(rei)vindicatio - Club del Libro en Español

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PREMIO PLATERO DE CUENTO 2012
(REI)VINDICATIO
por
Mórtimer
Mórtimer
(Rei)vindicatio
(REI)VINDICATIO
Mario G. C. atravesaba la noche de autos el barrio de Chueca, oasis de tolerancia en el
centro de Madrid, cuando se topó con un par de tipos que bloqueaban la estrecha acera
del lugar de los hechos. Hacía calor dentro del bar en el que estaban con unos amigos y
habían decidido salir a la calle a fumar un cigarro, pero, en lugar de colocarse de manera
que los peatones pudiesen pasar sin problemas, se pusieron frente a frente, apoyado el
uno en la pared y el otro en un coche aparcado, creando con sus piernas estiradas una
barrera humana. Mario apareció por allí, no supo franquear el obstáculo sin levantar los
pies más de lo que recomienda un andar natural y recriminó a los dos hombres su
incívica actitud. El más grande de ellos se encaró con él, que repitió su fundadísima
queja. El hombre lanzó entonces un puñetazo que Mario, que se lo había olido, bloqueó
y devolvió a velocidad y con precisión notables. El hombre cayó de espaldas,
golpeándose la cabeza contra la acera y falleciendo en el acto.
En el juicio, que no se habría siquiera celebrado si no hubiese sido por la presión de
ciertos medios de comunicación que decidieron hacer leña del árbol caído argumentando que se trataba de un ataque homofóbico cometido por un neonazi (esto
era una mentira como una casa: Mario llevaba el pelo muy corto porque le resultaba
más cómodo y se consideraba, hasta ese día, un centrista moderado) -, en el juicio,
decíamos, el juez, Ignacio Merindades, se achantó y no tuvo el valor de admitir la
eximente de legítima defensa completa y condenó a Mario a siete años de prisión. Esta
pena sorprendió al abogado de Mario e indignó a los más prestigiosos penalistas, pero la
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opinión de aquel se interpretó sesgada por su interés profesional y la de estos no es
tenida nunca en cuenta. Mario pasó cuatro años en la cárcel mientras los sucesivos
recursos elevaban el caso hasta el Tribunal Supremo, que dio la razón al acusado,
terminando así con su tormento.
Mario había compartido celda, comidas, actividades deportivas, riñas y ronquidos con
delincuentes de toda condición, y eso le había conferido una visión sobre la vida muy
diferente a la que tenía antes de caer en desgracia (hay que señalar que Mario siempre
fue tratado con deferencia por sus compañeros, entre los que se extendió el rumor de
que había ejecutado de un puñetazo a un maricón que intentó meterle mano por la calle,
lo que le evitó molestias el tiempo que pasó entalegado). Además de originar un cambio
en sus principios morales, su encierro le enseñó paciencia y le proporcionó la
oportunidad de replantearse la vida y tiempo para soñar su venganza.
El pobre recobró, en fin, su libertad, que vino acompañada por una indemnización por el
chapucero funcionamiento de la Administración de Justicia, modesta pero suficiente
para mantenerse durante una temporada sin necesidad de trabajar.
Lo primero que hizo fue alquilar un piso, que su mente ya criminal bautizó franco,
desde el que planear los detalles de sus operaciones y que se convertiría, a su debido
momento, en escenario principal de parte de su desquite. Cuando se hubo instalado, se
dirigió a los juzgados en los que administraba su Poder el juez Merindades y comenzó a
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recabar información. Cada día durante un mes sus ojos lo siguieron al entrar y al salir
del edificio de los juzgados a través de las calles de Madrid. El juez, de cierta edad mal
asumida, conducía una berlina de lujo, mientras que Mario iba andando, por lo que los
avances fueron lentos: cada mañana montaba guardia en la esquina en la que lo había
perdido el día anterior y cada tarde, en la que por la mañana se había revelado como el
giro previo. Así, calle a calle, llegó hasta el hogar del juez Merindades en el distrito de
Chamberí.
Los fines de semana del segundo mes los pasó apostado en una cafetería, desde la que
descubrió los rostros de la mujer y la hija del juez. Rara vez salían los tres juntos, pero
cuando tuvo la certeza de quiénes eran las dos mujeres que siempre lo acompañaban a
misa, comenzó a seguir a la esposa de Merindades. Descubrió su nombre un día en el
autobús número 2, cuando una amiga la llamó “Azu” al reconocerla entre los viajeros.
Azucena tenía sus labores por toda ocupación, y ni siquiera estas, porque en realidad las
desempeñaba una empleada del hogar venida del Ecuador, Yénifer, a la que a veces
supervisaba mientras hacía la compra. Esto lo averiguaría Mario más adelante. En aquel
momento, lo que sabía era que Azucena iba al gimnasio tres veces por semana, quedaba
los jueves para tomar café con una amiga que se teñía el pelo cada semana de un color,
aparentaba cuarenta años muy bien llevados (cumplía treinta y ocho) y tenía toda la
pinta de que sus aspiraciones profesionales quedaban colmadas por su condición de
esposa del juez, aunque eso la aburriese como una ostra. Todo esto le venía que ni
pintado al plan de Mario; excepto los cambios de color en el pelo de la amiga, que
resultaban irrelevantes.
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A partir del tercer mes, Mario diversificó sus maniobras y comenzó a acudir al gimnasio
en el que se ejercitaba Azucena y a seguir a su hija, tal y como había hecho con la
madre. La chica, de dieciséis años, estudiaba 1º de Bachillerato en un colegio
concertado al que caminaba todas las mañanas vestida de uniforme. Mario la veía salir
de casa a las ocho de la mañana abrazada a una carpeta cubierta de fotografías de
actores o cantantes a los que no reconocía y personalizada con una pegatina con el
nombre de Inés en letras redondas y azules. Llevaba siempre la falda escocesa por
encima de la rodilla, como casi todas las chicas de su curso, y procuraba robarle su
valor uniformador con una chaqueta de colores vivos y complementos de H&M.
Esperaba todas las mañanas a un grupo de amigas en la boca de metro de Islas Filipinas
y, antes de cruzar la verja de acceso al recinto del colegio, con ellas pasaba un rato
cuchicheando, riendo, comparando deberes y señalando con la barbilla a paseantes y
compañeros de curso. Al salir de clase iba directamente a casa los martes y los jueves
(Mario acertó al presumir clases particulares a domicilio de algún tipo). Los lunes y los
miércoles holgazaneaba un rato, de nuevo a la salida del metro, con las mismas chicas
de por la mañana; luego iba a casa. Los viernes no tenía una rutina establecida, excepto
la de pasar más tiempo del habitual con sus amigas ultimando detalles para la salida de
la noche. De los fines de semana Mario ya se ocuparía más adelante.
En todos estos detalles pensaba mientras sus piernas trotaban kilómetros y kilómetros
en una de las cintas de la sala de ejercicios aeróbicos del gimnasio de Azucena. Ella
estaba en el segundo piso haciendo pilates. Mario habría preferido apuntarse a ese
mismo curso para mejor acecharla, pero cuando vio que todas las alumnas eran mujeres,
juzgó que su presencia resultaría conspicua y optó por aprovechar la suscripción para
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mejorar su forma física y, con ella, su imagen exterior. Le vendría bien para la segunda
parte de su plan, que ya debía comenzar a poner en marcha. En las cuatro semanas que
llevaba acudiendo al gimnasio, había conseguido que los ojos de Azucena se cruzaran
con los suyos cada vez que coincidían a la salida de los vestuarios o en el pasillo, de
forma que el movimiento de cabeza del tercer día se convirtió en un hola en el cuarto y
en una breve charla de ascensor, que Mario explotó con habilidad planificada durante
años, al fin de la tercera semana. Durante los tres últimos días, Mario se había
asegurado de que las huidas de su mirada a las curvas del cuerpo de la mujer no pasasen
desapercibidas y de que, en ellas, el descaro y la cortesía se complementasen con
sabiduría y, a poder ser, efecto lubricante. El fruto de tan trabajada siembra llegó pocos
días después en forma de sí a la pregunta del café. Ese café fue la cosa que llevó a la
otra, siendo esta el piso franco, donde ambos adultos supieron qué hacer con el otro. Esa
primera escaramuza fue tan fugaz como intensa, y si Mario sabía que era su primera
cópula en casi cinco años, Azucena la sintió como tal. Una vez hubo aliviado sus ansias,
el hombre se dedicó exclusivamente al placer de la mujer, con la oscura intención de
garantizar sucesivos encuentros y, con ellos, el futuro de su plan.
A Inés la abordó mientras esperaba a sus amigas a la salida del metro una mañana y con
la ayuda de estas. Mario había empleado sus desarrolladísimas habilidades de esculca
aficionado para seguirla sin llamar su atención y, cuando hubo confirmado que la chica
se detenía en su puesto matinal, descendió las escaleras de otra de las entradas de la
misma estación de metro y se dirigió por los pasillos subterráneos hasta los tornos de la
salida en la que, veinte metros más arriba, esperaba Inés. Allí aguardó a que llegasen
sus amigas, fingiendo estudiar el mapa de la zona colgado de uno de los muros de la
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estación.
Mario era consciente de que sus veintiocho años habían supuesto una ventaja en su
envite con Azucena, que claramente deseaba sentirse joven después de tantos años al
lado del juez, pero no estaba seguro de cómo reaccionaría Inés ante los avances de
quien, desde su perspectiva adolescente, parecería un viejo. Decidió jugar la carta
evidente del hombre joven de vuelta del mundo que se sorprende ante la madurez de
aquella a la que los demás adultos injustamente tratan como a una niña, único punto de
convergencia posible entre la realidad, las presuntas fantasías de Inés y el éxito del plan.
Mario ponderó la situación y estimó que el acercamiento descarado que había levantado
pasiones en la madre despertaría recelos en la hija (probablemente adoctrinada en el
miedo a los caramelitos de extraños y al lobo de Caperucita), por lo que decidió variar
de táctica y utilizar a sus amigas para llegar hasta ella.
Por eso, cuando se acercaron al lugar desde el que acechaba, solicitó de una de ellas
cómo llegar a cierta calle, sabiendo de antemano que la respuesta lo dirigiría al colegio
de las chicas; y por eso, agradecido, aceptó la oferta de guía que le hicieron tras haberles
regalado los oídos con un par de galanterías no forzadas que llevaba en el bolsillo. Se
reunieron con Inés al final de las escaleras y las chicas le explicaron la situación a su
amiga, que no le dio mayor importancia. Sin prisas, caminaron en bandada hacia el
colegio. Durante el paseo, a Mario le dio tiempo a poco más que a presentarse como
abogado y a despotricar respetuosamente contra algunos jueces que, comprensiblemente
y en el ejercicio de sus funciones, lo traían por la calle de la amargura. Mencionó un par
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de datos sobre derecho penitenciario (como todo ex-presidiario conocía esta rama del
Derecho mejor que la mayoría de los abogados) que a Inés se le antojaron verosímiles y
claramente expuestos, y se despidió de las muchachas con renovado agradecimiento.
Lanzado el anzuelo y consciente de que los peces lo estarían olisqueando, concentró
Mario su atención en darle el golpe de gracia a la primera condenada y marchó a la
Fnac. Allí recorrió todas las plantas, escogiendo películas e informándose sobre las
últimas novedades en la sección de material audiovisual. Preguntó hasta quedar
satisfecho de la idoneidad de su elección, gastó sin rubor y no tuvo problema en pagar
con tarjeta de crédito, sonreír a las cámaras de seguridad y guiñar un ojo al vigilante que
cubría los arcos magnéticos. Cogió un taxi hasta el piso franco y allí desempaquetó
cuatro cámaras de vídeo, otras tantas tarjetas de memoria, un ordenador portátil y siete
DVD. Durante los siguientes tres días no salió del piso y consagró su tiempo a leer
instrucciones, aprender a manejar las cámaras y estudiar ángulos de tomas
cinematográficas con fruición.
Lo primero que Azucena sintió fue una caricia en el cuello. Con los ojos vendados por
primera vez desde niña, se dejaba hacer, primero con recelo, luego con placer. Ay,
pensaba, si mi madre me viera. Ay, decía para sus adentros, si esto Ignacio me lo
hiciera. Mientras, Mario sudaba inmerso en un frenesí de carne y tecnología audiovisual
que no le dejaba tiempo para disfrutar de la escena. Como el director de cine ignorante
de lo que es delegar, soportaba sobre sus hombros el peso de la iluminación, el atrezzo,
la calidad de los brevísimos diálogos (excepto en los momentos en los que el guion lo
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exigía, Azucena también estaba amordazada), la banda sonora y, sobre todo, la
actuación y la coreografía. Saltaba de la cama a la mesa donde la cámara número uno se
camuflaba bajo un jersey para ajustar el zoom y luego corría a la estantería para levantar
el libro que había caído y bloqueaba el objetivo de la cámara número dos. Confiaba en
que un trabajado montaje arreglase lo irregular de la toma y salvase todas las
interrupciones. Azucena interpretaba estas inevitables pausas como pequeños azotes con
los que su amante gustaba de flagelarla, y gozaba de esta particular forma de
masoquismo por omisión tanto como de las briosas palmadas que, atizadas de cuando
en cuando, iban enrojeciéndole las nalgas. La exhaustiva planificación de la disposición
de las cámaras había evitado cualquier sospecha por parte de la mujer, quien no podía ni
imaginar que los temblores de su espalda estaban siendo registrados por la cámara
cenital acoplada a la lámpara del techo mientras Mario, aferrado a sus caderas, la
montaba rijoso. Este iba proyectando cómo combinaría las imágenes robadas por esta
cámara número tres, o de Damocles, con los primeros planos que le estaba
proporcionando la número cuatro, ligerísimo aparato que se pasaba de una mano a la
otra según quisiera retener este empellón, filmar esa invasión o capturar aquel salpicón.
Ay, insistía Azucena. Ay, ay, ay, triplicó cuando el afán de Mario se tornó antinatural;
pero en ningún momento acompañó estas interjecciones con gestos despreciativos, los
cuales, tal vez, habrían retraído a Mario. O tal vez no. Comoquiera que fuese, la
sumisión última de Azucena quedó grabada, como todo lo demás, tanto en la memoria
de las cámaras como en la retina de Mario, creando entre los amantes un fuego que
jamás se extinguiría, a pesar de que nunca volverían a encontrarse ni a saber ni a querer
saber del otro.
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Para evitar ser reconocido desde el otro extremo del vagón, Mario se ocultó tras un
señor gordísimo hasta bajar en la estación de metro de Tribunal siguiendo a Inés y a sus
amigas. Salieron a la calle de Fuencarral y rodearon el Tribunal de Cuentas para llegar a
un antro lleno de humo, mal iluminado y atestado de gentes de diversa condición y
primaveras. Mario pidió una cerveza de importación, que bebió a morro. Las chicas se
inclinaron por bebidas espirituosas con añadidos dulzones y decoradas con quitasoles de
colores, que degustaron con pajitas en una esquina del local. Mario no culpó al barman
de haber dado por hecho su mayoría de edad. Las chicas a las que observaba desde la
distancia no tenían nada que ver con las adolescentes con las que había caminado hasta
la puerta del colegio: estas eran mujeres jóvenes que se movían con naturalidad en un
ambiente al que la Ley les prohibía la entrada y la Naturaleza se la exigía. Mario había
preparado una secuencia que debía subir poco a poco de tono, empezando por una
Coca-Cola seguida de café, manitas, paseo, conversación, cine, metida de mano, más
conversación y, finalmente, desfloramiento y filmación; pero, ante lo que veían sus
ojos, decidió saltarse algunos pasos. En un momento en que Inés se acercó a la barra, se
arrimó a ella y la saludó. Ella le devolvió el saludo sonriente y, a los dos minutos de
charla vacía, Mario le preguntó si quería una copa. Mejor vamos a tu casa, dijo ella.
Inés, de pie sobre la cama y sobre Mario, separó las piernas con tanto mundo como poca
vergüenza y se dejó caer sobre él, como se deja el leopardo caer sobre la gacela de
Thomson. Siguiendo a Sun Tzu, Mario adaptó su estrategia al devenir de la contienda y,
divertido, saludó con la mano a la cámara número cuatro que Inés orientaba hacia su
rostro mientras cabalgaba a horcajadas sobre su vientre. La concupiscencia de Inés no le
había permitido preparar las otras tres videocámaras, pero, pareciéndole indecoroso
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interrumpirla, se dejó manipular por la muchacha y no protestó cuando esta tomó las
riendas en sus manos y no se detuvo ahí. La chica lo guió por su propio cuerpo y lideró
sin duda la marcha sobre el de él. Fue tan generosa como exigente y, cuando hubo
terminado de exprimir el espíritu de Mario, lo besó en la frente como si fuera un niño y
se terminó de vestir en el rellano.
Ignacio Merindades, leyó: esta es la única copia, haga usted con ella lo que tenga por
conveniente. Dejó la tarjeta en la mesita del hall de entrada a su vivienda y examinó el
contenido del paquete que sobre ella reposaba. Azucena debía de haberlo dejado allí
antes de salir a encargar el pollo para el sábado. Comprobó que no conocía al remitente
y sacó el disco de su funda. En letras rojas llevaba escrito (Rei)vindicatio. Lo dejó sobre
la mesa del salón y giró sobre sus pasos. De camino al dormitorio vio que la puerta del
cuarto de Inés estaba abierta, lo que significaba que la niña aún no había vuelto del
colegio. Cambió el traje negro por el pijama regalo de los últimos Reyes Magos de
Azucena y se calzó las pantuflas. Regresó al salón, introdujo el disco en el reproductor
de DVD, cogió los mandos a distancia y se sentó en el medio del sofá. Con un mando
en cada mano, encendió el televisor, sintonizó el canal apropiado y pulsó el botón de
reproducción.
Fue Inés la que vio primero a su madre. Azucena estaba abriendo la puerta del ascensor
cuando ella entró en el edificio y tuvo que correr para bloquearla antes de que se
cerrara. ¡Qué susto, hija!, dijo la mujer cuando la vio escurrirse dentro del ascensor.
Subieron sin decir una palabra más, cada una perdida en sus fantasías realizadas. Al
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entrar en el piso, vieron al juez sentado en el salón. La luz que proyectaba el televisor
iluminaba un rostro retorcido en una mueca de horror y rabia.
¡Pero mamá, que tiene veintiocho años y tú treinta y ocho!, dijo Inés. ¡Inés, que tienes
dieciséis!, le espeto de vuelta su progenitora. ¡Sois las dos unas putas!, gritó el juez
desbocado. Su rostro estaba completamente rojo, las venas de la frente y del cuello
estaban a punto de estallársele y rociaba de saliva a Inés y a Azucena con cada palabra
que escupía. Las dos féminas hicieron frente común y, si la madre le dijo que tenía una
pinta ridícula con el pijama, las babas en la barba y la calva roja, la hija se rió de él
comparándolo con una bombilla.
Media hora después, Azucena le preguntaba a su marido por la maleta que arrastraba
hacia la puerta. Este le informó de su determinación de emigrar a casa de su madre.
Azucena le recordó entonces que, al volver, convendría que trajese de vuelta la llave del
altillo, que su suegra se había llevado hacía un mes y aún no había devuelto. No voy a
volver, murmuró el juez con voz derrotada. No digas tonterías, Ignacio, respondió
Azucena desde el sofá sin levantar la vista de la revista de decoración que ojeaba
distraída. Adiós, Azu, se despidió el juez.
Cuando Ignacio Merindades se encerró en el cuarto de baño del piso de su madre y echó
el pestillo, no estaba seguro de para qué lo estaba haciendo. Supuso que se había metido
ahí para relajarse, así que hizo correr el agua caliente, ajustó la temperatura guiándose
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por la piel de su muñeca y se sentó en el retrete a observar cómo se llenaba la bañera. Al
cabo de un minuto de mirar fijamente el fluir del agua, se aburrió y comenzó a juguetear
con el cordón del batín, anudándolo y desanudándolo y enredando en él los dedos.
Luego sacó el DVD del bolsillo y lo enhebró con el cordón. Estirando este, hizo girar
aquel sobre su eje a base de mamporros hasta que, con uno especialmente certero, lo
resquebrajó. Recorrió con la yema del índice izquierdo la grieta que, mancillando la
otrora inmaculada superficie argentada, se extendía desde el borde exterior del disco
hasta su ojo central. Estudió la brecha durante unos instantes y, asiendo el disco con
ambas manos, lo quebró en dos. Se quitó el pijama de Reyes, lo colgó del pomo de la
puerta y entró en la bañera ya llena. Espero unos minutos a que el agua hiciese efecto
sobre su piel y sobre su espíritu y, tomando uno de los gajos del DVD, se rajó las venas
de la muñeca izquierda. No tuvo valor para repetir el gesto en la otra muñeca y se echó
a llorar. Intentó escribir el nombre de su mujer y dibujar un corazón en las baldosas con
la sangre que manaba de su herida, pero, como era zurdo y lo hiciera con la mano
derecha, le salió un garabato que nunca nadie llegaría a comprender.
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