¿Habéis comido ya carne humana?

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Michel Onfray
¿Habéis comido ya carne humana?
[Fragment del llibre Antimanual de filosofía, Edaf, Madrid, 2005, pàgs. 47-51]
Vosotros no, probablemente no. De lo contrario, me preocuparíais...
Pero vuestros ancestros, sí, sin ninguna duda. No tanto vuestros padres o
abuelos (aunque, ¿conocemos realmente el pasado de nuestros parientes...?)
como los hombres prehistóricos de los que todos descendemos. Curiosamente,
se evita divulgar la información —confirmada, sin embargo, por los
prehistoriadores— de que en Dordoña, hace varios millares de años, se hacían
festejos con los restos de los propios semejantes cortados en pedazos. Claro
está que los detalles del banquete han quedado en la sombra, ignorados. Solo
ciertas muescas en las osamentas halladas permiten concluir que los fémures
se partían de manera que la médula pudiese ser consumida. Mucho antes del
foie-gras y las patatas doradas en grasa de pato, el hombre de las cavernas de
Perigord se comía a su prójimo sin ningún problema. Entonces, ¿eran bárbaros
nuestros ancestros?
El amor del prójimo: ¿crudo, cocido?
Evidentemente, cuando hoy en día abordamos la cuestión del canibalismo la
juzgamos con nuestra moral, nuestra educación, con las trabas de los
prejuicios de nuestra época. El hombre común de las ciudades y los campos, al
comienzo del tercer milenio, persiste en ver en la antropofagia una práctica
bárbara, una costumbre salvaje propia de individuos atrasados, sin cultura,
próximos a la animalidad. Pero al margen de la moral, sin juzgar, sin condenar
ni bendecir, ¿qué conclusiones podemos sacar de esta forma de actuar?
¿Cómo entender, a esta hora en la que leéis estas líneas, lo que anima a los
pueblos que se comen todavía a sus semejantes?
La antigüedad del fenómeno caníbal (la Dordoña prehistórica en Francia,
Atapuerca en España) no excluye ni su actualidad, ni su permanencia (hoy en
día, los indios guayaki en la selva paraguaya, en América del Sur):
descubrimos, por ejemplo, actos de canibalismo en Francia, en 1789, en los
primeros momentos de la Revolución Francesa. En este caso, en Caen,
Normandía, se asesina y decapita a un joven presuntuoso, representante del
poder real (el vizconde de Belzunce). Unos cuantos jugaron al balón con su
cabeza y asaron su carne en la parrilla. Finalmente, una mujer, cuyo hijo
llegaría a ser alcalde de la ciudad, madame Sosson, le arrancó su corazón para
comérselo. Asimismo, recientemente, algunos supervivientes de un accidente
de avión en los Andes sobrevivieron gracias al consumo de los cuerpos
muertos de sus compañeros de infortunio.
Canibalismo ritual (la prehistoria, el Paraguay contemporáneo), sacrificial (la
Revolución Francesa) o accidental (Perú), en cada ocasión el acontecimiento
supone un problema. ¿Qué significado podemos dar al canibalismo? Tintín en
el Congo declara: Casi nunca reflexionamos, ni comprendemos y nos limitamos
a condenar. La caricatura del imbécil negro que come blancos civilizados da
que pensar. Los caníbales de Tintín carecen de cultura, son salvajes, ridículos,
incapaces de hablar correctamente, en consecuencia, de pensar, siendo
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condenados a una eterna proximidad con las bestias. Cocinan al hombre
blanco en un inmenso caldero y muestran de ese modo su incapacidad para
alejarse de su condición natural.
Te como, luego soy
Ahora bien, el canibalismo es un hecho cultural: los animales no se comen a
sus semejantes según reglas precisas de troceado, cocción y reparto,
significantes y simbólicas. Existe un género de gastronomía en la cocina
antropofágica... Solo los hombres introducen en el arte de comer a su prójimo
un sentido descifrable. Por supuesto, las razones difieren entre el canibalismo
de violencia política o accidental y el canibalismo ritual. En el primer caso, se
practica la victimización sacrificial (ved, en el capítulo sobre la Historia, el texto
de Rene Girard, pág. 195) para administrar un odio visceral y deshacerse de él;
en el segundo, se asegura la supervivencia y se niega la muerte que nos
amenaza transformándola en energía vital capaz de permitir la satisfacción de
necesidades naturales fundamentales, como alimentarse y disponer de
proteínas en un medio en el que escasean los alimentos.
En el caso del canibalismo ritual y sagrado, los hombres escenifican una
teatralización precisa que supone la transmisión, dentro de la tribu, de maneras
de pensar y actuar. No se mata para comer, se come al que está muerto. Con
lo cual se difunde una actitud ante la muerte, porque solo los hombres han
inventado respuestas culturales para vivir con el hecho de tener que morir.
Sepultura fuera del suelo, cremación, entierro o canibalismo: al proponer esas
soluciones a los problemas de gestión del cadáver, los hombres afirman su
humanidad y toman distancia respecto al animal, que no entierra a sus
muertos, no los reconoce, no organiza ceremonias para honrar y celebrar su
memoria, ni imagina la posibilidad de sobrevivir bajo forma espiritual. El
canibalismo manifiesta un grado de cultura singular, diferente del nuestro, sin
duda, pero que tiene más relación con el refinamiento de una civilización y sus
ritos que con la barbarie o el salvajismo que encontramos en la naturaleza.
Los etnólogos (esos hombres que viven con estos pueblos y examinan sus
maneras de pensar, de vivir lo cotidiano, de comer, vestirse, reproducirse,
transmitir sus saberes, dividir las tareas del grupo) han escrito sobre el
canibalismo. Han asistido a rituales de cocinado, troceado, reparto y consumo
de los cuerpos asados o hervidos. ¿Qué concluyen? Que el canibalismo
celebra a su manera el culto que se debe a los ancestros, que asegura la
supervivencia del muerto y su utilidad en la comunidad. Comiendo al difunto, se
le da su lugar en la tribu, no se lo excluye del mundo de los vivos, se le asegura
una supervivencia real. Comerse a quien la vida ha abandonado es darle otra,
invisible bajo forma individual, pero reconocible en su forma colectiva: el muerto
todavía anima el grupo que su alma ha dejado. ¿Cómo? Obedeciendo los
rituales, practicándolos según un orden inmutable, transmitido por los ancianos
y reproducido por los nuevos que, a su vez, inician a sus hijos. El rito asegura
la coherencia y la cohesión de la comunidad. Los pedazos se cortan, después
se destinan al recipiente para hervir o a las brasas para asar. A continuación,
los órganos se distribuyen a los que tienen necesidad de ellos: el corazón para
la valentía, el cerebro para la inteligencia, los músculos para la fuerza, el sexo
para la fecundidad. A ese miembro del grupo a quien le falta una cualidad, se le
concede al destinarle el órgano asociado y correspondiente, como una especie
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de regalo hecho por el ancestro. Útil para la comunidad, el muerto ayuda una
vez más al grupo y hace posible una sociedad en la que triunfa la solidaridad,
la realización del uno por el otro, de la parte por el todo. El canibalismo actúa
como pilar comunitario. Transfiere las energías de los muertos, las activa y
reactiva allí donde faltan a los desfavorecidos. El contrato social pasa por la
ceremonia, la ceremonia por el contrato social: el estómago de los miembros
de la tribu ofrece la única sepultura posible para un difunto cuyo cuerpo
desaparece, cierto, pero cuya alma sobrevive y permanece en la tribu.
Sin lugar a dudas, los pueblos que practican la antropofagia se sorprenderían
mucho al ver cómo nuestras civilizaciones ultramodernas tratan a sus
cadáveres: se aleja al muerto, no se muere en el hogar sino en el hospital, ya
no se llevan los cuerpos a las casas, a los domicilios, se quedan en los
depósitos, expuestos en las salas anónimas donde se suceden sin
discontinuidad los cadáveres desconocidos de la víspera y del día siguiente.
Después, se encierra el cuerpo en una caja de madera abandonada a la tierra
fría y húmeda esperando que los gusanos y los insectos pudran la carne, y,
posteriormente, la descompongan y transformen en carroña. Los pretendidos
bárbaros que se comen a sus muertos para honrarlos, encontrarían
seguramente bárbaras nuestras costumbres: pretendemos amar a nuestros
difuntos y les destinamos la misma suerte que a los animales. ¿Y si la barbarie
no estuviera allí donde creemos?
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