SIN VUELTA ATRÁS JORDI SIERRA I FABRA Esta es una historia inventada. Que no se busque relación alguna con otras que hayan sucedido con nombres y apellidos. Ningún personaje está basado o inspirado en un modelo concreto. Pero es la historia de decenas, cientos de chicos y chicas que hoy, ahora, están siendo sometidos al mismo calvario que el protagonista de la novela. Es la historia de la intolerancia, el miedo, la estupidez y el silencio. Y es mi historia. JORDI SIERRA I FABRA, febrero de 2005 PRIMER GRITO La noticia (Primera hora) 1 A lo lejos, sobre la lı́nea del horizonte, el cielo y el mar se confundı́an. El cielo era gris, denso, poblado de nubes oscuras que, a primera hora de la mañana, conferı́an al nuevo dı́a un aire de melancólica lasitud. El mar era plomizo, compacto, rota únicamente su monótona intensidad por las crestas blancas de algunas olas empeñadas en destacar, como si el viento las azotase. Pero no habı́a viento. Aquella calma... El viejo Tobı́as contempló la distancia desde su propia distancia. Los años formaban una escalera desde la cual aquella visión tenı́a otros colores, otras sensaciones. Su cielo, su mar, la tierra, el acantilado, los mismos pasos perdidos de todas las mañanas de su vida más reciente. Llenó sus pulmones de aire. 9 Y mientras sus ojos se inundaban de luz, su interior saboreó el aroma de la vida. Amaba aquel silencio. El tiempo no contaba. El paseo de todas las mañanas dependı́a de si hacı́a sol o llovı́a y poco más. Y si la lluvia era débil, apenas la esquirla de la humedad que provenı́a del mar, bastaba con un chubasquero o un paraguas para protegerse de ella. La tierra, con su mezcla de verde y negrura, desprendı́a racimos de energı́a que él absorbı́a como las plantas absorben la savia de la que se alimentan. Una perfecta cadena natural. Un paso, dos, tres, hasta llegar casi al borde del acantilado. La pared, vertical, se alzaba unos treinta metros sobre la escasa playa tachonada de rocas. La playa de toda la vida. La playa en la que, generación a generación, los jóvenes del pueblo se habı́an bañado a lo largo de la historia. Como él mismo, años y años atrás. El viejo Tobı́as miró hacia abajo, en busca del recuerdo. Por allı́, impregnando las rocas, flotaban los ecos de sus voces, cantos y risas, los primeros besos de aquellos veranos perdidos aunque nunca olvidados, la memoria del pasado. La playa y el acantilado siempre habı́an sido uno de los sellos distintivos del pueblo. Su casa de toda la vida. La conocı́a palmo a palmo, hueco a hueco. Casi granito de arena a granito de arena. Era la imagen constante y eterna de todas sus mañanas, de todos sus paseos frente al mar. Una pintura móvil. Por esa misma razón capturó la anomalı́a. Lo extraño. La mancha rojiza destacaba de una forma antinatural en la playa, junto a las tres rocas gemelas y al pie del acantilado. 10 El viejo Tobı́as aclaró la vista. La tenı́a buena, por lo menos de lejos. Otra cosa era leer el periódico o un libro. Para eso sı́ necesitaba gafas. Pero aunque la distancia no era excesiva, la forma rojiza sı́ se le antojó difı́cil. Parecı́a un cuerpo, y aquello era absurdo. Miró hacia atrás. Estaba solo. La silueta del pueblo se recortaba a lo lejos, incrustada en el perfil de las montañas que lo aprisionaban cerca del mar. Nadie en el sendero. Volvió a centrar su atención en la mancha rojiza. Una chaqueta, una prenda de abrigo... El mar devolvı́a siempre lo que se le echaba, pero no en un dı́a como aquel. Todo habı́a estado en calma la noche pasada, y también los dı́as anteriores. Ası́ que aquello... La figura humana se le hizo más y más concreta. —No –suspiró ante el grito de su instinto. Echó a andar hacia su izquierda. El camino que descendı́a en dirección a la playa era seguro, amplio. Veinte años atrás incluso se habı́a colocado una barandilla en los dos tramos más pronunciados, y se le dio consistencia a los escalones naturales, cimentándose piedras en ellos para no resbalar y afianzarse en los dı́as de mal tiempo. Sus pasos, sin embargo, fueron inquietos, más y más inquietos a medida que su corazón empezó a latir de aquella forma tan acusada y antinatural, en tanto que la certeza se abrı́a paso en su ánimo. —Otra vez, no –suspiró de nuevo. El camino desembocaba en la playa tras una larga curva que lo suavizaba aún más en su proximidad. El viejo Tobı́as pisó la arena con la sensación del reencuentro. Allı́ sı́ se escuchaba el mar, el beso de las olas, el dulce deslizar del agua en la orilla en su eterno ir y venir. Se movió con pesadez al hundı́rsele los pies y tuvo que afianzar el bastón para no caer. Las tres rocas gemelas 11 rezumaban humedad. Parecı́an los restos de un monolito ancestral. Quizás en otro tiempo lo hubieran sido. El cadáver se le hizo visible a los pocos pasos. La forma rojiza era la de su cazadora. No era la primera vez que veı́a algo como aquello, ası́ que cuando miró hacia la cumbre del acantilado no se hizo más preguntas. El cuerpo estaba roto, quebrado, adoptando una forma absurda sobre la arena y las rocas. La sangre aún brillaba, pero se hundı́a en el suelo igual que una raı́z en busca de una vida que ya nunca volverı́a. Cuando superó el choque, la brutalidad de la verdad, se movió hacia la derecha, en busca de aquel rostro todavı́a invisible. El viejo Tobı́as ahogó un gemido. Cerró los ojos, porque los del muerto seguı́an abiertos, orlando una mueca de estupor no superada con la agonı́a final, y luego venció el agarrotamiento muscular, aunque su corazón no dejó de latir, como si una feroz arritmia se hubiera apoderado de él, hasta que consiguió reaccionar. Echó a correr, en la medida de sus posibilidades, para subir de nuevo por el camino y llegar al pueblo cuanto antes. 2 Miguel Ángel se detuvo al llegar a las inmediaciones del instituto. A veces, unos pocos metros representaban la mayor de las distancias. Miró arriba y abajo de la calle. Nada. Los últimos chicos y chicas entraban por la verja aún abierta en el muro. Faltaban apenas un par de minutos para que se cerrara, dejando fuera y con el problema a cuestas a los que llegaban tarde. 12