Héctor José TANZI. La deposición de un Virrey. Un antecedente de

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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO
Héctor José TANZI.
La deposición de un Virrey. Un antecedente de las doctrinas
jurídicas y políticas expuestas en Mayo de 1810.
Investigaciones y Ensayos Nº 5, julio-diciembre de 1968, pp.
407-428.
El hecho insólito de la separación de un Virrey de su cargo dentro de la
organización política indiana, resulta sorprendente. También lo es la activa
participación del pueblo en tal decisión. Esto ocurrió en Buenos Aires a fines de
1806, luego de reconquistada la ciudad del invasor inglés. A los historiadores
modernos no ha escapado el alcance político y jurídico de esos sorprendentes
sucesos. No sucede lo mismo con las memorias de la época. Pocas son las que se
refieren a los acontecimientos que terminaron con la deposición del Virrey,
Rafael de Sobre Monte, tercer marqués de ese nombre, designado para tal alto
cargo en 1804, y las que tenemos son recuerdos escritos mucho tiempo después
de los hechos. Luego de la reconquista del 12 de agosto de 1806, el pueblo se
agolpa en el Cabildo de Buenos Aires y pide la deposición del Virrey, debido a su
ineficaz actuación, y exige la designación del Capitán de Navío Santiago de
Liniers, jefe militar de la reconquista.
Entonces la suerte del Virrey no se define, pero la actitud que adopta en la
defensa de Montevideo ante una nueva invasión de fuerzas inglesas, produce una
violenta reacción en el pueblo de la capital del Virreinato del Plata, que pide
indignado su reemplazo para salvaguardar el bien público. El caso es excepcional.
Las leyes no preveían el proceder adoptado en la ocasión. El virrey no sólo era la
más alta autoridad en los dominios españoles de América, sino el representante
de los designios del rey, su vicario. La designación y reemplazo del alto
funcionario indiano, era de competencia del rey y de los organismos
metropolitanos. Los gobernados gozaban del derecho de recurrir ante las
autoridades locales o de España para presentar sus quejas o exponerlas ante la
residencia. Por ello la deposición de un virrey, venía a constituir el
resquebrajamiento del ordenamiento político de las indias. [El subrayado es
nuestro].
Al día siguiente de la reconquista, los miembros del Cabildo de Buenos Aires;
decidieron celebrar un Congreso General para
“acordar ante todo y sin pérdida de momentos el modo de darle gracias (a Dios)
por tan singular beneficio (el triunfo militar logrado), y los medios de asegurar
esta victoria”.
El Cabildo no podía sin autorización del virrey adoptar este tipo de reuniones.
Pero en la ocasión el escollo se salva alegando la ausencia de Sobre Monte,
arbitrio que éste luego repudiaría escribiendo que el Cabildo se formó “aun no sé
con que permiso”. Lo cierto es que la cita se fijó para las once de la mañana del
día 14 de agosto. Se invitó a eclesiásticos, funcionarios, militares y vecinos,
concurriendo 96 personas. Pero en la plaza, llegóse a contar algo de 4000. El
clima fue tenso. La actitud del Virrey Sobre Monte había alterado el sentimiento
popular, no poco arrogante por la victoria lograda.
En el Congreso en primer lugar se trataron los aspectos relacionados con los
hechos de armas y los medios para conservar el triunfo logrado. Pero concluido el
temario propuesto, aún restaba considerar el punto de mayor trascendencia: la
titularidad del mando militar ante la ausencia del Virrey. Es la multitud la que
interviene entonces; dice el acta del Cabildo que
“...se pidió resolución a instancia del Pueblo sobre quien debía tener el mando
de las armas”.
El fiscal electo por el Consejo de Indias, José de Gorvea y Vadillo, creyó
encontrar la solución del caso invocando la ley tercera, del libro y título tercero
de la Recopilación de Indias, que ratificaba de cualquier modo el mando militar
del virrey, solución que no conformó, y, para satisfacer a los deseos de la tropa y
del Pueblo declarados en favor del Señor don Santiago Liniers, se pensó que el
Virrey podría nombrarlo su teniente de acuerdo con esa misma ley, la cual señala
que los virreyes son Capitanes generales de sus distritos, es decir que tienen el
mando militar, que pueden ejercer personalmente o por medio de sus tenientes o
capitanes. Pero tampoco esto fue suficiente, y no satisfecho el Pueblo manifestó
deseos de asegurar más el mando en el señor Liniers.
Y grande debió ser el acaloramiento de las gentes reunidas, pues se llegó a
condescender con dichas súplicas que más fueron imposiciones, y se prometió
acceder al pedido, comisionándose al fiscal Gorbea, al Regente Lucas Muñoz y
Cubero y al Síndico Procurador General Benito de la Iglesia, para que
entrevistasen al señor Virrey, y le expusieran la necesidad de delegar el mando.
Esto se saca de los lacónicos textos del acuerdo del Cabildo. Pero la gravedad del
escándalo surge con mayor evidencia de los informes de testigos presenciales,
como el que dejó el fiscal Caspe. Refiere éste, que luego de la opinión expuesta
por Gorbea y Vadillo
“...no se volvió a entender más palabras, pues inmediatamente se estableció el
ruido y la confusión, tanto de los que ocupan la Sala como del bajo Pueblo que
en todo el Corredor, escalera, y Plaza estaba aglomerado gritando que de ningún
modo viniese el Virrey”.
No siendo suficiente para calmar a la multitud ni las exhortaciones del Obispo ni
la de los magistrados. En una palabra, la solución legalmente apta propuesta por
el fiscal Gorbea, no satisfizo al pueblo,
“...y si alguno de los juiciosos dice un informe de Sobre Monte, escrito según
referencias obtenidas por algunos de sus partidarios mezclados en el debate  se
manifestó opuesto a tales ideas (esto es, partidario del dictamen del fiscal) como
fiel vasallo del Rey, y subordinado a la autoridad constituida, se le mandó con
altanería que callase con todas las señales de conjuración”.
Es difícil precisar el alcance de la actitud popular. Existía sin duda una evidente
repulsa hacia la figura débil del Virrey, despectivamente tratada luego de la
victoria lograda sobre el inglés. Su situación, por otra parte, no era
tranquilizadora. Los pasquines y amenazas abundaban:
“...los papeles anónimos y pasquines que se hacen correr dice Caspe en el
informe del 30 de octubre todos son dirigidos contra el Marqués, publican su
mal gobierno, su ineptitud para el mando; le amenazan y acriminan, pero
siempre escodándose en el augusto nombre de V. M.”.
El Cabildo alentaba las miras populares, mientras que los sucesos encumbraban a
la institución comunal hacia un elevado plano político muy codiciado por sus
miembros. EI propio Caspe, analizando a los cabildantes, consideraba que otros
aprovechaban sus ambiciosas inquietudes políticas. Son, decía, hombres de recta
intención a quien arrastran otros que no lo son, son legos hombres de negocios, y
sus propios intereses les obcecan a que emprendan cosas poco arregladas; se
consideran la primera autoridad de este Pueblo que así lo cree. Pero Caspe
también advertía que estos hombres de rectas intenciones, eran asesorados por
un grupo de abogados de que hay mayor número que el que conviene en este
Pueblo y que infunden máximas corruptoras. Puede apreciarse en consecuencia,
que todas estas circunstancias no eran ignoradas por los miembros de la
Audiencia, que preveían el trámite peligroso que podían tornar los sucesos si se
intensificaban. Caspe escribía poco después, que optaron por asistir a la junta del
14 de agosto:
“...no obstante como estaban bien penetrados del encono hacia el Virrey y que
las circunstancias de efervescencia en que se hallaba el Pueblo, podían
arrastrarle a abusos y desorden que comprometiese la autoridad en la
confusión”.
Están acordes tanto Sobre Monte como Caspe, en señalar a Juan José Paso,
Manuel José de Lavardén, Joaquín Campana y Juan Martín de Pueyrredón, que
tomaron parte en el Cabildo del 14 de agosto, como jefes y conductores de la
sedición. Constituyen, en su mayoría, abogados. Estos mozuelos despreciables,
dice Sobre Monte en la mencionada carta 13, fueron los que tomaron la voz en el
tal Congreso, y con una furia escandalosa intentaron probar que el Pueblo tenía
autoridad para elegir quien le mandase a pretexto de asegurar su defensa.
Se retomaban las clásicas teorías del derecho político hispano, y nadie mejor que
los letrados para su divulgación y aplicación. Ellos habían estudiado las doctrinas
sobre el origen del poder político incluso en textos legales que no trataban
específicamente temas políticos, sino de derecho civil, como los de Antonio
Gómez, Juan de Matienzo o Alfonso de Azevedo, y debían leer el derecho público
en Diego de Cobarrubias y Leyva, Jerónimo Castillo de Bovadilla o Juan de
Solórzano Pereyra, entre otros célebres escritores. En ninguna sala de consulta
faltaba Hevia Bolaños o los comentarios de Diego Ibáñez de Farías a Cobarrubias.
Las bibliotecas tenían en privilegiado lugar las obras de los sacerdotes Mariana,
Márquez o Suárez, y no se ignoraba, pues era pan de todos los días, que ante la
falta de autoridad, el pueblo podía designar reemplazante, según lo sostenían
todos estos autores. Las mismas leyes de Partidas, de aplicación en las Indias
según lo remitía la ley segunda, del libro y título segundo de la Recopilación de
1680, fijaban estos principios, ampliamente desarrollados en la popular glosa del
jurista Gregorio López. Esto es lo que parece señalar Sobre Monte cuando informa
que en eI Cabildo del 14 de agosto, se intentó probar “qué el Pueblo tenía
autoridad para elegir quien le mandase”. Es difícil establecer si los letrados
participantes en aquel Congreso tuvieron presente expresamente los textos
citados. Pero cabe inclinarse por la afirmativa pues no ignoraban las obras con las
cuales estudiaron y que utilizaban frecuentemente en sus trabajos forenses.
Además, algunos escritos que circularon aquellos días, confirma que se manejaba
con seguridad el derecho político hispano.
La época había sepultado estas doctrinas tan familiares en los siglos de los
Austrias. Pero no puede sostenerse que hubieran desaparecido. La insistente
mención del pueblo y su participación en los sucesos del 14 de agosto y 10 de
febrero, hacen renacer los sentimientos y derechos de la comunidad que el
Cabildo representa. Los oidores no lo ignoraban, conocían los privilegios
populares aplacados por las nuevas ideas del siglo de las luces, siglo
contradictorio y absorbido por el despotismo. En España, se alababa a los
escritores políticos franceses, mientras se aplastaba la vocación de los grandes
teólogos y juristas del Siglo de Oro. Pero dos siglos y medio de plena vigencia
(1500-1750), no podían extinguirse en cincuenta años (1750-1800). Y el Siglo de
Oro con sus doctrinas volvía a renacer con el ideario revolucionario. Los fueros
afloraban presagiando ya la contienda jurídica del 22 de mayo de 1810.
Circularon entonces, algunos escritos que permiten establecer sin reparos el
dominio que se ejercía sobre las leyes políticas de Castilla y sobre el derecho
público imperante. Uno de ellos es el “Papel legal”, anónimo, que se halló
cerrado y rotulado al Muy Ilustre Ayuntamiento de Buenos Aires, en octubre de
1806. En él se intenta justificar, desde el punto de vista legal y político, que la
determinación del pueblo de Buenos Aires, de no volver a admitir por Gobernador
al Marqués de Sobremonte y sustituir en su lugar provisionalmente a D. Santiago
Liniers, hasta las resultas de S. M., no era ni temeraria, ni injusta, ni
escandalosa, ni ilegal, como algunos pretendieron tildarla. El autor del escrito
considera que si los ingleses hubieran sido totalmente derrotados, podría
aceptarse el regreso del Virrey. Pero estando latente un nuevo intento de
invasión, era necesario salvar la República, ley suprema del Estado, y asegurar al
Rey, el puerto que le es sumamente esencial, del poder de una Nación que no
sigue otra regla que la de lo útil, sin tener en cuenta en lo más mínimo en lo
lícito y honesto. Apela entonces a la necesidad de reemplazar al Virrey
recordando que los oficios no se han creado en España fiara cuidar a las personas,
sino que las personas sirven y desempeñen los oficios. EI rey, insiste el airado
autor del Papel no ha designado a Sobre Monte para honrar su persona o por
facilitarle bolsillo para acomodamiento de su familia, sino para la protección de
su ciudad, y en caso contrario, deduce que:
“...un Pueblo fiel, benemérito, y honrado, así como debe coadyuvar a las
disposiciones del Soberano, expedidas en su beneficio, del mismo modo está
legítimamente autorizado para resistir y oponerse a todo lo que sea contrario a
la voluntad del Príncipe, y correlativamente para remover a tiempo, aunque sea
con violencia, al que en lugar de ser su protector se convierte en su destructor”.
A continuación, con muchos textos y doctores, pasa a justificar la actitud asumida
por el pueblo el 14 de agosto. En primer lugar invoca la distancia que separan
estas regiones de la metrópoli y el peligro que podría significar la demora en
tomar soluciones, todo lo cual faculta al pueblo para actuar y adoptar las medidas
convenientes para su defensa. Invoca aquí textos de Bovadilla y de Salgado. La
falta del beneplácito real, pensaba nuestro anónimo autor, no hacía descabellada
la actitud del pueblo de Buenos Aires, pues consideraba verosímil que el rey
hubiera adoptado igual medida en circunstancias semejantes. La voluntad del
Príncipe, expresaba, era reemplazada por la defensa que hacia el pueblo de sus
dominios.
Más adelante se complace en referir las condiciones que debe reunir el Capitán
General, llamado caudillo por las leyes de Partidas. No duda que a estos
requisitos debe sujetarse el Rey para su designación, concluyendo que si por esta
razón no puede el Soberano usar en esta materia de su plena potestad y libre
albedrío, menos podrá el súbdito dejarse llevar de él para aceptar el cargo y
ejercerlo, de lo cual infiere la justicia de la separación del Virrey Sobre Monte.
Pero aún aporta otros interesantísimos ejemplos que permiten apreciar las
facultades populares establecidas en el derecho público hispano:
“...la representación de un Pueblo dice y el Pueblo Capital de un reino, no es
tan pedanca como a ellos se les ha figurado (se refiere a los que han atacado la
decisión adoptada en el Cabildo del 14 de agosto). Sin embargo de prohibir la ley
del que fue un año alcalde, lo vuelva a ser hasta no pasados dos, el Derecho y la
Práctica dispensan, si fuese aclamado por unánime votación. No obstante
también de que en España, muerto el corregidor (lo mismo debe decirse del
gobernador) expira la jurisdicción de su teniente y éste no debe entrar en lugar
del que le nombró, cesa la prohibición si el Pueblo lo elige” (Azev. Libro 3, tit, 1,
leg. 1, nº 1319 y Libro 12, tit. 3; Lib. 5; Recop. Indias).
Y, por último, agrega este ejemplo contundente dentro de la doctrina jurídica:
“Lo mismo pasa cuando se acaba la parentela del Rey, que no quedando ninguno
de los de su casta, a quien de Derecho pertenezca la Corona, el pueblo elige al
que mejor le parezca” (Covarrubias).
El Papel da a su fin. Se advierte en él la mano de un letrado, que, a nuestro
juicio, debió ser Benito González de Rivadavia, por la similitud que ofrecen sus
ejemplos con lo que expondría luego en la junta del 10 de febrero de 1807.
Rivadavia no debió madurar demasiado tiempo su escrito. En él no aparecen citas
deslumbrantes ni ejemplos desconocidos, sino referencias de textos y autores
usuales en aulas universitarias y anaqueles de letrados, adornados con frecuentes
casos jurisprudenciales.
Pero si esto fuera poco, tenemos otro escrito que pretende, en la ocasión,
justificar la deposición de Sobre Monte desde el ámbito legal. Se trata de otro
Papel que corrió en Buenos Aires en agosto de 1806, justificando la convocatoria
del pueblo para deponer al Virrey, Sobre Monte y elegir su Jefe en Liniers,
después de la reconquista. Este escrito, producido en los agitados días de agosto,
en medio de desprecios para los ingleses y alabanzas para los Católicos Reyes de
España, tiende a apoyar la convocatoria efectuada el día 13 por el Ayuntamiento.
El alegato encuentra su base y sustento legal en las leyes de Partidas y en la glosa
de Gregorio López, que cita con insistencia Para justificar los derechos del pueblo
no eran necesarios otros textos legales y doctrinarios! Comienza refiriéndose al
origen de la sociedad y del poder público, para concluir que ambos tienden a la
defensa del pueblo y del ordenamiento político. Fácilmente se advierte en este
Papel la pluma de un lego y la colaboración de un perito, que no le pudo faltar al
autor de escrito tan sedicioso.
El pueblo, como resultado de la amplia exposición de todas estas doctrinas,
aunado a su actuación en la reconquista, estaba en boca de todos, y ello imitaba
a Sobre Monte: “No hay papel oficial que tenga alguna relación con la defensa 
escribía en que no se lea, el Pueblo no quiere, el Pueblo pronuncia
enérgicamente contra tal determinación, el Pueblo se inquieta”. El pueblo era
movido por el Cabildo, su representante, como lo explica un texto clásico de la
Curia Philípica de Juan de Hevia Bolaños:
“...el Cabildo es y representa a todo el pueblo, y tiene la potestad suya, como su
cabeza, porque aunque en toda la congregación universal residía, fue transferida
y reside en los Cabildos, que pueden lo que el pueblo junto”.
Pero el Cabildo aseguraba su postura ante el Rey, escribiéndole que no podía
atribuirse al pueblo sublevación, sino celo exaltado, y un entusiasmo de lealtad, y
en el Cabildo un deseo de afianzar la victoria, y asegurar esta posesión a S. M. No
era ésta la opinión de Sobre Monte. Entendía que la insubordinación andaba a
pasos acelerados amparándose en la fidelidad:
“Alabándose de fieles al Rey, porque se han propuesto que el tirar contra las
autoridades constituidas por el soberano, no es incompatible con la fidelidad”.
Sobre Monte, airado y despreciado, no lograba percibir los alcances de sus
términos, pero daba en la justa medida de los hechos. La fidelidad no era
aparente. Pero cuatro años después, esa real y verdadera fidelidad iba a llevar a
la independencia de estos dominios. El Virrey, influenciado por el ambiente
político de la época, intentó plantarse, en un principio con decisión, ante la
comisión enviada por el Cabildo, sosteniendo “no haber autoridad ninguna, sino
la del Monarca para quitarle la suya”. Expresamente alegaba:
“que no hay otra autoridad que la del Rey nuestro Señor, que sea capaz de
dividirme, o disminuirme el mando superior de virrey, gobernador y Capitán
General de las provincias del Río de la Plata y ciudad de Buenos Aires; ni
tampoco otra que ella que pueda juzgar sobre el desacierto de mis disposiciones:
asuntos tan evidentes, que no se citará un sólo ejemplar en contrario”.
Estaba en lo cierto el Virrey, el caso era único, pero en la doctrina política
española podíanse hallar valiosos antecedentes. En cuanto a la actitud del
pueblo, el Virrey la despreciaba, manifestando que:
“No es posible hacer uso de la voz común contra los derechos del soberano, que
están todos representados en la persona de su Virrey, y por más que se
cohonesten con cualesquiera causales o motivos”.
El Cabildo no podía discutir los argumentos del Virrey, pero hábil y decididamente
contestó que no se ha intentado quitarle su autoridad, si sólo que la delegue en el
reconquistador don Santiago Liniers para asegurar la defensa de esta Plaza,
afirmar la victoria y complacer a la tropa reconquistadora, insistiendo en la
súplica de que delegue el mando de las armas en el Señor Liniers, o en quien
fuere de su arbitrio haciéndolo responsable de esta Plaza para con el Soberano.
Pero la decisión del Virrey no podía hacerse esperar. La misma Audiencia,
tribunal totalmente contrario a la innovación, por oficio del 23 de agosto le
inducía a delegar el mando, debido al cariz que habían tomado los hechos y hasta
que restituido el orden se lograra verificar su regreso. El 28 de agosto, desde San
Nicolás de los Arroyos, el Virrey designaba a Liniers comandante de armas de
Buenos Aires y delegaba en el Regente de la Real Audiencia el despacho urgente y
diario de los ramos de gobierno y hacienda.
La primera etapa de este episodio estaba cerrada. Se había logrado mantener un
viso de legalidad con el Virrey en funciones. Las leyes de Indias contemplaban
situaciones parecidas. La ley cuarenta y cinco, del libro segundo, título quince,
de acuerdo con las modificaciones introducidas por la Instrucción de Regentes de
1776, la cédula del 2 de agosto de 1789 y la real orden del 30 de julio de 1799,
autorizaba a los virreyes a delegar en el Regente el despacho diario cuando
saliesen de las capitales de sus distritos, delegación que no incluía las facultades
militares. Estas formas legales se ajustaban a la ficción creada por los miembros
de la Audiencia de Buenos Aires.
El Virrey estaba fuera de la capital del Virreinato, pero no por su propia voluntad,
sino porque se impedía su regreso. Pero esta incómoda situación no se iba a
mantener por largo tiempo. Se lograría la deposición definitiva y total del Virrey.
La actitud militar adoptada por Sobre Monte en la defensa de Montevideo, donde
se había instalado, produciría la reacción decisiva. Desde el 14 de agosto, el
Cabildo porteño había adquirido extraordinario prestigio, y sus miembros se
constituyeron en los árbitros del quehacer cotidiano de la ciudad. La
confirmación
“De las elecciones efectuadas por el Ayuntamiento el 1 de enero de 1807, fue
hecha por el Regente Gobernador, pues se alegó que no se tenían noticias del
paradero del Excelentísimo Señor Virrey”.
Sin embargo y esto prueba el desaire que el Cabildo hacía al Virrey, ello no era
exacto, pues el Ayuntamiento estaba en contacto con el Marqués: el 20 de enero
de 1807 le oficia a Sobre Monte quejándose de su respuesta del día 13 por no
confirmar las elecciones. El 26, Sobre Monte desde el cuartel de Las Piedras,
contesta que a pesar de los equivocados conceptos expuestos en el oficio
anterior, aprueba las elecciones. De esta forma se pasaba por encima del
malhadado Virrey. El 21 de enero se entera la ciudad de la derrota del ejército
que en la vecina orilla del Plata mandaba Sobre Monte. El 23 se reúnen
cabildantes, comandantes militares y funcionarios, para tratar lo concerniente a
los auxilios que debía brindársele a la plaza sitiada de Montevideo, decidiéndose
enviar una expedición militar para fortalecer las fuerzas del Virrey. Pero los
cabildantes, previendo conflictos, resolvieron solicitar al Superior Tribunal de la
Real Audiencia,
“Para que en uso de sus altas facultades en circunstancias tan extraordinarias,
autorizase a dicho Señor Liniers a fin de que sin dependencia de otra autoridad y
con sólo acuerdo del Señor Gobernador de Montevideo procediese en el todo de
la expedición”.
Ya nada se dejaba en manos del Virrey, que ninguna confianza inspiraba. La
Audiencia, no sin pesar, autorizó a Liniers a actuar de acuerdo con el gobernador
de Montevideo e independientemente del Virrey. La intensidad de los
acontecimientos fueron en aumento. El 4 de febrero se analizaban en el Cabildo
Ios resultados de la expedición enviada en ayuda de Montevideo, a través de los
oficios pasados por Liniers a la Audiencia del 2 de febrero, de Sobre Monte a
Liniers del 31 de enero, y la contestación de éste al Virrey del 2 de febrero, y el
que Liniers remitiera al Cabildo de Buenos Aires con fecha 1 de febrero. De ellos
resultaba, que a pesar de los sacrificios de este Pueblo y de las prontas
providencias de este Cabildo, las tropas enviadas en auxilio de la ciudad de
Montevideo se hallaban detenidas e inoperantes próximas a la Colonia del
Sacramento. La responsabilidad de tan desgraciado suceso se imputaba, sin
miramientos, a Sobre Monte, pues deducíase que no había concurrido con la
caballada y demás pertrechos prometidos, prueba de que todo ha sido abultado y
puramente imaginario.
La indignación debió ser grande. Al momento, los cabildantes resolvieron pedir el
parecer de varios abogados, y llamóse a los doctores Vicente García Grande y
Cárdenas, Benito González de Rivadavia, Mariano de Zavaleta y Julián de Leiva.
Este último se excusó de concurrir por enfermedad, pero los demás dictaminaron
que debían aportarse los medios para llevar a feliz término la expedición
auxiliadora, y que a pesar de la defección del Virrey, correspondía que el Cabildo
enviase y mandase recoger la caballada y demás elementos para dicho fin. Pero
cerca ya de medianoche, llegó Liniers con la noticia de la pérdida de Montevideo,
dejándose en consecuencia sin efecto estas providencias. Las noticias no tardaron
en correr y la población a exaltarse, avivados los ánimos por la grave e inflexible
imposición de los cabildantes. En el acta del 6 de febrero, consta que a la misma
puerta de la Sala Capitular, se agrupó:
“...un gran numero de Pueblo clamando y diciendo a voces, que todos querían ir
a reconquistar la Plaza de Montevideo, y estaban prontos a derramar toda su
sangre para conservar al Rey, sus Dominios, y que en parte alguna de ellos no se
extinga la Religión de Jesu Cristo que profesaron sus mayores”.
Pero junto con este clamor de patriotismo, estaba el político, pues también se
pedía, y a gritos como afirma Saguí, la destitución absoluta del Virrey. El clima
de agosto del año anterior se repetía, y con mayor virulencia. Los miembros del
Cabildo intentaron dispersar a la multitud asegurando que en Junta de Guerra se
iba a tratar el caso. Pero el pueblo instaba a exponer sus peticiones en ese mismo
momento; y tal debió ser la exaltación, que se debió formar junta con los
cabildantes, varios vecinos principales que se habían citado y el Regente y los
Fiscales de la Audiencia. No puede culparse a los miembros del Cabildo el haber
urdirlo toda una trama para deponer al Virrey. La altivez y el poderío logrado y
las disidencias sostenidas tiempo atrás con Sobre Monte, podría hacerlo
suponer. Pero es manifiesto que ante los sucesos y la actuación del Marqués
de Sobre Monte, se presentó la ocasión propicia para hacer valer el realce de
sus funciones y el valor de su misión. El pueblo, suponemos, estaba acicateado
por los secuaces de la posición del Cabildo. [El subrayado es nuestro]
Todo lo expuesto en la tumultuosa sesión del 6 de febrero, se resolvió
representárselo a la Audiencia, avalando ya el Cabildo, decidida y abiertamente,
la postura popular,
“Pues que efectivamente las razones que expuso el Pueblo y los recelos que
manifestó están acreditados con la experiencia”.
El Tribunal de Justicia debía decidir ahora sobre el pedido de deposición del
Virrey. ¡Buenas se las debieron ver sus miembros! El día 7 ya habían hallado una
solución jurídica al caso, pero la retenían, quizá a la espera de una calma muy
difícil de lograr. Como el día 9 el Cabildo reclamaba con urgencia la contestación
de la Audiencia, sus miembros decidieron enviar el acta con el resultado del
acuerdo extraordinario que, como se dijo, lleva fecha del 1 de febrero. Los
fundamentos son insulsos y la solución ficticia: resuelven por unanimidad
“que se escriba al Excelentísimo Señor. Virrey haciéndole ver, que conviene al
servicio de S. M. la delegación total de sus facultades en ésta real Audiencia,
como si fuera llegado el caso de la ley cuarenta y ocho título quince libro
segundo”.
La Ley de Indias invocada se refería al caso de que los virreyes enfermaran de
suerte que totalmente no puedan gobernar. El caso lo sintetiza muy bien el
profesor Levene, cuando dice que las jueces, en su deseo por no apartarse de la
ley, buscaban en su texto y espíritu una interpretación que resolviera la inusitada
conmoción política de aquellos días, no prevista por el Código indiano. En carta
que los miembros de la Audiencia enviaron al Príncipe de la Paz, el 26 de mayo de
1807, se afirma que quién habló fue el alcalde de primer voto Martín de Álzaga;
quien dijo que así lo hacía en nombre del pueblo
“a imitación de lo que ejecutó su antecesor don Francisco Lezica el día catorce
de agosto del año anterior”.
Pero ésta no era la idea de todos los miembros del Tribunal. En la Junta de
Guerra celebrada el 10 de febrero, en uno de los salones de la Real Fortaleza, se
tiene la oportunidad de apreciar los diferentes puntos de vista de las 13 personas
que concurrieron a ella. Esta importante reunión, que va a completar los efectos
del Cabildo del 14 de agosto de 1806, se inicia recordando a los presentes los
antecedentes del problema. Luego se pasa
“a conferenciar y ventilar sobre si convenía suspender al señor Marqués de Sobre
Monte, y si podía hacerse”.
De esta forma se plantea una conveniencia y una posibilidad, y esta última
equivale a una duda, que se pretende resolver con la ficción del Virrey enfermo,
pero que en verdad las leyes no contemplaban, aunque bien pudieron encontrarse
antecedentes recordables en el derecho público hispano, como al parecer lo hizo
Benito González de Rivadavia en dicha Junta. Todos los concurrentes votaron por
la suspensión del Virrey. Pero hubo discrepancias en los fundamentos, en los fines
y, en las formas de la medida. Los miembros del Tribunal informaban, que Benito
Rivadavia fue llevado a la Junta “para alucinar a los concurrentes, y escogido por
su condición
para una empresa de tanto bulto, en clase de orador, pues declamó contra el
Virrey, juzgando de sus operaciones y conducta militar de un modo demasiado
conforme a las ideas del Pueblo, o más propiamente del Cabildo, olvidándose de
las leyes, que constituyen al Virrey el alter ego y representante del rey en estos
Dominios”.
Rivadavia enfrentó con argumentos prácticos y al alcance de los letrados la
lealtad del pueblo de Buenos Aires y la necesidad de suspender totalmente en sus
funciones al Virrey, ilustrando sus palabras con doctrinas harto conocidas,
dejando sin sustento los argumentos que había expuesto el fiscal Villota. Nos
recuerda el discurso de Juan José Castelli en el Cabildo del 22 de mayo de 1810.
En consecuencia, se resolvió suspender a Sobre Monte, haciéndose cargo del
mando la Real Audiencia, según lo disponían las leyes de Indias y hasta tanto el
Rey resolviese, designándose en la misma Junta una comisión para que así se lo
hiciera saber al señor Marqués, debiéndose, además, incautar todos sus papeles y
correspondencia. El trámite de los acontecimientos hicieron temer a los
miembros de la Real Audiencia. El caso era excepcional en la historia de las Indias
y los antecedentes del Alto Perú y el fermento que se iba sembrando sólo servía
para atemorizar a los vigilantes defensores de la justicia real. Conviene ilustrar
aún sobre el trámite final de este suceso. La Corte, enterada de tos hechos
ocurridos en Buenos Aires en 1806, contrariamente a lo que puede pensarse, optó
por aceptar el estado establecido el 14 de agosto, y dictó la real orden del 24 de
febrero de 1807 por la cual suspendía en el mando a Sobre Monte y designaba
interinamente al Jefe de Escuadra Pascual Ruiz de Huidobro. Esta real disposición
no pudo cumplirse por cuanto el jefe naval, que había sido preso en Montevideo
por los ingleses, navegaba rumbo a Inglaterra. Pero ya se había recibido en
Buenos Aires la real orden del 23 de octubre de 1806 que mandaba que en caso de
muerte o vacante del Virrey, ocupara el mando político y militar el oficial de
mayor jerarquía, con el grado de coronel funciones que recayeron oportuna y
casualmente en Liniers.
El Cabildo de Buenos Aires, por su parte, ordenó formar un sumario, para
investigar y justificar las causas que obligaron a separar al Virrey, documentación
que no tuvo repercusión en el proceso que en España se le llevó a cabo a
Sobremonte, debido a la protección que recibió de Liniers, que paralizó la
investigación del Ayuntamiento. Sobre Monte, permaneció en Buenos Aires y sus
alrededores hasta fines de 1809. A comienzos del año siguiente se encontraba en
la península, donde se le siguió un proceso militar que llegó a su término a fines
de 1813, cuando luego de la acusación fiscal y de la vista de causa, el Consejo de
Guerra de Generales, falló por unanimidad que el proceso no arrojaba contra el
ex Virrey cargo alguno, ni falta que estuviese penada por las Ordenanzas del
Ejército. Podemos extraer del relato, algunas breves conclusiones. El pueblo de
Buenos Aires no olvidaba sus derechos, exaltados por la tradición política
española. Y los autores clásicos en esta materia estaban frescos y listos para salir
en defensa de sus predilectos cuando alguna pluma los quisiera sacar a relucir.
Las leyes castellanas y las de Indias también servían para el caso y, por lo tanto,
eran citadas con frecuencia. La actuación del Virrey ayudó a exasperar el
ambiente, inducido por los cabildantes, que demostraron gozar del poderío que
las leyes le habían concedido en todas las ciudades indianas.
Las Juntas y Congresos de neto carácter político se iban a suceder a partir de
entonces, hasta concluir en mayo de 1810, en donde se procedió de manera
similar a lo obrado en agosto de 1806 y febrero de 1807, invocándose ideas y
utilizando procedimientos de parecidos ribetes.
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