deseo, deber y acciones repugnantes - Repositorio UC

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DESEO, DEBER YACCIONES
REPUGNANTES
Alejandra Carrasco
. ....,
s mejor el bien que el mal. Todos deseamos un
mundo mejor, que haya más gente feliz, que desaparezca el dolor. Y la
ética, que conecta el deber ser con lo bueno, tendría entonces que orientarse en esta dirección, pues nadie defendería la idea de que lo moralmente correcto es producir un peor estado de cosas. Así y todo , cuando
el año pasado se descubrió una banda de mujeres croatas que se embarazaban por dinero, para trasplantar después los órganos de sus hijos a
niños italianos en peligro de muerte, todos nos escandalizamos. El estado de cosas final sería el mejor: un niño muerto pero dos o más a salvo,
dinero para las croatas y felicidad para las familias de Italia. Sin embargo, el fin no justifica los medios. Pero por otro lado, en la otra cara de la
moneda, cuando Robin Hood roba a los ricos para dar de comer a los
pobres, o cuando un policía engaña a alguien para encontrar un ladrón,
no nos parece tan terrible, y podríamos incluso tender a afirmar, con los
consecuencialistas , que el fin sí justifica los medios . ¿Qué razones morales subyacen a esta aparente diversidad de criterios? ¿Por qué juzgamos
a veces de un modo compatible con el consecuencialismo y otras veces,
en cambio, de otro más afín con la deontología?
El consecuencialismo es la corriente moral que saca toda su fuerza
de la intuición de que es mejor el bien que el mal, por lo que prescribe la
maximización de la utilidad para producir el mejor estado del mundo . Es
Alejandra Carrasco, Instituto de Filosofía. Pontifici a Universidad Católica de Chile
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S EMI NARIOS DE FILOSOFfA. Vol. 16, 2003
decir, equipara lo deseable con lo debido. La deontología, por su parte,
su eterna adversaria, no centra su análisis en el resultado final sino en la
bondad o maldad de cada acción, prohibiendo los medios malos para un
fin bueno. En este texto, intentaré mostrar que ninguna de estas dos
teorías basta por sí misma para dar cuenta de nuestras intuiciones morales fundamentales. De acuerdo con la acertada frase de Philip Pettit, "el
consecuencialismo promueve el bien mientras que la deontología lo honra". El primero utiliza un criterio cuantitativo para definir el deber; la
segunda, en cambio, uno cualitativo. Pero en el ámbito de la ética, como
postularé, ambos criterios son relevantes: el cualitativo, que sitúa lo permitido y lo no permitido en clases mutuamente excluyentes; y el cuantitativo, capaz de identificar grados de deseabilidad dentro de la primera
clase, y grados de repugnancia en la segunda. El consecuencialismo,
entonces, al identificar 10 más deseable con 10 debido, no tiene cómo
discriminar entre lo permitido y lo no permitido. Y la deontología contemporánea, con su test contrafáctico para separar estas dos clases, se
queda después sin poder discriminar los grados de deseabilidad dentro
de ellas.
Para fundamentar esta tesis analizaré en qué sentido estas dos éticas modernas son reductivas, y cómo podrían complementarse. Comenzaré describiendo el objeto propio de la moral, para centrarme luego en
un análisis de la acción humana y terminar ilustrando la tesis con el
debate actual sobre las acciones repugnantes.
1.
QUÉ ES LA MORAL
La ética, como ciencia práctica, conecta el deber ser con el bien.
En términos generales, entonces, se podría decir que la ética es la disciplina que trata de nuestro modo bueno o correcto de estar en el mundo
en cuanto seres humanos. En este contexto los términos "bueno" y "correcto" son términos directivos de la acción, o más precisamente de la
elección, pues aun'q ue habitualmente la acción manifiesta y cumple lo
intencionado, hay también acciones fracasadas. De aquí que lo único que
está completamente bajo nuestro 'control, lo único que podemos verdaderamente dirigir o no hacia el ' bien prescrito, es la intención. Pero como
nuestro conocimiento es finito y no podemos penetrar en la intimidad de
los otros, aunque el objeto propio de la ética parecería ser la intención,
el objeto de referencia de sus juicios, al menos respecto de las acciones
ajenas, tendrá que ser, necesariamente, la acción. Por consiguiente, para
que las calificaciones morales tengan sentido y se pueda razonablemente
ALEJANDRA C AR RA SCO : DESEO, DEBER Y ACCIONES REPUGNANTES
decir que alguien actúa bien o correctamente, se debe evaluar si la acción, como efectuación de una intención, apunta realmente hacia el bien,
La deontología, entonces, acertaría más que el consecuencialismo en
su definición del objeto de la moral. El consecuencialismo comienza evaluando diversos posibles estados del mundo, para después, del mejor, deri var la corrección o incorrección de las acciones según su eficiencia para
lograrlo, Y aunque intuitivamente este esquema no calza del todo con la
definición de ética, el consecuencialismo se ha podido mantener en el
debate apoyándose en la supuesta superioridad de su punto de vista, En
efecto, durante los últimos 150 años ha habido una fuerte discusión acerca
del punto de vista adecuado para el juicio moral. Con la hegemonía del
paradigma cientificista, se ha tendido a validar el punto de vista externo,
objetivo, universal o impersonal por sobre la llamada perspectiva interna o
subjetiva. El consecuencialismo es el caso paradigmático de una ética con
un punto de vista objetivo, pero esta característica que en primera instancia tiende a darle una mayor legitimidad, es también la que más problemas
de fundamentación le ocasiona, Solo dos ejemplos:
El primero es que desde la perspectiva objetiva es imposible captar
la direccionalidad o intencionalidad propia de la acción humana, Sin este
aspecto interno, la acción se reduce a un mero evento y dej a de ser imputable moralmente, Obviamente esto trivializa la moral, pues lo que distingue
al evento es que su definición no implica un agente y sin agente no hay
responsabilidad, Un evento puede ser un terremoto, un acto involuntario u
otro aparentemente voluntario; sin embargo, si este último va a ser descri to como evento, habrá que poner entre paréntesis su dependencia respecto
de un "agente", Así, aunque toda acción voluntaria pueda describirse como
evento, al hacerlo se está renunciando a lo que la caracteriza propiamente
en cuanto "acción" , En el evento "mi hacer" del acto desaparece, y con
ello la autonomía y la responsabilidad, Por esto es que las acciones, desde
el punto de vista objetivo, pierden su dimensión moral y solo se pueden
evaluar, si acaso, técnicamente, vale decir según su eficacia,
Un segundo problema, tan radical como el anterior, se refiere a la
responsabilidad moral. Si en el consecuencialismo lo deseable, el mejor
estado del mundo, es lo debido, se hace a cada agente responsable del
mundo en general. Sin embargo la responsabilidad total se destruye a sí
misma, puesto que, como afirma Spaemann, los límites son para ella una
condición de posibilidad, Como seres finitos, solo podemos responder
por algo si somos simultáneamente liberados de la responsabilidad por
las consecuencias de todas las omisiones en que incurrimos para satisfacer la primera demanda, Así, para cumplir con la invitación del Instituto
de Filosofía y estar en este momento leyendo frente a ustedes, por ejem-
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plo, debí ser liberada de la responsabilidad de estar dictando clases o
ayudando a la Media Luna Roja iraquí. No soy, entonces, una asesina,
por permitir que en este momento muchos iraquíes mueran por falta de
asistencia. Como tampoco soy una heroína porque al estar aquí omito
estar matando a otras personas . La responsabilidad total que exige el
consecuencialismo reduce la ética al absurdo, pues si ni siquiera realizando la acción maximizadora el agente evita la inmoralidad, la teoría
obviamente no discrimina.
Con todo, y a pesar de los múltiples argumentos que refutan el
consecuencialismo, esta doctrina sigue ganando adeptos. El punto de
vista imparcial tiene una ventaja importante sobre el punto de vista interno, la que William Godwin graficó a fines del siglo XVIII con el ejemplo
de Fenelón y su sirvienta: ' Si ambos están en un incendio, y yo solo
puedo salvar a uno, lo correcto es salvar a Fenelón; incluso en el caso de
que la sirvienta fuera mi madre. "¿Qué diferencia -pregunta Godwinpuede hacer el pronombre "mi" para la verdad de una proposición?"
Efectivamente, mientras la deontología juzga desde el 'yo', el consecuencialismo lo hace desde el 'alguien ' , uno cualquiera, no identificado
ni autoidentificado. Para una disciplina con pretensión de universalidad
como la ética, 'alguien' parecería ser un mejor sujeto, sobre todo si se
presume que ' alguien' es la generalización de los 'yoes'. Pero esto no es
así, ya que la noción de 'alguien' captura algo que al 'yo' se le escapa,
mientras el ' yo' captura otra cosa inaccesible para el 'alguien'.
Por otra parte, aunque los estados del mundo no pueden ser el
objeto propio de la moral, pues aunque deseables no son debidos , sí
es cierto que al bien no basta con honrarlo sino que hay que promoverlo. Nuestras intenciones, nuestros fines, que son lo que verdaderamente controlamos, no terminan en sí mismos , no están desvinculados del exterior sino que apuntan, precisamente, a modificar el
mundo en que vivimos. Buscamos producir efectos, y que estos sean
buenos. De aquí que ni .el punto de vista de una moral centrada únicamente en la intención, ni tampoco el de una que se centre solo en los
estados del mundo, son suficiente para 'dar cuenta de nuestras intuiciones morales fundamentales.
La solución a este .dilema, en mi opinión, no pasa por elegir la
menos mala de estas perspectivas, sino por intentar entenderlas, no como
excluyentes sino como complementarias, ampliando el punto de mira y
buscando alguna realidad donde ambas se den simultáneamente. El mejor éjemplo, me parece, es la acc ión humana. En efecto, desde el punto
de vista neutral propio de las ciencias empíricas, la acción se percibe
como un evento físico o fisiológico; pero desde un punto de vista interno
ALEJANDRA CARR ASCO: D ESEO. DEBER Y ACCIONES REPUGNANTES
o subjetivo, como el de la psicología, la misma acclOn se ve como la
expresión de una actitud proposicional, una manifestación del agente. La
acción en cuanto evento y la acción en cuanto actitud proposicional no
son dos realidades divorciadas e irreconciliables, sino, como bien vio
Kant, distintos sentidos de una misma realidad. Y nosotros, seres humanos, somos capaces de captar ambos sentidos, y de captarlos simultáneamente, aunque siempre con la estructura de figura y fondo .
En conclusión, la deontología contemporánea y el consecuencialismo capturan algo de nuestras intuiciones morales, pero también se les
escapa algo. En la medida en que entendamos que el objeto propio de la
moral es la acción intencionada, podremos ver cómo se ordenan sus
diversos aspectos. En primer término, si la ética es la ciencia que guía la
acción hacia el bien, sus prescripciones deben dirigirse primariamente a
lo que la tradición clásica llama objeto de la voluntad, o intención, pues
es lo único que está en nuestro completo control. El mundo mejor al que
todos aspiramos no puede ser objeto de elección propiamente, pues apenas depende de mí, y lo que tiene una probabilidad tan baj a de lograrse
no es objeto de elección sino tan solo de deseo: nadie "elige" ganarse la
lotería cuando compra un número , solo "desea" hacerlo. Entonces el
simple "deseo", del que procede el objeto de los sistemas consecuencialistas, podría ser el fin o motivo de la teoría clásica, pero no el objeto de
la ética. El deseo se orienta a un resultado que escapa a nuestro control,
por eso, si el deber implica el poder como se sigue de que en ética
"correcto" y " bueno" sean términos directivos de la acción, el deseo no
puede originar un deber moral. En este sentido el consecuencialismo se
equivoca al juzgar las acciones de acuerdo con las consecuencias, y la
deontología acierta más al priori zar la intención para definir el deber
moral .
2.
LA ACCIÓN HUMANA
La acción humana puede describirse como mero evento o como
expresión de una actitud proposicional. Esta segunda perspectiva es la
prioritaria para la ética, pues implica que la acción está intrínsecamente
dirigida y es susceptible, por ello, de ser normad a. Asimismo, en relación con la praxis humana, esta direccionalidad interna incapturable desde la perspectiva objetiva, es el aspecto más manifiesto de la acción ,
pues en ella se funda nuestra autocomprensión como agentes.
Esta intencionalidad , en efecto, es la que sa lva la distancia entre
los estados mentales del sujeto y los diversos posibles estados del mun-
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do. Ella es el vínculo entre el agente y lo que él hace. La acción está
orientada por, y se fundamenta en, la intención, de modo que ella es la
que la dota de toda inteligibilidad o significado. De este modo, el agente
no solo es capaz de conocer el mundo, sino que también puede actuar
sobre el mundo de acuerdo con sus ideas, y puede responder por su
actuación. La mente y la eficacia se unifican en la acción intencional,
que representa nuestro modo peculiar de estar en el mundo.
Así, junto con ella, la manifestación y producción de efectos son el
segundo aspecto constitutivo de la acción humana. No son dos realidades
separadas sino dos aspectos de una única acción, que se dan además
simultáneamente, pues el "querer" de la voluntad, o la intención, atraviesa, unifica y da sentido a la sucesión de actos que constituyen una única
acción. De aquí que el momento sensible y el momento inteligible de la
acción humana entren a la par en su descripción completa. Pero la intencionalidad, en particular, es la que origina ese movimiento finalizado en
pos del bien o bien aparente posible, que llamamos acción. Por esto es
que se dice que la acción es teleológica, que actuamos por fines, pues
toda intención tiene un objeto y toda acción, una intención.
De hecho, cuando Aristóteles describe el silogismo práctico enfatiza precisamente este carácter teleológico del movimiento y la acción . El
deseo pone los fines a los que se encaminará la acción, y la razón la
descripción de los medios con que se podrían conseguir. Todo el proceso
deliberativo, en consecuencia, consistirá básicamente en la constitución
de un objeto inteilcional complejo, a saber, el "fin (ahora en cuanto
realizable) con los medios (ahora en cuanto deseables)". Esta nueva unidad significativa será propiamente la intención, aquella que informa,
funda y dota de inteligibilidad a la acción.
Pero Aristóteles pone más condiciones para que la conclusión de
este silogismo, que es la misma acción, tenga verdad práctica o bondad
moral. No cualquier deseo realizable puede dar origen a una intención
moralmente aceptable, sino solo el deseo recto. Solo aquello digno de
ser deseado por una persona racional puede considerarse "bueno" o justificable. Y para evitar' la circularidad del argumento, diremos que un fin
moralmente aceptable es aquel que, de modo directo o indirecto, puede
ser armónicamente integrado en un cierto ordenamiento jerárquico de
fines, y puesto así en conexión con una determinada representación de la
vida buena o feliz, acorde con las posibilidades esenciales de un sujeto
de praxis dotado de razón. Por tanto, para Aristóteles el objeto de la
intención, si da lugar a una verdad práctica, será un medio constitutivo
de la vida lograda, pues la vida lograda consiste precisamente en la
realización de ese tipo de acciones.
ALEJANDRA CARRASCO : DESEO. DEBER Y ACCIONES REPUGNANTES
Pues bien, a través de esta doctrina aristotélica se han incorporado
dos nuevos elementos a la descripción de la acción humana. El primero
es que aunque toda acción está orientada a un fin , hay acciones buenas y
acciones malas moralmente. Y el segundo, intrínsecamente unido al primero, es que la acción no solo está orientada a un fin sino que, para ser
racionalmente justificable, debe orientarse también, o al menos no ser
incompatible con el fin último de la praxis. En este punto es donde la
descripción aristotélica de acción supera a la deontología. Las acciones
no tienen sentido aisladas . Su inteligibilidad depende también, inevitablemente, de su integración en la red o cadena de fines y justificaciones
que configuran el sentido, como un todo, de la vida del agente, y que
hacen referencia en su conjunto, en última instancia, al fin último de su
praxis: la felicidad. Así, la racionalidad, verdad o bondad de una acción
dependerá de que su fin particular, su intención, sea compatible con el
tipo de vida al que el agente aspira. Es decir, para que la acción sea al
menos moralmente permitida, no puede romper la red de fines que otorga
significado a la vida del sujeto racional.
Quisiera insistir, porque me parece una diferencia importante con
las éticas modernas y una buena explicación de las acciones repugnantes,
que los fines prácticos, incluso cuando son queridos como medios, son
también queridos como parte del fin. En otras palabras, en la praxis la
relación de medios y fines no es una relación extrínseca, sino una relación constitutiva. Entonces, como el acto moral nunca puede ser querido
como mero medio, no es posible obtener fines morales a través de medios inmorales. La relación constitutiva se funda, como ya dije, en la
referencia estructural que toda esta red de fines hace, en cada una de sus
partes, al fin último de la vida en general, que es el tipo de vida o tipo de
persona que quiero ser, y que precisamente consiste en la realización de
este tipo de acciones. Esta referencia es la que sostiene y unifica la red
de fines, que, en la conciencia subjetiva, se manifiesta en la unidad y el
sentido que siento que tiene mi vida.
La acción técnica tiene una estructura distinta, pues sus fines son
puestos desde fuera, su resultado es un producto externo que no se identifica con la acción, y la relación de sus medios con sus fines es, por
consiguiente, extrínseca. Sin embargo, en la medida en que la acción
técnica es una acción humana, perteneciente a algún sujeto, debe insertarse también en algún nivel de la red de fines de la configuración de
sentido de esa única vida. La técnica no pondera sus fines , pero en
cuanto debe integrarse a la praxis, sus fines sí se pueden evaluar moralmente . Por esto, aunque en sí misma la técnica no tenga más criterio que
la eficacia para determinar su éxito, y aunque sus medios sean solo
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instrumentales y no requieran ser deseables por sí mismos para legitimarse; en cuanto actividad de un sujeto humano es también objeto de
evaluación moral y no puede, ni en sus medios ni en sus fines, ser
incompatible con el fin último de la praxis, Aquí parecería estar el error
antropológico del consecuencialismo, que postula que mientras una acción sea eficiente para promover el bien, no importa si en sí misma es
mala. La deontología en cambio, que "honra" el bien, coincide en este
aspecto con este modelo, aunque evalúe las acciones aisladas y no como
pertenecientes a una vida unitaria y significativa. Pero en la medida en
que distingue clases, igual que el modelo de raigambre aristotélica, reconoce también la diferencia clásica entre hacer y permitir, y legitima, en
casos específicos, ciertas acciones con efectos indirectos malos. Todo el
misterio de este problema, la diferencia que hace el pronombre "mí" en
la verdad de las proposiciones, se devela, a mi entender, al hacer el
análisis moral desde la antropología.
Asimismo, tal como a través del concepto de acción humana se
pueden mostrar las insuficiencias de las éticas modernas, el concepto
de identidad personal ayudará al desarrollo de la segunda parte del
argumento, a saber, que el deber moral se identifica con las acciones
compatibles con la red de fines de un sujeto, pero que dentro de las
clases de lo permitido y lo no permitido también existen grados de
intensidad, que se disciernen de un modo distinto aunque simultáneo
en la evaluación moral.
Los seres humanos nos caracterizamos por la autoconciencia: sabemos que somos y sabemos qué somos, es decir, nos autoidentificamas como seres humanos. Pero no solo nos reconocemos en esta, se
podría llamar, identidad específica, sino que , como montada sobre ella,
tenemos una identidad individual. Yo no solo sé que soy un ser humano, tal como todos los de mi especie, sino que también sé que soy yo, y
en cuanto tal, distinta a todos los de mi especie. Y esta autoidentificación, como ser humano y como yo , es un rasgo constitutivo de todas las
personas, que, salvo en contextos muy concretos, está siempre presente, como horizonte, en la conciencia. De hecho, este concepto de mí
'misma, este reconocerme en mí, es la base ineludible del sentirme
protagonista de mi única vida.
Pues bien, esta identidad individual, como afirma el profesor Alejandro Vigo, la adquirimos y ratificamos a través de nuestras acciones.
En la praxis el " yo" se constituye como portador de ciertas disposiciones
habituales que son las que dan consistencia a su carácter y a su ser
personal individual. Nos autoconfiguramos disposicionalmente con hábitos que van reteniendo nuestra actividad pasada, de modo que una vez
ALEJANDRA CARRASCO: DESEO, DEBER Y ACCIONES REPUGNANTES
formados ya son difíciles de modificar. Con esto los hábitos "preforman"
la praxis futura; empezamos a actuar e incluso a desear según ellos. Todo
este proceso de autoconformación se realiza en función de aquello que
consideramos valioso, aquello que más nos importa. Como nuestras acciones son intencionales, al intencionar un objeto el agente tiene que
identificarse con él: desear poseerlo. En consecuencia, si al realizar una
acción estamos siempre buscando un fin, estamos también identificándonos, incorporando o ratificando la valoración positiva de ese fin: nos
convertimos en, o ratificamos que ya somos, el tipo de personas que
considera valioso ese fin.
Aludiendo a esta misma idea, aunque desde otra tradición filosófica, Charles Taylor afirma que nuestra identidad se define por nuestras
evaluaciones fundamentales. Estas últimas, llamadas también 'discriminaciones cualitativas', son deseos de segundo orden que no evalúan según la intensidad o la conveniencia del deseo, sino de acuerdo con una
jerarquía de valor. Distinguimos así entre nuestros deseos altos y bajos,
dignos y degradantes, loables y repudiables, contrastándolos con el modo
de vida al que pertenecen o al tipo de persona que los seguiría. De aquí
que estas evaluaciones se llamen 'cualitativas', pues no discriminan en
virtud de lo deseado sino de lo deseable, y constituyen el horizonte de
referencia con que el yo se identifica. De hecho, el resultado de estas
evaluaciones se presenta a la conciencia como un deber, no como una
meta opcional. Dan razones para actuar, y si nos negáramos a seguirlas,
dice Taylor, estaríamos repudiándonos a nosotros mismos, alienándonos
y provocándonos una terrible experiencia de disgregación y pérdida.
¿Por qué son categóricas estas evaluaciones, a diferencia de las
evaluaciones en sentido débil o según su intensidad? ¿De dónde sale su
fuerza normativa? La respuesta, me parece, es la noción de identidad. La
idea o concepto, no necesariamente temático, que tengo de mí misma,
del tipo de persona o modo de vida al que aspiro, actúa como principio
organizativo y directivo de mi praxis, siendo el que unifica, dota de
sentido y da justificación a todas mis acciones. Es el fin último de mi red
de fines, y por ello un concepto normativo que se vincula con mis emociones más fuertes y profundas. Este concepto, mi identidad, contiene
también en sí mi identidad específica, el que soy un ser humano. Y como
todos los seres humanos tenemos en el núcleo de nuestra identidad individual la misma identidad específica, desde esta se podrán justificar normas morales universalizables.
Sin embargo, si es verdad que compartimos esta "fuente" de exigencias morales, ¿por qué razón no todos las reconocen?, ¿por qué resulta tan difícil justificar la existencia de normas morales universales? Aun-
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que me aleje un instante del hilo central del argumento, conviene aquí
clarificar cómo incide el fenómeno del autoengaño en nuestro razonamiento moral. Según explica Taylor, los seres humanos son animales que
se autointerpretan, y esa autointerpretación (contingente) es constitutiva
de su identidad. En otras palabras, las articulaciones con las que comprendemos nuestra vida van configurando nuestro sentido de lo que es
valioso, de lo importante, lo digno, lo pleno. Estas articulaciones serían ,
en el plano cognoscitivo, ese horizonte con el que contrastamos nuestros
deseos para entenderlos como "rectos" o inmorales, como compatibles o
no con el tipo de persona que quiero ser. Pero estas articulaciones o
interpretaciones, y en concreto el concepto de uno mismo en cuanto ser
humano, puede ser más o menos correcto, más o menos correspondiente
a la realidad de lo que somos . Es decir, podemos estar autoengañados
respecto de lo que es valioso, importante, digno o pleno para nosotros en
cuanto seres humanos, y diferir, en consecuencia, entre personas o entre
culturas, en el contenido material del concepto normativo de identidad.
Así y todo , como esta articulación es una interpretación y no un a invención a partir de la nada, permanecería siempre un cierto vínculo con la
realidad capaz de evitar el autoengaño total y las diferencias absolutas en
los valores morales. Mi intención, sin embargo, más que centrarme en el
contenido del bien, es destacar los aspectos formales de esta estructura.
Entonces, de acuerdo con la tesis que postulo, los deberes morales
se fundarían en la consistencia de la identidad humana, que a su vez se
constituye por nuestras evaluaciones fundamentales, aquello que consideramos valioso. Un deber es, así, una obligación para actuar u omitir de
modo compatible con esos fines con que nos autoidentificamos y que
constituyen el núcleo de nuestro ser personal. El deber no se presenta a
la conciencia como un mero motivo psicológico sino como una verdad
normativa, la que nos justificaría racionalmente para exigirlo de nosotros
y de los demás . El reflejo psicológico de las demandas morales, que
separan lo permitido de lo no permitido, son las actitudes de alabanza y
de reproche. Estas, con su inevitable referencia social, revelan nuestra
certeza de que estos actos, a diferencia del lamento o el gozo, obedecen
a razones universalmente vinculantes, son justificables racionalmente y
por ello exigibles a cualquier ser racional.
Quien no cumple con lo que considera el deber, entonces, y realiza
una acción no permitida, tiende a un fin con el que no se autoidentifica,
intenciona aquello que considera malo y que no es compatible con el
resto de su red de fines . Por el contrario, es algo que revienta esa unid ad
y lo separa de su proyección hacia su fin último, del tipo de persona que
quiere ser, el que unifica el sentido de toda su vida. En consecuencia, la
ALEJANDRA CARRASCO : DESEO. DEBER Y ACCIONES REPUGNANTES
maldad de las acciones, al margen del daño que puedan causar a otros,
no procede de su descripción neutral, absoluta, externa, sino de su efecto
alienante, disgregador, dislocador, en el agente. Es una renuncia a lo que
más le duele: a sí mismo.
Los deseos, por su parte, también se relacionan con nuestra jerarquía de fines, con la moral, pero no del mismo modo que los deberes.
Los deseos no dan razones para actuar, no son deberes, salvo cuando
cumplen las dos condiciones aristotélicas para la verdad práctica: que
sean rectos, es decir compatibles con el conjunto de nuestros fines y
referidos a una concepción aceptable de la vida buena; y que sean realizables. No puede, pues sería un sin sentido, dar razones y hacernos
responsables de aquello que en cuanto seres humanos no podamos cumplir. Yo puedo tener el deseo, por ejemplo, de que resucite Frank Sinatra,
pero no puedo tener el deber de hacerlo resucitar, porque ninguna acción
que yo pueda realizar (es decir, intencionar y efectuar) le devolvería la
vida. En consecuencia, solo pueden constituir deberes morales los deseos rectos e intencionables. Un mundo mejor, por ejemplo, un estado de
cosas con la mayor felicidad para el mayor número de personas, puede
ser un deseo pero no un deber moral.
Sin embargo los deseos, a diferencia de los deberes, tienen intensidad, y esta característica los hace fundamentales para la evaluación ética.
Tras situarnos en la clase de lo permitido, tras cumplir el mínimo moral
que prescribe el deber, siguen existiendo un sinnúmero de acciones posibles. ¿Cuál elegir? ¿Qué fin intencionar? Si entendemos por racionalidad
la persecución inteligente de los objetivos apropiados, lo lógico será
realizar la acción más eficiente para nuestro fin último, vale decir, la que
en mayor medida promueva, manifieste y ratifique el tipo de vida que
queremos, aquella que consideramos valiosa, que nos da sentido o felicidad. Así, en este aspecto de la .evaluación moral, el fin sí justifica los
medios, y lo óptimo, moralmente, es lo que podríamos llamar "maximizador". Naturalmente, aunque esta elección sea la más racional y la más
deseable, los seres humanos no siempre la lograremos, pues tenemos
muchas motivaciones, muchas tendencias que competirán a la hora de
nuestra autodeterminación. Pero en la medida en que se cumpla el mínimo debido para que la acción sea permitida, es decir, su no incompatibilidad con el tipo de vida a que aspiramos, no habrá inmoralidad formal.
Como contracara, en el ámbito de lo no permitido también hay
grados. Esta vez no son de deseabilidad, como postula el consecuencialismo borrando toda distinción de clases, sino de repugnancia. El matiz
es importante, pues todo lo no permitido es indeseable, por lo que no se
le puede atribuir grados de deseabilidad (salvo que fueran negativos).
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Todo lo no permitido es repugnante, pues al no ser compatible con nuestro fin último corta la cadena de fines, desarticulando el sentido y la
unidad de vida que todos intentamos configurar, Sin embargo, hay acciones más y otras menos repugnantes, según, posiblemente y entre otras
cosas, la profundidad del quiebre y la posibilidad de reparación, En todo
caso, aquí vuelve a aparecer una evaluación cuantitativa, que tal vez
explique la diferencia que percibimos entre el caso de las mujeres croatas y el de Robin Hood,
Calidad y cantidad, entonces, la intuición básica de la deontología y
la del consecuencialismo, unificadas en la estructura de la acción humana
vista a la luz de la identidad individual, parecerían poder dar cuenta conjunta de nuestras evaluaciones morales, Aunque vuelvo a repetir que esta
es la estructura formaL La consistencia en la red de fines referidos al fin
último solo es criterio de moralidad, y la repugnancia de inmoralidad, si
ese fin último es una concepción razonable de la vida buena, Si la consistencia en el mal fuera posible, y se orientara hacia un fin último degradante para un ser humano, vale decir si el autoengaño total existiera, esa
consistencia no sería, obviamente, criterio de moralidad,
3,
MODERNIDAD
Desde la perspectiva universal, absoluta, objetiva o externa, preponderante en la Modernidad, la repugnancia de ciertas acciones es incomprensible, Con el cientificismo desapareció el agente moral de la
ética, desapareció el sujeto que reconocía ciertos estándares porque esas
cosas le importaban, y la ética se convirtió en una teoría sobre cómo
elegir entre distintas opciones dados ciertos deseos y ciertas restricciones, a menudo difíciles de justificar, Sin agente no hay acción humana,
porque no hay intención ni cadena de fines, Naturalmente, así no hay
cómo distinguir entre calidades de eventos,
Los consecuencialistas, que son el caso paradigmático de esta mirada objetiva, critican a los deontologistas por prohibir ciertas acciones
llamándolas "repugnantes", al tiempo que permiten que sucedan otras
peores, o que la acción repugnante se repita en el tiempo, ocultándola
bajo el eufemismo de efecto secundario, Si los deontologistas verdaderamente valoraran la vida, por ejemplo, o valoraran la regla "no matar",
tendrían que aceptar que es mejor matar a una persona, que no hacerlo y
permitir que se mate a cinco, Sin embargo el deontologista se apega a
este tipo de restricciones, que para el consecuencialista tienen un permanente aire de dogmatismo,
ALEJANDR A CARRASCO: DESEO. DEBER Y ACCIONES REPUGNANTES
El consecuencialismo da cuatro argumentos para rebatir las prohibiciones deontológicas. Primero, que no es racional negarse a minimizar
lo que se considera moralmente objetable. Segundo, que aunque se sienta
distinto matar, por ejemplo, que dejar que otro mate, el sentimiento jamás ha sido una justificación racional. Tercero, que si se cree que el mal
realizado deliberadamente revierte sobre quien lo hace, igual debería
revertir el mal permitido deliberadamente. Y por último, que si los deontologistas salvaguardan la autonomía o integridad de los agentes permitiéndoles no maximizar, también deberían permitirles evitar el mayor
mal si es que lo decidieran autónomamente.
Thomas Nagel responde a estas críticas con una acertada descripción fenomenológica. Señala que la fuerza de las restricciones de la
deontología proviene de la relación del agente con su acción. Concretamente, cuando se intenciona un mal, como fin o como medio, se acepta
ser guiado, dirigido, por este. Se busca realizar el mal , ajustando y reorientando la propia acción cuando este parece escaparse. Sin embargo
el mal, por definición, es aquello que debemos rechazar. De allí que la
ejecución de una acción mala, incluso si su motivo es loable, se presente
a la conciencia como un nadar de lleno en contra de la corriente normativa, una lucha por conseguir lo que despreciamos que provoca, por lo
mismo, un fuerte sentido de dislocación moral.
Sin embargo, aunque esta es una muy buena descripción, no alcanza, como el mismo Nagel reconoce, para justificar la deontología. Pero sí
ilumina, me parece, un aspecto central de la moralidad que desde el punto
de vista consecuencialista queda oculto, cual es el que las acciones están
indexadas personalmente, que el agente tiene un rol protagónico en la
evaluación moral de sus acciones porque estas lo implican a él. Sus acciones son, en algún sentido, él mismo, por lo que no se pueden ver como si
solo fueran un punto de confluencia de diversas cadenas causales en la
fábrica del mundo. Con el rescate del agente en la deontología, reaparecen
las distinciones cualitativas entre las acciones y, con ellas, la diferencia
entre hacer (o intencionar) y dejar, simplemente, que algo pase.
Pero al deontologista contemporáneo le sigue siendo difícil explicar por qué está prohibido realizar el mal, por qué se produce esa dislocación interna cuando se intenciona, y, lo que es todavía una debilidad
teórica mayor, por qué nos parece que hay males menos malos que otros
si todos nadan contra la misma corriente normativa.
En este punto es donde me parece que el modelo que ancla la ética
en la identidad de la persona, en su vida como un todo y no en sus
acciones puntuales, tiene la ventaja de poder dar cuenta tanto de los
aspectos cualitativos como cuantitativos de la acción moral. La disloca-
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SEMI NA RI OS DE FILOSOFfA . Vol. 16. 2003
ción a la que alude Nagel es el punto donde se separan las acciones
permitidas de las no permitidas; y la causa de las restricciones absolutas
es que esas acciones traicionan al mismo agente, revientan su red de
fines imposibilitándole alcanzar el fin último que da sentido a su vida.
Intencionar un mal, incluso como mero medio para un fin loable, compromete el núcleo de la identidad personal. Paralelamente, desde este
modelo más comprensivo, también se puede dar cuenta de las diferencias
intensivas de los diversos fines: los más deseables son los más eficientes
para el fin último de la persona, y los más repugnantes los que contradicen de tal modo mi concepto de mí y mi proyecto de vida, que me
separan de 10 que más quiero y me vacían de todo significado.
Entonces , cuando el consecuencialista señala, defendiendo la
eventual utilidad de las acciones repugnantes, que no es racional negarse
a minimizar lo que se considera moralmente objetable, se equivoca porque compara males inconmensurables. Los males "que pasan" no comprometen mi identidad; el mal que yo hago, en cambio, sí lo hace. Luego, cuando dice que los sentimientos jamás han sido una justificación
racional, olvidan que es a través de ellos con los que captamos los valores de la realidad, y que aunque en sí no bastan para dar razones morales, son un índice importante a considerar. En tercer lugar, al decir que el
mal permitido deliberadamente también debería revertir sobre quien lo
hace, vuelven a prescindir de la diferencia entre intencionar un fin y
dejar que pasen cosas .en el mundo. Aquí, sin embargo, hay que puntualizar que si se "permite deliberadamente" un mal que el agente puede y
debe prevenir, su omisión es tan imputable como una acción . Finalmente, cuando el consecuencialista afirma que se deberían permitir las acciones repugnantes por razones de integridad o autonomía, no está entendiendo que estas acciones, por definición, quiebran la integridad e
imposibilitan la autonomía.
Para concluir, entonces, el consecuencialismo, que equipara lo deseable y lo debido y elimina de esa forma la distinción de clases entre
acciones permitidas y no permitidas, puede perfectamente obligar a realizar acciones repugnantes. Aunque, claro está, para el consecuencialismo no serán repugnantes, pues en esta doctrina las acciones no son ni
. buenas ni malas sino eficientes o no para el mejor estado de mundo.
Asimismo, como define lo correcto y lo incorrecto de modo comparativo, siempre se puede pensar en una acción peor que transforme la acción
repugnante en la opción correcta.
En la deontología contemporánea, en cambio, que se ocupa únicamente de marcar el límite entre lo permitido y lo prohibido, las acciones
repugnantes son proscritas a priori. El problema de esta ética es que no
ALEJAN DRA CARRASCO: DESEO. D EBER Y ACCIONES REP UG NANTES
distingue grados de repugnancia, por lo que es tan malo robar una pera
del árbol del vecino como matar al propio hijo para vender sus órganos.
Así y todo, hay autores, como Michael Stocker, que sí acusan a la deontología de prescribir la realización de acciones repugn antes . Mi impresión es que, a pesar de que Stocker tal vez se equivoque en su concepción de la deontología, acierta sin embargo en su tesis general. Si la
deontología se entiende meramente como actuar por deber, con independencia de nuestros propios motivos, efectivamente producirá agentes con
vidas psicológicamente fragmentadas , alienadas o insignificativas para
ellos mismos. En este sentido, si eso fuera realmente la deontología,
indudablemente que sí nos obligaría a realizar acciones con las que no
nos autoidentificamos, rompiendo nuestra red de fines e imponiéndonos,
eventualmente, otros qu e despreciamos. Serían acciones repugn antes.
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