la ética en una sociedad que realmente la necesita

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LA ÉTICA EN UNA SOCIEDAD QUE REALMENTE
LA NECESITA
Jorge Luis Limón Hurtado*
E
de los organismos superiores el desarrollar en su
seno su propia destrucción. Hay muchas formas de decirlo y aún más
de explicar sus causas, pero su nombre es uno solo. Se llama cáncer.
El cáncer es una enfermedad particularmente compleja, de ahí que su cura
sea difícil según el estado del paciente. Se entiende como el crecimiento
desordenado de células de un determinado tejido que, al ser descontrolado,
lo va corrompiendo. A pesar de eso, lo más grave no es en sí la pérdida del
órgano infectado, sino la metástasis, que es la diseminación del caos citológico a otros órganos. A partir de ahí, sea que el aparato alterado sea vital, o
bien que no siéndolo haya ocurrido la mencionada metástasis, el individuo
puede considerar su propia muerte en términos de tiempo restante de vida.
Lo mismo suele ocurrir con las sociedades —a las que diversas teorías
sociológicas ya habían identificado como organismos biológicos— en las
que, así como las células cancerígenas confunden el plomo con el oxígeno,
así los integrantes de la comunidad no identifican claramente la diferencia
entre los valores que la hacen sana, y los vicios que sólo la corrompen y la
lastiman.
Éste parece ser el problema que enfrentamos en este país. Asistimos a una
degradación moral como acaso no teníamos noticia. El ideal de muchos de
nuestros jóvenes ya no es concluir una carrera universitaria sino ver la manera de conseguir dinero fácil y rápido. El periódico refería no hace mucho
tiempo el caso de muchachos mexicanos de la frontera, que eran contratados
para cruzar droga en grandes camionetas a los Estados Unidos, y que algunos se enganchaban porque les gustaba llegar “al antro como reyes” y que
todo el mundo los respetara. ¿Qué ocurrió con ellos? ¿Su educación no fue
s una constante
* Profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM.
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la adecuada, o quizá sus familias no tenían los recursos que ellos aspiraban?
En ambos casos hay un no como respuesta. De hecho, eran hijos de la clase
media, de quienes las autoridades americanas no sospechan fácilmente. Así
es que, la otra respuesta viable, es que ellos se involucraron en esa actividad
por dos razones: porque el sistema de valores cambió y porque asumieron
que las posibilidades de ser atrapados por alguna autoridad mexicana eran
francamente despreciables. De la primera razón nos ocuparemos más adelante. Respecto a la segunda hubo en su caso un error de cálculo que, a fin
de cuentas, es lo que permitió a este autor enterarse de su situación: por su
testimonio como expresidiarios. De cualquier manera, por cada muchacho
que atrapan ¿cuántos quedan libres? ¿No será que su ejemplo salpica a nuestra sociedad de modelos equivocados?
Lo peor, sin embargo, no ocurre tan sólo en los linderos del narcotráfico.
Nosotros, los mexicanos, presenciamos un menoscabo en la credibilidad
de nuestras autoridades que ya resulta sistémico. Las últimas encuestas
así lo manifiestan: menos de la mitad de nuestros compatriotas están dispuestos a creer en su clase política. Al margen de que yo crea o no en las
instituciones democráticas de esta nación, lo cierto es que muchos mexicanos sospechan con fundamento, que los políticos se representan a ellos
mismos y, desde otro punto de vista, a los partidos que finalmente los
pusieron ahí. Lo triste, lo alarmante, es que con los ejemplos de hoy podríamos escribir tomos enteros de la epopeya política mexicana. Los más
recientes, las diputadas que renuncian al cargo después de la toma de protesta para darle paso a los que originalmente aspiraban a ese puesto. No es
válido argumentar que no son escaños obtenidos por el voto popular, sino
por mayoría relativa, y que por ende pertenecen más al partido que a la
decisión de los ciudadanos. A fin de cuentas, los diputados nos representan
como pueblo. Tal vez no pude votar por ellas, pero con mi voto, la fórmula
política obtuvo parte de esa representación proporcional, que consiguió
que esas diputadas estuvieran ahí; así que indirectamente espero que también ellas me representen. ¿Qué nos deja pensar a los mexicanos? Pues que
ellos, nuestros representantes, no cumplen su función.
Y en este punto está lo peor. Que como ciudadanos nos damos cuenta pero
no podemos hacer nada, mezcla nuestro silencio de cobardía escudada en el
número de los que se callan, con la falta de eficiencia del reclamo popular en
una sociedad que ya está cansada de las marchas de los inconformes, incluso
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algunas con tan poco sentido como la realizada hace años por el hecho de
que Cuauhtémoc Blanco no fue convocado al mundial anterior.
Hasta aquí el panorama que de tan desolador, no deja espacio para pensar
en soluciones: corrupción demostrada en los diversos órganos de gobierno,
pérdida de valores en los diferentes estratos de la sociedad. Cinismo ante las
voces que reclaman, las que se percatan de que la ciudad, el país están mal,
que el cáncer que las consume huele a podredumbre y a miseria. Que si bien
existe más transparencia, la auténtica rendición de cuentas es un tema que
aún es tabú en la política nacional. Que los jóvenes buscan soluciones más
sencillas en una sociedad en la que, si son empeñosos y se esfuerzan, cuando
concluyan sus estudios profesionales ésta los ha de premiar con desempleo
y falta de oportunidades.
¿Cómo podremos frenar esta inercia, que parece llevar a nuestro país al
descarrilamiento del Estado? No faltará quien diga: creemos más leyes que
permitan elevar la calidad de la educación, acotar el poder de los poderosos,
mejorar las condiciones de vida de la gente de más bajos recursos, leyes que
impidan que el dinero de los contribuyentes se esfume en un municipio, literalmente, de un día para el otro. Normas jurídicas que regulen la actividad
de los sindicatos para que éstos representen a sus agremiados con dignidad y
justicia y sin aspirar al pedazo de poder que el número de sus miembros les
confiere. Sin embargo, considero que la solución es bastante más sutil, y por
ende, más heroico su cumplimiento: habrá que recuperar la ética en nuestro
quehacer cotidiano.
Como abogado, no sólo reconozco la grandeza de los sistemas legales
contemporáneos, entre ellos el nuestro de tradición romano-canónica, sino
que íntimamente me congratulo de vivir en un tiempo en que el paradigma
social suele conferir una importancia capital a lo tangible las leyes escritasrespecto a lo intangible, como suele considerarse a los valores. No obstante,
me parece que en este momento histórico será preciso admitir que la realidad suele superar, ya no se diga lo fantástico, sino lo legalmente escrito.
Siempre habrá una rendija, así sea minúscula, por donde se pueda evadir el
cumplimiento de las normas positivas, así que podríamos legislar una gran
cantidad de normas, y éstas podrían no funcionar si no van acompañadas de
su ingrediente ético. Si cambiamos el enfoque, deberíamos caer en cuenta
de que acaso, si en nuestra sociedad conviven en igualdad la norma ética y
la jurídica, ésta podrá tener una aplicación más eficaz.
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Estoy consciente de que todo orden jurídico descansa en valores universales como la justicia, la paz social, la tolerancia y la libertad. Aunque creo
que esta conciencia ya no es suficiente, es imprescindible llevarla a la práctica. Estoy convencido de que antes de enseñarles a nuestros alumnos la aplicación de las normas jurídicas y las delicias que la praxis puede ofrecerles,
deberíamos hacerles comprender, con toda la capacidad de comunicación
que nuestra actividad nos pueda conferir, que el respeto a los valores que
la axiología jurídica nos revela han de ser de estricta observancia para su
ejercicio profesional.
Es posible no creer más en las autoridades del Estado, en la democracia
y sus promesas fallidas, en las diversas teorías económicas que pretenden
mejorar nuestro estilo de vida e incluso hasta en el progreso tecnológico
que en algunos aspectos no ha hecho sino envenenar la Tierra. Pero creo
aún en los jóvenes, en los niños que han de heredar este país. Aún creo en
esta generación de mexicanos y en particular de abogados a quienes nos
ha sido confiada la enorme responsabilidad de su formación. En la medida
que le enseñemos a cada generación, la importancia capital que la suma de
esfuerzos puede repercutir en la transformación de la sociedad, podremos
encabezar la revolución ideológica y moral que esta comunidad ya reclama.
No porque sean adultos jóvenes ya es tarde. Conservo la esperanza de que,
por cada abogado que salga a la calle y tenga el valor de buscar el camino
correcto, habrá muchos otros ciudadanos que deseen seguir su ejemplo. El
lugar es aquí y el tiempo es ahora.
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