Aunque estén cansados, permítanme compartir con ustedes algunos recuerdos. A los que me aprecien, estos detalles pueden ayudarles a entenderme. En primer lugar, quiero recordar a Alcira Gigena, el pueblo de Córdoba donde nací. Aunque dicen “pueblo chico, infierno grande”, crecer en un pueblo de 5.000 habitantes es como crecer en una gran familia, en una gran casa donde todos nos conocemos. Y siempre pensé que es mejor estar expuesto a las diferencias y a los conflictos, que te incorporan, antes que a la indiferencia que te excluye. En ese pueblo siempre me sentí querido, valorado y alentado a desarrollar mis capacidades. Agradezco a mi familia el apoyo de siempre, y a mi madre de 87 años que tuvo que sufrir unas cuantas tormentas pero que siempre miró para adelante. Mi familia sabe que desde muy chico tuve un genuino amor por Jesucristo. Allí en Alcira estaba el cura que me bautizó y me educó en la fe. El padre Staffolani, que luego fue obispo de Río Cuarto. Siempre me impactó ver las ganas de ser cura que tenía, el amor al pueblo, y una cosa muy significativa: cuando sabía que había alguien enfermo se lo veía inquieto, no descansaba hasta que lograba visitarlo. Porque no soportaba que alguien se muriera sin recibir el consuelo cristiano. Fíjense, se obsesionaba por estar al lado de alguien que se iba a morir, y que humanamente hablando no se lo iba a retribuir con nada. Eso a mí me mostraba la nobleza del sacerdocio. Con 17 años entré al Seminario de Córdoba, siendo rector Mons. Ñáñez. Yo era un adolescente pueblerino y despistado, llegaba asustado al Seminario. Pero con cuánto cariño recuerdo la comunidad del Seminario que me fue modelando. Recuerdo especialmente las clases y los consejos de Mons. Arancibia, y el acompañamiento sabio y generoso de Mons. Rovai, que nos infundía tanto amor a la misión de la Iglesia y a la Eucaristía. Después Mons. Arana me envió a Buenos Aires para que completara mi formación en la Facultad de Teología. Allí me recibieron generosamente los Operarios diocesanos, que me regalaron toda su comprensión y su amistad, que siempre voy a agradecer. En esa época, iba los fines de semana a ayudarle al padre Pablo Tissera. Gran sacerdote, generoso hasta el sacrificio, que era mi director espiritual. Su casa era realmente la casa de los pobres. Yo acompañaba a sus jóvenes a visitar un barrio muy pobre en Grand Bourg, y allí aprendí lo que es el sufrimiento y la sabiduría de los pobres. Luego, cuando me ordenaron diácono, fui a verlo a Mons. Buffano para ofrecer ayuda en San Justo. Recuerdo que Buffano me besó la frente y me dijo: “¡Cuánto te agradezco!”. Claro, tenía parroquias de más de 100.000 habitantes con un solo cura. Empecé a ir a la parroquia de Rafael Castillo. Una vez más, cuánto me enseñaron los pobres en esos barrios: con su paciencia, sus cansancios, su inmensa fe. ¡Cuánto aprendí a quererlos! 1 Tiempo después de estudiar un tiempo en Roma, volví a Río Cuarto como formador del Seminario, y luego de un intervalo como párroco fui nuevamente formador. ¡Qué lindo seminario! Una comunidad sacerdotal con un objetivo común, y una familia. De aquellos formadores uno es el actual obispo de Quilmes, el amigo Cacho Tissera que estuvo siempre a mi lado. ¡Si me pongo a contar todo lo que compartimos! Allí estaba también el querido Padre Filipuzzi, a quien uno se podía quedar horas escuchándolo y aprendiendo. Rezamos por él en esta Misa. Mi Obispo quiso darme un regalo y me nombró párroco en un barrio de Río Cuarto, por siete años. En ese momento se creó la parroquia Santa Teresita, que tanto amé. ¡Cómo nos divertíamos en la parroquia! Peleábamos también, pero cuánta vida y qué fiesta espiritual y pastoral. No hablo de jarana, porque había trabajo, fuerza misionera, oración y muchas ganas de formarse. Les digo a los seminaristas: no hay nada más lindo que ser párroco, más que rector, quizás más que arzobispo. Esto fue hasta el año 2.000. Reconozco que en estos 13 años la cultura de la participación y el compromiso ha decaído, es más difícil. Pero los desafíos están para superarlos. Quiero agradecer con mucho afecto y alegría a los curas del Presbiterio de la diócesis de Río Cuarto. No sólo porque siempre me sentí valorado, apoyado y sostenido por todos, sino por esa fraternidad donde quizás nos criticamos, pero igual nos juntamos, nos acompañamos, nos escuchamos, no nos abandonamos unos a otros. Yo espero poder vivir lo mismo en este colegio que es la Conferencia Episcopal Argentina. Creo en ese lazo espiritual del episcopado que ahora nos une, y agradezco inmensamente que lo hayan hecho visible con su presencia en esta ordenación. Por don de Dios un nuevo hermano ha nacido hoy para ustedes. Mientras era párroco en Río Cuarto, viajaba semanalmente a dar clases a nuestra querida Facultad de Teología. Agradezco el apoyo y la comprensión de los colegas que también me acompañan hoy. Especialmente los años en que aprendí mucho de la sabiduría de Carlos Galli, acompañándolo como vice decano. En la Misa recordamos a algunos de ellos que ya nos dejaron. Con mucho cariño quise pedir por algunos maestros como el recordado Padre Lucio Gera, el Padre Rafael Tello que me enseñó tantas cosas en los últimos años de su vida, y el obispo Carmelo Giaquinta. También debo dar gracias al Clero de Buenos Aires, del cual, siendo yo un extraño, recibí muchos gestos de fraternidad. En estos últimos años me tocó llegar, un poco accidentado, al rectorado de la Universidad Católica. Yo soy catequista de alma, de manera que me preocupa que los alumnos reciban el anuncio del Evangelio y una formación cristiana que les ayude a vivir. Pero también amo una teología que dialogue con las ciencias y la cultura dando 2 luz a una hermosa síntesis. En estas dos tareas todavía hay muchas deudas pendientes, y es un largo camino. Seguí los consejos del anterior arzobispo de Buenos Aires, y me preocupé por acercar más la UCA al mundo de los pobres, de manera que el contacto con ellos nos ayude a ver mejor la realidad y no seamos sólo intelectuales de escritorio. En esto hemos crecido, y también crecimos en el encuentro y el diálogo con la sociedad y la cultura. Pero no quiero dejar de valorar la tarea más escondida de los investigadores, que persisten en la búsqueda de la verdad a veces con resultados poco visibles, y quizás con la incomprensión de los demás. Yo mismo he escrito algunos artículos que me robaron mucho tiempo y que nadie lee, pero reconozco la oculta belleza de esa búsqueda que también da gloria a Dios. Agradezco a los vicerrectores que me acompañan con su amistad y su trabajo intenso y generoso, y a todos los que se empeñan cada día con un amor genuino por la Universidad, que es un bien de la Iglesia de Jesucristo. En la contratapa del libro que les entregaron hoy tienen mi logo episcopal. Allí está el origen y sentido último de todo. El círculo naranja representa al Padre Dios, que es la fuente última, el Principio sin principio. Sobre ese fondo aparece la cruz de Cristo, mi querido Señor, amigo y redentor. Encima de la cruz, el Espíritu Santo, que llenó la vida y el Corazón de Jesús y lo impulsaba a la misión. Desde allí tiene sentido el báculo, que es el ministerio de los pastores, metido, como dice el lema “en medio de tu pueblo”, en el corazón del pueblo de Dios y no arriba o a un costado. La Virgen María, que es madre, está también allí, donde debe estar, en medio de su pueblo. Y en medio de ese pueblo también está un comprovinciano mío que es un amigo y un modelo, el querido cura Brochero. Reconozco mis miserias y mis límites, pido perdón a todos los que pueda haber ofendido o a los que esperaban más de mí. Pero el pueblo de Dios me educó a lo largo de todos estos años, el pueblo de Dios me preparó más que los libros. Aunque a los cincuenta años podría decir que recién ahora me sentiría mínimamente preparado para ser cura y ahora me toca ser obispo. Pero quiero sinceramente ser cada vez más fiel a Dios y confío intensamente en lo que le dijo Jesucristo a San Pablo: “Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifesta perfectamente en tu fragilidad”. O, como escuchamos hoy: “Sé en quien he puesto mi confianza”. Entonces, no sé qué será de mí, pero tengo la certeza de que, por la gracia de Dios, aun a través de los fracasos, cruces y humillaciones, Dios sacará algo bueno de mí para su pueblo. 3 Me gusta el Evangelio, me gusta la Iglesia madre, me gusta nuestro pueblo argentino, me gusta esta misión que es una inmensa posibilidad de hacer el bien, así que no me queda más que agradecer a Dios. Para terminar, quiero tener presente a una persona que nos está acompañando espiritualmente, el querido Papa Francisco. Ante la insistencia de un amigo mío que quería que yo fuera obispo, le dije una vez que si eventualmente me ofrecían ser obispo yo no lo iba a aceptar. “Tomame la palabra”, le dije. Ahora me da vergüenza. Pero en aquel momento yo no contaba con que quien me lo iba a pedir sería este Papa, que conoce bien mis pocas capacidades y también mis defectos. Que yo sea obispo tiene que ver con su misericordia y su audacia. El otro día el Santo Padre me llamó para decirme que estaba rezando por mí, y me contó que tenía otra cruz pectoral igual a la suya. Entonces me dijo: “No te hagas hacer una ¿Para qué quiero yo dos cruces si con una me alcanza? Así que si no te parece mal te mando una a vos”. Es esta que llevo puesta. Gracias de corazón a todos ustedes por acompañarme en este hermoso momento, y como dice el Papa: “por favor, recen por mí”. 4