La tiza negra- Estaba sentado en el suelo hediondo

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La tiza negra-
Estaba sentado en el suelo hediondo, tiritando de la frigidez que rozaba sus labios, con las
pupilas dilatadas de tanto llorar, nervioso. Tenía la piel más albina que nunca. Sus sollozos
resonaban por aquellos calabozos que parecían no tener fin. Se le cortaba la respiración, él
ya lo sabía, estaba olisqueando la muerte. ¿Solo? Las uñas enmugrecidas, en carne viva, y
las manos ensangrentadas. Inmerso en aquel subterráneo y laberíntico mundo de pasadizos,
túneles y puertas. Le perseguían. Sabía que estaba loco pero no lo suficiente como para no
saber que su suerte estaba echada….
“Debo seguir…” – se escuchaba el goteo de una tubería rota –. “Está cerca; está muy cerca”
– observaba los surcos de sangre que había dejado al arrastrar las uñas por la pared –. “La
misma muerte en persona me quiere dar caza; sus frenéticas miradas no me dan aliento para
seguir. No quiero morir y mi alma se está desangrando. ¿Dónde estás cordura? ¿Dónde está
la salida?” – empezó a escucharse unos chasquidos agudos –. “Está aquí; se está acercando”
– le empezó a entrar una risa histérica que emanaba de entre sus dientes, mientras ésta
resurgía de su interno mal estar; unas lágrimas se suicidaban –. “Estoy muerto, muerto como
los versos que esputan los últimos suspiros de mi alma, como las caricias que la parca
envenena mi sangre, muerto como la sangre coagulada que baja por mi cara, muerto como…
¡Ahhh!”
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Un sábado tormentoso, ya anocheciendo, en el londinense hospital psiquiátrico
penitenciario “Austen White”. La lluvia con el grisáceo cielo daban un telón muy poco
tranquilizador y dentro, el horror, se palpaba en cada esquina. Ya eran quince muertos.
– ¿Cómo se encontraba el paciente horas antes…? – preguntó un señor de unos treinta años.
– Estaba normal, si soy capaz de atreverme a decir eso en este lugar, quizás un poco más
ausente, ajeno al resto – le contestaba una enfermera joven, con unos ojos verdosos –. Es
difícil de reconocer si han alterado su estado. Me imagino que me comprenderá señor… –
pensando si se le había dicho su nombre.
– Policía detective Lebrun, Mark Lebrun, a su servicio. ¿Me puede llevar al lugar dónde…?
– Sí, pero le advierto que es una imagen muy dantesca. Le acompaño hasta la mitad. Por mi
bien psíquico, no quiero verlo de nuevo.
El detective Lebrun asintió con la cabeza y la acompañó. Por el camino observaba las
celdas de aquellos trastornados; podías ver todo tipo de estados de ánimo, parecía que
estabas observando mascaras griegas más que rostros. La limpieza no era muy buena y el
suelo era un tanto pegajoso.
– Es aquí señor… yo ya prefiero retirarme – apartándose un poco.
– No se preocupe, sé en donde encontrarla. Puede marcharse… – dicho esto se acercó poco
a poco a ver la escena del asesinato y se tuvo que poner un pañuelo en la nariz porque el
hedor era tremendo –. ¡Ahgg! Esta peste es insufrible… pero ¿Qué coño? – se quedó
paralizado al verlo todo. La celda estaba repleta de vomitonas y había pintadas de sangre por
la pared: “Volveré”, “Sólo es uno más”, “Estáis todos muertos”, “No conseguirás
atraparme”, “No estoy vivo, ni siquiera soy humano”. El cadáver estaba bocabajo,
totalmente rígido, y medio descompuesto. Era nauseabundo, tremendamente dañino. –. Esto
no es humano, cierto… – cuando se estaba acercando al cadáver, empezaron a apagarse
luces sin motivo aparente –. ¿Y esto? – miró atrás; los pasillos estaban a oscuras; sólo
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algunas celdas tenían algo de luz y, la mayoría de ellas, estaban intermitentes, muertas del
nerviosismo de la escena. No pudo evitar tragar saliva –. Será un fallo de iluminación sin
importancia – acercó poco a poco más la mano al cadáver.
De repente, mientras el silencio reconcomía la mente de cualquiera con escrúpulos, se
escuchó un grito a lo lejos de una chica, era terriblemente estremecedor, inundo todos los
pasillos con su eco y bañó de intranquilidad la atmosfera. Por reflejo, Lebrun, cogió su
pistola rápidamente, se despreocupó de su tarea y fue a ver qué había ocurrido, pero
cuando abandonó la celda, se le había enganchado algo al zapato que le impedía salir. Él
tiraba fuerte, pero estaba bien atascado; miró a ver qué era.
– ¡Joder! – Le dio un vuelco el corazón cuando vio que el cadáver le había cogido el pie con
su mano huesuda y no quería soltarlo –. ¿Esto qué coño es? – chilló fuerte cuando éste le
estaba mordiendo la pierna; como respuesta, Lebrun le disparó dos veces en la cabeza,
dejándolo en el suelo. Huyó, sin pensárselo, de allí, pasando por esos pasadizos totalmente a
oscuras. – Debo de ir a la salida; tengo que ir a la salida – iba corriendo; los pasos resonaban
con mucha fuerza por esos pasillos –. ¡Ahgg! – se había chocado con algo que le hizo caerse
al suelo.
– ¿Quién es? – la voz apagada de un hombre se escuchaba desde el suelo –. No veo nada.
La sorpresa de Lebrun fue espantosa al ver que a ese paciente, a ese loco, le faltaban los ojos
y de las cuencas emanaba sangre reseca –. “¿Qué es este lugar?” – se levantó rápidamente y
le dio esquinazo. También consiguió ver a lo lejos, con lo poco que los focos eran capaz de
iluminar, algunos que estaban desangrados y con miembros cercenados, arrastrándose por el
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suelo con esfuerzo
–. “¡Esto no es un hospital! ¡Esto es el infierno!” – además se
escuchaban gritos de atormentados que hacían que Lebrun corriese aun más y el sudor le
bañara su nerviosismo –. “¡La salida!” – se acercó a la puerta y empezó a tirar del pomo –
.“¡Ábrete, ábrete!” ¡Nooo! – son los ojos exageradamente abiertos observaba el pomo que,
de tanta fuerza e impulsividad, lo había arrancado de la puerta. Un escalofrío le surcó todo el
cuerpo.
– Detective Lebrun… – se escuchaba una voz aguda que canturreaba su nombre en esa
oscuridad.
– ¡Atrás o disparo…! – sudoroso apuntaba con nerviosismo a todos lados.
–… Lebrun – seguía escuchándose su nombre; se estaba acercando.
Lebrun, muerto de miedo, rozando el paro cardiaco, disparó a bocajarro, sin pensárselo, a
diestro y siniestro, por todo ese ambiente infernal; no consiguió nada, bueno sí… quedarse
sin munición.
– Ya era hora, Lebrun – se escuchó una risa y alguien que corría desesperado hacia él.
– ¡No, no! – Lebrun cerró los ojos y sintió un fuerte golpe en el pecho, se mareó y fue como
si perdiera el conocimiento, pero consiguió elevar la vista e, irracionalmente, se encontraba
en otro sitio totalmente distinto.
“¿Esto qué es? ¿Es una pesadilla?” – estaba medio atontado viendo que estaba en un
subterráneo húmedo, lleno de pasadizos y mucho moho –. “Huele a sangre quemada” – la
única iluminación era unas bombillas que surgían arbitrariamente de la pared; la mayoría de
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ella estaban apagadas, rotas –. “Esto no puede ser real” – se empezó a escuchar golpes muy
intensos y cercanos; sonaban muy metálicos.
– Ahora estás en mi mundo, mi locura – retumbaba su risa nerviosa, como cantó
entrecortado infernal, que renacía y moría a la vez por ese sueño –. ¡Huye, si puedes…!
Lebrun no se lo pensó y voló fugaz por esos pasadizos y, tras emprender carrera,
empezaron a perseguirle una legión de cucarachas del color del alquitrán
– “No son de verdad; no son de verdad” – la peste era inaguantable y las cucarachas no le
tranquilizaban –. “Más pasillos… más pasillos”
– ¿Te pierdes…? ¡CORRE! – empezó a escucharse más fuerte el sonido metálico y como
avanzaba más rápido. Lebrun no puedo evitar acelerar el ritmo.
– ¡MIERDA! ¡AAAAAHHH! – sorpresa de Lebrun cuando se dio cuenta de que un cepo
oxidado le había atrapado la pierna, un dolor inaguantable le hacía apretar los diente; tenía la
pierna destrozada. Observó como en esa sala, a la que había llegado, casi a oscuras, los
muertos que había en el suelo todos con sonrisas diabólicas y sin ojos, parecían estar atento
a lo que hacía Lebrun.
– ¡Ohh… pobrecito! – la voz no paraba de reírse, de mofarse, de ridiculizarlo.
– ¡PARA! – con toda su fuerza abrió el cepo y consiguió salir a cojas y más o menos dando
botes –. “Mi pierna…” – se
quedó observando la siguiente habitación un rato, las
cucarachas se desperdigaban por el suelo. Tenía la pared surcos de sangre y unas goteras
terribles en las tuberías del techo y, coronando la sala, un hombre muerto con una tiza negra
en su mano – “¿Qué cojones?” – En la pared del fondo estaba escrito con la tiza un mensaje
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–. “No mires atrás, porque ya llegué…” – empezó a tragar saliva y los sudores fríos
emanaban de su piel adornando el frenesí indescriptible de la situación.
– ¡El dolor es sólo un saludo a la muerte! – se escuchaba un zumbido y moscas que
revoloteaban cerca de la oreja de Lebrun. Lebrun apretó los parpados; sintió que le
clavaban una especie de daga en el costado.
– ¡AHHHHG! – empezó a girar el loco en la herida –. ¡AHHH! – empezó a devolver sangre.
– Eres mi juguetito… – sonreía detrás de Lebrun –. Las sombras le rodean; el placer de la
muerte le susurra. Vagabundas almas puercas van a parar a mí… pero ahora la carnaza está
servida. Estás muerto. No luches; moriste hace ya tiempo – afinando su voz tétrica en el oído
húmedo del detective.
– ¡Ahhhhh! ¿Nada más… todo acaba aquí? – cerrando poco a poco los ojos.
– Demasiado tarde. No sabes nada. Todo empieza aquí – un golpe fuerte reventó la escena.
Las pupilas se velaron; la sombra explotó en cólera. Sólo un susurro apagado.
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Un domingo silencioso durante la más oscura noche en el londinense hospital psiquiátrico
penitenciario “Austen White”.
– ¿En dónde está la escena del homicidio…? – el inspector, ya a punto de entrar en la
madura etapa de los cincuenta, preguntó interesado en el asunto.
– Sígame, por aquí… es un paciente que llevaba ya mucho tiempo ingresado
– La
enfermera daba datos de aparente escasa importancia –. Aquí es – cuando vio que el
inspector se acercaba a la celda no pudo evitar sonreír –. Le estaré esperando – dio marcha
atrás.
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– ¿Qué ha pasado aquí?... – el inspector fue entrando en la celda. Sólo había un hombre
sentado y totalmente inerte. Encima de él un mensaje escrito en negro –. “No mires atrás” –
el inspector se quedó totalmente petrificado –. Pero… ¿detective Lebrun? – se giró por
instinto, y por una señal helada de su cuerpo, cuando sus pupilas dieron con el rostro
descompuesto por la oscuridad del detective justo en frente.
– ¡Acabas de morir! – Dijo Lebrun, muerto.
– ¿Cómo…?
Las luces se silenciaron.
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