Julián Marías: filósofo, católico y liberal AGUSTÍN DOMINGO MORATALLA * L a clase del pasado jueves fue un poco especial, los alumnos me pidieron que les hablara de Julián Marías. Habían oído la noticia de su fallecimiento y querían que les hiciera una rápida semblanza de su perfil filosófico. Estábamos en clase de Ética y era fácil presentar su teoría narrativa de la persona y la imaginación con la que continuaba la tradición de Unamuno y Ortega, exponer su moral de la felicidad y la excelencia o clarificar el protagonismo que concedía a la familia, la amistad y los sentimientos en su forma de entender la participación socio-política. Decidí destacar los rasgos de su figura que más me habían impactado cuando le conocí. Me encontré con un filósofo poco convencional que además había querido vivir como católico y presumía de liberal. Si en la Historia de la Filosofía Española el cóctel de filósofo y liberal ya es explosivo de por sí, la mezcla con el catolicismo está llena de peligros no sólo para la salud del cuerpo sino para la salud del alma. Con Julián Marías hemos recuperado la entraña profunda y radicalmente liberal del pensamiento español. A diferencia de quienes han terminado en el liberalismo burgués postmoderno después de haber realizado todas las travesías existencialistas, marxistas y utilitaristas, Marías tuvo siempre claro que el liberalismo no es el instrumento político que utilizan los defensores del capitalismo para justificar filosóficamente una opresión humanamente injustificable, ni la doctrina en la que se refugian los políticos de derecha incapaces de luchar por la justicia social, y otras justicias, como le gustaba decir a él. * Profesor Titular de Filosofía del Derecho, Moral y Política. Universidad de Valencia. La entraña liberal de su pensamiento hay que buscarla en su compromiso por la verdad, en la funesta e intempestiva manía de buscar la verdad, de hacer inteligencia de la verdad y querer vivir en la verdad. Era más fácil hablar de un exilio exterior localizado en 1936 y se atrevió a plantear la existencia de un exilio interior que se inició con la terminación de la guerra en 1939. Era más fácil convertirse al tradicionalismo y coquetear con el existencialismo que mantenerse firme en el vitalismo liberal de su maestro Ortega y Gasset. Era más fácil coquetear con el ateísmo, el progresismo o el federalismo para triunfar entre la hipócrita intelectualidad española que mantener con firmeza unas convicciones católicas arraigadas en lo mejor de un país que él mismo quiso hacer inteligible buscando lo que llamaba “la razón histórica de las Españas”. Le hubiera ido mejor si hubiera sido menos liberal; seguro que hubiera podido defender su tesis, conseguir una cátedra, recibir más premios con pedigree o, al menos, ser leído y estudiado en las Facultades de Filosofía de su país. Lugares éstos, como él decía, donde hoy se escribe para ser citado y no para ser leído, donde hoy sus obras tienen un carácter marginal y casi subversivo, donde hoy sus libros mantienen la frescura intelectual de un pensador intempestivo. Por el hecho de ser liberal y además católico, ni se le enseña ni se exige su lectura en las hoy llamadas “materias troncales”. Es curioso comprobar el peso que tiene su filosofía en las universidades americanas y el desconocimiento que de él tienen no sólo nuestros alumnos sino nuestros colegas, como si la entraña filosófica del liberalismo estuviera mejor representada por el liberalismo de importación que nos traen John Rawls, Michael Walzer o Richard Rorty. La entraña liberal de su pensamiento le obligó siempre a vivir bajo sospecha. Para los franquistas era sospechoso, de la misma manera que lo fue para los socialistas, los socialdemócratas o los centro-reformistas que no veían en él un hombre de partido. Incluso para los católicos era un pensador sospechoso cuando se reivindicaba discípulo del heterodoxo Ortega. Y no sólo para los católicos integristas del franquismo que hicieron todo lo posible para que los “errores” de Ortega acompañaran a Unamuno en la Inquisición pre-conciliar, sino para los católicos progresistas cuando desprecian la búsqueda de la excelencia y se refugian en el populismo de la mediocridad. Perteneció a una generación de filósofos que quiso tomarse en serio el papel de la fe católica en la identidad de los pueblos de España antes y después del histórico acontecimiento del Concilio Vaticano II. Fue una generación de maestros que vivía su fe sin complejos porque estaba abierta a todo tipo de diálogos, una generación obligada a mantener la firmeza de sus convicciones no sólo ante la censura del poder político o académico sino ante la incomprensión del poder religioso, una generación donde lo católico y lo hispánico ni podían ni debían confundirse nunca más. Marías nos ha dejado huérfanos al final de este frío otoño cuando estamos conmemorando las cuatro décadas del concilio, cuando no sabemos qué hacer con la constitución europea, cuando se vuelve a plantear el problema de la unidad nacional y cuando se vuelve a plantear de manera maniquea, simplista y poco inteligente la relación entre lo católico y lo hispánico. Parece mentira que nos hayamos olvidado de esta generación de maestros a la que también pertenecían Laín, Zubiri y Aranguren; parece mentira que aún no hayamos aprendido la lección que Ortega planteó en 1927 cuando decía: “El catolicismo español está pagando deudas que no son suyas, sino del catolicismo español. Nunca he comprendido como falta en España un núcleo de católicos entusiastas resuelto a libertar el catolicismo de todas las protuberancias, lacras y rémoras exclusivamente españolas que en aquél se han alojado y deforman su claro perfil. Ese núcleo de católicos podría dar cima a una noble y magnífica empresa: la depuración fecunda del catolicismo y la perfección de España. Pues tal y como hoy están las cosas, mutuamente se dañan: el catolicismo va lastrado con los vicios españoles y, viceversa, los vicios españoles se amparan y fortifican con frecuencia tras una máscara insincera de catolicismo”. Cuando oyeron estas palabras, mis alumnos empezaron a comprender por qué en nuestros días sigue siendo tan difícil ejercer, a la vez, de filósofo, de católico y de liberal.