de lo cotidiano. Cuando éramos
niños, cuando veíamos y jugábamos con un caracol, mi prima y yo veíamos en
él a un enano babeante y silencioso al que podíamos seguir para encontrar los
misterios del bosque. Sabrina veía un caracol y le encantaba comérselos con
tomate. Ahora también a mi prima le gusta prepararlos con alguna salsa. Su
compañero ni se inmuta cuando le hago ver que las carreteras sirven, entre
otras cosas detestables, para aplastarlos con las ruedas de los autos,
quedando plaff como manchitas verdigrisáceas.
Sé que en el paquete está el ligero vestido de algodón blanco, y que no
está el cuerpo de Sabrina.
En un sobre ajado, junto al paquete, guardo la cinta de seda
blanca.
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