las tensiones del estado autonómico ante el proceso de reforma

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LAS TENSIONES DEL ESTADO AUTONÓMICO
ANTE EL PROCESO DE REFORMA
ESTATUTARIA (*)
Rafael Bustos Gisbert
Profesor titular de Derecho Constitucional
Universidad de Salamanca
SUMARIO
I.
PLANTEAMIENTO: APROXIMACIÓN GENERAL AL MODELO AUTONÓMICO. LA
STC DE LA LOAPA COMO PUNTO DE PARTIDA DE TAL MODELO.
II. PRIMERA TENSIÓN: CENTRALIZACIÓN FRENTE A DESCENTRALIZACIÓN. EL
ESTADO AUTONÓMICO MÁS QUE UN MODELO SUSTANCIAL ES UN PROCESO DE ARTICULACIÓN DE TENSIONES CENTRÍFUGAS Y CENTRÍPETAS QUE
NO PUEDEN SER RESUELTAS UNILATERALMENTE.
III. SEGUNDA TENSIÓN: HOMOGENEIDAD FRENTE A DIVERSIDAD. AUTONOMÍA
E IGUALDAD EN UNA DESCENTRALIZACIÓN EN ENTIDADES TERRITORIALES
DE DIVERSA NATURALEZA.
IV. LAS SOLUCIONES A LA DOBLE TENSIÓN. ¿UN SISTEMA INTRÍNSECAMENTE
INESTABLE? LAS CLÁUSULAS DE CIERRE DEL SISTEMA SON VÁLVULAS DE SEGURIDAD LIMITADORAS Y ESTABILIZADORAS DEL PROCESO AUTONÓMICO.
V.
UNA CONCLUSIÓN IMPOSIBLE: EL RENACIMIENTO DE LAS TENSIONES Y LA
APERTURA DE LOS PROCESOS DE REFORMA ESTATUTARIA.
* Este trabajo procede (con las pertinentes modificaciones y adaptaciones al tema de la reforma estatutaria)
del incluido en el Libro Homenaje a D.ª Gloria Begué Cantón. Agradezco a los directores de éste el permiso
concedido para la utilización de algunos de sus contenidos.
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I. PLANTEAMIENTO: APROXIMACIÓN GENERAL
AL MODELO AUTONÓMICO. LA STC DE LA LOAPA
COMO PUNTO DE PARTIDA DE TAL MODELO
Uno de los problemas que aquejan, inevitablemente, a los estudiosos del Estado autonómico es la ausencia de un modelo de referencia claro en el cual insertar la vía española hacia la descentralización política. La falta de definición constitucional del
modelo (sin declaración expresa de la adopción de un esquema federal o de un esquema regional), así como la disponibilidad de buena parte de los contenidos de la
autonomía (como desarrollaremos más adelante) provoca que no podamos buscar
soluciones en otros modelos y experiencias comparadas. No existía, y probablemente siga sin existir, una Teoría General del Estado autonómico comparable a la inspiradora de un Estado federal. En gran medida dicha Teoría General fue escrita lenta,
trabajosa y casuísticamente por el Tribunal Constitucional, especialmente en sus primeros años de funcionamiento.
Los procesos de reforma estatutaria y constitucional han vuelto a poner sobre la mesa tales problemas y, en especial, han hecho renacer el debate sobre la pretendida
absoluta indefinición constitucional del modelo autonómico. Y decimos «renacer»,
porque no se trata de un problema nuevo, sino una cuestión que ya preocupó a los
expertos, que inspiraron, y al legislador, que aprobó, la LOAPA, y a los que la STC
76/1983 dio cumplida respuesta. Bueno es, pues, que recordemos ahora, precisamente ahora, el contenido de aquella decisión. Pero no pretendemos hacer en las páginas que siguen un extemporáneo comentario a esa fundamental sentencia. Más
bien nos detendremos un momento a tratar de pensar en el modelo constitucional de
descentralización política a partir de lo que hemos aprendido en los últimos años. Lo
que pretendemos, por tanto, no es escribir un artículo científico al uso. Más bien pretendemos intentar exponer de forma ordenada, a partir de algunos extractos de la
Sentencia 76/1983, la personal comprensión del modelo territorial del Estado ante la
perspectiva de su reforma. Comprensión que parte de la presencia en el Estado Autonómico de una doble tensión: la existente entre centralización y descentralización y
la presente entre homogeneidad y diversidad competencial.
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II. PRIMERA TENSIÓN: CENTRALIZACIÓN FRENTE
A DESCENTRALIZACIÓN. EL ESTADO AUTONÓMICO
MÁS QUE UN MODELO SUSTANCIAL ES UN PROCESO
DE ARTICULACIÓN DE TENSIONES CENTRÍFUGAS
Y CENTRÍPETAS QUE NO PUEDEN SER RESUELTAS
UNILATERALMENTE
En la STC 76/1983 se establecieron algunos puntos de partida, no bien entendidos
en su día por algún sector de la doctrina científica, respecto al modelo territorial de
Estado adoptado en la Constitución y al papel del legislador en tal modelo. Conviene
recoger aquí afirmaciones contenidas en el fundamento jurídico 4 (apartados a y c)
de la Sentencia:
«Por lo que se refiere a la delimitación de competencias entre el Estado y las
Comunidades Autónomas, de acuerdo con lo que determina el art. 147.2.d) de
la Constitución son los Estatutos de Autonomía las normas llamadas a fijar “las
competencias asumidas dentro del marco establecido en la Constitución”, articulándose así el sistema competencial mediante la Constitución y los Estatutos.
Este es el sistema configurado por la Constitución —especialmente en los arts.
147, 148 y 149—, que vincula a todos los poderes públicos de acuerdo con el
art. 9.1 de la misma y que, en consecuencia, constituye un límite para la potestad legislativa de las Cortes Generales. Por ello el legislador estatal no puede
incidir, con carácter general, en el sistema de delimitación de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas sin una expresa previsión constitucional o estatutaria...
El legislador ordinario no puede dictar normas meramente interpretativas, cuyo
exclusivo objeto sea precisar el único sentido, entre los varios posibles, que deba atribuirse a un determinado concepto o precepto de la Constitución, pues, al
reducir las distintas posibilidades o alternativas del texto constitucional a una sola, completa de hecho la obra del poder constituyente y se sitúa funcionalmente
en su mismo plano, cruzando al hacerlo la línea divisoria entre el poder constituyente y los poderes constituidos...».
Uno de los aspectos más sorprendentes para los estudiosos de la Constitución al poco de ser aprobada fue, en palabras del profesor CRUZ, la desconstitucionalización
de la forma territorial del Estado. La Constitución no recoge ninguno de los modelos
clásicos de descentralización conocidos. De hecho ni siquiera establece un mapa autonómico ni requiere la completa descentralización política del territorio estatal. La
Constitución establece posibilidades de descentralización que podían, o no, ser aprovechadas por los territorios. Se renunciaba, así, a imponer el proceso descentralizador desde las prescripciones normativas de la Constitución.
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Las tensiones del Estado Autonómico ante el proceso de reforma estatutaria
Más allá del concreto contexto histórico en el que se produce la aprobación del texto
supremo (que nos puede conferir una explicación política de este planteamiento constitucional) la explicación jurídica de esta opción podemos encontrarla en no sólo un
schmittiano compromiso dilatorio, sino sobre todo en la adopción, probablemente inconsciente, de una determinada concepción de la descentralización política. Gracias
a FRIEDRICH (y a LA PERGOLA) sabemos que la descentralización no debe comprenderse sólo en términos estáticos, sino también desde un punto de vista dinámico. Los modelos constitucionales de organización territorial nos confieren indudables
claves sustantivas para la comprensión de la descentralización, pero tales claves resultan insuficientes en la medida en que las sendas o tendencias (trends) del federalismo vienen marcadas por un proceso constante de búsqueda de equilibrio entre
fuerzas centrífugas y centrípetas. De este modo, en momentos históricos diversos y
sin cambios constitucionales apreciables, la descentralización podrá tener mayor o
menor entidad según el concreto punto de equilibrio alcanzado. Pero lo particular del
modelo español no se encuentra en la asunción de tal planteamiento, sino en el modo en que se procede a articular la tensión entre centralización y descentralización.
El diseño realizado en la Constitución española es de tipo procesal o procedimental, de
manera que la concreta articulación territorial del poder dependerá de las opciones
adoptadas libremente por los territorios que deseen asumir poderes propios. El hecho
de que la tendencia parcialmente homogeneizadora de la territorialización española se
impusiera claramente no nos debe hacer olvidar ni su origen intelectual (los expertos
académicos a los que un modelo como el diseñado planteaba graves problemas), ni su
forma de articulación (los pactos autonómicos de 1981 entre los dos partidos mayoritarios de ámbito nacional), ni que el instrumento jurídico en el que se articulaba tal tendencia (la LOAPA) fue declarado mayoritariamente inconstitucional por, entre otros
motivos, significar una usurpación de las potestades del poder constituyente. Lo cierto
es que la Constitución no fijaba (y, por cierto, con un anacronismo que debería ser resuelto, sigue sin fijarlo) ni cuáles eran las CC.AA., ni si todo el territorio debía descentralizarse, ni cuáles eran las competencias que podían asumir en la medida en que ello
dependía de la elección del sistema de acceso a la autonomía, ni si debían asumir competencias legislativas, ni siquiera se preveía para todos los supuestos una estructura organizativa mínima. La Constitución se limitaba a permitir un proceso descentralizador
(el tantas veces citado y probablemente poco comprendido en todo su significado proceso autonómico); esto es: establecer los cauces, fijar los límites competenciales y las
cláusulas de control y cierre que pudieran asegurar la armonía del sistema.
Es en este punto donde la sentencia que nos sirve de guía para estas reflexiones realiza una de sus principales aportaciones. Efectivamente, recuerda con nitidez que el
sistema de distribución territorial del poder no es el resultado único de la Constitución,
sino del juego conjunto de la norma suprema y de los Estatutos de Autonomía, no en
vano considerados auténticas normas materialmente constitucionales. Sin embargo,
el reconocimiento de esta realidad es, en el «iter» argumentativo de la sentencia, mucho más importante de lo que, a primera vista, pudiera parecer. Afirmar que la articu73
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lación territorial del Estado es el resultado de la obra conjunta de Constitución y Estatutos es reconocer el principio último inspirador del proceso de descentralización en
nuestro país: el acuerdo entre el todo y las partes en la concreta forma de organizarse y de ser políticamente.
Efectivamente, aunque la Constitución establece diferentes procedimientos para la elaboración, discusión parlamentaria y aprobación territorial de los Estatutos de Autonomía,
es bien cierto que en toda esa regulación el principio inspirador es la necesaria concurrencia tanto de las instancias centrales como de las territoriales. Principio que aparecerá reconocido claramente en las previsiones de reforma de los Estatutos de Autonomía.
Ello no significa aceptar la tesis de la naturaleza pacticia de los Estatutos de Autonomía. Significa, simplemente, que la articulación territorial del Estado exige la participación de las instancias autonómicas y de los poderes centrales. Aceptemos pues,
retomando la terminología de FRIEDRICH y su desarrollo por LA PERGOLA, que la
intangibilidad de la organización territorial no está sometida al principio del consent en
sentido sustancial y absoluto (que supondría que cualquier alteración del marco de la
descentralización requiere el consentimiento del todo y de cada una de las partes),
pero sí a una suerte de consent en sentido procedimental y relativo (que supone sólo que los cambios en el sistema de distribución territorial del poder sin alteración de
la Constitución requiere un proceso de búsqueda de acuerdo entre el poder central y
los poderes autonómicos). Ello supone, en primer término, que no cabe la definición
unilateral del modelo territorial por ninguna de las instancias. Es necesario el previo
proceso de negociación y de búsqueda de acuerdo.
A la vista del anterior planteamiento, la definición unilateral del modelo de organización
territorial sólo es posible si es el poder constituyente, y el poder de reforma constitucional, el que procede a realizarlo. Dado el carácter único y estatal de dichos poderes
podremos aceptar que la última palabra en cierto sentido corresponde a la totalidad del
pueblo español.
Pero el que esa última palabra corresponda a la entidad donde radica la soberanía no
significa que sus representantes ordinarios dispongan de la primera y única palabra
en la definición del modelo territorial. Es en este punto donde peor fue comprendida
la Sentencia 76/1983. Quizás los términos excesivamente apodícticos utilizados en la
redacción del famoso fundamento jurídico 4.c de la sentencia impidieron ver el verdadero significado de las afirmaciones contenidas. No se pretendía negar al legislador la posibilidad de interpretar la Constitución, ni limitar «a priori» las materias que
podían ser objeto de regulación legal. Lo que se afirmaba al sostener que la aprobación de normas exclusivamente interpretativas de carácter general en materia de articulación territorial (esta fue la frase que faltó en el citado fundamento jurídico) del
Estado era que con ello se situaba a las Cortes Generales claramente en la posición
del poder constituyente al desvirtuar e infringir con toda claridad el diseño constitucional del federalizing process mediante la preconfiguración unilateral del resultado
del proceso que hacía posible la Constitución. Eso era situarse en el papel del cons74
Las tensiones del Estado Autonómico ante el proceso de reforma estatutaria
tituyente no porque el Tribunal defendiera una pretendida reserva de Constitución o
porque incurriera en el tan denostado activismo judicial, sino porque suponía desvirtuar la esencia misma del sistema abierto y dinámico diseñado en la Constitución: la
necesaria participación de las instancias centrales y autonómicas en la concreta definición del modelo que no venía configurado constitucionalmente y que dejaba un
amplio abanico de posibles resultados no establecidos unilateralmente por ninguna de
las dos instancias. Y para justificar esa actuación no bastaba con alegar el art. 150.3
de la Constitución que, como tendremos ocasión de observar, no es más que una cláusula de cierre y de seguridad del sistema.
Tal resultado no significa, como temían los expertos y los redactores de la LOAPA (temores hoy renacidos), que no existan límites sustantivos a los resultados de tal proceso.
De nuevo la sentencia es ejemplar en este punto (abundaremos en ello en el siguiente
apartado) al reconocer con claridad que existen barreras, en principio, infranqueables
para los resultados del proceso. Límites referidos a la propia supervivencia como un único Estado y que aparecen, en principio, delimitados en el art. 149.1 que no hace sino expresar el conjunto de funciones consideradas por el constituyente como esenciales para
el mantenimiento del Estado como unidad. Límites infranqueables expresados en que la
cláusula flexibilizadora de la distribución competencial contenida en el art. 150.2 de la
Constitución sólo permita la transferencia o delegación de competencias (incluidas las
del art. 149.1) que por su propia naturaleza sean susceptibles de tal operación.
En fin, en un sistema descentralizador de tipo procedimental la definición de la propia
esfera de poderes no puede ser unilateral, por lo que o se delimita de común acuerdo
o con la activa participación de las entidades territoriales (aprobación y reforma de los
Estatutos, a lo que podría unirse la participación de las entidades territoriales en los pocos supuestos en que se han utilizado las leyes orgánicas de transferencia previstas en
el art. 150.2), o se delimita por el poder de reforma de la Constitución, o se delimita por
el guardián imparcial de la obra del constituyente (el propio Tribunal Constitucional).
Desde luego, lo que no resulta aceptable constitucionalmente es que la definición de la
articulación territorial la realice una sola de las instancias involucradas. Ni las instancias
estatales (como pretendió el legislador de la LOAPA), ni las instancias autonómicas (como parecen pretender los defensores de alguna reforma estatutaria) pueden cruzar la
línea divisoria entre poder constituyente y poderes constituidos.
III.
SEGUNDA TENSIÓN: HOMOGENEIDAD FRENTE
A DIVERSIDAD. AUTONOMÍA E IGUALDAD
EN UNA DESCENTRALIZACIÓN EN ENTIDADES
TERRITORIALES DE DIVERSA NATURALEZA
«…por lo que se refiere al proceso autonómico carece de base constitucional la
pretendida igualdad de derechos de las Comunidades Autónomas que sirve de
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fundamento al Abogado del Estado para cerrar su argumentación. Los artículos que aduce en apoyo de sus tesis —9.2, 14, 139.1 y 149.1.1.ª— consagran
la igualdad de los individuos y los grupos sociales, pero no la de las Comunidades Autónomas. (…) Precisamente el régimen autonómico se caracteriza por
un equilibrio entre la homogeneidad y diversidad del status jurídico público de
las entidades territoriales que lo integran. Sin la primera, no habría unidad ni
integración en el conjunto estatal; sin la segunda, no existiría verdadera pluralidad ni capacidad de autogobierno, notas que caracterizan al Estado de las
Autonomías…
…no es, en definitiva la igualdad de derechos de las Comunidades lo que garantiza el principio de igualdad de derechos de los ciudadanos, como pretende
el Abogado del Estado, sino que es la necesidad de garantizar la igualdad en el
ejercicio de tales derechos, lo que, mediante la fijación de unas comunes condiciones básicas, impone un límite a la diversidad de las posiciones jurídicas de
las Comunidades Autónomas» (fundamento jurídico 2.a, STC 76/1983).
En el marco de toda descentralización se produce una evidente tensión entre igualdad y autogobierno. Una suerte de «oximoron» entre la igualdad material propia del
Estado social de Derecho, que exige un tratamiento idéntico no sólo ante la ley, sino
en la ley; y la descentralización, que implica necesariamente la presencia de regulaciones diversas en los distintos territorios como consecuencia de la orientación política propia que en ellos se adopte. Esta tensión, como decimos, es consustancial a la
profundización en ambos principios. La igualdad implica identidad de regímenes jurídicos y prestacionales, mientras que la autonomía lleva aparejada la diversidad en
ambos regímenes como consecuencia del autogobierno.
En el caso del Estado autonómico la tensión es especialmente clara y grave porque,
como apunta el párrafo transcrito más arriba, las Comunidades Autónomas no son
iguales entre sí. Y este es un punto de partida constitucional bastante claro. Más allá
de nominalismos, particularismos exacerbados y de sentimientos de agravio comparativo, lo cierto es que el art. 2 reconoce dos titulares del derecho a la autonomía: las nacionalidades y las regiones. Y es igualmente cierto que algunas entidades territoriales
pudieron acceder al máximo de autogobierno a través de sistemas privilegiados por el
sólo hecho de haber plebiscitado en el pasado Estatutos de Autonomía (disposición
transitoria segunda, para los casos de Cataluña, Euskadi y Galicia) o por convertir, de
forma discutible, el proceso de aprobación del Estatuto de Autonomía en una actualización foral (disposición adicional primera, para el caso navarro). Diferencias de régimen que no fueron sólo competenciales, pues también afectaron a la tramitación de los
propios Estatutos de Autonomía donde el papel de la participación de los territorios era
mucho más acusado que en el resto de España (de hecho, aunque con dificultades en
el caso gallego, todos los Estatutos fueron «de facto» pactados en la Comisión de
Asuntos Constitucionales del Congreso de los Diputados entre los representantes autonómicos y los miembros de la citada Comisión o bien, caso de Navarra, el acuerdo
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Las tensiones del Estado Autonómico ante el proceso de reforma estatutaria
se adoptó fuera de toda sede parlamentaria de modo que las Cortes Generales se limitaron a tramitar como una Ley Orgánica unos contenidos previamente acordados).
Las diferentes formas de acceso a la autonomía no plantean cuestiones meramente
formales o accesorias. Como es bien conocido, la vía de acceso elegida condicionaba el techo competencial asumible por los territorios. Así, sólo a aquellas zonas a las
que se presuponía madurez para el autogobierno se les reconocía la capacidad para
acceder al máximo competencial permitido por el art. 149.1 de la Constitución. A las
demás se les exigía bien demostrar una suerte de voluntad cualificada de autogobierno expresada mediante el cumplimiento de los gravosos requisitos para la iniciativa territorial exigidos por el art. 151 CE, o bien se les reconocía un techo competencial
sensiblemente menor que el asumible por el resto de territorios.
Se podría aducir, no sin un sólido apoyo constitucional, que la diversidad en las fórmulas de acceso a la autonomía, y las diferencias competenciales aparejadas, eran
meras situaciones transitorias. En apoyo de esta posición podría aducirse que, transcurridos cinco años, las Comunidades Autónomas («ex» art. 148.2) pudieran reformar
sus Estatutos para acceder al máximo competencial. Esta operación comenzó, tras
los pertinentes pactos entre los partidos mayoritarios en 1992, una situación transitoria de delegación competencial (mucho más larga, puesto que comenzó con anterioridad para Valencia y Canarias a resultas, en parte, del fracaso de la LOAPA) y culminó
con las sucesivas reformas estatutarias.
Sin embargo, no es esta la posición que aquí se defiende. Y no porque las diferencias
competenciales aún permanezcan en algunos campos, puesto que la homogeneidad
competencial alcanzada es bastante amplia y las diferencias subsistentes se deben más
a factores externos (históricos, geográficos y culturales) que internos o consustanciales
al Estado autonómico (fundamentalmente lengua, insularidad, especialidades forales y
condiciones de financiación). A nuestro juicio, los dos sujetos que aparecen diferenciados en el art. 2 aún subsisten mostrando una desigualdad de fondo entre Comunidades
Autónomas. El hecho socio-político que más claramente lo muestra es el propio sistema
de partidos. Con diversa representatividad y radicalidad existen partidos políticos nacionalistas, precisamente, en los territorios que accedieron al máximo de autonomía por caminos privilegiados. Partidos que, frente a otros de naturaleza regionalista, cuestionan
no ya la organización territorial alcanzada en el Estado Autonómico, sino la propia imbricación de los territorios en los que tienen una fuerte implantanción territorial dentro de
la propia unidad del Estado. Hay, pues, en el Estado autonómico territorios cuyo electorado cuestiona frontal y, en ocasiones, radicalmente la pertenencia a España como Estado. Con independencia de la valoración ideológica o política que pueda suscitar la
existencia de este tipo de planteamientos, lo cierto es que es un hecho empírico indiscutible y particular sólo de algunas zonas del territorio español. El diseño constitucional
del Estado Autonómico constituyó un intento, a tenor de esta situación no plenamente
conseguido, de responder a esta realidad sin caer en la demonización de los sentimientos de pertenencia presentes en las orteguianas provincias hostiles.
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La reaparición de tensiones centrífugas (que no pueden valorarse en sí mismas como negativas pues, como hemos tratado de demostrar, su existencia es consustancial a toda descentralización y en particular a una de tipo procedimental como la
española) al poco tiempo de la homogeneización competencial alcanzada en el último decenio del siglo anterior no puede considerarse un hecho casual. Quizás esa homogeneización ha generado el olvido, sabiamente recordado en la sentencia que nos
sirve de referencia, de que «precisamente el régimen autonómico se caracteriza por
un equilibrio entre la homogeneidad y diversidad del status jurídico público de las entidades territoriales que lo integran. Sin la primera, no habría unidad ni integración en
el conjunto estatal; sin la segunda, no existiría verdadera pluralidad ni capacidad de
autogobierno, notas que caracterizan al Estado de las Autonomías».
Si el Estado Autonómico presenta como rasgo característico la búsqueda de equilibrio
entre homogeneidad y diversidad de las entidades territoriales que lo integran, resulta también razonable concluir que no existe, tal cosa acabaría con la diversidad, una
unidad de naturaleza entre dichas entidades. Dicho en otros términos, no es aceptable en España que la esencia de la descentralización política sea equiparable a la que
con brevedad y claridad describe la cláusula de intangibilidad del art. 79.III de la ley
fundamental alemana y que incluye: la estatalidad de los Länder y su participación en
el Consejo federal. A diferencia del modelo federal (sabiamente formulado en Alemania en el precepto citado y con mucha claridad también en el modelo americano al salvaguardar con un consent expreso la idéntica representación senatorial de los
Estados miembros de la Unión), el modelo español no se asienta en la identidad de
posiciones de sus partes. Es la heterogeneidad la que garantiza la pluralidad y la capacidad de autogobierno en el Estado de las Autonomías. Diversidad que no puede
ahogarse en la homogeneidad integradora y unificadora, pero que tampoco puede
eliminar ésta. La nueva búsqueda de un equilibrio entre ambos conceptos es el gran
reto que deben afrontar los procesos de reforma hoy en marcha.
Las diferencias entre Comunidades Autónomas han planteado, y siguen planteando,
uno de los principales problemas de articulación del Estado Autonómico: la ausencia
de participación de las entidades territoriales en la definición del interés estatal. Dificultades que no estriban, a mi juicio, tanto en la articulación técnico-jurídica de la misma, cuanto en la imposibilidad de resolver un nuevo «oximoron» especial del Estado
autonómico: la incompatibilidad entre diversidad de naturaleza de los territorios y el
inexcusable criterio de identidad en la participación en las instancias centrales, puesto que el interés buscado es el del conjunto estatal. El fracaso del constituyente en la
consecución del equilibrio entre estas dos manifestaciones de la doble tensión homogeneidad/diversidad e igualdad/autonomía ha sido uno de los grandes defectos del
Estado Autonómico que ha impedido la necesaria (como ya apuntara SMEND hace
más de setenta años) integración funcional de los territorios en la unidad estatal haciéndolos copartícipes de la orientación política general y suavizando, así, la tentación
de presentar el interés del conjunto como contrario, «per se», al interés de las partes.
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Las tensiones del Estado Autonómico ante el proceso de reforma estatutaria
Ahí tenemos un nuevo desafío para los procesos de reforma recién iniciados. Sea
cual sea la solución no podrá desconocer las respuestas al reto planteado por la distinta naturaleza de las Comunidades Autónomas, so pena de afectar a la coherencia
interna del sistema autonómico.
Apuntábamos al principio de este apartado que la tensión entre igualdad y autogobierno territorial es consustancial a todo proceso descentralizador. Si, además, el autogobierno es heterogéneo entre sí, ¿cómo resolver la dialéctica entre igualdad y
autonomía?, ¿cómo garantizar la necesidad de un trato sustancialmente igual a todos
los ciudadanos y la diversidad entre Comunidades Autónomas?; si ya es un problema
difícil en los Estados federales, ¿cómo resolverlo en el Estado Autonómico? La respuesta del legislador de la LOAPA (y de la Comisión de expertos en cuyo informe se
sustentaba aquella) fue la de una fijación «a priori» y unilateral de algunos de estos
elementos mediante la creación de nuevos instrumentos de control y de cooperación
obligatorios y un sobredimensionamiento de las cláusulas de relación interordinamental inevitables en todo sistema descentralizado (la cláusula de prevalencia en la
LOAPA y la de supletoriedad en la práctica legislativa hasta 1997).
La respuesta del Tribunal Constitucional resultó igualmente práctica, pero mucho más
respetuosa con el diseño constitucional. Por una parte, los instrumentos de control sobre las Comunidades Autónomas serían los expresamente contenidos en la Constitución, de naturaleza fundamentalmente jurisdiccional o de constitucionalidad y no de
naturaleza política o de oportunidad. En segundo término, la cooperación habría de
ser considerada voluntaria y no obligatoria. Por último, y más importante, la igualdad
básica de los ciudadanos se encuentra garantizada en la Constitución: sustancialmente en una tabla constitucional de derechos (así como su desarrollo normativo directo) común para todos los ciudadanos y competencialmente en el art. 149.1 y, muy
especialmente, en esa singular norma (no presente en las constituciones de nuestro
entorno) que es el 149.1.1.ª, cuya comprensión sólo puede alcanzarse a partir del tercer rasgo del Estado Autonómico sobre el que deseamos reflexionar.
IV. LAS SOLUCIONES A LA DOBLE TENSIÓN.
¿UN SISTEMA INTRÍNSECAMENTE INESTABLE?
LAS CLÁUSULAS DE CIERRE DEL SISTEMA SON VÁLVULAS
DE SEGURIDAD LIMITADORAS Y ESTABILIZADORAS
DEL PROCESO AUTONÓMICO
«...el constituyente ha tenido ya presente el principio de unidad y los intereses
generales de la nación al fijar las competencias estatales... Desde esta perspectiva el art. 150.3 constituye una norma de cierre del sistema...» (fundamento jurídico 3.b, STC 76/1983).
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La sucinta exposición de algunos de los rasgos más característicos del diseño constitucional del Estado de las Autonomías muestra que la estabilidad del sistema se sustenta en un doble y delicado equilibrio entre fuerzas centrífugas y centrípetas, por un
lado, y entre homogeneidad y diversidad, por el otro. Ello explica las tremendas dificultades en la construcción y consolidación del Estado Autonómico y, por ende, los
graves problemas afrontados si lo que se pretende (y esa parece ser la situación en
la actualidad) es reformarlo. Dos tipos de tensiones deben ser resueltas: la tensión
entre centralización y autogobierno territorial típico de todo Estado descentralizado y
la tensión entre homogeneidad y diversidad, sin lesionar el principio de igualdad entre ciudadanos.
El constituyente de 1978 (y el complemento estatutario de los años posteriores) ayudado por un Tribunal Constitucional cuyos componentes supieron estar, intelectual y
personalmente, a la altura de la ingente tarea que se les demandaba (pese a afrontar
los primeros pasos de la justicia constitucional en España) ofrecieron unas soluciones
bastante razonables que han garantizado que el sistema no haya sido intrínsecamente inestable. Veámoslas.
Respecto al equilibrio entre centralización y descentralización las soluciones se apoyan en tres grandes pilares.
En primer término la declaración de inconstitucionalidad de la LOAPA dejó claro que
los controles de las instancias centrales sobre las autonómicas eran, exclusivamente,
los previstos en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. Ello implica en la
práctica que, excepto la suspensión automática y temporal de las disposiciones autonómicas prevista en el art. 161.2 (de la que probablemente se ha abusado), los controles son de naturaleza jurisdiccional y basados en criterios de estricta legalidad
(adecuación de la actuación autonómica al bloque de la constitucionalidad) y no de
oportunidad y, por tanto, ejercidos por los tribunales ordinarios y, sobre todo, por el Tribunal Constitucional.
En segundo lugar, la centralización mínima para la pervivencia del Estado vendría suficientemente garantizada por la reserva competencial a favor de las instancias centrales contenida en el artículo 149.1 de la Constitución, que sería concretada en la
práctica no por el legislador estatal, sino por el Tribunal Constitucional incluso en la
determinación de lo que podría considerarse básico en los supuestos de legislación
compartida. Las ausencias más significativas en el largo listado contenido en el citado precepto serían paliadas por el Tribunal Constitucional en la interpretación conjunta de Constitución y Estatutos, siendo paradigmático el caso del título competencial
relativo a la ordenación general de la economía (pudiéndose discutir el alcance de éste, pero no su necesidad en el diseño de distribución de competencias realizado por
la Constitución). El interés general del Estado está, pues, debidamente tutelado en la
propia norma suprema, no siendo necesario (ni conveniente, ni constitucional) la intervención unilateral del legislador estatal más allá de esos límites competenciales.
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Las tensiones del Estado Autonómico ante el proceso de reforma estatutaria
En tercer lugar, el constituyente, y el Tribunal Constitucional, diseñan varias válvulas
de seguridad o de cierre para que la tensión entre centralización y descentralización
encuentre siempre soluciones en el marco del texto constitucional. Por una parte, las
previsiones contenidas en el art. 150 y, por la otra, la contenida en el art. 155. El primero de los preceptos permite afrontar tanto las demandas descentralizadoras como
las centralizadoras. Los dos primeros párrafos (sobre todo el segundo) hacen posible
un aumento de las competencias autonómicas incluso en materias reservadas al Estado por la Constitución. Su uso demuestra su funcionalidad, puesto que ha servido
bien para llevar a cabo homogeneizaciones competenciales de carácter transitorio y
previamente pactadas con las Comunidades Autónomas afectadas (primero respecto
a Canarias y Valencia y, después, respecto al resto de Comunidades que no accedieron desde el principio al máximo autonómico) o bien para dar respuesta a concretas e infrecuentes demandas descentralizadoras en ciertas materias. Las tensiones
descentralizadoras tienen, pues, una forma de canalización respetuosa de la norma
constitucional. Por otra parte, las demandas centralizadoras, sustentadas en la defensa del interés general que no puede canalizarse a través de las reservas competenciales contenidas en el art. 149.1 encuentran su cauce natural en el art. 150.3 y en
la peculiar figura de las Leyes de Armonización que permitirá, en ocasiones claramente no habituales, frenar las tensiones centrífugas. Por último, como cláusula de
seguridad última, encontramos el art. 155 que, más allá de su similitud con preceptos
de otras constituciones, cumple la función de permitir a los poderes centrales enfrentarse jurídicamente a situaciones de frontal quebrantamiento autonómico de las obligaciones constitucionales. El hecho de que sólo en una ocasión se haya amenazado
desde el gobierno central seriamente con su uso (el supuesto del descreste arancelario canario como consecuencia del ingreso en las Comunidades Europeas) y la rápida resolución acordada del conflicto muestra que su funcionalidad queda reducida
a situaciones muy anómalas dentro de la lógica de la descentralización.
La presencia de estas tres válvulas de seguridad ha constituido, a nuestro juicio, un
factor de enorme importancia en la estabilización de la tensión entre centralización y
descentralización. Obviamente, es su presencia lo que permite esa estabilización,
pues su uso ha de considerarse como no ordinario en la medida en que constituyen
excepciones al normal funcionamiento de la organización territorial en España. Pero,
y esto es lo importante, confieren cauces constitucionales para la resolución y prevención de los eventuales conflictos.
Mayores dificultades se han planteado en la búsqueda del equilibrio entre homogeneidad y diversidad. De nuevo tres han sido los instrumentos más importantes utilizados para la búsqueda de equilibrio entre ambas tendencias.
El primero de los instrumentos tendentes a garantizar la diversidad ha sido ya apuntado. Se trata de la configuración de sistemas de acceso y techos competenciales diversos para los territorios. El transcurso del plazo previsto en el art. 148.2 y la
generalizada homogeneización competencial en la primera mitad de los años 90 han
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vaciado de buena parte de su sentido a este instrumento, pese a que sobrevivan especialidades en algunos territorios. En este punto debe notarse también la potencialidad diversificadora de la Disposición Adicional Primera de la Constitución sobre cuyo
alcance resulta imposible, en la actualidad, encontrar posiciones medianamente comunes tanto en la doctrina científica como en los propios actores políticos, pero que,
en todo caso, sólo sería aplicable a dos Comunidades Autónomas.
Un segundo elemento garantizador de la diversidad podría haber sido la peculiar fórmula de residualidad competencial contenida en el art. 149.3 que permite a los territorios asumir toda competencia no expresamente reservada a las instancias centrales,
pero que opera a favor del poder estatal si los Estatutos de Autonomía no procedían
a realizar esa asunción competencial. La tendencia homogeneizadora, y el tempranamente detectado efecto emulación generado por la aprobación de los primeros Estatutos en las Comunidades Autónomas que accedieron con posterioridad, y con un
menor techo competencial, eliminó casi totalmente el potencial diversificador de esta
previsión.
El tercer instrumento garantizador de la diversidad ha sido la lectura jurisprudencial
de las otras dos cláusulas contenidas en el art. 149.3 de la Constitución. Respecto a
la cláusula de prevalencia, el intento de potenciación de su uso, más allá de lo que su
categorización constitucional permitía, por la LOAPA fue rápidamente abortado por el
Tribunal Constitucional en la tantas veces citada sentencia 76/1983. Respecto a la
cláusula de supletoriedad, el cambio jurisprudencial en 1997 ha limitado enormemente su indudable fuerza uniformadora.
La diversidad, sin embargo, no ahoga la homogeneidad de fondo. Como ya se ha
apuntado, el art. 149.1 garantiza esa homogeneidad. Y frente al principal de los problemas planteados, el de la garantía de la igualdad formal y sustancial de los ciudadanos, el constituyente introdujo el original primer apartado del art. 149.1 asegurando
las condiciones básicas de igualdad de los ciudadanos. Más allá del concreto significado de esta competencia, cuyo alcance y uso jurisprudencial dista de ser claro, parece cumplir una función parecida a la de los arts. 150 y 155, pero respecto a la
tensión entre homogeneidad y diversidad. Esto es, constituye una válvula de seguridad del sistema autonómico para suplir aquellos supuestos en los que las atribuciones competenciales del art. 149.1 no resultan suficientes para asegurar la mínima
homogeneidad interna exigible a un Estado social y de Derecho por muy descentralizado y heterogéneo que pueda llegar a ser. De esta forma la estabilidad última del
sistema se asegura confiriendo al poder central competencias suficientes para garantizar la mínima igualdad de todos los ciudadanos en un marco de heterogeneidad
en la descentralización.
El constituyente dejó sin resolver, sin embargo, un asunto clave en la garantía del
equilibrio tanto entre centralización y descentralización como entre homogeneidad y
diversidad: el de la participación de las entidades territoriales en las decisiones estatales. Quizás sería más correcto afirmar que sí hubo una solución constitucional: no
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Las tensiones del Estado Autonómico ante el proceso de reforma estatutaria
crear ningún cauce de participación autonómica en los asuntos estatales. Los intentos posteriores, de los pocos salvados en la LOAPA, de canalizar la participación a
través de otros instrumentos han demostrado su insuficiencia tanto desde el punto de
vista político como desde el punto de vista de su eficacia.
La ausencia de este cauce ha sido aprovechada en los últimos veintisiete años por algunos partidos nacionalistas para erigirse en vía de participación de las Comunidades Autónomas (precisamente las que presenten unos niveles mayores de conciencia
de su propia diversidad) en la definición del interés general del Estado a través del
Congreso de los Diputados. Se ha producido, así, una perversión de la lógica del sistema al identificarse, en el proceso político estatal, la Comunidad Autónoma con el
partido nacionalista predominante en el territorio que, además, es inevitablemente minoritario en el ámbito nacional. De este modo, las Comunidades Autónomas o bien
están excluidas del proceso de definición del interés general o bien participan, pero
no como tales, sino mediante la mediación de actores parciales autoerigidos en los
únicos defensores a nivel estatal de los intereses e inquietudes de todos los ciudadanos de la Comunidad Autónoma.
V. UNA CONCLUSIÓN IMPOSIBLE: EL RENACIMIENTO
DE LAS TENSIONES Y LA APERTURA DE LOS PROCESOS
DE REFORMA ESTATUTARIA
El proceso autonómico, en 2005, posiblemente ha llegado a una situación insostenible y, por qué no decirlo, peligrosa. Si bien el equilibrio entre centralización y descentralización ha permanecido estable y las correcciones necesarias se han llevado a
efecto sin graves dificultades (con todas las matizaciones y críticas que puedan hacerse existen los cauces para resolver las tensiones y se han utilizado cuando ha sido necesario), el equilibrio entre homogeneidad y diversidad entre las entidades
jurídico-públicas territoriales parece haberse roto a favor de una creciente homogeneidad. Y ello como consecuencia, por una parte, de la uniformización competencial
de la primera mitad de los años noventa y, por la otra, por la creciente ruptura de la
identificación entre Comunidades Autónomas con amplio sentimiento de su diversidad
y partido político nacionalista. Ruptura producida como consecuencia o bien de su derrota electoral, o bien de la radicalización de sus posturas que ha impedido toda posibilidad de acuerdo e influencia en las decisiones estatales.
Los territorios en los que más se defiende la propia diversidad frente al resto del Estado (y no lo olvidemos, donde se cuestiona directa y frontalmente su propia inserción en
España como un único Estado) se encuentran, por un lado, que ejercen casi las mismas competencias que otras zonas en las que la conciencia del autogobierno es mínima y, por el otro, que no gozan tampoco de una capacidad cualificada de influencia
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en la política estatal a través de partidos nacionalistas identificados con la propia Comunidad Autónoma. En fin, que su diversidad claramente reconocida en los primeros
años del proceso autonómico ha quedado reducida a especialidades muy concretas
en el marco de un Estado homogéneamente descentralizado.
De este modo no resultará sorprendente que en las dos zonas de España más claramente afectadas (Euskadi y Cataluña) se haya producido un renacimiento, con una
intensidad evidentemente muy diferente en cuanto a contenido y actitudes, de las
tendencias diversificadoras que pretenden el reconocimiento jurídico (estatutario y/o
constitucional) de sus diferencias respecto al resto de territorios y ciudadanos del
resto del Estado.
Esta situación se plantea, a mi juicio, como consecuencia de la ruptura del equilibrio
entre diversidad y homogeneidad, pero amenaza seriamente con romper el segundo
de los equilibrios alcanzados; el existente entre centralización y descentralización.
La diversidad ahora demandada se está sustentando no sólo en el reconocimiento
de especialidades más o menos acusadas en determinadas Comunidades Autónomas, sino también en la demanda de mayores competencias que aumenten el grado
de descentralización alcanzado. Sin embargo, la experiencia demuestra que un aumento competencial en las Comunidades con mayor conciencia de autogobierno genera automáticamente un efecto emulación en el resto de territorios alimentado por
una sensación de agravio comparativo y de discriminación fácilmente interiorizadas
por los grupos políticos nacionales y por los ciudadanos del resto del Estado. Se vislumbra, pues, un proceso de subasta competencial en el que la satisfacción de las
demandas diversificadoras pasan por un aumento competencial de determinadas
Comunidades Autónomas que se acabarán extendiendo al resto de territorios. El final de este proceso (o al menos el final previsible a la vista de la experiencia entre
1980 y 1995) no es la restitución del equilibrio entre diversidad y homogeneidad, sino una nueva homogeneidad basada en la ruptura, a favor de la descentralización,
del equilibrio entre centralización y autogobierno. Esto es, una espiral descentralizadora que no resolverá la tensión de fondo y que puede acabar socavando las bases
mismas de la convivencia territorial pacífica del Estado.
Quizás por ello, la búsqueda de soluciones no se encuentre tanto en aumentos de
competencias, cuanto en la profundización de aquellos aspectos que convierten a
ciertas Comunidades Autónomas en diversas frente al resto de entidades territoriales
homogéneas. No se trata de premiar a las provincias hostiles, sino de aplicar el criterio de igualdad material al ámbito territorial. Es decir, tratar constitucionalmente de
modo diferente a lo que en la realidad también lo sea, siempre que ello esté justificado en un objetivo constitucional (la diversidad territorial), las medidas sean adecuadas para la consecución de los fines, y se mantenga un criterio de proporcionalidad
estricto en las desigualdades generadas.
Podemos, pues, profundizar en especialidades para determinadas Comunidades Autónomas en materias tan diversas como financiación, lengua y cultura, régimen foral,
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participación en un nuevo senado, participación en Europa y en relaciones internacionales de predominante interés territorial (en materias como emigración, lengua o cultura propias, relaciones transfronterizas, etc.) o incluso descentralización parcial del
poder judicial; reconocimiento de derechos de audiencia (incluso veto si el interés afectado se reconoce fundamental para la Comunidad Autónoma) a las instancias territoriales antes de la aprobación de normas estatales en el marco de las competencias
centrales, en casos concretos de afectación de los intereses esenciales y específicos
de la Comunidad Autónoma, y un largo etcétera.
No se trataría, pues, en este escenario de obtener la diversidad tanto a través de aumentos competenciales significativos, cuanto a través del reconocimiento de diferencias de régimen. O lo que es lo mismo, intentar recuperar el equilibrio entre diversidad
y homogeneidad sin alterar (o sin hacerlo de forma significativa o peligrosa) el alcanzado entre centralización y descentralización.
Obviamente la realidad política y territorial de España no nos permite ser optimistas
respecto a la posibilidad de alcanzar una solución en el sentido apuntado en el texto.
Basta reflexionar brevemente sobre algunos de los aspectos de los proyectos de reforma de Estatutos de Autonomía hasta ahora enviados a las Cortes Generales para
observar cómo los peligros expuestos a lo largo de este trabajo aparecen en toda su
crudeza en el proceso recién iniciado.
Comencemos por una de las Comunidades Autónomas más diversas y con mayores
especialidades respecto al régimen autonómico común: la vasca. Y decimos la más
diversa porque a pesar del proceso de homogeneización competencial sus peculiaridades en materia de financiación (derivadas de la Disposición Adicional Primera específicamente pensada para Euskadi y Navarra) la convierten en una Comunidad
particularmente singular. El mal llamado, y afortunadamente rechazado frontalmente
en las Cortes Generales, proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía del País
Vasco, lejos de insertarse en un proceso de adaptación del sistema de descentralización, constituía una ruptura frontal de los elementos esenciales de la articulación del
poder territorial en España. Esto es, la profundización en sus singularidades, pretendidas o reales, llevó a los redactores del proyecto a plantear la autodeterminación de
la Comunidad Autónoma. De esta forma asomó en el panorama territorial español una
tensión hasta ahora desconocida en la actuación normal de las instituciones territoriales en sus relaciones con las estatales: la tensión entre independencia y pertenencia al Estado.
En un nivel de singularidad menor se sitúa el proyecto de reforma del Estatuto catalán. Proyecto que muestra la frontal búsqueda del reconocimiento del carácter singular de esa concreta Comunidad Autónoma. Evidentemente, la atribución del término
nación a Cataluña constituye un signo inequívoco de que tal es la finalidad de la reforma. Pero, más allá del futuro de esta calificación o de su eventual inconstitucionalidad, lo relevante es que el proyecto se orienta al reconocimiento de un aumento
competencial (y garantía de las competencias ya existentes) como consecuencia del
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carácter singular de la entidad territorial. En particular, resulta ilustrativo que el modelo de financiación propuesto en esta reforma sea muy similar al vigente en los territorios forales. De este modo podemos observar cómo una Comunidad Autónoma
diversa (en el sentido utilizado a lo largo de este trabajo, esto es un territorio con características singulares, lo que lleva aparejado un régimen diferente y privilegiado respecto al resto de entidades territoriales), simultáneamente pretende, por una parte,
destacar su diferente naturaleza respecto al resto de Comunidades Autónomas (la ya
expuesta tensión entre diversidad frente a homogeneidad) y, por la otra, igualarse
competencialmente con otras Comunidades que presentaban mayores elementos de
diversidad (una nueva tensión que podríamos describir como la búsqueda de homogeneidad en la máxima diversidad).
Finalmente, en el campo del régimen común sólo se ha remitido el proyecto de reforma del Estatuto de la Comunidad Autónoma valenciana. Proyecto que contiene en su
articulado la conocida como cláusula Camps, cuya finalidad no es otra que tratar de
asegurar que la Comunidad tendrá las mismas competencias que cualquier otra. Se
pretende negar, pues, normativamente la diversidad entre Comunidades Autónomas
garantizando la homogeneidad entre ellas. Más allá del incierto futuro de esta cláusula en la tramitación parlamentaria del proyecto, lo relevante es que denota claramente cuál es la actitud política desde la que se afronta la reforma del sistema
autonómico en las entidades territoriales que no vieron reconocidas especialidades
significativas en su acceso al autogobierno: cualquier aumento competencial en otras
Comunidades Autónomas deberá extenderse a todas ellas puesto que no se aceptan
desigualdades de trato (en este caso de competencias) entre entidades territoriales.
Podemos, a partir de estos tres únicos casos, apuntar un futuro desolador. Caso de
triunfar estos planteamientos nos encontraríamos con que una regulación especial y
absolutamente atípica derivada de razones históricas y políticas muy concretas acaba asumiéndose, en su carrera por mantener la asimetría del sistema, por Comunidades Autónomas cuya naturaleza diversa fue constitucionalmente reconocida pero
que no alcanzaba tal grado de descentralización. Sin embargo, el proceso no terminará aquí, pues como consecuencia del efecto emulación o por la actuación de normas estatutarias del tipo de la cláusula Camps tal modelo debería ser reconocido y
extendido a todas las Comunidades Autónomas. En fin, la lucha por la diversidad puede llevar a una homogeneidad situada en tales niveles de descentralización que sería
difícilmente reconocible la existencia de un único Estado desde el punto de vista financiero. La subasta competencial nos puede, así, llevar a la propia destrucción de
las bases mínimas necesarias para que podamos seguir considerando a España como un único Estado.
Sólo nos queda recordar al final de este trabajo, como apunte optimista y con la confianza en que finalmente se alcanzaran soluciones satisfactorias para todos, que el
proceso descentralizador adoptado en la Constitución requirió para su puesta en marcha el diálogo constitucional entre las instancias centrales y las embrionarias instan86
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cias territoriales. Ese diálogo fructificó en una solución de síntesis, sin que se produjera la imposición unilateral de una de las dos partes. Es posible que, como comentara SHAW respecto a los problemas de articulación territorial en Canadá, a veces no
sea tan importante el contenido del diálogo entre instancias territoriales y centrales
como el mero hecho de que el propio diálogo exista sin interrupción. Es cierto que esta posición puede criticarse en virtud de la desustancialización del propio diálogo y de
la necesidad de imponer límites no negociables; pero también lo es que fijados tales
límites (los de la Constitución vigente), la solución ha de ser consensuada. Consenso que, en última instancia, ha de buscarse en las Cortes Generales.
Hace diez años utilicé una cita para concluir la introducción de mi tesis doctoral que sigue teniendo la misma importancia para el día de hoy pese a estar escrita por SAAVEDRA FAJARDO en 1640: «En España, con gran prudencia están constituidos diversos
consejos para el Gobierno de los reinos y provincias y para las cosas más importantes
de la monarquía; pero no se debe descuidar en fe de su buena institución, porque no
hay república tan bien establecida que no deshaga el tiempo sus fundamentos o los
desmorone la malicia y el abuso. Ni basta que esté bien ordenada cada una de sus partes, si alguna vez no se juntan todas para tratar de ellas mismas y del cuerpo universal»
(Empresas, Clásicos Castellanos, Madrid, 1958, vol. III, p. 39). Quizás ésta, al igual que
en el siglo XVII o en 1995, sea la única conclusión que puede apuntarse en este trabajo. Sólo el diálogo entre el todo y las partes puede resolver las tensiones entre homogeneidad y diversidad o entre centralización y descentralización. Sólo cabe esperar que
los actores políticos (territoriales y centrales) sepan estar a la altura de la situación y
que en el guardián constitucional de los acuerdos se encuentren personas de la misma talla intelectual y humana de quienes redactaron y apoyaron con su voto la Sentencia 76/1983. El sistema ha funcionado razonablemente bien durante más de
veinticinco años y ese es un logro que no puede, ahora, desperdiciarse. El texto constitucional puede aún erigirse en un límite eficaz a las tensiones, pero ha de ser no sólo límite, sino también el marco en el que tales tensiones se disuelvan a través del
acuerdo. Ello exige que no se convierta en un arma arrojadiza entre partidarios de
unas y otras posiciones (centralizadores frente a descentralizadores, partidarios de la
diversidad competencial frente a defensores de la homogeneidad) pues en tal caso
dejará de constituir el marco unánimemente aceptado en el que deben resolverse las
tensiones para convertirse ella misma en un nuevo objeto de tensión.
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