Intervención psicopedagógica en la dislexia evolutiva

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1. Comentarios sobre la definición de Dislexia
Autor: Jorge Rubén Lorenzo.
Profesor Auxiliar Cátedra de Estadística y Sistemas de Información.
Escuela de Ciencias de la Educación.
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad Nacional de Córdoba.
Resumen: En esta monografía presentamos los intentos por describir el trastorno
disléxico, especialmente aquellos que comenzaron con el estudio de individuos adultos
que habían perdido la facultad de leer y la manera en que tales descripciones sirvieron
para dar impulso al estudio de la dislexia en la población infantil. Se repasan los
criterios que impulsaron a diferenciar la dislexia evolutiva del retraso lector, y las
dificultades que se encontraron al aplicar estos criterios en la población escolar. Se
muestra también la manera en que la investigación básica impuso un nuevo modelo al
estudio de la dislexia evolutiva, a partir de los datos que destacaban al déficit fonológico
como un marcador esencial del trastorno disléxico.
Palabras Claves: dislexia evolutiva, diagnostico diferencial, modelo dimensional,
modelo fonológico.
Comentario: Esta monografía fue escrita como una forma de divulgación de los
resultados de un proyecto de investigación sobre los aspectos cognitivos básicos
relacionados al aprendizaje de la lectura, el cual estuvo vigente desde el año 1999
hasta el 2006. Dicho proyecto estuvo radicado en el Área Educación del Centro de
Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades (CIFFyH); y dirigido
por el autor.
Destinatario: se consideran posibles destinatarios de esta obra principalmente aquellas
personas que actualmente están investigando en la temática. Sin embargo,
también puede ser de utilidad para docentes de nivel inicial, especialmente
aquellos interesados en ampliar su conocimiento sobre trastornos de aprendizaje
en general y de lectura en particular. Otros destinatarios posibles son alumnos
interesados en encontrar tema de investigación para su trabajo final en carreras de
grado como psicología o ciencias de la educación.
Nivel educativo: nivel inicial y superior, educación especial.
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Introducción
El trastorno específico en la lectura o dislexia, es un trastorno neuroconductual que
afecta a una gran proporción de niños en edad escolar, pero el exacto porcentaje de la
prevalencia del trastorno resulta incierto, dado que no existen criterios diagnósticos
claros para ese síndrome. En términos generales se ha calculado que entre un 5% y un
15% de en la población infantil en el período de escolarización básica, sufre de un
deterioro en la capacidad de adquisición de la lectura, que encuadra dentro de lo que se
considera trastorno específico de la lectura. Se ha encontrado además que la prevalecía
del trastorno es ligeramente mayor en los lenguajes irregulares como el inglés, con
respecto a los de ortografía regular como el español; no obstante, las similitudes en los
problemas de lectura entre escolares de diferentes lenguajes, sobrepasan a las
diferencias (Ziegler, y col. 2003; Jiménez y colaboradores, 2009). A falta de cifras
concretas en la Argentina, se puede tener una idea de la incidencia del trastorno
apelando a las que proporciona el National Institute for Literacy; según este organismo,
más del 20% de los adultos leen en un nivel cercano e incluso inferior al quinto grado
de escuela, lo cual esta por debajo de lo requerido para el normal desempeño en un
empleo. Por otro lado, la International Dyslexia Association destaca que de los
estudiantes con dificultades de aprendizaje que reciben educación especial, el 85% tiene
un déficit básico en el área del lenguaje y la lectura. Por último, la Channel One
Educational News, señala que un 11% de adolescentes norteamericanos entre 12 y 17
años, no pueden leer por encima del nivel alcanzado en el tercer grado; esta misma
entidad ha señalado que el 75% de las personas desempleadas califican por debajo de la
media en pruebas estándares de lectura.
Aún considerando el margen de error que contienen los porcentajes ofrecidos, se
infiere que el trastorno en la lectura afecta a una gran población de escolares, lo cual
representa un verdadero desafío para la educación pública, dado que en muchos casos el
trastorno lector excede las posibilidades de manejo en el aula. Al respecto, BravoValdivieso ha destacado que las dificultades de lectura observadas en niños en los
primeros años de escolaridad, influye decididamente en la continuidad de la educación.
Muchos de ellos muestran tempranamente una tendencia a la repitencia de cursos que
culmina –más tarde o más temprano– en la deserción escolar (Bravo-Valdivieso, 1995).
El abandono prematuro de la escuela tiene graves consecuencias sociales para el
individuo, dado que para el acceso a la mayoría de los trabajos bien remunerados, se
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requiere de educación superior. Bronfenbrener y colaboradores (1996), expresan esta
situación señalando que la educación especializada se incrementa proporcionalmente
con el grado de avance técnico de una sociedad, cuestión que penaliza a aquellos
individuos que no han tenido regularidad en sus estudios o que se ven relegados a la
situación de iletrismo. En trabajos recientes se ha acentuado la idea que el grado de
alfabetización alcanzado se relaciona directamente con la esfera ocupacional y
académica. En tal sentido, Shapiro (2000) ha señalado que un buen nivel de lectura, no
solo representa un logro académico importante, sino una herramienta cultural
fundamental que la persona se ve obligada a utilizar para alcanzar el éxito social. Este
autor enfatiza que los problemas en lectura deben ser atendidos en los inicios de la
escolarización, y no concierne solo al ámbito de la psicopedagogía, sino que debe
abarcar a las políticas educativas y la salud pública.
La preocupación por las consecuencias que tiene el trastorno lector, se ha visto
reflejada en la abundancia de publicaciones de especialistas de distintos países, para
encontrar criterios científicos válidos que favorezcan el diagnóstico diferencial y la
intervención propicia. (Vellutino, 1991; Shaywitz, 1998). Frecuentemente se ha
señalado la necesidad de abordar la problemática del trastorno en la lectura desde una
perspectiva multidisciplinaria. Este objetivo, ha resultado el más difícil de todos, puesto
que los métodos y resultados obtenidos en distintos campos de investigación, con
frecuencia han aportado más confusión que claridad (Lyon y Chabbra, 1996). Dentro
del contexto general de la psiquiatría infantil, el término dislexia forma parte de lo que
se conoce como trastornos de aprendizaje. Esta categoría fue impulsada en sus orígenes
por la escuela inglesa y particularmente desde la obra de Leo Kanner. Desde 1952 hasta
el presente, han aparecido sistemáticamente en casi todos los manuales de psiquiatría
infantil, especialmente en los de orientación biológica. En la mayoría de esas obras, se
ha puesto especial cuidado en diferenciarlos
de problemas
transitorios
o
discontinuidades en el aprendizaje. Es así que se recomienda utilizar esta categoría
diagnóstica cuando el trastorno observado es lo suficientemente severo y persistente a lo
largo del tiempo, como para que interfiera con el rendimiento académico general.
Hasta el presente se reconocen tres tipos de trastornos de aprendizaje: a) de
lectura, b) del cálculo y c) de la expresión escrita. En términos específicamente
psiquiátricos, los trastornos de aprendizaje pueden caracterizarse como una diferencia
en la forma en que el niño aprende, o bien como un signo de retraso evolutivo. La
diferencia en ambas perspectivas suele quedar claramente reflejada en las
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consideraciones respecto al pronóstico de recuperación. En el primer caso, este suele ser
poco alentador dado que se estima que en alguna medida, el niño carece de una o más
habilidades para un aprendizaje adecuado. En el segundo caso en cambio, el pronostico
suele ser más auspicioso dado que se considera que el niño tiene las potencialidades
para el aprendizaje, aunque su ritmo de adquisición es inferior a sus pares de similar
edad (Scheffel, 1998).
La dislexia evolutiva ha sido entendida como una diferencia cualitativa en la
manera en que el niño aprende, reservando la categoría de retraso lector para aquellos
casos en los que se observa que el mismo se manifiesta en un contexto donde estos
abarcan varias áreas diferentes. En su acepción general el término dislexia evolutiva, ha
sido utilizado para describir a individuos con inteligencia normal y adecuadas
oportunidades educativas, que no logran alcanzar niveles de lectura aceptables (Murphy
y Pollatsek, 1994). A diferencia del retraso lector, en la dislexia no se encuentran
remisiones espontáneas ni ligadas a la maduración, por los cual se revela como un
problema polifacético que abarca dimensiones como la percepción, la cognición y el
lenguaje. (Scheffel, 1998).
Primeras descripciones de la dislexia
Los primeros estudios del trastorno comenzaron en individuos adultos, a partir de
descripciones y teorizaciones de neurólogos que se enfrentaron a pacientes cuya
principal sintomatología era una notable incapacidad para leer, producto de lesiones
sufridas en el cerebro. Al principio no se utilizó el termino dislexia, sino alexia para
describir la pérdida de la capacidad de leer, y agrafia a la alteración de la capacidad de
escribir.
Jules Déjerine en 1890, describió un trastorno puro de lectura y un trastorno
mixto de lectura y escritura, demostrando que pequeñas alteraciones del encéfalo
pueden destruir selectivamente estas capacidades. En su artículo, Déjerine detalló los
síntomas de un paciente aléxico que no podía leer palabras escritas, aunque podía
entenderlas tras haber copiado cada una de las letras. Este paciente también podía
comprender el significado de la palabra si le era deletreada en voz alta. En los estudios
post-morten, Déjerine descubrió una ceguera del campo visual derecho debida a una
lesión de la corteza visual izquierda y de la parte posterior del cuerpo calloso (esplenio).
La lesión en esta última estructura, impedía la transmisión de información entre las
áreas visuales primarias de ambos hemisferios. Déjerine confirmó sus observaciones
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con el estudio de otro paciente que podía hablar y comprender el lenguaje oral, aunque
no podía ni leer ni escribir. En el análisis post-morten nuevamente encontró que la
lesión ubicada en el giro angular del cortex de asociación parieto-temporo-occipital y
del esplenio, interferían con el transito de información entre las áreas sensoriales y del
lenguaje. Según lo describe el autor, este paciente tenía serias dificultades en conectar
los símbolos visuales con los sonidos que representan, y no podía deletrear palabras ni
reconocerlas cuando les eran deletreadas por otros (para una revisión ver Kandel,
Schwartz, Jessell, 1997).
En 1895, Hinshelwood describe las dificultades de varios pacientes adultos para
leer, cuyo síntoma principal era una notable incapacidad para reconocer las palabras
escritas. Al igual que Déjerine, propuso como factor etiológico un daño en el giro
angular del hemisferio izquierdo. Por la especificidad del trastorno, no utilizó ni el
término alexia ni dislexia, sino que lo llamó ceguera visual para las palabras (Spreen,
Risser y Edgell, 1995). Tiempo más tarde describió la conducta de un muchacho de 14
años, inteligente y escolarizado desde los siete años que era incapaz de leer, lo cual lo
llevo a suponer que la ceguera para las palabras podía tener un componente hereditario.
Hinshelwood supuso que el trastorno se originaba en un deterioro o injuria sufrida en el
cerebro de estos pacientes, pero no realizó estudios que confirmaran sus afirmaciones.
Sin embargo, estas cobraron fuerza para sostener que el deterioro en la capacidad de
lectura, tenía origen en deficiencias del sistema visual para reconocer los símbolos
alfabéticos y asociarlos a las representaciones lingüísticas.
En 1896, Morgan señaló que la ceguera para las palabras podía asumir una
forma congénita y manifestarse en niños capaces e inteligentes, dando lugar a una
dificultad para la adquisición de la lectura. Tal afirmación estuvo respaldada en las
observaciones realizada en un niño cuya incapacidad de leer y escribir, contrastaban
notablemente con sus aptitudes para el cálculo (Spreen, Risser y Edgell, 1995). Más
tarde Kerr (1897), describe un grupo de escolares similares a los de Morgan (1896),
señalando también que estos niños presentaban serias dificultades en lectura y escritura,
preservando sus capacidades matemáticas.
Las observaciones realizadas en adultos referidas a la ceguera para las palabras
fueron aplicadas para la descripción de los casos de niños impedidos en la lectura,
utilizándose el adjetivo de congénitas para diferenciarlos de la forma adulta. Así, la
ceguera congénita para las palabras fue atribuida por Hinshelwood a una afección
funcional del giro angular. La tesis de Morgan y Kerr fue estudiada por Samuel Orton,
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quien en 1925 propuso que los trastornos de lectura observados en la población escolar,
son el producto de una dominancia cerebral mixta o incompleta. Descartando una
deficiencia visual de base, Orton sostuvo que el déficit lector en niños obedece a un
retraso en la maduración del hemisferio izquierdo, el cual es dominante para la función
del lenguaje. Específicamente, sostuvo que la lenta maduración de ese hemisferio
cerebral, hace que las imágenes en espejo producidas por el hemisferio derecho no sean
suprimidas, interfiriendo con las que se producen en el hemisferio contralateral. Por la
especificidad atribuida al trastorno, no utilizó el término dislexia sino el de
estrefosimbolia (Spreen, Risser y Edgell, 1995).
Los estudios relativos a la herencia del trastorno lector, fueron prolíficos durante
el principio del siglo XX; Thomas (1905), el propio Hinshelwood (1917), y Monroe
(1932), subrayaron el carácter hereditario del trastorno específico de la lectura,
entendida como ceguera congénita para las palabras. En general, se coincide en atribuir
la difusión del término dislexia a Hallgren (1960), quien lo acuña para describir el
trastorno en lectura que es independiente de factores ambientales, siendo sus posibles
causas, deterioros en la habilidad de procesar visualmente el texto. Sin embargo, tiempo
antes Ombredane (1937), advirtió que los errores de la ceguera verbal congénita eran
fenómenos lingüísticos que se encuentran también en la evolución del lenguaje y que se
manifestaban en épocas en que los niños deben aprender el lenguaje en una forma de
codificación diferente.
Dislexia
Evolutiva
y
Retraso
Lector:
criterios
diferenciales
El término retraso (backward), se aplicó a diferentes áreas o capacidades, dentro de las
cuales se consideraba la lectura. Aparece la denominación lectores retrasados
(backward reader), para catalogar a los niños que aprendían a leer a un ritmo diferente
del normal de la población escolar, pero que a pesar de su lentitud lograban equilibrarse
en algún momento con los más capaces (Share, McGee, McKenzie, Williams y Silva,
1987; Bradley y Bryant, 1978). En contraste con ese grupo, estaban aquellos que no
alcanzaban a dominar la lectura desde los grados iniciales, y no manifestaban un avance
notorio en el manejo del texto más allá de los primeros aprendizajes. A diferencia de los
anteriores, se encontró que en este grupo en particular, el retraso en la adquisición de la
lectura no estaba acompañado de dificultades en el desarrollo (Miles, 1986;
Scarborough, 1990; Siegel, 1992).
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Se supuso entonces que la etiología de ambos trastornos era distinta; sin
embargo, las explicaciones concernientes a las diferencias entre lectores retrasados y
disléxicos estuvieron demoradas durante algún tiempo, dado que la etiología supuesta
incluía la noción de déficit cerebral mínimo. Dentro de ella se consideraba que el origen
de muchos de los desmedros de la capacidad de aprender, se debía a deterioros o
injurias en el cerebro, y que eran difícilmente detectables mediante un escrutinio
neurológico de rutina. El déficit cerebral mínimo utilizado como explicación etiológica,
vino a suplir durante un tiempo la falta de acuerdo de cómo enfocar el problema de la
dislexia evolutiva. Al apelar a un daño cerebral de origen inespecífico, se podía explicar
porqué algunos niños podrían presentar trastornos en un área del aprendizaje, que no
estaban relacionados con sus capacidades intelectuales generales o con factores de
índole madurativa.
Las críticas a la noción de déficit cerebral mínimo no se hicieron esperar.
Primero se apuntó a la falta de precisión en términos funcionales (Clemens y Peters,
1962), ya que hablar de déficit cerebral no aclaraba si éste se relacionaba a la
percepción, el lenguaje, la memoria, la falta de control del impulso, la atención o la
fluidez motriz. Rapin (1988), incluso llegó a criticar la idea de la utilización del propio
término cerebral, dado que raramente se informaba acerca de qué área se encontraba
principalmente afectada, y en este sentido, la autora destacó que existen notables
diferencias en la manifestación sintomática cuando la afección alcanza a la corteza, la
substancia blanca o los núcleos subcorticales. Agregó además que el término déficit, no
informaba si se trataba de lesiones, malformaciones, disbalances bioquímicos o
alteraciones de la actividad eléctrica del cerebro.
Se impuso así la necesidad de establecer delimitaciones que impidieran que se
utilizara la categoría déficit cerebral mínimo como un término abarcativo bajo el cual
albergar cualquier manifestación del comportamiento anormal de un niño, cuya
etiología resultara desconocida. Dado este paso, la situación quedó allanada para la
búsqueda de los aspectos diferenciales entre dislexia evolutiva y retraso lector. Kirk y
Bateman (1962, 1963), avanzaron en la delimitación de trastornos generales y
específicos en el área del rendimiento académico, que luego se aplicó a la dislexia como
categoría diagnóstica. Estos autores señalaron que los escolares con trastorno específico
de aprendizaje, mostraban tener una inteligencia normal, adecuadas oportunidades
educativas y no manifestaban deterioros neurológicos o pérdidas sensoriales. La
influencia decisiva del trabajo de Kirk y Bateman (1963), condujo a que en 1966, la
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Oficina de Educación del Gobierno de EE. UU. incorporara la noción de trastorno
específico de aprendizaje, que más tarde fue adoptada como parte de la ley pública de
Educación 94-142. Dicha ley, señalaba que aquellos niños con problemas de
aprendizaje debían recibir apoyo y tratamiento apropiado a sus dificultades dentro de las
instituciones escolares (Heward, 1998).
Las primeras distinciones entre lectores retrasados y disléxicos se realizaron en
base a un listado de condiciones diferenciales entre ambas categorías; Rayner y
Pollatsek (1989), han señalado que las primeras diferenciaciones subrayaron
principalmente los aspectos que se detallan en la tabla 1.
Tabla 1: principales diferencias entre lectores retrasados y disléxicos (Rayner y
Pollatsek, 1989)
Lectores retrasados
Lectores disléxicos
• Media en C.I. de 80
• Media en C.I. 100 o más
• Retrasos evolutivos en distintas áreas
• Retrasos en el desarrollo del lenguaje
• Buen pronóstico
• Mal pronóstico
• Rasgos neurológicos evidentes (soft signs)
• Sin rasgos neurológicos evidentes
• Frecuente disfunción central
• Sin disfunción central
• Dificultades motoras y práxicas comunes
• Sin dificultades motoras y práxicas
• Alta incidencia en hogares de nivel
• Muy baja incidencia en hogares de nivel
socioeconómico bajo
• Frecuentes trastornos emocionales y de
socioeconómico bajo
• No se evidencian trastornos de conducta y/o
conducta
• Inadecuadas oportunidades educativas
emocionales
• Adecuadas oportunidades educativas
Como se observa en el cuadro, el retraso lector puede ser convenientemente explicado
por factores tales como el bajo nivel intelectual, deterioros neurológicos con disfunción
central, nivel socioeconómico y oportunidades académicas desfavorables; en cambio,
ninguno de ellos puede ser utilizado para explicar la dislexia. Según Scheffell (1998), a
partir de estos datos se establecieron las características discriminantes, compatibles y
variables para la categoría de dislexia.
Como característica discriminante se señaló que los niños disléxicos debían
evidenciar un nivel medio a superior en potencial intelectual, contrastante con un
rendimiento significativamente inferior en lectura. Las características compatibles
consignaban, concomitancia con problemas del lenguaje y la escritura, y
funcionamiento deficiente en uno o varios de los siguientes aspectos: lectura silenciosa
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y en voz alta, lectura de palabras individuales, fluidez, rapidez y comprensión. Por
último, entre las características variables se incluyeron diversos problemas en áreas tales
como la atención y memoria, la orientación espacio–temporal, la planificación, la
dominancia manual, la autoestima y competencia social.
La disparidad entre coeficiente intelectual y rendimiento lector fue un punto
clave para diferenciar en la población a los niños disléxicos de los lectores retrasados,
dado que en la práctica las evaluaciones de las capacidades generales de aprendizaje se
estimaban a partir de medidas estandarizadas de Coeficiente Intelectual (Rayner y
Pollatsek, 1989). Las mediciones conjuntas de CI y rendimiento lector, fueron práctica
corriente entre quienes supusieron que las capacidades intelectuales generales eran
propiciatorias de los aprendizajes académicos. Tal suposición se afianzó luego de la
publicación de estudios que mostraban que la correlación entre mediciones estándares
de lectura y CI, se encontraban alrededor de 0.7 (Rayner y Pollatsek, 1989; Stanovich,
1993). En uno de los primeros estudios de gran alcance realizado por Ruter y Yule
(1975), se analizó el rendimiento lector conjuntamente con el rendimiento intelectual de
una gran cantidad de escolares. Al comparar ambas mediciones, se encontraron tres
perfiles diferenciados: a) un grupo de escolares obtuvo puntajes dentro de la media en
ambas mediciones, y se lo denominó Lectores Normales; b) un segundo grupo obtuvo
puntajes por debajo de la media tanto en las mediciones de lectura como de CI,
considerándoselos como Lectores Retrasados (Backwardness Readers); c) un tercer
grupo obtuvo puntajes dentro de la media en las mediciones de CI, pero sus puntajes en
el test de lectura se encontraban por debajo de la misma, este grupo en particular fue
considerado como Disléxico.
El grupo de lectores disléxicos contradecía la afirmación que las capacidades
cognitivas generales (representadas por las mediciones de CI), sustentan el aprendizaje
de la lectura. Rutter y Yule (1975), afirmaron que existen dificultades de aprendizaje de
la lectura que se circunscriben a esa capacidad y que no pueden ser explicados en
función de un bajo nivel intelectual. A partir de este estudio, la noción de discrepancia
entre CI y nivel de lectura, fue el criterio principal para diferenciar en la población, a los
niños disléxico de los lectores retrasados. En la práctica se utilizaba una norma de dos
desviaciones estándares por debajo de la media en el rendimiento lector, cuando el
coeficiente intelectual esta dentro o por encima de la media, como parámetro para
asignar la categoría de dislexia a un escolar. Es decir, el perfil típico de rendimiento de
los lectores disléxicos debía mostrar que su inteligencia estaba dentro del promedio,
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mientras que su rendimiento lector se alejaba de la media en dos desviaciones
estándares aproximadamente.
Al criterio de discrepancia se le sumaron otros llamados de exclusión, que
sirvieron para delimitar más claramente la categoría diagnóstica. Estos últimos
cumplían la función de descartar casos en los que el trastorno en la lectura pudiera ser
explicado por factores tales como deterioros perceptivos o neurológicos, trastornos del
ánimo o la conducta y la falta de oportunidades para el aprendizaje. Al sistematizarse
los criterios, fueron incorporados a los manuales de psiquiatría infantil bajo la categoría
de trastorno de aprendizaje propuesta por la United States Office of Education (USOE,
1977). Pero, el conjunto de criterios de exclusión y discrepancia, contribuía a informar
cuándo aplicar la categoría diagnóstica pero nada decía sobre las características
diferenciales de este trastorno (Lyon y Chabra, 1996).
El problema del diagnóstico en la población escolar
Al no contar con las características principales de la manifestación de la dislexia,
sobrevino el problema de diferenciar claramente los problemas transitorios en el
aprendizaje de la lectura y la dislexia. La sola aplicación del criterio de la discrepancia
resultaba insuficiente para establecer una etiología para la dislexia, y la aplicación de los
criterios de exclusión no favorecía la prognosis (Vellutino, 1979). Con todo, el énfasis
puesto en esos criterios como lineamientos para el diagnóstico diferencial del trastorno
específico de la lectura, ha permanecido inmodificado hasta el presente. A modo de
ejemplo, cito los criterios mencionados en un manual de psiquiatría infantil (Parmelee,
1997), en el cual se muestran los lineamientos básicos que el profesional debe
considerar en el diagnóstico diferencial del trastorno específico de la lectura (dichos
lineamientos son parte de lo recomendado en el DSM–IV), en donde se propone
diagnosticar un trastorno en la lectura cuando:
1. El rendimiento en la lectura, medido mediante pruebas de precisión o comprensión
normalizada y administradas individualmente, se sitúa substancialmente por debajo
de lo esperado dados la edad cronológica del sujeto, su coeficiente de inteligencia y
la escolaridad propia de su edad.
2. La alteración descripta en el punto 1 interfiere significativamente en el rendimiento
académico o en las actividades de la vida cotidiana que exigen habilidades para la
lectura.
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3. Si hay un déficit sensorial, las dificultades para la lectura exceden de las
habitualmente asociadas a éste.
En esta definición se observa que en el punto 1 se incorpora la noción de discrepancia al
considerar que los puntajes obtenidos en una prueba de rendimiento lector, debe situarse
por debajo de lo esperado, teniendo en cuenta el coeficiente intelectual del sujeto. En el
punto 2, se considera que la severidad del trastorno, debe interferir con el rendimiento
académico o actividades relacionadas con la lectura, dado que algunos niños pueden
presentar trastornos temporales en esta habilidad, que no son persistentes y que por ello,
no conllevan un perjuicio en otras áreas del aprendizaje académico. En el punto 3 se
tienen en cuenta criterios de exclusión, puesto que si el niño presenta algún déficit
sensorial, neurológico, etc. la causa del trastorno lector excede a las posibilidades de
manejo psicológico o psicopedagógico corriente.
La definición ofrecida ha sido una solución transitoria al persistente problema
del diagnóstico del trastorno específico de la lectura; las investigaciones subsiguientes a
la divulgación de los criterios de discrepancia y exclusión, encontraron que la
sugerencia de utilizar test de inteligencia para predecir el rendimiento lector impulsada
desde el pionero trabajo de Rutter y Yule (1974), no encontró sustento en otras
investigaciones realizadas posteriormente. Se llegó a criticar incluso que la aplicación
del criterio de discrepancia generaba subgrupos artificialmente diferenciados por el
mero hecho de aplicar indiscriminadamente la técnica de análisis de cluster (Fletcher y
colaboradores, 1994).
El trabajo de Rutter y Yule (1975), encontró apoyo en una investigación
posterior realizada por Stevenson (1988), pero tiempo más tarde DeFries, y
colaboradores (1991), arribaron a la conclusión que ambos trabajos incurrieron en
falencias metodológicas en la aplicación de las pruebas de CI y lectura. Los intentos por
replicar los hallazgos de Rutter y Yule (1975), en Australia (Share y colaboradores
1987) y Gran Bretaña (Rodgers, 1983), no tuvieron éxito. En estos últimos trabajos, se
concluyó que la diferenciación entre grupos de lectores retrasados y disléxicos, era muy
difícil de obtener mediante la aplicación de pruebas de CI y lectura, dado que no
existían claros lineamientos para trazar esa distinción en base a la noción de
discrepancia (los trabajos mencionados fueron citados en Fletcher, y colaboradores
1994).
Shaywitz, y colaboradores (1992), señalaron que si la capacidad de lectura se
distribuye normalmente en la población, deberían existir nociones claras para el cálculo
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de la discrepancia, en especial si la misma va a ser situada en dos desviaciones
estándares respecto de la media poblacional. La afirmación de esta autora, había sido
esbozada anteriormente por Evans (1990), quien señaló que al no estar claro el cálculo
de la discrepancia, muchos investigadores habían optado por definiciones operacionales
limitadas a los objetivos de sus propios estudios. Este autor, mostró que existían al
menos cuatro formas distintas para el cálculo de la discrepancia y que no todas
coincidían con el estudio original de Rutter y Yule (1975). En este sentido Fletcher y
colaboradores (1994), citando el trabajo anterior de Evans, señalaron que el cálculo de
la discrepancia en diferentes trabajos podía variar sustancialmente, desde la
comparación de los puntajes entre inteligencia y logro en lectura, pasando por la
utilización de fórmulas de expectativa para delimitar el rendimiento observado y el
esperado en lectura, hasta la utilización de técnicas de ajuste de las mediciones entre
inteligencia y lectura, basados en la regresión a la media (esto último para corregir el
error producido por ese fenómeno estadístico).
El auge de la crítica de los criterios diagnósticos para la dislexia alcanzó de lleno
a uno de los criterios de exclusión, aquel que sostenía el escolar objeto del diagnóstico
debía tener adecuadas oportunidades para el aprendizaje de la lectura. Según Lyon y
Chabra (1996), tal criterio muestra un fuerte sesgo sociocultural, que conduce a la
sobrerepresentación del diagnóstico en escolares de clase media y alta. La razón de ello
estriba en que, al ser comparados los establecimientos de estratos socioeconómicos
bajos con los medios y altos, la calidad de la educación es mejor en estos últimos; y los
índices de deserción mayores en los primeros. Como corolario de estas desigualdades
resulta que en los establecimientos identificados con las clases bajas, el trastorno lector
tiende a asociarse a la mala calidad de la educación. En este sentido Lyon (1995), ha
subrayado que esta situación sería un artificio creado por la utilización de criterios de
exclusión.
El
estudio
de
la
dislexia
desde
un
modelo
dimensional
El estudio cuidadoso de las causas del déficit en la lectura, acentuó la idea que el
trastorno lector no es un fenómeno todo o nada, y que el mismo debe estudiarse
siguiendo los principios de un modelo dimensional. En este sentido, los trabajos de
Shaywitz, y colaboradores (1992, 1995), demostraron que si se entiende a la lectura
como una habilidad cognitiva compleja, su distribución dentro de la población toma la
12
forma de una curva de Gauss, en donde los malos lectores (incluidos los que
manifiestan un trastorno específico en esa habilidad), tienden a ubicarse en el extremo
izquierdo de la curva (Shaywitz, 1998). Esta nueva perspectiva, marcó un punto de
inflexión en los objetivos de las nuevas investigaciones, ya no resultaba de tanto interés
determinar grupos diferenciales dentro del trastorno lector, sino comprender la dinámica
del mismo en la población.
En el modelo dimensional, la lectura es definida como una habilidad experta que
se adquiere tras numerosos aprendizajes. En una primera etapa, el niño debe ser capaz
de alcanzar automaticidad en la capacidad de decodificación de palabras, que es
definida como el proceso de recuperar del léxico el significado de los términos que
contienen las estructuras gramaticales (oración, párrafo, cláusula, etc.). A medida que el
niño va automatizando el proceso de decodificación, la comprensión como proceso va
ganando en importancia. La comprensión en este caso, es una operación cognitiva más
elaborada que se relaciona con la integración de la información a nivel de los elementos
dentro de una estructura gramatical, v.g. la oración, y entre estructuras gramaticales,
v.g. el párrafo.
La decodificación depende de la articulación de habilidades elementales,
mientras que la comprensión depende de estrategias superiores dedicadas a la
interpretación del sentido o significado. Existe entonces un interjuego constante entre
procesos cognitivos básicos y superiores, que tiene por finalidad equiparar el nivel oral
y escrito. Al principio, el niño debe comprender que la las palabras pueden ser
representadas por símbolos arbitrarios llamados letras o grafemas, que en un número
finito representan todos los sonidos del lenguaje; esto es lo que se ha denominado
dominio del principio alfabético. Luego, el procesamiento del sentido de una oración o
párrafo, se apoya en la facilidad para activar en el léxico el campo semántico apropiado,
dado que la semántica y la pragmática son reglas que gobiernan la combinatoria de
palabras.
El modelo fonológico
Establecida la idea del modelo dimensional y trabajando bajo el paradigma cognitivo
que reconoce a la decodificación como la unidad de análisis funcional de la lectura,
aparece un modelo explicativo que se sustancia progresivamente con las sucesivas
investigaciones: el modelo del déficit fonológico. Dicho modelo sirvió para caracterizar
el tipo de trastorno más frecuentemente observado en los malos lectores, en niños con
13
retraso lector e incluso en pequeños con dislexia evolutiva. La base del modelo del
déficit fonológico establece que: los trastornos observados en la capacidad de
decodificación de palabras, obedece principalmente a dificultades para conectar las
partes constitutivas del código alfabético con la dimensión oral del lenguaje.
Concretamente,
el
niño
encuentra
serias
dificultades
para
establecer
las
correspondencias entre grafemas y fonemas, y así obtener imágenes acústicas
coherentemente procesables que conecten el significado del texto con el lenguaje.
Diferentes investigaciones llegaron a mostrar que la magnitud en los problemas de
comprensión de textos, puede ser predicha a partir de la incapacidad o lentitud en la
decodificación de palabras aisladas (Vellutino, 1991; Stanovich, 1994; Shaywitz, 1998;
Bretznitz, 1997).
El modelo fonológico constituye actualmente una de las explicaciones más
invocadas para interpretar el deterioro cognitivo del que son objeto los niños con
trastornos específicos en lectura. En dicho modelo se reconoce que el potencial para el
aprendizaje de la lectura se ve considerablemente menoscabado si el escolar no posee
adecuadamente desarrollada la conciencia fonológica, habilidad que se define como la
capacidad de hacer conscientes y manipular las unidades fónicas mínimas del lenguaje.
Este deterioro puntual, termina por afectar el análisis de la estructura sonora del
lenguaje y la posibilidad de asimilar dicha estructura al formato del texto. La principal
consecuencia observable en ese caso, es un notable esfuerzo en la decodificación de
palabras y la imposibilidad de automatización de ese proceso. Por lo tanto, y dado que
la principal entrada de información a los procesos superiores del análisis del discurso, se
nutren de lo aportado por las instancias básicas, se produce un desfasaje entre las
potencialidades cognitivas generales para el aprendizaje de la lectura y el rendimiento
efectivamente observado (Adams, 1990; Adams y Bruck, 1995; Beck y Juel, 1995;
Vellutino y colaboradores, 1994; Stanovich, 1991; Stanovich y Siegel, 1994; para
revisiones del modelo fonológico, véase Shaywitz, 1998).
La capacidad interpretativa del déficit lector aportado por el modelo fonológico,
ha sido fácilmente articulado en otros modelos generales de base cognitiva; sin
embargo, su impacto más importante fue el forzar a la comunidad científica a cambiar
los términos de la definición de trastorno específico de la lectura, teniendo en cuenta
que las explicaciones brindadas por el mismo, permitía unificar buena parte de los datos
logrados por distintas investigaciones (Lyon, 1995).
14
Un
nuevo
criterio
diagnóstico
del
trastorno
específico de lectura
El primer y más importante impacto de las investigaciones repasadas en el apartado
anterior fue sobre los lineamientos básicos de una definición del trastorno lector. Lyon y
Chabra, (1996) señalan que al redefinir el trastorno se descartó cualquier aplicación de
criterios de exclusión, fomentando en cambio criterios de tipo inclusivo. Además, hubo
un acuerdo tácito en prescindir de la noción de discrepancia. El producto del trabajo
dedicado a la propuesta de una nueva definición del trastorno lector, puede verse
reflejada en la siguiente propuesta:
El Déficit Específico en la Lectura es un trastorno de base lingüística de origen
constitucional, caracterizado por dificultades en la decodificación de palabras aisladas
que refleja un insuficiente procesamiento fonológico. Tales dificultades en
decodificación de palabras, son inesperadas en relación a la edad y otras habilidades
cognitivas y académicas; no son el resultado de trastornos generalizados del desarrollo
o de pérdidas sensoriales, y se manifiestan conjuntamente con problemas para adquirir
eficiencia en la escritura y el deletreo.
La ventaja de esta definición radica en que la misma es un intento de unificar datos de
investigaciones realizadas en el campo de la genética del comportamiento, la
neuropsicología y la psicología cognitiva. Se puede observar que dicha definición
contiene: a) lineamientos para operacionalizar el aspecto conductual manifiesto del
déficit lector; b) descripción de la posible etiología; c) su posible sustento
neurobiológico, y d) su expresión en el fenotipo conductual. Esta nueva definición
pierde la precisión diagnóstica de la anterior, pero sirve para nutrir la agenda de
investigación de disciplinas como las neurociencias, la psicolingüística y la psicología
cognitiva (Lyon y Chabra, 1996; Zigmond, 1993).
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